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Transgénicos: medias verdades y

grandes mentiras
Las causas del hambre en el mundo son políticas. Poco puede
hacer la tecnología genética para acabar con la desnutrición si
se transforman los modelos socio-productivos
JUAN ECHANOVE

El País, 05.AGO.2016

La reciente carta firmada por más de un centenar de premios Nobel atacando


desaforadamente a Greenpeace por la oposición de la organización ecologista al
empleo de alimentos genéticamente modificados, y específicamente al arroz dorado
(arroz enriquecido con vitamina A) ha vuelto a desatar el apasionado debate de los
transgénicos. Es este un duelo vivido por ambos campos (en pro y el contra), con una
virulencia mesiánica sofocante. Los firmantes del escrito llegan a acusar a
Greenpeace poco menos que de genocidio, haciendo al grupo ecologista cómplice de
la muerte por desnutrición y de la ceguera por carencia de vitamina A de millones de
niños asiáticos.
Creo, por las razones que abajo explico, que Greenpeace se equivoca en
sus argumentos oponiéndose a los transgénicos, y que a menudo ha hecho gala de un
fundamentalismo en este tema muy poco constructivo: pero el tono incriminatorio de la
carta de los Nobel busca un descrédito de Greenpeace totalmente abusivo e injusto.
Aunque la ONG ecologista haya demostrado una actitud a veces poco racional en su
radical oposición a los transgénicos, ha sido y sigue siendo una de las organizaciones
globales más serias, nobles y altruistas y a ella debe nuestro mundo muchas de las
principales victorias de la justicia ambiental universal. El tono de la carta hace incluso
dudar de las reales intenciones de los autores intelectuales de la iniciativa epistolar.
Pero, antes de seguir perdiéndonos en argumentos, comencemos por acotar el ámbito
de la discusión. Un organismo genéticamente modificado es todo aquel cuyo material
genético ha sido alterado artificialmente con técnicas de ingeniería genética. La
humanidad lleva milenios alterando el material genético de plantas y animales a través
de sistemas tradicionales de selección. Una nectarina es un melocotón mutado y
seleccionado; un chihuahua o un gran danés son variedades generadas por selección
artificial del perro originario, domesticado en el neolítico; las naranjas que nos
comemos fuera de estación son variedades generadas a través de alteraciones
genéticas logradas mediante injertos. La historia misma de la agricultura y la
ganadería es indisociable de la alteración del material genético de las plantas y de los
animales. Los transgénicos son pues tan poco naturales como la mayor parte de los
otros alimentos que nos comemos, si llamamos ‘naturalidad’ al hecho de que un
alimento mantenga o no su material genético original inalterado.
Los transgénicos actualmente comercializados son plantas modificadas genéticamente
para, o bien mejorar su productividad, haciéndolas más resistentes a virus, a bacterias
o a las sequías, o bien para aumentar sus propiedades nutritivas incorporando a su
estructura genética micronutrientes, como en el caso del arroz dorado, enriquecido con
vitamina A.

Los transgénicos forman ya de hecho parte sustancial de la cadena alimentaria de los


