Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Lindsay Joan Picnic en Hanging Rock R1
Lindsay Joan Picnic en Hanging Rock R1
Joan Lindsay
Introducción de
Miguel Cane
IMPEDIMENTA
Título original: Picnic at Hanging Rock
http://www. impedimenta.es
ISBN: 978-84-15130-03-1
Depósito Legal: S. 1.338-2010
Impresión: Kadmos
Compañía, 5. 37002, Salamanca
Impreso en España
ADVERTENCIA
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. No obtenemos ningún beneficio económico ni directa
ni indirectamente (a través de publicidad). Por ello, no consideramos que nuestro
acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la
siguiente…
RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta
lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
AUSTRALIAN GOTHIC
por Miguel Cane
Es posible que en 1967, cuando Lady Joan Lindsay publicó Picnic en Hanging
Rock, nadie pensara que esta y otras preguntas se plantearían casi de manera
inevitable, tanto con la lectura del libro como con los múltiples visionados de la
adaptación cinematográfica realizada por Peter Weir en 1975, considerada por
mérito propio como un clásico moderno.
De soltera Joan à Beckett Weigall, nacida el 16 de noviembre de 1896 en el
seno de una prolífica dinastía artística australiana, esposa del militar Sir Daryl
Lindsay y fallecida el 23 de diciembre de 1984, la autora construye la que sería
su obra más célebre basándose en una anécdota con elementos de intriga y una
efectiva atmósfera gótica que trasplantó a la pradera australiana, pero sin
sacrificar la esencia siniestra del género. Así, evita las mansiones oscuras y los
brumosos páramos ingleses propios de las hermanas Brontë, Henry James o
Daphne DuMaurier, y opta por hacer su escenario de un mundo agreste, au
naturel, donde los horrores no se ocultan en la sombra: se manifiestan a la luz
del día.
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
De este modo nace la que sería la primera gran novela australiana de culto,
la misma que, con el paso de los años y hasta hoy —momento en que el lector
tiene este ejemplar en sus manos, y lo mira quizá con curiosidad si no conoce la
historia o con un genuino regocijo ante esta primera traducción al español que
se hace de ella— ha sido objeto de una creciente obsesión por parte de
generaciones de lectores, muchos de los cuales han analizado exhaustivamente
cada clave y escena para descifrar un misterio que consideran, pese a las
evidencias, un hecho real disfrazado de invención narrativa (aunque no a la
inversa, curiosamente).
A esto hace referencia Poe en el poema recitado por una de las
protagonistas, Miranda, interpretada por Anne Louise Lambert, en la primera
escena del filme de Weir (y esto no es una casualidad): «¿Es todo lo que vemos, o
parecemos, solo un sueño dentro de un sueño?». En las páginas de Picnic en Hanging
Rock, nada —como descubrirá el lector, tanto el que sabe dónde se adentra
como el inocente que llega a este paraje sin imaginar las consecuencias— es lo
que parece ser cuando lo percibimos.
6
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
7
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
efectivamente, lo es.
Desde la aparición de la novela, su estructura sirvió como acicate para
especular acerca de la autenticidad de los hechos, ya que hemos de contar con
que Hanging Rock es un lugar que realmente existe. Su posterior transferencia
al celuloide —casi verbatim del texto, en el guión realizado por Cliff Green y el
propio Weir— hizo que el culto originado por los lectores se reforzara y
trascendiera fronteras, lo que daría pie a que emergiera la propuesta viral de un
sinnúmero de teorías para, presuntamente, «aclarar» este misterio.
No faltan quienes (aún hoy) juran que las jóvenes existieron en la realidad,
que fueron raptadas por tratantes de blancas y llevadas a burdeles perdidos en
los áridos desiertos del outback australiano (esto tendría fundamento en algunos
casos reales documentados décadas más tarde, pero no existe evidencia que
remita específicamente a este en particular); se dijo también que posiblemente
cayeran a un abismo entre las grietas y así murieran de inanición y miedo en la
oscuridad; los hay que, movidos por la moda actual, elucubran que bien
pudieron ser abducidas por extraterrestres o que tal vez cruzaron
accidentalmente a una dimensión desconocida o a algún universo paralelo. La
lista de teorías que puede encontrarse acerca del tema —siempre dan por
sentado que lo narrado es verdad, aun sin pruebas ontológicas que lo
demuestren— resulta extensa, variopinta y abrumadora.
Quizá esto se deba a que, tal y como se plantean en el libro y la película,
ciertas circunstancias del misterio de Hanging Rock son bastante sugerentes. A
lo largo de todo el libro se insinúa que lo sucedido ese día fue algo horripilante
y al mismo tiempo sensualmente perturbador, más allá de su veracidad. Es por
lo mismo que Lady Lindsay, al ser interrogada por la prensa años después de
aparecer el libro y el filme, aseguró: «Si lo descrito se trata de realidad o
fantasía, los lectores deben decidirlo por sí mismos. Solo diré que ambas cosas
están íntimamente relacionadas». La esmerada ambigüedad, en conjunto con su
pericia narrativa, manifiesta un talento que despliega con una sencillez no
desprovista de maestría, en un relato donde no se requieren elementos
sobrenaturales para alterar la realidad de su contexto. Demuestra que la
naturaleza por sí misma es misteriosa y temible: todo puede ocurrir en ella de
modo inexplicable y a pleno sol.
Esta es una historia cuyo lenguaje no se descifra; se asume e interpreta
como una espiral que gira y gira sin fin. Ese es el secreto del encantamiento casi
hipnótico e irresistible que ejerce Picnic en Hanging Rock, y así lo enuncia la
propia Miranda en una frase críptica que encapsula lo que posiblemente sea su
tema principal: «todo comienza y termina justo en el momento y el lugar precisos».
MIGUEL CANE
Gijón, Asturias
11 de septiembre, 2010
8
Picnic en Hanging Rock
LA SEÑORA APPLEYARD. Directora del colegio Appleyard
LA SEÑORITA GRETA MCCRAW. Profesora de matemáticas
MADEMOISELLE DIANNE DE POITIERS. Profesora de francés y de danza
LA SEÑORITA DORA LUMLEY Y LA SEÑORITA BUCK. Profesoras más jóvenes
MIRANDA, IRMA LEOPOLD, MARION QUADE. Alumnas de los últimos cursos
EDITH HORTON. La alumna más torpe del colegio
SARA WAYBOURNE. La alumna más joven
ROSAMUND, BLANCHE. Otras alumnas
LA COCINERA, MINNIE Y ALICE. Personal de servicio del colegio
EDWARD WHITEHEAD. El Jardinero del colegio
TOM, EL IRLANDÉS. Encargado del mantenimiento del colegio
EL SEÑOR BEN HUSSEY. De las Caballerizas Hussey, en Woodend
EL DOCTOR MCKENZIE. Médico de Woodend
EL AGENTE BUMPHER. De la comisaría de Woodend
LA SEÑORA BUMPHER
JIM. Un joven policía
MONSIEUR LOUIS MONTPELIER. Un relojero de Bendigo
REG LUMLEY. Hermano de Dora Lumley
JASPER COSGROVE. Tutor de Sara Waybourne
EL CORONEL Y LA SEÑORA FITZHUBERT. Veraneantes en Lake View, Alto Macedon
EL HONORABLE MICHAEL FITZHUBERT. Sobrino de los anteriores, recién llegado de
Inglaterra
ALBERT CRUNDALL. Cochero de Lake View
EL SEÑOR CUTLER. Jardinero de Lake View
LA SEÑORA CUTLER
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
El lector tendrá que decidir por sí mismo si Picnic en Hanging Rock es una
historia real o ficticia. En cualquier caso, semejante cuestión parece no revestir
demasiada importancia, dado que el fatídico picnic tuvo lugar en el año 1900, y
los personajes que aparecen en este libro llevan mucho tiempo muertos.
11
1
13
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
14
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
15
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
recordarles a las internas del colegio Appleyard que el amor podía mostrarse
bajo muy diferentes matices.
Mademoiselle de Poitiers, que enseñaba danza y conversación francesa, y
que se encargaba además de vigilar el buen estado de los armarios de las
alumnas, iba y venía afanosamente, presa de una fiebre de maravillada
expectación. Al igual que las niñas que estaban a su cargo, llevaba un sencillo
vestido de muselina, pero ella se las ingenió para parecer más elegante gracias a
la adición de un amplio cinturón de lazo y un sombrero de paja que le cubría
los ojos. Tenía tan solo unos pocos años más que algunas de las niñas mayores,
y estaba tan encantada como ellas ante la perspectiva de escapar de la asfixiante
rutina del colegio durante todo un largo día de verano, así que correteaba de
acá para allá entre las niñas que iban a reunirse en el porche delantero para que
se pasara lista por última vez.
—Dépêchez-vous, mes enfants, dépêchez-vous. Tais-toi, Irma —sonaba la ligera y
cantarina voz de canario de Mademoiselle, para quien resultaba impensable
que la petite Irma pudiera hacer algo mal. Los pequeños y voluptuosos senos de
la niña, sus hoyuelos, sus rojos y carnosos labios, sus traviesos ojos negros y sus
brillantes tirabuzones oscuros eran una fuente constante de placer estético. A
veces, en el interior de la lúgubre aula, la francesa, que había crecido
recorriendo las grandes galerías europeas, alzaba la mirada de su escritorio y la
contemplaba recortada sobre un fondo de cerezas y piñas, querubines y
doradas jarras, rodeada de elegantes jóvenes con trajes de terciopelo y satén...
—. Tais-toi, Irma... La señorita McCraw vient d'arriver.
Una delgada figura femenina, vestida con una pelliza de color morado,
estaba saliendo del excusado exterior, un cuartito con el suelo de tierra al que se
llegaba a través de un apartado sendero bordeado de begonias. La institutriz
caminaba con su habitual ritmo medido, desinhibido como el de la realeza, y
con una dignidad casi igualmente regia. Nadie la había visto nunca en una
situación tensa o sin sus gafas de montura metálica.
Greta McCraw se había comprometido a hacerse cargo del picnic, con la
ayuda de Mademoiselle, por una mera cuestión de conciencia. Una brillante
matemática como ella —demasiado brillante para un trabajo tan mal pagado—
habría dado gustosa un billete de cinco libras por quedarse un día festivo tan
valioso como aquel, hiciera bueno o malo, encerrada en su habitación con la
única compañía de ese nuevo y fascinante tratado sobre Cálculo que había
caído en sus manos. Una mujer como ella, alta, de piel seca y ocre, y un pelo
canoso y sin gracia que le caía como si se tratara del descuidado nido de un
pájaro que hubiera ido a asentarse en la parte superior de su cabeza, había
logrado mantenerse ajena a los vaivenes de la moda australiana a pesar de
llevar treinta años residiendo en el país. El clima carecía de importancia para
ella, así como la ropa y los interminables kilómetros de hierba seca y de árboles
del caucho que se extendían en todas direcciones, y que no llamaban su
atención más de lo que lo habían hecho las brumas y las montañas de su Escocia
16
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
natal cuando era solo una niña. Las alumnas, que se habían terminado
acostumbrando a su extravagante vestuario, ya no lo encontraban tan divertido,
y nadie hizo ningún comentario acerca de las prendas que había elegido para el
picnic aquel día: su famosa toca, que parecía más apropiada para ir a la iglesia,
y las botas negras de cordones, junto con la pelliza de color morado, bajo la que
su huesudo cuerpo adquiría las proporciones de uno de sus triángulos
euclidianos, además de un par de guantes de cabritilla bastante raídos y
también de color morado.
Mademoiselle, por el contrario, y como supremo árbitro de la moda a quien
todas las niñas admiraban, aprobó con nota el minucioso examen, incluyendo el
anillo turquesa y los blancos guantes de seda.
—Aunque —dijo Blanche— me sorprende que permita que Edith salga con
esos lazos azules tan absurdos. A propósito, ¿qué está mirando Edith?
Edith, con el perfil propio de una niña de catorce años, aunque muy
blanquecino e idéntico al de una almohada rellena en exceso, elevaba los ojos
hacia la ventana de una de las habitaciones del primer piso, a pocos metros de
distancia. Miranda se apartó de las mejillas el pelo del color del maíz, que le
caía liso sobre los hombros, mientras sonreía y agitaba la mano en dirección a
aquella pequeña y pálida cara alargada que contemplaba con cierto desaliento
la animada escena que se desarrollaba a sus pies.
—¡No es justo! —dijo Irma, también saludando y sonriendo—. Después de
todo, solo tiene trece años. Nunca pensé que la señora A. pudiera ser tan
malvada.
Miranda suspiró:
—¡Pobrecita Sara! Deseaba tanto venir con nosotras de excursión.
Habían castigado a la joven Sara Waybourne el día anterior por no saber de
memoria El naufragio del Hesperus, lo que le había valido su confinamiento
solitario en el piso de arriba. Después, pasaría la suave tarde de verano en el
aula vacía, obligada a aprender aquella obra tan odiada. A pesar del poco
tiempo que llevaba abierto, el colegio era ya famoso por su disciplina, por la
buena conducta de las alumnas y por el dominio que estas tenían de la
literatura inglesa.
En aquel momento, una inmensa figura apareció con paso resuelto, como
flotando en el interior de su tafetán de seda gris, inflándose en su avance hacia
el porche enlosado y delimitado por una fila de columnas, como si se tratara de
un galeón a toda vela. Sobre el seno suavemente palpitante, un camafeo con el
retrato de un caballero con patillas, enmarcado en granate y oro, subía y bajaba
en sintonía con el bombeo de los poderosos pulmones que se hallaban
presionados bajo una fortaleza de ballenas de acero y rígido percal de color gris.
—Buenos días, niñas —tronó la fina y atildada voz, especialmente
importada de Kensington para la ocasión.
—Buenos días, señora Appleyard —corearon las niñas haciendo una
reverencia. Se habían dispuesto en medio círculo ante la puerta del vestíbulo.
17
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
18
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
19
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
20
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
21
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
22
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
tomarse a Pitágoras con calma, era su discípula favorita, del mismo modo en
que un salvaje que fuera capaz de entender unas cuantas palabras del idioma
de un náufrago pasaría a convertirse automáticamente en su salvaje favorito.
Mientras hablaban, el ángulo de visión fue cambiando gradualmente hasta
hacer que Hanging Rock apareciera ante sus ojos en todo su esplendor. La
volcánica masa gris se elevaba pétrea justo delante de ellas; como una fortaleza
plantada en la amarillenta llanura vacía. Las tres muchachas que se habían
sentado en la parte delantera pudieron contemplar, incluso a aquella inmensa y
formidable distancia, las líneas verticales de las paredes rocosas, salpicadas
aquí y allá de profundos tajos de color añil, de extensiones de cornejo de un
verde grisáceo, y de diversos afloramientos de rocas. En la cumbre, que a
primera vista carecía de vegetación, una línea irregular quebraba el calmo azul
del cielo. El conductor agitaba con toda tranquilidad el látigo de mango largo
en dirección a aquella estructura tan asombrosa.
—Ahí la tienen, señoras... ¡Apenas a cinco kilómetros de distancia!
El señor Hussey manejaba una buena cantidad de hechos y cifras
interesantes.
—Más de ciento cincuenta metros de altura... Volcánica... Varios
monolitos... Miles de años de antigüedad... Perdone, señorita McCraw, pero yo
incluso diría millones.
—La montaña viene a Mahoma. Y Hanging Rock viene al señor Hussey.
La peculiar institutriz le lanzó una sonrisa torcida y enigmática, algo que al
señor Hussey le pareció incluso más carente de sentido que sus palabras.
Mademoiselle, que trató de llamar su atención, tuvo que contenerse para no
hacerle un guiño al buen hombre, que las miraba con aire confuso. ¡La verdad,
la pobre Greta era cada día más excéntrica!
El coche giró bruscamente hacia la derecha, aceleró el ritmo, y una voz
resonante, plena de sensata cordura, bramó desde la caja:
—¡Supongo que las señoras estarán deseando tomar su almuerzo! Por lo
que a mí se refiere, me veo perfectamente capaz de hincarle ya el diente a ese
pastel de pollo del que tanto he oído hablar.
Las chicas volvieron a sus cuchicheos de antes, y parecía que Edith no era la
única cuyos pensamientos estaban centrados en el famoso pastel de pollo. Las
cabezas de unas y otras asomaban por entre las hendiduras de la cubierta del
coche, y los cuellos se estiraban para contemplar la Roca, que aparecía y
desaparecía tras cada nueva curva del camino. A veces parecía estar lo
suficientemente cerca como para que las tres niñas que seguían sentadas en la
parte delantera del coche pudieran distinguir las dos grandes piedras que se
mantenían en equilibrio cerca de la cumbre, y a veces se ocultaba casi
totalmente entre los matorrales y la profusión de altos árboles que se situaban
en un primer plano.
Al área de picnic, en la base de Hanging Rock, se accedía a través de una
puerta de madera que casi colgaba de sus goznes oxidados y que encontraron
23
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
24
2
mundo; exceptuando, claro está, a las personas que están allí, al lado de su
carreta —dijo Edith, eliminando de un plumazo y como quien no quiere la cosa
a todo el reino animal de la faz de la tierra.
Lo cierto era que las soleadas laderas y las zonas más sombreadas del
bosque, que tan tranquilas y silenciosas le parecían a Edith, eran un hervidero
de susurros y gorjeos desatendidos, de pequeñas refriegas, de chirridos, y de
ligeros roces de sigilosas alas. La maleza, las flores y las hojas brillaban y
palpitaban bajo la luz que se derramaba sobre ellas, y las sombras de las nubes
se quebraban en doradas motas que parecían danzar sobre la charca en que los
escarabajos de agua flotaban casi sin rozar la superficie para luego hundirse en
ella como flechas. Entre las rocas y la hierba, diligentes hormigas cruzaban
minúsculos Saharas de arena seca, y selvas de indómita vegetación, en su
interminable tarea de recogida y almacenamiento de alimentos. Porque allí,
esparcidas entre gigantescas formas humanas, podían encontrar migas caídas
del cielo, semillas de alcaravea, pizcas de jengibre confitado... Es decir, un botín
extraño, exótico, pero evidentemente comestible. Un batallón de hormigas del
azúcar, casi dobladas a causa del esfuerzo, arrastraba con enorme dificultad un
pedazo del glaseado de la tarta hacia algún tipo de despensa subterránea,
peligrosamente situada a pocos centímetros de la rubia cabeza de Blanche, que
se había apoyado en una roca a modo de almohada. Las lagartijas se deleitaban
al sol sobre las piedras más tórridas; un torpe escarabajo había caído y rodado
entre las hojas secas y ahora se agitaba sobre su espalda, impotente, patas
arriba; unos gruesos gusanos blancos y unas cochinillas de color ceniciento
preferían la seguridad fría y húmeda de las franjas de las cortezas de los árboles
en descomposición. Las aletargadas serpientes yacían enroscadas en sus
orificios secretos esperando la hora del crepúsculo, momento en que saldrían de
los troncos huecos para ir a beber al arroyo, mientras que en las ocultas
profundidades de la maleza las aves aguardaban a que se atenuara el calor del
día...
Aisladas de cualquier tipo de contacto natural con la tierra, el aire y la luz
del sol a causa de los corsés que les oprimían el plexo solar, de las voluminosas
enaguas, las medias de algodón y las botas de cabritilla, las chicas, somnolientas
y bien alimentadas, holgazaneaban a la sombra sin llegar a integrarse en el
paisaje más de lo que lo habrían hecho de ser figuras recortadas y dispuestas en
un álbum de fotos, posando de manera arbitraria sobre un fondo de rocas de
corcho y árboles de cartón.
Tras saciar su apetito y haber dado buena cuenta, hasta no dejar una sola
miga, de los excepcionales manjares, enjuagaron las tazas y los platos en la
charca, y luego se pusieron cómodas para afrontar lo que quedaba de tarde.
Algunas caminaban en pequeños grupos de dos o de tres, sin un destino fijo y
siempre bajo órdenes estrictas de no alejarse tanto como para perder de vista el
carruaje. Otras, medio amodorradas por la deliciosa comida y por el calor del
sol, dormitaban y daban cabezadas. Rosamund sacó su bordado y Blanche se
26
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
quedó dormida. Dos hermanas de Nueva Zelanda, muy aplicadas las dos,
hacían bocetos a lápiz de la señorita McCraw, que por fin había decidido
quitarse los guantes de cabritilla tras haber empezado a comerse un plátano con
ellos puestos, con resultados desastrosos. No era nada complicado hacerle una
caricatura a una mujer como ella, sentada como estaba, muy derecha, sobre un
tronco caído, enfrascada en la lectura de su libro y con las gafas de montura
metálica sobre su afilada nariz. Junto a ella, Mademoiselle, con su cabello rubio
cayéndole sobre el rostro, estaba completamente relajada, tendida sobre la
hierba. Irma le había pedido prestada su navaja de nácar y estaba pelando un
albaricoque maduro con una voluptuosa delicadeza que podría haberse
considerado propia de un banquete de Cleopatra.
—¿Cómo te explicas, Miranda —susurró—, que una criatura tan dulce y tan
hermosa haya acabado siendo maestra de escuela? Entre todas las cosas
sombrías que hay en el mundo... ¡Oh! Aquí llega el señor Hussey. Da tanta pena
tener que despertarla...
—No estoy dormida, ma petite. Solo estoy soñando despierta —dijo la
institutriz, apoyando la cabeza en un codo con una sonrisa ausente—. ¿Qué
desea, señor Hussey?
—Lamento molestarla, señorita, pero quiero asegurarme de que podremos
irnos a eso de las cinco. Incluso antes, si los caballos están listos.
—Por supuesto. Lo que usted diga. Me encargaré de que las niñas estén
preparadas para entonces. ¿Qué hora es?
—Es justo lo que le iba a preguntar yo a usted, señorita. Creo que mi viejo
reloj se paró en seco a las doce en punto. De todos los días del condenado año,
justo tenía que ser hoy.
Pero resultó que Mademoiselle había dejado en Bendigo su pequeño reloj
francés para que se lo reparasen.
—¿En lo del señor Montpelier, señorita?
—Creo que ese es el nombre del relojero.
—¿En Golden Square? Entonces, si se me permite decirlo, ha hecho usted
muy bien. —Un ligero pero inconfundible rubor desmintió la aparente frialdad
con que la señorita francesa había preguntado su «¿de veras?». No obstante, el
señor Hussey le había hincado bien el diente a Montpelier, y ahora parecía
incapaz de dejar el tema. Así que le dio la vuelta de arriba abajo, como haría un
perro con un hueso—. Déjeme decirle, señorita, que el señor Montpelier es uno
de los mejores de toda Australia en su profesión. Y su padre lo fue antes que él.
Además, es todo un caballero. No podría haber elegido usted a un hombre
mejor.
—Eso tengo entendido... Miranda, ¿y tu pequeño y precioso reloj de
diamantes? ¿Puedes decirnos qué hora es?
—Lo siento, Mademoiselle. Ya no lo llevo. No puedo soportar ese tictac
sonándome todo el día justo encima del corazón.
—Si fuera mío —dijo Irma—, no me la quitaría nunca. Ni siquiera en el
27
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
28
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
siempre sabía qué palabra emplear, incluso cuando hablaba en inglés, se sintió
cohibida. Se trataba de una situación en verdad lamentable. Simplemente era
incapaz de explicarle a la señorita McCraw el descubrimiento que acababa de
hacer: Miranda era un ángel. Un ángel de Botticelli, de los Uffizi... En una tarde
de verano como aquella era imposible explicar o, incluso, pensar con claridad
en las cosas que realmente merecían la pena. El amor, por ejemplo, cuando tan
solo unos minutos antes la mera imagen de la mano de Louis girando con
destreza la llave del pequeño reloj de Sèvres había estado a punto de hacer que
se desmayara. Se tumbó de nuevo sobre la cálida hierba perfumada para
contemplar cómo las sombras de las ramas que se inclinaban sobre ella se
alejaban de la cesta en que guardaban la leche y la limonada. La cesta pronto se
vería expuesta a la cegadora luz del sol, y ella misma tendría que levantarse y
ponerla en un lugar protegido a la sombra. Habrían transcurrido ya unos diez
minutos desde que se marcharan las cuatro niñas, tal vez más. Resultaba
innecesario consultar el reloj. La exquisita languidez de la tarde le informaba de
que se hallaban en esa hora en que la gente, ya cansada de sus actividades
rutinarias, tiende a adormilarse y a soñar, como estaba haciendo ella en ese
instante. En el colegio Appleyard, durante las últimas clases de la tarde, era
necesario recordarles una y otra vez a las alumnas que debían sentarse con la
espalda recta y continuar con sus lecciones. Tras abrir un ojo, pudo ver cómo las
dos aplicadas hermanas que se habían sentado cerca de la charca habían
guardado sus cuadernos de bocetos y se habían quedado dormidas. Rosamund
daba cabezadas sobre su bordado. Y Mademoiselle, haciendo gala de una
enorme fuerza de voluntad, se obligó a contar una a una a las diecinueve niñas
que tenía a su cargo. Podía verlas a todas, excepto a Edith y a las tres mayores,
y todas podrían escuchar su voz. Tras cerrar los ojos, se permitió el lujo de
prolongar unos minutos más su sueño interrumpido.
Mientras tanto, las cuatro chicas seguían rastreando corriente arriba el
sinuoso curso del arroyo. Tras nacer al pie de la Roca, en algún lugar oculto en
medio de una maraña de helechos y de cornejos, el riachuelo se extendía hasta
la planicie en que se situaba la zona dedicada al picnic, donde se convertía en
poco más que un invisible hilito de agua que, de pronto, y tras apenas cien
metros, se hacía más profundo y rotundo hasta alcanzar una velocidad
considerable sobre las suaves piedras. En el lugar en que se encontraban las
niñas había una pequeña charca rodeada de hierba de un brillante y acuoso
color verde que, sin duda, había atraído la atención del grupo que llevaba la
carreta, dado que se habían instalado cerca de allí para almorzar. Un hombre
corpulento y bigotudo de edad avanzada, que llevaba un salacot para proteger
del sol su enorme y colorado rostro, yacía boca arriba profundamente dormido,
con las manos cruzadas sobre un estómago cubierto con una faja de esmoquin
color escarlata. A su lado, sentada, estaba una mujer pequeña que llevaba un
complicado vestido de seda y que se apoyaba, con los ojos cerrados, contra un
árbol, junto al que había una pila de cojines que debían de haber sacado de la
29
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
carreta. Ahora se daba aire con una hoja de palma, que hacía las veces de
abanico. A su lado, un joven delgado y rubio (un muchachito, en realidad), con
sus pantalones de montar de estilo inglés, leía absorto una revista, mientras que
otro de aproximadamente la misma edad, o tal vez un poco mayor, y con un
semblante tan fuerte y moreno como delicado y sonrosado era el del primero, se
dedicaba a enjuagar las copas de champán al borde de la charca. Había tirado
de cualquier manera sobre un montón de juncos su gorra de cochero y una
chaqueta azul oscuro con botones plateados, con lo que había dejado al
descubierto una mata de grueso pelo oscuro y un par de fuertes brazos de tono
cobrizo, profusamente tatuados con imágenes de sirenas.
Aunque las cuatro niñas, que seguían los interminables meandros y giros
del caprichoso arroyo, estaban ya casi al lado de este grupo que celebraba su
propia comida campestre, Hanging Rock continuaba seductoramente oculta
tras una intrincada cortina de altísimos árboles.
—Debemos encontrar pronto un lugar apropiado para poder cruzar —dijo
Miranda entornando los ojos—, o vamos a tener que regresar sin haber visto
nada.
El arroyo se había ido ensanchando en su trayecto hacia la charca.
—Al menos un metro, y ni una sola piedra para pasar al otro lado —dijo
Marion Quade, que empuñaba su regla.
—Yo voto por que demos un buen salto y que sea lo que Dios quiera —
contestó Irma recogiéndose las faldas.
—¿Crees que podrás hacerlo, Edith? —preguntó Miranda.
—No lo sé. Lo último que quiero es mojarme los pies.
—¿Por qué? —preguntó Marion Quade.
—Podría contraer una neumonía y morirme, y entonces dejaríais de
burlaros de mí y os arrepentiríais terriblemente de vuestra actitud.
Cruzaron sin más contratiempos la rápida y brillante corriente de agua, con
la clara aprobación del joven cochero, que les dio la bienvenida con un grave y
penetrante silbido. Cuando las niñas se habían alejado lo suficiente, siguiendo
su marcha hacia las laderas más bajas de la Roca, y les resultaba imposible oír
las voces provenientes del grupo, el muchacho, que llevaba unos pantalones de
montar, lanzó a un lado su ejemplar del Illustrated London News, y avanzó hacia
la orilla de la charca.
—¿Te echo una mano con esos vasos? —le dijo al cochero.
—No, déjelo. Solo estoy dándoles una pasada por encima para que la
cocinera no me dé la lata cuando lleguemos a casa.
—Ya... Me temo que no sé mucho acerca de fregar platos. Verás, Albert...
Espero que no te molestes por lo que te voy a decir, pero me gustaría que no lo
hubieras hecho.
—¿Hacer qué, señor Michael?
—Silbar a las chicas cuando iban a cruzar el arroyo.
—Que yo sepa, este es un país libre. ¿Qué hay de malo en un silbido?
30
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
3
. En la Isla del Diablo, frente a las costas de la Guayana Francesa, se abrió durante el
mandato de Napoleón III una penitenciaría que se haría famosa por la brutalidad con que se
trataba a los prisioneros de todo tipo, desde asesinos a presos políticos. Entre los años 1852 y
1938 pasaron por allí más de 80.000 hombres, pero muy pocos lograron salir vivos de la isla.
31
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
estómago...
La sabiduría de Albert acerca del mundo parecía no tener límites. Michael
no cabía en sí de admiración.
—La verdad, Albert, me gustaría que te dejaras de todo eso de «señor
Michael». Aquí en Australia no pega nada. Y, además, para ti soy Mike, a secas.
A no ser que mi tía esté presente...
—Como prefieras. ¿Mike? ¿Es la abreviatura para eso de Honorable Michael
Fitzhubert que aparece en todas las cartas? ¡Por Dios! ¡Vaya maldito
trabalenguas! Ni yo mismo reconocería mi propio nombre si lo viera escrito en
letra impresa.
