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grandes mentiras
Las causas del hambre en el mundo son políticas. Poco puede
hacer la tecnología genética para acabar con la desnutrición si
se transforman los modelos socio-productivos
JUAN ECHANOVE
El País, 05.AGO.2016
Por otro lado, la oposición a los transgénicos por parte de los ecologistas obvia, a
veces tramposamente, un evidente impacto positivo de su uso: los transgénicos
ayudan a reducir masivamente el uso de herbicidas y pesticidas por parte de los
agricultores, ya que las plantas modificadas genéticamente son por sí mismas
resistentes a bacterias y virus, sin necesidad de la venenosa medicina de los
‘químicos’. Así pues, es más que discutible que el impacto ecológico de los
transgénicos, balanceados pros y contras, sea en realidad negativo.
El tercer tipo de argumentos en contra de los transgénicos es, a mi juicio, el único
verdaderamente válido: el de orden socioeconómico. Por definición, este tipo de
cultivos no germinan, es decir, no producen semillas que puedan reproducirse. Ello
coloca a los agricultores en una situación de completa dependencia con respecto a los
suministradores de las semillas transgénicas, lo cual, por una parte, incrementa sus
costes de producción (puesto que ya no pueden separar parte de las semillas de la
cosecha anterior para usarlas en la siembra de la temporada siguiente) y por otra deja
a los campesinos a largo plazo por completo a merced de los productores de
transgénicos a la hora de decidir qué, cuándo y cómo pueden cultivar. Dado que la
inmensa mayoría de los transgénicos en el mercado son comercializados por enormes
grupos empresariales agroindustriales, operando habitualmente en régimen
oligopólico, la expansión de los transgénicos, en definitiva, supone un zarpado brutal a
la autonomía económica del pequeño campesinado a favor de dichos grupos de poder.
Si los transgénicos fueran considerados bienes de dominio público, producidos por o
bajo la supervisión de instancias oficiales y distribuidos sin ánimo de lucro, entonces
ese riesgo de dependencia quedaría de facto diluido. Así pues, el problema no son los
transgénicos en sí mismos, sino la monopolización de su comercialización por parte de
los oligopolios. Contra ella deberían dirigirse las críticas, y no contra el uso de los
transgénicos en sí mismo.
Valga decir, no obstante, que muchas de las aclamadas virtudes de la modificación
genética de los alimentos, pueden conseguirse a un coste mucho menor por otras
vías. Por ejemplo, gran parte de las plagas agrícolas pueden combatirse mediante
sistemas integrados ecológicos, mucho más baratos y accesibles para los pequeños
agricultores que el uso de semillas inmunizadas genéticamente o tradicional el empleo
de herbicidas industriales. Tampoco es preciso enriquecer genéticamente el arroz con
vitamina A como única opción para garantizar una ingesta suficiente de la misma. La
vitamina A se puede consumir como suplemento, o bien puede incorporase en el
procesamiento del arroz en pasta y otros derivados. Si eso no se hace es, pura y
simplemente, porque comercialmente es más rentable hacer a los campesinos
dependientes de determinadas variedades de semillas.