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Simone Weil

Autor: Carmen Herrando

Índice
1. Una vida breve e intensa

2. El ideal político del arraigo

3. Al horizonte, una espiritualidad del trabajo

4. Un Dios que se rebaja por amor

5. Simone Weil y la ciencia

6. Bibliografía

6.1. Obras de Simone Weil


6.1.1. Obras completas (Œuvres complètes)

6.1.2. Otras obras de Simone Weil

6.1.3. Obras de Simone Weil en español

6.2. Obras relevantes sobre Simone Weil y otras aquí citadas

1. Una vida breve e intensa


Simone Weil nació en París el 3 de febrero de 1909. Su padre era médico
y su madre una mujer inteligente y de gran viveza; ambos de origen judío,
pero ajenos a la práctica religiosa. Simone y su hermano André —tres años
mayor— fueron educados en el más riguroso agnosticismo. André llegaría a
ser un reconocido matemático, y Simone admiraría siempre su inteligencia
excepcional. El hogar de los Weil era abierto, y se apreciaba en él la cultura
y valores como la honradez, el servicio o la nobleza de corazón.

Durante la guerra de 1914, el doctor Weil fue movilizado como médico


militar, y su familia le siguió por distintas regiones de Francia. Los estudios
de los niños fueron particulares en aquella época de guerra, pero también,
en el caso de Simone, lo serían en otras ocasiones debido a una salud
precaria que favoreció en ella cierto aislamiento y que tomase como modelo
a su hermano. Entre André y Simone llegó a reinar una complicidad tan
grande, que hasta inventaron una jerga propia con alusiones literarias raras
para niños de su edad. Fue André quien enseñó a leer a Simone.

Simone ingresó en el Liceo Fénelon en 1919. Aunque era algo menor que
sus compañeras, formó una asociación con fines caritativos: «Los
caballeros de la mesa redonda». Entonces ya leía a Lamartine y
los Pensamientos de Pascal. Pero con 14 años atravesó una profunda crisis
personal que tuvo que ver con la brillante carrera de su hermano (André era
admitido en la École Normale Supérieure a los 16 años con un permiso
especial). Como cuenta en su «Autobiografía espiritual» [Weil 1966; Weil
1993], una de las últimas cartas que envió su amigo dominico J. M. Perrin
en 1942, tras meses de gran oscuridad, llegó al convencimiento de que
«cualquier ser humano, aun cuando sus facultades naturales fuesen casi
nulas, podía entrar en ese reino de la verdad reservado al genio, a
condición tan sólo de desear la verdad y hacer un continuo esfuerzo de
atención por alcanzarla» [Weil 1993: 39]. Esta certeza interior la liberó de
una angustia profunda (llegó a pensar en el suicidio), y toda su vida tendría
presente esta certeza adquirida con catorce años.

En 1924 estudia en el Liceo Victor-Duruy, con René Le Senne; aprobó


el bac de filosofía en 1925. Entre este año y 1928 fue alumna de Alain
(Émile Chartier) en el Liceo Henri IV.

Aunque en sus años de estudiante discutía sobre religión y política con


sus compañeros, Simone Weil no solía abordar el tema de Dios: «En la
adolescencia —escribe— pensaba que carecíamos de los datos necesarios
para resolver el problema de Dios y que la única forma segura de no
resolverlo mal, lo que me parecía el peor de los males, era no plantearlo.
Así que no me lo planteaba. No afirmaba ni negaba» [Weil 1993: 38]. El
compromiso social de Simone Weil se incrementó por entonces mediante su
participación en una suerte de universidad popular para ferroviarios, en la
que enroló también a su hermano; también militaba en la Liga de Derechos
Humanos, donde inscribió a sus padres, y colaboraba en la revista Libres
Propos, fundada por Alain.

En otoño de 1928, Simone Weil ingresa en la École Normale Supérieure,


sin abandonar del todo los cursos de Alain. Fue aquél un momento fuerte de
su compromiso social y antimilitarista, que llegó a generarle problemas con
la administración de la Escuela. Durante el verano de 1929, trabajó en el
campo, en la región del Jura, con unos parientes. No era la primera vez que
dedicaba parte de las vacaciones al trabajo agrícola. Del mismo modo, en el
verano de 1931 quiso conocer la vida de los pescadores de Réville (en el
canal de La Mancha), donde veraneaba con sus padres; se hacía a la mar
con los pescadores, tanto de día como de noche, y cuando el mal tiempo no
dejaba faenar, enseñaba aritmética y francés al guardián del faro, Marcel
Lecarpentier, que fue quien la aceptó a bordo. Recordándola, Lecarpentier
decía sobre ella: «Quería conocer nuestra miseria, quería emancipar al
obrero... Una noche pasé miedo. En plena tempestad, ella no se quiso atar,
y dijo: “Marcel, siempre he cumplido con mi deber y estoy preparada para
morir”... Simone vigilaba el trabajo con cuentagotas, controlaba el precio del
pescado, calculaba los lotes... Temía que yo pudiera explotar a los otros, y
siempre me advertía de este peligro» [Fiori 1993: 195].
En 1930, Simone Weil comenzó a sufrir unos dolores de cabeza terribles,
que no la abandonaron nunca; gracias a su firme voluntad de superación,
no supusieron una traba importante en su vida.

Se inició como profesora de filosofía en el Instituto de Le Puy al comienzo


del curso escolar de 1931. Pero además de la enseñanza reglada llevó a
cabo una gran actividad sindical que alternaba con cursos para obreros y
mineros, en sus horas libres y durante los fines de semana, generalmente
en Saint-Étienne. Simone Weil fue una verdadera ayuda para aquellos
obreros, como asesora y como maestra. Les amparaba y sostenía, ante el
desconcierto de muchas gentes que no podía concebir que una profesora
alentase protestas y encabezase manifestaciones. Su coherencia de vida
llamaba la atención, pues vivía con lo equivalente al subsidio del paro y
entregaba el resto de su salario a la caja común de los parados. Y se
negaba a encender la estufa porque creía que los parados no podían
calentarse; pudo comprobar que no siempre era así, pero eso no la disuadió
de sus costumbres austeras.

Mujer de realidades, Simone Weil quiso ver con sus ojos lo que sucedía
en Alemania, y a Berlín se fue en verano de 1932; la acogió una familia
obrera. De este viaje obtuvo compromisos con los refugiados alemanes: los
acogía en su propia casa (la de sus padres) y les ayudaba en lo que podía.
Su actividad sindical y su lucidez intelectual le valieron elogios como el de
Boris Souvarine, quien dijo que Simone Weil era «el único cerebro que ha
tenido el movimiento obrero en muchos años» [Pétrement 1997: 257]. Pero
también obtendría denuestos. El mismo Trotsky se refirió a los «prejuicios
pequeño-burgueses de lo más reaccionario» de Simone Weil, pese a que
fue acogido clandestinamente en casa de la familia Weil la noche de fin de
año de 1933.

La actividad política de Simone Weil iría amortiguándose hasta llegar a


desaparecer. Así lo expresa en 1934 a su amiga y biógrafa Simone
Pétrement: «He decidido retirarme enteramente de todo tipo de política,
salvo para la investigación teórica. Lo que no excluye para mí la eventual
participación en un gran movimiento espontáneo de masas (como soldado
raso), pero no quiero ninguna responsabilidad, por pequeña que sea, o
incluso indirecta, porque estoy segura de que toda la sangre se verterá en
vano y que estamos derrotados por adelantado» [Pétrement 1997: 291].
Entre 1931 y 1934, Simone Weil trabaja como profesora en los institutos
de Auxerre y Roanne. Y durante el verano y el otoño de 1934 redactó
sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, un
lúcido ensayo de pensamiento político que siempre consideró su “gran” obra
y su legado. «La buena voluntad alumbrada de los hombres, cuando actúan
como individuos, es el único principio posible de progreso social» —escribe
en este trabajo— [OC II, 2: 50]. Pues siempre reaccionó ante la
subordinación del individuo a la colectividad. Y cuando acabó
sus Reflexiones quiso conocer el mundo obrero desde dentro. Simone Weil
trabajó como obrera manual durante casi un año; vivía exclusivamente de lo
que ganaba, y se alojaba en condiciones muy pobres, negándose a recibir
nada de sus padres. Sus amigos y su hermano trataron de disuadirla antes
de dar este paso, pero fue en vano; para ella era demasiado importante vivir
en cuerpo y alma lo que vive cualquier obrero. La experiencia, sin embargo,
la destrozó: «¿Qué he ganado con esta experiencia?» —anota en su diario
— «el sentimiento de que no tengo ningún derecho a nada (atención de no
perderlo). La capacidad de bastarme moralmente a mí misma, de vivir en
este estado de humillación latente perpetua, sin sentirme humillada a mis
propios ojos» [OC II, 2: 253]. Pero también hizo que, en adelante, cualquier
cosa, y sobre todo cualquier persona, le resultasen más esenciales, más
grandes.

En septiembre de 1935, de viaje con sus padres, Simone Weil vive un


primer contacto con el cristianismo. Estaba en un pueblecito pobre de la
costa portuguesa. Así lo describe: «Las mujeres de los pescadores
caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban
cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podía
dar una idea de aquello... Allí tuve de repente la certeza de que el
cristianismo era, por excelencia, la religión de los esclavos, de que los
esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos» [Weil 1993:
40].

El verano siguiente, 1936, Simone Weil seguiría con tanto interés el


estallido de la guerra en España, que no tardó en cruzar la frontera por Port
Bou. Llegó a Barcelona a primeros de agosto, seguida de cerca por unos
padres angustiados. Hacia mediados de mes llegaba al frente de Aragón, a
Pina de Ebro (Zaragoza), donde estaba la «columna Durruti», a la que se
sumó; pero un accidente la devolvió a Barcelona a los pocos días (se
quemó la pierna izquierda con aceite hirviendo). Su padre ayudaría a curarla
en el hospital de Sitges. Simone Weil dejó un gran testimonio sobre nuestra
guerra “incivil” —como la llamó Miguel de Unamuno— : la carta que escribió
a George Bernanos en 1938, tras leer Los grandes cementerios bajo la luna.
Bernanos llevó esta carta siempre consigo. Simone Weil ya no volvió a
España.

Tras una cura en Suiza para paliar los dolores de cabeza que padecía,
Simone viajó a Italia en la primavera de 1937. Volvió a encontrarse con el
cristianismo en Asís, esta vez de forma más penetrante. Describe así este
segundo encuentro: «Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII,
Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a
menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera
vez en mi vida, a ponerme de rodillas» [Weil 1993: 40-41].

Durante el curso 37-38 comenzó a trabajar en Saint Quentin, una ciudad


obrera cercana a París, pero los dolores de cabeza le obligaron a pedir una
baja prolongada. La Semana Santa y la Pascua de 1938 las pasó con su
madre en la abadía benedictina de San Pedro de Solesmes, donde quedó
cautivada por la liturgia y el canto gregoriano. Aquí describe un singular
encuentro no ya con el cristianismo, sino con el mismo Cristo: «[...] en el
transcurso de estos oficios, el pensamiento de la Pasión de Cristo entró en
mí de una vez y para siempre» [Weil 1993: 41]. Y gracias a un joven inglés,
en Solesmes comprendería también la virtud sobrenatural de los
sacramentos.

Sus experiencias personales interiores y la amistad con Simone


Pétrement, estudiosa de las tradiciones religiosas, llevaron a Simone Weil a
la lectura de los principales textos de la mística universal, que contribuyeron
a que la vida de sus adentros se hiciese más rica e intensa. Inició así una
serie de vivencias interiores —nunca buscadas— que relató al padre Perrin
o al poeta Joë Bousquet. A este último le escribió que un día, mientras
recitaba el poema Love, de Herbert (poeta inglés del siglo XVII), sintió
presente a Cristo de forma «más personal, más cierta, más real que la de
un ser humano» [Weil 1999: 797].

Con las anexiones de Hitler en 1939, Simone Weil abandonaría el


pacifismo militante. El 13 de junio de 1940, un día antes de que París fuese
declarada ciudad abierta, los Weil salieron con lo puesto hacia Nevers. Tras
dos etapas en Vichy y en Toulouse, se instalaron en Marsella a mediados
de septiembre. En esta etapa Simone Weil emprende una gran actividad,
como si la apremiase algo urgente: se entusiasmó con la lectura de
la Bhagavad-Gita, empezó a escribir una obra de teatro que no pudo
terminar («Venecia salvada»)... Y escribía en Cahiers du Sud, al tiempo que
colaboraba con el grupo de Témoignage chrétien, vinculado a la resistencia.
También se desviviría por los indochinos de un campo de refugiados
próximo, a quienes a menudo entregaba lo que le correspondía en la cartilla
de racionamiento… Leyó y escribió muchísimo. E ideó un proyecto para la
formación de un cuerpo de enfermeras preparadas para actuar en primera
línea de fuego, en el mismo frente de guerra.

Fue en Marsella donde redactó la mayor parte de sus Cuadernos, de los


que Gustave Thibon publicaría una selección tras la guerra, con el título La
gravedad y la gracia. En octubre de 1940 el Estatuto de los Judíos prohibía
a éstos ejercer determinadas profesiones. Simone Weil escribió al Ministro
de Instrucción Pública en estos términos: «si hay una tradición religiosa que
miro como mi patrimonio, esa es la tradición católica. La tradición cristiana,
francesa, helénica, es la mía; la tradición hebrea me resulta extraña...»
[Pétrement 1997: 528]. En julio de 1941, Simone Weil conoce al dominico
Joseph Marie Perrin, con quien trabó una gran amistad; conversaban
intensamente sobre cuestiones religiosas. El p. Perrin presentó a Simone al
pensador católico Gustave Thibon, en cuya propiedad se instalaría para
trabajar en tareas del campo. Aunque la convivencia con Thibon y su familia
no fue fácil al principio, pronto creció una buena amistad entre ellos, y con
Thibon aprendió Simone Weil el Padrenuestro (que recitaba en griego) y
conoció los escritos de San Juan de la Cruz, que tanto contarían para ella
hasta el final de sus días. Por Thibon logró trabajar como vendimiadora en
un pueblo cercano.

André Weil había logrado instalarse en los Estados Unidos de América, y


desde allí movía los hilos para que acudiesen también sus padres y su
hermana. Los Weil dejaban de Marsella el 14 de mayo de 1942 y llegaban a
Nueva York a primeros de julio, tras una travesía que comprendió una
estancia de diecisiete días en un campo de refugiados, en Casablanca.
Para Simone Weil, aquel viaje fue doloroso, pues sentía que estaba
traicionando a su patria; si se avino a dejar Francia fue exclusivamente por
sus padres. Desde que llegó a Nueva York, hizo lo imposible por volver a
Francia, aunque no dejó de interesarse por los más desfavorecidos, que allí
eran sobre todo las personas de raza negra; asistía cada domingo a una
iglesia baptista de Harlem. También conoció a Jacques Maritain y a otras
personas notables; a todos exponía su proyecto de formar un cuerpo de
enfermeras para asistir a los heridos en el frente, y casi todos lo
consideraban una locura…

El 10 de noviembre Simone Weil deja por fin los Estados Unidos,


embarcándose hacia Londres en un carguero sueco. La dirección de Interior
de Francia Libre la contrató como redactora y para revisar textos y
proyectos, con vistas a organizar la futura paz. El fruto de esta etapa son
los Escritos de Londres y un gran ensayo político que se conoce
como L’Enracinement (el arraigo, o, como ha sido publicado en
España, Echar raíces). Ya en Londres, no soportaba estar lejos de Francia.
Y trabajaba día y noche en el proyecto que le había sido encomendado, sin
dejar de estar atenta a los más cercanos (ayudaba, por ejemplo, a los hijos
de su patrona en sus deberes escolares).

Desde el inicio de la guerra, Simone Weil dormía en el suelo y no comía


más de lo que ella suponía que comería un soldado en el frente. A
mediados de abril, la encontraron inconsciente en su habitación y la
ingresaron en el hospital Middlesex. Tenía tuberculosis. Desde allí escribía
a sus padres como si nada sucediese, para no preocuparlos. El 17 de
agosto, con una debilidad extrema, fue trasladada a un sanatorio del
condado de Kent. Como una candela que va agotando su llama se apagó su
vida a la entrada de la noche del 24 de agosto, mientras dormía. Tenía 34
años. La enterraron el día 30 en el New Cemetery de Ashford, en la zona
reservada a los católicos. Acudieron siete personas. El sacerdote católico
que esperaban no llegó a tiempo porque se confundió de tren.

Simone Weil no llegó a entrar en la Iglesia Católica; aunque es posible


que fuese bautizada “in articulo mortis”, parece que su deseo profundo fue
el de quedarse en el umbral, como expresó en más de una ocasión al padre
Perrin. Seguramente para seguir compartiendo la suerte de los marginados
de este mundo, la de quienes no se alistan en ninguna formación, en ningún
grupo. Sin embargo, está claro que fue una gran seguidora de Cristo.