El joven inglés, que valoraba sobremanera la antigüedad de su apellido
como un precioso bien personal que viajaba con él allá donde fuera, como su
maleta de piel de cerdo o su abultada billetera, tuvo que tomarse un par de
minutos en silencio para digerir una apreciación tan extraordinaria como la que
acababa de escuchar. Mientras, el cochero continuó con sus sorprendentes
afirmaciones:
—Mi padre solía cambiarse de nombre de vez en cuando... Siempre que se
veía en un aprieto. Ya no recuerdo ni bajo qué apellido nos inscribieron a mi
hermana y a mí en el orfanato. Y no es que me importe una mierda. En lo que a
mí respecta, un maldito apellido vale tanto como cualquier otro que a uno se le
ocurra.
—Me gusta hablar contigo, Albert. No sé cómo te las arreglas, pero me
haces pensar.
—Pensar está muy bien si se tiene tiempo para ello —respondió el otro,
mientras iba a buscar su chaqueta—. Será mejor que vaya poniéndole el arnés a
Old Glory, o tu querida tía la va a armar buena. Quiere salir temprano.
—Muy bien. Yo voy a estirar un poco las piernas antes de que partamos.
Albert se quedó mirando la esbelta figura aniñada que grácilmente saltó el
arroyo y se alejó dando grandes zancadas en dirección a la Roca.
—¿Así que a estirar las piernas? ¿Qué te apuestas que lo que quiere es echar
otro vistazo a las nenas? A esa pequeña preciosidad de los rizos oscuros...
Regresó con los caballos, y comenzó a apilar las tazas y los platos en el
interior de la cesta de paja.
Cuando Mike rebasó la primera franja de árboles, ya no quedaba ni rastro
de las cuatro chicas. Elevó la mirada hacia la verticalidad de la Roca, y se
preguntó hasta dónde llegarían antes de tener que darse la vuelta. Según
Albert, Hanging Rock era todo un reto incluso para los escaladores más
experimentados. Y si Albert estaba en lo cierto y aquellas chicas eran solo unas
colegialas, probablemente de la misma edad que sus hermanas, que seguían en
Inglaterra, ¿cómo era posible que les hubieran dado permiso para partir solas, y
más cuando ya empezaba a atardecer? Pero entonces se recordó a sí mismo que
ahora estaba en Australia: Australia, donde cualquier cosa podía ocurrir. En
Inglaterra todo había sido hecho ya. Y muy a menudo habían sido sus propios
32
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
33
3
A penas habían dejado atrás el arroyo cuando, claramente visible más allá
de una ladera que aparecía cubierta de hierba baja, se elevó ante sus ojos
la increíble mole de Hanging Rock. Miranda fue la primera en verla.
—¡No! ¡No, Edith! ¡No te mires las botas! ¡Mira allá arriba! ¡Al cielo!
Más tarde, Mike recordaría cómo Miranda se había detenido un instante
para volver la cabeza y hablar por encima del hombro con la chica más gorda y
pequeña, que caminaba penosamente a cierta distancia de las demás.
El impacto que sufrieron al ver aquellos elevados picos suspendidos sobre
sus cabezas hizo que cayeran en un silencio tan profundamente impregnado de
aquella poderosa presencia que incluso Edith se quedó sin habla. El espléndido
espectáculo quedaba brillantemente iluminado para que las cuatro niñas
pudieran llevar a cabo una inspección detallada, como si se hubiera celebrado
un acuerdo especial entre el firmamento y la directora del colegio Appleyard.
En la abrupta cara sur, el juego de luces doradas y sombras de un oscuro violeta
dejaba adivinar la intrincada construcción que se alzaba a base de largas losas
verticales: algunas suaves como lápidas gigantes; otras acanaladas y estriadas
gracias a la prehistórica labor arquitectónica del viento y el agua, el hielo y el
fuego. Enormes rocas, originariamente arrojadas al rojo vivo desde las entrañas
de una tierra en ebullición, descansaban ahora, frías y redondeadas, a la sombra
del bosque.
El ojo humano era lamentablemente incapaz de abarcar tan monumentales
configuraciones de la naturaleza. De todas las maravillas que se desplegaban
ante ellas en Hanging Rock, ¿qué cantidad quedaría retenida en su retina y
cuántos detalles se perderían para siempre? ¿Cuánto podían ver realmente
aquellos estáticos cuatro pares de ojos, y cuánto podían atesorar del prodigio
que estaban contemplando? ¿Advertiría Marion Quade cómo los salientes
horizontales se entrecruzaban con los verticales del dibujo principal, cuya
formación geológica debían memorizar para la redacción del lunes? ¿Era Edith
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
35
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
—Sí —dijo Edith—. Y encima estos helechos odiosos me están arañando las
piernas. ¿Por qué no nos sentamos todas en ese tronco y vemos la Roca desde
aquí?
—Fuiste tú la que insistió en venir con nosotras —dijo Marion Quade—.
Somos mayores que tú, recuerda, y queremos acercarnos un poco más a
Hanging Rock antes de regresar a casa.
Edith había empezado a lloriquear.
—No me gusta este sitio... De haber sabido que iba a ser tan horrible no
habría venido.
—Siempre supuse que esta niña era estúpida, pero ahora lo sé —reflexionó
Marion en voz alta. Y lo hizo de la misma manera en que habría expuesto
alguna propiedad demostrada de un triángulo isósceles. No había auténtico
rencor en Marion, tan solo un ardiente anhelo por hallar la verdad en todos los
campos del saber.
—No te preocupes, Edith —la consoló Irma—. Pronto regresarás a casa y
podrás comer un poco más de esa deliciosa tarta de San Valentín, y ser feliz.
Aquella parecía la solución más sencilla, no solo para la reciente aflicción
de Edith sino para los males que aquejaban a la humanidad entera. Incluso de
niña, lo que Irma Leopold deseaba por encima de cualquier otra cosa era ver a
todo el mundo feliz con el pedazo de pastel que a cada cual le hubiera tocado
en suerte. A veces se convertía en un empeño casi insoportable, como cuando
aquella misma tarde se había dedicado a observar cómo dormía Mademoiselle,
tendida sobre la hierba. Más tarde descubriría mil maneras diferentes para dar
salida a semejante afán, y lo haría mediante una serie de estrafalarias dádivas
procedentes de su rebosante corazón y de un monedero igual de rebosante. Una
actitud, la suya, que resultaba sin duda muy adecuada para ganarse el reino
celestial, aunque no tanto para tranquilizar a sus asesores legales. Haría
generosas donaciones a un millar de causas perdidas: leprosos, compañías de
teatro a la deriva, misioneros, sacerdotes, prostitutas tuberculosas, santos,
perros cojos, y diversos gorrones procedentes de los más variados rincones del
planeta.
—Tengo la impresión de que por ahí arriba antes había un sendero o algo
así —dijo Miranda—. Recuerdo que mi padre me enseñó un cuadro en el que
había unas cuantas personas vestidas con ropas antiguas que celebraban un
picnic en la roca. Me gustaría saber dónde lo pintarían.
—Es posible que llegaran desde el otro lado... —apuntó Marion mientras
sacaba un lápiz—. Seguramente, en aquella época se llegaría hasta aquí
viniendo desde el monte Macedon. A mí lo que me gustaría ver de cerca es ese
par de rocas en equilibrio tan extrañas que divisamos esta mañana desde el
coche.
—No podemos alejarnos mucho más —dijo Miranda—. Recordad que le
El cuadro que recordaba Miranda era Picnic en Hanging Rock, 1875, debido a William
Ford, que en la actualidad se exhibe en la National Gallery de Victoria. (N. de la A.)
36
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
37
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
38
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
pequeños y rosados dedos de los pies rozando apenas la superficie, como una
bailarina con rizos y cintas al vuelo, y unos brillantes ojos que no distinguían lo
que había a su alrededor. Estaba en Covent Garden, donde su abuela la había
llevado cuando tenía seis años, y lanzaba besos a los admiradores que se habían
ubicado tras los bastidores, después de arrojar hacia el patio de butacas una flor
tomada de su ramo. Por fin decidió ejecutar una auténtica reverencia dirigida al
palco real, que quedaba un poco por encima de un árbol del caucho. Edith,
apoyada en una piedra, señalaba ahora con el dedo a Miranda y a Marion, que
se dirigían hacia el siguiente escalón rocoso.
—¡Irma! ¡Míralas! ¿Adónde creen que van? ¡Y sin zapatos! —Para su
consternación, lo único que hizo Irma fue echarse a reír, y Edith exclamó
enfadada—: ¡Están locas!
Los motivos de semejante insensatez siempre quedarían más allá de la
comprensión de Edith, y de cualquiera que fuera como ella: esos que ya a muy
temprana edad optan por los calcetines de lana para dormir, y por los
cubrezapatos. Miró a Irma en busca de apoyo moral, pero quedó horrorizada al
comprobar que también ella había recogido sus zapatos y sus medias, y que se
los estaba atando a la cintura.
Miranda iba un poco por delante de las demás chicas. Las cuatro se abrían
paso entre los cornejos, y Edith, que avanzaba a trompicones como siempre,
cerraba la marcha. Todas podían ver ante ellas el pelo liso y rubio de Miranda,
agitándose sobre sus esforzados hombros, surcando, ola tras ola, aquel mar
verde grisáceo. Hasta que por fin, al llegar a un pequeño precipicio sobre el que
se derramaban los últimos rayos de sol, la maleza se hizo menos espesa. Así era
cómo, a lo largo de un millón de atardeceres estivales, caían las alargadas
sombras sobre los riscos y las cumbres de Hanging Rock.
La plataforma semicircular a la que acababan de llegar se parecía mucho a
la que habían dejado abajo, y también estaba rodeada de rocas y piedras sueltas.
Los grupos de gruesos helechos, inmóviles bajo la pálida luz, no proyectaban
sombra alguna sobre la alfombra de seco musgo gris. La llanura era apenas
visible desde allí; infinitamente borrosa y distante. Y cuando Irma miró hacia
abajo, entre las rocas, pudo ver el destello del agua y pequeñas figuras que iban
y venían a través de los jirones del humo rosáceo, o tal vez de la neblina.
—¿Qué estará haciendo toda esa gente ahí abajo? Se mueven como si
fueran hormigas.
Marion echó un vistazo por encima del hombro.
—Creo que hay un número sorprendente de seres humanos que vive sin
ningún propósito. Aunque lo más probable, por supuesto, es que estén llevando
a cabo alguna función necesaria, que a ellos mismos les es totalmente
desconocida.
Irma no estaba de humor para escuchar las disertaciones de Marion. Así
que desestimaron sin más el tema de las hormigas y sus ocupaciones. En
cualquier caso, Irma se dio cuenta, aunque solo por un breve instante, de que
39
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
40
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
41
4
color negro.
—¿Y bien? Póngase derecha al responder, por favor, y eche los hombros
hacia atrás. Se está encorvando usted de una manera horrible. Veamos, ¿sabe ya
los versos de memoria?
—No sirve de nada, señora Appleyard. No puedo aprenderlos.
—¿Qué quiere decir con que no puede? Ha estado usted aquí sola con su
libro de lectura desde el almuerzo.
—Lo he intentado —dijo la niña, pasándose una mano por los ojos—. Pero
es tan tonto... Quiero decir que si tuviera algún sentido podría aprenderlo con
más facilidad.
—¿Sentido? ¡Pequeña ignorante! Es evidente que no está al tanto de que la
señora Felicia Hemans6 es una de nuestras mejores poetas en lengua inglesa.
Sara hizo una mueca de incredulidad ante el hipotético genio de la señora
Hemans. Era una niña difícil y obstinada.
—Sé de memoria otro poema. Y tiene muchos versos. Muchos más que «El
Hesperus». ¿Serviría con eso?
—Mmm... ¿Cómo se titula ese poema?
—«Oda a San Valentín» —Por un instante, el pequeño y alargado rostro se
iluminó, y la niña pareció casi hermosa.
—No estoy familiarizada con él —dijo la directora con la debida
precaución. (En su quehacer, una nunca era lo suficientemente cuidadosa; había
tantas citas que de repente resultaban ser de Tennyson o de Shakespeare...)—.
¿Dónde la encontró, Sara, esta... oda?
—No la encontré. La escribí yo, señora.
—¿Así que la escribió usted? No, no quiero oírla, gracias. Por extraño que
parezca, prefiero la obra de la señora Hemans. Entrégueme su libro y proceda a
recitar hasta el verso que haya aprendido.
—Ya le he dicho que no puedo aprender esas cosas tan tontas; no podría ni
aunque estuviera aquí sentada durante toda una semana.
—Entonces tendrá usted que seguir intentándolo —dijo la directora
mientras le devolvía su libro de lectura aparentando tranquilidad y buen juicio,
pero secretamente harta del comportamiento de aquella niña huraña que
apretaba los labios con fuerza—. Ahora me dispongo a salir, Sara, y espero que
se sepa el texto al dedillo cuando dentro de media hora le pida a la señorita
Lumley que venga a verla. De lo contrario, me temo que tendré que enviarla a
la cama y no podrá esperar a que lleguen las demás niñas para cenar con ellas.
La puerta del aula se cerró, la llave giró en la cerradura, y la odiosa señora
Appleyard desapareció de la habitación.
En el exterior, en el alegre y verde jardín que quedaba más allá de la
ventana del aula, el arriate de dalias resplandecía como si estuviera ardiendo
6
La señora Appleyard parece confundirse al atribuir «El naufragio del Hesperus», de H.
W. Longfellow (1807-1882), a la poeta inglesa Felicia Hemans (1793-1835), a cuyo celebrado
poema «Casabianca» se ha hecho ya referencia.
43
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
44
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
45
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
46
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
47
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
¡Nadie sabe lo que ha pasado! Lo cierto es que tres de sus niñas y la señorita
McCraw se han perdido en la Roca...
Después de que las dos profesoras y yo mismo nos diéramos cuenta de que nadie
en nuestro grupo sabía qué hora era exactamente, dado que tanto mi reloj como el
de la señorita McCraw se habían detenido durante el viaje de ida, acordamos que
saldríamos del área de picnic tan pronto como resultara apropiado una vez
terminado el almuerzo, ya que la señora Appleyard nos esperaba de vuelta en el
colegio, a más tardar, a las ocho. La dama francesa decidió que debíamos tomar
algo de té y un pedazo de pastel después de que los caballos tuvieran los arneses
puestos, ya que nos esperaba un viaje de regreso bastante largo. Yo diría que por
entonces serían más o menos las tres y media, a juzgar por la forma en que las
sombras se movían sobre la Roca.
Cuando el agua comenzó a hervir en los cazos, fui a decirles a las dos damas
que el té estaba listo. Pues bien, la profesora de más edad, que estaba leyendo
sentada debajo de un árbol cuando la vi por última vez, ya no estaba allí. De
hecho, no volví a verla. La dama francesa parecía muy preocupada, y me preguntó
si había visto irse a la señorita McCraw, y le dije que no. Ella me contó:
—Ninguna de las niñas ha visto en qué dirección se ha ido. No puedo
entender que no haya vuelto ya. La señorita McCraw es una mujer tan puntual...
Le pregunté si todas las niñas estaban preparadas para partir. Y ella me dijo:
—Todas excepto cuatro. Les di permiso para que fueran a dar un breve paseo
por el arroyo, a fin de obtener una perspectiva más cercana de Hanging Rock.
Menos Edith Horton, todas son niñas del último curso, y se puede confiar en
ellas.
Las tres niñas desaparecidas habían viajado a mi lado, sentadas en la caja,
hasta el lugar donde almorzamos. Yo las conocía bastante bien. Eran la señorita
Miranda (desconozco su apellido, nunca me lo dijeron), además de la señorita
Irma Leopold y la señorita Marion Quade.
No puede decirse que estuviera muy preocupado todavía, solo un poco
molesto por el hecho de tener que retrasar el regreso. Conozco bastante bien el
lugar, y no tardé en organizar a las chicas para que comenzaran a buscar de dos
en dos a las otras, sobre todo por la zona del arroyo. Avanzaban gritando los
nombres de sus compañeras, empleando las manos a modo de altavoz. Habría
pasado cerca de una hora, cuando la joven Edith Horton salió corriendo de la
maleza cerca del pie sudoccidental de la Roca, llorando y riendo al mismo tiempo,
y con el vestido hecho jirones. Pensé que le iba a dar un ataque de histeria.
Señalaba en dirección a la Roca y nos decía que había dejado a las otras tres niñas
«en algún lugar allá arriba», pero parecía no tener ni idea de en qué sitio
48
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
exactamente. Le pedimos una y otra vez que tratara de recordar qué itinerario
habían seguido, pero todo lo que pudimos sacarle era que se había asustado mucho
y que había bajado corriendo hasta encontrarnos. Afortunadamente, siempre viajo
con un poco de brandy en mi petaca. Así que le dimos un poco, la envolvimos en
el abrigo que suelo ponerme para conducir, y la señorita Rosamund (una de las
chicas mayores) se la llevó para que se acostara en el coche, mientras nosotros
continuábamos buscando a sus compañeras. Reuní a todas las niñas, las conté, y
en esta ocasión fuimos algo más lejos. Justo hasta el pie de la Roca, en la cara sur.
Tratamos de encontrar el rastro que hubiera dejado la propia Edith Horton, pero
cualquier pista había desaparecido casi de inmediato, dado que estábamos sobre un
suelo pedregoso. Sin una lente de aumento resultaba imposible encontrar nada
que pudiera parecerse a una huella. Con la única excepción de unos pocos metros
de vegetación, justo en el lugar por el que Edith había salido a campo abierto para
comenzar a correr hacia el lugar en que nos encontrábamos nosotros, junto al
arroyo, nadie parecía haber movido siquiera un matorral. Por si volvíamos
después, marcamos el claro que se abría entre esos árboles con unos palos.
Mientras tanto, dos de las niñas mayores siguieron el curso del arroyo con la
intención de preguntarles a los miembros de otro grupo que ya estaba allí por la
mañana, antes de que nosotros llegáramos. Pero habían apagado el fuego y se
habían marchado ya, seguramente mientras yo estaba atendiendo a los caballos.
Eran cuatro personas, y llevaban una carreta. Creo que se trataba del Coronel
Fitzhubert, pero en realidad no llegué a ver a nadie con quien hablar. Varias niñas
dijeron que habían visto cómo la carreta se marchaba a primera hora de la tarde, y
que un joven iba detrás a lomos de un poni árabe de color blanco. Pasamos horas
buscando y llamando a las niñas a gritos. A mí me parecía increíble que tres o
cuatro personas tan sensatas pudieran desaparecer tan rápido en un área como
aquella, relativamente pequeña, sin dejar ni rastro. Todavía estoy tan
desconcertado como lo estaba ayer por la tarde.
Dado que incluso los niveles más bajos y más accesibles de la Roca son
enormemente traicioneros, sobre todo para unas niñas como ellas, sin experiencia
y con largos vestidos de verano, tenía miedo de no poder vigilarlas, no fueran a
perderse entre todos aquellos huecos y precipicios. Que yo sepa, solo existe un
sendero que conduce a la cumbre, pero se encuentra cubierto de maleza, por lo que
no resulta muy probable que las niñas desaparecidas subieran por ahí. De todas
maneras, decidí inspeccionar a fondo el lugar donde comienza ese sendero. No
había señal alguna de maleza aplastada, ni tampoco huellas. Ni allí ni en ningún
otro sitio.
Cada vez era más tarde y el cielo se iba poniendo más y más oscuro. No había
manera de saber qué hora era, y todo lo que podíamos hacer era contemplar cómo
se iba ocultando el sol. Encendimos unas hogueras a lo largo del arroyo, de tal
manera que cualquier persona que estuviera a ese lado de la Roca pudiera verlas
desde distintos ángulos. También seguimos llamándolas tan alto como nos era
posible, de manera individual y todos juntos. Agarré los dos cazos donde había
49
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
hecho el té y empecé a golpearlos con la palanca que guardo en el coche para las
emergencias.
En esos momentos, la dama francesa y yo ya no sabíamos qué más hacer, si
regresar a Woodend e informar de lo que había sucedido, o seguir buscando. Solo
teníamos las dos lámparas de aceite del coche y mi farol, y los habíamos encendido
en un área de pocos metros cuadrados. Si las personas desaparecidas estaban
todavía en algún lugar de la Roca, cosa que yo ya empezaba a dudar, sin duda
correrían un grave peligro cuando anocheciera por completo, puesto que no
llevaban cerillas. A no ser que tuvieran la sensatez de quedarse juntas en una
cueva hasta que amaneciera. La dama francesa y algunas niñas estaban
empezando a ponerse histéricas, lo que no era de extrañar. Ninguno de nosotros
había vuelto a tomar siquiera una taza de té desde la hora del almuerzo.
Estábamos demasiado preocupados para pensar en esas cosas. Tomamos un poco
de limonada y unas cuantas galletas, y decidí que lo mejor que podía hacer era
traer a las niñas de vuelta al colegio, y dejar de buscar por esa noche.
Sinceramente, no sé si actué de manera correcta o no. Pero asumo cualquier
responsabilidad derivada de aquella decisión. Creo que conozco bastante bien a las
tres niñas desaparecidas, y pensé que, a menos que las tres hubieran sufrido un
accidente, lo que me parecía poco probable, la señorita Miranda, que está muy
acostumbrada a moverse por el monte, habría mantenido la cabeza en su sitio y
podría encontrar un lugar seguro en el que refugiarse para pasar la noche. En
cuanto a la maestra, espero por su propio bien que no esté vagando sin rumbo ella
sola. El conocimiento de la aritmética no suele ser de mucha utilidad cuando uno
se pierde en el monte.
Después de detenernos en la comisaría de Woodend, de camino a casa, y de
haber informado brevemente al oficial de guardia de lo que había ocurrido en
Hanging Rock, nos dirigimos al colegio Appleyard sin más demora. Olvidé
mencionar que revisé con mucho cuidado los baños públicos (el de las damas y el
de los caballeros) que están situados en el área de picnic, a medio camino entre el
arroyo y el pie de la Roca. Pero allí no había ninguna huella de las alumnas, ni
ningún otro indicio de que alguien los hubiera usado recientemente.
50
5
P ara las internas del colegio Appleyard, el domingo quince de febrero fue
un día de pesadillesca indecisión: mitad sueño, mitad realidad. Según el
carácter de cada una, fueron pasando de explosivos ataques de irracional
esperanza a tener la terrible convicción de estar asistiendo al preámbulo de toda
una catástrofe.
La directora, tras contemplar durante toda la noche cómo iba cambiando,
muy lentamente, la tonalidad de las luces del nuevo día sobre la pared de su
dormitorio, salió al balcón a la hora de siempre, sin un solo cabello fuera de su
sitio. Debía asegurarse inmediatamente de que ni una sola palabra acerca de lo
sucedido traspasara los límites del colegio. Por la noche, antes de que el señor
Hussey se marchara, le dio la orden de que nadie usara ninguna de las tres
carretas que solían trasladar a las alumnas y a las institutrices a las iglesias más
cercanas, ya que, en opinión de la señora Appleyard, las iglesias eran perfectos
caldos de cultivo para el chismorreo. Gracias a Dios, Ben Hussey era una
criatura sensata y se podía confiar en él. Mantendría la boca cerrada. La única
excepción era el informe que ya estaba en manos de la policía local. En el
colegio, la consigna era la de guardar silencio absoluto hasta nuevo aviso.
Orden que obedecerían sin ningún problema tanto los miembros del personal
como las alumnas que aún se mantenían en pie y eran capaces de seguir
hablando —ya que, tras la terrible experiencia de la noche anterior, algunas
alumnas, la mitad al menos, se habían encerrado en sus habitaciones,
conmocionadas y con diversos síntomas de agotamiento extremo—. Sin
embargo, cabía sospechar que Tom y Minnie, consagrados correveidiles, y
quizá también la cocinera, quienes solían recibir visitas no oficiales durante la
tarde del domingo, no fueran tan concienzudos; e incluso que la señorita Dora
Lumley hubiera intercambiado ya unas cuantas palabras en la puerta de la
parte trasera con Tommy Compton, que era el encargado de traer la nata los
domingos. Habían hecho llamar al doctor McKenzie, de Woodend, y este se
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
52
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
53
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
54
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
55
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
56
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
volví a la charca de inmediato, me subí al poni árabe y regresé a casa, casi todo
el tiempo detrás de la carreta de mi tío. No recuerdo nada más... ¿Es suficiente?
—Muy bien. Gracias, señor Fitzhubert. Quizá más adelante solicitemos su
ayuda de nuevo. —Michael gimió para sus adentros. La breve entrevista le
había recordado a los avances de la fresa del dentista al abrirse paso por una
caries especialmente sensible—. Solo hay una cosa que me gustaría comprobar
antes de que consignemos su declaración por escrito —dijo el policía—. Usted
ha mencionado que vio cruzar el arroyo a tres chicas. ¿Es correcto?
—Lo siento... Tiene razón, por supuesto. Había cuatro chicas.
El lápiz de Bumpher volvía a mantenerse inmóvil en el aire.
—¿Qué cree que es lo que hizo que olvidara que en realidad eran cuatro?
—Supongo que me olvidé de la gordita.
—Así es que se fijó más en las otras tres, ¿verdad?
—No, claro que no. (Dios me ayude porque estoy diciendo la verdad. Yo
solo la miraba a ella)
—Imagino que de haber visto a una señora mayor con ellas, también lo
recordaría, ¿no es así?
Michael, que ahora parecía irritado, dijo:
—Por supuesto que sí. Pero no había nadie más. Solo las cuatro muchachas.
Mientras sucedía todo esto, Albert estaba en la comisaría de Woodend
declarando ante un tal Jim Grant, que resultó ser el joven policía que había
estado con Bumpher en el colegio Appleyard el domingo por la mañana. A
diferencia de Michael, Albert estaba muy acostumbrado a los giros y cambios
de significado que puede darle un policía a la observación más inocente, así que
se estaba divirtiendo de lo lindo. Además, había coincidido con el joven Grant
en una de las peleas de gallos que se celebraban los domingos, así que ya se
conocían de manera oficial.
—Ya te lo he dicho, Jim —repetía—: Solo vi a las chicas esa vez.
—¿Le importaría no llamarme Jim cuando estoy de guardia? —le dijo el
otro, que había roto a sudar de pura exasperación—. No queda bien, y a los
jefes no les gusta. Bueno, veamos... ¿A cuántas niñas vio usted cruzar ese
arroyo?
—Está bien, maldito señor Grant. Eran cuatro.
—Tampoco tienes por qué insultarme. Solo estoy cumpliendo con mi deber.
—Supongo que ya sabes —dijo el cochero mientras sacaba una pequeña
bolsa de caramelos y empezaba a morder uno con un diente hueco,
ostentosamente— que hago esta declaración ante la policía sin cobrar, gratis, y
total para nada. Lo hago como un favor, así que no lo olvides, señor Grant.
Jim rechazó la ofrenda de paz en forma de caramelo, y continuó.
—¿Qué hizo usted después de que el señor Fitzhubert comenzara a caminar
hacia la Roca?
—El Coronel se despertó y empezó a berrear que era hora de volver a casa,
así que tuve que ir a buscar a Michael, y que reviente si no me lo encontré
57
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
sentado en un tronco, y eso que desde allí ya no podía ver a las chicas.
—¿A qué distancia de la charca quedaría ese tronco?
—Mira, Jim, lo sabes tan bien como yo. La maldita policía y todo el mundo
sabe ya el lugar exacto. Se lo mostré al mismo señor Bumpher el domingo.
—Está bien. Solo intento centrar los hechos. Continúe.
—Bueno, pues Michael se subió a ese poni árabe que le presta su tío, y
regresamos a la casa de Lake View.
—¡Esa preciosidad! ¡Te digo yo que algunos tienen suerte! Por Dios, Albert,
jamás podrías alcanzar al honorable caballero montado en ese caballo... Pero,
¡diablos! ¿A quién tengo yo aquí mismo? A alguien que podría conseguir que
me lo prestaran un ratito para dejarme ver por Gisborne. No hay nada mejor
que ese caballo en ochenta kilómetros a la redonda. También te digo que no
hace falta que me dejen la silla ni la brida... Me bastaría con un simple paseíto
por la tarde. ¡El Coronel sabe que no se me dan nada mal los caballos!
—Si crees que he venido hasta aquí desde Lake View para conseguirte un
paseo en el poni árabe... —dijo Albert levantándose—. ¿No hay más preguntas?
Entonces me voy. ¡Muchas gracias!
—¡Eh! ¡Espera un momento! Tengo una más —exclamó Jim, saliéndole al
paso justo antes de que se fuera—. Dices que después de que el señor Fitzhubert
se montara en ese caballo suyo, se fue a la casa de Lake View detrás de la
carreta. ¿Pudiste verle durante todo el camino?
—No tengo ojos en la parte de atrás de la jodida cabeza. Fue detrás de
nosotros un rato para que el polvo que levantaba el caballo no nos cayera
encima, aunque de vez en cuando iba por delante, siguiendo el sendero. No me
fijé mucho, la verdad. Solo me di cuenta de que llegamos todos al mismo
tiempo a la puerta principal de Lake View.
—¿Qué hora crees que era?
—Pues en torno a las siete y media. Pensé que la cocinera tendría ya mi
cena en el horno.
—Gracias, señor Crundall. —El joven policía cerró su cuaderno de notas y
continuó con algunas formalidades—. Esta entrevista se pondrá en su totalidad
por escrito, y luego se le mostrará para que dé su conformidad. Ahora puede
irse.
El permiso resultaba del todo superfluo: Albert estaba ya deslizando la
brida sobre la cabeza de una yegua rojiza que estaba atada en un terreno repleto
de tréboles, en el lado opuesto del camino.
Durante tres mañanas consecutivas, el público australiano se dedicó a
devorar, junto con los huevos y el beicon del desayuno, los exquisitos detalles
acerca de lo que la prensa ya había bautizado como el «Misterio del Colegio».
Aunque no se hubiera desvelado ningún otro dato más ni hubieran encontrado
nada que se asemejase a una pista, de modo que la situación no había cambiado
en absoluto desde que Ben Hussey anunciara la desaparición de las niñas y de
su institutriz a última hora del sábado por la noche, los periódicos siguieron
58
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
alimentando a sus lectores. Y con este fin decidieron hacer el relato más sabroso
y añadirle a las columnas del miércoles unas fotografías de la casa solariega del
Honorable Michael, Haddingham Hall (incluyendo a sus hermanas, que
jugaban con su perro spaniel en la entrada), y, desde luego, de la encantadora
Irma Leopold, e ilustraron la información con los supuestos millones que la
niña obtendría a la mayoría de edad. Bumpher, sin embargo, no estaba en
absoluto contento con todo este asunto. Después de consultar con su amigo el
detective Lugg, que tenía su oficina en Russell Street, decidió volver a
interrogar a la estudiante Edith Horton, y ver si podía extraerle alguna prueba
concreta. Y de ese modo, a las ocho de la mañana del miércoles dieciocho, otro
día espléndido que una alegre brisita conseguía hacer más llevadero, llegó en
una calesa al colegio Appleyard acompañado del joven Jim, que volvía a estar
de servicio. Quería que tanto Edith Horton como la institutriz francesa
regresaran al área de picnic junto a Hanging Rock.