españoles y de todos los europeos, sin que la mayoría seamos conscientes. Si bien es
cierto que la comercialización de plantas para consumo humano de origen transgénico
es muy reducida en Europa y en la práctica está prohibida en casi todos los países del
continente (aunque no en nuestro país), la inmensa mayoría del pienso animal con el
que se alimentan las vacas y cerdos que nos comemos procede de soja y maíz
genéticamente modificados, originario de Estados Unidos y otros países donde la
producción de transgénicos es generalizada. Tres cuartas partes de toda la soja del
mundo son ya de origen transgénico. El debate sobre los transgénicos también suele
obviar el hecho de que muchas de nuestras prendas de vestir tienen también un
vínculo con la modificación genética de plantas: La mitad del algodón que se cosecha
hoy por hoy es transgénico, sin que a nadie parezca preocuparle demasiado el asunto.
La oposición a los alimentos transgénicos se funda en argumentos muy diversos:
medico-sanitarios, ecológicos y también socioeconómicos. Por una parte, se afirma
que pueden provocar alergias y otros efectos negativos en la salud de los
consumidores y que tal riesgo sería razón suficiente para su prohibición. Este es, sin
duda alguna, el argumento más endeble. No hay ni un solo caso reportado en la
literatura médica internacional de daño sobre la salud provocado por el consumo de un
alimento en razón de su modificación genética.
Los argumentos de orden medioambiental, que son aquellos sobre los que
principalmente se funda la radical oposición de Greenpeace, merecen en cambio una
consideración más seria. Por una parte, existe un riesgo real de la propagación no
deseada de los organismos modificados mediante ingeniería genética, invadiendo
zonas no previstas y afectando pues a agricultores contrarios a su uso. De hecho, este
tipo de situación ya se ha producido en algunas ocasiones.
Por otra parte, el empleo de los transgénicos conlleva a una creciente
homogeneización en los cultivos, y con ello a una eventual desaparición por desuso de
las variedades tradicionales. Conviene señalar, no obstante, que estas críticas pueden
en realidad aplicarse exactamente igual a las variedades seleccionadas artificialmente
pero no modificadas genéticamente. Hoy por hoy, de hecho, la diversidad de
variedades de trigo, arroz o de casi cualquier producto agrario cultivado en el mundo
es infinitamente menor a la del pasado, debido a que ciertas variedades mejoradas se
han expandido a escala planetaria en tanto que las variantes locales tienden a
desaparecer. La creación de bancos globales de semillas para conservar la riqueza
genética asegura que, pese a esta preponderancia de un pequeño número de
variedades sobre el resto, las versiones locales no lleguen a perderse del todo,
conservándose así, al menos a nivel de inventario, la agro-diversidad del Planeta.

Por otro lado, la oposición a los transgénicos por parte de los ecologistas obvia, a
veces tramposamente, un evidente impacto positivo de su uso: los transgénicos
ayudan a reducir masivamente el uso de herbicidas y pesticidas por parte de los
agricultores, ya que las plantas modificadas genéticamente son por sí mismas
resistentes a bacterias y virus, sin necesidad de la venenosa medicina de los
‘químicos’. Así pues, es más que discutible que el impacto ecológico de los
transgénicos, balanceados pros y contras, sea en realidad negativo.
El tercer tipo de argumentos en contra de los transgénicos es, a mi juicio, el único
verdaderamente válido: el de orden socioeconómico. Por definición, este tipo de
cultivos no germinan, es decir, no producen semillas que puedan reproducirse. Ello
coloca a los agricultores en una situación de completa dependencia con respecto a los
suministradores de las semillas transgénicas, lo cual, por una parte, incrementa sus
costes de producción (puesto que ya no pueden separar parte de las semillas de la
cosecha anterior para usarlas en la siembra de la temporada siguiente) y por otra deja
a los campesinos a largo plazo por completo a merced de los productores de
transgénicos a la hora de decidir qué, cuándo y cómo pueden cultivar. Dado que la
inmensa mayoría de los transgénicos en el mercado son comercializados por enormes
grupos empresariales agroindustriales, operando habitualmente en régimen
oligopólico, la expansión de los transgénicos, en definitiva, supone un zarpado brutal a
la autonomía económica del pequeño campesinado a favor de dichos grupos de poder.
Si los transgénicos fueran considerados bienes de dominio público, producidos por o
bajo la supervisión de instancias oficiales y distribuidos sin ánimo de lucro, entonces
ese riesgo de dependencia quedaría de facto diluido. Así pues, el problema no son los
transgénicos en sí mismos, sino la monopolización de su comercialización por parte de
los oligopolios. Contra ella deberían dirigirse las críticas, y no contra el uso de los
transgénicos en sí mismo.
Valga decir, no obstante, que muchas de las aclamadas virtudes de la modificación
genética de los alimentos, pueden conseguirse a un coste mucho menor por otras
vías. Por ejemplo, gran parte de las plagas agrícolas pueden combatirse mediante
sistemas integrados ecológicos, mucho más baratos y accesibles para los pequeños
agricultores que el uso de semillas inmunizadas genéticamente o tradicional el empleo
de herbicidas industriales. Tampoco es preciso enriquecer genéticamente el arroz con
vitamina A como única opción para garantizar una ingesta suficiente de la misma. La
vitamina A se puede consumir como suplemento, o bien puede incorporase en el
procesamiento del arroz en pasta y otros derivados. Si eso no se hace es, pura y
simplemente, porque comercialmente es más rentable hacer a los campesinos
dependientes de determinadas variedades de semillas.