2. El ideal político del arraigo


Simone Weil llega a Londres a finales de 1942 para trabajar en los
servicios de Francia Libre. El Consejo Nacional de la Resistencia le
encomienda poner por escrito sus ideas sobre la futura reconstrucción de
Francia, pues sus miembros sabían de la inteligencia de esta mujer joven,
un tanto desesperada porque en Londres seguía sintiéndose como una
desertora. Emprendió, sin embargo, el trabajo con la misma atención y la
misma sed de verdad con que lo afrontaba todo. Así nació L’Enracinement,
un libro escrito casi sin interrupción, y que dejaría inacabado.

L’Enracinement lleva como subtítulo: «Preludio para una declaración de


los deberes hacia el ser humano», el título que realmente le dio su autora.
Consta de tres partes: la dedicada a las necesidades del alma, la que
aborda el tema del desarraigo, y la propiamente dedicada al arraigo, una de
las principales necesidades del alma humana. Así lo plantea Simone Weil:
«Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural, en
la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del
pasado y ciertos presentimientos para el futuro» [OC V, 2: 142-143]. El
arraigo consiste, así, en cultivar este medio vital para el hombre, que le sitúe
en la atmósfera precisa para ser la planta celeste que es, y cuyas raíces
están a la vez en el cielo y sobre la tierra, como expresa Platón
en Timeo (90 a). Para Simone Weil, se trata, en definitiva, de recrear y
vivificar el pacto que cada ser humano realiza con sus condiciones
personales de existencia, pacto que remite a la alianza entre el espíritu y el
universo establecida en los orígenes [OC II, 2: 109].

La primera parte de L’Enracinement aborda las necesidades del alma.

La noción de obligación está por encima de la de derecho, la


cual le está subordinada y es relativa a ella. Un derecho no es
eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación a la que
corresponde; el cumplimiento efectivo de un derecho proviene
no de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se
reconocen obligados en algo hacia él [el portador del derecho].
Un hombre, considerado en sí mismo, sólo tiene deberes, entre
los que se encuentran ciertos deberes hacia él mismo. Los
demás hombres, considerados desde el punto de vista del
primero, sólo tienen derechos. Él, a su vez, tiene derechos
cuando es considerado desde el punto de vista de los demás,
al reconocerse obligados hacia él. [OC V, 2: 111].

Simone Weil presenta la noción de obligación como contraria a las


de constreñimiento, imposición o sujeción, con las que se suele confundir,
pues estas últimas encierran un matiz de fuerza exterior que la noción de
obligación no tiene, debido a que, para la autora, la obligación contiene en
sí algo que la liga a la interioridad. Y si las nociones con las que se suele
confundir designan una necesidad natural o de hecho, la obligación se
refiere claramente a una necesidad de derecho, moral o política. El
concepto de derecho, por su parte, se refiere al conjunto de ventajas y
garantías que el individuo puede exigir de la sociedad en la que vive. Es una
noción heredada en gran parte de la filosofía de la Ilustración, y aparece
como fundamento en la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano de 1789.

Para la filósofa francesa, los hombres de 1789 cayeron en contradicción


al erigir el derecho como algo absoluto, porque sólo la obligación responde
al destino eterno del hombre. Con el título «Preludio para una declaración
de los deberes hacia el ser humano», que es el que la autora da
a L’Enracinement, Simone Weil pretende dar un vuelco a la visión anterior y
subrayar la importancia de la obligación; aduce de entrada una razón
meramente conceptual, como se ve en las palabras citadas más arriba, y
viene a decir que para que sean efectivos los derechos de alguien es
esencial que otro los reconozca, es decir: que reconozca que tiene
obligaciones hacia esa persona.

Así presentado, el concepto de derecho queda vacío, o cuando menos


desprovisto de cierta autonomía, pues depende por entero del concepto de
obligación (es lo que sucede, por ejemplo, con el concepto de tangente, que
no se entiende fuera de la relación con la circunferencia o el círculo). Para
Simone Weil, la de “derecho” no es una noción absoluta, mientras que sí lo
es la de “obligación”, puesto que la obligación no precisa más que de sí
misma: cuando un ser humano se reconoce obligado hacia otro, lo está
incluso si no siente que este último tiene obligaciones hacia él, y hasta si no
es consciente de tener derecho alguno. La obligación existe incluso en la
soledad del sujeto, mientras que para poder hablar de derechos son
necesarios al menos dos sujetos. El derecho, para Simone Weil, comporta
esta condición necesaria: que el otro se sepa obligado hacia el portador del
derecho; no existe, pues, derecho sin obligación, y la autora pone de relieve
la confusión reinante en el lenguaje en el que se expresan estas cuestiones,
subrayando que la obligación es un vínculo fundamental que sólo puede
ligar a seres humanos: «el objeto de la obligación, en el dominio de lo
humano, es siempre el ser humano como tal», afirma [OC V, 2: 112].
Pero Simone Weil va aún más lejos, al descubrir en este carácter
incondicionado de la obligación una raíz vinculada al destino eterno del
hombre: cada ser humano tiene una obligación esencial hacia los demás
seres humanos, que consiste en el respeto. Y este respeto se expresa
sobre todo en la primera obligación hacia los demás que es reconocida
desde la antigüedad: la de no permitir que un semejante pase hambre. En el
antiguo Egipto se creía que un alma no quedaba justificada si al morir no
podía decir: «A nadie he dejado sufrir el hambre». Así —dirá Simone Weil-,
«es una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle sufrir el hambre
cuando se tiene la ocasión de socorrerlo» [OC V, 2: 114].

Esta obligación primordial sirve de modelo a Simone Weil para enumerar


una serie de obligaciones hacia el ser humano o necesidades del alma, que
son las necesidades vitales del hombre. Si no son satisfechas, se va
cayendo en un estado de vida vegetativa similar al de la muerte. Por eso
sólo un régimen político que considere las necesidades del alma conviene a
los seres humanos. Este es el núcleo de la reflexión de L’Enracinement, y
en él está lo más importante del pensamiento político de Simone Weil.

Partiendo de la primordial necesidad de saciar el hambre, Simone Weil


describe las necesidades del alma como hambre de orden, de libertad,
de obediencia, de responsabilidad, de igualdad, de jerarquía, de honor,
de castigo, de libertad de opinión, de seguridad, de riesgo y de verdad; a
éstas que hay que añadir tanto la propiedad privada como la propiedad
colectiva, situadas en el texto entre el riesgo y la verdad.

El orden es la primera de las necesidades del alma. Simone Weil lo


entiende como un tejido de relaciones sociales que permiten realizar las
obligaciones primordiales antes que las secundarias. Se trata de organizar
las obligaciones, favoreciendo las que son esenciales.

La libertad es alimento indispensable para el alma. Consiste en la


posibilidad real de elegir, a sabiendas de que donde hay vida en común las
posibilidades se verán limitadas por normas. Pero es fundamental que
dichas normas emanen de una autoridad reconocida por todos como propia,
que sean estables, y también lo bastante generales y ajustadas en número
como para ser asimiladas por el pensamiento de cada cual.

La obediencia es «necesidad vital del alma humana». Tiene dos


vertientes: obediencia a reglas establecidas y obediencia a seres humanos.
Supone el consentimiento, que en ningún caso se ha de dar por miedo al
castigo o esperando compensaciones. La obediencia no debe entrañar la
mínima sospecha de servilismo. Simone Weil dice que quien está privado
de obediencia está enfermo. Y piensa que cuando alguien está de por vida
al frente de una organización social (pone el ejemplo del rey de Inglaterra)
ha de convertirse en una suerte de símbolo.

La iniciativa y la responsabilidad consisten en el sentimiento de ser útil y


a veces incluso indispensable. Cada persona ha de implicarse en su
quehacer cotidiano de manera que no actúe porque sí, sino sabiendo por
qué y para qué lo hace; es una necesidad del alma esencial en el trabajo, y
más cuanto más exento parezca estar éste de verdadera responsabilidad
(se refiere a los trabajos más humildes).

La igualdad es otra necesidad vital del alma humana. Consiste en el


reconocimiento público, general y efectivo, expresado a través de las
instituciones y las costumbres, por el que se respeta por igual a todos los
seres humanos, precisamente porque tal respeto no tiene grados, por
mucho que existan inevitables diferencias entre las personas. La autora se
refiere con cautela a la igualdad de posibilidades como debiendo estar
sometida a un equilibrio en el que queden compensados movimientos
ascendentes y descendentes. Y considera también el papel que se atribuye
al dinero en el logro de la igualdad, presentando al dinero como un
verdadero veneno.

La jerarquía entraña cierta veneración hacia los superiores jerárquicos;


estos han de ser considerados en su aspecto simbólico, precisamente por
aquello que representan. La verdadera jerarquía —dirá Simone Weil—
conlleva el efecto de situar moralmente a cada cual en el lugar que ocupa.

El honor tiene que ver con la consideración del ser humano dentro de su


entorno social. Únicamente el crimen puede desplazar a una persona de
esa consideración social que merece.

El castigo también constituye una necesidad vital para el alma humana.


Entre los diversos castigos, el más indispensable es el que corresponde a la
comisión de un crimen. Quien comete un crimen se coloca fuera de las
obligaciones eternas que ligan a los hombres, y sólo a través del castigo, si
verdaderamente consiente a él, podrá ser reintegrado en esa red de
obligaciones de la que su acción criminal le ha sacado. La autora se refiere
aquí a la majestad de la ley, y denuncia las conspiraciones del poder para
lograr la impunidad, como uno de los problemas políticos más relevantes y
graves.

La libertad de opinión sin restricciones es una necesidad absoluta para la


inteligencia. «Cuando la inteligencia no está a gusto, toda el alma está
enferma» [OC V, 2: 127-128], dirá Simone Weil; y diserta sobre la
inteligencia, los intelectuales o la propaganda. Sin libertad para pensar, no
hay pensamiento, y sin pensamiento tampoco hay libertad.

La seguridad es una necesidad esencial del alma humana. Significa que,


salvo por un concurso excepcional de circunstancias, el alma no puede
quedar bajo el imperio del miedo, pues el miedo genera una parálisis en el
alma.

También el riesgo es una necesidad esencial del alma; su ausencia


provoca una especie de anquilosamiento, casi tan intenso como la parálisis
que produce el miedo. El riesgo es un incentivo necesario, y su carencia
enflaquece el valor y tiende a eliminarlo, dejando al hombre sin protección
contra el miedo y replegado en sí mismo.

El alma humana queda extraviada cuando no se ve rodea de ciertos


objetos que vienen a ser como una prolongación de los miembros del
cuerpo. Por eso la propiedad privada es necesidad vital para el ser humano.
Para Simone Weil es deseable que las personas sean propietarias de
algunas cosas, no muchas. Y como seguidora del anarquismo se refiere a la
conveniencia de tener una casa con un terrenillo alrededor y un taller o
espacio de trabajo (aunque su pensamiento se transformó mucho, mantuvo
elementos como éste, o las reflexiones para la supresión de los partidos
políticos, que son deudores de una visión anarquista).

La propiedad colectiva es fundamental como participación en un


sentimiento real de pertenencia. Corresponde no sólo al Estado, sino
también a las colectividades, colaborar en la satisfacción de esta necesidad.
La autora subraya que no existe conexión natural entre la propiedad y el
dinero, y que habría que borrar las confusiones que se establecen al
respecto, porque el dinero acaba pudriéndolo todo.

Por último, la necesidad más sagrada del alma humana es la necesidad


de verdad. Simone Weil buscó la verdad con toda su alma. En su reflexión
aboga por la protección de las personas frente a los atentados que se
cometen contra la verdad. Y subraya que sin personas amantes de la
verdad es imposible que un pueblo llegue a satisfacer sus necesidades de
verdad.

Aunque no aparece en la lista de L'Enracinement, Simone Weil también


presenta la alegría como necesidad del alma: «La alegría es una necesidad
esencial del alma. La falta de alegría, sea a causa de la desgracia o
simplemente por aburrimiento, es un estado de enfermedad en el que se
apagan la inteligencia, el valor y la generosidad. Es una asfixia. El
pensamiento se alimenta de alegría», escribe Simone Weil [Weil 1957:
149; Steffens 2007: 72].

Podrían destacarse las siguientes conclusiones generales de esta obra


de pensamiento político que Simone Weil dejó inacabada:

 Cada ser humano alberga un deseo de bien absoluto


que deja entrever lo sagrado que hay en su persona.
 La política no debe concebirse como una «técnica del
poder», sino como servicio y como arte inspirado que
pertenece a esa orientación esencial hacia el bien.
 En la civilización que hay que construir hay que
favorecer el cultivo del pensamiento y la vida espiritual,
de manera que toda acción personal (y social, a partir de
lo personal) puedan considerarse una suerte de puente
hacia Dios.

De L’Enracinement dirá Albert Camus —su primer editor— que es un


verdadero «tratado de civilización», y que le parecía impensable un renacer
de Europa que no tuviese en cuenta las exigencias de esta obra de Simone
Weil. Y en el prefacio a su primera edición en lengua inglesa, T. S. Eliot
escribe: «esta obra muestra una fineza y una ponderación raras en un autor
tan joven» [Cahiers de l’Herne: 282, 280].

3. Al horizonte, una espiritualidad del


trabajo
Buena parte de la obra de Simone Weil está dedicada al tema del trabajo,
y no pocos estudiosos se refieren a su pensamiento como una filosofía del
trabajo; Robert Chenavier afirma en esta línea que «ningún filósofo antes
que ella había dado tal primacía al trabajo, hasta llegar a plantear que una
vez realizada la forma metódica y no servil de esta actividad en la sociedad,
las leyes y virtudes del trabajo podrían trasladarse al dominio político y al
dominio espiritual» [Chenavier 2001: 633].

En 1934, Simone Weil redacta la que siempre consideró su gran


obra: Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social; esta
reflexión la elabora justo antes de emprender casi un año de trabajo en
diversas fábricas, tiempo en que comparte las condiciones laborales y
vitales de sus compañeros obreros. Quería conocer lo que era el trabajo
manual en una cadena de montaje, saber lo que suponía cobrar por piezas
hechas, o vivir de cerca las relaciones de los obreros entre ellos y con los
encargados. Hasta ese año, Simone Weil militaba en sindicatos anarquistas
de la enseñanza y participaba en actividades tanto teóricas como
asamblearias. Ayudó mucho a los mineros de la región de Saint-Étienne
cuando trabajaba en el liceo femenino de Le Puy: les sostuvo y colaboró en
su formación. Durante toda su vida se desviviría por los obreros, sin olvidar
a los trabajadores agrícolas o a los pescadores. En los meses en que
trabajó en distintas fábricas escribió un diario donde narra su experiencia,
que la dejó rota, desarmada, pues no siempre halló la camaradería que
esperaba. El trabajo en cadena le resultó atroz no sólo por el cansancio,
sino también porque comprobó que impedía un pensamiento medianamente
conexo a quien trataba de pensar. Simone Weil llegó a conclusiones de este
tenor: «Una opresión evidentemente inexorable e invencible no engendra la
rebelión como reacción inmediata, sino la sumisión. En Alsthom sólo me
rebelaba los domingos… En la Renault llegué a una actitud más estoica. La
de sustituir la aceptación por la sumisión» [OC II, 2:192-193].

Pero la reflexión de Simone Weil sobre el trabajo viene de más atrás. En


1929, cuando estudiaba en la Escuela normal, escribió dos artículos
en Libres Propos, la revista de Alain, donde aparecen sus primeras ideas
sobre el trabajo. Para R. Chenavier es aquí donde se forja la filosofía del
trabajo de Simone Weil, quien en este momento ya concibe el trabajo como
contacto con lo real, y lo enmarca en las dimensiones de tiempo y espacio,
que son las que permiten al hombre tocar su mundo, palpar la realidad,
igual que hace un ciego cuando se sirve de su bastón (símil que toma de
Descartes). Es la búsqueda de la verdad en la realidad la que lleva a
Simone Weil a trabajar el tema de la percepción y a “volcarse” en la
realidad, afirmando al final de su vida esta idea que la movió siempre: «la
verdad es el fulgor de la realidad» [OC V, 2: 319]. Su relación con el trabajo
hay que leerla con estas claves.

Resulta curioso que, en el contexto de los años treinta, una Simone Weil
que frecuentaba ambientes anarquistas y trabajaba autores como Proudhon
o Bakunin no se dejase seducir por el marxismo, como les sucedió a tantos
intelectuales y militantes de la izquierda (ella sabía bien las diferencias entre
el anarquismo y el comunismo, y fue tal vez por eso por lo que no se dejó
embaucar). En sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la
opresión social, afirma que «la gran idea de Marx es que en la sociedad,
igual que en la naturaleza, todo se efectúa por transformaciones materiales»
[OC II, 2: 36]. Pero aun destacando la importancia de lo material, Simone
Weil considera que Marx es infiel a una filosofía de la condición humana
porque deja de lado un aspecto fundamental: el de la orientación esencial
del hombre hacia el bien. «El ser mismo del hombre consiste en estar
orientado hacia el bien» [Weil 1955: 209], escribirá una y otra vez. Y esto es
justamente lo que rechaza Marx con su negación de la realidad sobrenatural
y su creencia en que sólo la materia —y, lo que es peor, la materia social—
alberga esa fuerza tendente hacia el bien, pues diluye así en lo social la
singularidad y la grandeza de cada ser humano. En esto ve Simone Weil su
error más grande, pues ella está convencida de que cuando las personas se
desvían de la luz sobrenatural, se exponen a una descomposición
progresiva que las lleva derechas al imperio de la fuerza.