La señora Appleyard no pudo oponerse, aunque aquel plan le pareciera
vagamente frívolo. La policía, dijo Bumpher, estaba haciendo todo lo posible
para aclarar el misterio y en su opinión, y en la del detective Lugg, resultaba del
todo esencial que Edith, como testigo clave que era, se enfrentara a la escena de
los hechos, para ver si aquello estimulaba su memoria. La directora, consciente
de la limitada inteligencia de Edith y también de su ilimitada obstinación, a lo
que se podía añadir además una más que posible conmoción cerebral leve,
pensaba que la expedición iba a ser una pérdida de tiempo y así se lo hizo saber
a Bumpher, quien se mostró en franco desacuerdo. A pesar de tener un estilo
bastante poco atractivo, lo cierto era que Bumpher sabía lo que se hacía en su
trabajo y gozaba de gran experiencia a la hora de analizar las distintas
reacciones de los testigos durante los interrogatorios policiales.
Le dijo:
—Estamos intentando entre todos que esa chica recuerde algo, y tal vez eso
haga que se sienta más confusa que nunca. He visto cómo personas
atormentadas por recuerdos horribles se convertían en testigos bastante fiables
tras regresar, por decirlo de alguna forma, al punto de partida. Veamos si en
esta ocasión podemos tomárnoslo con calma...
Y de esta manera, con la idea de propiciar un ambiente relajado, el agente
se permitió disfrutar del viaje, con Mademoiselle sentada a su lado, elegante y
preciosa bajo un sombrero que le protegía los ojos del sol. Incluso decidió
invitarla a un brandy con soda, y a Edith y al joven Jim a unas limonadas,
mientras cambiaban de caballo en el hotel de Woodend.
Ahora se hallaban en el área de picnic, en el punto exacto en que Edith y las
tres chicas habían cruzado el arroyo la tarde del día de San Valentín, junto a la
charca. Justo ante ellos, sobre la cara de Hanging Rock que quedaba iluminada
por el sol, las ramas del bosque arrojaban retazos de sombra que avanzaban
tenuemente. «Como un encaje de color azul», pensó Mademoiselle, y se
preguntó cómo algo tan hermoso podía servir de instrumento del mal.
59
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
60
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
61
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
McCraw?
—Vaya que si estoy segura.
—¿No era un poco difícil reconocerla, sin su vestido?
—No, en absoluto. Ninguna de las otras profesoras tiene una estructura
corporal tan peculiar. En una ocasión, Irma Leopold me dijo: «¡La McCraw es
clavadita a una plancha de hierro!»
Y esa fue la última información, y la única, que pudieron sacarle a Edith
Horton durante ese miércoles, dieciocho de febrero, o en cualquier otro
momento posterior.
Tan pronto como el vehículo de la policía giró en el sendero para salir de
nuevo a la carretera, la señora Appleyard cerró la puerta de su estudio y se
sentó resueltamente en su escritorio. Aquella manera de proceder se estaba
empezando a convertir en un hábito. Mientras se dedicaba a sus cosas, muy
recta y reservada, aparentemente imperturbable, se daba perfecta cuenta de que
había un murmullo creciente de voces críticas procedentes del mundo que
quedaba más allá de los muros del colegio. Eran las voces de los cascarrabias,
de los clérigos, de los clarividentes, de los periodistas, de los amigos, de los
parientes, de los propios padres... Por supuesto, las peores eran las de los
padres. Difícilmente podía arrojar sus cartas a la papelera como hacía con las
que se ofrecían para encontrar a las niñas desaparecidas con algún tipo de imán
patentado, y que incluían sobres franqueados para la respuesta. El sentido
común le indicaba que resultaba bastante razonable que un padre escribiera al
colegio para solicitar más información junto con una buena dosis de
tranquilidad, y que lo hicieran incluso aquellos padres cuyas hijas habían
regresado del picnic sanas y salvas. Pero eran esas cartas las que más le
indignaban y las que lograban que se mantuviera encadenada a su escritorio
durante horas. Una palabra indiscreta dirigida a una madre exaltada podía, a
esas alturas, desatar una auténtica conflagración de mentiras y rumores, que
ella no podría apagar ni con cientos de mangueras que expulsaran las heladas
aguas de la verdad.
La tarea de la señora Appleyard para esa mañana consistía en hacer algo
mucho más odioso e infinitamente más peligroso: debía escribir a los padres de
Miranda e Irma Leopold, y al tutor legal de Marion Quade, para informarles de
que las tres niñas y una institutriz habían desaparecido misteriosamente en
Hanging Rock. Por suerte —o tal vez por desgracia— ninguna de las tres cartas
llegaría a su destino sin sufrir una demora considerable. Y tampoco, por
razones que se revelarán de inmediato, ninguno de sus destinatarios podía
tener acceso a las noticias publicadas acerca del Misterio del Colegio. Una vez
más, sus pensamientos regresaron a la mañana del día que eligieron para el
picnic. De nuevo vio ante ella las ordenadas filas de las niñas con sus sombreros
y sus guantes, y a las dos señoritas manteniendo sobre ellas un control absoluto.
Nuevamente escuchó sus propias y breves palabras de despedida en el porche,
sus avisos acerca de las serpientes y los peligrosos insectos. ¡Insectos! ¡Santo
62
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
cielo! ¿Qué fue lo que pudo ocurrir durante aquella tarde de sábado? ¿Y por
qué, por qué, por qué les tuvo que suceder justamente a tres niñas del último
curso, tan valiosas para el prestigio y la posición social del colegio Appleyard?
Marion Quade, una estudiante brillante, aunque no fuera rica como las otras
dos muchachas, podía resultar esencial para apuntalar los laureles académicos
del colegio, algo que, a su manera, era casi tan importante como el patrimonio
económico. ¿Por qué no pudo ser Edith la que desapareciera, o incluso esa
pequeña insignificancia de Blanche, o la misma Sara Waybourne? Como de
costumbre, el mero hecho de pensar en Sara Waybourne consiguió exasperarla.
Esos ojos abiertos como platos, y esa manera de parecer siempre tan crítica,
aunque no dijera nada, que resultaba intolerable en una niña de trece años. Sin
embargo, jamás se había producido demora alguna en el pago de las tasas de
Sara, de lo que se encargaba un tutor de edad avanzada, cuya dirección privada
no sería divulgada jamás. Era alguien muy discreto y elegante... «Un caballero,
obviamente», habría dicho su Arthur.
El recuerdo de Arthur de pie, a su lado, en el mismo lugar en que se solía
situar a menudo mientras ella se encargaba de una carta difícil, hizo que el
elegante tutor desapareciera de su cabeza. Todo aquello no la llevaría a ningún
sitio. Con algo parecido a un gemido, tomó una fina pluma con la punta de
acero y comenzó a escribir. En primer lugar, a los Leopold, sin duda los padres
más imponentes de todos los registrados en el colegio: eran fabulosamente ricos
y frecuentaban los mejores círculos de la sociedad internacional, pero ahora se
hallaban en la India, donde el señor Leopold estaba comprándole unos caballos
de polo a un rajá de Bengala. Según la última carta que había recibido Irma, sus
padres estarían en ese momento en alguna parte del Himalaya, en una delirante
expedición con elefantes y palanquines y tiendas de campaña con bordados de
seda; por tanto, su dirección resultaría, al menos durante quince días,
desconocida. Por fin terminó la carta como quería: con frases que conjugaban
juiciosamente aflicción y sentido común. Decidió no poner en ella demasiado
desconsuelo, no fuera a ser que cuando llegara a su destino todo aquel maldito
asunto hubiera quedado ya satisfactoriamente resuelto, e Irma estuviera de
nuevo en el colegio. También le había supuesto un problema decidir si procedía
o no tratar el tema del rastreador negro y del sabueso... Casi podía oír cómo
Arthur le decía: «Magistral, querida. Magistral». Y sabiendo qué se proponía
conseguir con aquella carta, podemos estar seguros de que lo era.
A continuación, y en orden de precedencia, venían la madre y el padre de
Miranda, propietarios de extensas explotaciones de ganado en las remotas
regiones rurales del norte de Queensland. No pertenecían del todo a la clase de
los millonarios, pero sí que se habían asentado en una cómoda situación de
sólida riqueza y bienestar como miembros de una de las más famosas familias
de pioneros australianos. Eran padres ejemplares, en los que se podía confiar
ciegamente, y no montarían un escándalo por una tontería cualquiera, como
perder un tren o que se declarara una epidemia de sarampión en el colegio.
63
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
64
6
brazos.
—Me las hizo un marinero, en Sydney. Quería tatuarme también el pecho,
pero me quedé sin dinero. Una pena. Tenía solo quince años...
Transportado a un mundo en que los niños de quince años se gastaban con
toda la alegría del mundo hasta su último chelín para luego quedar
desfigurados de por vida, Mike miró a su amigo con cierto sobrecogimiento. A
los quince años, él era poco más que un crío que recibía un chelín a la semana
para que tuviera algo de dinero de bolsillo, y otro chelín el domingo por la
mañana, «para la bandeja». Desde la tarde del picnic había ido surgiendo entre
ellos dos una especie de amistad tolerante, aunque lo cierto era que, vistos
juntos, componían una pareja bastante desigual: Albert llevaba los brazos al
aire, ya que se había subido las mangas de la camisa, y tenía los pantalones
llenos de parches. Mientras que Michael iba embutido en un atuendo muy
apropiado para una recepción al aire libre, y se había puesto un clavel en el ojal.
—No tengo ningún problema con Mike —le había dicho Albert a la
cocinera—. Somos amigos.
Y eso eran precisamente, en el sentido más literal de una palabra tan
manida como esa. Albert podía ponerse el sombrero de copa gris de su amigo
en su sudada y despeinada cabeza, y tener el aspecto de un integrante de un
número de music hall; y Mike, por su parte, podía parecer recién salido de las
páginas de The Magnet o del Boy's Own Paper9 cuando se ponía el grasiento
sombrero de ala ancha de Albert, pero eso no significaba absolutamente nada.
Como tampoco significaba nada el hecho incidental de que sus diferentes
circunstancias familiares hubieran hecho que uno de ellos fuera prácticamente
analfabeto, mientras que el otro, a los veinte años, apenas supiera cómo
expresarse, dado que la educación en un colegio privado no garantiza en
absoluto que los alumnos vayan a saber hablar cuando lleguen a adultos.
Cuando estaban juntos, ninguno de los dos advertía los defectos del otro, si es
que tales defectos existían.
Ambos tenían la agradable sensación de que se entendían bien, y eso que
no hablaban demasiado. Sus temas de conversación, cuando surgían, se
centraban principalmente en asuntos de interés local: hablaban de las patas
traseras de la yegua que Albert estaba tratando con alquitrán de Estocolmo, 10 o
del pertinaz entusiasmo del Coronel por su jardín de rosas, en el que tanto
tiempo le hacía perder obligándole a quitar más malas hierbas de las que habría
tenido que arrancar en todo un maldito campo de patatas. Además, ¿para qué
quería tanta rosa? Ninguno de los dos tenía mucho que decir en cuanto a temas
9
The Magnet era un tebeo para chicos que se publicaba en el Reino Unido con carácter
semanal. En cada número se narraba una historia sobre los chicos del colegio Greyfriars. Boy's
Own Paper era igualmente una revista británica para chicos, que inculcaba valores cristianos y
en la que colaboraron autores como Arthur Conan Doyle y Jules Verne.
10
Producto natural que previene la podredumbre de los cascos causada por la excesiva
humedad.
66
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
67
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
68
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
69
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
70
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
71
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Sí, Mike lo sabía, y dio su palabra de que estaría de vuelta en Lake View
como muy tarde a las siete.
—Lo que me recuerda —dijo su tío— que el sábado nos esperan a los dos
para el almuerzo y un partido de tenis en la residencia del Gobernador.
—Almuerzo y tenis —repitió su sobrino, preguntándose cuánto tiempo
tardarían Albert y él en llegar hasta la charca del área de picnic.
—¿Te apetece un durazno, muchacho? ¿O un poco de esta endiablada cosa
gelatinosa? Las mujeres no tienen ni idea de cómo llevar la organización de un
hogar... —Mike, que había estado por un instante vagando por la Roca bajo la
luz de la luna, tuvo que regresar a la auténtica realidad de la mesa del comedor,
iluminada por la luz de una simple lámpara—. Todos los años lo mismo... La
noche de la recepción de tu tía en el jardín... Estas condenadas sobras... Restos
de pavo frío... Gelatina... ¡Pretenden hacernos creer que esto es una cena...! Más
bien se trata de una merienda para él té... Pero, te diré: cuando estábamos
acampados en Bombala, el que se encargaba de organizar a los sirvientes era
yo... Me responsabilizaba personalmente de...
—Si me disculpa, tío —dijo Mike, levantándose—. Creo que voy a retirarme
ya, sin esperar al café. Mañana saldremos muy temprano.
—Está bien, muchacho. Disfruta todo lo que puedas. Y pídele a la cocinera
que te prepare un desayuno ligero. Nada de beicon y huevos antes de salir a
cabalgar. ¡Buenas noches!
—Buenas noches, señor...
Huevos. Gachas... Por lo que decía Albert, en Hanging Rock no había ni
agua.
72
7
74
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
75
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
justo delante de Lancer. Las dos tazas de estaño de Albert repiquetearon como
platillos cuando el enorme caballo negro se alzó sobre sus patas traseras, de
manera que casi derriba al poni que se acercaba por detrás, a pocos centímetros.
Albert sonrió por encima del hombro:
—¡Menudos, los ualabíes! ¡Qué manera de aterrorizar al pobre cabroncete!
¿Estás bien? ¡Pensé que ibas a terminar en el suelo, hecho un pastelito!
—No me habría importado caerme, con tal de ver un canguro. Es el
primero que veo.
—Una cosa te voy a decir, Mike. A veces puedes parecer un maldito
imbécil, pero de lo que no hay duda es de que tienes mano para controlar a ese
poni.
Fue un cumplido un tanto ambiguo, pero no por ello menos agradecido.
Habían transcurrido ya unas cuantas horas cuando por fin salieron del
bosque y se internaron en un terreno con menos árboles, al otro lado. Debido al
calor, el cielo parecía brumoso, así que llevaron a los caballos a una zona a
cubierto y miraron hacia abajo, hacia la llanura que quedaba a sus pies. Justo
delante de ellos, Hanging Rock parecía flotar en su espléndido aislamiento
sobre un mar de pálida hierba. Sus recortados picos y la cima, a la luz del sol, se
mostraban aún más siniestros que las horribles cuevas que Mike veía una y otra
vez en sus recurrentes pesadillas.
—No tienes muy buena cara, Mike. No es bueno cabalgar tanto rato con el
estómago vacío. Vamos a movernos un poco más, y comeremos algo en cuanto
lleguemos al arroyo.
Habían sucedido tantas cosas desde el pasado sábado, que le impresionó
descubrir que allí todo seguía exactamente igual. Nada había cambiado en el
lugar en que estuvieron almorzando, ni en la charca en que Albert aclaró los
vasos. Las cenizas de la hoguera que hicieron para el picnic seguían allí, sobre el
ennegrecido círculo de piedras, y el arroyo gorgoteaba sobre los suaves
guijarros como si el tiempo no hubiera pasado. Ataron los caballos y les dieron
de comer debajo de las mismas acacias. La misma luz del sol se filtraba por las
mismas hojas hasta derramarse sobre el almuerzo, que consistía en tajadas de
carne fría y rebanadas de pan, una botella de salsa de tomate y un cazo de té
con azúcar, pero sin leche, que ellos habían dispuesto sobre un pedazo de papel
de periódico, en la hierba.
—¡Ataca, Mike! Se nota que tienes hambre.
Más que hambre, lo que ahora tenía, desde que había vuelto a ver la Roca,
era una dolorosa sensación de vacío interior que ningún pedazo de cordero frío
iba a poder llenar. Recostado a la sombra tibia, se bebió una taza tras otra de té
hirviendo. Albert, en cambio, terminó de comer con ganas, apagó con la punta
de la bota lo que quedaba del fuego, se tumbó sobre la hierba, se dio media
vuelta, y a continuación le pidió Mike que le despertara con un buen golpe en la
espalda en cuanto hubieran pasado diez minutos de reloj. En cuestión de
segundos estaba profundamente dormido y roncando. Mike se levantó y se
76
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
acercó al arroyo. Se dio cuenta de que estaba en el mismo lugar por el que
habían cruzado las cuatro chicas aquella aciaga tarde de sábado, cada una a su
manera. Por aquí estuvo la pequeña y más morena, la de los tirabuzones,
observando el agua durante unos instantes antes de decidirse a saltar, riéndose
y sacudiendo los rizos; la más delgada, en el centro del grupo, ya había saltado,
sin permitirse un solo momento de vacilación y sin mirar atrás; mientras que la
regordeta casi pierde los zapatos al pisar sobre una piedra inestable. Y luego
estaba Miranda, alta y rubia, que pasó rozando la superficie, como un cisne
blanco. Las otras tres chicas hablaban y se reían mientras avanzaban hacia la
Roca, pero Miranda no. Miranda se detuvo un instante en la orilla opuesta para
retirarse de la cara un mechón de pelo, tan liso y tan rubio, y él pudo
contemplar por primera vez aquel rostro grave y hermoso. ¿Adónde iban? ¿Qué
extraños e íntimos secretos compartieron a lo largo de aquella última hora, tan
alegre como fatídica?
Albert, a lo largo de su corta vida, había dormido en sitios en los que Mike
no habría podido ni pegar ojo: bajo turbios puentes, en troncos huecos, en el
interior de casas vacías, e incluso en una celda infestada de bichos en el
calabozo de un pequeño pueblo. Era capaz de dormir en cualquier lugar,
profundamente y a intervalos, como un perro. Y ahora se había puesto en pie,
ya se había refrescado y estaba alborotándose el pelo.
—¿Se puede saber qué narices te pasa? —le preguntó mientras sacaba un
trozo de lápiz—. Si te dibujo un plano, ¿crees que serás capaz de seguirlo? ¿Por
dónde quieres empezar?
Sí. ¿Por dónde? Cuando era niño, Mike solía jugar al escondite con sus
hermanas en un pequeño bosque de aspecto bastante civilizado, y se agazapaba
en el oscuro refugio que le ofrecían los rododendros o un roble hueco. En una
ocasión sintió un pánico terrible después de llevar mucho tiempo esperando a
que le encontraran, así que salió corriendo para buscar a sus hermanas, quienes,
temerosas de que se hubiera muerto o perdido para siempre, se habían echado a
llorar y siguieron sollozando durante todo el camino de regreso a casa. Por
alguna razón, recordaba ahora aquella escena. Quizá todo aquel asunto de
Hanging Rock tuviera un final idéntico. Nadie iba a negarle que su idea no
pudiera llegar a materializarse, pero se trataba de una idea que no podía
contarle ni siquiera a Albert. Mike pensaba que toda esa búsqueda con perros y
rastreadores y policías era solo una de las maneras posibles de buscar a las
chicas, y tal vez no la más indicada. Todo podría terminar, si es que terminaba
alguna vez, con un hallazgo completamente repentino e inesperado, que no
tuviera nada que ver con aquella investigación tan organizada.
Siguiendo el plano trazado por Albert, acordaron que cada uno de ellos se
encargaría de rastrear una zona determinada, y que mirarían sobre todo en el
interior de las cuevas, en las rocas que sobresalían, bajo los troncos caídos y en
cualquier lugar capaz de dar el mínimo cobijo a las niñas desaparecidas.
Para empezar, Albert decidió dirigirse hacia el grupo de árboles que había
77
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
78
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
79
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
80
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Echó una rama rota al fuego, y se quedó sentado viendo cómo las hojas secas, al
arder, provocaban una cascada de chispazos que se reflejaban en la charca.
Cuando llegaron las primeras luces del día, él ya había puesto a hervir agua
en el cazo para preparar el té. Se lo tomó de un trago con un pedazo de pan seco
que algunas hormigas habían intentado llevarse entero hasta su agujero. Le dio
al caballo el último montón de paja que quedaba y, tras hacer todo esto, se
sintió preparado para salir. Muchos días después, cuando Bumpher comenzara
a bombardearle con las mismas preguntas una y otra vez, se daría cuenta de
que en realidad, mientras cruzaba el arroyo y comenzaba a avanzar hacia la
Roca, no tenía ningún plan de acción definido. Únicamente se veía impelido a
volver al pequeño arbusto en el que había dejado las banderas, y comenzar de
nuevo la búsqueda desde allí.
Era otra mañana preciosa, cálida y sin viento, como la del día anterior.
Después de haber pasado una interminable noche en vela, para él suponía un
auténtico alivio que su helado cuerpo avanzara entre los bosquecillos de
helechos, que le llegaban hasta la cintura. Gracias a los trozos de papel que
había dejado el día anterior, y que ahora estaban blandos por el rocío, no le
resultó difícil dar con el pequeño laurel. Un loro pasó por delante de los árboles
que estaban a su lado, donde las urracas gorjeaban a pleno pulmón para
celebrar la alegría de la mañana. Aún no podía divisar desde allí los
formidables contrafuertes de Hanging Rock, cubiertos como estaban por el
verde velo de helechos y follaje. Un pequeño ualabí surgió de un salto de los
arbustos, a unos metros de donde él se había detenido para sacar un pie de una
fisura aparentemente sin fondo, y luego se alejó dando saltitos en zigzag por un
sendero que parecía haberse formado de manera natural. Había ciertas cosas de
las que los animales sabían más que las personas. El cocker spaniel de Mike, por
ejemplo, sabía distinguir a un gato o a cualquier otro enemigo a un kilómetro
de distancia. ¿Qué había visto el ualabí? ¿Qué era lo que sabía? Tal vez estaba
tratando de decirle algo, ya que se volvió y se le quedó mirando desde el
saliente de una roca. En sus dulces ojos no había miedo. A Mike no le resultaría
difícil trepar hasta el saliente, pero pensó que luego no podría seguir los saltos
de la pequeña criatura, que se ocultó entre los matorrales y finalmente
desapareció. La cornisa en que se encontraba ahora lindaba con una suerte de
plataforma natural de roca estriada, rodeada de piedras, losas y matas de
enjutos helechos que quedaban a la sombra gracias a unos eucaliptos que
parecían haber crecido allí sin orden ni concierto. En ese lugar se vio obligado a
descansar, aunque fuera solo un momento, porque las piernas ya apenas le
obedecían. Su cabeza, por el contrario, no parecía tanto una cabeza como un
globo lleno de aire que alguien hubiera atado a algún lugar por encima de sus
doloridos hombros. Su cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus abundantes y
británicas raciones diarias de huevos y beicon, café y gachas, y ahora protestaba
casi a voz en grito, aunque su dueño no fuera muy consciente del hambre que
tenía, y lo único de lo que realmente se acordara y deseara con auténtico frenesí
81
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
fuera el agua: litros y litros de agua helada. Una roca inclinada le proporcionó
un poco de sombra. Apoyó la cabeza sobre una piedra y se quedó dormido allí
mismo con el frágil e irregular sueño del agotamiento, pero se despertó casi de
inmediato, con una repentina punzada de dolor en un ojo. Un hilo de sangre
resbalaba por la almohada, tan dura y afilada como una piedra que hubiera ido
a aparecer debajo de su frente, que estaba ardiendo. El resto del cuerpo, en
cambio, se estremecía con un frío mortal. Temblando, estiró los brazos para
buscar la colcha.
Al principio pensó que se trataba del sonido de las aves que piaban en el
roble que había al otro lado de su ventana. Abrió los ojos y vio los eucaliptos.
Sus largas y apuntadas hojas plateadas permanecían inmóviles, flotando en la
densidad del aire. Pero el murmullo parecía proceder de todos los lugares a la
vez: un rumor bajo y sin palabras, casi como el susurro de voces distantes al que
se unía una especie de trino que aparecía de vez en cuando y que podrían ser
pequeños accesos de risa. Pero, ¿quién se estaría riendo aquí abajo, en el mar...?
Mike se abría paso a través de aguas viscosas de un color verde oscuro, en
busca de la caja de música cuyo dulce y cristalino canto estaba, a veces, justo
detrás de él y, a veces, justo delante. Si pudiera moverse más rápido y arrastrar
sus inútiles piernas, la alcanzaría. Pero la música de pronto cesó. El agua se hizo
más espesa y más oscura. Vio cómo le salían burbujas de la boca, comenzó a
asfixiarse, y pensó: «Esto es lo que uno siente al ahogarse». Entonces se
despertó y escupió la sangre que le corría por la mejilla. Se había hecho un corte
en la frente.
Se desperezó del todo e intentó avanzar a trompicones cuando la oyó reír, a
muy poca distancia.
—¡Miranda! ¿Dónde estás? ¡Miranda!
No hubo respuesta. Echó a correr tan rápido como le fue posible hacia el
cinturón de matorrales. El espinoso cornejo de color verde grisáceo le
desgarraba su delicada piel inglesa.
—¡Miranda!
Unas rocas enormes y montones de piedras alisadas por la erosión le
cerraban el paso hacia el terreno más elevado. Cada una de ellas constituía un
obstáculo pesadillesco que debía salvar de alguna manera: rodeándolas,
trepando por encima, gateando por debajo... Todo dependía de su tamaño y de
su contorno. Y esas piedras eran cada vez más grandes y más irracionales...
Gritó:
—¡Mi amor! ¡Mi criatura desaparecida! ¿Dónde estás?
Tras apartar los ojos un instante del traicionero suelo para elevarlos hacia el
cielo, vio el monolito, que se alzaba negro contra el sol. Unos guijarros rodaron
cuesta abajo, hacia el abismo, y él resbaló al pisar un espolón irregular. Se cayó
de bruces, y sintió en el tobillo un dolor inmenso, como si alguien le hubiera
clavado una lanza. Se incorporó de nuevo y comenzó a arrastrarse hacia la
siguiente roca, con un único pensamiento consciente en la cabeza: Adelante.
82
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Hubo un antepasado de los Fitzhubert que tuvo que abrirse paso entre las
sangrientas barricadas de Agincourt, y que se había sentido de la misma
manera, así que habían incorporado esa misma palabra, en latín, al escudo
familiar: Adelante. Mike, unos cinco siglos más tarde, también seguía adelante,
escalando.
83
8
albaricoque.
—Lo mejor será que vayas a hablar con esa gente —le aconsejo la cocinera
—. Habéis tardado mucho en llegar, y el amo no está de muy buen humor.
¿Qué es lo que has hecho con el joven Michael?
—Se encuentra bien. Y ya iré cuando me haya terminado el té —dijo el
cochero, sirviéndose más tarta.
Eran más de las diez, y el jefe estaba solo en su estudio. Había dejado
abiertas las puertas acristaladas que daban al porche, y hacía solitarios.
Entonces Albert tosió con fuerza y llamó a la puerta.
—Entra, Crundall. Por el amor de Dios, ¿dónde está el señor Michael?
—Tengo un mensaje de él, señor. Yo...
—¿Un mensaje? ¿Es que no habéis llegado a casa juntos? ¿Ha pasado algo?
—Nada, señor —dijo el cochero, que buscaba desesperadamente en su
cabeza las mil mentirijillas que había estado pergeñando mientras se zampaba
la tarta de albaricoque, y que ahora, bajo la mirada acusadora de aquel hombre
de ojos azules, se habían esfumado.
—¿Qué quiere decir nada? Mi sobrino no nos dijo que tuviera la intención
de cenar fuera.
En Lake View, saltarse una comida sin previo aviso era una falta que casi
llevaba aparejada la pena capital.
—Él no pretendía estar fuera tanto tiempo, señor. El hecho es que nos
retrasamos un poco, y cuando nos quisimos dar cuenta ya era muy tarde para
regresar, así que el señor Michael decidió quedarse a pasar la noche en el
Macedon Arms, y volver a casa mañana.
—¡El Macedon Arms! ¿Esa posada pequeña y miserable que está al lado de
la estación de Woodend? ¡Jamás había oído un disparate semejante!
—Creo, señor —dijo Albert, que iba recuperando poco a poco la confianza,
como hacen los buenos mentirosos—, que pensó que así les evitaría cualquier
molestia.
El coronel soltó un bufido.
—La cocinera ha estado recalentando su cena durante más de tres horas...
—Entre usted y yo —dijo Albert—, el señor Michael estaba molido después
del largo paseo de esta mañana. Ya sabe, todo el tiempo bajo el sol...
—¿Adónde fuisteis? —preguntó el Coronel.
—Bastante lejos. En realidad se me ocurrió a mí lo de que se lo tomara con
calma y se quedara a pasar la noche en Woodend.
—Así que, después de todo, la brillante idea fue tuya, ¿no? El chico estará
bien, supongo.
—Como una rosa.
—Esperemos que sepan tratar al árabe en ese sitio. Si es que tienen cuadras
allí abajo... Bien, entonces. Puedes irte. Buenas noches.
—Buenas noches, señor. ¿Va a necesitar a Lancer mañana?
—Sí. Quiero decir, no. Maldita sea. No puedo hacer ningún plan para el
85
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
86
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
87
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
bolsillo de su chaqueta, así que la sacó con cuidado y dejó caer unas cuantas
gotas entre los labios de su amigo. El chico gimió sin abrir los ojos mientras el
líquido se le escurría por la barbilla. ¿Cuánto tiempo llevaría Mike tendido allí,
en el suelo, rodeado de hormigas y de unas moscas que revoloteaban a su
alrededor? Cuando Albert le tocó se dio cuenta de que tenía la piel empapada
de sudor, y como el pobre diablo tenía un aspecto tan penoso, decidió no perder
más tiempo y partir inmediatamente en busca de ayuda.