En definitiva, reducir el debate del hambre a una discusión tecnológica (transgénicos


si, transgénicos no) es de una miopía cuanto menos infeliz y, en el peor de los casos,
maliciosa. Se calcula que el mundo produce a fecha de hoy suficientes alimentos para
dar de comer a 12,000 millones de personas, es decir, a vez y media la población
actual, incluidos los casi 800 millones de seres humanos en situación de desnutrición
crónica; todo ello sin necesidad de incrementar los niveles de producción actuales. Los
problemas del hambre en el mundo no se deben a un déficit de producción a nivel
global, sino a la inequidad en la distribución. La mayor parte de la gente crónicamente
desnutrida no es que pase hambre porque falte la comida en su entorno, sino porque
no puede pagarla. Mientras, en las sociedades ricas, una tercera parte de todos los
alimentos que se cultivan terminan en la basura; otra sustancial porción se destina a
producir biocombustible y un importante porcentaje acaba en la panza de esos ya más
de 2,000 millones de personas con severos problemas de sobrepeso.
Las causas del hambre son, como ya demostró el también premio nobel Amartya Sen
hace casi treinta años, fundamentalmente políticas, no tecnológicas. Por tanto, las
medidas requeridas para afrontarlas deberán ser también políticas, esto es,
transformativas de los modelos socio-productivos y de las relaciones de poder en la
cadena alimentaria.
Si los venerables Nobel tenían tantas ganas de despacharse a gusto con ataques a los
causantes del hambre en el mundo, más útil habría resultado que hubieran dirigido sus
críticas a los gobiernos que fomentan o sustentan guerras; a la economía industrial
basada en los hidrocarburos, que altera los ciclos del clima y provoca sequías
brutales; a los gobiernos de los países ricos que mantienen barreras artificiales frente
a las importaciones de alimentos de los países del Sur; a las grandes corporaciones
de la distribución alimentaria que imponen precios de miseria a los campesinos; a los
corruptos dictadores africanos que roban los recursos de los países sobre los que
gobiernan; a las iglesias opuestas a toda forma de control de natalidad>
Es triste que tantas mentes privilegiadas (muchas de ellas, por cierto, vinculadas
profesionalmente a las empresas biotecnológicas que desarrollan los transgénicos)
hayan hecho este monumental esfuerzo de juntar sus firmas y dar enorme difusión a
un escrito sobre el hambre en el mundo para tan solo dirigir toda su munición
argumental contra una organización ecologista, en lugar de apuntar a las raíces del
problema. Pero es que, al fin y al cabo, y por acabar con una metáfora alimentaria, o
más bien caníbal, a nadie le gusta morder la mano que le da de comer.

Juan Echanove es experto en desarrollo rural y políticas agrarias. Ha trabajado en


diversas organizaciones españolas e internacionales en América Latina y Oriente
Medio, y ha sido agregado de agricultura de la Unión Europea en Filipinas y Georgia.
En la actualidad es asesor de Seguridad Alimentaria en programas de cooperación al
desarrollo.

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