En una de sus últimas cartas, Simone Weil escribe a Maurice Schumann:


«Siento un desgarro que se agrava sin cesar, en la inteligencia y en el
centro del corazón a la vez, por la incapacidad en que estoy de pensar
juntas la verdad y la desdicha de los hombres, la perfección de Dios, y el
vínculo entre ambas» [Weil 1957: 213]. El tema de la desdicha es capital en
la autora, y lo piensa siempre en relación con Dios y en los términos más
sorprendentes de compasión y misericordia. La espiritualidad del trabajo
encierra precisamente este misterio del amor de Dios y la desdicha, y su
cometido es afrontarlo, pues Simone Weil tiene la convicción de que «El
trabajo perfectamente bien hecho, sin estimulantes, podría ser tal vez una
forma de santidad» [OC VI, 2: 237]. Contempla, así, el trabajo como el lugar
por excelencia de santificación cotidiana. Por eso, elaborar una
espiritualidad del trabajo no será para ella sino prestar atención a esta
nueva forma de santidad que consiste en plantar las propias raíces entre los
seres humanos, en el suelo del mundo, pero sin separar la mirada de lo
sobrenatural, único medio de conservar encendido el deseo de la gracia que
viene de lo alto. Simone Weil observa que si hay espiritualidad del trabajo
es porque existe una analogía entre el crecimiento espiritual y el trabajo,
donde este último es verdadero “sacramento” en el que se significa la
misión que Dios encomienda al hombre, y que no es otra que la de terminar
la creación que Dios emprendió al comienzo de los tiempos.

Una civilización constituida por una espiritualidad del trabajo


sería el más alto grado de arraigo del hombre en el universo, y
en consecuencia, lo opuesto al estado en que estamos, que
consiste en un desarraigo casi total. Es, así, la aspiración que
corresponde a nuestro sufrimiento. [OC V, 2: 191-192].

Discípula y admiradora de Platón, Simone Weil leerá el mito de la


caverna con el convencimiento de que la misión del que sale de la cueva es
regresar a ella, tras contemplar la claridad del día y dejarse inundar por la
luz sobrenatural. Es la tarea de las personas conscientes que llevan a cabo
una misión espiritual en medio del mundo, y el objetivo de todos los seres
humanos.

4. Un Dios que se rebaja por amor


Si unos estudiosos destacan la filosofía del trabajo como central en el
pensamiento de Simone Weil, otros subrayarán que lo nuclear en la filosofía
weiliana es su relación con el «amor sobrenatural», que sería la mediación
suprema para la filósofa. Esta orientación la presentan Emmanuel Gabellieri
y otros autores, debiendo destacarse la obra del primero: Être et don.
Simone Weil et la philosophie.

Simone Weil, educada, como se ha visto, en el seno de un agnosticismo


riguroso, se abrió a todas las dimensiones de lo real gracias a una pasión
por la verdad que sería el gran motor de su vida; y en esta apertura supo
descartar prejuicios e ideas preconcebidas, lo que le permitió acceder al
“conocimiento sobrenatural”, una forma de conocimiento tan real y valiosa
como otras:
Quienes creen que lo sobrenatural, por definición, opera de
forma arbitraria y al margen del estudio, lo conocen mal, igual
que quienes niegan su realidad. Los místicos auténticos como
san Juan de la Cruz describen la operación de la gracia con
una precisión de químico o de geólogo. [Weil 1955: 219]

Ejercitando la atención, que viene a ser el organon, el método de su


filosofía; una atención purificada, libre del sentimiento inmediato y de los
acosos de la imaginación, Simone Weil acogerá humildemente la novedad
de la dimensión espiritual, que tanto la habría desconcertado en otro tiempo.
Se aventuró así en un camino ascendente de búsqueda en lo espiritual, que
la llevaría a vivir un proceso de purificación de la fe muy similar al que San
Juan de la Cruz presenta en sus obras. Aunque a san Juan de la Cruz lo
conoció y leyó sólo al final de su vida (fue Thibon quien se lo dio a leer en el
verano de 1941), ella comprendió con gran penetración y hondura las
enseñanzas del santo carmelita.

La concepción de Dios que tiene Simone Weil es un tanto particular, y


contiene algunos ecos de la tradición cabalística, aunque esta rama mística
del judaísmo sólo la conociera levemente, pues su relación con el judaísmo
y con cuanto tiene que ver con la tradición de sus mayores fue ciertamente
extraña. Precisamente por el rechazo que la autora presenta hacia muchos
pasajes del Antiguo Testamento, se ha llegado a hablar del marcionismo de
Simone Weil.

Simone Weil “descubre” y “vive” a un Dios que no es todopoderoso


(también podría decirse que su “poder” consiste justamente en hacerse
débil); lo contempla como un Dios que se rebaja y que, al tiempo que crea,
disminuye, se “descrea”. Toma el ejemplo de la kenosis o rebajamiento de
Cristo que San Pablo presenta en su Carta a los filipenses (Flp 2, 6-11), y
se refiere a la descreación frente a la creación, como un segundo paso que
es consecuencia del acto creador de un Dios que es esencialmente Amor.
Así, la descreación consiste en que Dios, al crear, se va despojando de
parte de su ser, y se “descrea”, y es así como va formando el mundo y al
ser humano en él. La clave de esta concepción está en el Amor porque,
como figura en la primera carta de san Juan, Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Para
Simone Weil, ese Amor se muestra en el proceso de crear y descrearse, y
en la kenosis de la Encarnación, donde Dios presenta el modelo que
propone a sus criaturas: Jesucristo. La autora invita a responder a esta
esencial claudicación de Dios con la sola respuesta coherente: rebajarse
como Él imitando al mismo Cristo. El sentido de la creación y de la
revelación estriba, así, en corresponder con nuestra abnegación a la
generosidad de Dios, que por amor se hace hombre.

La creación no es un acto de autoexpresión por parte de Dios,


sino de retirada y de renuncia. Dios con todas las criaturas es
menos que Dios solo. Dios ha aceptado esta merma y ha
vaciado de sí una parte del ser. Se ha vaciado ya en ese acto
de su divinidad; por eso dice san Juan que el Cordero fue
degollado desde la fundación del mundo. Dios ha permitido la
existencia de cosas distintas a él y que valen infinitamente
menos que él. Se negó a sí mismo por el acto creador, como
Cristo nos ordenó negarnos a nosotros mismos. Dios se negó
en nuestro favor para darnos la posibilidad de negarnos por él.
Esta respuesta, este eco, que nosotros podemos rechazar, es
la única justificación posible a la locura de amor del acto
creador.

Las religiones que han concebido esa renuncia, ese


distanciamiento o desaparición voluntaria de Dios, su ausencia
aparente y su presencia secreta aquí abajo, son la religión
verdadera, la traducción a lenguajes distintos de la gran
Revelación. Las religiones que presentan a la divinidad
ejerciendo su dominio allí donde puede hacerlo son falsas. Aun
cuando sean monoteístas son idólatras. [Weil 1995: 91-92].

El ser humano ha de responder con su propia renuncia a la renuncia


fundamental de Dios; por eso, la descreación es la finalidad de la creación,
su verdadero acabamiento, pues una vez se ha descreado por completo, la
criatura se reabsorbe y llega a su cumplimiento en el mismo Dios.
«Descreación como acabamiento que trasciende la creación; hacerse nada
en Dios, que otorga la plenitud del ser, de la que está privada mientras
existe, a la criatura hecha nada», escribe Simone Weil [OC VI, 3: 170].

Pero la fe de Simone Weil no se basó sólo en estos aspectos teóricos,


sino que formó parte de su vivencia más profunda, sobre todo al final de su
vida, alcanzando así la certeza existencial que muestran estas palabras:
No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna
promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco
esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he
tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal
modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma
promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que
para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia
humana la adición de dos infinitos no es una adición. [Weil
1993: 55]

5. Simone Weil y la ciencia


La relación de la filosofía con la ciencia es otro punto central en la obra
de Simone Weil, quien, entre otras definiciones de ciencia, da la siguiente:
ciencia como «el estudio de la belleza del mundo» [OC V, 2: 326]. No
obstante, para Simone Weil la ciencia no detenta hegemonía alguna sobre
la filosofía, como empezaba a suceder en muchas corrientes de
pensamiento de su tiempo; al contrario, la autora considera que el científico
debe saber filosofía, y que los filósofos deben proceder como los antiguos
griegos y tener presente que la filosofía no puede disociarse de la ciencia,
porque surgió precisamente de la mano de ésta.

Que André Weil fuese un matemático importante fue un incentivo para su


hermana Simone, pues eso le facilitó estar al corriente de los últimos pasos
dados en ciencias exactas, así como permanecer atenta a los
descubrimientos e hipótesis que surgían en el terreno de la física, tan
efervescente entonces. En estos estudios, lecturas y reflexiones, Simone
Weil fue, como lo era con todo, rigurosa y exigente, al tiempo que constante,
aplicada y llena de ánimo; solía leer a los autores científicos en sus textos
originales y no a través del filtro de la divulgación, con lo que el esfuerzo
que hacía era enorme. Por su gran atención al quehacer científico de su
tiempo, Simone Weil criticaría la disociación que con frecuencia se daba
entre el pensamiento y las aplicaciones matemáticas, denunciando por esta
vía que se aplicasen mecánicamente fórmulas y métodos, sin considerar su
significado o su entraña (es un pecado contra el espíritu proceder así,
decía). Su modelo en este campo fue el de la ciencia griega, y así lo afirma
en los numerosos textos (artículos, reflexiones, cartas) que fueron
agrupados en el libro Sur la Science, de 1966.
Para Simone Weil, la ciencia está relacionada en su raíz con el orden del
mundo, al estar éste plagado de inteligibilidad. Concebirá así la estructura
del universo como sometida al logos, entendido también como fuente de
relaciones y proporciones.

En «Formas del amor implícito a Dios», Simone Weil escribe: «La ciencia
tiene por objeto el estudio y la reconstrucción teórica del orden del mundo
en relación a la estructura mental, psíquica y corporal del hombre». Y más
adelante añade: «El objeto de la ciencia es la presencia en el universo de la
Sabiduría de la que somos hermanos, la presencia de Cristo a través de la
materia que constituye el mundo» [Weil 1993: 105].

***

De muchos otros temas trata Simone Weil a lo largo de su corta vida;


todos quedan iluminados por la intensa sed de verdad que la habitaba. Hay
que considerar nociones centrales de su pensamiento como fuerza,
desdicha, idolatría, necesidad, bien, atención, gracia,
compasión, metaxu (tender puentes), obediencia…, y otros aspectos de su
filosofía política, como el anticolonialismo. René Girard afirmaba hace unos
años que Simone Weil: «Tendría muchas cosas que decir sobre nuestra
época» [Cahiers de l’Herne 2014: 132]. Y como escribe Gustave Thibon en
la introducción a La pesanteur et la grâce: «Los textos de Simone Weil
pertenecen a esa categoría de las obras enormes, que quedan debilitadas y
hasta traicionadas por los comentarios» [Weil 1988: XVI]. Así es.

6. Bibliografía
6.1. Obras de Simone Weil
6.1.1. Obras completas (Œuvres complètes)

Están previstos 16 volúmenes, de los que han aparecido doce, que


indicamos a continuación:

Tome I, Premiers écrits philosophiques, Gallimard, Paris 1988.

Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 1: «L’engagement syndical»,


Gallimard, Paris 1988.
Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 2: «L’Expérience ouvrière et
l’adieu à la révolution», Gallimard, Paris 1991.

Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 3: «Vers la guerre (1937-


1940)» Gallimard, Paris 1989.

Tome IV, Écrits de Marseille, vol. 1, Gallimard, Paris 2008

Tome IV, Écrits de Marseille, vol. 2, Gallimard, Paris 2009

Tome V, Écrits de New York et de Londres, vol. 2: «L’Enracinement»,


Gallimard, Paris 2013.

Tome VI, Cahiers, vol. 1, Gallimard, Paris 1994.

Tome VI, Cahiers, vol. 2, Gallimard, Paris 1997.

Tome VI, Cahiers, vol. 3, Gallimard, Paris 2002.

Tome VI, Cahiers, vol. 4, Gallimard, Paris 2006.

Tome VII, Correspondance familiale, vol. 1 Gallimard, Paris 2013.

6.1.2. Otras obras de Simone Weil

La pesanteur et la grâce, Plon, Paris 1988 (la primera edición es de


1947). Con Prefacio de Gustave Thibon.

Attente de Dieu, Fayard, Paris 1966.

Écrits de Londres et dernières lettres, Gallimard, col. Espoir, Paris 1957.

Oppression et liberté, Gallimard, Paris 1955 .


7

La condition ouvrière, Folio, París 1996.

Œuvres, Quarto, Gallimard, Paris 1999.

6.1.3. Obras de Simone Weil en español

A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993. Traducción de M. Tabuyo y A.


López.
Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid 1995. Traducción de M.
Tabuyo y A. López.

La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 2007 . Traducción de Carlos


4

Ortega.

Escritos de Londres y últimas cartas, Trotta, Madrid 2000. Traducción de


M. Larrauri.

Cuadernos, Trotta, Madrid 2001. Traducción de Carlos Ortega.

El conocimiento sobrenatural, Trotta, Madrid 2003. Traducción de Carlos


Ortega.

Intuiciones precristianas, Trotta, Madrid 2004. Traducción de Carlos


Ortega.

La fuente griega, Trotta, Madrid 2005. Traducción de J. L. Escartín y M. T.


Escartín.

Carta a un religioso, Trotta, Madrid 2011 . Traducción de M. Tabuyo y A.


2

López.

Escritos históricos y políticos, Trotta, Madrid 2007. Traducción de M.


Tabuyo y A. López.

La condición obrera, Trotta, Madrid 2014. Traducción de T. Escartín y J.


L. Escartín.

Echar raíces, Trotta, Madrid 2014 . Traducción de J. R. Capella y J. C.


2

González Pont.

Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Trotta,


Madrid 2015. Traducción de Carmen Revilla.

6.2. Obras relevantes sobre Simone Weil y otras aquí


citadas
BEA, E., Simone Weil. La memoria de los oprimidos, Encuentro, Madrid
1992.
CANCIANI, D., Simone Weil. Il coraggio di pensare. Impegno e riflessione
politica tra le due guerre, Edizioni Lavoro, Roma 1996

CHENAVIER, R., Simone Weil. Une philosophie du travail, Cerf, Paris 2001.

FIORI, G., Simone Weil. Une femme absolue, éditions du Félin, Paris


1993.

GABELLIERI, E., Être et don. Simone Weil et la philosophie, Peeters,


Louvain-Paris 2003.

GABELLIERI E. – L’YVONNET F. (dir.) Simone Weil, «Cahiers de l’Herne»


105 (2014).

L’YVONNET, F. (dir.), Le grand passage, Albin Michel, París 1994.

PERRIN, J. M. – THIBON, G., Simone Weil, telle que nous l’avons connue,


La Colombe, Paris 1952.

PÉTREMENT, S., La vie de Simone Weil, Fayard, Paris 1997 . 2

STEFFENS, M., Les Besoins de l’âme, Folioplus philosophie, Paris 2007.

VETÖ, M. La métaphysique religieuse de Simone Weil, L’Harmattan, París


1997.

Ludwig Wittgenstein
Autor: Joan Ordi i Fernández

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es considerado en la actualidad como


uno de los filósofos más originales e influyentes del siglo XX. Sin embargo,
a pesar de que dos escuelas filosóficas bien conocidas creyeron encontrar
en sus métodos y pensamientos no pocos motivos de inspiración y
confirmación (el neopositivismo del Círculo de Viena y la filosofía del
lenguaje ordinario de Óxford o filosofía analítica), él mismo rechazó ser
identificado con ninguna de ellas. Por otra parte, aunque se acostumbra a
inscribir su trabajo filosófico en el ámbito de la llamada filosofía del
lenguaje y del giro lingüístico (Rorty) experimentado por la filosofía desde
Nietzsche, cabe defender la tesis de que Wittgenstein no dejó de ser, en el
fondo, un autor metafísico, aunque de forma muy peculiar. Debemos
aclarar, pues, qué tipo de pensamiento nos ha legado Wittgenstein, cuál era
su intención filosófica y qué retos plantea a la filosofía y a la teología.
Probablemente, así resulte mejor dibujado el perfil de su genial e
indiscutible figura filosófica.