De los dos caballos, el que estaba más descansado era el árabe. Sabía que
Lancer podía quedarse atado y sin moverse durante varias horas, siempre que
lo dejara a la sombra. A los pocos minutos ya había ensillado y embridado al
caballo, y se encontraba de camino hacia Woodend. Habría recorrido solamente
unos cien metros cuando a lo lejos divisó a un joven pastor acompañado de un
collie, que atravesaba un prado al otro lado de la cerca. Cuando el pastor estuvo
lo bastante próximo a Albert como para poder oír lo que este le decía a voz en
grito, vociferó a su vez que acababa de despedir al doctor McKenzie de
Woodend, que había venido para asistir a su esposa en el parto. El orgulloso
padre, rodeado de grandes espigas de color naranja que se mecían bajo la luz
del sol, se puso las dos enormes y rojas manazas a ambos lados de la cara, e
hizo bocina con ellas para berrear hacia la nube de polvo que levantaba el
caballo de Albert:
—¡Casi cuatro kilos según la balanza de la cocina! ¡Y el pelo más negro que
hayas visto en toda tu vida!
Albert ya estaba recogiendo las riendas del caballo árabe.
—¿Y dónde está ahora?
—En la cuna, supongo —dijo el ingenuo pastor, que solo podía pensar en la
criatura.
—¡El niño no, idiota! ¡El doctor!
—¡Ah! ¡Él! —El pastor sonrió, y con una mano apuntó de manera imprecisa
hacia una de las curvas del camino vacío—. Se fue en su calesa. Con ese caballo
que llevas le alcanzarás sin problemas.
A todo esto, el collie, para quien la vida y la muerte tenían el mismo
significado aquella agradable tarde de verano, fue a morder, juguetón, una de
las patas traseras del caballo, que, de una coz, le hizo salir volando camino
abajo hasta que aterrizó levantando una buena nube de polvo.
Albert alcanzó pronto la calesa del doctor McKenzie e hizo que se diera la
vuelta en dirección al área de picnic. Michael estaba tumbado en el mismo sitio
en que le había dejado hacía unos minutos. Después de un rápido
reconocimiento, el anciano se dedicó al corte de la frente, y comenzó a sacar
gasas y desinfectantes de una cartera de brillante cuero negro. ¡Esas pequeñas
carteras negras, cargadas de esperanza y de remedios curativos! ¡Cuántos
agotadores kilómetros recorrerían bajo los asientos de carros y calesas,
aguantando las sacudidas sobre los prados y los caminos casi vírgenes!
¿Cuántas horas pasaría aquel paciente caballo suyo de pie, esperando bajo la
88
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
luz del sol o de la luna a que el médico, siempre con su pequeña cartera negra,
saliera de alguna casa de madera de la que se hubiera apoderado la
enfermedad?
—Que yo vea, no se han producido lesiones graves —dijo el doctor
McKenzie mientras se arrodillaba junto a Mike, entre las matas de hierba—.
Parece que se ha dado un buen golpe en el tobillo. Seguramente se habrá caído
en la Roca. Y presenta una leve insolación. Lo importante es que le llevemos a
su casa lo antes posible para que pueda acostarse.
Entre los dos subieron a Mike a la calesa, empleando para ello una camilla
que improvisaron atando los tallos de dos árboles jóvenes a una manta que el
doctor llevaba en el carro, y que parecía indicada para todo tipo de usos (una
parte imitaba la piel de leopardo, mientras que la otra era de un negro brillante
e impermeable).
—¡Déjemelo a mí, joven! Tras treinta años de experiencia sé bien cómo
ajustar estas cosas para que no se caigan al suelo durante el viaje.
Se mostraba frío y eficiente, aunque siempre extremadamente amable,
considerando que se había pasado la mitad de la noche despierto, luchando a
brazo partido con el bebé de cuatro kilos de la mujer del pastor, que parecía
reacio a nacer.
Albert se subió al poni, y llevó tras de sí a Lancer con un ronzal, cosa que a
aquel espléndido animal no debió de hacerle ninguna gracia. Luego cabalgó
lentamente por delante de la calesa. Era casi medianoche cuando el pequeño
grupo se adentró en el paseo que conducía a Lake View. El Coronel, que había
recibido horas antes un mensaje desde Woodend, paseaba arriba y abajo junto a
las puertas, con un farol en las manos. Su esposa, en cambio, al enterarse de que
Mike llegaba a casa sano y salvo, había decidido permitirse un descanso y se
había ido a la cama. El doctor McKenzie, un viejo amigo de la familia, se inclinó
sobre uno de los bordes de la calesa:
—Nada hay de qué alarmarse, Coronel. Un esguince en el tobillo y un corte
en la frente. Aunque está muy alterado.
Una criada transportaba palanganas de agua y sábanas limpias por el
vestíbulo. Metieron a Michael en la cama, y le echaron por encima un edredón y
bolsas de agua caliente. Después de dar un sorbo de un vaso de leche, el
muchacho abrió durante un instante sus acongojados ojos.
«Este chico ha hecho una visita al mismísimo infierno», pensó el doctor.
Pero lo que dijo en voz alta fue:
—Lo importante ahora, Coronel, es que guarde reposo absoluto. No debe
recibir visitas, ni conviene que le hagan preguntas. No, al menos, hasta que
comience a hablar por sí mismo.
El Coronel farfulló:
—Lo que quiero saber yo es por qué diablos se quedó Mike solo en
Hanging Rock durante toda la noche. —Llevaba todo el día debatiéndose entre
terribles ataques de ira e intensos episodios de pánico, y ahora estaba a punto
89
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
de explotar—. ¡Maldito seas, Crundall! ¿Qué fue toda esa morralla que me
contaste anoche acerca de que Mike se había quedado en la posada de
Woodend?
—Bueno, Coronel, lo hecho, hecho está —le interrumpió el doctor—. El
chico se encuentra a salvo en su cama, y eso es lo único que importa. En cuanto
a Crundall, ya puede dar gracias al cielo por lo que hizo. Fue a pedir ayuda sin
perder un solo instante.
Albert daba pequeños golpecitos en la pata del aparador con la punta de la
bota. Su rostro parecía de piedra.
—Verá. Su sobrino estaba decidido a volver el viernes a la zona de picnic
para ver si así encontraba a las chicas. No... no sé por qué. No sé más de lo que
pueda saber usted mismo. Cuando llegó el momento de regresar, él seguía de
acá para allá por la Roca, y me dijo que no volvía a casa. Hice todo lo que pude
para intentar que cambiara de opinión... ¡Y si no me cree usted, ya puede ir
buscándose otro maldito cochero!
Pasado un rato, cuando Albert había terminado de acariciar afectuosamente
a los caballos, de darle a Lancer un último cepillado y de buscar posibles
lesiones en lugares que no se apreciaban a simple vista, el Coronel se acercó a él
para tenderle la mano. Con una punzada de algo parecido a la compasión,
Albert comprendió que aquella era la mano temblorosa de un viejo cansado.
—¿Me cree?
—Te creo, Crundall... Aunque nos has dado un susto del demonio. ¿Por
qué no entras y te terminas el pollo que queda?
—Primero voy a terminar con los caballos, y luego comeré algo antes de
acostarme.
—¿Qué te parece un whisky?
—No, gracias. Seguiré con lo mío. Buenas noches, señor. Buenas noches,
doctor.
—Buenas noches, Crundall. Y gracias por lo que has hecho hoy.
—Tiene usted razón respecto a Crundall, doctor. Es un buen chico. Algo
duro de pelar, pero lamentaría que se fuera —dijo el Coronel mientras se servía
una copa—. Lo que me ha sacado de quicio ha sido la maldita espera de todo el
día. Prefiero estar en el frente, en primera línea de fuego, a estar aquí, sin saber
nada... ¿Me acompaña? ¿Quiere un whisky?
—Gracias, hasta que no llego a casa y me pongo mi batín, no me permito
probar ni un ponche. Mi esposa siempre me deja un poco de cena. —Había
recogido ya su pequeña cartera negra, y se estaba poniendo los guantes de piel
para conducir—. Conozco a una enfermera en la zona que pronto quedará libre
tras cuidar a un paciente. Se la enviaré mañana, si a la señora Fitzhubert le
parece bien... De acuerdo, entonces. Yo volveré dentro de un par de días. O
antes, si me necesitan. Mientras tanto le daré a la enfermera las instrucciones
necesarias.
El Coronel Fitzhubert se quedó de pie en el vestíbulo viendo cómo se
90
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
alejaba la calesa, hasta que esta desapareció entre las sombras. Luego apagó la
luz. Procedente de la habitación de Mike, que tenía la puerta abierta, llegaba
hasta él un brillo trémulo. En el exterior, una criada se había quitado los zapatos
y daba cabezadas en una silla. El Coronel se sirvió una última copa, y entró en
su estudio para llevar a cabo el mismo ritual que repetía todas las noches,
consistente en cambiar la fecha del calendario de su escritorio. Sábado, 21 de
febrero. ¡Santo Dios! ¡Si ya era domingo por la mañana! Domingo, 22 de febrero.
Habían pasado exactamente ocho días desde aquel feo asunto de Hanging
Rock.
En cuanto Albert terminó de atender a los caballos, se lanzó con la ropa
puesta sobre su cama sin hacer y se quedó dormido al instante. Parecía que
acababa de apoyar la cabeza sobre la almohada cuando se dio cuenta de que
estaba completamente despierto, contemplando el pequeño cuadrado de luz
grisácea que formaba la ventana, y recordando los acontecimientos del día
anterior. Ya no estaba tan confuso a causa del agotamiento físico como lo había
estado por la noche, y ahora todo parecía ordenarse en su cabeza, como si cada
pieza encajara en el complejo entramado de un rompecabezas. Solo faltaba una
de las piezas clave. ¿Cuál era? ¿Y dónde encajaba exactamente? Lo mejor sería
empezar por el principio, cuando encontró a Mike desplomado sobre el montón
de hierba por la mañana. ¿Hasta dónde habría llegado antes de caerse y
lastimarse el tobillo? ¿Habría regresado al pequeño laurel para seguir
avanzando desde allí? ¡Esas estúpidas marcas de papel...! Un minuto después,
Albert estaba en pie y se ajustaba las botas.
Las aves dormían aún en los castaños. Cruzó el césped todavía cargado de
rocío, y se deslizó en silencio hacia el interior de la casa cerrada con llave,
utilizando para ello la puerta lateral. La criada roncaba suavemente en el
exterior de la habitación de Michael, y desde la habitación de los Fitzhubert,
situada al otro lado, le llegaba el rítmico resoplido conjunto del profundo sueño
del Coronel y su mujer. Mike estaba acostado de espaldas, sedado, y emitía
débiles gemidos. Sus pantalones de montar, rasgados y sucios, colgaban en el
respaldo de una silla situada a los pies de la cama. Albert encendió una cerilla y
metió con mucho cuidado una mano en uno de los bolsillos. ¡Gracias a Dios, el
cuaderno de piel estaba todavía allí! Se lo llevó a la ventana y, a la enfermiza
luz de la noche, comenzó a descifrar lentamente cada anotación, página por
página. Parecía comenzar en marzo del año anterior. La primera entrada hacía
referencia a una cita en una dirección de Cambridge. A continuación venía una
cura para el moquillo, que había copiado del Country Life. «Recordar: Raqueta
de tenis...» Y por fin, al lado de una página en la que se leía únicamente
«Vermicida», encontró lo que estaba buscando. Era un garabato escrito a lápiz
con mayúsculas torcidas:
91
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
APRISA ENCONTR
92
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
93
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
lentitud exasperante, incluso con la ayuda de Albert, que, blanco como la leche
y farfullando cosas ininteligibles acerca de un cuerpo, había bajado a toda
velocidad en su busca. Ahora lo arrastraba a través de la maleza y de las
terribles piedras. Cuando llegaron a las rocas colgantes, vieron cómo Jim reunía
laboriosamente todas sus notas y mediciones.
—Me parece que hemos llegado demasiado tarde, doctor. Una pena.
—Por Dios, cierra el pico —gruñó Albert.
Habría dado una libra por poder adentrarse en la maleza y vomitar. La
pequeña chica morena de los rizos estaba allí tendida, boca abajo, sobre un
saliente desnivelado, justo al lado de la menor de las dos grandes rocas en
equilibrio. Tenía un brazo echado sobre la cabeza, como una niña que se
hubiera quedado dormida a lo largo de una calurosa tarde de verano. Por
encima del corpiño de muselina, que estaba manchado de sangre, sobrevolaban
enjambres de diminutas moscas, y sus tan famosos rizos estaban llenos de
sangre y de polvo.
—Será un milagro que todavía esté viva —dijo el doctor mientras se
arrodillaba junto al cuerpo y ponía sus firmes y experimentados dedos sobre la
flácida muñeca—. ¡Dios mío! Hay pulso... ¡Está viva! Es débil... Pero inequívoco.
—Se puso en pie de nuevo, muy rígido, y exclamó—: Crundall, baja a buscar la
camilla y que Jim se quede aquí conmigo y termine de tomar sus notas. Yo me
ocuparé de prepararla para el traslado... ¿Estás seguro de que no las has tocado
ni has cambiado nada de sitio, Jim?
—No, señor. El agente Bumpher es muy mirado con eso de tocar un
cadáver.
El doctor Cooling dijo severamente:
—No es un cadáver, muchacho. Esta muchacha está viva. Respira, gracias a
Dios. Será mejor que termines de revisar tus notas antes de que empecemos a
movernos.
No había indicios de lucha ni de violencia. La chica, por lo que el médico
pudo comprobar a simple vista, sin haber realizado un examen minucioso,
parecía ilesa. Y, lo que era más extraño aún, estaba descalza pero tenía los pies
perfectamente limpios, sin arañazos ni golpes. Más tarde se sabría que la última
vez que vieron a Irma en el área de picnic llevaba unas medias caladas de color
blanco y unos zapatos negros de lazo. Jamás recuperarían esas prendas de
vestir.
Jim Grant se quedó en la comisaría de Woodend para informar de lo
sucedido a Bumpher en cuanto este regresara. A última hora de la tarde del
domingo, Albert y el doctor Cooling llevaron a la niña, todavía inconsciente,
hasta la casa del jardinero, a las puertas de Lake View, y la instalaron en la
mejor habitación. La señora Cutler, esposa del jardinero, se ocuparía de ella.
Allí tendida, con los ojos cerrados, en la inmensa cama de matrimonio, bajo una
colcha de retazos y vestida con el largo camisón de percal de la señora Cutler
que olía a lavanda y a jabón de cocina, era, como la señora Cutler le comentaría
94
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
más tarde a su marido, «igual que una muñequita». Las delicadas enaguas y la
camisola de batista («¡Pobrecilla! Todo con sus adornos de encaje auténtico»)
estaban tan rotas y tan llenas de polvo que a la buena mujer se le ocurrió
echarlas al fuego el lunes por la mañana, debajo de la tetera de cobre. Para
sorpresa de la señora Cutler, habían llevado a la chiquilla tal y como la
encontraron en la Roca, es decir, sin su corsé. Siendo como era una mujer
pudorosa, que consideraba que una dama no debía pronunciar jamás la palabra
corsé en presencia de un caballero, no hizo mención alguna acerca de aquel
detalle, y nunca se lo comentó al médico, quien, a su vez, simplemente asumió
que la niña había sido lo bastante sensata como para ir al picnic de la escuela sin
aquella prenda de vestir tan tonta, responsable, en su opinión, de mil dolencias
femeninas. De esta manera, jamás se siguió la valiosa pista del corsé extraviado
ni se comunicó jamás a la policía su pérdida. Tampoco las alumnas del colegio
Appleyard supieron nada, cuando algunas de ellas sí que habían visto a Irma
Leopold, famosa por su exigente gusto en materia de vestidos, llevar durante la
mañana del sábado, catorce de febrero, un alargado corsé francés con varillas,
no demasiado rígido, y de satén.
El cuerpo estaba intacto y virginal. Después de un cuidadoso examen, el
doctor Cooling dictaminó que la chica estaba conmocionada y que mostraba
síntomas de congelación. No se le había roto ningún hueso, y solo presentaba
algunos cortes y contusiones de poca importancia en la cara y en las manos.
Además, tenía las uñas rotas o desgarradas. Debía considerarse la posibilidad
de que tuviera una conmoción cerebral, compatible con los golpes que se había
dado en ciertas zonas de la cabeza. Nada serio, pero al doctor le gustaría contar
con la opinión de otro especialista.
—¡Bueno! ¡Gracias a Dios! —dijo el Coronel Fitzhubert, que había estado en
ascuas mientras esperaba en el estrecho pasillo delantero—. En lo que a mi
esposa y a mí respecta, la señorita Leopold puede quedarse aquí hasta que se
recupere y puedan trasladarla. La señora Cutler es una enfermera de primera.
Al atardecer, cuando el doctor McKenzie bajó, de camino a casa, a visitar a
Michael, se acercó a la vivienda del jardinero para hacerle una consulta al
doctor Cooling, que ya se estaba marchando.
—Estoy de acuerdo con usted, Cooling —dijo el anciano—. Se trata de un
milagro. Según los preceptos de cualquier libro de texto, la paciente debería
haber muerto hace mucho.
—Daría una mano por saber qué fue lo que sucedió ahí arriba, en la Roca —
dijo Cooling.
—¿Y dónde diantre estarán las otras dos niñas? ¿Y la institutriz?
El doctor McKenzie se haría cargo de la paciente, y seguiría vigilando a
Michael Fitzhubert, cuya enfermera estaría disponible para cualquier servicio
extra que pudiera surgir.
—Lo que no sucederá en ningún caso —sonrió el doctor McKenzie—.
Conozco a su señora Cutler, Coronel. Hará este trabajo con los ojos cerrados. Y,
95
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
96
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
97
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Albert estaba por fin a su lado. Olía a cigarrillos Capstan y a heno fresco. Se
había sentado en la silla que estaba junto a la cama, pero no dejaba de moverse.
Parecía un potro inquieto que fuera a darse la vuelta en cualquier momento
para salir corriendo, desbocado. Nunca antes había estado oficialmente de visita
en la habitación de un enfermo, y no tenía ni idea de cómo iniciar una
conversación con un rostro sin cuerpo, que parecía haber sido seccionado a la
altura de la barbilla por una sábana férreamente doblada.
—Esa maldita enfermera tuya... Salió corriendo como alma que lleva el
diablo en cuanto me vio llegar.
Aquella era una manera tan buena como cualquier otra para empezar. Mike
incluso sonrió débilmente. Entre ellos volvió a fluir la marea de la amistad.
—Mucho mejor para ti.
—¿Te importa si fumo?
—Adelante. De todos modos, no van a permitir que te quedes mucho
tiempo.
El viejo y agradable silencio se acomodó entre ellos como un gato frente a la
chimenea, y en seguida se sintieron en paz.
—Mira —dijo Mike—, hay muchas cosas que necesito saber. Hasta anoche
mi cabeza estaba hecha un lío y no podía pensar con claridad, pero luego vino
mi tía y se puso a hablar con la enfermera. Creo que pensaron que estaba
dormido... De repente todo empezó a cobrar sentido. Al parecer, regresé a
Hanging Rock por mi cuenta, sin decírselo a nadie más que a ti. ¿Es eso cierto?
—Lo es. Para buscar a las chicas... Tómatelo con calma, Mike. Todavía no
tienes muy buena pinta.
—He encontrado a una de ellas, ¿verdad?
—Eso es —dijo Albert de nuevo—. La encontraste y está aquí, en la casa del
jardinero. Vivita y coleando.
—¿Cuál de ellas? —preguntó Michael en una voz tan baja que Albert
apenas pudo oírle.
Él mismo no era capaz de quitarse de la cabeza su preciosa cara, que seguía
siendo preciosa incluso en la camilla, cuando la bajaron de la Roca.
—Irma Leopold. La pequeñita y morena. La de los rizos. —La habitación
estaba sumida en un silencio absoluto y Albert podía oír la fatigada respiración
de Mike, que yacía con el rostro vuelto hacia la pared—. Así que no tienes que
preocuparte de nada —dijo Albert—. Tú solo date prisa en recuperarte. .. ¡Joder!
¡Se ha desmayado! ¿Dónde se ha metido esa maldita enfermera...?
Ya habían pasado los diez minutos y ella estaba allí, junto a la cama,
haciendo algo con una botella y una cuchara. Albert salió de la habitación por la
puerta ventana, y se dirigió a los establos con el corazón apesadumbrado.
98
9
abrazo.
—Alors, mes enfants. No es momento para lágrimas.
Y sentía cómo las suyas, no derramadas y largamente retenidas, le
asomaban a los ojos. En la cocina, Minnie y la cocinera lo celebraron con un
vaso de cerveza negra, mientras que, al otro lado de la puerta cubierta con una
cortina de paño, Dora Lumley se ponía su pobre encaje en la garganta, como si
también a ella la hubieran rescatado de la Roca. Tom y el señor Whitehead,
después de unos momentos de júbilo en el cobertizo, pasaron casi de inmediato
al tema del asesinato en general hasta que la conversación recaló en Jack el
Destripador, tras lo que el jardinero llegó a la sombría conclusión de que quizá
fuera mejor que regresara a su trabajo y se pusiera a adecentar el césped. Al
mediodía, la inevitable reacción de alivio y entusiasmo que se había producido
por la mañana se había extendido como la pólvora por todo el colegio. Las
clases de la tarde se convirtieron en una serie imparable de susurros y
murmullos. En la sala de las maestras, en cambio, apenas se tocó el tema del
hallazgo de Irma, como si todas hubieran coincidido en que ese era el único
modo en que quedarían intactos los finos velos con que la fantasía cubría la fea
realidad. Solo la directora, tras las puertas cerradas de su estudio, se permitió
llevar a cabo un frío análisis de este nuevo giro de los acontecimientos. Con el
descubrimiento de una sola de las cuatro personas desaparecidas, la situación,
en lo que se refería al colegio, era mucho peor que al principio.
Por lo general, las personas de carácter fuerte y con autoridad suelen
enfrentarse sin grandes dificultades a los retos que se basan en hechos
auténticos. Los hechos, por muy vergonzosos que sean, pueden manejarse con
otros hechos. En cambio, los problemas relacionados con el estado de ánimo y
con el ambiente, esos que la prensa engloba bajo el término de «situación»,
resultan infinitamente más siniestros. No se puede registrar una «situación»
para realizar futuras consultas, ni se puede extraer de un archivador la
respuesta adecuada para ella. Un «ambiente» se puede generar de la noche a la
mañana a partir de la nada, o a partir de cualquier cosa, en cualquier lugar en
que haya un número de seres humanos congregados en condiciones poco
normales: en la corte de Versalles, en la prisión de Pentridge 12 o incluso en un
selecto colegio para señoritas, en el que el miasma de los miedos ocultos se iba
haciendo cada vez más grande y más oscuro.
La directora se despertó a la mañana siguiente de un sueño intranquilo.
Podía notar una presión enorme en la cabeza, ya bastante pesada de por sí
debido a la gran variedad de alfileres de acero que empleaba para darle forma a
12
Con la fiebre del oro se produjo en Australia un significativo incremento de la
delincuencia, lo que haría que se construyeran nuevos establecimientos penitenciarios. Uno de
ellos se abrió en Pentridge (antiguo nombre de la actual Coburg, Victoria) que, en diciembre de
1850, recibiría sus primeros dieciséis prisioneros procedentes de la masificada prisión de
Melbourne. Al principio, sus niveles de seguridad eran muy precarios, y los prisioneros debían
trabajar, comer y dormir encadenados.
100
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
de Londres.
101
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
102
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
103
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
eran incalculables y muy peligrosas. Recordó que hacía solo unas semanas le
había dicho a la mujer del obispo:
—Irma Leopold es una niña tan encantadora... Creo que valdrá medio
millón cuando cumpla los veintiuno. Como ya sabrá, su madre era una
Rothschild.
Dos ingentes facturas de la carnicería y de la tienda de ultramarinos
completaban el recuento de penalidades que le tenía reservado el día.
A pesar de lo tarde que era, se sintió obligada a sacar el libro de
contabilidad del colegio. Aún quedaban pendientes de pago las cuotas de varias
alumnas. Aunque el sentido común le indicaba que, dadas las circunstancias,
difícilmente podía esperar un pago inmediato por parte de los padres de
Miranda o del tutor legal de Marion Quade como adelanto de las tasas del
próximo trimestre, lo cierto era que había confiado en recibir el cheque del
señor Leopold, con los numerosos extras —baile, dibujo, funciones de tarde en
Melbourne cada mes—, que solía proporcionar un razonable beneficio para las
arcas del colegio. Había otro nombre escrito en la página cuyos renglones
habían sido tan cuidadosamente trazados: Sara Waybourne. El esquivo tutor de
Sara llevaba varios meses sin presentarse en su estudio para escenificar la que
era su técnica habitual de pago, consistente en sacar de su billetera la cantidad
exacta en efectivo. En el momento actual, todas las actividades
complementarias que Sara había realizado durante el trimestre estaban sin
pagar. El señor Cosgrove, que siempre iba vestido con ropa muy cara, y que
dejaba tras de sí en el estudio el penetrante olor de su agua de Colonia y de su
tafilete, no tenía excusa para semejante retraso.
En ese momento, la sola imagen de la niña Sara, encogida sobre un libro en
el jardín, bastaba para que una oleada de ira ascendiese por la nuca de la
directora, bajo el rígido cuello de encaje de su camisa. La pequeña y afilada cara
simbolizaba, de alguna manera, la enfermedad sin nombre que en mayor o
menor medida habían empezado a sufrir todas las alumnas del colegio. De
haber tenido un débil rostro redondo e infantil, tal vez podría haber provocado
cierta compasión en el ánimo de la directora, en vez de un rencor tan agudo
hacia esa alumna enclenque y pálida que, en su opinión, poseía una fuerza
secreta, una voluntad tan férrea como la suya. Algunas veces, cuando la
directora descendía del Olimpo para dar una clase sobre las Escrituras, y
distinguía al fondo del aula la cabeza inclinada de Sara, notaba cómo el amargo
sabor de una furia inconfesable la asfixiaba durante unos instantes,
impidiéndole hablar. No obstante, aquella condenada niña seguía pareciendo
dócil por fuera, amable y diligente. Únicamente esos ojos tan absurdamente
grandes dejaban traslucir el secreto dolor que albergaba en su interior. Hacía
mucho que habían dado las doce de la noche. Se levantó, volvió a poner el libro
de contabilidad en su cajón y subió pesadamente las escaleras.
A la mañana siguiente, cuando Sara Waybourne preparaba sus materiales
de dibujo para la clase de arte de la señora Valange, le dijeron que la directora
104
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
105
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
camisón de franela para evitar que el pico de la nariz pudiera astillarse con el
traqueteo del tren de Melbourne; un pie de yeso para las más jóvenes; un rollo
de papel Michalet; y para ella un par de cómodas zapatillas con pompones de
lana, y una botella de coñac. (El gusto por el brandy francés, si es que alguna
vez salía a relucir este asunto en su conversación, era en el único tema en que la
señora Appleyard y la señora Valange podían ponerse de acuerdo.)
—Bueno, Tom —arrancó la locuaz y siempre agradable profesora de Arte
mientras giraban hacia la carretera bajo la sombra de los eucaliptos—. ¿Cómo
está tu novia?
—A decir verdad, señora, yo y Minnie vamos a darle la noticia a la
directora a la vez, durante la Pascua. Iremos a decírselo juntos. No queremos
seguir por aquí, ya sabe a lo que me refiero.
—Ya lo sé, Tom, y lo lamento mucho. No puedes ni imaginar la de cosas
horribles que dice la gente en la ciudad sobre todo lo que ha pasado, aunque yo
le diga a todo el mundo que es mejor olvidar.
—Ahí tiene usted razón, señora —reconoció Tom—. De todos modos,
Minnie y yo nos acordaremos de la señorita Miranda y de las otras pobres
criaturas hasta el día en que nos muramos.
Cuando el coche giró al llegar a las puertas del colegio, la señora Valange
vio a su alumna favorita, Sara Waybourne, de pie en la zona de césped, así que
agitó su paraguas con brío.
—Buenos días, Sara. No, gracias, Tom, prefiero llevar el bolso yo misma...
Ven aquí, hija. Te he traído una preciosa caja de colores pastel, toda una
novedad en Melbourne. Me temo que son bastante caros, pero podemos
anotarlo en tu cuenta... ¿Qué te ocurre? Te veo muy triste esta mañana.
Cuando la señora Valange oyó las deprimentes noticias que Sara tenía que
darle, reaccionó de la forma que le era más característica:
—¿No seguir con tus clases de Arte? ¡Qué tontería! Tus cuotas no me
interesan lo más mínimo. Eres la única alumna que tiene una pizca de talento.
Voy a hablar directamente con la señora Appleyard. Tenemos diez minutos
antes de que comience la clase.
Resulta innecesario elaborar un detallado informe de la entrevista que tuvo
lugar a continuación, tras la puerta cerrada del estudio. Por primera y última
vez las dos damas se enfrentaron cara a cara sin los guantes puestos. Después
de que ambas partes respetaran someramente la obligada etiqueta, se inició la
batalla: la pequeña y afectuosa señora Valange lanzó el primer ataque a base de
una serie de aparatosas acusaciones que ella enfatizaba con el peligroso ir y
venir de su paraguas; la señora Appleyard, por su parte, se deshizo de la calma
habitual que solía exhibir en público, y pareció hacerse aún más inmensa y más
morada. Por fin se escuchó cómo la puerta del estudio se cerraba de golpe, y
cómo la profesora de Arte, vencedora moral pero perdedora en lo que a la
estrategia profesional se refiere, llegaba al pasillo con la respiración agitada.
Hicieron venir a Tom, y la señora Valange se subió al coche, aferrada a su
106
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
107
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
108
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
109
10
111
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
jardín, pero aun así fluctuaba por las paredes encaladas de la pequeña y sencilla
habitación, y por la cama de matrimonio que, con su colcha de retazos, parecía
flotar en el interior de una cueva bajo el mar. El suave aire del verano resultaba
acariciador y curativo como el agua. Lloraron un poco, se dieron un largo y
tierno abrazo, y, después de los primeros y vehementes saludos, se
abandonaron al silencioso lujo de poder compartir su pesar. Había tanto que
decir y, sin embargo, tan poco que pudieran contarse en ese instante o en el
futuro. La sombra de la Roca se extendía con un peso casi físico sobre sus
corazones. Aquello quedaba más allá de las palabras, casi más allá de la
emoción. Mademoiselle fue la primera en volver a la apacible realidad de la
tarde de verano, a la paz que en ese momento reinaba en el jardín, y se encargó
de subir las persianas, que hicieron un sonido tranquilizador. El olmo silvestre
situado al lado de la ventana bullía bajo el comadreo de las palomas.
