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Sobre la destrucción del hombre secreto

El ejercicio de la escritura creativa comprende sacrificios de toda índole. X, frente


al teclado de su computador, lo sabe, lo degusta, lo sufre. Sucede que ser un
escritor costeño, es decir, del mundo, no es llevar con ínfulas una profesión que lo
acredite como tal, es ser un sujeto que escribe con la fuerza de una voluntad
inestable que le confiere cierto poder para plasmar historias plagadas de
sensaciones que quisiera compartir. El ejercicio del verso o la prosa nunca es
íntimo, pues para la intimidad están los candados, los espacios reducidos y las
cajas fuertes y un libro o remedo del mismo, es lo más exhibicionista que hay, es
de cierta forma, la pornografía sensible de nuestra conciencia.
Afirmaba Bauman, que la fuerza principal de la conducta es hoy la aspiración a
vivir como los ídolos públicos; y eso entra en grosera relación con la vida de X: ha
logrado cierto ascenso, sin desearlo, en su estatus de docente, recibe las
prebendas habituales de un funcionario público de bajo rango como lo es la del
docente dentro de la pirámide de los trabajadores del Estado. Esta situación es
algo patética si se tiene en cuenta que el sujeto X tiene fantasías casi
masturbatorias con el éxito, tales como el publicar, el ser invitado a conferencias
internacionales para disertar sobre las bondades o las bajezas del sistema
geopolítico y la misión de la literatura contemporánea frente a la crisis de las
humanidades, algo así como un Vargas Llosa pero con la juventud imperecedera
de un Andrés Caicedo, o, imaginarse como un sufrido y consagrado Sábato, sin
bigote y gafas pero igual de respetado y con la garantía de viáticos cubiertos a
totalidad, que no es lo mismo. Al final, X envasa agua fría de la nevera en su
botella plástica reutilizable y sale a su campo de acción, en el bus se le ocurrirán
cosas que puede que anote o no para una posterior novela o libro de cuentos que
se posterga indefinidamente como un deseo de nieve en esta ciudad de alegres y
calientes monotonías.
Vanidad de vanidades, profería el predicador, lo que en palabras equidistantes y
traducidas a una expresión actual dirían: “farándula y circo”, formatos de ser y
ambiciones humanas tan risibles por lo apegadas que están a los sentidos más
básicos. Ser deseado y admirado también es una nimiedad, (la contradicción es
otra constante en la conciencia de X). Es graciosa la clasificación que se hace de
los individuos. Señalaré dos grupos de manera general: (porque generalizar es la
clave del odio) por un lado, están los barristas que profesan un amor incondicional
por el equipo de fútbol de sus afectos, entonan canciones agresivas contra la otra
empresa, es decir, el otro equipo, guardan sus puñaladas y su odio en las
camisetas rivales, atracan para consumir drogas que les alentarán a apoyar a su
equipo con más fuerza y pasión. Fuera de lo deportivo, constituyen el colectivo de
gente más indeseable por lo burdo y tosco de su comportamiento. Al final los
dueños y gerentes de la empresa sacan sus dividendos y estos pobres infelices
vuelven a su cotidianidad mísera y deleznable. El otro grupo, más minoritario, son
los desadaptados con formación académica, los que se quejan del sistema, pero
nunca van a una marcha, coinciden en ideas con cierto mamertismo caduco, pero
tampoco se alinean ni se congregan bajo consignas políticas claras. Son
soñadores y poetas sin obras, creen estar en una esfera de incomprensión y
hunden sus mefíticas y sublimes palabras en el insomnio de largas horas
nocturnas que les esperan. Son los fabuladores de los mágicos rincones que
adornan con la lasitud de la imaginación.
¿En qué grupo han ubicado a X? ¿Lo pueden ver?, las generalizaciones nos
llevan a conclusiones fáciles y en la escritura creativa jamás se generaliza, más
bien, se matiza, se colorea, nada más jodido y vagabundo que la intuición para
quebrar las pobres manifestaciones cartesianas de nuestras adoctrinadas
memorias y procesos cognitivos. Pero no hablo de la textualidad, hablo de la
escritura no visible de sujetos como X, de sus mediocridades y momentos lúcidos,
de sus discursos despoblados de claridad, pero con la convicción de que la vida
está en otra parte, que hay que seguir buscando con la ardua labor de envejecer
sin atisbar esa puerta o ventana.
A lo mejor quise plantear un texto sobre la depresión y sus tristezas subrepticias,
pero la noción de propósito no tiene un cuerpo diáfano en mi intención
comunicativa y sin esas apropiaciones, el ejercicio de escribir se hace insidioso e
inmanejable. Pero queda esa otra escritura, no sé si el agua fría sepa mejor desde
ahí.

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