Índice
1. Contexto histórico e intelectual

2. Vida, escritos e intención de fondo

3. La primera filosofía del lenguaje

4. La segunda filosofía del lenguaje

5. El trasfondo metafísico

6. Retos planteados

7. Bibliografía

a) Ediciones completas de las obras de Wittgenstein

b) Traducciones al castellano

c) Biografías

d) Obras sobre Wittgenstein

1. Contexto histórico e intelectual


Ludwig Wittgenstein nació el 26 de abril de 1889, en una casa palacio de
Viena, la capital política y cultural de la monarquía dual austro-húngara. La
Primera Guerra Mundial (1914-1918) dio al traste definitivamente con el
imperio de los Habsburgo, pero las dos últimas décadas mostraron una
Viena creativa y pionera en arte, arquitectura, música, literatura, psicología y
filosofía. Esta cultura modernista de principios de siglo tuvo eximios
representantes y promotores en figuras como Robert Musil y Karl Kraus en
literatura, Johannes Brahms, Gustav Mahler y Arnold Schönberg en música,
Adolf Loos en arquitectura, Gustav Klimt y Oskar Kokoschka en pintura,
Sigmund Freud en psicología, etc., etc. La decadencia del imperio
contrastaba con la efervescencia cultural de tantos y tantos movimientos
que buscaban un lenguaje alternativo a los valores oficiales del imperio y
reino, sentidos ya como desgastados y defendidos con una retórica hueca.
Por la casa palacio de los Wittgenstein desfilaron, en numerosas veladas
literarias y musicales, las personalidades más destacadas del abigarrado
mundo cultural de la Viena de Francisco José. Karl, el padre de Ludwig, fue
un mecenas de las artes que en la literatura y la música buscaba el
complemento personal indispensable al éxito profesional y económico de
que ya gozaba como famoso magnate de industrias siderúrgicas.

El estallido del conflicto bélico entre los Balcanes y la monarquía


austríaca se produjo con el asesinato, en Sarajevo, del archiduque
Francisco Fernando (28 de junio de 1914), quien era el príncipe heredero de
la corona dual. Este hecho, sin embargo, constituyó el precipitado de las
tensiones económicas y políticas que se arrastraban desde la guerra franco-
prusiana de 1870-1871 y que tenían por protagonistas a las potencias
europeas del momento. La rivalidad franco-alemana por los conflictos de
Marruecos, las fricciones entre Viena y Moscú por el control de los
Balcanes, la intervención de Gran Bretaña como potencia imperialista y el
formidable crecimiento de la economía alemana acabaron cristalizando en
dos coaliciones político-militares: básicamente, Gran Bretaña y Francia, a
quienes se sumó Rusia, por una parte, y Alemania y Austria-Hungría, por la
otra. Como es sabido, el conflicto adquirió pronto dimensiones
internacionales al arrastrar a la guerra a Japón y a Estados Unidos. El 11 de
noviembre de 1918, el emperador Guillermo II se vio obligado a firmar el
armisticio y a aceptar las condiciones francesas de reparación. Se ponía así
punto y final a la historia de un imperio cuya necrológica ya venían cantando
las nuevas ideas políticas y culturales de finales del siglo XIX y principios
del siglo XX. Esta cultura vienesa, sometida a la crisis inevitable del fin-de-
siècle, configuró el universo simbólico de Ludwig Wittgenstein.

Lo que había de común en todos estos intentos vanguardistas de


superación de la cultura imperial fue la necesidad de encontrar un lenguaje
que fuera capaz de representar un nuevo orden de cosas. Hacia 1910,
artistas, científicos, literatos, músicos y pensadores en general que no se
sometían a los cánones ideológicos del imperio compartían la preocupación
por los simbolismos, los medios de expresión y, en general, por el lenguaje
en cuanto figura o representación de una realidad que se quería más
auténtica, radical, sincera. Los prejuicios culturales de una época clásica ya
marchita y los privilegios de clase de una sociedad que el proletariado
estaba conquistando a sangre y fuego manifestaban a las claras la falsedad
y la hipocresía de un mundo que se deshacía, corrompido, en migajas. La
crisis del lenguaje, como Kraus denunciaba de manera mordaz, era la
representación más evidente de la crisis de un mundo envuelto en la
decadencia de su esplendor y gloria pasadas. La ambigüedad del lenguaje
oficial obligaba a un esfuerzo personal de máxima honestidad con el propio
lenguaje y con la propia vida. En este clima de asfixia cultural, Ludwig
Wittgenstein tuvo que experimentar que los auténticos valores éticos,
estéticos y religiosos no podían servir a intereses instrumentales y que
exigían un respeto absoluto, que sólo es posible en un tipo de vida
arraigado en lo trascendente: lo absoluto no se presta a compromisos.

2. Vida, escritos e intención de fondo


La familia de los Wittgenstein procedía de antepasados judíos, aunque
Hermann Christian Wittgenstein y Fanny Figdor, los tatarabuelos paternos
de Ludwig, se habían convertido al protestantismo y, al nacer Ludwig, el hijo
menor de Karl y Poldy, ya se encontraban plenamente asimilados a la
cultura vienesa. En la ciudad imperial, los Wittgenstein gozaban de enorme
respeto y consideración social, y ayudaban económicamente a más de un
talento de las artes y de las letras. Karl era un hombre de negocios muy rico
y pasaba por ser el empresario industrial quizá más hábil del imperio austro-
húngaro. Su esposa se llamaba Leopoldine Kalmus, cariñosamente Poldy, y
poseía un talento especial para la música: se dice de ella que interpretaba
partituras al piano prima vista. La inmensa riqueza procedente de las
industrias de Karl les permitió llevar una vida al estilo de la más distinguida
aristocracia y codearse así con la flor y nata de la sociedad. Tuvieron ocho
hijos: Hermine, Hans, Kurt, Rudolf, Margarethe, Helene, Paul y Ludwig.
Todos fueron educados por preceptores particulares en el palacio familiar
de la Alleegasse. El joven Ludwig poseía un claro talento para la técnica,
una fina sensibilidad para la ética y una gran capacidad para valorar la
música, la literatura y el arte en general.

A los 14 años, Ludwig pasó a estudiar una secundaria de perfil técnico en


la Realschule de Linz (1903-1906). Por entonces, su hermana Margarethe
orientó su preocupación existencial hacia la filosofía de Schopenhauer, la
psicoanálisis de Sigmund Freud y el ideal crítico-literario de Karl Kraus. Le
atormentaba la idea del suicidio, que había visto tristemente convertida en
realidad en sus hermanos Hans y Rudolf y en el famoso escritor Otto
Weininger. Ludwig comprendió muy pronto que, si la sexualidad es
incompatible con la honestidad, como quería Weininger, sólo le quedaba
una alternativa: luchar éticamente consigo mismo y convertirse en un genio
o si no morir, dado que no valdría la pena seguir viviendo. A lo largo de su
vida, su propia orientación, al parecer, bisexual no quedó al margen de
pareja exigencia de una postura ética radical sobre sí mismo.. Entre 1906 y
1908 continuó su formación en la Escuela Técnica Superior de
Charlottenburg de Berlín. Pero sus intereses personales ya estaban
soldados más bien a las clásicas cuestiones de la filosofía. En el otoño de
1908, con 19 años de edad, se trasladó a Manchester a estudiar
aeronáutica y se inscribió en la sección de construcción de máquinas de la
Universidad. Muy probablemente su padre quería extender el negocio del
acero por el mundo de la incipiente mecánica aeronáutica. Pero allí quiso el
destino que le cayeran en las manos los Principia Mathematica de Russell–
Whitehead. Su lectura le produjo un impacto fascinante: toda la matemática
podía derivarse de unos cuantos principios lógicos fundamentales. ¿No se
hallaría, pues, en la estructura lógica del pensar, del decir y del acaecer del
mundo la solución a todos los problemas de la filosofía?

Siguiendo el consejo de Gottlob Frege de estudiar lógica formal con


Bertrand Russell, el 1 de febrero de 1912 abandonó la ingeniería
aeronáutica y se matriculó en el Trinity College de Cambridge para
consagrarse a la filosofía de la matemática. Russell supo reconocer en
seguida el genio de su discípulo, aunque no compartía la forma como
Ludwig unía la inclinación por la filosofía al ideal de una moral de la
integridad, de la decencia para con uno mismo (anständig). De esta época
proceden también algunos hechos biográficos que le permitieron superar el
desprecio que sentía hacia la religión. La lectura, por ejemplo, de Las
variedades de la experiencia religiosa de William James le mostró que la
religión y el sentimiento místico de la vida constituían la fuente para la
propia superación moral, para los valores interiores. A principios de 1913, el
discípulo ya superaba al maestro y sus proyectos respectivos resultaban
incompatibles: Ludwig analizaba la lógica, no para encontrar una nueva
ciencia que unificase el saber, sino para formular una correcta teoría de la
proposición (der Satz) que le permitiera deslindar lo que puede decirse con
sentido de aquello que, por su carácter absoluto y trascendente, sólo puede
ser vivenciado en primera persona. El enfoque de su filosofía siempre fue
metafísico en la intención.

En el mes de septiembre de 1913 dictó unas Notas sobre lógica para


Russell. Y después se aisló del mundo en Noruega, junto al fiordo Skjölden,
donde trabajó por substituir la doctrina russelliana de los tipos lógicos por
una teoría del simbolismo lógico que hiciera directamente perspicuo lo que
puede decirse y lo que solamente puede mostrarse a través del lenguaje.
Quería probar así que todas las proposiciones de la lógica no son otra cosa
que generalizaciones de tautologías, como conseguirá asentar en
el Tractatus. En la primavera de 1914 le visitó el filósofo George Edward
Moore, a quien dictó una síntesis de las investigaciones que había llevado a
cabo hasta entonces, las así llamadas Notas dictadas a Moore. Cuando
estalló la guerra entre Austria-Hungría y Serbia el 28 de julio de 1914,
Ludwig se encontraba de veraneo en Viena y decidió alistarse
voluntariamente en el ejército de su patria para poner a prueba su coraje,
poder mirar la muerte cara a cara y encontrar así la luz de la vida,
convirtiéndose en un hombre renacido. Queriendo resolver los problemas
fundamentales de la lógica, en el fondo deseaba poder hacer una
experiencia religiosa que cambiase radicalmente su vida. Durante la Gran
Guerra escribió en cuadernos abundantes anotaciones tanto filosóficas
como personales. Éstas últimas muestran a las claras sus convicciones
éticas y espirituales. Ambas series de apuntes se han publicado, por
desgracia, separadamente, pues la segunda contiene la razón de ser de la
primera. Se trata, respectivamente, del Diario filosófico (1914-1916) y de
los Diarios secretos (1914-1916). Al finalizar la contienda ya había acabado
su trabajo de lógica, su investigación sobre la estructura lógica de la
proposición con sentido. Con el título de Tratado lógico-filosófico fue
publicado en el año 1921 en una revista de lengua alemana, pero al año
siguiente conoció una edición bilingüe alemán-inglés. Con esta obra Ludwig
Wittgenstein creía haber resuelto tanto la cuestión del sentido de la vida
como los problemas relativos a la lógica del lenguaje. Todo ello descansaba
en una concepción trascendente de la existencia, que a través de la ética, la
estética y la mística mostraba, en la forma de la vida, lo que el lenguaje no
puede decir con proposiciones significativas. Por eso la obra acaba
imponiendo el deber del silencio sobre lo más alto (das Höhere).

La segunda época corresponde a los años entre 1919 y 1929. Primero se


preparó en una Escuela de Magisterio de Viena y se convirtió así en
maestro de escuelas rurales de primaria en la Baja Austria. Dio carpetazo,
pues, a la filosofía académica, pues creía haber (de)mostrado que todas las
cuestiones de la gran tradición filosófica no eran sino pseudo-problemas,
causados por la mala comprensión de la lógica del lenguaje, o sea, de la
distinción entre lo que puede expresarse a través del lenguaje y de aquello
sobre lo que hay que callar para respetarlo cabalmente. Donó a sus
hermanos, igualmente ricos, toda la fortuna que había heredado de su
padre y se consagró, sin importarle sueldo ni ambiente, a lo que él llamaba
la enseñanza del Evangelio a los niños, en la línea de la lectura ética que
Tolstój hiciera de los Evangelios, cosa que se refiere a la orientación de
fondo con que enseñaba las materias típicas de la época y al sentido ético
trascendente que daba a su profesión docente. Fue un maestro excelente
que luchó por elevar tanto el nivel cultural como la sensibilidad ética,
espiritual y estética de sus alumnos. Pero fracasó por su carácter autoritario
y aristocrático, y por la insatisfacción personal que arrastraba desde la
Primera Guerra Mundial, ya que no había conseguido retornar de aquella
experiencia como un hombre renacido. La falta de sentido por la vida, una
cierta inclinación al suicidio, la pérdida histórica del mundo simbólico que se
había hundido junto con el Imperio austro-húngaro y las dudas crecientes
sobre el dogmatismo del Tractatus no le dejaban vivir en paz. Sus amigos
de Cambridge, sobre todo el famoso economista John Maynard Keynes y el
entonces estudiante (luego relevante matemático) Frank P. Ramsey
reclamaban, además, su presencia en la Universidad.

Regresó a Cambridge a principios de enero de 1929, después de haber


construido, desde 1926 y cual arquitecto en substitución de Paul
Engelmann, una casa para su hermana Margarethe. El Círculo de Viena,
dirigido por Moritz Schlick, admiraba el Tractatus desde el punto de vista del
criterio empirista de demarcación del sentido. Pero Wittgenstein
consideraba errónea esta actitud antimetafísica del Círculo, como pronto
comprendieron Carnap, Feigl y Waismann. En el mes de junio de 1929,
Ludwig obtuvo el doctorado en Cambridge presentando a examen
simplemente su famoso trabajo de guerra. Una beca de investigación de
cinco años le hizo posible la vuelta académica a la filosofía. Pero su método
de análisis del lenguaje ya había cambiado. La Conferencia sobre ética,
pronunciada durante el otoño de 1929, conserva, ciertamente, la concepción
del lenguaje como límite hacia el trascendente, pero abandona el atomismo
lógico del Tractatus e inicia el método de análisis del lenguaje ordinario que
hará famoso al llamado, por este giro analítico, “segundo Wittgenstein” o
Wittgenstein II. La década de los treinta es de las más prolíficas en su
producción filosófica: hay que destacar los apuntes de clase tomados por
sus alumnos y las reflexiones dictadas por él mismo y editadas bajo el título
de Cuaderno azul y Cuaderno marrón, así como sus preciosas anotaciones
en libretas que han sido editadas como Cultura y valor y como Movimientos
del pensar, aparte de los manuscritos que dieron origen a muchas otras
reflexiones sobre psicología, estética y creencia religiosa, colores,
matemáticas y gramática. Resulta común a todos estos trabajos la
convicción, ahora nueva, de que es la gramática, y no la lógica matemática,
la que establece qué uso del lenguaje está dotado de sentido y cuál no. Sin
embargo, el ya famoso autor del Tractatus convertido en profesor de
filosofía sigue persiguiendo la misma meta: al pretender alcanzar la máxima
claridad posible respecto del lenguaje, quiere disipar la angustia existencial
que acompaña a los problemas filosóficos, especialmente a la cuestión del
sentido de la vida humana.

Las Observaciones filosóficas, que a la sazón escribía Wittgenstein,


estaban dedicadas “a la gloria de Dios”, como Bach hiciera con su música.
Ello manifiesta que para Wittgenstein una civilización sin anhelo de
trascendencia, como la de entre-guerras y, más aún, la posterior a la
Segunda Guerra Mundial (1939-1945), no merecía el nombre de cultura. Si
una civilización no muestra nada más que lo que dice, ya no es capaz de
decir nada que sea humanamente interesante. Se ve, pues, aquí en acto la
radicalización de aquella famosa distinción del Tractatus entre lo que se
puede decir y lo que sólo se puede mostrar. El nuevo método de análisis del
lenguaje, basado en los Sprachspiele, juegos de lenguaje, pretendía lo
mismo: poner el decir con sentido al servicio del mostrar. El filósofo no tiene
nada que decir, sino algo que mostrar. Por consiguiente, debe abstenerse
de construir pseudo-proposiciones filosóficas, que son señal del embrujo del
lenguaje por las esencias intemporales. Y únicamente de este modo
contribuirá realmente a que lo más alto, vivido personalmente en la
radicalidad de la ética, la estética y la mística, ilumine la obscuridad cultural
de su época. Esta convicción fue constante en la vida y obra de
Wittgenstein. Y va pareja de un rechazo igualmente inalterado de toda
teoría ética, estética o religiosa. Por tanto, quienes han querido ver una
incompatibilidad radical entre el Wittgenstein del Tractatus y el “segundo”
Wittgenstein, yerran en la intención de fondo, por no ver que el cambio de
método perseguía la misma inclinación metafísica: contemplar el mundo a la
luz de la eternidad, vivenciando el valor ético y estético absoluto, aunque sin
poder construir ninguna teoría del ser.

