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Caso 2.

Lectura

La dictadura y los fideos


Mario Vargas Llosa
18 ene 2003 - 18:00 PET

La fábrica de fideos Lucchetti, perteneciente a uno de los conglomerados económicos


más grandes de Chile, el grupo Luksic, acaba de cerrar sus puertas en Lima, poniendo
fin de este modo al empeño de la empresa por instalarse en el Perú, que inició en 1996 y
que, según sus dueños, ha significado una inversión -una pérdida- de unos 150 millones
de dólares.

Una virulenta controversia entre Lucchetti y la Municipalidad de Lima precedió el


cierre de la fábrica, a la que aquélla acusaba de haber sido construida, violando la ley,
en un terreno ecológico protegido -los pantanos de Villa-, sin contar con los permisos
debidos y en desobediencia flagrante de prohibiciones expresas de la comuna limeña. A
estos cargos, Lucchetti respondía que era víctima de discriminación, que había actuado
dentro de la ley y que la controversia la había dirimido, a su favor, un fallo judicial.

Para entender lo ocurrido conviene reconstruir algunos hechos claves de esta historia, y,
principalmente, tener muy presente que ella se enmarca en el contexto de la dictadura de
Fujimori y Montesinos (1990-2000), sin cuyos métodos y costumbres nefastos ella
jamás habría tenido lugar. El caso Lucchetti sirve de manera luminosa para mostrar
cómo una dictadura no sólo atropella los derechos humanos e institucionaliza la
corrupción en un país; también, distorsiona profundamente el funcionamiento de la vida
económica imponiendo a las empresas y a los empresarios unas reglas de juego que, en
tanto que a algunos los enriquece de manera arbitraria, a otros los desprestigia y los
arruina, a menudo injustamente. El gran error de Lucchetti no fue tanto erigir una
fábrica en un terreno ecológico protegido al que podía dañar, sino hacerlo convencido
de que las reglas de juego mafiosas y gansteriles del fujimontesinismo, si se ponían de
su lado, le allanarían todos los obstáculos que le presentaba una Municipalidad a la que
la dictadura, por su posición opositora, odiaba y tenía sometida a un acoso implacable.

No tengo la menor duda de que el grupo Luksic opera en Chile, un país donde existe un
sistema legal digno de ese nombre, respetuoso con las leyes vigentes. Y, por esa razón,
creo también improbable que, allá, Lucchetti hubiera emprendido la construcción de la
fábrica con los permisos insuficientes, como lo hizo en Lima: sólo una licencia para
levantar "un muro perimétrico" y una disposición edilicia para habilitar una zona rural
al casco urbano. ¿Alguien le hizo suponer que confiando la construcción de la fábrica a
la empresa J.J. Camet, de la familia del entonces influyente ministro de Economía de la
dictadura, Jorge Camet, se eclipsarían los obstáculos? No ocurrió así. Cuando, luego de
la intervención y denuncia de diversas organizaciones ecologistas, la municipalidad de
Lima ordenó la paralización de las obras, revocando una licencia obtenida por Lucchetti
de la municipalidad del distrito de Chorrillos, la fábrica estaba prácticamente
construida. Entonces, los directivos chilenos llevaron el caso al Poder Judicial.

Hasta aquí, todavía puede considerarse que la controversia oponía a una empresa
privada y al municipio de Lima sin que terciara en ella, por lo menos de manera muy
visible, la política. Pero, a partir de ahora, ya no. Sabedores de que en el régimen de
Fujimori y Montesinos, como ocurre en todas las dictaduras, los tribunales y los jueces
eran meros títeres a los que hacía danzar a su antojo el poder autoritario, los dueños de
la empresa fueron a defender su caso ante el factótum todopoderoso del régimen, el
celebérrimo Vladimiro Montesinos, "asesor" de inteligencia y jefe supremo de la
corrupción. Lo que nunca sospecharon los empresarios chilenos es que Montesinos no
sólo los escucharía y les prometería ayudarlos, sino que, al mismo tiempo, grabaría en
un video las entrevistas que celebró con ellos, y que años después, al producirse la fuga
de Fujimori al Japón, por lo menos dos de aquellas cintas se harían públicas. Ambas
grabaciones son extraordinariamente instructivas sobre la manera cómo se resolvían los
conflictos empresariales y judiciales en el Perú, en esos años de barbarie.

En uno de ellos, un benévolo Montesinos escucha al principal accionista del grupo


Luksic, don Andrónico Luksic Craig, pedirle colaboración y explicarle de qué modo se
podría orientar la acción judicial de manera favorable a los intereses de Lucchetti.
Montesinos sonríe y consiente: "Yo quiero que usted se lleve su resolución ahora..." En
el otro video, el directivo chileno de la empresa, don Gonzalo Menéndez, acompañado
del publicista titulado de la dictadura, Daniel Borobio, pide a Montesinos que el caso se
resuelva cuanto antes en el Poder Judicial, mediante "una guerra corta, sangrienta y
decisiva". Luego, los contertulios bromean y se despachan alegremente, lanzando
improperios contra el alcalde Alberto Andrade y contra el diario El Comercio, que había
respaldado al burgomaestre en su campaña contra Lucchetti. (A raíz de estos videos,
hay abierto un juicio anticorrupción y por tráfico de influencias a los dos directivos de
la empresa). Añadamos que poco después un juez dictó una resolución favorable a
Lucchetti, y que dicho ex-magistrado está ahora preso, como uno de los instrumentos
más diligentes y corruptos de que se valió Montesinos para revestir sus robos y
crímenes de legitimidad jurídica.

