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MÍNIMAS
1.- Al médico rural de los años cincuenta, motor fundamental de la más humanitaria
labor social: la de curar.
2.- A la esposa del mismo, arquetipo de amor, renuncia y abnegación total.
Necesaria explicación
Estos relatos que ahora vas a leer son, sin duda alguna, fragmentos de una vida que
nunca he creído fuera grandiosa y menos aún heroica; sí, en cambio, diferente a los
demás por la naturaleza de mi profesión. Por ella me vi en situaciones tan disparatadas y
anómalas, que llegaron a parecerme totalmente inverosímiles.
Ha ido pasando el tiempo y aquellos hechos han ido adquiriendo un cierto sabor añejo
que ha ido sedimentándose gradualmente formando esta historia, la historia de mi
propia vida. Reflejan mi labor profesional de treinta años y adquieren ahora patente
actualidad. Son pinceladas, unas veces suaves, otras ásperas, de mi diario quehacer
médico. Gracias a los acontecimientos de aquellos días, que ahora aparecen aquí,
comprendí y aprendí mucho de lo que nunca se enseña en las facultades ni se aprende en
los textos médicos. Así llegué a aprender la grandeza y miseria de la gente, su
idiosincrasia y sus genuinos modos de reaccionar ante la enfermedad y el inexorable
hecho de la muerte.
De este cúmulo de experiencias fui sacando conclusiones, entre ellas, y deseo
destacarlo, la forma que tienen algunos pacientes de disculpar los fallos. Nunca
disculpaban, en cambio, que no se les escuchara o atendiera, sobre todo en los
momentos de mayor gravedad o del apuro más rocambolesco.
Conviene decir que he procurado relatar los hechos con la mayor fidelidad de que soy
capaz, adaptándolos a la mejor comprensión. Todos los casos que relato son el reflejo
exacto del ambiente en que me moví y conforman una amalgama incomprensible de
ingratitud y recelo, pero también de agradecimiento y comprensión.
Todos aquellos acontecimientos que viví fueron los primeros sinsabores y amarguras de
mi vida, mis primeras compensaciones, y me aportaron fuerzas para seguir con el
ejercicio de mi profesión con la más estricta ética médica a la que unía una fe ciega en
lo que hacía y la firme resolución de no abandonar nunca, pasara lo que pasara.
Creo sinceramente haber alcanzado mis metas, aunque reconozco que más de una vez
surgió ante mí el fantasma del abandono, que me insinuaba el dulce pensamiento de que
valía más ser limpiabotas en Valencia que médico allí donde estaba. Hubo momentos de
duda, sí, que pude soslayar a tiempo para seguir con mi profesión. Se dice que quien
reúne todos estos condicionamientos para el ejercicio de una profesión como la mía
tiene realmente vocación. Si eso es así, yo la tuve y la conservo incluso ahora que, como
decía Dante, estoy bastante más allá del mezzo del cammin de nostra vita, pues me hallo
ante las últimas hojas de la mía.
En estas memorias quiero reivindicar la figura del médico rural, del despectivamente
llamado entonces médico de pueblo, calificación injusta e inmerecida, pues se trata de
un trabajador formidable, verdadero profesional en lucha constante contra la
incomprensión, la enfermedad y la muerte.
Es justo, por tanto, reivindicar el valor del médico rural que, con un humilde fonendo
por corbata, un algo de ciencia en su cabeza y los impulsos de su corazón, acude presto
a donde reside la enfermedad, a donde la ignorancia amedrenta. Su presencia calma,
mitiga y lleva alivio al mal, sano consejo, y en los casos extremos presencia y consuelo.
Deseo rendir homenaje a todos estos compañeros que contribuyeron al restablecimiento
y prolongaron el índice de vida de tanta gente; a aquellos que acompañaron, tantas
noches y tantos días, a enfermos incurables que sólo tenían la esperanza de ser
acompañados por quien les infundía ánimos e inútiles esperanzas.
Finalmente quiero resaltar también en estas líneas a las esposas de los médicos de
entonces y de ahora, que supieron y saben renunciar a muchas horas de compañía y que
compartieron y comparten en muchos casos las preocupaciones y desvelos de los
médicos, sus compañeros de vida.
MACASTRE (Valencia)
17/12/1955-10/03/1957
Un bigotudo remedio
Cosa de “mariquitas”
Un mal negocio
Una placenta rebelde
Una escapada fallida
Un vecino generoso
Dos asuntos judiciales distintos
Un buen bicarbonato
Una galénica comida y baile de disfraces
Un bigotudo remedio
También en esta ocasión se trataba de una lumbalgia. El caso era evidente. Una vez que
me aseguré efectivamente, ordené que se aplicara al enfermo unos supositorios que
suelen ser muy eficaces en casos tan dolorosos como este. Debía administrarse dos al
día. Le indiqué que si pasaba de dos y no mejoraba ˗tiempo que consideré el mínimo
necesario para que la medicación empezara a surtir efecto˗, debía avisarme de nuevo.