A partir de 1935, las dudas sobre el valor de su trabajo filosófico y la


sensación de falsedad que le producía la vida académica le llevaron a
plantearse la idea de abandonar la absurda profesión de docente de
filosofía. Se retiró así otra vez, entre 1936 y 1937, a su cabaña, aislada, de
Noruega, para buscar en sí mismo, quizá en Dios, la solución del carácter
problemático de la vida humana. Durante noviembre y diciembre de 1937
escribió la primera parte de las Observaciones sobre los fundamentos de la
matemática. De estos meses de reclusión voluntaria proceden anotaciones
bellísimas sobre la resurrección de Cristo y sobre la fe trascendente. Según
Wittgenstein, sólo el amor puede creer en la resurrección. Pero este amor
redentor únicamente es posible si Dios mismo nos redime. Todo lo que
nosotros podemos hacer es confesar el fallo de nuestros pecados. El
estallido de la Segunda Guerra Mundial mostró, en cambio, que el pecado
de una civilización sin humanidad, sin anhelo de trascendencia y que
idolatraba las ciencias de la naturaleza volvía a amenazar a Europa y al
mundo entero. Wittgenstein encontró la manera de trabajar, primero, como
recadero en la farmacia del Guy's Hospital de Londres y, después, como
asistente de laboratorio en Newcastle, mientras seguía impartiendo clases
en Cambridge cada dos fines de semana y elaborando el manuscrito de la
obra que se publicaría póstumamente bajo el título de Investigaciones
filosóficas (1953). En 1943 propuso a la Cambridge University Press la
publicación conjunta del Tractatus y de las Investigaciones filosóficas: para
él constituían dos maneras diversas de preservar lo mismo, lo trascendente.
Pero no consiguió presentar nunca un manuscrito acabado de la segunda
obra: sus oscilaciones entre filosofía de la matemática y filosofía de la
psicología, amén de su estado depresivo y del deseo de abandonar la
cátedra, impidieron dar forma final al texto. Las entradas de los cuadernos
de postguerra abundan en el pesimismo cultural del autor. Cree que la
ciencia y la industria deciden las guerras, y que esta civilización que sólo
confía en el mito del progreso científico acarreará el final de la humanidad al
substituir al espíritu por la máquina y al alejarse de Dios. Durante el verano
de 1947 se decidió a abandonar definitivamente la carrera de profesor
universitario y renunció a su cátedra.

Desde entonces se fue recluyendo en diferentes lugares, para estar sólo


y trabajar mejor: en Swansea, Dublín, Red Cross, Connemara, etc. No sólo
estos últimos años, sino toda su biografía y obra dejan en uno la sensación
de una profunda soledad cultural. Se ha interpretado que en la vida de
Wittgenstein aislamiento y silencio fueron la forma de mantener
interiormente viva y efectiva la cultura austríaca en que se hundían las
raíces de su pensamiento. Pero aquel mundo ya había desaparecido para
siempre jamás y, como muestran los Últimos escritos sobre filosofía de la
psicología, Wittgenstein subrayaba que la vida vive de una pluralidad
insuprimible, de manera que debe rechazarse toda teoría que reduzca los
hechos a un esquema unilateral. Durante el último año y medio de vida, se
ocupó en observaciones sobre palabras y expresiones del lenguaje que
caracterizan estados de certeza, conocimiento y duda. Han sido publicadas
bajo el título de Sobre la certeza. Durante el verano de 1949 visitó a Norman
Malcolm en Ithaca, Estados Unidos. Allí pudo conocer y dialogar
filosóficamente con profesores de la Universidad de Cornell. De los paseos
y entrevistas con O. K. Bouwsma procede el libro Últimas conversaciones.
De regreso a Cambridge, el Dr. Bevan le comunicó, el 25 de noviembre de
1949, que padecía un cáncer de próstata. El año siguiente lo pasó
sintiéndose débil y cansado, y albergando la convicción de que no viviría
mucho tiempo más. En el mes de enero de 1951 necesitó atención médica a
base de hormonas y rayos X. Pero el desenlace se precipitaba y a finales de
febrero todo tratamiento resultó ya inútil. Su médico, el Dr. Bevan, le ofreció
su casa, puesto que él no deseaba morir en un hospital inglés. Aceptó y al
poco tiempo se hizo amigo de la Sra. Bevan. Las anotaciones de los dos
últimos meses de Sobre la certeza subrayan que no tiene sentido dudar de
todo. La praxis real del lenguaje cuando tiene sentido, y no una teoría sobre
el lenguaje o el conocimiento, es lo que da al traste con la duda escéptica, y
no una teoría filosófica. El 28 de abril, la Sra. Bevan se pasó toda la noche
en vela a su vera. Al saber por ella que sus amigos más cercanos llegarían
al día siguiente, le encargó que les dijera que su vida había sido
maravillosa. Murió el 29 de abril de 1951 y fue enterrado el día 30 en el
cementerio de St. Gile's Church, de Cambridge. A lo largo de su vida amó a
varios hombres y a una mujer, Margarita Respinger. Pero fue muy exigente
consigo mismo y con los demás cuando se trataba de lo absoluto. De lo
trascendente brotaba la fuente inexpresable de su felicidad, cuando pudo
sentirla. Y, al final de su vida, para él esto era lo único que contaba, todo lo
que la cultura vienesa, purificada de su hipocresía, le había enseñado que
podía alcanzar en este mundo. El resto, o sea, la fama ya le era indiferente
en el momento de morir, pues la vanidad es cosa de este mundo, y nada
para el otro.
3. La primera filosofía del lenguaje
Probablemente, Wittgenstein sea un caso único de pensador que llegó a
elaborar dos teorías del lenguaje con la intención de que la segunda
contradijera a la primera y la substituyera por dogmática, pero a la vez
confirmara paradójicamente su intención de fondo: ver con claridad los
límites del lenguaje para preservar la esfera de lo que queda allende lo
decible. La primera de estas dos filosofías es, obviamente, la que
el Tractatus logico-philosophicus (TLP) defiende de la mano del cálculo
formal de la lógica matemática, a la que el mismo texto dio un impulso
original en su momento histórico. Se trata de una concepción del lenguaje
que convierte a la lógica en la condición de posibilidad de, a la vez, el
lenguaje con sentido, los hechos contingentes del mundo y el pensamiento
humano. Esta estructura isomórfica a mundo, lenguaje y pensamiento
cumple la misma función que las formas a priori de la sensibilidad, las
categorías a priori del entendimiento y las ideas regulativas a priori de la
razón en Kant. Por eso se ha sostenido con acierto la interpretación de que
el TLP aplica una vuelta de rosca a la misma filosofía trascendental,
determinando ahora que lo verdaderamente a priori es el lenguaje, que
estructura al pensamiento y a la vez expresa la verdadera naturaleza de sus
límites. La crítica kantiana se convierte así en crítica del lenguaje. Es lo que
se ha dado en llamar giro lingüístico de la filosofía de la segunda mitad del
siglo XIX y del siglo XX. Con la salvedad, sin embargo, de que en
Wittgenstein aún persiste la voluntad de preservar lo que trasciende a todo
límite, o sea, una intención propiamente metafísica, mientras que en otros
filósofos la filosofía se disuelve enteramente en análisis del lenguaje
ordinario sin más y produce el hastío de no conducir a ninguna parte más
que al hecho bruto de las convenciones sociales. Veamos, pues, qué teoría
del lenguaje nos ofrece el TLP.

Los enunciados del TLP tienen carácter de aforismos: expresan un


pensamiento esencial que ha de retenerse con precisión en la misma forma
concisa y bella de un enunciado al que no le sobre nada y que no dependa
de ningún otro. Requieren por ello del lector un esfuerzo constante de
captación intelectual directa; de otro modo no se entenderían ni en sí
mismos ni en relación con los demás, cosa que a su vez impediría ver
claramente la arquitectura de la obra. Wittgenstein los dotó de una
numeración decimal que establece que las proposiciones n.1, n.2, etc. son
observaciones a las tesis principales n, y que las proposiciones n.m.1,
n.m.2, etc. constituyen observaciones a las proposiciones n.m. (entre
paréntesis citamos, como es usual, según este procedimiento del autor).
Nos encontramos así con una serie progresiva de siete tesis, desarrolladas
a su vez - fuera de la última, que no contiene ninguna observación adicional
- mediante subtesis. Sin embargo, dicha progresividad lineal en las
observaciones constituye más bien un deseo o ideal que una realidad de
hecho, pues no es infrecuente que las subtesis avancen y retrocedan en
espiral alrededor tanto de la tesis a la que pertenecen como de la tesis
anterior y de la siguiente. El TLP presenta así una estructura interna que se
asemeja a una sinfonía, ya que se desenvuelve desde una tensión entre
hechos y valores hasta su desenlace en el imperativo del silencio. En el
plano, en cambio, externo, la estructura expositiva del texto actúa como una
escalera que permite ascender paso a paso hasta alcanzar la esfera de lo
más alto, desde donde es posible contemplar esta vida con sentido, sub
specie aeterni (6.45), bajo la figura de lo eterno o, si se quiere, con ojos de
eternidad. Nos encontramos así con una serie progresiva de siete tesis,
desarrolladas, a su vez, mediante subtesis que avanzan y retroceden en
espiral. La primera tesis parte del mundo y la última concluye en lo
trascendente. Por el camino nos encontramos con el lenguaje, que
comparte la estructura lógica del mundo y que convierte al ser humano en
límite del mundo. Al final, el silencio metafísico, la ausencia de lenguaje con
sentido, nos instala de lleno en la esfera de la ética, de la estética y de la
mística. Hemos llegado al final del trayecto, pero queda toda la vida para
seguir caminando, o sea, recayendo en el mundo de los simples hechos y
volviéndonos a levantar hacia lo más alto. El hombre, como ser de frontera,
se ve a sí mismo miserable, pero el valor absoluto le empuja a no quedarse
aquende el mundo. Y el lenguaje nos incita a acometer contra los barrotes
de su jaula. ¿Qué dice, pues, la primera tesis?

Que el mundo es todo lo que es el caso (1), la totalidad de los hechos


(1,1), lo que acontece, como estados de cosas (2), de manera contingente,
sin otra razón de ser que la mera posibilidad lógica (2.012) de la
combinación de objetos (2.014), no la necesidad. La segunda tesis afirma
que lo que es el caso, o sea, el hecho, es la existencia de estados de cosas
(2), cerrando así el círculo del mundo, pues la totalidad de los estados de
cosas existentes es el mundo (2.04). Tesis 1 y tesis 2 se requieren
mutuamente. Dado, empero, que nos hacemos figuras de los hechos (2.1),
en cuanto que una figura es un modelo lógico (2.12), y que también la figura
es un hecho (2.141) y una figura lógica (2.182) que figura la realidad (2.17),
resulta que la figura lógica de los hechos es el pensamiento (3). La tercera
tesis quiere que mundo y pensamiento se den la mano en el espacio
lógico a priori en que todo hecho puede ser figurado (2.19) y toda figura es
un hecho (2.202). Es un espacio de pura posibilidad lógica (3.032). Un
espacio trascendental, pues de él depende que un pensamiento, en cuanto
figura de un hecho, contenga la posibilidad de lo que piensa (3.02) y se
exprese en una proposición con sentido (3.1). El lenguaje es así proyección
de una situación posible (3.11), de manera que a los objetos del
pensamiento le correspondan elementos del signo proposicional (3.2).
Mundo, pensamiento y lenguaje están constituidos a priori por la lógica, por
el mismo espacio o estructura lógica. Y una correcta notación de cálculo
formal, como la del TLP y a diferencia de las de Frege y Russell, lo
mostraría claramente (3.325). Por tanto, el signo proposicional —en cuanto
empleado y pensado— es el pensamiento (3.5).

Todo ello nos conduce a la tesis cuarta, en la que Wittgenstein, por pura
equivalencia lógica, invierte el orden de la frase anterior y afirma que el
pensamiento es la proposición llena de sentido (4). Pensamiento y mundo
son lenguaje, porque el lenguaje representa al mundo y es figura del
pensamiento que tiene sentido y no gira vacío sobre sí mismo. Sólo que el
lenguaje ordinario disfraza el pensamiento (4.002), por lo que la filosofía
debe erigirse en crítica, no escéptica (contra Fritz Mauthner), del lenguaje
(4.0031). Su resultado neto es que toda proposición con sentido es una
figura de la realidad (4.01), pues el lenguaje posee un carácter
esencialmente lógico-figurativo (4.015). El lenguaje tiene sentido
simplemente porque representa una situación en el espacio lógico (4.031).
Y por eso las constantes lógicas no representan nada (4.0312). La ciencia
natural es el conjunto de las proposiciones verdaderas (4.11). Y así la
filosofía ya no puede ser ciencia, ni en el sentido clásico de ciencia primera,
pues sólo la ciencia habla con sentido del mundo. La filosofía es un método
de análisis del lenguaje que clarifica la estructura lógica de éste y de los
pensamientos que expresamos con proposiciones significativas (4.112).
Esta filosofía establece claramente los límites de la ciencia natural (4.113),
de lo pensable (4.114) y de lo decible (4.115). Fija lo que puede decirse y lo
que únicamente puede mostrarse (4.1212). Y la notación formal de la lógica
revela nítidamente esta estructura lógica común a mundo, pensamiento y
lenguaje (4.4.127). De ello se deduce que, a su vez toda proposición lógica
bien formada no es nada más que una tautología, pues solamente revela el
espacio lógico a priori en que las proposiciones del lenguaje adquieren un
valor de verdad determinado (4.4.61).

A la luz, pues, de la lógica hay que decir, con la tesis quinta, que toda
proposición es el producto de la combinación de los valores de verdad de
sus proposiciones elementales (5). Ello da al traste con la interpretación del
lenguaje de Frege, que convertía en nombres a las proposiciones de la
lógica y en índices a sus argumentos (5.02). Hay que ver, en cambio, que,
en virtud de sus valores de verdad, toda proposición afirma cualquier otra
que se siga de ella (5.124). El único nexo entre hechos, pensamientos y
proposiciones con sentido es internamente lógico, y no hay nexo causal
alguno que justifique la inferencia de una situación a partir de otra (5.136): el
mundo es radicalmente contingente y el lenguaje no recubre esta
contingencia con una supuesta necesidad metafísica. La esencia de una
proposición con sentido es la existencia meramente casual de un estado de
cosas y la descripción del mismo (5.4711). Sólo la lógica puede dar cuenta
de sí misma (5.473), puesto que a ella compete dar cuenta de todo lo
demás. Ella construye a priori el espacio de juego de la totalidad de las
proposiciones elementales y de las posibles combinaciones de sus valores
de verdad (5.5262). La lógica es previa a cualquier experiencia (5.552). En
virtud de ella, el límite de lo que puede decirse se manifiesta a sí mismo en
la totalidad de las proposiciones elementales (5.5561). En el fondo, el
lenguaje ordinario está ordenado lógicamente (5.5563), o sea, tiene una
estructura lógica subyacente que es la responsable de su sentido, de
manera que los límites lógicos del lenguaje son los mismos que los del
mundo (5.6). La semántica se explica así desde la lógica y ésta existe para
establecer los límites del sentido, de lo que se puede pensar y decir (5.61).
¿Qué queda, pues, allende el límite? Por de pronto, el mismo sujeto
humano, en tanto que sujeto metafísico (5.633), sujeto del límite que no
pertenece al mundo (5.632). Él mismo revela que no hay orden a priori del
mundo, sino sólo contingencia y casualidad (5.634). La filosofía lógica del
lenguaje acaba así transportándonos al plano de lo que no puede decirse
con sentido, pero que vivenciamos como nuestra realidad más propia:
nuestra condición metafísica de límite del mundo. Hemos subido un peldaño
más por la escalera del Tractatus. Nos acercamos ahora a la meta, a lo más
alto, a lo que el lenguaje muestra cuando dice lo que puede decir. El
resultado neto del decir con sentido es que el lenguaje, sin poder
expresarlo, muestra lo que da sentido a la vida. O sea, al hablar con
sentido, el lenguaje muestra lo que trasciende todo enunciado significativo,
lo que es más alto.

La tesis sexta saca la conclusión general implicada en esta concepción


lógica del lenguaje: la forma general de una proposición con sentido (6), que
es la aplicación sucesiva de la operación de negación conjunta a
proposiciones elementales (6.001). ¿Qué importancia tiene esta conclusión?
Muestra lógicamente cómo se produce la transición de una proposición a
otra por medio de una operación (6.01). Resulta clara así de paso la
naturaleza misma de la lógica: toda proposición lógica no es sino una
tautología (6.1). La lógica carece de contenidos propios (6.111): éstos son
únicamente los hechos en cuya totalidad consiste el mundo. Las
proposiciones lógicas muestran simplemente propiedades estructurales
(6.12), las propiedades comunes a lenguaje, pensamiento y mundo:
describen el armazón del mundo, lo representan, cosa que se percibe en la
sintaxis lógica del lenguaje (6.124) y se torna perspicuo en el simbolismo
bien construido de la lógica matemática (la matemática es un método de la
lógica, 6.234). Por tanto, la lógica es una imagen especular del mundo,
dado que la lógica es trascendental (6.13), o sea, es lo trascendental que
buscaba Kant, pero que había colocado erróneamente en el plano del
pensamiento, en tanto que anterior al lenguaje: el lenguaje es el
pensamiento. Fuera de la lógica (del lenguaje) todo es accidental (6.3). Es a
través del entero aparato de la lógica cómo la ciencia puede describir el
mundo con proposiciones llenas de sentido (6.3431). Tampoco hay
conexión lógica alguna entre la voluntad humana y el mundo (6.374).
¿Dónde radica, pues, el sentido del mundo si en él todo es hecho y todo
pasa porque pasa? Claramente, fuera del mundo, ya que el sentido no
puede ser accidental como el mundo mismo (6.41). Este sentido es lo que la
ética propone, el valor ético absoluto (6.42), puesto que la ética, como la
estética, es trascendental (6.421). Sólo en la ética cabe la posibilidad de
felicidad para el ser humano; de ahí que el mundo del feliz sea del todo
diferente del del infeliz (6.43). La ética muestra cómo se resuelve el enigma
de la vida: adquiriendo una manera trascendental de vivir, que no sumerge
al sujeto en el mundo de los hechos, sino del valor absoluto, de lo más alto
(6.4321). Se trata de la vivencia mística del mundo (6.44), de la visión del
mundo sub specie aeterni (6.45), de la comprensión de que el escepticismo
constituye un sinsentido obvio (6.51) y de que la ciencia nunca podrá rozar
siquiera los problemas vitales para el hombre (6.52). La filosofía lógico-
atomista del lenguaje (a cada nombre le corresponde un objeto y a cada
proposición un hecho) acaba llevándonos de la mano hasta la vivencia de lo
inexpresable, que es manifiesto por sí mismo y es lo místico (6.522).

