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Valeria Llobet
Universidad Nacional San Martín, Argentina
valeria.s.llobet@gmail.com
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Introducción
Las y los investigadores muchas veces nos enfrentamos al dilema ético y político relativo al para
qué de la producción de conocimiento sobre sectores sometidos. Y muchas veces gestionamos
estrategias y metodologías que permitan una transformación en las relaciones y prácticas
sociales, como dice Fonseca, una transformación liberadora. Desde nuestra perspectiva, claro.
Las preguntas que vinculan con la pedagogía y la intervención crítica, obligan a mirar la
micropolítica de la intervención. Esto es, precisamente las identidades, relaciones sociales,
prácticas y valores que se buscan producir, y las dinámicas de poder que con guran en ese
proceso.
Desde la publicación de “Homeboys, babies, men in suits: the state and the reproduction of male
dominance” pasaron ya poco más de 20 años. En ese estupendo trabajo, Lynne Haney planteaba
que las numerosas instituciones del sistema penal juvenil para jóvenes mujeres, generalmente
llenas también de trabajadoras mujeres, no trabajaban para imponer unilateralmente un
conjunto singular de normas de género a las y los jóvenes destinatarios. Por el contrario,
procuraban empoderarlos transmitiéndoles mensajes de independencia institucionalmente
situados. A su vez, Haney (1996) encontraba patrones de resistencia de las jóvenes que
evaluaban y transformaban esos mensajes. Ello condujo a renovar la mirada sobre los modos de
reproducción de la dominación de género en el Estado, y sobre los discursos de género
institucionalizados, para dar lugar a una exibilidad y heterogeneidad importantes. Mirada que, a
la vez, disemina en instancias diferenciadas la coerción y la normatividad permisiva. A su vez,
enfatiza en la cualidad relacional de las interacciones entre las jóvenes y “el estado”,
restituyendo una discusión sobre la agencia y los modos de negociar intereses, necesidades e
identidades que las muchachas ponen en juego para no perder o ganar poder y autonomía.
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La hipótesis que quisiera presentar es que las narrativas propuestas en las políticas que
procuran una transformación de las relaciones sociales de género en el sentido de una mayor
independencia y empoderamiento de las muchachas, centradas en el cuestionamiento de la
violencia de género y el autoritarismo parental, se articulan mediante propuestas emocionales y
afectivas complejas en las que el cuestionamiento al control social se trama con emociones
como el optimismo, la ilusión y la esperanza, dando lugar a espacios para la transformación
uidos y situacionales, “desparejos”.
El afecto no es meramente un mediador que esconde los intereses de los actores con más
poder, en este caso, los agentes del estado. El trabajo afectivo, esto es, las dimensiones
inmateriales y emocionales del cuidado que articulan dimensiones sustantivas de la tarea
profesional (Adkins 2005; McRobbie 2010; Weeks, 2007) de las y los agentes estatales se vincula
también con su capacidad de crear espacios legítimos para la participación de chicas y chicos y
en el establecimiento de vínculos socialmente signi cativos que hacen del Centro Juvenil un
lugar de relevancia para sus vidas. Y el trabajo afectivo de las jóvenes negocia de maneras
situadas y alternativas los espacios de transformación y los de conservación.
Los Centros combinan transferencias dinerarias para algunos de los jóvenes, almuerzos y
meriendas para todos, con “otras cosas”. Esas “otras cosas” están diferencialmente construidas
en función del género y la edad. Son espacios de sociabilidad protegida para las chicas más
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jóvenes, espacios de sociabilidad regulada para los chicos, recursos para acceder a derechos
sexuales y reproductivos para las chicas más grandes, recursos para acceder a derechos civiles
para los chicos, redes de relaciones que permitan acceder a trabajos o continuidad educativa
para ambos, “autoridades” que legitiman los espacios de autonomía para las chicas ante las
autoridades parentales, “autoridades” que legitiman ante el poder judicial, la libertad para los
varones en con icto con la ley. Así, los procesos de violentación que se despliegan en los
barrios, lejos de distribuirse homogéneamente en los “territorios de exclusión”, traman
heterogeneidades, ujos y densidades diferenciales, en los que la edad y el sexo resultan
categorías de diferenciación determinantes.