Sorprendentemente vinieron a mi casa al día siguiente porque, según dijeron, el enfermo
seguía con los mismos dolores. Me extrañó que no hubiera experimentado ninguna
mejoría. Cierto era que sólo había pasado un día, pero me parecía que algún efecto
saludable debiera haber notado ya, así que regresé a casa del enfermo y cuando estuve
frente a él quise saber:
—¿Se ha puesto los supositorios que le receté?
—Bueno..., sí... que he empezado. Esto..., sólo uno —respondió cabizbajo.
—¿Y por qué solo uno? ¿No comprende que con tan poca cantidad no se va a curar
nunca? —le dije un tanto contrariado por la desobediencia cometida.
Bien fuera por el tono severo de mis preguntas o por el mal humor con que se las hice,
el enfermo se sintió en cierto modo atrapado y tímidamente me contestó:
—Mire, don Antonio, no le sepa a usted mal lo que le voy a decir, Solo ha sido uno
porque tiene un sabor muy malo. Si pudiera tomarlo junto con algún otro alimento de
sabor agradable...
La inesperada respuesta me dejó atónito y aguanté como pude la sonora carcajada que
pugnaba por atropellarse a mis labios. Lo que menos esperaba era que hubiera
pretendido comerse el supositorio. Tratando de superar mi anonadamiento le indiqué
cómo debía ponerse el supositorio.
—¡Ah, no, ni mucho menos! —cortó de manera estentórea—. Eso sí que ni hablar, eso
sólo es cosa de mariquitas.
Si la anterior respuesta ya había sido increíble, mi mente no entendía concepción tan
ignorante, como tampoco entendí sus posteriores comentarios sobre la cantidad de
supositorios.
Según él con un supositorio solo no pasaba nada; pero con dos, por lo visto, la cosa era
mucho más arriesgada. Y eso de ponerse toda una caja entera de supositorios, eso era ya
totalmente nocivo para la salud. Por un instante me pregunté cómo iba yo a poder
superar semejante situación, pero tras estrujarme el magín, hallé una solución adecuada
a mi enfermo. Sería una solución médica correcta y estoy seguro de que mi paciente la
recordaría durante algún tiempo.
En fin, dado el evidente fracaso de usar una medicación tan “peligrosa”, consideré que
sería más adecuado para él recetarle unas buenas inyecciones, menos nocivas para su
pacata concepción de los supositorios, pero, eso sí, más escocedoras, con las que el caso
médico se resolvió favorablemente en pocos y dolorosos días.
Mi intervención, sin embargo, no terminó allí. Tuve que hacer una pizca de
aleccionamiento moral, porque era obligado ante lo extravagante de su confesión sobre
los supositorios, y le expliqué en pocas palabras el concepto tan erróneo que tenía sobre
la homosexualidad y cómo había que tratar a las personas.
Le hablé acerca de la igualdad de las personas. Le recordé que no se debe juzgar a
nadie, que cuando se juzga a alguien lo más normal es prejuzgar de modo erróneo, y la
mayoría de las veces eso conduce a grandes equivocaciones e injusticias.
Le aclaré que, si se atrevía a juzgar, debían ser los valores que cada uno tiene los que
deben primar al juzgar a cualquier ser humano y no la apariencia, porque nadie es digno
de tirar la primera piedra. Después de esto, salí de aquella casa con la conciencia de
haber superado una incomprensible situación.
Con todo, me quedó la duda de si logré sacarlo de sus errores o si, por el contrario,
seguiría empecinado en sus equivocadas ideas. En este último caso tal vez el enfermo
pensara que yo era un mal bicho por prescribirle una medicación tan pecaminosa,
perniciosa y de alto riesgo para su persona.
Debo confesar que estas dudas me preocuparon durante un tiempo, pero reaccioné y
seguí viviendo tranquilo con la convicción de que había actuado adecuada y
correctamente.
Un mal negocio
Recuerdo muy bien este caso no por lo jocundo de la situación, sino por la angustia
vivida y la transcendencia que iba a tener en mis futuras actuaciones como tocólogo de
aquella querida comarca. Aquella madrugada viví uno de los momentos más amargos de
mi vida, pero al final logré salir airoso.
Ya anochecido, mientras las sombras se precipitaban sobre las blanquecinas casas,
vinieron a avisarme para asistir a un parto. Que venga usted, señor médico. Que mi
esposa está de parto y tiene mal aspecto. Diligentemente dejé la cena sobre la mesa,
cogí mi maletín médico y me personé en la casa donde me necesitaban, provisto de todo
el material del que disponía, más bien escaso, para estas situaciones. Me acompañaba
muy a pesar de mí mismo, una buena dosis de preocupación y un puntito de miedo, cosa
natural, porque se trataba del segundo caso de parto de mi vida profesional.