En este punto la escalera del TLP ya sobra: ha cumplido su función y


podemos desecharla, dado que ahora, desde la altura allende el límite,
vemos el mundo correctamente (6.54). Sólo que ahora, como impone la
tesis séptima, debemos callar, para respetar la esfera trascendente que
hemos descubierto y para poder vivir realmente nuestra existencia de
sujetos del límite de forma ética, estética y mística. No es el hablar, la teoría
metafísica, lo que resuelve los problemas filosóficos. El lenguaje acaba en
un silencio denso, lleno de sentido, pero que paradójicamente no puede
expresarse (7). Sólo él garantiza, según el joven Wittgenstein, que podamos
vivir realmente de lo que importa. La metafísica clásica era correcta en su
intención, puesto que el hombre es ser del límite en busca del sentido de la
vida, pero se equivocaba sobre las posibilidades del lenguaje: no es posible
decir aquello de que hay que vivir. En conclusión, la lectura antimetafísica
del TLP que practicara el Círculo de Viena, así como la interpretación
meramente analítica del método de Wittgenstein, constituyen crasos errores
que hicieron época, pero que hoy no deben repetirse.

4. La segunda filosofía del lenguaje


Al regresar a Cambridge en 1929, Wittgenstein ya estaba convencido del
carácter dogmático del TLP. La experiencia de enseñar a niños de escuelas
primarias y de observar cómo realmente aprenden una lengua, junto con las
críticas de Ramsey a su lógica formal, le abrieron los ojos. Tuvo que
reconocer importantes errores en la explicación que había dado de la
semántica del lenguaje, de cómo la lengua configura y expresa significados.
Según una anotación de Friedrich Waismann de 9 de diciembre de 1931,
Wittgenstein reconoció no sólo el estilo arrogante del TLP, sino su error de
fondo: pretender que la tarea del análisis lógico consistiera en descubrir las
proposiciones elementales, ya que son la base del lenguaje lleno de
sentido. Ahora admitía que no es posible llevar a cabo esta tarea, puesto
que constituye un error querer encontrar algo oculto en el lenguaje: siempre
nos movemos en el ámbito de la gramática de nuestro lenguaje ordinario, de
manera que permanentemente tenemos ya ante los ojos todo lo que se
precisa para explicarlo. Ninguna supuesta lógica subyacente puede dar
cuenta del lenguaje mejor que el lenguaje mismo. Lo único que se precisa
es exponer las reglas de uso de palabras y expresiones tal como de hecho
actúan en la vida cotidiana del lenguaje.

La proposición significativa ha dejado de ser una figura lógica (Bild) de la


realidad, como un modelo matemático que representara un estado de
cosas. La lógica ha perdido el trono de lo trascendental: existen otras
condiciones a priori de significatividad que no se hallan en la estructura
lógica del lenguaje, puesto que el juego de la lógica es uno más entre todos
los otros. El lenguaje encuentra su razón de ser en el seno mismo de los
diversos contextos comunicativos y de las reglas de uso de las palabras en
dichos contextos. El lenguaje ya no es medida lógica de la realidad (TLP
2.1512). Este enfoque resulta ahora dogmático por unilateral: si se da el
caso, por ejemplo, de que una proposición se verifica de dos maneras
diferentes, tiene entonces dos significados diversos. La verificación de una
proposición ya no acontece en el reino intemporal, unívoco e inmutable de
la lógica, sino mediante su descripción en otra proposición, lo que constituye
un juego de lenguaje, sometido, como todos, a determinadas reglas
gramaticales. La filosofía del lenguaje ya no tiene el cometido de formular,
en el lenguaje artificial, perspicuo y cristalino de un cálculo, el espacio lógico
invariable y a priori de toda proposición elemental. Ahora sólo le compete
observar y describir diferencias esenciales, usos diversos, las reglas de
cada juego. Se produce, pues, así otro descenso de nivel en la filosofía
trascendental: de la lógica subyacente al lenguaje, que substituía los a
priori kantianos, a la gramática real de los usos del lenguaje. Si el TLP había
establecido que el pensamiento es lenguaje, cosa que en cierto sentido aún
salvaba al pensamiento en la esfera de la lógica, ahora Wittgenstein II cree,
en cambio, que no había ido suficientemente a fondo y que debe decir que
el lenguaje es uso gobernado por reglas, o sea, que no es pensamiento,
pues las reglas son fruto de convenciones sociales y de transformaciones
históricas, cosas ambas tan contingentes y casuales como los hechos de
que consta el mundo según el TLP. Veamos, por tanto, algunas ideas de
esta nueva filosofía del lenguaje, al hilo de su precipitado más elaborado:
las Investigaciones filosóficas (IF).

Demos primero, sin embargo, algunas aclaraciones formales. La obra


presenta una estructura en dos partes: la primera contiene 693 párrafos,
numerados correlativamente y citados habitualmente así: (§ n). El primero
expone la teoría de las Confesiones de San Agustín (I/8) sobre el
aprendizaje del lenguaje por ostensión: aprenderíamos las palabras y su
significado por el procedimiento de vincularlas a aquellas cosas a las que
los adultos se refieren cuando las usan. Las palabras serían así etiquetas
de cosas, ya que éstas constituirían su referencia: «Las palabras del
lenguaje designan objetos – las proposiciones son conexiones de tales
designaciones.» (§ 1) Wittgenstein critica y rechaza esta concepción común
del lenguaje porque no tiene en cuenta que designar o referirse a algo es un
juego de lenguaje más y de ningún modo la función reina de todo el
lenguaje. Por eso, el último párrafo saca la conclusión paradigmática de que
la gramática del verbo meinen (significar, tener sentido) es muy diferente de
la gramática del verbo denken (pensar). O sea, ni el sentido ni la referencia
de las palabras pueden establecerse al margen de los usos reales del
lenguaje: «Y no hay nada más erróneo que considerar a tener
sentido (meinen) como una actividad espiritual.» (§ 693) La segunda parte
de las Investigaciones filosóficas, de mucha menor extensión, está dividida
en catorce secciones, numeradas con cifras romanas en minúscula (i-xiv), y
se ocupa de la aplicación de la teoría de los juegos de lenguaje –
ampliamente asentada en la primera parte - al análisis de términos
psicológicos de percepción, de consideración bajo un aspecto (ver como),
de dolor, de comprensión de significados, de creencia y duda, de
descripción de conductas, de expresión de sentimientos y estados de
ánimo, etc. El principio al que Wittgenstein apela es siempre el mismo: «Se
trata más bien de asumir el juego de lenguaje ordinario, y caracterizar a
las falsas representaciones como tales. El juego de lenguaje primitivo, que
se le enseña al niño, no precisa de ninguna justificación; los intentos de
justificación es preciso rechazarlos.» (xi) Veamos ahora una síntesis mínima
de la obra.

Si la lógica ya no es la condición que hace posible la representación del


mundo, el concepto mismo de representación y de figura entra en crisis, ya
que resulta dudoso que el lenguaje tenga un solo método de proyección y
que todo método de proyección comparta una misma estructura lógica. El
TLP privilegiaba dos relaciones semánticas: la de nombrar objetos y la de
juzgar mediante enunciados aseverativos. Ahora bien, los signos
lingüísticos muestran muchas otras funciones semióticas. Además, que un
nombre designe algo depende del juego de lenguaje en virtud del cual hay
palabras que se aplican como nombres: el uso designativo del lenguaje sólo
tiene sentido y se realiza eficazmente como forma de comportamiento en un
entorno comunicativo regulado para ello (§ 1-2). No es, pues, canónico para
todo el lenguaje en general, ni esencial ni primario para el aprendizaje
lingüístico (§ 6).

Aprender el significado de una palabra consiste en aprender una forma


de conducta. Utilizar palabras y construir enunciados para nombrar y juzgar
no consiste en expresar pensamientos o representaciones mentales de la
realidad. El sentido y la comprensión del lenguaje ya no radica en estos
elementos psicológicos, ni en su supuesta estructura lógica, sino que se
trata de juegos de lenguaje. Aquí se encuentra la clave de la nueva
concepción del lenguaje de Wittgenstein: la noción de juego aplicada al
lenguaje. Los juegos en general y los Sprachspiele (juegos de lenguaje) en
particular comparten muchas propiedades semejantes. Un juego de
lenguaje es una totalidad formada por el lenguaje usado en cada caso más
las acciones con las que el lenguaje se halla inextricablemente entrelazado
en un contexto concreto (§ 7). La categoría de juego de lenguaje sirve,
pues, para describir las situaciones comunicativas que realmente acontecen
entre personas que gozan de la competencia lingüística de una comunidad
hablante. Pero también funciona como método heurístico: igual que en otros
ámbitos de la ciencia, permite captar con claridad los mecanismos
esenciales de los fenómenos que hay que explicar. En el TLP, esta función
correspondía a la noción de Bild, figura, en el sentido de modelo
matemático. El juego no es figura porque no hay más figura que el juego
(entiéndase que el juego tampoco es figura de nada que anteceda al
lenguaje y que pueda ser representado por él).

Así como existe una gran variedad de juegos en general, igualmente hay
una multiplicidad de clases de juegos de lenguaje (§ 23). Este hecho no es
inocente: liquida de un plumazo, en la mente de Wittgenstein II, la teoría
clásica del lenguaje, que había imperado desde Platón hasta Frege y según
la cual la denominación o designación se constituía en la función semántica
paradigmática del lenguaje, puesto que se le atribuía el papel de establecer
la conexión esencial entre el lenguaje y la realidad. Ahora, en cambio,
queda reducida a un juego de lenguaje más, sin mayor valor canónico.
Comprender, pues, una expresión equivale a conocer su función en el seno
de un juego de lenguaje. Contra el Crátilo de Platón y el De magistro y
las Confesiones de San Agustín, ya no existe un vínculo secreto y esencial
entre la palabra y la realidad (§ 38). Y, contra la teoría de los nombres
lógicamente propios de Russell (individuals), tampoco existen expresiones
lógicamente simples y básicas para todo lenguaje que establezcan una
relación directa e inefable con la realidad.

Los problemas filosóficos ya no tienen por causa la ambigüedad del


lenguaje natural, a cuyo remedio se construía un cálculo lógico perspicuo,
sino que se generan en un abuso del lenguaje, o sea, en el hecho de sacar
una expresión o conjunto de expresiones del juego de lenguaje en que
tienen sentido y extrapolarlas a otro ámbito diferente con pretensiones de
generalidad o esencialidad (§ 38). Dada la constante complejidad y
heterogeneidad del lenguaje, imponerle una generalidad, que deriva de
nuestro afán metafísico de esencialidad e inmutabilidad, constituye un
abuso. Dichas heterogeneidad y complejidad no son sino la consecuencia
de la heterogeneidad y complejidad de las formas de vida. La noción
de juego de lenguaje es correlativa de la de formas de vida. Ambas se
hallan inexorablemente unidas y no es posible explicar una sin referencia a
la otra (§ 19). Son las acciones sociales que llevamos a cabo con el
lenguaje, lo que hacemos siempre al hablar, en situaciones humanamente
comunicativas, o sea, significativas. Reiterémoslo: la teoría semántica ha
cambiado, puesto que el significado no es una cosa, sino un uso
socialmente regulado. Y explicar el significado pasa por describir la
actividad, el juego del que forma parte una expresión lingüística.

El lenguaje acontece, se juega, en el seno de una comunidad humana.


Por tanto, la misma apertura e historicidad de lo humano en general se
trasladan ahora al lenguaje. Siempre vivimos en la libertad de inventar
nuevas formas de comunicación que den lugar a nuevos juegos de
lenguaje, a nuevos significados. Aquí radica la convencionalidad social del
lenguaje. En óptica histórica, diacrónica, el lenguaje acumula formas de vida
inventadas, practicadas y quizá ya olvidadas o en claro desuso. En
conclusión, el lenguaje no sólo no determina la realidad, y menos aún la
vida, sino que vale más bien la relación inversa: es la vida histórica y social
la que determina el lenguaje. De la vida depende que el lenguaje tenga
sentido. Y el mecanismo a través del cual este a priori último de la vida
actúa y se muestra efectivo son las reglas.

El concepto clave para entender el de juego de lenguaje es, en el fondo,


el de regla. Wittgenstein II subraya hasta la saciedad que el significado de
un término o expresión no puede constituir una realidad fija, sino que está
esencialmente abierto (§ 79). Por eso tampoco la palabra regla tendrá,
según él, un único sentido: existen muchas clases de reglas y muchas
acepciones del vocablo regla. Es observando cómo se practica un
determinado juego lingüístico que podemos decir con qué reglas actuamos
(§ 54). No existe, pues, una esencia o núcleo general que fuera común a
todas las muestras de reglas que llegáramos a observar. El TLP había
canonizado el tipo de regla que forma parte de un cálculo notacional, que
forma parte de un sistema lógico y que se aplica de manera determinista.
Pero precisamente por eso había resultado ser una obra dogmática. Las
reglas lingüísticas, en cambio, son reglas del uso variopinto del lenguaje
según situaciones comunicativas concretas, o sea, dependen de formas de
vida. Y, como dependen también de concretas comunidades de
comunicación, no son universales, sino contingentes, como los hechos del
mundo en el TLP. Pero es que tampoco son homogéneas, pues no
podemos reducirlas a un mismo y único tipo lógico. Por todo ello lo único
que cabe decir es que mantienen, eso sí, un aire de familia entre ellas, pues
muestran relaciones de semejanza o semblanza en la diferencia. Pero nada
más.

Las reglas constituyen un conjunto, no un sistema (§ 108). No ofrecen


una totalidad estructurada internamente por propiedades formales, ni
generan una realidad homogénea (§ 65). No tienen más gramática en
común que el entramado que se da entre ellas. Menos aún tienen una
gramática trascendental que las haga posibles a priori. Su papel consiste en
inducir regularidades en la conducta de los hablantes, regularidades que
hagan posible la comunicación, pues la observancia de reglas es un
proceso público, controlable y evaluable intersubjetivamente. De ahí que
Wittgenstein rechace la posibilidad de un lenguaje privado: siempre
dependería del público y no sería lenguaje propiamente (§ 244-256). Seguir
una regla debe conceptualizarse como una práctica. Y debe distinguirse de
su formulación. No existe el reino ideal de entidades abstractas en que
consistirían las reglas una vez formuladas. Eso equivaldría a recaer en el
platonismo del lenguaje y conduciría a un círculo vicioso: si la regla fuera lo
que su formulación expresare, sería el resultado de interpretar esta
formulación, cosa que plantearía la espinosa cuestión de los criterios con
que determinar la interpretación correcta de una regla. Y no podría
responderse que tales criterios serían la conducta, pues toda regla se
podría interpretar de manera que concordara con la conducta (§ 198 y 201).
Y, si distinguimos entre una regla y su aplicación, vamos a parar al
mismo regressus ad infinitum: para saber cuándo sería correcta la
aplicación de una regla, habría que dominar previamente otra regla, para
cuya aplicación dependeríamos, a su vez, de otra de orden superior, y así
indefinidamente. Por tanto, es imprescindible concebir las reglas
inseparablemente de sus aplicaciones. O sea, no cabe sino pensarlas
como prácticas sociales, como objeto de aprendizaje y de transmisión
cultural. Hablamos como miembros de una comunidad y hacemos lo que
ésta hace cuando hablamos. Como dice una anotación de 1945, las
palabras son acciones. Nada más. No hay en ellas nada misterioso, ninguna
esencia oculta que el metafísico deba descubrir y expresar mediante una
teoría del ser.