En ella niños, niñas y jóvenes, despliegan con mayor o menor éxito búsquedas intersticiales de
apoyos intergeneracionales y “extrabarriales”, apoyos que a su vez son formas de construcción
de la legitimidad de los adultos. En estas interacciones, “el estado”, encarnado en las prácticas
de las y los agentes, procura la producción de valores y emociones liberadores en términos de
una politización de la experiencia, una visión crítica de las formas en que las trayectorias son
constituidas, un rechazo estratégico a los condicionantes barriales que conducen a situaciones
de mayor vulnerabilidad. Pero también se sostiene la intervención en términos de emociones
sintónicas con la religiosidad popular y los ordenadores de las jerarquías barriales, como el
optimismo, valores como la esperanza, y una miríada de sentidos organizados alrededor de la
importancia de “seguir tus sueños” y “esforzarte y merecer”. Las intervenciones así no sólo
adquieren valor como productores de relaciones y posiciones subjetivas que replican los modos
de gobierno neoliberal en los cuales la activación individual y el emprendedurismo son la guía,
sino también adquieren valor en el ordenamiento de las posibilidades de protección.
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modos especí cos de articulación entre variabilidad cultural, desigualdad social y género. Y ello
resulta signi cativo para evitar la simpli cación o la invisibilización de diferentes experiencias
infantiles o juveniles. Y a su vez, la colocación del punto de mira en los modos de participación
infantiles y juveniles, como fuera señalado por Fernanda Bittencurt (2007), necesita traspasar la
invisibilización del tiempo de la intervención, reclamar una discusión sobre las relaciones de
poder que la traman y visualizar sus distintas fuentes de legitimidad.
En la villa no hay muchas familias. Cada familia compone un linaje compuesto por varios núcleos
y numerosos integrantes que viven allí, de modo que una parte importante de la organización
social se deriva de la sociabilidad, la reciprocidad y la solidaridad familiares. Por ejemplo, uno de
los eventos centrales lo constituye un baile organizado regularmente en un club cercano, por
miembros de una de las familias, al que asisten con mucha expectativa la mayoría de los
jóvenes del barrio y de las cercanías. Las pertenencias familiares marcan la con ictividad y las
tramas del cuidado cotidianas. Como dijo Gustavo, uno de los jóvenes asistentes a los talleres
del año 2017, “estos se dan la mala cara todo el tiempo, pero tocás a uno y aparecen desde abajo
de las piedras”. Las muchachas más jóvenes de algunas familias son con nadas al espacio
doméstico y a la circulación con chaperones, como estrategia de cuidado y a la vez, para limitar
la sociabilidad intrabarrial.
La sede del Centro Juvenil se inauguró en el año 2009 en razón de la implementación municipal
del programa provincial de Responsabilidades Compartidas Envión. Al igual que en muchas
otras sedes, los jóvenes bajo programa se mezclan con otros que no reciben la beca pero que
aprovechan igualmente la oferta de la sede, consistente en talleres deportivos, artísticos,
eventuales cursos de formación laboral certi cados, intervenciones del Centro de Salud, etc.
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Durante el año 2016, desarrollamos el taller de género o “Espacio de Chicas”. La demanda para
organizar este taller vino del coordinador de la sede, un joven del barrio, quien entendía que la
ausencia de las muchachas en la sede del programa, era producto de la inexistencia de una
oferta de actividades especí cas para ellas, que permitiera la creación de un espacio a
resguardo de la disruptiva participación de los varones.
Nuestro trabajo, compartido con una de las talleristas del programa, se planteaba desde la
premisa de co-construir el espacio, “llenarlo” con los intereses de las chicas. Sabíamos que se
trataba de una empresa riesgosa, en tanto la demanda por ese espacio era más vale ajena a las
jóvenes, y nuestra propia presencia, notablemente “extranjera”, podía ser un obstáculo. Pero el
pequeño proceso de investigación acción llevado adelante el año anterior, a demanda de un
grupo de unos cinco chicas y chicos, había sido evaluada por el centro y nosotras como exitosa,
y era así alentadora.
Las muchachas, al inicio de las actividades, se mostraban preocupadas por los hechos de
violencia de género, traían noticias que la prensa permanentemente publicaba y se apropiaban
de las consignas de “Ni una menos”. Comenzamos así un proceso en el cual nuestro horizonte se
vinculaba con la problematización de las desigualdades entre varones y mujeres y la
visibilización de las diferentes formas de violencia de género.
En los talleres, el silencio, las ausencias, el interés “áulico” espasmódicamente sucedido por
conversaciones íntimas o intensamente interesadas, coexistían con las conversaciones en la
cocina -el lugar privilegiado del chisme-, las amorosidades desplegadas en cercanías
corporales, y las hostilidades y micro-rivalidades que poblaban las cuentas de Facebook de las
chicas. Por supuesto estas dinámicas dan cuenta de procesos que ocurrían tanto fuera del
Centro Juvenil, como en el propio taller. Pero también revelaron que nuestra posición alrededor
de una comprensión de la autonomía de las mujeres, estaba más vale vinculada con una
experiencia de clase que terminaba traduciéndose muchas veces, en la promoción de un punto
de vista que confrontaba las experiencias de las chicas en el barrio, cuyos marcos de
interpretación incluyen complejas evaluaciones sobre lo moralmente aceptable, lo justo, lo
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debido, y las jerarquías sociales situacionalmente construidas. Si bien las jóvenes movilizaban
intereses y enunciados valorados positivamente desde el Centro, como las consignas contra la
desigualdad y la violencia de género, estos eran “amarrados por la lógica del bricolaje, local e
históricamente desarrollada por el propio grupo” (Ortner, 1995), con otros sentidos y lógicas
socialmente disponibles, organizados desde la micropolítica de la sociabilidad barrial, esto es,
“la jación contingente de lazos y estructuras de poder, de formas de categorización y de
signi cación de jerarquías, que partiendo de interacciones diversas, micro y macrosociales,
tienden a vincularse con las propias modalidades de organización social” (Grimson, 2009).
