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Recursos de la autodestruccion - Emile Cioran

Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos
, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos i
ncitara a comenzar el día siguiente...Los grilletes y el aire irrespetable de este
mundo nos lo quitan todo, salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos in
sufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplasta
n.
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La c
onsolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogam
os. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su
facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y
más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mi
smos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría ha
cerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos a
l despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recur
so a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gus
ano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohib
irnos todo, pero no está en el poder de nadie impedirnos nuestra autoabolición. Todo
s los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros i
nstintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin sa
lida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infi
nito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nues
tros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desp
rendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes com
o lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el
suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero de
spertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente po
r la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusi
ones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin e
mbargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de un
a resolución un tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace sop
ortar todos los días y, más aún, las noches: ya no somos pobres, ni oprimidos por la a
dversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y
acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros aband
onos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían
en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cier
to concilio consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque
el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quita
do la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no part
e de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo
el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a q
uien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable
ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí m
ismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la bus
ca indefinidamente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento
válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Na
die está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la d
ialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsol
adas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus de
scubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin
él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima e
xtraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estratégico, aunqu
e no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de
desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían crea
do una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Volcados a una
agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestr
os adioses: el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única -
por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta
el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la deses
peración, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para c
umplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en apla
zar el momento en que podríamos librarnos de ella.

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