Baste lo dicho para sacar la conclusión de que Wittgenstein II se despidió


definitivamente del mito de la interioridad para explicar el lenguaje: el
significado no se encuentra ni en el mundo interior, mental, del sujeto, ni en
la idealidad trascendente de objetos platónicos o supuestas esencias de las
cosas, ni en el límite transcendental de la lógica subyacente al lenguaje.
Pero también se despidió del mundo objetivo de los hechos extralingüísticos
(objetos combinados en estados de cosas, el mínimo de ontología lógica
según el TLP) y lo substituyó por el mundo público de las convenciones
sociales que regulan el uso de las palabras y las expresiones del lenguaje.
El significado es una función de las necesidades humanas básicas de
comunicación. Es el producto del espacio público de una comunidad
cultural. Nos hemos quedado, por tanto, no sólo sin metafísica, pues ésta
consiste en un abuso del lenguaje o en un juego lingüístico sin necesidad
social, sino sin pensamiento, sin el cual menos aún puede haber metafísica,
pues el lenguaje no se origina en el conocer y en la captación y
comunicación de este conocimiento, sino en la acción que corresponde y
responde a necesidades sociales de relación funcionales, básicas. Al final,
pues, del recorrido de la modernidad, el único a priori con que tropezamos
parece consistir en la elemental constatación de que todo sucede como
sucede, de que la acción de los hombres juntos se basta a sí misma,
excluye toda explicación y sólo puede ser descrita con el lenguaje que ella
misma se ha inventado. En Wittgenstein, sin embargo, este enfoque aún
sirve para dejar al otro lado lo que de verdad vale absolutamente y de lo que
hay que vivir para dar sentido a la vida en el lado de acá. Y en este punto
coinciden, como se ha dicho, el TLP y las IF. Pronto, sin embargo, se creerá
poder prescindir de cualquier trasfondo metafísico en el análisis del
lenguaje, como en el caso de J. L. Austin y de J. R. Searle, o sea, en buena
parte de la llama filosofía analítica del siglo XX. El lenguaje perderá así no
sólo el pensamiento, sino también su densidad humana, pues una vez se ha
visto reducido a lo que con él se puede hacer, resulta fácil pensar que no
consiste en nada más que en un juego de signos entre muchos otros,
incluso más ventajosos a efectos manipulativos, comunicativos o
comerciales.

5. El trasfondo metafísico
¿En qué consiste este trasfondo metafísico de que Wittgenstein aún vivía
personalmente, a pesar de que según él no pueda formularse teóricamente
a la manera de una filosofía del ser y de los trascendentales? Si no
alcanzáramos a verlo suficientemente, tampoco entenderíamos sus dos
filosofías del lenguaje. Y tampoco podríamos percibir que lo incompatible de
ambas contribuye a reforzar aún más su unidad de fondo. Pues bien,
los Diarios secretos (1914-1916) abundan en invocaciones a Dios y al
Espíritu para poder recogerse en su interior, obtener fuerza ante las
adversidades y luchar contra el mundo exterior, aceptar la voluntad de Dios,
no perder la propia vida, no olvidarse de Dios, aceptar el cristianismo como
único camino seguro hacia la felicidad, cumplir el propio deber por el deber
propio, reservar la propia persona para la vida espiritual, vivir en lo que es
bueno y bello, recibir la iluminación de Dios ante la proximidad de la muerte,
vivir con paz interior, llevar una vida agradable a Dios, etc., etc. Parejas
convicciones religiosas, éticas y espirituales a la vez, muestran que para el
joven Wittgenstein de la época en que buscaba la esencia lógica de la
proposición significativa, o sea, una teoría semántica del lenguaje, Dios era
la única cosa que necesita el hombre para ser decente en su humanidad.
Ética y vivencia religiosa se dan la mano, en cuanto que la fe verdadera no
consiste en una teoría teológica, sino en la transformación de la manera de
ver el mundo y la propia vida, en la realización del valor ético absoluto en
medio y por encima de este mundo de simples hechos: hay que hacerse
mejores dejando que Dios obre en nosotros, para ser dignos de llevar a
cabo un trabajo filosófico decente. La luz viene de lo alto y sin ella no
valemos nada ni hacemos nada que valga algo.

Pero es que tampoco los Diarios filosóficos (1914-1916) se quedan cortos


en expresiones del ideal metafísico del joven Wittgenstein. El cultivo de la
ciencia, por ejemplo, activa el impulso del hombre hacia lo que es místico,
puesto que la solución a todas las posibles preguntas científicas deja sin
tocar las cuestiones vitales. Además, fuera de los hechos del mundo y de
las proposiciones que los representan significativamente, ha de haber algo
más alto, que ya no puede expresarse mediante el lenguaje, pero que
deseamos expresar porque es lo más importante para la vida humana. Es
un ámbito allende el mundo como totalidad de hechos, la esfera de lo
trascendente. Coincide con Dios y con el sentido y la finalidad de la vida. El
hombre lo vivencia en cuanto que es sujeto del límite del mundo, en cuanto
hace éticamente buena la voluntad con que afronta los hechos del mundo,
puesto que voluntad buena y sentido de la vida están conectados. A este
sentido, pues, se le puede llamar Dios, y a Dios se le puede comparar con
un Padre. Por ello, quien reza a Dios piensa en el sentido de la vida. Y, con
este desapego del mundo, nos hacemos independientes de él y así,
paradójicamente, lo dominamos, pues no nos rebaja a un hecho más, sino
que lo trascendemos metafísicamente. Quien cree en Dios no sólo
comprende la cuestión del sentido de la vida como cuestión, sino que
también experimenta que la vida tiene realmente sentido y que él es feliz,
pues ya no tiene miedo ni del mundo con sus hechos ni de la muerte con su
final. No en vano cabe decir de quien muestra tener miedo a la muerte que
vive una vida falsa, una vida en el engaño, una vida mala.

En una carta de 1917 a su amigo Paul Engelmann, Wittgenstein se


muestra despreocupado respecto de la posibilidad de expresar lo que es
trascendente mediante el lenguaje. Nada se pierde si no podemos decir
nada con sentido de lo inexpresable, puesto que existe y se halla contenido
en nuestras proposiciones con sentido. Esta doctrina, que distingue
claramente entre lo que se puede decir y lo que únicamente se muestra en
lo que se dice, es fundamental para entender el pathos metafísico de
Wittgenstein. En el prólogo del TLP ya advertía que el libro pretendía trazar
un límite a la expresión de los pensamientos, que, como sabemos, son
figuras de hechos del mundo o estados de cosas. La noción de límite es
dialéctica y atraviesa todo el TLP: una vez trazado, implica que existe algo
más allá para cuya preservación se encierra el aquende en un todo
autocontenido. Sólo así se puede entender y vivenciar que el sentido del
mundo se encuentra fuera de él, pues no puede ser un hecho casual más
del mundo, sino algo radicalmente meta-físico, el valor absoluto, que hace
de la ética una esfera trascendental, como la misma estética, en cuanto
vivencia de lo que es bello en sí, y no sólo relativamente a hechos del
mundo. Se soluciona, pues, el problema de la vida, y con él los clásicos
problemas filosóficos en general, porque, y sólo cuando, se adopta la forma
de la vida correcta éticamente, estéticamente y místicamente.

Una carta de 1919 a su amigo Ludwig von Ficker, famosa porque


contiene la clave de lectura de todo el TLP, nos asegura que el sentido del
libro, y de la empresa que con él Wittgenstein quería llevar a cabo, es ético.
Nos da a entender así que se trata de una ética trascendental, metafísica,
aquella en virtud de la cual, como impone la tesis séptima, callamos sobre lo
más alto, que es lo más importante, mientras reducimos el uso del lenguaje
a lo que puede decirse con sentido. No es posible, pues, elaborar una
metafísica como sistema filosófico que contuviera enunciados con sentido.
Por eso la filosofía de Wittgenstein es análisis del lenguaje, y no teoría
metafísica, filosofía en el sentido más habitual desde Platón. Pero ello
porque sólo de este modo se puede salvar lo que la metafísica clásica
pretendía con justicia: preservar lo más alto. Y, en una carta a Russell de
1919, le acusa precisamente de no haber comprendido su intención
principal, respecto de la cual el tema entero de las proposiciones lógicas es
sólo un corolario, cuando ocupa la mayor parte del TLP. Lo que Russell no
entendía en profundidad es la distinción referida entre pensar/decir, por una
parte, y mostrarse, por otra. De aquí pende la finalidad metafísica de la obra
de guerra.

En 1929, de vuelta a Cambridge, Wittgenstein recibió la invitación a


pronunciar una conferencia divulgativa en la sociedad Heretics, formada
probablemente por profesores y estudiantes avanzados. Escogió por tema
la ética y quiso explicar, en el lenguaje de primera persona, el único que
dice algo con sentido de lo que no puede decirse, su concepción
trascendente de la ética. Para él, ética es búsqueda del sentido de la vida,
de lo que hace digna la vida, de la manera correcta de vivir. La ética es
sobrenatural, puesto que trasciende todos los hechos del mundo y no es
ninguno de ellos. Por eso no puede enseñarse, sino sólo testimoniarse. Y el
mismo Wittgenstein indica tres experiencias personales que apuntan al valor
absoluto que da sentido metafísico a la vida. La primera consiste en la
maravilla o sorpresa ante la existencia del mundo, pues resulta
extraordinario que existan cosas. La segunda se refiere a la sensación
personal de sentirse absolutamente seguro pase lo que pase en el nivel de
los hechos, pues se trata de la experiencia de saberse en manos de lo más
alto. Y la tercera contiene la vivencia de la propia culpabilidad moral, como
cuando se dice que Dios desaprueba nuestra conducta, pues se trata del
valor moral que tiene la propia persona ante lo absoluto. Wittgenstein
subraya que estas tres experiencias tienen un valor intrínseco, absoluto, y
que no son simples símiles para parafrasear hechos contingentes del
mundo. Son, diríamos, vivencias originariamente metafísicas.

En sus conversaciones con Wittgenstein de los años 1929 y 1930,


Friedrich Waismann ha dejado escrito que Wittgenstein insistía en que
había que dar de lado con el parloteo en ética, puesto que no se puede
decir nada que pueda alcanzar la esencia de lo ético, a pesar de los
erróneos intentos de Moore por definir la ética en su libro Principia ethica.
Por la misma razón también le comentó que no se puede hablar de religión,
pues la esencia de la religión no tiene nada que ver con lo que se diga de
ella (teología). Solamente podría hablarse de religión si dicho hablar
constituyera un componente de la acción religiosa del creyente, y no como
teoría, pues entonces se daría testimonio de lo que vale en absoluto para
una persona.

Los diarios de los años treinta, conocidos como Movimientos del pensar,


ofrecen este testimonio de manera clara y abundante, precisamente cuando
Wittgenstein ya había cambiado de método en su análisis del lenguaje.
Muestran una clara preocupación crítica por la marcha de la cultura
europea, reflexionan sobre el papel de la filosofía y revelan una profundidad
de alma que sorprende por su honestidad y por la búsqueda constante de
una apropiación existencial de algunos dogmas centrales del cristianismo.
Cree, así, que en la civilización de las grandes ciudades al espíritu sólo le
cabe refugiarse en un rincón y posarse, cual testigo y vengador de la
divinidad, sobre las cenizas de la cultura. Da la razón a Nietzsche cuando
éste afirmaba que había llegado el tiempo de la transvaloración de todos los
valores. Afirma que el ser humano que está en comunicación con Dios es
fuerte. Ve en la música de épocas pasadas formulaciones sobre lo que está
bien o mal. Asigna a la filosofía el papel de tranquilizar al espíritu
disolviendo cuestiones faltas de sentido. Valora una proposición ética como
una acción personal; en ningún caso como la constatación de un hecho.
Dice de sí mismo que obra correctamente cuando se mueve en un plano
más espiritual en que puede ser persona. Nos invita a todos a conocernos
por lo que somos realmente: pobres pecadores. Cree que hay que abrazar a
las personas por ellas, no por uno mismo. Reconoce que no se puede
designar a Cristo redentor sin llamarle Dios. Para él, la fe no tiene otro
arranque que la fe misma, no las palabras, y el cristianismo sólo es
accesible a quien se coloca en la alta esfera de su exigencia ética. En el
hombre ve una aspiración al absoluto que convierte en mezquina toda
felicidad terrenal. Contempla en Cristo al perfecto que ha pagado por la
culpa de todos, al que por ello ha de ser amado por encima de todo.

Wittgenstein poseía, pues, una concepción ética trascendente del


cristianismo semejante a la de Tolstoy y entendía la fe como una vivencia
mística de superación de los límites del lenguaje y del mundo. Su
adscripción religiosa era básicamente cristiana, si hacemos abstracción no
sólo de los dogmas que era incapaz de apropiarse existencialmente, como
el de un Dios creador, sino también de su rechazo de la dimensión cognitiva
de la fe, la que se expresa en enunciados que constituyen la fe creída (fides
quae) como base teórica de la fe vivida (fides qua). Ciertamente, no era
católico, pues entre otras cosas le molestaba profundamente todo intento
racional de probar la existencia de Dios y de hacer racionalmente creíble o
aceptable la fe, y opinaba que con sus dogmas la Iglesia mantiene a la
gente en la tiranía. Admiraba a San Pablo, pero consideraba que él no se
hallaba personalmente a la altura espiritual que podría hacer comprensibles
sus escritos. En el aislamiento de su cabaña de Noruega, se arrodillaba a
rezar ante un Dios invisible, pero también pasó épocas de profunda
soledad, desazón espiritual e incapacidad para abandonarse en Dios,
además de vanidad intelectual, excitación sensual y nerviosismo rayano en
la locura. Por otra parte, casi toda la vida tuvo que luchar con la tentación o
la idea del suicidio, que le obligaba a una decisión ética radical sobre si
mismo para justificar su continuar viviendo con decencia, pues para él no
valía la vida a cualquier precio. Como testimonian sus anotaciones de los
años 30 y 40, recogidas en Aforismos. Cultura y valor, vivió el sufrimiento
del espíritu en carne propia. Por eso pudo escribir que la solución del
problema de la vida es una forma de vivir que haga desaparecer lo
problemático. Y en una anotación de 1947 pide a Dios que dé penetración al
filósofo para que pueda ver lo que tiene ante los ojos, es decir, los embrujos
del lenguaje que han conducido a tantos malentendidos en la historia del
pensamiento: no son teorías filosóficas lo que necesitamos para salir del
atolladero, sino una forma trascendente de vida. Por eso afirma de su
mismo trabajo filosófico terapéutico que todo lo que hace es reconducir las
palabras de su utilización metafísica a su uso cotidiano (IF, § 116).

Resulta evidente, para concluir, que Ludwig Wittgenstein vivió toda su


vida del pathos de lo metafísico. Y que se dedicó a la filosofía con la
finalidad de salvar lo más alto de la hipócrita doble moral de la sociedad
vienesa de su infancia y juventud, de la cháchara insulsa del mundo
académico, de la decadencia de la cultura europea y americana y de la
manipulación religiosa interesada de las iglesias cristianas. Al final encargó
decir que su vida había sido maravillosa. Sólo Dios lo sabe. Pero nosotros,
que quizá no estemos a la altura de su vivencia ética, estética y mística,
¿podemos poner en cuestión su propio juicio? No olvidemos en qué
descansaba. Él mismo nos lo ha dejado escrito: “El ser humano vive su vida
habitual con el resplandor de una luz de la que no se hace consciente hasta
que se extingue. Cuando se extingue, de repente la vida se queda privada
de todo valor, sentido o como quiera llamársele.” (22.2.1937)

6. Retos planteados
Las dos filosofías del lenguaje de Wittgenstein, junto con su intención
metafísica, plantean cuestiones tanto a la filosofía en general como a la
teología de orientación cristiana. Por lo que respecta a la primera, resulta
inevitable preguntarse si tanto la filosofía del lenguaje del TLP como la de
las IF dan cumplida cuenta de las dimensiones semiótica, semántica y
pragmática del lenguaje. Bien podría ser que, al identificar primero el
pensamiento con el lenguaje y luego el lenguaje con reglas sociales, se
haya inhabilitado al lenguaje como medio-en-que y no sólo instrumento para
la captación de la verdad intelectual. He aquí, pues, algunas cuestiones de
filosofía del lenguaje que parecen irrenunciables: ¿no es más respetuoso de
las relaciones reales entre lenguaje y pensamiento mantener una
insuperable distinción entre ambos planos? ¿No contendrá el giro lingüístico
de la llamada tercera modernidad (después de la de Descartes y la de Kant)
una excesiva deriva hacia el signo lingüístico con detrimento de su carga
semántica? ¿Se puede reducir la teoría del significado a una teoría
sintáctica y ésta a una teoría pragmática? ¿No acaba así disolviéndose el
lenguaje mismo en un conjunto de simples operaciones instrumentales, de
reacciones a necesidades humanas primitivas? Dichas cuestiones sugieren
que el llamado giro lingüístico de la filosofía del siglo XX no deja de ser una
radicalización del postulado básico de la modernidad: la interpretación del
hombre como sujeto que se absolutiza a sí mismo, hasta el punto de que
cualquier referencia a una realidad objetiva, anterior e independiente del
juego humano de las interpretaciones (Nietzsche) provoca la sospecha de
ideología y de limitación inaceptable de la libertad humana, que se quiere
omnímoda. Por eso no puede haber nada anterior ni fundacional respecto al
hombre, ni siquiera supuestos a priori en el corazón mismo del conocimiento
(Kant). Sólo la acción humana, absolutamente originaria, espontánea y no
condicionada por nada que le esté por encima, sino sólo por debajo, puede
dar cuenta del hombre. Sin embargo, un planteamiento naturalista de este
tipo, que da al traste con la metafísica, la teoría del conocimiento y la ética
en el sentido de un reino trascendente al hombre, acaba en la paradoja de
tener que someter al ser humano al imperio de necesidades materiales e
instintivas que no sólo son primarias, sino que se convierten, en el fondo, en
el único absoluto existente, ante el cual el mismo hombre acaba perdiendo
su condición de sujeto que dispone libremente incluso de lo que le
condiciona. Por tanto, ¿no será necesario aprovechar, ciertamente, las
intuiciones de Wittgenstein respecto del lenguaje ordinario, pero ir más allá
que él a la hora de entender la relación entre lenguaje y verdad, lenguaje y
conocimiento, lenguaje y filosofía? ¿No habrá que seguir entendiendo la
filosofía como una investigación, lingüísticamente expresable y defendible,
de cuestiones como la de qué sea en última instancia la realidad, qué valor
corresponda a nuestra captación de la verdad intelectual, en qué consista el
valor ético absoluto, en qué plenitud pueda confiar el hombre, cómo haya
que entender la historia, cómo se deba identificar y combatir el mal, etc.,
etc.? Las intuiciones metafísicas de Wittgenstein pueden sernos aquí de
gran ayuda, pues todas ellas se escapan a cualquier análisis reductivo del
lenguaje, ya que se proyectan directamente sobre el otro lado de todo límite.
Sus filosofías del lenguaje, en cambio, probablemente deban ser forzadas
contra sus propias limitaciones, y no sólo por encima de los límites del
lenguaje con que se expresan.