Dinámicas que era necesario comprender también de manera situada para entender cómo
operaban en el barrio, como eran puestas en contexto, apropiadas y resigni cadas por las
chicas, las narrativas de género propiciadas desde el Centro Juvenil.
Así, “Ni Una Menos”, estaba en realidad fragmentado en múltiples jerarquías interiores. Por su
parte, el “no al aborto” era matizado y problematizado en un proceso de construcción
transformadora de los sentidos morales totales que adquiría inicialmente. Y ambos conjuntos de
sentidos se mostraban complejamente articulados con la experiencia cotidiana, refractarios así a
unos intentos de politización bastante lineales y ciertamente extranjeros.
“Yo no soy de tirarle estados a nadie, pero amiga, rescatate”: las sociabilidades femeninas
Las dinámicas cotidianas aparecían pobladas por micro-rivalidades entre chicas, el despliegue
de agresiones y lealtades, las que eran inicialmente leídas, de modo más vale simplista, como
meras formas de reproducción del discurso patriarcal que promueve la hostilidad y la
competencia entre mujeres.
A la vez, los gestos de desavenencia, confrontación, ira, descon anza y ruptura que pueblan
incluso el grupo de whatsapp del taller, se combinan con cadenas de oración y otras muestras
de la religiosidad cotidiana, frases relativas al valor de la esperanza y el amor, expresadas en
tonos estereotipados y con imágenes reiterativas. ¿Cuál es entonces la relación de las chicas
con estas formas de sensibilidad que puntúan su forma de presentación y sus relaciones
sociales?
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Parece un trabajo sobre el yo, que a su vez distingue modalidades de ser y estar dentro de la
propia villa, demarca las redes de relaciones, y señala el valor de la (des)esperanza, la
(des)con anza y el miedo como ordenadores de la vida cotidiana, como formas de trazar un
orden en la experiencia cotidiana que además procura formas de protección, y como
ordenadores de su participación en el Centro Juvenil.
Al mismo tiempo, dimensiones más coyunturales modulan este trabajo emocional. Romina con
sus 19 años es hija mayor de un matrimonio divorciado, y la “dueña de casa” en su hogar, a cargo
de las tareas de cuidado y asumiendo desde ese lugar tan tradicional un papel que le resulta
prometedor: abordar con responsabilidad esas tareas la distingue de otras muchachas, y asume
su liderazgo como una muestra de sus potencialidades hacia sus interlocutores, agentes de
diversas o cinas estatales o nosotras, desde la universidad. Con ello, logra construir una red de
relaciones que le habilita posibilidades y recursos no sólo materialmente relevantes (acceder a
un tratamiento psicológico en el servicio comunitario que ofrece la universidad, contar con
vacantes en cursos certi cados que ofrecen otras o cinas municipales, acceder a alguna que
otra beca) sino social y simbólicamente signi cativos.
Cuando a principios de 2017 una nueva noticia de ataque a una muchacha llenó la prensa,
estábamos aún de vacaciones. No obstante, ofrecimos a través del grupo de WhatsApp la
posibilidad de encontrarnos para charlar, en nuestro usual espacio de los lunes. No tardaron en
llover las respuestas, que combinaban el horror ante el hecho y el miedo a ser, ellas mismas, las
próximas víctimas.
El miedo concreto vinculado con los asesinatos de adolescentes y jóvenes convive con un
miedo diseminado en rumores y creencias, que pueblan las calles del partido con una
camioneta blanca en la que un enfermero levanta chicas, o bebés robados de las manos de sus
madres en múltiples esquinas a plena luz del día. “No salgas sola”, “Llevá un cuchillo en la
cartera”. O, como sucedió a inicios de 2017, “andá al Centro Juvenil así no estás callejeando toda la
tarde”.