—Deja que te mire, chérie. —La pálida carita enmarcada por el abanico de
rizos que Irma se había recogido sin mucho empeño con una cinta escarlata
estaba casi tan blanca como las almohadas de percal de la señora Cutler—.
Demasiado pálida, pero preciosa... ¿Te acuerdas de cómo te regañaba por
frotarte los labios con los pétalos de las flores de geranio? ¡Pero deja que te
cuente! ¡Tengo noticias maravillosas!
En la mano extendida de Dianne brillaba un antiguo anillo francés con
todos los colores del arco iris multiplicados por un millón. Los hoyuelos
surgieron en las mejillas de Irma como una estrella al anochecer.
—¡Querida Mademoiselle! ¡Estoy tan contenta! ¡Su Louis es un hombre
encantador!
—Tiens... ¿Ya lo habías intuido, lo de mi secreto?
—No lo intuía, querida Dianne. Lo sabía. Miranda solía decir que yo intuía
las cosas con la cabeza y las sabía con el corazón.
—Miranda... —suspiró la institutriz—. Con solo dieciocho años y toda esa
sabiduría...
Las dos se quedaron en silencio de nuevo, mientras Miranda flotaba hacia
ellas sobre el césped, mostrando el brillo de su cabello. La señora Cutler, que se
había quedado prendada al instante de la elegante dama francesa, apareció en
la habitación con una bandeja de fresas con nata.
—¡Querida señora Cutler! ¿Qué habría hecho yo sin ella? Y los Fitzhubert...
¡Qué amable es todo el mundo!
—¿Y el apuesto sobrino? —quiso saber Mademoiselle—. ¿También es
amable? En los periódicos le sacan un maravilloso perfil.
Irma no tenía nada que decir del sobrino. Solo sabía que estaba demasiado
débil para salir de su habitación.
—Olvida, Dianne, que solo vi una vez a Michael Fitzhubert, a lo lejos, el día
del picnic.
—Una mujer puede apreciar todo lo que necesita saber sobre un joven en el
breve instante que dura el parpadeo de un ojo —comentó Mademoiselle—.
112
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Tiens! La primera vez que vi a mi Louis, él estaba de espaldas, y aun así me dije:
«Dianne, ese hombre es tuyo».
Mientras esto sucedía, Mike descansaba en el césped, en una tumbona, con
las piernas tapadas con la manta de viaje de su tía. Más allá de la pendiente de
césped, se abría el lago salpicado de los cálices abiertos de los nenúfares, que
brillaban como el peltre bruñido al reflejar la luz de la tarde. Y también desde
allí le llegaban los vigorosos gritos que daban Albert y el señor Cutler mientras
intentaban apartar, a través de los grupos de nenúfares, las algas que se habían
enredado en la balsa. En el cielo azul claro, que él siempre asociaría con ese
verano en el Macedon, había pequeñas nubes blancas, como de algodón, que
avanzaban a través de las oscuras puntas de la plantación de pinos que había en
la cima de la montaña. Por primera vez desde que comenzara su enfermedad,
advertía leves indicios del encanto que se extendía a su alrededor.
—¡Ah! ¡Estás ahí, Michael! ¡Por fin al aire libre! —La señora Fitzhubert
apareció en el porche cargada con su sombrilla, unos cojines y su costura—.
Mañana tendrás una visita que te alegrará. ¿Te acuerdas de la señorita Angela
Sprack, de la residencia del Gobernador?
Su sobrino no mostró ningún entusiasmo ante la perspectiva de un tête-à-
tête con la joven Sprack, de quien no recordaba nada excepto las piernas con
forma de bolo y un rostro de color rosa y blanco, que le trajo a la cabeza la
sonrisa tonta de un retrato de Reynolds que tenían en el comedor de
Haddingham Hall.
—No entiendo por qué eres tan crítico con la pobre Angela.
—No pretendo ser crítico con ella. Es solo culpa mía que la señorita Sprack
me parezca... ¿cómo decirlo? Demasiado inglesa.
—¿Qué es esa tontería de ser demasiado inglesa? —preguntó el Coronel,
que salía de los arbustos con los spaniels—. ¿Cómo diablos puede ser una
persona demasiado inglesa?
Mike se sintió incapaz de sostener una conversación de alcance
internacional. Al día siguiente, por la tarde, llegó la visita procedente de la
residencia del Gobernador, y él, de alguna manera, fue capaz de pasar la
prueba.
La joven Sprack era justo lo que Mike esperaba. La clase de chica con la que
su madre le habría rogado que bailara el vals durante la celebración de la fiesta
del condado.
—Maldita sea, Angie —se quejó el Comandante mientras regresaban por el
paseo en el coche del Gobernador—. Eres una pánfila redomada. ¿No te das
cuenta de que ese joven es uno de los mejores partidos de toda Inglaterra? De
una de las mejores familias. Cualquier día se hace con el título... Y con un
montón de dinero.
—No puedo hacer nada si él no quiere hablar conmigo —resopló la pobre
infeliz—. Esta tarde has podido comprobarlo por ti mismo. Estoy segura de que
no le gusto.
113
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Mike se sentía más fuerte cada día y, cuando caminaba, más seguro de que
sus piernas seguirían la dirección que él había elegido.
—Yo creo —dijo su tía— que Michael debería al menos hacerle una visita
de cortesía a la señorita Leopold. Después de todo, Michael, le salvaste la vida.
Es simplemente una cuestión de buenos modales.
—Una chica condenadamente guapa —dijo el Coronel—. ¡A tu edad,
muchacho, yo habría llamado a su puerta hace mucho tiempo con una botella
de champán y un ramo de flores!
Mike sabía que tenían razón con lo de la visita. No podía seguir
aplazándolo, así que le pidieron a Albert que llevara una nota en la que se le
proponía la tarde del día siguiente, a la que la señorita Leopold respondió con
una letra enérgica de trazos grandes y desgarbados, en el mejor papel de cartas
de color rosa de la señora Cutler, que estaría encantada de verle y que esperaba
que llegara para tomar el té.
Una cosa es tomar una decisión tranquila y razonable al anochecer, y otra
muy distinta tener que cumplirla a plena luz del día. Michael llegó a la casa del
jardinero arrastrando los pies. ¿De qué diablos iba a hablar con esa chica? No la
114
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
115
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
sabes.
—Pero Michael, si yo no sé nada... El doctor McKenzie no me deja siquiera
leer los periódicos. ¿Quién es Albert?
Michael inició entonces una descripción pormenorizada del rescate en la
Roca, en la que Albert era el héroe, el cerebro. Concluyó con las palabras:
—Es el cochero de mi tío. ¡Un tipo increíble!
—¿Cuándo puedo reunirme con él? Debe de estar pensando que soy un
monstruo de ingratitud.
Michael se echó a reír:
—¿Albert? No. —Albert era tan modesto, tan valiente, tan inteligente...—.
¡Vaya! Tienes que hablar con él.
Irma, sin embargo, solo podía pensar en el rostro del joven que tenía
delante, tan exaltado y tan encantadoramente serio al alabar a su amigo. Estaba
empezando a cansarse un poco de aquel desconocido Albert, cuando la señora
Cutler salió de la casa con la bandeja del té, y la conversación derivó hacia el
pastel de chocolate.
—Cuando tenía seis años —dijo Michael—, me comí de una sentada toda la
tarta del cumpleaños de mi hermana pequeña.
—¿Ha oído eso, señora Cutler? Será mejor que me dé un pedazo antes de
que el señor Michael se la zampe entera.
Unas buenas risas, eso es lo que necesitaban las pobres criaturas...
Esa misma noche, en cuanto pudo escaparse de la mesa de su tía al
terminar de cenar, Michael se fue a los establos con un farol de queroseno y dos
botellas de cerveza fría. El cochero estaba desnudo en la cama. Leía los
pronósticos para las carreras en el Hawklet a la luz de una vela, cuya vacilante
llama arrojaba vetas de claridad sobre su poderoso pecho salpicado de
mechones de grueso pelo negro. Los dragones y las sirenas se retorcieron y se
contorsionaron cuando el musculoso brazo de Albert se movió para mostrarle el
lugar en que podía encontrar una mecedora rota que estaba justo debajo de la
pequeña ventana.
—Hace un calor asqueroso aquí dentro, incluso después de que haya
anochecido, pero ya estoy acostumbrado. Quítate la chaqueta... Hay un par de
tazas en ese estante. —Llenaron las tazas que, al segundo, se convirtieron en
improvisadas piscinas para todo tipo de insectos atraídos por el brillo de la vela
—. Es estupendo volver a verte otra vez de pie, Mike. —El conocido y cómodo
silencio se estableció entre ellos de nuevo, hasta que Albert decidió romperlo—:
Te he visto hoy, sentado en el césped con la señorita como-se-llame.
—¡Diantre! ¡Casi se me olvida! Quiere que mañana la lleve de paseo en la
balsa.
—La ataré justo delante del cobertizo, y te dejaré la pértiga en la mesa. Ten
cuidado con las raíces de los nenúfares en las zonas poco profundas.
—Tendré cuidado. No quiero que la pobre chica tenga que caminar por el
barro.
116
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Albert sonrió:
—En cambio, si se tratara de la señorita Piernas de Botella, un buen
chapuzón no le vendría nada mal. Esas, Mike, las calladas, son las peores... —Le
hizo un guiño y bebió un trago de cerveza.
—Por cierto —dijo Mike riéndose—, Irma Leopold tiene muchas ganas de
conocerte.
—Claro, claro... ¡Qué bien sienta la cerveza fría!
—No tenía ni idea de quién la había encontrado en la Roca, hasta que hoy
le hablé de ti. ¿Qué te parece si bajas mañana por la tarde al cobertizo de los
botes?
—¡Ni muerto!
Y después de otro trago, comenzó a silbar Two Little Girls in Blue15 En
cuanto se detuvo para tomar aire, Mike le dijo:
—Bueno, ¿y qué día puedes? —Pero Albert, después de bajar a un tono más
apropiado, comenzó de nuevo desde el principio, haciendo todo tipo de
exasperantes florituras que él mismo se inventaba. Cuando por fin lo dejó,
medio ahogado, Mike volvió a preguntar—: ¿Y bien? ¿Qué día?
—Nunca. Para eso no cuentes conmigo, Mike.
—Entonces, ¿qué diablos le digo yo a la chica?
—Eso es asunto tuyo.
Comenzó a silbar de nuevo, y Mike, enfadado de verdad, dejó su cerveza
sin terminar, abrió la trampilla que había en el suelo, y descendió por la escalera
hacia la completa oscuridad del almacén que había justo debajo. ¡Maldito
Albert! ¿Qué bicho le había picado ahora?
Al día siguiente, Irma estaba esperando a Mike en el rústico asiento del
cobertizo, cuando oyó el chirrido de unas ruedas sobre la gravilla y, al alzar la
mirada, vio a un joven ancho de espaldas que llevaba una camisa azul muy
desteñida y que empujaba una carretilla por el sendero que bordeaba el lago. Se
movía tan rápido que cuando ella se levantó para llamarle desde la puerta del
cobertizo, él ya estaba camino de los arbustos y no podía escuchar su voz. O tal
vez sí. Le llamó de nuevo, esta vez tan fuerte que el chico se detuvo, dio media
vuelta y volvió lentamente sobre sus pasos. Por fin le tenía delante. Lo bastante
cerca como para poder contemplar su cuadrado rostro de campesino, de color
rojo teja, y sus profundos ojos, que, bajo una mata de pelo revuelto, parecían
observar fijamente algo que para él debía de resultar muy interesante aunque
fuera invisible para el resto del mundo.
—¿Me llamaba usted, señorita?
—¡A gritos, Albert! Porque eres Albert Crundall, ¿verdad?
—Ese soy yo —dijo él sin mirarla.
—Sabes quién soy, ¿no?
—Sí —dijo—. Sé perfectamente quién es usted. ¿Es que quería verme por
algo? —Los brazos de Albert, tostados por el sol, seguían extendidos hacia la
15
Canción del año 1893, escrita por el compositor Charles Graham.
117
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
118
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
la hierba moteada.
—Ya he conocido a tu Albert.
El honrado rostro de Mike se iluminó, como sucedía siempre que se
nombraba a Albert en su presencia.
—¿Y bien? ¿No tenía yo razón?
¡Querido Michael! Irma alzó un pie en dirección a la balsa, que les estaba
esperando, maravillada ante la sola idea de que aquel desgarbado joven de la
cara roja pudiera despertar tanta adoración en alguien.
El tiempo se mantuvo cálido y soleado, y ellos salieron todos los días a
pasear por el plácido lago, desde el que se advertía el tintineo de caja de música
que producían los riachuelos que bajaban de la montaña. En su costoso retiro
verde, los Fitzhubert yacían sobre sus amplias sillas de mimbre, contemplando
cómo iba concluyendo la temporada. La brisa de ese verano sobre el jardín de
Lake View estaba siendo prodigiosamente suave. Podían oír los zumbidos de
las abejas sobre los arriates de alhelíes que había bajo la ventana del salón, y de
vez en cuando la leve risa de Irma, que se perdía en la distancia, sobre el lago.
Más allá de los robles y los castaños, uno de los coches de Hussey entraba
traqueteando por el empinado camino color chocolate, y asustaba a las palomas
que picoteaban por el césped. El pavo real blanco estaba dormido, y los dos
spaniels se pasaban todo el día tendidos a la sombra.
Michael e Irma exploraron juntos cada centímetro del jardín de rosas del
Coronel. El huerto. El campo de croquet, que se hallaba en un nivel de terreno
más bajo. Los arbustos, que formaban meandros que iban a dar siempre a
pequeños y deliciosos cenadores en los que podrían entretenerse durante horas
con todo tipo de juegos infantiles —el Halma o Serpientes y Escaleras—. 16 Allí
podrían sentarse en unas sillas de jardín de respaldo alto, hechas de hierro
fundido, que tenían forma de helechos. No necesitaban hablar todo el tiempo, lo
que a Mike le parecía perfecto. Cuando la señora Fitzhubert se cruzaba con ellos
por el puente rústico, y veía que iban cogidos de la mano, comenzaba a
suspirar.
—¡Parecen tan dichosos! ¡Son tan jóvenes! —Y le preguntaba a su marido—:
¿De qué hablarán durante todo el día?
A veces Irma se daba cuenta de que estaba charlando como solía hacer en el
colegio, tanto tiempo atrás, solo por el puro placer de lanzar palabras al
16
El Halma es un juego de mesa, inventado en 1883 o 1884, cuyo objetivo consiste en
trasladar todas las piezas desde el propio campo hasta el del contrario, situado en la esquina
opuesta. Se juega sobre un tablero cuadriculado, y las piezas son, o bien blancas y negras —
cuando hay dos jugadores—, o de diversos colores cuando los jugadores son cuatro. El
Serpientes y Escaleras, por su parte, es un juego de mesa en el que gana el jugador que llega a la
meta en primer lugar. Para ello ha de seguir lo que indican los dados, y pasar por una serie de
casillas (cien) en las que los dibujos dicen si se ha de subir o bajar. Inicialmente se trató de un
juego de carácter moral, ya que las escaleras partían de casillas que representaban la virtud (la
generosidad, la sabiduría...) y las serpientes, en cambio, de las que simbolizaban el pecado (la
desobediencia, la avaricia...). En Inglaterra empezó a popularizarse en el año 1892.
119
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
esplendor del día, igual que los niños disfrutan haciendo volar una cometa. No
era necesario que Mike respondiese, ni siquiera tenía que escuchar lo que ella
decía, siempre y cuando estuviera ahí, a su lado, apoyado en la barandilla con
el grueso mechón de pelo que le caía sobre un ojo cada vez que movía la cabeza,
y lanzando interminables guijarros hacia la boca abierta de la rana de piedra
que habían colocado cerca del lago.
Ahora, al anochecer, el agua se enfriaba rápidamente bajo las oblicuas
sombras, y unas cuantas hojas que empezaban a amarillear flotaban entre los
juncos.
—Querido Mike, no puedo soportar la idea de que el verano esté a punto
de terminar y no podamos dar más paseos por el lago.
—Menos mal —dijo Mike, mientras lograba, con la precisión de un experto,
que la balsa avanzara lentamente a través de los nenúfares. Luego sonrió—:
Esta cosa vieja parece cada vez más insegura.
—¡Oh, Mike...! Entonces se habrá acabado de verdad.
—Bueno... Ha sido muy divertido.
—Miranda solía decir que todo comienza y termina justo en el momento y
el lugar precisos...
Mike debía de estar apoyándose con demasiada fuerza en la pértiga. Irma
podía oír el borboteo del agua debajo de las ya casi podridas tablas de la base
de la balsa, mientras esta avanzaba torpemente, tambaleándose.
—Lo siento... ¿Te he salpicado? Estos malditos nenúfares. ..
En el embarcadero, los nenúfares ya se habían cerrado y se mantenían
ocultos bajo la penumbra del cielo. Un poco más allá, un cisne blanco se elevó
grácil de entre los juncos. Se quedaron unos instantes contemplando cómo se
alejaba, batiendo las alas, hasta desaparecer tras los sauces de la orilla opuesta.
Así era como Irma recordaría más tarde a Michael Fitzhubert. Él se reunía con
ella de repente en el Bois de Boulogne, o bajo los árboles de Hyde Park, con un
mechón de pelo rubio cayéndole sobre un ojo y con el rostro medio vuelto para
seguir el vuelo de un cisne.
La niebla de la montaña bajó esa noche desde el bosque de pinos, y se
quedó hasta bien entrada la mañana. Desde la ventana de Irma, en la casa del
jardinero, resultaba imposible ver el lago, y el señor Cutler se fue a revisar sus
invernaderos, presintiendo la llegada de un invierno temprano. En el almacén
Manassa, un cliente que había ido a comprar el periódico de la mañana,
preguntó con poco interés:
—¿Hay algo nuevo sobre el Misterio del Colegio?
No lo había. Al menos nada que en el porche de Manassa pudieran ni
remotamente calificar de auténtica noticia. En general, los habitantes de la zona
estaban de acuerdo en que los tejemanejes de la Roca habían terminado para
siempre, y que lo mejor sería olvidarse de todo.
Un último paseo en la balsa por el lago. La última vez que se cogieron de la
mano... Sigilosa, sin dejar constancia, la trama del picnic continuaba
120
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
121
11
cinco...»
El almuerzo en Lake View se servía a la una en punto. Como Mike le había
explicado a Irma que la falta de puntualidad por parte de una visita era
considerada un auténtico pecado mortal, ella se alisó la faja carmesí de su
vestido en el porche, y, dispuesta a ser puntual, echó un vistazo a su diminuto
reloj de diamantes. La niebla se había despejado por fin para dar paso a una
sofocante luz pajiza que hacía que la intrincada fachada de la casa pareciera
extrañamente irreal bajo su manto de parra virgen. No veía a Mike por ningún
lado, así que se dirigió hacia una puerta menos imponente, a la que se accedía
por una galería lateral. Tocó la campana, y una sirvienta llegó por un pasillo de
baldosas oscuras, en el que habían colocado la triste cabeza de un alce justo
encima de una miscelánea de sombreros, gorras, abrigos, raquetas de tenis,
paraguas, velos para las moscas, salacots para el sol y bastones. En el salón con
vistas al lago, hasta el aire parecía de color rosa. El denso aroma de las rosas La
France18 que estaban repartidas por toda la habitación en diversos jarrones de
plata hacía que casi no se pudiera respirar. La señora Fitzhubert se levantó de
un pequeño sofá de color rosa, en el que estaba sentada entre sus habituales
cojines de satén también rosa, para saludar a su invitada.
—Los hombres llegarán enseguida. Por cierto, aquí viene mi marido, cómo
no, entrando directamente en el pasillo con las botas llenas de arcilla del jardín
de rosas.
Irma, que había contemplado la puesta del sol en el Matterhorn, y el Taj
Mahal iluminado por la luz de la luna, afirmó con total sinceridad que el jardín
del Coronel Fitzhubert era lo más hermoso que había visto en su vida.
—Es casi imposible quitar la arcilla de un buen pasillero —dijo la señora
Fitzhubert—. Ya lo verás cuando tengas uno, querida.
La niña era sin duda una belleza, y lucía su vestido —que parecía sencillo,
pero no lo era— con mucha elegancia. Seguramente, su sombrero de paja con
cintas color carmesí venía de París.
—Mi mamá tuvo dos. El primero lo trajo de Francia.
—¿De Aubusson?19 —preguntó la señora Fitzhubert.
¡Oh, cielos! ¿Por qué no llegaría Mike?
—No hablo de alfombras, sino de maridos...
A la señora Fitzhubert no le hizo gracia.
—En la India, el Coronel solía decirme que, después de los diamantes, la
inversión más segura es una buena alfombra.
—Mamá siempre dice que se puede saber qué es lo que le gusta a un
18
El francés Jean-Baptiste Guillot (1827-1893) presentó en el año 1867, en la Société
Lyonnaise d'Horticulture, el primer ejemplar de «La France». De color rosa pálido y muy
fragante, inició la era moderna de las rosas, ya que se la considera el primer híbrido de té.
19
Pequeña ciudad francesa situada en el departamento de Creuse, en la región de
Limousin, conocida como «la capital de los tapices». Sus tejidos fueron muy apreciados por los
miembros de la realeza, que adquirían sobre todo alfombras y manteles.
123
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
124
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Familia Real, del envasado de la fruta —para Irma el más aburrido de los
misterios—, y, como último recurso, de música. La hermana menor de la señora
Fitzhubert tocaba el piano, e Irma la guitarra.
—¡Con sus cintas de colores! ¡Esas preciosas canciones de los gitanos!
Cuando sirvieron el café, el anfitrión encendió un cigarro y dejó a las
señoras en el sofá rosa, más allá de la mesa tallada de la India. Irma podía ver,
al otro lado de las cristaleras, el sombrío lago bajo un cielo plomizo. Cada vez
hacía un calor más desagradable en el salón, y el rostro de la señora Fitzhubert,
con sus pequeñas arrugas, iba y venía hacia ella en medio de aquel ambiente de
color rosa, como la cara del gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas.
¿Por qué? ¿Por qué no había bajado Mike a almorzar con ella? Ahora la señora
Fitzhubert le estaba preguntando si la señora Cutler era buena cocinera.
—¡La querida señora Cutler! ¡Cocina como un ángel! Me ha dado la receta
de su delicioso pastel de chocolate.
—Recuerdo el día en que me enseñaron a hacer la mayonesa en el colegio.
Gota a gota, con una cuchara de madera...
Irma estaba descendiendo en ese momento del bosque de pinos por el que
vagaba un incorpóreo Mike a través de la niebla. El salón le daba vueltas.
Por fin, el reloj de la repisa de la chimenea anunció que era una hora
razonable para marcharse, e Irma se levantó.
—Pareces un poco cansada, querida —dijo la señora Fitzhubert—. Tienes
que beber mucha leche.
La chica tenía buenos modales y era bastante elegante para sus diecisiete
años. Michael tenía veinte, con lo que todo era perfecto. Acompañó a su
invitada hasta la puerta de entrada —lo que era una muestra infalible de
aprobación social— y dijo que esperaba (sería demasiado complicado exponer
aquí sus razones) que Irma fuera a visitarles a Toorak.
—No sé si nuestro sobrino te ha contado que tenemos la intención de dar
un baile en su honor una vez pasada la Pascua. El pobre conoce a tan pocos
jóvenes en Australia...
Después del calor sofocante que hacía en el salón, fue una auténtica
bendición recibir el fresco aire húmedo del jardín, que olía a pino. Una
repentina ráfaga de viento hizo que la parra virgen se estremeciera. Dispersó
sus hojas de color carmesí por la grava que había delante de la casa, y combó
los largos tallos de las cuidadas rosas dispuestas en un arriate circular. Luego
volvió la quietud, y pudo escuchar cómo el reloj del establo difundía su lejano
sonido a través del lago. Ya no existían las neblinosas transparencias de la
mañana. Las opacas nubes de color azafrán se acumulaban en un cielo turbio, y
el bosque de pinos parecía una corona de hierro que se erigiese con sus rígidas
puntas sobre la cima de la montaña. Al otro lado del bosque, muy por debajo,
las invisibles llanuras seguirían resplandeciendo bajo las oleadas de luz color
miel, y, desde ellas, se alzaría la oscura presencia de Hanging Rock. El doctor
McKenzie tenía razón: «No pienses en la Roca, querida niña. La Roca es una
125
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
pesadilla, y las pesadillas son cosa del pasado». Trataba de seguir los consejos
del anciano y concentrarse en el presente, que era tan hermoso en Lake View,
con su pavo real blanco extendiendo la cola sobre el césped; las hermosas
palomas grises, balanceándose sobre sus pequeñas patas de color rosa; el reloj
del establo, que volvía a sonar de nuevo; y las abejas, que regresaban a su hogar
en la penumbra del atardecer. Cayeron unas gotas de lluvia sobre su sombrero
de paja... La señora Cutler salió a recibirla con un paraguas.
—El señor Michael cree que se acerca una tormenta. Y, por cómo se mueve
el maíz, yo diría que va a ser una de las buenas.
—¿Michael? ¿Le ha visto?
—Hace unos minutos. Llegó con una carta para usted, señorita. Si hay en el
mundo un joven con unos modales maravillosos, ese es él, desde luego. ¡Vaya!
¡Su precioso sombrero!
Irma lo lanzó sobre el brillante linóleo de la señora Cutler.
—No se moleste. No volveré a ponérmelo jamás. La carta, por favor.
La puerta de su mejor dormitorio se cerró ante ella, haciendo que
desaparecieran de golpe las expectativas de la señora Cutler, que había
considerado la posibilidad de mantener una agradable charla con Irma a su
regreso. Sin embargo, sí se encargó de recuperar el sombrero. Planchó las cintas
con mucho cuidado y pudo ponérselo cada domingo, durante todo un año, para
ir a la iglesia.
Las persianas estaban bajadas en la habitación de Irma con el fin de
preservarla del calor del día. Acababa de abrir la ventana y estaba a punto de
sentarse para leer la carta de Mike, cuando un rayo zigzagueó sobre el cristal. El
olmo silvestre apareció bajo el fogonazo de luz azul sin que se agitara una sola
de sus hojas, pero, de pronto, un fuerte viento extrañamente cálido surgió de la
nada, y el olmo comenzó a oscilar. Las cortinas se hincharon en el interior de la
habitación y en la distancia retumbaron los truenos. Entonces se desató la
tormenta. Ingentes nubes repletas de lluvia descargaron el aguacero más
violento que los habitantes de Macedon recordaban haber visto caer sobre el
monte en toda su vida. La lluvia arrastró en pocos minutos la grava de los
caminos e hizo que se desbordara el caudal de los riachuelos de la montaña. Las
turbias aguas llegaron hasta el lago de Lake View, arremolinándose sobre la
cabeza de la rana de piedra, y haciendo que la balsa, que había perdido las
amarras, se sacudiera salvajemente entre las hojas de los nenúfares. Arrastrados
por el vendaval, los pájaros medio ahogados caían al suelo desde los árboles,
que no dejaban de agitarse, y una paloma muerta pasó flotando por delante de
su ventana como si se tratara de un juguete mecánico. Por fin, minutos más
tarde, el viento y la lluvia comenzaron a apaciguar su furia inicial, y volvió a
verse la pálida luz del sol. El césped empapado y los devastados arriates
adquirieron un brillo teatral. Todo había acabado, y solo entonces Irma, aún
junto a la ventana, abrió el cuadrado y rígido sobre.
Por la manera de dirigirse a ella, tan formal y estrictamente impersonal,
126
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
aquello podría haber sido una tarjeta de invitación o incluso una factura. Lo
único especial era la letra, curiosamente infantil y adornada con unos
cuidadosos bucles que habría sacado de algún cuaderno. Además, salpicadas
aquí y allá, había unas cuantas líneas rectas y puntiagudas que habría adquirido
como propias tras un breve encuentro con los clásicos en la universidad de
Cambridge. En cualquier caso, pensara o no en Cambridge, Mike olvidaba por
completo lo que estaba tratando de decir en cuanto se sentaba ante un papel. Su
cabeza se convertía en un torbellino. Irma, en cambio, escribía sin prestar
mucha atención, casi por instinto, y limitaba los signos de puntuación a alguna
impulsiva exclamación o algún guión. Ella ponía toda su personalidad hasta en
las notas más breves. La carta comenzaba con una disculpa por haber
permanecido tanto tiempo en el bosque de los pinos esa mañana, y por haberse
olvidado de mirar el reloj hasta que ya era demasiado tarde para llegar a tiempo
para la trucha («piensa que así había más para ti»). Cada vez más irritada, Irma
le dio la vuelta al papel:
Esta mañana he recibido una carta de casa, en la que me piden que acuda a ver a
nuestro banquero de inmediato. Un aburrimiento, pero tendré que hacerlo. He de
preparar montones de maletas, ya que salgo en el primer tren de la mañana.
¡Mucho antes de que tú te despiertes! Como van a cerrar Lake View dentro de
muy pocos días, he decidido no regresar. Lo que significa que me temo que no
podré verte para despedirme de ti. Es una pena, pero estoy seguro de que lo
entenderás. Así que, por si no volvemos a vernos de nuevo en Australia, quería
darte las gracias por haber sido tan amable conmigo, querida Irma. Las últimas
semanas habrían sido insoportables sin ti.
Un abrazo, Mike.
Para una persona como Mike, que solía encontrar dificultades a la hora de
expresarse por escrito, lo cierto era que había logrado hacerse entender bastante
bien.
A pesar de que lo que verdaderamente nos interesa de esta historia son los
hechos reales que tienen lugar a plena luz del día (no puede ser de otra manera,
dado que nos hallamos ante una crónica), la experiencia nos muestra que el
alma humana es capaz de los mayores atrevimientos durante las horas de
silencio que transcurren entre la medianoche y el amanecer. Rara vez se habla
de esas horas de fecunda oscuridad, cuyos secretos frutos generan la paz y la
127
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
128
12
Lake View.
Mi querida Dianne,
puedo EVITAR! Sé que es odioso decir una cosa así pero la sola idea de tener que
hablar con ella me parece HORRIBLE. Dianne, no he podido comprarle su regalo
de boda. En el almacén Manassa solo hay botas y mermeladas y cazos de estaño
así que por favor acepte mi pulsera de esmeraldas con todo mi amor... Es la que
me dio mi abuela de Brasil ¿recuerda? La que tenía un loro verde. De todos modos
ya ha muerto así que no se enterará de nada ni se preocupará. La señora C. quiere
que le hable del vestido de gasa azul que a usted tanto le gustaba tengo que irme.