La caída de la dictadura y la aparición de los videos con los que Montesinos


documentaba sus fechorías desbarató toda la defensa de Lucchetti, deslegitimó sus tesis
y le ganó la hostilidad de la inmensa mayoría de la opinión pública, la que, desde
entonces, apoyó resuelta y masivamente a la municipalidad de Lima. Ésta, a fines del
año pasado, confirmó la clausura de la fábrica cuestionada. Aunque Lucchetti pidió
primero una prórroga, luego cambió de opinión y procedió a cerrar la fábrica. Ahora, ha
entablado una demanda contra el Estado peruano ante el CIADI (Centro Internacional
de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones), organismo cuya competencia para
intervenir en este conflicto el gobierno peruano rechaza alegando que su creación es
posterior al conflicto en cuestión. Es de esperar que la disputa diplomática se alargue lo
suficiente para que los ánimos se calmen y que, más temprano que tarde, los gobiernos
lleguen a un acuerdo que ponga punto final a este lastimoso episodio que no debería
enturbiar las relaciones entre dos países vecinos y que, por fortuna, comparten ahora un
sistema democrático. Y, asimismo, que lo ocurrido no afecte las excelentes relaciones
económicas entre Chile y Perú, donde más de 250 empresas chilenas tienen inversiones
en energía, industria, finanzas y comercio por un monto que supera los tres mil millones
de dólares. La mayor parte de estas empresas tienen buenos, y, algunas, magníficos
resultados. Contrariamente a lo que ciertos comentaristas han insinuado, no hay
hostilidad en la sociedad peruana hacia la inversión chilena en el Perú, sino, más bien,
lo contrario, y el caso Lucchetti no parece haber cambiado la disposición favorable de la
opinión pública hacia los inversionistas chilenos, que entiende son muy útiles para el
desarrollo nacional.
A muchas personas les he oído decir que se ha cometido una injusticia con Lucchetti.
¿Acaso esa empresa hizo otra cosa que seguir las reglas de juego impuestas por la
dictadura?, preguntan. ¿Acaso los permisos para construir una fábrica, en ese régimen
de ladrones, no se obtenían siempre de manera precaria y sinuosa porque ello favorecía
la corrupción? ¿Qué otra cosa podía hacer Lucchetti sino imitar lo que hicieron otros
empresarios nacionales y extranjeros que pagaron coimas, o entraron en alianzas
delictuosas con los hombres del gobierno, si ésta era la única manera de hacer negocios,
y sobre todo de tener éxito en el Perú de esos años escabrosos? Aunque no es exacto
que todas las empresas incurrieran en los años de la dictadura en prácticas mafiosas -por
fortuna, hubo algunas que se las arreglaron para no ensuciarse-, en el fondo de este
argumento hay una verdad, aunque, desde mi punto de vista, ello no exculpe a
Lucchetti, sino, únicamente, ponga de manifiesto su mala estrella. Nada más. Qué mala
suerte, para esa infeliz empresa, que le saliera al paso un alcalde que no se dejó
intimidar por la aplastante maquinaria del fujimontesinismo y se empeñara, contra
viento y marea, en hacer respetar la ley, contra un régimen que la violaba a cada
instante. Qué mala suerte que Montesinos grabara aquellas reuniones incriminatorias, en
tanto que otros tantos empresarios que fueron a la oficina del "Doctor" a perpetrar
parecidos contubernios no fueron grabados, o consiguieron hacer desaparecer esos
videos a tiempo. Y qué mala suerte que la dictadura se desplomara cuando ya todo el
pastel de fideos parecía cocinado y listo para degustarlo...

El caso Lucchetti ilustra de manera ejemplar las distorsiones traumáticas que para el
funcionamiento de las empresas acarrea un régimen autoritario, como el que padeció el
Perú en la década de los noventa. Todavía hay ingenuos, entre los empresarios
peruanos, que añoran a Fujimori. Es verdad que algunos de ellos hicieron estupendos
negocios. Pero, a muchos otros, en cambio, como a Lucchetti, ese sistema que vulneraba
todas las leyes y los principios éticos y la más elemental decencia política, los arrastró
en un turbio remolino y los perjudicó tremendamente. El perjuicio no fue sólo
económico, sino de imagen y de crédito moral. Más todavía: las malas costumbres que
introdujo y propagó esa dictadura que algunos osan todavía calificar de "neoliberal"
causaron un gran daño a la empresa privada y al régimen de economía libre en general,
haciendo que en el imaginario colectivo de los peruanos este sistema apareciera
identificado con un régimen que inspira vergüenza y escándalo. Las heridas y traumas
que el fujimonstesinismo ha dejado en el Perú serán de convalecencia todavía más larga
que las de Lucchetti.

* Este artículo apareció en la edición impresa del sábado, 18 de enero de 2003.

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