Todos estos problemas se tornan más agudos en el caso de una teología


de orientación cristiana, pues aquí resulta fundamental entender al lenguaje
como símbolo y no sólo como signo, o sea, reconocerle la capacidad, bajo
determinadas condiciones, de hacer presente, y no únicamente evocar, el
mundo trascendente a que se refieren las expresiones de las creencias y
sentimientos religiosos. Si no fuera así, una de las afirmaciones
fundamentales del cristianismo cual es la de la encarnación del Verbo de
Dios carecería de toda plausibilidad. La concepción cristiana del hombre y
de Dios requiere que tanto el conocimiento como el lenguaje humanos
puedan alcanzar, en un cierto sentido, a la misma divinidad cuando ésta
decide asumir las dimensiones esenciales y más humanas de nuestra
condición. Por eso le resulta tan difícil a la teología establecer un diálogo
constructivo con una postmodernidad que ha disuelto al sujeto en signos,
mecanismos, poderes y estructuras que se explican por su propia dinámica,
por el juego sintáctico de sus propias interpretaciones. Aunque todavía, por
influjo de la tradición metafísica occidental, se viva culturalmente en parte
de la ilusión de que el hombre lleva a cabo una obra propiamente humana y
hace libremente lo que debe, no parece haber más libertad que las reglas
que se nos imponen, como bien nos muestra el lenguaje, que incluso acaba
constituyéndonos en sujetos: ¿seríamos personas, es decir, centros
conscientes de un yo profundo si el lenguaje no nos lo dijera? ¿Y no nos lo
dice acaso para engañar nuestra vanidad y someternos así más fácilmente
a sus juegos sintácticos naturalistas? Estas preguntas pueden parecer
ciencia ficción, pero recogen en buena parte la sensación de impotencia,
anonimato, indefensión, vacío e incluso hastío que tienen no pocas
personas ante las dinámicas que acaban imponiéndosenos bajo la
apariencia de obras racionales del hombre. Por eso acaso quepa decir que
la teología no debería entretenerse simplemente en análisis hermenéuticos
del lenguaje religioso, por muy útiles que puedan ser a efectos catequéticos
o pastorales, y que debería más bien afrontar, junto con la filosofía, la gran
cuestión de fondo: si la filosofía del lenguaje y la hermenéutica pueden
declarar innecesaria a la metafísica en un mundo en que el sujeto humano
mismo parece innecesario. Pues si el cristianismo no se atreve a aportar a
esta cuestión datos extraídos de la revelación y elaborados teológicamente,
corre el riesgo de ser entendido como un lenguaje no sólo falto de sentido,
sino que parece pervivir como reliquia curiosa de un pasado ya superado de
la humanidad, que coincidiría con los siglos de su ensueño metafísico
(Comte). Que Dios sea relevante para el hombre, y así que el hombre sea
relevante para sí mismo y para Dios, depende también en buena parte de la
concepción filosófica que tengamos del lenguaje. Wittgenstein creyó que
debía alejar a lo transcendente del lenguaje. Pero así se vio obligado a vivir
de lo más importante desde el sufrimiento de una interioridad
incomunicable. El cristianismo no puede aceptar que el sufrimiento humano
no deba ser compartido, pero por eso mismo ha de luchar porque el
lenguaje alcance toda la densidad humana de que sea capaz. Y para eso se
precisa una teología fuerte, al lado de la filosofía en el sentido más
verdadero de la palabra.

7. Bibliografía
Indicamos aquí una bibliografía mínima y parcial de obras y escritos de y
sobre Ludwig Wittgestein. Sin ninguna pretensión de exhaustividad,
adjuntamos en un archivo aparte una serie más extensa de referencias,
para quien pudiera estar interesado en hacer una investigación seria sobre
este autor. [Bibliografia]

a) Ediciones completas de las obras de Wittgenstein


Ludwig Wittgenstein: Wiener Ausgabe (hrsg. von M. Nedo), Springer
Verlag, Wien/New York 1993 y ss.

Schriften, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1960-1982, 8 volúmenes.

Werkausgabe in 8 Bänden, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1984 y


ss.

Wittgenstein’s Nachlass, The Bergen Electronic Edition, Oxford University


Press – University of Bergen – The Wittgenstein Trustees 2000.

b) Traducciones al castellano
Aforismos, cultura y valor (trad. castellana de E. C. Frost y prólogo de J.
Sádaba; edición de G. H. von Wright con la colaboración de H.
Nyman), Espasa Calpe, Madrid 1995, sigue la traducción
inglesa de Vermischte Bemerkungen.

Arte, Psicología y Religión, Universidad de San Marcos, Buenos Aires


1974.

Comentarios sobre “La rama dorada”, UNAM, México 1985.

Conferencia sobre ética. Con dos comentarios sobre la teoría del


valor (introd. de M. Cruz, trad. de F. Birulés), Ediciones Paidós
Ibérica, Barcelona 1989, 1997 .3reimp

Diario filosófico (1914-1916) (trad. de J. Muñoz e I. Reguera), Ariel,


Barcelona 1982, es traducción de la segunda edición
bilingüe: Notebooks: 1914-1916 (ed. al.-ingl. de G. H. von
Wright y G. E. M. Anscombe, trad. de G. E. M. Anscombe),
Oxford: Basil Blackwell 1961, con texto alemán idéntico al de
«Schriften I».

Diarios secretos, (trad. de A. Sánchez Pascual), «Saber» 5 (sept.-oct.


1985) y 6 (nov.-dic. 1985). Edición en formato libro de W. Baum
(trad. de los textos alemanes: A. Sánchez Pascual, Cuadernos
de guerra de I. Reguera), edición bilingüe alemán-castellano,
Alianza, Madrid 1998; 1ª edición en “Alianza Universidad”:
1991.

En torno a la ética y al valor (trad. de Ethics de A. Salazar), Universidad


Nacional Mayor de San Marcos, Lima 1967.

Estética, psicoanálisis y religión (trad. de E. Rabossi de las Lectures and


Conversations on Aesthetics, Psychology and Religious Belief),
Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1976.

Gramática filosófica (texto establecido por R. Rhees, trad. de L. F.


Segura), UNAM, México 1992.

Investigaciones filosóficas (trad. de A. Rossi), UNAM, México 1967.

Investigaciones filosóficas (trad. de A. García Suárez y U. Moulines),


edición bilingüe alemán-castellano, Crítica, Barcelona 1988.

Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia


religiosa (introducción de I. Reguera), Paidós-I.C.E. de la
Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona 1992, incluye
notas de R. Rhees de sus conversaciones con Wittgenstein
sobre Freud.

Los cuadernos azul y marrón (prefacio de R. Rhees, traducción de la 2ª


edición inglesa por F. Gracia Guillén), Tecnos, Madrid
1968,  1998.
3

Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932/1936-1937 (edición de I.


Somavilla, traducción de I. Reguera), Pre-Textos, Valencia
2000.
Notas dictadas a G.E. Moore en Noruega, en abril de 1914, en: Diario
filosófico (1914-1916), trad. de los diarios: J. Muñoz, y de los
apéndices: I. Reguera, Ariel, Barcelona 1982, pp. 187-206.

Notas para las conferencias sobre “Experiencia privada” y “Datos


sensibles”, en: E. Villanueva (comp.), El argumento del
lenguaje privado (trad. de J. Lascurain y E. Villanueva), UNAM,
México 1979.

Notas sobre lógica, en: «Teorema», Valencia, Número monográfico sobre


el Tractatus (1972) 7-47, trad. castellana de J. L. Blasco y A.
García Suárez.

Observaciones a La Rama Dorada de Frazer (introd. y trad. de J.


Sádaba, edición y notas de J. L. Velázquez), Tecnos, Madrid
1992,  1996.
2

Observaciones sobre los colores (introd. de I. Reguera, trad. de A.


Tomasini Bassols), Instituto de Investigaciones Filosóficas
(UNAM)-Paidós, Barcelona 1994, edición bilingüe español-
alemán.

Observaciones sobre los fundamentos de la matemática (edición de G. H.


von Wright, R. Rhees y G. E. M. Anscombe, versión española
de I. Reguera), Alianza Editorial, Madrid 1987.

Ocasiones filosóficas 1912-1951, J. C. Klagge y A. Nordmann (eds.),


(trad. de Á. García Rodríguez), Cátedra, Madrid 1997.

Sobre la certeza (compilado por G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright,


trad. de J. Ll. Prades y V. Raga), edición bilingüe alemán-
castellano, Gedisa, Barcelona 1988,  1997.
3reimp

Sobre la certidumbre (trad. de M. V. Suárez), Tiempo Nuevo, Buenos


Aires 1972.

Tractatus logico-philosophicus: a) (trad. e introd. de J. Muñoz e I.


Reguera), edición bilingüe alemán-castellano, Alianza, “Alianza
Universidad”, Madrid 1995 . b) (trad., introd. y notas de L. M.
6reimp
Valdés Villanueva), Tecnos, Madrid 2002, versión sólo en
castellano que sigue la catalana de J. M. Terricabras.

Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología. Estudios preliminares


para la parte II de Investigaciones Filosóficas (trad. de E.
Fernández, E. Hidalgo y P. Mantas), Tecnos, Madrid 1987.

Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología. Vol. II: Lo Interno y lo


Externo (1949-1951) (trad. de E. Fernández, E. Hidalgo y P.
Mantas), Tecnos, Madrid 1996.

Zettel (trad. de O. Castro y C. U. Moulines), UNAM México 1979, 1985.

c) Biografías
MALCOLM, Norman, Ludwig Wittgenstein. A Memoir, with biographical
sketch by G. H. von Wright and Wittgenstein’s letters to
Malcom, Clarendon Press, Oxford 2001.

MCGUINNESS, Brian, Wittgenstein: A Life. Young Ludwig 1889-1921, The


University of California Press, Berkeley-Los Angeles-London
1988.

MONK, Ray, Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius, Jonathan Cape,


London 1990; Penguin Books, New York 1990.

ORDI, Joan, Ludwig Wittgenstein: una vida oberta al transcendent,


Fundació Joan Maragall - Editorial Claret, Barcelona 2006.

RHEES, Rush (ed.), L. Wittgenstein, Personal Recollections, Basil


Blackwell, Oxford 1981.

WRIGHT, G. H. von, Ludwig Wittgenstein: A Biographical Sketch,


«Philosophical Review» 64 (oct.1955) 527-544.

WRIGHT, G. H. von, Wittgenstein, Basil Blackwell, Oxford 1982.

d) Obras sobre Wittgenstein


La literatura secundaria es prácticamente inabarcable. Destacamos tan
sólo algunas obras importantes, donde se encontrarán muchas
otras referencias.

ANSCOMBE, G. E. M., An Introduction to Wittgenstein’s Tractatus,


Hutchinson University Library, London 1959,  1971; Thoemmes
4

Press, Bristol 1996.

BARRETT, C., Wittgenstein on Ethics and Religious Belief, Basil Blackwell,


Oxford 1991.

BLACK, M., A Companion to Wittgensteins’s Tractatus, Cambridge


University Press, Cambridge 1964; Cornell University Press,
Ithaca (New York) 1964; 1982.

BONNIN AGUILO, F., Representación, realidad y mundo en el Tractatus de


Wittgenstein, en: VILLEGAS FORERO, L., Verdad: lógica,
representacion y mundo, Universidad de Santiago de
Compostela 1996.

BOUVERESSE, J., Wittgenstein: la Rime et la Raison. Science, éthique et


esthétique, Les Editions de Minuit, Paris 1973.

CARRUTHERS, P., The Metaphysics of the Tractatus, Cambridge University


Press, Cambridge 1990.

COLOMBO, G. C. M., Introduzione critica, en: Tractatus Logico-


Philosophicus (testo originale, versione italiana fronte di G. C.
M. Colombo), Bocca, Milano-Roma 1954.

COPI, I. – BEARD, R. W. (editors), Essays on Wittgenstein’s Tractatus,


Routledge & Kegan Paul, London 1966.

DEAÑO, A., El resto no es silencio. Escritos filosóficos, Taurus, Madrid


1983.

FANN, K. T., Wittgenstein’s Conception of Philosophy, Basil Blackwell,


Oxford 1969.

FAVRHOLDT, D., An Interpretation and Critique of Wittgenstein’s Tractatus,


Munksgaard, Copenhague 1964,  1965.2
FINCH, H. Le R., Wittgenstein – The early Philosophy. An exposition of the
Tractatus, Humanities Press, New York 1971.

FOGELIN, R. J., Wittgenstein, Routledge & Kegan Paul, London — New


York 1976,  1987.
2

JANIK, A. — TOULMIN, S., Wittgenstein’s Vienna, Simon and Schuster,


New York 1973.

KENNY, A., Wittgenstein, Allen Lane The Penguin Press, Harmondsworth


(Middelsex) 1972; Allen Lane The Penguin Press London 1973.

LLANO, A., «Metafísica, filosofía trascendental y filosofía analítica»,


en: Metafísica y lenguaje, Ediciones Universidad de Navarra,
Pamplona 1984, pp. 15-120.

MASLOW, A., A Study in Wittgenstein’s Tractatus, University of California


Press, Berkeley — Los Angeles: 1961.

MOUNCE, H. O., Wittgenstein’s Tractatus. An Introduction, Basil Blackwell,


Oxford 1981.

MIRANDA FERREIRO, M., Lenguaje y realidad en Wittgenstein : una


confrontación con Tomás de Aquino, EDUSC, Roma 2003.

NEDO, M. – RANCHETTI, M., Ludwig Wittgenstein. Eine Einführung,


Springer Verlag, Wien 1993.

NIELI, R., Wittgenstein: from mysticism to ordinary language. A study of


Viennese positivism and the thought of Ludwig Wittgenstein,
State University of New York Press, Albany (New York) 1987.

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Wittgenstein», en: «Comprendre, revista catalana de filosofia»
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—, L'imperatiu del silenci. Sentit del Tractatus de Wittgenstein a la llum


de la tesi setena, Institut d'Estudis Catalans, Barcelona 2008.
PEARS, D. F., The false Prison. A Study of the Development
of Wittgenstein’s Philosophy, vol. I, Clarendon Press, Oxford
1987.

PRADES CELMA, J. L. – SANFÉLIX VIDARTE, V., Wittgenstein: mundo y


lenguaje, Cincel, Madrid 1990.

QUINTANA PAZ, M. Á., De las normas como compromisos prácticos, y de


la locura como incumplimiento de tales compromisos, en:
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—, Piruetas entre la trascendencia y la inmanencia: notas acerca de la


ética del primer Wittgenstein, en: MURILLO MURILLO, I.
(ed.), Religión y persona, Ediciones Diálogo filosófico, Madrid
2006, pp. 793-805.

—, Máquinas como símbolos: Kant, Wittgenstein y la tesis


disposicionalista en torno a la normatividad, en: ANDALUZ
ROMANILLOS, A. (ed.), Kant. Razón y experiencia, Publicaciones
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RHEES, R., Discussions of Wittgenstein, Routledge & Kegan Paul, London


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SCHULTE, J., Wittgenstein. Eine Einführung, Philipp Reclam jun., Stuttgart


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STENIUS, E., Wittgenstein’s Tractatus. A Critical Exposition of its Main


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TERRICABRAS, J.M., Ludwig Wittgenstein. Kommentar und Interpretation,


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VICENTE ARREGUI, J., Acción y sentido en Wittgenstein, Eunsa, Pamplona


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