Un abrazo Irma.
PD: Cuando llegue iré directamente a su habitación o al aula si está usted dando
clase. Lo apruebe la señora A. o no.
De todos los pares de ojos que miraban por las ventanas, a la espera de ver
aparecer el coche de Hussey por el camino, los primeros en descubrir el avance
de los caballos fueron los de Mademoiselle. Irma se apeó del coche poco
después. Llevaba una capa color escarlata y una pequeña toca de plumas rojas
que se movían en todas direcciones. La directora también la vio desde su mesa
situada en la planta baja y, ante el asombro de Mademoiselle —jamás se había
visto semejante falta de decoro en el colegio—, se presentó en la puerta
principal antes de que la institutriz hubiera bajado siquiera hasta la mitad de las
escaleras, para recibir a la niña y arrastrarla hacia su estudio tras unas formales
y gélidas palabras de bienvenida.
Solo una de las estatuas del rellano del primer piso arrojaba una débil luz
sobre la oscuridad de aquellas tardes tan apagadas. De las sombras que
proyectaba esa tenue iluminación surgió Dora Lumley arrastrando los pies.
Preguntó:
—¿Está usted lista, Mademoiselle? Vamos a llegar tarde a la clase de
gimnasia.
—¡Esa odiosa gimnasia! Ahora bajo.
—Se les permite salir tan poco a las chicas para que tomen el aire...
Coincidirá conmigo en que necesitan hacer algo de ejercicio.
—¡Ejercicio! ¿Se refiere a esas ridículas torturas con barras y pesas? A su
edad las niñas deberían dar paseos bajo los árboles con sus ligeros vestidos de
verano, junto a algún joven que les rodeara la cintura con los brazos.
Dora Lumley estaba demasiado escandalizada para poder responder.
Para la señora Appleyard, la visita de Irma Leopold no pudo producirse en
peor momento. Esa misma mañana había recibido una carta muy preocupante
del señor Leopold. La había escrito inmediatamente después de llegar a Sydney,
y en ella le exigía que se llevara a cabo una nueva y más completa investigación
acerca de los acontecimientos que habían tenido lugar durante el picnic. «No
solo por el bien de mi hija, que se salvó milagrosamente, sino por el de esos
130
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
131
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
132
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
muy seria: «Minnie, puede que tengas razón». San Valentín es el santo patrón
de los enamorados.
El gimnasio, conocido por las alumnas como la Cámara de los Horrores, era
una habitación larga y estrecha situada en el ala oeste, cuya única iluminación
procedía de una hilera de tragaluces. Solo Dios podía saber qué tenía en mente
el propietario original de la casa cuando decidió diseñar algo así. Quizá deseara
almacenar allí productos alimenticios o los muebles que no utilizaba. Con la
idea de que funcionara como gimnasio, habían colocado en las paredes
encaladas diversos instrumentos para el estímulo de la salud y la belleza
femeninas. Además, disponían de una escalera de cuerda suspendida del techo,
un par de anillas de metal y unas barras paralelas. En un rincón había un
tablero horizontal acolchado, equipado con unas correas de cuero, en el que la
niña Sara, a la que siempre castigaban por su tendencia a encorvarse, iba a
pasar la hora de gimnasia de aquella tarde. Un par de mancuernas de hierro
que solo Tom podía levantar, unas pesas que las jóvenes debían mantener en
equilibrio sobre sus tiernos cráneos femeninos, y los montones de pesadas
mazas indias22 ponían de manifiesto la prepotente indiferencia de la directora
hacia las leyes básicas de la naturaleza.
La señorita Lumley y Mademoiselle estaban ya dando la clase. Se habían
situado en un extremo de la habitación, sobre una plataforma que se elevaba
medio metro del suelo. La primera se dedicaba a mirar a las niñas, por si alguna
de ellas cometía alguna falta menor, y la segunda se había sentado al piano
vertical para tocar La marcha de los hombres de Harlech.23 Uno, dos; uno, dos; uno,
dos. Tres filas de niñas con bombachos negros de sarga, unas medias también
negras de algodón, y zapatos de lona con la suela de goma, se agachaban y se
volvían a levantar a la vez, siguiendo con desgana los compases de la música
marcial. Para Mademoiselle, la clase de gimnasia era una penitencia recurrente.
Así que, cuando llegara el descanso de cinco minutos, para ella sería una
auténtica delicia anunciar que Irma Leopold estaba en ese momento allí, en el
edificio, y que en breve entraría en el gimnasio para despedirse de ellas. Uno,
dos; uno, dos; uno, dos... Era posible, pensó mientras seguía imaginando y
tocando el piano, que algún pajarito ya se hubiera encargado de ir contándoselo
a todo el mundo. Uno, dos; uno, dos...
—Fanny —dijo, apartando los dedos de las teclas un instante—, vas
siempre a destiempo. ¡Presta atención a la música, por favor!
—Te anoto una falta en comportamiento, Fanny —murmuró la señorita
Lumley, mientras garabateaba algo en su libreta.
22
A finales del s. XIX y principios del XX se hizo muy popular en Europa la práctica de
unos ejercicios con mazas que debían balancearse en el aire siguiendo unas cuidadas
coreografías que un instructor se encargaba de enseñar. El nombre deriva de un objeto de forma
similar que empleaban los soldados y luchadores indios para fortalecer brazos y hombros.
23
Canción y marcha militar galesa que, según la tradición, describe el sitio más largo de la
historia de las Islas Británicas: el que durante siete años (entre 1461 y 1468) se mantuvo sobre el
Castillo de Harlech.
133
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
134
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
con su brillante pelo rubio... Ningún picnic era divertido de veras si no estaba
Miranda... Miranda, siempre Miranda, yendo y viniendo bajo la luz
deslumbrante. Como un arco iris... ¡Miranda! ¡Marion! ¿Dónde estáis...? La
sombra de la Roca se había oscurecido y ahora parecía más alargada. Se
sentaron y de repente parecían estar ancladas a la tierra. No podían moverse.
Aquella horrible forma era un monstruo vivo que iba pesadamente hacia ellas a
través de la planicie, lanzando en su avance rocas y cantos rodados a uno y otro
lado. Y ahora estaba tan cerca que podían ver las grietas, los huecos y los
mugrientos riscos en que se estaban pudriendo las niñas perdidas. Una de las
pequeñas, al recordar lo que decía la Biblia acerca de que los cuerpos de los
muertos se llenaban de gusanos serpenteantes, vomitó sobre el suelo de serrín.
Alguien golpeó un taburete de madera, y Edith soltó un inmenso chillido.
Mademoiselle, capaz de reconocer los despiadados signos que anunciaban un
ataque de histeria, comenzó a caminar tranquilamente hacia el borde de la
tarima, mientras notaba cómo el corazón le latía enloquecido en el interior del
pecho.
—¡Edith! ¡Deja de gritar! ¡Blanche! ¡Juliana! ¡Callaos! ¡Callaos todas!
Demasiado tarde. La débil voz de la profesora se hizo más y más inaudible.
En cambio, el delirio que se había ido acumulando bajo el peso de cientos de
oscuras normas y secretos terrores comenzó a estallar en mil direcciones.
Sobre la tapa del piano había un gong dorado que las profesoras golpeaban
normalmente cuando intentaban restablecer el orden. Mademoiselle fue a
golpearlo ahora, con toda la fuerza de su delgado brazo. La institutriz más
joven se había escondido detrás del banco del piano.
—No sirve de nada, Mademoiselle. No van a hacer caso del gong ni de
ninguna otra cosa. La clase está fuera de control.
—Intente salir de la sala por la puerta lateral sin que ellas la vean, y traiga a
la directora. Esto es serio.
La institutriz más joven dijo con sorna:
—Está asustada, ¿verdad?
—Sí, señorita Lumley. Estoy muy asustada.
Un penacho de plumas color escarlata temblaba, alzándose y volviendo a
caer como un pájaro herido, por encima de un mar de cabezas y de hombros
que se golpeaban entre sí mientras rodeaban a Irma. Las niñas reían y lloraban a
la vez, y la voz del mal se alzaba socarrona a medida que crecía el tumulto.
Años más tarde, cuando la señora Montpelier les contara a sus nietos la extraña
historia de la escena de pánico que se había desarrollado esa tarde en aquel
colegio de Australia —hace ya cincuenta años, mes enfants, pero todavía sueño
con aquello— el suceso adquiriría las dimensiones de una pesadilla. Su grand-
mère debía de estar confundiéndose con uno de esos espantosos grabados
antiguos de la Revolución Francesa que tanto la habían aterrorizado de
pequeña. Les habló de los demenciales bombachos negros, de los instrumentos
de tortura del gimnasio, de las colegialas histéricas con rostros distorsionados
135
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
por el delirio. De las cerraduras y de las manos como garras que se abalanzaron
sobre la recién llegada.
—Pensaba constantemente: van a perder el control y la van a despedazar.
Una venganza sin sentido. Una venganza cruel... Eso era lo que querían. Ahora
puedo verlo con claridad. Querían vengarse de esa hermosa criaturita, que era
la causa inocente de tanto sufrimiento...
Pero aquella agradable tarde de marzo del año mil novecientos, lo que tenía
ante sí era una realidad horrenda que ella, la joven institutriz francesa Dianne
de Poitiers, debía afrontar y, de alguna manera, resolver sin contar con la ayuda
de nadie. Recogiéndose las amplias faldas de seda, dio un salto desde la tarima
y se aproximó a las alumnas, que se arremolinaban en torno a Irma, mientras
algo en su interior le aconsejaba que caminara con calma y con la cabeza bien
alta.
Mientras tanto, Irma, ya sin fuerzas y totalmente desconcertada, parecía
que iba a asfixiarse. La exigente Irma, que deploraba todos los olores femeninos
y que se quejaba de que en el aula podía percibir el aroma a menta de la
señorita Lumley a dos metros de distancia, se encontraba ahora
inexplicablemente cercada por un montón de rostros enojados, que, al estar tan
próximos al suyo, parecían inmensos. Veía enormemente desenfocada la
pequeña nariz respingona de Fanny, que la olfateaba como un terrier y exhibía
un buen número de pelos erizados. Una boca abierta, profunda y oscura, con
unos dientes perfectos —debía de ser la de Juliana— dejaba ver la húmeda
punta de una lengua babeante. Notaba cómo les salía de las mejillas un cálido y
agrio aliento, y cómo empezaban a hacerle daño en el pecho al empujarla con
sus acalorados cuerpos. Ella gritó de miedo, e intentó quitárselas de encima,
pero fue en vano. Una cara redonda sin cuerpo se alzó hacia ella desde algún
lugar del fondo de la estancia.
—Edith. ¡Tú!
—Sí, tesoro. Soy yo. —En el novedoso papel de cabecilla, Edith se hallaba
fuera de sí, y comenzó a agitar con aire de suficiencia un rechoncho dedo índice
—. Vamos, Irma. Cuéntanos. Ya hemos esperado el tiempo suficiente.
La empujaron suavemente, y todas comenzaron a decir por lo bajo:
—Edith tiene razón. Dinos, Irma... Cuéntanos.
—¿Qué queréis que os diga? ¿Os habéis vuelto locas?
—En Hanging Rock —dijo Edith, avanzando hacia el frente—. Queremos
que nos digas lo que les pasó allí arriba a Miranda y a Marion Quade.
El silencio de las hermanas de Nueva Zelanda, que rara vez hablaban, se
rompió para agregar en voz alta:
—¡Nadie nos cuenta nunca nada en esta ratonera!
Y se sumaron otras voces:
—¡Miranda! ¡Marion Quade! ¿Dónde están?
—No puedo decíroslo... No lo sé.
De repente, como impulsada por una energía que hizo que su delgado
136
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
cuerpo se abriera paso como una cuña entre las cerradas filas, Mademoiselle
logró ponerse al lado de Irma y, mientras la agarraba del brazo, comenzó a
gritar con su fina vocecilla francesa:
—¡Imbéciles! ¿Es que no tenéis cerebro? ¿Ni corazón? ¿Cómo puede la
pauvre Irma contarnos algo que ni ella sabe?
—Lo sabe muy bien, pero no nos lo dirá. —La cara de muñeca de Blanche
se había transformado en algo rojo y furioso que asomaba por debajo de sus
despeinados rizos—. A Irma le gusta tener secretos de mayores. Siempre le
gustó.
La gran cabeza de Edith asentía como la de un mandarín:
—Si ella no os lo cuenta, entonces lo haré yo. ¡Escuchadme todas! Están
muertas... ¡Muertas! Miranda y Marion, y la señorita McCraw... ¡Muertas y bien
muertas, todas ellas en Hanging Rock! En una vieja y repugnante cueva llena de
murciélagos.
—¡Edith Horton! Eres una mentirosa y una estúpida. —Mademoiselle
abofeteó a Edith con fuerza—. Santa Madre de Dios... —La francesa estaba
rezando en voz alta.
Rosamund, que no había tomado parte en nada de todo aquello, rezaba
también. A San Valentín. Era el único santo que conocía, así que era lógico que
le rezara a él. Además, Miranda amaba a San Valentín. Miranda creía en el
poder del amor por encima de todas las cosas.
—San Valentín. No sé cómo rezarte correctamente... Querido San Valentín,
haz que dejen en paz a Irma y que se quieran las unas a las otras por el bien de
Miranda.
Seguramente, el buen San Valentín —más conocedor de las pequeñas
frivolidades del amor romántico— no estaba muy acostumbrado a recibir
oraciones tan urgentes e inocentes como aquella. Y parece justo atribuirle a él el
mérito de la rápida transformación que se produjo de inmediato, y que hizo que
las cosas se volvieran más sensatas de repente: porque un mensajero del cielo
llegó sonriendo bajo la forma de Tom el Irlandés, que abrió la puerta del
gimnasio y se quedó allí, de pie, boquiabierto y maravillosamente firme y
masculino. El querido y desdentado Tom, que acababa de llegar de su cita con
el dentista de Woodend, estaba encantado, a pesar de lo mucho que le dolía la
boca, de ver que las pobre criaturitas por fin se divertían un poco, aunque lo
hicieran a su manera. Así que sonrió respetuosamente a Mademoiselle, y se
dispuso a esperar a que las alumnas dejaran de hacer lo que fuera que estaban
haciendo para entregarle a la señorita Irma un mensaje de Ben Hussey.
Cuando llegó Tom, las niñas se despistaron y volvieron hacia él la cabeza,
momento que Irma aprovechó para alejarse de ellas. Rosamund, que estaba de
rodillas, se puso en pie, y Edith se tocó con una mano la mejilla golpeada, que le
mandaba constantes mensajes de dolor. El mensajero les transmitió los saludos
que les mandaba el señor Hussey, y dijo que si la señorita Leopold quería tomar
el expreso de Melbourne tendría que partir cuanto antes. Luego añadió como
137
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
posdata personal:
—Y yo y todos los de la cocina le deseamos a usted muy buena suerte,
señorita.
Todo había terminado, así de sencillo y así de rápido. Las niñas se fueron
retirando con sus habituales gestos ordenados para que Irma pudiera pasar por
delante de ellas, y Mademoiselle se acercó para darle un suave beso en la
mejilla.
—Tu sombrilla está en la entrada, ma chérie. Au revoir. Volveremos a vernos.
(Aunque no... Nunca... Nunca más, mi palomita.)
Las alumnas emitieron un murmullo superficial de despedida mientras
veían cómo Irma se dirigía hacia la puerta del gimnasio con su habitual
elegancia. Antes de salir, no obstante, se volvió y, con una compasión infinita
por la enorme tristeza que se quedaba allí, movió una pequeña mano
enguantada y sonrió débilmente. De esta manera, Irma Leopold salió para
siempre del colegio Appleyard y de sus vidas.
Mademoiselle consultó su reloj.
—Ya es muy tarde, niñas. —El gimnasio, siempre con tan poca luz, iba
oscureciéndose a toda prisa—. Id ahora mismo a vuestras habitaciones, y
quitaos esos feos bombachos. Poneos algo bonito para la cena de esta noche.
—¿Puedo ponerme mi vestido rosa? —preguntó Edith.
La institutriz respondió bruscamente:
—Puedes ponerte lo que quieras.
Solo se quedó Rosamund.
—¿Le ayudo a arreglar la habitación, Mademoiselle?
—No, gracias, Rosamund. Tengo una jaqueca terrible, y me gustaría estar
sola un rato.
La puerta se cerró y la habitación se quedó vacía. Fue entonces cuando se
dio cuenta de que Dora Lumley no había regresado con la directora.
No debe de resultar sencillo salir con dignidad del interior de un armario
estrecho en el que se ha estado de cuclillas y con un ojo pegado a la cerradura.
Qué duda cabe... Dora Lumley, que ahora creyó prudente salir de su
resguardado refugio, apenas pudo creer lo que escuchaba:
—¡Ahí está! ¡El valiente sapito ha salido de su agujero!
Un hilillo de saliva humedecía los secos labios de Dora Lumley:
—¡Está siendo muy insolente, Mademoiselle!
Dianne, mientras guardaba sus partituras con mucho cuidado, lanzó a la
institutriz más joven una mirada despectiva:
—¡Tenía que haberlo adivinado! ¿Ni siquiera intentó llevarle mi mensaje a
la directora?
—¡Era demasiado tarde! Alguien me habría visto... Me pareció que era
mejor quedarme aquí hasta que todo hubiera terminado.
—¿En el armario? ¡Oh, el sapito sabio!
—Bueno, ¿por qué no? Las chicas se estaban comportando de una manera
138
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
139
13
pequeña flota de barcos, aunque se considera que la P. & O. fue la primera compañía que
empezó a organizar cruceros a nivel mundial.
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
141
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
dos cartas, tomó el libro de contabilidad del último cajón y lo revisó con mucha
atención. Según sus cálculos, lo más probable era que solo unas nueve de las
veinte antiguas alumnas volvieran cuando comenzara el siguiente trimestre
después de la Pascua. Una vez más, recorrió la lista de apellidos. El último que
había tachado era el de Horton, Edith, cuya madre, insufriblemente estúpida, le
había escrito una carta que le había llegado ese mismo día para informarle de
que tenía «otros planes» para su única hija. Hacía unos meses, esas noticias
habrían sido maravillosamente recibidas, y habría resultado muy sencillo
sustituir a la alumna más torpe del colegio. Pero ahora, si borraba el de Edith,
solo le quedarían nueve apellidos más, incluyendo el de Sara Waybourne. La
directora seguía teniendo a buen recaudo su botella de brandy en el armario de
detrás del escritorio. La abrió y se sirvió medio vaso. El trago de alcohol pareció
aclararle las ideas y ofrecerle una línea de pensamiento bastante más objetiva.
Así que se sentó a la mesa de nuevo y tomó unas notas con su mejor caligrafía,
que no dejaba entrever nada del carácter real ni de la voluntad de hierro de la
mujer que sostenía la pluma. Eran casi las tres de la mañana cuando por fin
pudo cerrar y sellar las cartas, y, a continuación, arrastrar su agotado cuerpo
hasta el piso de arriba.
El día siguiente transcurrió sin incidentes. Llegó una nota del agente
Bumpher, que venía a decir que no tenía nada nuevo que comunicar, pero que a
uno de los hombres de Russell Street le gustaría ver a la señora Appleyard en el
curso de la semana próxima, cuando a ella le pareciera más oportuno, porque
había una o dos cuestiones relacionadas con la disciplina impuesta en el colegio
antes del día del picnic que a algunos padres les gustaría aclarar... El clima era
suave y muy agradable, y el señor Whitehead había solicitado el día libre que se
le debía desde hacía mucho tiempo para consagrarse cómodamente a la lectura
del Horticultural News. Tom se dedicó a hacer sus tareas después de que Minnie
le uniera las doloridas mandíbulas con una cinta de sus enaguas de franela, y
Sara Waybourne, siguiendo las precisas instrucciones de Mademoiselle, pasó la
mayor parte del día en cama. Por lo demás, todo seguía como de costumbre.
Los sábados solían consagrarse, por lo general, a las pequeñas tareas de la
casa. Las alumnas cosían, escribían a sus familiares —cartas que más tarde
serían rigurosamente censuradas a la luz de una lámpara de alcohol situada en
el escritorio—, jugaban al croquet o al tenis si hacía buen tiempo, o se dedicaban
a vagar sin rumbo por los alrededores de la casa. Tom estaba hablando sin
muchas ganas con la señorita Buck junto al arriate de dalias, cuando la llegada
hasta la puerta principal de uno de los coches de Hussey hizo que pudiera por
fin apartarse de la señorita, aunque no hubiera ningún equipaje que cargar. En
el coche venía un hombre joven de su misma edad, más o menos, y de aspecto
sórdido, que llevaba consigo una pequeña bolsa que tenía el mismo aspecto
sórdido que él. Le pidió al cochero que le esperase hasta nueva orden, pero en
un lugar en el que no pudiera vérsele desde las ventanas delanteras. Tom supo
de inmediato, al ver su insignificante figura, que se trataba de ese mequetrefe
142
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
chulito que la señorita Lumley tenía por hermano. Era la primera vez, desde
hacía varios meses, que Reg Lumley acudía a visitar a su hermana al colegio.
¿Por qué, en nombre del cielo, había tenido que elegir precisamente ese día?, se
preguntó la directora mientras veía cómo se quitaba los guantes y se alisaba el
deslucido abrigo antes de tocar el timbre. La señora Appleyard, que se jactaba
en secreto de ser capaz de deshacerse de un visitante inoportuno en el plazo de
tres minutos —con todo el refinamiento y la elegancia que fueran necesarios—
comprendió desde su primer apretón de manos que Reg era un individuo muy
obstinado y perseverante. En resumen, igual que su hermana Dora, un idiota y
un pesado. Sin embargo, allí estaba, o mejor dicho, allí estaba su tarjeta, no muy
limpia, en la que aparecía la dirección de la empresa para la que trabajaba,
situada en el municipio de Warragul.
—Puedes decirle al señor Lumley que entre, Alice, e infórmale de que estoy
muy ocupada.
Reg Lumley, desagradable, pomposo y con tendencia a precipitarse a la
hora de hablar, trabajaba como empleado en el almacén Gippsland, y tenía
Opiniones y Pareceres acerca de absolutamente todo, desde la Educación de las
Mujeres hasta la incompetencia del Cuerpo de Bomberos local. ¿Sobre qué le
hablaría hoy?, pensaba la directora mientras daba golpecitos con sus
impacientes dedos sobre la mesa. ¿Y por qué habría hecho un viaje desde
Warragul hasta allí sin previo aviso?
—Buenos días, señor Lumley. Me gustaría que hubiera tenido usted la idea
de escribir y comunicarnos que tenía intención de visitarnos hoy. Resulta que
estoy muy ocupada esta tarde, y su hermana también. Si le incomoda, ponga su
sombrero en esa silla. Y su paraguas.
Reg, que había permanecido despierto la mitad de la noche imaginando
cómo le soltaría su ultimátum a la directora desde una posición vertical, que le
conferiría mayor autoridad, tomó asiento de mala gana, con el paraguas entre
las rodillas.
—Puedo decirle que no tenía la menor intención de venir hoy, señora. Pero
recibí un telegrama de mi hermana Dora a última hora de la tarde de ayer. Y su
contenido me disgustó bastante.
—¿De veras? ¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque corroboró mi opinión acerca de que el colegio Appleyard ya no es
un lugar adecuado para que mi hermana siga trabajando en él.
—No me interesan demasiado las opiniones de los demás, y más cuando se
basan en motivos puramente personales. ¿Tiene usted alguna razón para hacer
una afirmación tan extraordinaria?
—Sí, la tengo, en efecto. Un buen número de razones. De hecho —había
empezado a hurgar en sus gastados bolsillos—, he traído una carta, por si se
daba el caso de que no estuviera usted en la casa. ¿Se la leo?
—No, gracias. —La señora Appleyard elevó los ojos hacia el reloj que tenía
sobre la cabeza—. Si pudiera usted decir con la mayor brevedad posible lo que
143
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
144
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
parte, también se puso blanco como la leche, aunque con una extraña tonalidad
verdosa, y que temblaba ostensiblemente.
—Déjeme decirle que su hermana es una imbécil y una llorica, señor
Lumley. Debería haberla despedido yo misma antes de la Pascua sin necesidad
de que usted se entrometiera. Afortunadamente, me ha ahorrado usted el trago.
Comprenderá, por supuesto, que dado su extraordinario comportamiento, su
hermana pierde cualquier derecho a recibir su salario, por incumplimiento de
contrato.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Sin embargo, podremos hablar de ese
tema más tarde. En cualquier caso, doy por hecho que a ella le gustaría contar
con una recomendación por escrito.
—¡Por supuesto! ¡Ya lo creo! ¡Pero cualquier recomendación por mi parte, si
pusiera una pizca de verdad en ella, le serviría bien poco para encontrar otro
empleo! —La señora Appleyard agarró el cartapacio con tanta fuerza que casi
logró que saliera volando de su mesa de trabajo, lo que hizo que Reg Lumley
diera un brinco—. Soy una mujer sincera, señor Lumley, y, por si aún no lo
sabe, permítame decirle que su hermana no es más que una burra ignorante con
mal carácter. Cuanto antes salga de esta casa, mejor. —Tiró del cordón de la
campana que tenía al lado del codo, y se levantó de la mesa—. Y ahora, si es tan
amable de esperar en el vestíbulo, una de las sirvientas avisará a su hermana. Y
ya puede usted decirle que comience a embalar sus cosas de inmediato. Si se
apresura, puede coger todavía el expreso de Melbourne.
—¡Pero, señora Appleyard! ¡Insisto en que me escuche! Seguramente quiera
usted saber cuál es mi opinión sobre todo este asunto. Quiero decir que hay un
buen número de personas que...
De alguna manera, la puerta del estudio quedó detrás de él, bien cerrada.
Sin su sombrero y sin dejar de temblar presa de una furia contenida, Reg se
halló solo en la entrada. Y allí, desesperado por no haber podido decir todo lo
que quería y por el mazazo que se le había dado a su amor propio, tuvo que
dejar que pasara el tiempo sentado en una silla con el respaldo de caoba,
mientras planeaba cómo recuperar el sombrero que se había quedado en el
estudio, sin caer en el más absoluto desprestigio.
Al cabo de una hora, Dora Lumley había logrado embutir su reducido
montón de ropa y algunas pertenencias personales —un abanico japonés, un
libro de cumpleaños, el anillo granate de su madre— en una cesta de mimbre,
algunas bolsas y varios paquetes de papel marrón, y ahora estaba sentada junto
a su hermano en el coche de Hussey. Resulta casi innecesario añadir que el
coche se alejó por el camino bajo el atento control de numerosos pares de ojos
invisibles. La curiosidad tiene sus propios y característicos medios de
expresión. Además de las palabras, cuenta con cejas que se arquean, cabezas
que se mueven en gesto de asentimiento, y hombros que se encogen. Durante la
tarde del sábado, día veintiuno, la curiosidad en el colegio Appleyard estaba al
rojo vivo. A pesar de las restrictivas normas de silencio, un oído sensible habría
145
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
146
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
147
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
148
14
un buen fuego. —Sonrió—: ¿Tú sabes encender un fuego de leña? —Una única
luz brillaba tenuemente en la sala, y pudieron vislumbrar, a través de la puerta
abierta del salón, que habían cubierto los sofás y las sillas con grandes telas—.
Esto no está muy alegre, ¿verdad? Será mejor que cenes y que luego vengas a
los establos a verme. Tengo una botella del grog que me dio el Coronel justo
antes de marcharse.
Sin embargo, Mike estaba cansado y bastante desanimado. Le prometió que
iría a verle a la mañana siguiente.
La casa de Lake View, sin la presencia diaria de sus propietarios, resultaba
aburrida e insulsa. Era una casa que existía solo como fondo para las cómodas
vacaciones de su tía y su tío, y no tenía personalidad propia. Michael, que se
comió su chuleta en una bandeja que le habían puesto junto al fuego, era
vagamente consciente de la diferencia que había entre Lake View y
Haddingham Hall, cuyos muros cubiertos de hiedra habían existido y seguirían
existiendo durante cientos de años, presidiendo las vidas de generaciones y
generaciones de Fitzhuberts que, en diversas ocasiones, incluso tuvieron que
luchar y morir para defender la supervivencia de su torre normanda.
La carta del abogado apareció a la mañana siguiente exactamente donde
Mike había imaginado que estaría, en la habitación de invitados, metida al
fondo del pequeño cajón del escritorio. Era domingo, y como Albert tenía una
misteriosa cita relacionada con un caballo en una granja bastante lejana, pasó la
mayor parte del día vagando sin rumbo por los alrededores. La niebla levantó
hacia el mediodía, y el bosque de pinos quedó a la vista, claramente recortado
sobre el desvaído cielo azul. Después del almuerzo, cuando salió el sol con sus
irregulares destellos de un dorado pálido, fue a dar un paseo hasta la casa del
jardinero, y allí fue recibido con los brazos abiertos por los Cutler, que le
agasajaron con unos panecillos calientes untados de mantequilla, y con un té en
la acogedora cocina.
—¿Y cómo está la señorita Irma? ¡Vaya! No se imagina cómo la echamos de
menos por aquí.
Mike confesó que no la había visto durante su estancia en la ciudad, pero
que creía que embarcaba hacia Inglaterra el martes siguiente, noticia que la
señora Cutler recibió con auténtica consternación. En cuanto su visitante se fue,
el señor Cutler, quien, como la mayoría de las personas que viven en estrecho
contacto con la naturaleza, estaba al tanto de los ritmos más primarios de esta,
dijo suavemente:
—Siempre pensé que había algo entre esos dos. ¡Lástima!
Su mujer suspiró:
—Yo no me podía creer que hablara con tanta indiferencia de mi pobre y
querida niñita.
Al caer la tarde, Mike se acercó hasta el lago, donde el ruido seco de las
cañas y el movimiento de las cintas peladas del sauce al entrar y salir del
pequeño refugio que en verano servía de fondeadero cubierto para la balsa, le
150
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
llenó de una inquieta melancolía. Los cisnes habían desaparecido y también las
flores de los nenúfares, cuyas hojas de color verde oscuro salpicaban ahora la
negra superficie sobre la que ya no daba el sol. El roble que cubría la escena que
presenció durante aquella tarde de verano, cuando vio cómo un cisne bebía de
la concha gigante de una almeja, se alzaba ahora desnudo hacia el cielo. Llegaba
también hasta él, a cierta distancia, el sonido de la pequeña corriente que
descendía desde el bosque y que pasaba por debajo del puente rústico. La
tintineante música parecía acentuar la quietud y el silencio de aquel
interminable día.