Ya en casa de la parturienta comencé a preparar el instrumental. Había que hervirlo
todo, flamearlo y colocarlo en una mesa, cubierto con paños limpios. Esa era toda la
higiene que podía conseguir cuando los partos se tenían que realizar en el propio
domicilio de la interesada.
El parto se desarrolló con normalidad, para mi contento, y en apenas dos horas llegó al
mundo un precioso chavalote que lloró con ganas desde el primer momento.
Una vez convenientemente seccionado y ligado el cordón umbilical, quedó separado de
su madre el recién llegado muchachito. Esperé un momento a que el mecanismo natural
de expulsión de la placenta se pusiera en marcha, pero lo cierto es que allí no pasaba
nada, la placenta parecía no querer salir. Esperé algunos minutos más, pero todo seguía
aparentemente tranquilo, sin vestigios de que la placenta quisiera salir.
En esta tensa espera estuve cerca de media hora y cuando ya empezaba a sentirme
intranquilo, ocurrió de repente algo que me hizo encoger el corazón: la mujer empezó a
sangrar abundantemente. Este es un signo muy alarmante, pues al no haberse
desprendido la placenta, la matriz no puede contraerse, cerrarse, y estrangular los vasos
sanguíneos de forma adecuada, por ello aparece un abundante sangrado. Era una
situación muy grave ante la que debía actuar rápida y eficazmente, porque existía la
posibilidad de que la parturienta pudiera morir de una hemorragia intensa.
A la vista del cariz que iba tomando la situación, hice un gesto al marido y a la madre de
la mujer para que salieran conmigo de la habitación. La expresión del rostro de la
madre, oculta bajo un hojaldre de arrugas, se avecinaba angustiada. La arruinada
arquitectura del rostro del marido, enjuto y sudoroso, se había eclipsado bajo el ominoso
peso del dolor. Ya solos les hablé:
—Como ven ustedes, al final se está complicando la situación. Al no expulsar la
placenta, la matriz no puede cerrarse y por esta razón ella sangra tanto. Hay que
intervenir antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y qué va a hacer usted? —quiso saber entonces el marido muy alarmado tras mi
revelación.
—Pues, muy sencillo —le respondí con aire resuelto, aunque en mi fuero interno yo no
lo estaba tanto—. Si la placenta no sale por sí misma, no queda más remedio que
extraerla sea como sea.
—¿Y eso lo tiene que hacer usted...? —preocupado, asustado y pálido.
—En este momento no veo a nadie que pueda hacerlo en mi lugar, no tengo más
remedio que intervenir yo mismo, se lo puedo asegurar. Esté tranquilo, que yo sé lo que
me hago.
El marido busco con sus ojos la ayuda de la madre de la parturienta que, aunque
comprendía la situación, tampoco sabía qué hacer. ¡Que se nos va, mamá, que se nos va
sin remedio! En los ojos de ambos, inmisericorde, la sombra de una duda, de un mal
presagio, por ello corté tajante:
—Entiendan ustedes que la mujer se está desangrando y que esto es muy grave. No nos
queda mucho tiempo, no podemos esperar más, hay que actuar cuanto antes. ¿Tienen
ustedes clara la situación de su esposa e hija y dan su consentimiento para que actúe?
—Haga usted todo lo que sepa, lo que sea necesario, y cuanto antes. Y que Dios nos
asista a todos —murmuró el esposo con lágrimas silenciosas de barro.
—Con Él cuento siempre —contesté algo emocionado.
Dicho lo cual me puse rápidamente en acción, pues estábamos perdiendo un tiempo
precioso que podría resultar valioso más adelante. Me arremangué la camisa, me lavé
concienzudamente antebrazos y manos con abundante agua hervida y jabón. Froté
ambas manos con alcohol e incluso bañé en alcohol yodado la mano derecha, que iba a
ser la principal, con lo que quedó fuertemente teñida de un color amarillo rojizo. De este
modo conseguí la mayor asepsia posible.
Tras estos preparativos personales, ordené que pusieran a la parturienta en el borde
mismo de la cama. Introduje con decisión, pero muy gradualmente, mi mano en su
matriz y ayudándome con los dedos, comencé la enojosa tarea de ir como... rebanando
su interior y comenzaron a salir entonces trozos de la placenta que yo iba arrancando.
La mujer, presa ya de los nervios, comenzó a chillar que la estaban matando. Con mis
maniobras en la matriz la hemorragia aumentó, y yo apenas podía sostenerme por la
postura en que estaba y por la tensión tan enorme que atenazaba mi espíritu. Recuerdo
que sudaba como si estuviéramos en pleno verano.