Los enfermeros que secuestran jóvenes, el robo de niños, las ánimas que habitan los espacios
baldíos, las aparecidas como la “dama blanca” que acosa en ciertos pasillos de la villa, los
“fantasmas” que no terminan de delimitarse como seres del inframundo o como jóvenes de este
mundo tomados por la droga: creencias que conforman las dimensiones morales que
circunscriben la vida cotidiana, ordenan el espacio, y orientan las trayectorias.
Expresadas en los talleres, las formas de respuesta se apropian o se distancian del trabajo de
relacionamiento solidario entre mujeres: quienes enuncian que ellas saben que lo que hay que
hacer es “saltar y ayudar a la que está en problemas”, y las que señalan que está en problemas
porque tomó demasiado alcohol, lo que las separa y rede ne su responsabilidad de ayuda. O las
que señalan que meterse o no en problemas es más vale un resultado de “la educación que te
dieron en tu casa”, válido tanto para evitar entrar en peleas como para evitar adecuadamente
constituirse en víctimas de varones violadores y asesinos. Sentidos que no invalidan la
problematización de la violencia dirigida hacia las muchachas como una violencia enraizada en
ideas que construyen la superioridad del varón y del cuerpo de la mujer como apropiable. Por el
contrario, todos estos sentidos se encuentran presentes y son movilizados para construir
complejas relaciones de cuidado de los otros y cuidado de sí, de responsabilidad, y de
jerarquías morales, en los que la edad no adquiere un sentido único, sino que va concretándose
en situación.
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Ese esforzado trazado de jerarquías entre niñas y muchachas se trama con los debates públicos
sobre la violencia de género y las demandas de seguridad. Procuran también establecer algún
grado de previsibilidad entre quienes serán las potenciales víctimas, y jar esas violencias en un
horizonte de inteligibilidad sintónico con los valores morales que organizan sus vidas. Quiénes
se la buscaron porque “andan de perdidas”, más allá que las narrativas de género del taller
procuraban otros sentidos. En parte, porque para que tales sentidos “hicieran sentido”, la trama
de relaciones sociales debía ser otra.
De ese modo, la propia intervención fue mutando, aprendiendo a negociar las tensiones entre
un proyecto “político” y la politicidad encarnada en la movilización de enunciados más
estereotipados, engarzados en las mismas jerarquías que queríamos cuestionar, pero útiles para
inscribir, al menos provisionalmente, las posibilidades de cuestionamiento a la violencia de
género presentes en la cotidianeidad de las chicas. Comprendimos que la problematización de
la violencia de género como tal era movilizada estratégicamente por las chicas, era un lenguaje
común que permitía igualarnos –jóvenes del barrio y adultas de la universidad- y a la vez
validaba jerarquías intrabarriales, permitía la circulación de afectos –convalidaba un abrazo, la
expresión de congoja, la apertura emocional- al tiempo que jaba algunos sentidos morales y
sus jerarquías tradicionales, los mismos que eran “minados” en otros órdenes, por ejemplo,
alrededor del tema del aborto.[1]
Consideraciones nales
Una lluviosa mañana de lunes, al llegar al Centro me topo en la cocina con “Chaco”, un jovencito
de unos catorce años, que me pregunta qué vamos a hacer en el taller de chicas. Le cuento que
vamos a trabajar sobre la violencia de género, y me increpa “¿y porqué no dicen “ni un varón
menos”? La joven cocinera, que presenciaba la escena mientras cortaba pan, mira al
coordinador, que ingresaba en ese momento, y hace un gesto notorio, “¿viste? Yo te dije”. Para
ella, ese “ni un varón menos” tenía que ver con rechazar el sentido de culpabilización a los
varones concretos como agentes unívocos de la violencia, dado que, desde su punto de vista,
eran muchas más las mujeres que pegaban a los varones que a la inversa. Para “Chaco”, se
trataba de visibilizar que los varones jóvenes son objeto de violencia policial de manera
permanente.
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El propósito de ofrecer a las jóvenes participantes del taller, narrativas de género que
cuestionaran las formas de regulación de género restrictivas, que debatieran los usos
restrictivos y sojuzgatorios de la reputación moral que, en n, se separaran de relaciones de
género inequitativas y violentas, en de nitiva, leía mal el interés de las chicas en estos temas
como un terreno fértil al surgimiento de proyectos y activismos tramados en redes colectivas.
Era en suma inhábil para comprender los sentidos sociales y los usos estratégicos que tales
formas de regulación moral adoptaban, y su reinscripción en narrativas propias que tanto los
distanciaban de una especie de exterioridad a su experiencia, como reinventar su propio modo
de ser jóvenes mujeres en el barrio.
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[1] Por caso, la problematización del caso Belén, la muchacha que fue presa por un supuesto
aborto, generó sentimientos vinculados con la injusticia de su situación y un claro
cuestionamiento a la posición de los jueces.
Hojas de Ruta
octubre 2019
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