Tan pronto como terminó de cenar, cogió el farol que estaba colgado en el
pasillo lateral y, bajo una llovizna de aguanieve, se dirigió a los establos. Había
una luz en la ventana de la habitación de Albert, y una bota mantenía la
trampilla abierta para cuando él llegara. Sobre la mesa había una botella de
whisky y dos vasos.
—Lo siento. Aquí no puedo encender fuego... No hay chimenea. Pero el
grog mantiene el cuerpo caliente, y la cocinera nos ha preparado unos
sándwiches. Sírvete.
Mike pensó que allí reinaba un ambiente ciertamente acogedor, incluso
confortable, que no existía en el salón de su tía.
—Si fueras un hombre casado —le dijo mientras se sentaba en la mecedora
rota—, serías lo que las revistas para mujeres llaman «una perfecta ama de
casa».
—Si puedo, me gusta estar cómodo, si es eso a lo que te refieres.
—No es solo eso... —Le resultaba difícil explicarse, como le sucedía a veces
con otras muchas cosas que le gustaría expresar correctamente—. Estaría bien
que tuvieras una casa propia algún día.
—Sí, ¿verdad? Pero creo que pronto me entrarían ganas de marcharme,
aunque tuviera la pasta suficiente para establecerme y formar una familia con
una jauría de niños. ¿Cómo te va la vida en la ciudad con los señorones? ¿Te
gusta?
—No. No me gusta nada. Y mi tía se pasa el día pensando en dar una de
esas fiestas suyas tan horribles, nada menos que en mi honor. Todavía no les he
dicho que dentro de una semana o a lo sumo dos parto hacia al norte,
probablemente a Queensland.
—Un lugar que nunca llegué a ver como Dios manda. Solo los muelles de
Brisbane y el calabozo de Toowoomba. ¡Pero solo durante una noche! Ya te
conté que por entonces me juntaba con una buena panda de matones.
Mike miró cariñosamente sus rasgos rojizos, que, a la luz de la parpadeante
vela, le parecían más honrados que los de muchos de sus amigos de Cambridge.
Tipos que dejaban las facturas de sus sastres sin pagar durante años, y que aun
así no habían pasado una sola noche entre rejas.
—¿Por qué no te coges unas vacaciones y te vienes al norte conmigo?
—¡Vaya! ¿Lo dices en serio?
151
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
152
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
parecía que fuera todo tan raro hasta que he empezado a contártelo. —Se
detuvo y se encendió un cigarrillo Capstan—. Eso es... Como si la lámpara
estuviera al máximo de su potencia. Y entonces ahí estaba ella de pie, al fondo
de la cama, exactamente donde estás tú sentado ahora.
—¿Quién?
—¡Por Dios, Mike! No es normal que nos volvamos tan locos por culpa de
un maldito sueño... —Empujó la botella por encima de la mesa—. Era mi
hermana pequeña. ¿Te acuerdas de que te dije que era una entusiasta de los
pensamientos? Parecía llevar una especie de camisón. Y eso tampoco me
pareció tan extraño en ese momento... Solo me lo parece ahora. Si no fuera por
el camisón, estaba casi igual que cuando la vi por última vez... Hace unos seis o
siete años, creo. Se me ha olvidado.
—¿Dijo algo? ¿O solo se quedó ahí de pie?
—Casi todo el tiempo estuvo solo de pie, mirándome y sonriendo. «¿No me
conoces, Bertie?», dijo. Y yo contesté: «Claro que te conozco». «¡Oh, Bertie!»,
siguió, «tus pobres brazos, con esas sirenas... Te habría reconocido en cualquier
parte. Por la manera en que estabas ahí tumbado, con la boca abierta, y ese
diente roto...» Me senté para poder verla mejor, pero entonces empezó a...
¿cómo diablos se dice cuando una persona empieza a ponerse como borrosa?
—Desvanecerse —dijo Mike.
—Eso es. ¡Qué listo! Entonces le dije: «¡Oye! ¡Hermanita! No te vayas
todavía». Pero ella casi se había ido ya. Solo quedaba su voz. Podía escucharla
tan claramente como te oigo ahora a ti. Me dijo: «Adiós, Bertie. He recorrido un
largo camino para venir a verte, aunque ahora tengo que irme». Grité adiós,
pero ella ya se había ido. Sin dejar ni rastro después de atravesar ese muro de
ahí... ¿Crees que me he vuelto loco de remate?
¡Loco de remate! Si no se podía confiar en que la cabeza de Albert, tan
firmemente atornillada a sus cuadrados hombros, estuviera repleta de una
espléndida cordura y presidida por el sentido común, entonces, ¿en qué se
podía confiar? Si Albert estaba loco, no tenía sentido creer en nada. Ni esperar
nada. Ni tampoco rogar. No tenía sentido que Mike siguiera rezándole al Dios
en el que le habían enseñado a creer desde el mismo momento en que su
Nannie le llevó a rastras hasta las sesiones dominicales de catequesis para
niños, que se impartían en la iglesia del pueblo. Y allí estaba Dios en persona,
en una vidriera roja y azul. Un anciano aterrador que se parecía bastante a su
abuelo, el conde de Haddingham, y que se había sentado en una nube desde
donde se entrometía en las vidas de todos a los que abarcaba con la mirada.
Castigaba a los malvados; cuidaba de los gorriones que se caían de los nidos en
el parque; vigilaba a la Familia Real en sus diversos palacios; salvaba —o
permitía que se hundieran con su barco, según el día— a «aquellos que corren
peligro en el mar».26 Encontrar y salvar a las alumnas perdidas en Hanging
26
Ultimo verso de la primera estrofa del poema de inspiración bíblica que escribió en 1860
William Whiting, de Winchester, Inglaterra, para un estudiante que se disponía a viajar a
153
Rock, o tal vez permitir que murieran... Todo esto y mucho más desfiló por el
pobre cerebro de Mike en un revoltijo de imágenes imposibles de digerir
fácilmente —por no hablar de transmitírselas a alguien—, mientras observaba a
su amigo, que ahora sonreía y repetía:
—¡Completamente loco! Espera a tener un sueño como ese, y ya verás.
Mike se levantó, bostezando:
—Loco o no, será estupendo que vengas conmigo, Albert. Creo que me voy
a tomar otro trago y después me voy a subir a acostar. Buenas noches.
Aunque la niebla ya se había disipado cuando Mike bajó a desayunar a la
mañana siguiente, y el sol llevaba luciendo un buen rato, la claridad del día aún
no había llegado a los jardines del lado sombreado del monte. Desde la ventana
del comedor miró por última vez hacia el pequeño lago, aún en penumbra, que
parecía una losa de fría piedra gris. El monte Macedon, despojado de su belleza
estival, podía resultar tan sombrío como los empapados campos de Cambridge.
Se estremeció mientras recogía su maleta. Luego se puso el abrigo y se dirigió al
establo. Albert, que le llevaría hasta el tren de Melbourne, silbaba entre dientes
mientras regaba el suelo con una manguera. Toby ya estaba atado al coche.
El caballo se mostraba ansioso por salir, y movía la pequeña cabeza tan
elegantemente vestida con la brida, haciendo que el freno emitiera ligeros
tintineos.
—Tómate tu tiempo, Mike. Esta pequeña bestia es bastante impertinente,
pero puedo retenerla mientras subes.
Acababan de salir del paseo para entrar en la carretera, cuando Albert hizo
que el brioso caballo se detuviera al ver al chico del almacén Manassa, que iba
bamboleándose en la bicicleta de su hermana. Llevaba el correo de la mañana
en una mano aterida de frío.
—Estas son las gotas para la tos de la cocinera, señor Crundall, ¿se las lleva
usted? Medio segundo... Hay también una carta para usted.
—¿Estás de broma? A mí nadie me escribe cartas.
—Creo que sé leer, ¿no? Y su nombre es señor A. Crundall, ¿verdad?
—Vale. Está bien. Dámela y no seas tan insolente. Bueno. Esta sí que es
buena... ¿De quién será?
Como no recibió —ni esperaba recibir— respuesta alguna, el chico se fue
por un camino lateral, tambaleándose de nuevo y ahora bastante enfurruñado.
Ellos siguieron en silencio hasta detenerse delante de la estación de Macedon.
Quedaban más de diez minutos hasta que llegara el tren y, como Albert se
llevaba bien con el jefe de estación, este les invitó a entrar y a calentarse junto al
fuego que ardía en el interior de su oficina.
—¿No vas a abrir la carta? —le preguntó Mike—. No te preocupes por mí.
—A decir verdad, no se me da muy bien ese tipo de letra llena de florituras.
Entiendo mejor la de imprenta. ¿Qué te parece si me la lees en voz alta?
EE.UU. En 1861, otro inglés, el reverendo John Bacchus Dykes, compondría la melodía para este
texto, que terminaría convirtiéndose en un famoso himno.
—¡Por Dios! Podría ser algo privado...
Albert sonrió.
—No lo creo. A menos que me siga la pasma... Vamos. Léela.
Aquel Albert no dejaba de sorprenderle. Le parecía admirable que no
mostrara reparo alguno en hablar del calabozo de Toowoomba o en que se
abriera y se leyera en voz alta su correspondencia privada. En casa, el
mayordomo se encargaba de ordenar en hileras las cartas de la familia sobre
una mesa de marquetería, y estas gozaban de un derecho casi divino a la
privacidad. Michael cogió la carta sintiéndose como si estuviera a punto de
robar un banco. La abrió y empezó a leer.
—Está escrita desde el Hotel Galleface…27
—No tengo ni idea de qué es ese antro. ¿Dónde está?
—Al menos parece que la escribieron allí. Aunque la enviaron más tarde,
ya desde Fremantle.
—Sáltate los detalles. Tú dime lo que pone, y ya le daré yo vueltas a esas
cosas cuando llegue a casa.
Era una carta del padre de Irma Leopold. En ella le agradecía personalmente al
señor Albert Crundall su participación en el descubrimiento y el rescate de su hija en
Hanging Rock. Creo que es usted muy joven y que está soltero. Nos haría muy felices a
mi esposa y a mí si aceptara el cheque adjunto como muestra de nuestra eterna gratitud.
Mi abogado me ha hecho saber que en la actualidad trabaja usted como cochero en una
casa particular... Si deseara cambiar de empleo en algún momento, por favor, no dude
en ponerse en contacto conmigo escribiendo a la dirección de mi banquero, que aparece a
continuación...
—¡Dios todopoderoso!
Si hizo más comentarios además del anterior, el estruendo del expreso que
entraba en la estación los ahogó por completo. Mike le entregó la carta a Albert,
que parecía tener las manos congeladas. Luego agarró su maleta y saltó hasta el
compartimento más cercano justo antes de que el tren saliera del andén. Cinco
minutos más tarde, Albert seguía de pie ante el fuego del jefe de estación,
mirando un cheque por valor de mil libras.
Era muy pronto para que los hoteles estuvieran abiertos en la ciudad, pero
el señor Donovan, del Donovan's Railway Hotel, tuvo que levantarse de la
cama ante los insistentes golpes que alguien estaba dando en la entrada lateral
del bar. Todo estaba cerrado con llave, pero allí que se presentó el señor
Donovan, en pijama.
—¿Qué diablos...? ¡Ah! ¡Eres tú, Albert! ¡Mierda! No abrimos hasta dentro
de una hora.
—No me importa. Abierto o cerrado, quiero que me pongas un brandy
doble. Y tan rápido como puedas. El maldito caballo no se va a estar mucho rato
quieto.
El señor Donovan, bondadoso por naturaleza y acostumbrado a las
27
Hotel que fundaron cuatro empresarios británicos en Colombo, Sri Lanka, en 1864.
demandas de las personas desesperadas por conseguir un buen trago antes del
desayuno, abrió el bar, sacó una botella y un vaso, y no hizo preguntas.
Poco después, Albert se encontraba en un estado físico y mental idéntico al
de aquella memorable ocasión en que fue noqueado en el décimo asalto por la
Maravilla de Castlemaine. Se dirigía a su casa, y había recorrido ya casi la mitad
de Main Street cuando vio a Tom el Irlandés, el del colegio, que conducía una
calesa con la capota subida justo por el lado opuesto de la calle. Albert no
estaba de humor para hablar ni con Tom ni con nadie, y solo levantó el látigo en
señal de saludo. El otro, sin embargo, empezó a frenar y a hacer unos
movimientos de cabeza tan insistentes, y tantas muecas, que Albert terminó por
detener a regañadientes al caballo. Tom saltó entonces de la calesa, arrojó las
riendas sobre el cuello de la paciente yegua marrón, y cruzó la calle en dirección
al coche.
—Que me aspen... ¿Albert Crundall? No hemos vuelto a coincidir desde
aquel domingo en la Roca. Cuando estuvimos con los otros. ¿Has visto el
periódico de esta mañana?
—Todavía no. No miro mucho los periódicos. Solo las carreras.
—Entonces, ¿no sabes las noticias?
—¡Caray! ¿No me digas que han encontrado a las otras dos chicas?
—¡No! Que va. Nada de eso. ¡Pobres criaturas! Mira esto, aquí. En la
portada. FUEGO EN EL HOTEL DE LA CIUDAD. HERMANO Y HERMANA MUEREN
ABRASADOS. ¡Bendito sea el Señor! Qué final. Como le dije a Minnie: hoy en día,
si no es una cosa es otra.
Albert echó un rápido vistazo al párrafo que revelaba que la pareja se
dirigía a Warragul, y que la dirección anterior de la señorita Dora Lumley
constaba en el registro del hotel como «Casa del colegio Appleyard, Bendigo
Road, Woodend». Albert lo sentía mucho por cualquiera que fuese lo
suficientemente desafortunado como para abrasarse vivo en la cama, pero en
ese momento tenía cosas más importantes en que pensar.
—Bueno, he de irme. A Toby no le gusta estar mucho tiempo en el mismo
sitio.
Pero Tom parecía dispuesto a quedarse un rato más junto a la rueda del
coche para continuar la conversación.
—Vaya un caballo bueno que llevas ahí, Albert.
—Muy brioso —dijo el otro—. Cuidado con esa mano. No le gusta que le
toquen la cola cuando está atado al coche.
—Ya veo. Hay uno así también en el colegio. Por cierto, ¿no conocerás a
nadie en el monte que necesite a una pareja casada? Yo y Minnie nos vamos a
casar el lunes de Pascua. Y después queremos buscar trabajo en otro sitio.
Aún estaba bastante aturdido por el impacto de la carta del señor Leopold,
y el cochero solo podía pensar en regresar a la intimidad de su habitación del
desván para volver a leerla. Ya estaba recogiendo las riendas cuando aquella
alusión al trabajo le sonó de algo. Tom seguía divagando:
—La tía de Minnie quiere que le echemos una mano con una pequeña
posada que tiene en Point Lonsdale. ¿Te he dicho que es allí donde pensamos
pasar nuestra luna de miel? Pero a mí me gustaría algún sitio donde hubiera
caballos, y Minnie —tú no conoces a mi Minnie— es delicada como un hada
para la casa. ¡Como yo digo: para la plata no hay otra como ella!
—Tendré los ojos bien abiertos, a ver si me entero de algo para ti, Tom.
Podría ser que averiguase algo después de la Pascua. Nunca se sabe. Hasta
pronto.
Y se alejó ruidosamente hasta girar en la primera curva, y tomar a
continuación el camino del Alto Macedon.
De esta manera quedó fijado, en menos tiempo del que empleó Tom para
cruzar la calle hacia la calesa, un futuro de radiante domesticidad para él y para
Minnie. Mucho más radiante de lo que jamás se habrían atrevido a imaginar ni
en sus sueños más osados. Otro segmento de la trama de Hanging Rock estaba
a punto de completarse, en este caso con una mejora espectacular que en el
futuro se vería cubierta de insospechadas alegrías, entre las que destacaba una
cómoda casita que se construiría detrás de los establos de Lake View, y que más
tarde se llenaría de niños de ojos alegres, todos ellos el vivo retrato de Tom el
Irlandés. Uno de aquellos niños llegaría a ser mozo de concurso en unas
cuadras de caballos de carreras en Caulfield, y alcanzaría una fama
imperecedera para sus padres y para sí mismo al entrar el segundo de
veintisiete durante la celebración de la Copa Caulfield. Llegados a este punto,
no podemos seguir ocupándonos del destino de Tom y de su Minnie dado que,
después de todo, son solo hilos secundarios en la trama del Misterio del
Colegio, que pronto daría un nuevo e insospechado giro, en el que ellos,
afortunadamente, no se verían involucrados.
Albert le quitó los arreos a Toby y luego subió a sentarse en la mecedora.
Una vez allí, sacó el sobre del señor Leopold, que había estado quemándole la
cadera derecha durante todo el camino de regreso desde la estación de tren, y se
dispuso a descifrar su contenido una y otra vez, con mucho esfuerzo, hasta
aprendérselo de memoria con dirección y todo. Era aquella una habilidad que
les resultaba muy útil a los que no sabían leer y debían confiar en su capacidad
de almacenamiento de datos y de toda la información que pudiera resultarles
necesaria en algún momento. El granjero iletrado que siembra y cosecha
conforme pasan las estaciones no necesita escribir fechas en un cuaderno. Y
Albert, que siempre sabía a la perfección cuándo le habían recortado las crines a
Toby por última vez o cuándo se había herrado a la yegua en Woodend, supo
que no necesitaría volver a mirar aquella carta nunca más. Así que, después de
colocar cuidadosamente el cheque de los Leopold en un bote de mermelada que
guardó debajo de su cama, quemó la carta sobre el cabo de una vela, y luego se
sentó a pensar en la cantidad de cosas que le habían sucedido. Igual que él hizo
que los destinos de Tom y Minnie cambiaran para siempre gracias a unas
palabras pronunciadas aquella mañana al azar, también el padre de Irma, en un
momento de impulsiva generosidad, alteró por completo el curso de la vida de
Albert. Seguramente sea muy beneficioso para nuestro equilibrio emocional que
tales seísmos en la trayectoria personal de cada uno se presenten bajo la
apariencia inofensiva de las decisiones que hemos de tomar todos los días,
como cuando elegimos si queremos un huevo cocido o escalfado en el
desayuno. El joven cochero que se había sentado en la mecedora después del té
aquel lunes por la noche no tenía ni idea de que se había embarcado en un largo
viaje para el que ya no había vuelta atrás.
Albert pensó que le vendría bien tomarse unas breves vacaciones. Siempre
quiso ver Queensland y ahora, sin duda, había llegado su oportunidad. Le
resultó fácil tomar la decisión. Mucho más que el engorro de tener que escribir
al menos tres cartas esa misma noche, lo que le supuso coger prestado el bloc de
la cocinera y tres sobres, y encontrar su pluma, que tenía una buena costra de
tinta seca de color púrpura pegada a la punta. A pesar de estos pequeños
inconvenientes, sabía muy bien lo que quería decirle a cada uno de sus tres
destinatarios, lo que no siempre ocurre en el caso de aquellas personas que
tienen mejor ortografía que Albert Crundall, y que saben escribir con una letra
mucho más legible que la suya. Así que pasó la lengua varias veces por la punta
de la pluma hasta dejarla perfectamente limpia, y se puso con la carta número
uno, que comenzaba sin contratiempos con un Estimado señor Leopold muy señor
mio casi me caigo de espaldas cuando ha la mañana (dia ventitres de marzo) recivi su
carta y el cheque ajunto. Después de lo cual, se acordó de que, aparte de alguna
que otra propina y del soberano del Coronel en Navidad, que él recordara nadie
le había hecho un regalo jamás. Hasta ese día, en que le había llegado un
obsequio tan magnífico. Solo una vez, en el orfanato, una anciana
bienintencionada le regaló una Biblia. Como parecía oportuno decir algo más
que un simple «gracias» por un cheque de mil libras (sí, allí estaba, real como la
vida misma, en el bote de la mermelada) decidió contarle al señor Leopold
cómo había vendido la Biblia por cinco chelines, con la idea de poder comprarse
algún día un poni. Vera, señor, yo era solo un chabal y todo cambio al tener que
ganarme la vida cuando cumpli los doze asi que empezare a hora ha buscar alguno de
raza, de unos catorce palmos. Hay caballos muy buenos si tienes digamos trenta libras
en efectivo que a hora tengo señor gracias ha su jenerosidad. El resto del dinero se puede
quedar en el banco asta que se me ocurra algo para bien que hacer con el. Bueno señor
Leopold señor me quede de una pieza con su jeneroso regalo y ya acabo que es casi la
medianoche. De nuevo con agradecimiento y deseando que usted y su familia tengan
una larga y prospera vida
Todavía tenía algo que añadir, así que escribió una posdata que le llevó casi
tanto tiempo como todo el texto anterior. No fue nada lo que hize por su hija en la
Roca. Cualquier de poraqui le dirá lo mismo. Fue mi amigo un tipo joben con apellido de
Honorable Fitzhubert quien le salvo la vida. Yo no. Albert Crundall.
La carta número dos, que iba dirigida al Coronel Fitzhubert, fue mucho
más sencilla. En ella le presentaba su renuncia, le decía que dejaría el puesto
cuando a ambos les resultara más conveniente, y le recomendaba a Tom, el del
colegio, porque era un hombre con muy buena mano para los caballos.
Finalizaba con un usted siempre fue un buen jefe para mi. Se lo agradezco y si no
quiere que la silla nueva de Lancer este antes de la primabera colgando de un clabo en
mi cuarto sera mejor que la guarde bien seca en este lugar tan húmedo le saluda atento
Albert Crundall.
La última carta, la de Mike, la escribió a una velocidad vertiginosa, ya que
no le prestó ninguna atención a la ortografía. El bueno de Mike ya sabía que no
era muy diestro con la maldita pluma. Estimado Mike. Caray ese cheque es
inpresionante de verdad. El resto no tiene especial interés, excepto tal vez la
última frase: Bueno Mike vamos ha vernos cualquier dia que digas en la ciudad.
¿Conoces el Post Office Hotel en Burke Street? Podríamos tomarnos una cerveza y fijar
una fecha para Q 'land. He escrito ha tu tio para renunciar al trabajo en Lake V. y todo
en orden alli asi que di el dia. Albert.
15
161
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
quería hablar.
—Esta mañana parecía estar bastante bien.
—Oh, pauvre enfant...
La directora la miró con dureza.
—Una alborotadora. Eso es lo que es. Desde el primer momento.
—Una huérfana... —dijo Mademoiselle con valentía—. Hay que saber
disculpar a esos pobres seres solitarios.
—Lo cierto es que no sé si volveré a aceptarla el próximo trimestre. En
cualquier caso, ese asunto se tratará más adelante. El señor Cosgrove insistió en
llevarse a la niña en el acto. Resultó de lo más inoportuno, pero no tuve otra
opción.
—Me sorprende usted —dijo Mademoiselle—. El señor Cosgrove es un
hombre encantador con unos modales perfectos.
—Los hombres, Mademoiselle, suelen ser muy desconsiderados cuando se
trata de estas cosas. Usted misma lo descubrirá dentro de poco. —Su delgada
sonrisa forzada no pudo armonizar con la mirada inalterable de sus atentos
ojos.
—¿Y las cosas de Sara? —dijo Dianne, levantándose—. Lamento no haber
estado aquí, con ella, para preparar su maleta.
—Yo misma ayudé a Sara a poner unas cuantas cosas en su cestita con tapa.
Cosas que quería llevarse en ese mismo instante. El señor Cosgrove estaba
esperando abajo, y tenía mucha prisa por marcharse. Había pedido un coche.
—Quizá nos hayamos cruzado en el camino de regreso a casa desde la
iglesia. Me habría gustado tanto poder verla y despedirme de ella...
—Es usted una sentimental, Mademoiselle, a diferencia de la mayor parte
de las mujeres que se dedican a su profesión. Sin embargo, así son las cosas. La
niña se ha marchado.
A pesar de todo, la institutriz permaneció de pie en la puerta. Ya no tenía
miedo de aquella mujer que llevaba puesto su tafetán de los domingos
intentando encubrir la vejez de un cuerpo que reclamaba un descanso
inmediato además de varias bolsas de agua caliente. Alguna pequeña muestra
de humanidad.
—¿Hay algo más que quiera decir, Mademoiselle?
Al recordar a su abuela, tan elegante, que se reclinaba todas las tardes
durante dos horas en una chaise longue, Dianne, inmensamente audaz, se atrevió
a preguntar si Madame no podría tal vez considerar la idea de pedirle al buen
doctor McKenzie que pasara a verla un instante. Había tenido mucho trabajo...
Con el principio del otoño...
—Gracias... No. Nunca he dormido del todo bien. ¿Qué hora es? Anoche
me olvidé de darle cuerda al reloj.
—La una menos diez, señora.
—No estaré presente en el almuerzo. Por favor, dígales que no pongan un
plato para mí.
162
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
163
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Las dos futuras novias cambiaban impresiones acerca de los detalles de sus
respectivos ajuares, y Dianne, alegremente indiscreta, le confió a la sirvienta,
que la miraba con los ojos como platos, la historia de la pulsera de esmeraldas.
—No tengo más joyas —dijo la institutriz—. La nuestra será una boda muy
sencilla. Tenemos muy poco dinero y pocos parientes, excepto los de Francia.
Minnie se echó a reír:
—Mi tía nos está preparando el banquete de bodas, y ha invitado a tantos
familiares que Tom cree que al final ni la novia ni el novio podrán entrar en la
iglesia.
Dado que la señorita Buck había demostrado ser —en el breve periodo de
tiempo que llevaba en el colegio— una completa inútil para cualquier cosa que
no fuera enseñar algo de Euclides o una aritmética bastante elemental,
Mademoiselle tenía muchas cosas de las que ocuparse. Dedicaba la mayor parte
del día a todo tipo de pequeños quehaceres domésticos, y los sirvientes,
incluidos la cocinera y el señor Whitehead, acudían a la institutriz francesa para
que les diera instrucciones.
Aquella mañana corría escaleras arriba en busca de un paquete de alfileres,
cuando Alice, la ayudante de la doncella, apareció en el rellano con un cubo y
unas escobas.
—Minnie dice que haga la gran habitación doble, pero hay tanta ropa y
tantas cosas tiradas por ahí que no sé ni por dónde empezar.
—Yo te ayudaré —dijo Mademoiselle—. Me da la impresión de que las
estudiantes australianas son muy desordenadas. Estoy cansada de doblar y
guardar sus vestidos.
—¡Esa era la señorita Irma! —dijo Alice con admiración—. ¡Vaya que sí!
Llevaba un cepillo con el lomo de oro entre todos sus zapatos, y broches
prendidos en las enaguas. Si en lugar de ella, hubiera sido la señorita Sara, la
directora le habría dado a base de bien. ¡Es lo bueno de ser una rica heredera!
La antigua habitación de Miranda, que solía estar hermosamente iluminada
gracias a los dos grandes ventanales que daban al jardín, por los que entraba
también el aire fresco, se hallaba sumida en una oscuridad casi completa
cuando abrieron la puerta. Habían echado las persianas venecianas, con la única
excepción de la que cubría la estrecha ventana que se abría sobre la cama de
Sara, todavía deshecha y con las sábanas arrugadas, tal y como se quedaron la
última vez que ella durmió allí.
—Da un poco de miedo entrar, ¿no? —comentó la desaliñada muchacha
mientras dejaba las escobas en el suelo, dispuesta a ponerse manos a la obra.
Subió las persianas, y vieron que en la habitación reinaba un desorden
ciertamente deprimente. La bata de Sara descansaba sobre el respaldo de una
silla y había un par de zapatillas en el lavabo—. ¡Qué increíble! Parece que no
ha querido llevarse muchas cosas —dijo mientras tiraba de las colchas.
—Aquí hay una funda de camisón y un neceser —dijo Mademoiselle—. Y
la esponja sigue dentro. La directora me contó que solo se había llevado los
164
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
artículos más necesarios en una pequeña cesta, para el viaje. Lo mejor será que
lo guardemos todo en el armario hasta que la señorita Sara regrese una vez
pasadas las vacaciones.
—Se dice que su tutor tiene un montón de dinero —respondió Alice con
descaro—. No le pasará nada por comprarle a la niña una bata nueva. ¿Pongo
sábanas limpias en esa cama? Era la de la señorita Miranda, ¿verdad? ¡Vaya
chica más encantadora! Con un montón de dinero de verdad y nunca se las
daba de nada. ¡Hasta podía pararse con Minnie y conmigo, y reírse un buen
rato!
Aquella torpe criatura le estaba resultando insoportable.
—No. Quita todas las sábanas, y arregla las colchas... Comme ça.
Miranda no volvería a dormir en esa casa...
—No sé por qué no se pondría la joven Sara este precioso abrigo azul con el
cuello de piel el domingo por la mañana. Me da que las niñas de trece años no
tienen ningún gusto en el vestir.
—La señorita Sara se fue a toda prisa, y no es de tu incumbencia, Alice, lo
que decidiera ponerse o no para el viaje. Por favor, encárgate de quitar el
polvo... Debe de ser casi la hora del almuerzo. —Miró el reloj parado que
descansaba sobre la repisa de mármol de la chimenea, donde había también una
fotografía de Miranda, que sonreía tranquilamente desde su marco de plata. A
diferencia de lo que sucedía con casi todas las fotografías, esta parecía
extraordinariamente viva y real. Alice siguió limpiando el polvo, ahora
ofendida y sin decir una sola palabra, y Mademoiselle se quedó mirando
pensativa el retrato de Miranda—. Alice —dijo de repente—. ¿Fuiste tú quien
trajo a la señorita Sara su desayuno el domingo por la mañana?
—Sí, señorita. Minnie estaba durmiendo un poco.
—Espero que le trajeras un huevo... Y un poco de fruta. Tuvo migraña todo
el sábado, y no comió nada.
Alice, que se había olvidado por completo de las instrucciones de Minnie
acerca de llevarle el desayuno a la niña enferma, y que, de hecho, no le llevó
nada la mañana del domingo, se limitó a asentir, lo que de alguna manera le
parecía menos causa de pecado mortal que una mentira descarada. De todos
modos, estaba harta de las alumnas y de sus tonterías, y tomó la decisión de
buscar un trabajo como camarera para después de la Pascua, a pesar de lo cual
siguió limpiando entre las dos camas.
Dianne de Poitiers se mantuvo muy despierta durante la noche del martes.
