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Cuarto Domingo de Cuaresma (Laetare)

Santo Tomás de Aquino


Cristo con su Pasión nos abrió la puerta del cielo.

Por tanto, hermanos, teniendo confianza de entrar en el Santuario por la sangre de Cristo… (Hebr.
10,19).
La clausura de la puerta es un obstáculo que impide a los hombres la entrada. Pero los hombres son
privados de la entrada en el reino celestial por causa del pecado, pues como dice Isaías (25,8): Se
llamará camino santo; no pasará por él hombre mancillado.
Hay dos clases de pecados que impiden la entrada en el reino celestial1. Uno, común a toda la
naturaleza humana, que es el pecado del primer padre, delante del paraíso puso (Dios) Querubines,
y espada que arrojaba llamas, y andaba alrededor para guardar el camino del árbol de la vida.
Otro es el pecado particular de cada persona, que se comete por el acto propio de cada hombre.
Por la Pasión de Cristo fuimos librados no solamente del pecado común a toda la naturaleza
humana, en cuanto a la culpa y en cuanto al reato de la pena, pagando Él el precio por nosotros, sino
también de los pecados de cada uno de los que participan de la Pasión de Cristo por medio de la fe,
de la caridad y de los sacramentos de la fe. Y por eso la Pasión de Cristo nos abrió la puerta del
reino celestial. Esto es lo que dice el Apóstol a los Hebreos (9,11): estando Cristo ya presente,
Pontífice de los bienes venideros… por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario,
habiendo hallado una redención eterna. Y esto se presentaba figuradamente en los Números, donde
se dice que el homicida se estará allí, esto es, en la ciudad en la que se había refugiado, hasta que
muera el sumo sacerdote; muerto el cual, podrá regresar a su casa (Num. 35,25).
Los santos padres, haciendo obras de justicia, merecieron entrar en el reino celestial por la fe en la
Pasión de Cristo, según aquello del Apóstol: Los cuales por la fe conquistaron reinos, obraron
justicia (Hebr. 11,33); por ella también era purificado del pecado cada uno de ellos, respecto a la
purificación de la propia persona. La fe o la justicia de alguno no bastaba, sin embargo, para
remover el impedimento que provenía del reato de toda humana criatura. Ese reato fue realmente
removido por el precio de la sangre de Cristo. Por eso, antes de la Pasión de Cristo, no podía
ninguno entrar en el reino celestial y alcanzar la bienaventuranza eterna, que consiste en el pleno
goce de Dios. Cristo nos mereció con su Pasión la entrada en el reino celestial y removió el
obstáculo; pero, por su ascensión, nos introdujo, por decirlo así, en la posesión del reino celestial.
Por eso se dice que subirá delante de ellos el que les abrirá el camino (Miq. 2,13).
(3°, q. XLIX, a. 5)

1
Abrir las puertas del cielo no es otra cosa que hacer expedita la consecución de la eterna bienaventuranza.
Romano Guardini
La imagen de Cristo en los escritos paulinos.
El santuario, el sacerdocio y el sacrificio de la Antigua Alianza son sólo promesa e imagen,
“sombras de los bienes futuros”, no la realidad misma de las cosas (Hb 9,23), que no realizan
ninguna auténtica expiación y no producen ninguna justicia auténtica, sino sólo de la carne (Hb
9,10). Pero, puesto que “Cristo se presentó como [verdadero] sumo sacerdote de los bienes futuros”,
“consiguió una redención eterna” (Hb 9,11-12), pues “si la sangre de chivos y toros y la ceniza de
ternera, con que se rocía a los que están contaminados por el pecado, los santifica, obteniéndoles la
pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin
mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos
tributar culto al Dios viviente!” (Hb 9,13-14).
El fruto de ese sacrificio es la verdadera justificación, no “de la carne” sino “de la conciencia”, y en
el “Espíritu eterno”, de modo que entonces surge un vínculo auténtico con Dios.
Esta visión se sigue desplegando, cuando se dice que Cristo “no penetró en un santuario hecho por
mano del hombre, en una [mera] reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para
presentarse ahora en la presencia a favor nuestro…, para la destrucción del pecado mediante el
sacrificio de sí mismo” (Hb 9,24-26). Y de nuevo, luego, en el capítulo diez: “no te agradaron
holocaustos y sacrificios por el pecado, entonces dije: ¡He aquí que vengo –de mí está escrito en el
rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!... En esa voluntad somos santificados, merced a la
oblación de una vez y para siempre del cuerpo de Cristo” (Hb 10,6-10).
De todo ello ha surgido una nueva alianza, una nueva fundación de la existencia en relación con
Dios, y un nuevo comienzo de una nueva historia: “Por eso, Cristo es mediador de una Nueva
Alianza entre Dios y los hombres, a fin de que, habiendo muerto para redención de los pecados
cometidos en la primera Alianza, los que son llamados reciban la herencia eterna que ha sido
prometida” (Hb 9,15). A esa alianza pertenece una nueva actitud: “esta es la alianza que pactaré con
ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones y en sus mentes las
grabaré… y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya” (Hb 10,16-17).

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