La luna de Pascua, que ya se mostraba grande y brillante, lanzó una flecha de
plata hacia sus cortinas medio echadas, y atravesó la ventana abierta, que daba
a una zona del ala oeste. Había una luz encendida en la habitación de Minnie, y
de no ser por ella todo el edificio —o al menos lo que ella podía ver desde allí—
estaría completamente a oscuras. Cuando se apoyó en el alféizar pudo ver el
inclinado techo de pizarra que brillaba bajo la luna, y más allá la pequeña torre
achaparrada que se recortaba negra sobre el cielo. ¿Sería cierto aquello de que la
165
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
luna tenía algo que ver con los pensamientos e incluso con las acciones de los
seres humanos, que vivían a millones de kilómetros de distancia, tan abajo, en
la Tierra? Podía sentir cómo una marea de luz plateada recorría su delicada
piel. No solo su mente estaba inexplicablemente despierta y alerta, sino que lo
estaba todo su ser. Se acostó de nuevo, pero el débil zumbido de un mosquito
que revoloteaba cerca de su almohada vibró en medio del silencio como si se
tratara de un arpa. Le resultaba imposible conciliar el sueño en una noche así.
En el mismo momento en que cerraba los ojos, comenzaba a pensar en la niña
Sara. ¿Estaría también ella completamente despierta, bajo la luz de la luna?
¿Qué clase de hombre era su tutor? Solo sabía de él que tenía una apariencia
encantadora y unos modales exquisitos. ¿Dónde pasarían las fiestas? ¿Qué le
depararía el futuro a aquella niña que sentía que nadie la quería y que estaba
tan sola? Miranda fue la única persona del colegio que consiguió que Sara
sonriera alguna vez, y ahora Miranda se había ido... Miranda... Aquella
fotografía en la que Miranda sonreía desde la repisa de la chimenea, en su
marco ovalado, era la posesión más preciada de Sara.
—¡Imagínese, Mademoiselle! ¡Miranda me la regaló por mi cumpleaños! ¡A
mí!
—Deberías colorearla, Sara. Eres muy buena con los pinceles —le había
sugerido Mademoiselle—. El cabello de Miranda es de un color tan precioso.
Como el dorado del maíz maduro.
—No creo que a Miranda le gustase, Mademoiselle. Irma Leopold estaba
loca por rizárselo cuando se hizo esa fotografía, y Miranda le dijo que se la haría
con el pelo liso o no se la haría. «Como siempre lo llevo en casa. El pequeño
Jonnie no reconocería a su hermana con el pelo rizado.»
Y ese otro día, en los jardines de Ballarat... ¡Con qué claridad lo recordaba
todo ahora!
—¡Sara! Tus bolsillos... ¡Están inflados como un sapo!
—¡Oh, no, Mademoiselle! ¡No hay ningún sapo!
—Entonces, ¿qué es? No te queda nada bien.
—Es Miranda, Mademoiselle. No, no se ría. Por favor. Si lo descubrieran
Blanche y Edith no dejarían de burlarse de mí jamás. Lo llevo a todas partes,
incluso a la iglesia. Está perfecta, en este marco ovalado... Pero prométame que
nunca se lo dirá a Miranda. —Su pequeño rostro alargado se había puesto rojo,
y ella hablaba con solemnidad.
—¿Por qué no? —dijo Dianne, riéndose—. Es amusante, ça. A mí nunca me
ha llevado nadie a la iglesia metida en un bolsillo.
—Porque —dijo la niña muy seria— sencillamente Miranda no lo
aprobaría. Suele decirme que no va a estar aquí mucho tiempo más, y que tengo
que aprender a querer a otras personas además de a ella.
¿Qué ocurriría la mañana del domingo para que se olvidara de coger el
retrato de la repisa de la chimenea, como siempre hacía? Era algo pequeño y,
por lo tanto, fácil de transportar... Tenía prisa, Alice. Te lo acabo de decir... La
166
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
señorita Sara tenía prisa, y se olvidó de su bata. Una bata... Un neceser. Cosas
que podrían olvidar con facilidad tanto una niña nerviosa como la mujer sin
domesticar que la había ayudado casi a la fuerza a guardar unas cuantas cosas
en su pequeña cesta. Pero el retrato no. Jamás. Jamás se habría olvidado del
retrato. ¿Quizá se hallaba gravemente enferma? ¿Estaba tan mal que la directora
se había negado a admitirlo? ¿Habría llevado su tutor a la niña a un hospital,
tras prometer que guardaría silencio? Una bocanada de aire nocturno agitó las
cortinas de encaje e hizo que se abombaran hacia el interior de la habitación...
Tenía frío, un frío horrible. Y miedo. Se echó una colcha sobre los hombros,
encendió una vela y se sentó en la silla de su tocador para escribir al agente
Bumpher.
Antes de que finalizara la tarde del miércoles, día veinticinco, el último de
los coches de Hussey se había llevado ya a la última de las alumnas. Las
silenciosas habitaciones estaban repletas de montones de papel, de alfileres que
habían caído al suelo, de trozos de cintas y de cuerdas. En el comedor, el fuego
estaba apagado, y los claveles que quedaban en los altos jarrones de cristal
parecían estar en las últimas. El reloj de pie que sonaba en la escalera emitía
ahora un sonido tan fuerte que la señora Appleyard creyó que podía oír su
eterno tic-tac a través de la pared del estudio. Minuto a minuto; hora tras hora.
Como un corazón que siguiera latiendo en el interior de un cuerpo ya muerto.
Minnie entró al caer la noche con el correo en una bandeja de plata.
—Hoy ha llegado tarde, señora. Tom dice que se debe a la cantidad de
trenes que circulan durante la Pascua. ¿Le parece bien que eche las cortinas?
—Como quiera.
—Hay una para la señorita Lumley. ¿Se la entregó a usted?
La directora extendió un brazo para recogerla.
—Tendré que averiguar la dirección del hermano en Warragul.
¿Quién podía morirse, sino los Lumley, sin dejar ni una dirección? Dora
Lumley había sido siempre un desastre con su correspondencia, y seguía
siéndolo incluso ahora. Se quedó mirando las pesadas cortinas que ocultaban el
suave crepúsculo que caía sobre el jardín, y pensó en las pocas cosas que no
terminaban emborronándose en la vida, que permanecían firmemente
perfiladas. Una podía organizar, dirigir, planificar cada hora con antelación, y
aun así la confusión persistía. En la vida nada era realmente infalible, ni secreto,
ni seguro. No había más que pensar en gente como Dora Lumley o la niña Sara.
Inútiles. Las tienes firmemente bajo control y justo cuando vuelves la cabeza se
te escurren entre los dedos... Cogió mecánicamente el montón de cartas, y
comenzó a repartirlas como siempre insistía en hacer ella misma. Dos o tres
eran para el personal: una para Mademoiselle, escrita con la delgada tinta color
púrpura de Louis Montpelier, y la otra para Minnie, una postal coloreada
procedente de Queenscliff. Allí estaba también la ridícula factura del panadero,
entregada a mano en un sobre sucio. No aceptaba cheques... Justo después de la
Pascua tendría que ir a Melbourne y vender algunas acciones, y así podría
167
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
168
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
169
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
en el coche para llevar el correo. La cocinera, dado que solo tenía que alimentar
a un puñado de adultos en lugar del habitual grupo de estudiantes
hambrientas, se había puesto a hacer limpieza general en la inmensa cocina
enlosada. Alice estaba fregando las escaleras traseras, con la esperanza de que
aquella fuera la última vez. La señorita Buck se había ido en coche para coger
un tren que salía muy temprano, y Minnie arañaba diez minutos en su
habitación para devorar con avidez un racimo de plátanos maduros, fruta por la
que había empezado a sentir auténtica pasión a lo largo del último mes,
mientras se soltaba sin ninguna preocupación la cinturilla de su vestido
estampado, que le apretaba demasiado y no la dejaba estar cómoda.
Dianne de Poitiers envolvía en larguísimos papeles de seda sus escasos
pero elegantes vestidos. La mera visión de su sencillo vestido de novia, de satén
blanco, hacía que le diera un vuelco el corazón. Dentro de muy pocas horas,
Louis la llevaría a la modesta posada de Bendigo, donde había reservado una
habitación para su prometida hasta el lunes de Pascua. Se sentía como un pájaro
que estuviera a punto de ser liberado después de años de cautiverio en el
interior de una habitación sombría, en la que tantas veces había llorado hasta
quedarse dormida, y en la que había cantado, en voz muy baja, Au clair de la
lune, mon ami Pierrot. Aquella melodía agridulce salía por la ventana abierta, y
flotaba sobre el césped hasta llegar al lugar en que la señora Appleyard hablaba
con el señor Whitehead acerca de en qué punto del camino podrían ubicar un
nuevo arriate.
—Tengo que ponerme a ello justo después de Semana Santa, señora, si
quiere disfrutar de un buen espectáculo para la primavera.
¿Salvia? La directora le sugirió ese tipo de planta, que resultaba muy útil y
provechosa. Pero el jardinero no mostró mucho entusiasmo.
—Es la favorita de muchas de las niñas... Es curioso que no pueda ver una
amarilis sin acordarme de la señorita Miranda. «Señor Whitehead», solía
decirme, «esas flores me hacen pensar en los ángeles». Bueno, es probable que
ahora la pobre criaturita sea uno de ellos.
El jardinero suspiró.
—¿Y los pensamientos? —La directora se obligó a trasladar su imaginación
hacia los pensamientos, y observó que podían ofrecer una estupenda
perspectiva desde la puerta principal.
—¡Ah! ¡Ahí tenemos a la señorita Sara! ¡Ella es la de los pensamientos!
Suele pedirme a menudo que le dé unos cuantos para su habitación. ¿Tiene frío,
señora? ¿Le traigo un chal?
—Es lógico que tenga frío en marzo, Whitehead. ¿Hay algo más que quiera
decirme antes de me vaya?
—Solo lo de la bandera, señora.
—¡Dios santo! ¿Qué bandera? ¿Es muy importante? —Había empezado a
dar golpecitos impacientes con un pie sobre el suelo de grava—. Tengo
montones de cosas que hacer hoy.
170
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Lamento el retraso en el envío del cheque que hoy le adjunto para cubrir las cuotas
del trimestre de Sara Waybourne. Durante los últimos tiempos se ha requerido mi
presencia en el noroeste de Australia para solventar ciertos asuntos mineros, y me
ha resultado del todo imposible comunicarme desde allí con usted. El propósito de
esta carta es el de hacerle saber que tengo la intención de visitar el colegio el
sábado de Semana Santa (día veintiocho) por la mañana, para llevarme a Sara.
Espero que este acuerdo no le suponga ningún inconveniente, ya que el Viernes
Santo estaré ocupado y no deseo que la niña pase sola todo el día en el hotel,
aunque este sea excelente. Si Sara necesita ropa nueva, libros, material de dibujo,
etc., ¿sería usted tan amable de elaborar una lista para que podamos ir juntos de
compras en Sydney, donde quiero pasar unos días de vacaciones con mi pupila?
Como debe de estar a punto de cumplir catorce años, lo que me parece casi
imposible, imagino que a ella le gustaría algo un poco sofisticado, como un vestido
de fiesta, ¿no cree? De todos modos, podrá usted decirme qué opina de todo esto
cuando nos veamos.
Con mis más afectuosos saludos, y esperando una vez más que no le suponga
graves molestias seguir cuidando de Sara hasta el sábado (por supuesto, me haré
171
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Le saluda atentamente,
Jasper B. Cosgrove.
172
16
Colegio Appleyard,
Martes, 24 de marzo.
unas cuantas preguntas —siempre muy discretas— a las dos únicas personas que
estaban en el colegio durante la visita de monsieur Cosgrove, además de la propia
madame. Ambas son mujeres buenas y honestas, y ninguna de ellas, ni Minnie, la
femme de chambre, ni la cocinera, vieron llegar a monsieur Cosgrove. Y
tampoco le vieron partir, con la niña o sin la niña Sara. Sé, no obstante, que
puede haber una explicación para todo esto. Pero existen otras razones que me
desvelan, y que me parecen mucho más importantes. No obstante, me resulta muy
complicado exponérselas claramente a usted en inglés. Es tarde y la casa está a
oscuras. Esta mañana he pasado una hora en el dormitorio que habitualmente
ocupaba Sara, y, al principio, también Miranda. Mientras ayudaba a una
sirvienta a ordenar la habitación, he podido observar con mucha atención ciertas
cosas que le explicaré más adelante. Ahora no tengo tiempo ni tampoco facilidad
para el idioma sin la ayuda de mi diccionario. Querría describirle los tremendos
pensamientos que han ido viniéndome a la cabeza después de salir esta mañana de
esa habitación vacía, y que me resultan horriblemente obvios. Como dejaré el
colegio pasado mañana (el jueves) y me casaré el lunes de Pascua en Bendigo, le
adjunto mi nuevo apellido y mi dirección, por si deseara usted escribirme por este
asunto. Mientras tanto, M. Bumpher, estoy seriamente preocupada y le quedaría
muy agradecida si pudiera usted acercarse al colegio tan pronto como le sea
posible, y hacer algunas averiguaciones. Por supuesto, no debe revelarle a madame
ni a ninguna otra persona que le he escrito esta carta. Espero que la reciba
durante la mañana del jueves. Desafortunadamente, no tengo manera de enviarla
antes ya que madame revisa todo lo que se pone en la saca del correo, y debo
esperar a entregarle esto a alguien en quien pueda confiar. Estoy agotada. Trataré
de dormir un poco antes del amanecer. No puedo hacer nada más sin su ayuda.
Discúlpeme por la molestia.
Buenas noches monsieur...
Dianne de Poitiers.
174
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
175
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
se dio cuenta, y regresó para devolvérselo. Me acuerdo de todo esto porque Ted
me comentó en ese momento: «Se lo aseguro, señora Bumpher, ¡ahí tiene usted
a alguien honrado de verdad! Si no lo hubiera devuelto, habría tenido que
poner yo ese dinero de mi propio bolsillo».
—Bueno, gracias por el té. Me voy —dijo Bumpher, mientras echaba hacia
atrás su silla—. Ya nos veremos esta noche. Puede que hoy llegue tarde a casa.
Ella iba a preparar un buen asado para la cena, pero llevaba quince años
casada con el agente, y sabía que era mejor no preguntar nada.
La promesa de buen tiempo para la Pascua se mantuvo durante todo el
jueves. A las doce hacía casi calor, y Bumpher se quitó la chaqueta mientras
anotaba algunos datos en su oficina, que necesitaba una buena ventilación. El
señor Whitehead también se quitó el abrigo para arreglar las dalias. Cuando
terminó de comer, el jardinero entró en el cobertizo de las herramientas y sacó
la manguera, que ya había enrollado creyendo que no la iba a necesitar durante
el invierno. Quería regar las hortensias antes de que el arriate se secara
demasiado. Tom le preguntó si podía echarle una mano. Si no, se llevaría a
Minnie a dar un paseo camino abajo. El jardinero le dijo que no le necesitaba. Lo
tenía todo bajo control y las plantas podrían pasar perfectamente un día sin él.
Pero, si el sol apretaba el Viernes Santo, como había sucedido ese día, ¿le
importaría a Tom regar un poco las hortensias? Tom se lo prometió y, tomando
a Minnie del brazo, se alejó. Fue así como se libró, felizmente, de los
acontecimientos que iban a tener lugar a lo largo de las siguientes horas.
El arriate de hortensias, de dos metros y medio de ancho, recorría casi toda
la parte posterior de la casa, y era la niña de los ojos del señor Whitehead. Ese
verano algunas flores habían alcanzado hasta los dos metros de altura. Acababa
de meter la boca de la manguera en el grifo más cercano del jardín, cuando notó
un desagradable olor que parecía provenir de las hortensias. Pensó que, antes
de abrir el grifo, debería investigar qué pasaba allí o la cocinera le iba a armar
una buena con ese hedor tan cerca de la puerta de la cocina. Los últimos días
había estado demasiado ocupado con la poda de otoño, y no se había detenido
a contemplar con la frecuencia habitual el crecimiento de las hortensias; esas
hojas oscuras y lustrosas sobre las que brotaban las flores de un profundo color
azul. Se acercó y se llevó un buen disgusto al comprobar que una de las plantas
más altas y hermosas estaba completamente aplastada. Se hallaba en la última
fila y quedaba a pocos metros de la pared que había justo debajo de la torre. Las
preciosas flores azules se mostraban lacias desde el mismo tallo. ¡Esas malditas
zarigüeyas! Los dichosos bichos se pasaban el día dando vueltas por los tejados.
Tom había encontrado el año anterior un nido en la torre, y seguro que se había
dedicado a pisotear las plantas con sus botazas sin mirar por dónde iba, en
busca de zarigüeyas muertas. El jardinero se quitó el chaleco y sacó un par de
tijeras de podar del bolsillo del pantalón con la idea de acercarse un poco más y
hacer un corte limpio en los tallos rotos. Así que comenzó a gatear con cuidado
entre los arbustos, intentando no dañar nada con las manos o las rodillas. No
176
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
quería interrumpir el crecimiento de los nuevos brotes que nacían cerca de las
raíces. Estaba ya a pocos centímetros de las flores caídas, cuando vio algo
blanco a su lado, en el suelo. Algo que hacía no mucho había sido una niña con
un camisón que ahora estaba manchado de sangre seca. Tenía una pierna
doblada por debajo del inconexo cuerpo, y la otra se había enredado en la horca
que él empleaba para sostener las ramas inferiores de las plantas. Estaba
descalza, y tenía la cabeza tan aplastada que resultaba difícil averiguar de quién
se trataba. No se atrevía a contemplar aquel rostro más de cerca, pero ya sabía
que era Sara Waybourne. No había otra niña en el colegio que fuera tan
pequeña y que tuviera esos bracitos y esas piernas tan delgaditas.
Se las arregló para salir gateando hasta el camino que discurría junto al
arriate, y supo que tenía que vomitar. Desde ese lugar el cuerpo quedaba
completamente oculto tras la densa cortina de follaje. Durante aquellos últimos
días, Tom, él y las sirvientas debían de haber pasado decenas de veces por allí
sin ver nada. Entró en el lavadero y se echó agua por las manos y la cara. Tenía
una botella de whisky en la habitación. Se sentó en el borde de la cama y se
sirvió un trago para intentar asentar el estómago que se le había revuelto de
una manera salvaje. A continuación se fue directo hacia la casa. Entró por una
puerta lateral y cruzó la entrada con el fin de llegar hasta el estudio de la señora
Appleyard.
Todo esto supuso un golpe espantoso para mí, y era terrible tener que contárselo a
la directora después de todo por lo que había pasado en los últimos tiempos. Creo
que ella estaba caminando de un lado para otro por la habitación antes de que yo
llamara a la puerta. En cualquier caso, no respondía, así que entré. Creí que le iba
a dar algo cuando me vio. Casi se muere del susto. Tenía un aspecto horrible, peor
aún que el habitual. Quiero decir que todos comentábamos en la cocina que
últimamente parecía enferma. No me pidió que me sentara, pero me temblaban
tanto las piernas que apenas podía mantenerme en pie, y me acomodé en una silla.
No puedo recordar exactamente lo que le dije acerca de que había encontrado el
cuerpo. Al principio se quedó allí, mirándome como si no hubiera oído una sola
palabra de lo que le había dicho. Pero entonces me pidió que se lo contara todo de
nuevo, muy lentamente, y yo lo hice. Cuando terminé, me preguntó: «¿Quién
era?». Yo dije: «Sara Waybourne». Ella preguntó si estaba completamente seguro
de que la niña estaba muerta. Le dije: «Sí, completamente seguro». No le dije por
qué. Dejó escapar una especie de grito ahogado que recordaba más al de un animal
salvaje que al de un ser humano. No olvidaré ese grito en toda mi vida. Ni aunque
viva hasta los cien años.
Nota de la autora: Edward Whitehead vivió noventa y cinco años.
177
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
Luego sacó una botella y se sirvió un vaso grande de brandy para ella y otro
para mí, pero yo lo rechacé. Le pregunté si quería que fuera a buscar a la cocinera,
que era la única persona que estaba en la casa en ese momento, además de
nosotros. Me dijo: «Claro que no, idiota. ¿Sabe montar a caballo?». Yo le dije que
no se me daba muy bien, pero que sí podría enganchar al poni a un coche. Dijo:
«Entonces puede usted llevarme a la comisaría. Dese prisa, por el amor de Dios.
¡Y si ve a alguien no abra la boca!». Unos diez minutos más tarde ella ya estaba
en la puerta principal, esperando a que yo llegara con el coche. Se había puesto un
largo abrigo azul marino y un sombrero marrón con una pluma que sobresalía por
arriba, y que yo le había visto en otras ocasiones, sobre todo cuando iba a
Melbourne. Llevaba un bolso de cuero negro y unos guantes también de color
negro, y me pregunté cómo podría pensar nadie en ponerse unos guantes en un
momento así. Fuimos hasta Woodend, tan deprisa como pudo llevarnos el caballo,
y ninguno de los dos dijo una palabra durante todo el trayecto. Cuando estábamos
a unos cien metros de la comisaría, enfrente de las Caballerizas Hussey, me dijo
que detuviera el coche. Entonces se bajó y se acercó al asiento en que los pasajeros
de Hussey esperan a que pasen los coches. Pensé que se iba a caer. Le pregunté si
quería que la acompañara a la comisaría o si prefería que esperara fuera. Ella me
dijo que se iba a sentar allí unos minutos y que luego iría a la comisaría, sola. Dijo
también que me harían montones de preguntas más tarde, y que lo mejor sería que
regresara directamente a casa. No me gustaba nada dejarla en la calle sola, con
tan mal aspecto y todo eso. Sin embargo, ella parecía saber exactamente lo que
quería, como siempre, y pensé que tenía que obedecer sus órdenes. Sobre todo
porque estaba terriblemente mareado después de lo que había visto esa tarde.
Antes de que me marchara, la señora Appleyard me dijo que cogería uno de los
coches de Hussey en cuanto hubiera hablado con la policía, para que la llevara de
nuevo al colegio. Cuando di la vuelta con el caballo para volver a casa, ella seguía
sentada en aquel asiento, más tiesa que un palo. Y esa fue la última vez que la vi.
178
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
kilómetros de distancia; que acababa de recibir malas noticias de unos amigos que
vivían en la carretera que llevaba a Hanging Rock, y que sería capaz de reconocer
la casa en cuanto la viera. Como todos los cocheros estaban trabajando en ese
momento, yendo y viniendo para recoger a los que llegaban en los trenes y esas
cosas, le dije que la llevaría yo mismo hasta allí si no le importaba esperar a que
enganchara una yegua a un coche. Era un animal muy brioso que acababa de
domar y que no dejaría que nadie más que yo le pusiera los arneses. Me di cuenta
de que la señora Appleyard estaba muy alterada, lo que era extraño en una mujer
como ella, que no dejaba traslucir sus sentimientos jamás. Le pregunté si le
gustaría sentarse a tomar una taza de té en mi casa mientras esperaba, pero ella
vino conmigo y se quedó de pie mientras enganchaba la yegua al coche. Nos
fuimos a las tres menos diez. Sé qué hora era porque tuve que anotarla en el bloc
de la oficina para los conductores. Después de haber recorrido un par de
kilómetros en absoluto silencio, le comenté que hacía un bonito día, muy soleado.
Ella dijo que no se había dado cuenta. No hablamos más hasta llegar a la curva de
la carretera desde la que empieza a divisarse Hanging Rock. Le indiqué con un
dedo el lugar en que se alzaba la Roca, por detrás de los árboles, y le dije algo
acerca de que desde el día del picnic aquel lugar le había causado un montón de
problemas a mucha gente. Ella se inclinó hacia delante, justo a mi lado, y le hizo a
la Roca un gesto amenazante con un puño. Espero no tener que volver a ver jamás
una expresión como esa dibujada en ningún otro rostro. Aquello me asustó
bastante, y no lo lamenté en absoluto cuando vimos una pequeña granja a lo lejos.
Había una puerta en el camino, pero luego nadie se había encargado de abrir un
sendero desde esa puerta hasta la de la propia casa. Ella me dijo que parara. Yo le
pregunté: «¿Está usted segura de que es aquí?»
—Sí —dijo ella—. Es aquí y no es necesario que me espere. Mis amigos me
llevarán de vuelta al colegio más tarde.
Era una especie de casa en ruinas. Estaba más allá de los prados y en el
exterior, de pie en la puerta, había una pareja. Un hombre y una mujer que
sostenía un bebé en brazos.
—Está bien —le dije—. La yegua todavía no se ha acostumbrado a quedarse
quieta. Si está segura de que no necesita mi ayuda, me marcharé. Y espero que
esas noticias no sean tan malas como usted cree.
Conseguí que la yegua arrancara bien, y salimos a toda prisa. No miré atrás.
Más tarde, el pastor y su esposa declararían ante el tribunal que habían visto
cómo una mujer con un abrigo largo salía de un coche de un solo caballo que se
había detenido justo delante de la puerta que daba al camino de su casa. Luego
contemplaron cómo se alejaba en dirección al área de picnic. Por allí pasaban a
pie muy pocos desconocidos, pero la mujer parecía tener prisa, y pronto se alejó
179
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
180
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
que la habían escalado las niñas perdidas hacía tanto, tanto tiempo, con sus
vestidos de verano, sus holgadas faldas y sus delicados zapatos. En ese instante,
mientras seguía sudando y se tropezaba al atravesar las grandes extensiones de
helechos y cornejos, se acordaba mucho de ellas, pero sin llegar a sentir ninguna
compasión. Muertas. Estaban muertas. Y ahora también lo estaba Sara, tendida
debajo de la torre. Cuando el monolito se elevó ante ella, lo reconoció de
inmediato gracias a las fotografías. Siguió trepando con la única idea de
recorrer los últimos metros que le quedaban para llegar hasta él. El corazón le
latía a toda velocidad debajo del grueso abrigo. El ascenso no era sencillo, y
notaba cómo a cada paso montones de pequeñas piedras resbalaban bajo sus
pies. A la derecha había un estrecho saliente que iba a dar a un precipicio, y no
se atrevió a mirar. A la izquierda, en cambio, se alzaban nuevas cumbres,
enormes piedras... En una de ellas vio una inmensa araña negra que tenía las
patas completamente extendidas y que estaba dormida bajo el sol. Siempre le
habían dado pánico las arañas. Buscó a su alrededor algo con que golpearla, y
entonces vio a Sara Waybourne en camisón. Tenía un ojo abierto y la miraba
fijamente con él desde su máscara de carne podrida.
Un águila que volaba por encima de las doradas cumbres escuchó su
alarido. La directora chilló mientras corría hacia el precipicio, desde donde
saltó. La araña se escabulló rápidamente en busca de un lugar seguro, mientras
el desmañado cuerpo rodaba y se golpeaba de roca en roca en su descenso hacia
el valle. Siguió cayendo hasta que una peña puntiaguda le atravesó la cabeza,
aún adornada con su sombrero marrón.
181
17
Aunque se suele relacionar el día de San Valentín con los asuntos del corazón y
con la tradición de dar y recibir regalos, hemos de recordar que han pasado
exactamente trece años desde aquel fatídico sábado en que un grupo formado por
unas veinte alumnas y dos institutrices salió del colegio Appleyard, en la
carretera de Bendigo, para ir de picnic a Hanging Rock. Una de las institutrices y
tres niñas desaparecieron aquella tarde. Solo se volvió a ver a una de ellas.
Hanging Rock es un espectacular promontorio de origen volcánico que se alza en
las llanuras en que descansa el monte Macedon, y resulta de especial interés para
los geólogos debido a sus excepcionales formaciones rocosas, entre las que
encontramos monolitos y también, según se cree, agujeros y cuevas sin fondo que
nadie se había atrevido a explorar hasta fechas muy cercanas (1912). Se creyó por
entonces que las personas desaparecidas quisieron escalar las escarpadas y
peligrosas rocas que se alzan cerca de la cumbre, donde se presume que
encontraron la muerte. Pero lo que jamás llegó a aclararse, dado que nunca
encontraron los cuerpos, fue si lo sucedido se debió a un accidente, a un suicidio o
directamente a un asesinato.
La intensa búsqueda de la policía y de los habitantes de la zona por una
superficie relativamente pequeña no aportó ninguna pista para la resolución del
misterio, hasta que la mañana del sábado día veintiuno de febrero, el Honorable
Michael Fitzhubert, un joven inglés que estaba de vacaciones en el monte
Macedon (y que en la actualidad reside en una hacienda del norte de
Queensland), encontró a una de las tres niñas desaparecidas, Irma Leopold, que
yacía inconsciente al pie de dos enormes rocas. La desventurada muchacha se
recuperó posteriormente, pero jamás sanó de una lesión en la cabeza que le borró
todo recuerdo de lo sucedido después de que ella y sus compañeras iniciaran el
Joan Lindsay Picnic en Hanging Rock
ascenso hacia los niveles superiores. La búsqueda continuó durante varios años
con grandes dificultades debido a la misteriosa muerte de la directora del colegio
Appleyard pocos meses después de la tragedia. El propio colegio quedó totalmente
destruido el verano siguiente como consecuencia de un incendio forestal. En 1903,
dos cazadores de conejos acamparon en Hanging Rock y encontraron un pequeño
trozo de tela de percal con volantes, que, en opinión de la policía, podía pertenecer
a la enagua que llevaba la institutriz que desapareció el día del picnic.
Una figura un tanto oscura aparece brevemente en esta extraordinaria
historia. Se trata de una niña llamada Edith Horton, alumna del colegio
Appleyard a la edad de catorce años. Esta niña acompañó a las tres chicas en el
recorrido inicial de ascenso hacia la Roca, y volvió al atardecer, presa de un ataque
de histeria, con las otras excursionistas que esperaban junto al arroyo. En ese
momento, y también más tarde, se mostró incapaz de acordarse de nada de lo
sucedido. A pesar de las reiteradas preguntas que se le han seguido haciendo a lo
largo de los años, la señorita Horton murió recientemente en Melbourne sin
proporcionar ninguna información adicional.
La condesa de Latte-Marguery (ex Irma Leopold) reside en la actualidad en
Europa. De vez en cuando la condesa concede entrevistas a diversas entidades que
muestran interés por lo ocurrido, incluida la Sociedad para la Investigación
Psíquica, pero sigue sin recordar nada nuevo. Únicamente se acuerda de los
detalles que acudieron a su mente en el instante en que recobró el conocimiento
por primera vez. Así pues, parece probable que el Misterio del Colegio, al igual
que aquel célebre caso del Marie Celeste, no llegue a resolverse jamás.
183
ÍNDICE
Introducción......................................................................................................................5