A medida que pasaban los minutos y mi mano iba terminando de limpiar la matriz,
observé con alegría que la hemorragia comenzaba a disminuir. ¡Dios mío, qué alivio
experimenté en aquel momento! Aquello me animó mucho, pues demostraba que me
encontraba en el buen camino. Minutos después di por terminada la búsqueda de restos
placentarios, y pude comprobar que la hemorragia era ya ostensiblemente menor.
Cuando terminé de lavarme por segunda vez, la hemorragia casi había desaparecido, la
cantidad de sangre que salía estaba ya dentro de lo normal y así se lo manifesté a los
familiares, que estaban llorando a lágrima viva, para que se alegraran conmigo. Sentía
yo además la honda satisfacción de haber resuelto un grave peligro, con inminente
riesgo para la vida de aquella mujer. Mi alegría era inmensa, indescriptible, total.
Situaciones como esta son las que me impulsan y animan a continuar, y dan sentido a
mi profesión.
Regresé a casa cuando la aurora, domina de la mañana, estiraba sus últimos abrazos
carmesíes, físicamente agotado, pero con una alegría irrefrenable por la adrenalina que
había regado mi cuerpo, pues por primera vez había salido airoso de una situación
extrema.
Mi esposa respiraba tranquila sumergida en un sueño tranquilo, pues entreveía su pecho
moverse suavemente. ¡Cuántas veces la vi así, ajena a los avatares de mis nocturnas
disputas con la enfermedad, pero siempre a mi lado, animándome, ayudándome a veces
como desinteresada enfermera!
Lejanos quedaban ya los minutos de angustia que había acabado de vivir. Ante mí tenía
ahora la tibia y suave penumbra de mi casa, alumbrada por los medrosos rayos que
empezaban a clarear la fría mañana y que se filtraban al interior de la habitación por
entre los intersticios de las contraventanas que tan mal ajustaban.
De este modo se resolvió este caso que yo denominé de “placenta rebelde”. Desde
luego, puedo asegurar que la esperpéntica cigüeña de la que se habla eufemísticamente
por estos pagos nada tiene que ver con estos menesteres.
Una escapada fallida
En cierta ocasión, Joaquín, un compañero muy querido del cercano pueblo de Yátova,
con quien mantuve una entrañable amistad que perdura incluso ahora, y yo acordamos ir
a pasar la tarde del domingo a Buñol, la capitalita de toda aquella contornada.
Pasaríamos la tarde en el cine, pues entonces no disponíamos de televisión y en el
pueblo tampoco había. Aquella prometedora tarde representaba todo un acontecimiento
en nuestras rurales tardes. Cogimos el pequeño Opel de un amigo y nos encaminamos a
Yátova. La distancia era corta, unos seis o siete kilómetros, más o menos, por lo que en
pocos minutos llegamos al pueblecito. Previsoramente habíamos dejado en nuestras
casas el aviso de dónde podían localizarnos en caso de alguna emergencia.
Recuerdo el título de la película: Recluta con niño, del malogrado actor José Luis
Ozores. Sentados ya en nuestras butacas, se me ocurrió decir:
—Mira que si ahora que estamos tan tranquilos vinieran a avisarnos de alguna visita
urgente...
—Pues no nos quedaría otro remedio que atenderla debidamente —respondió Joaquín.
Así quedó la cosa. Al cabo de unos cuantos minutos, sin embargo, se interrumpió la
proyección y apareció en la impoluta pantalla del salón de cine una nota escrita con
torpe mano. Que se requiere la presencia de los señores médicos don Joaquín y don
Antonio en el vestíbulo por un aviso urgente.
El susto que nos llevamos fue mayúsculo, pero acudimos presurosos a donde se nos
requería. El aviso era para mí, así que Joaquín se volvió a las oscuridades del cine. Se
trataba de un parto, lo que suponía unas horas, en el mejor de los casos, si todo se
desarrollaba por los cauces habituales y no había complicaciones. El flamante domingo
que pensábamos pasar se había hecho polvo. Así, de este modo tan fulminante feneció
aquella tan prometedora tarde de domingo.
En cuanto llegué al pueblo me dirigí a la casa de donde me habían llamado y comprobé
enseguida que se trataba, en efecto, de un parto. Se produjo todo de forma normal y se
resolvió todo felizmente. Algo tenía que salir bien.
A partir de aquel día a ninguno de nosotros se nos ocurrió ausentarnos de nuestro
respectivo entorno médico. Lo de menos en esta ocasión fue que nos perdiéramos una
buena parte de la película, sobre todo yo. Lo principal para nosotros fue el sentimiento
de frustración que sentimos ambas familias, porque todos teníamos la ilusión de pasar
juntos y de forma diferente a otros, un alegre domingo. Yo no sé qué sentirían Joaquín y
su esposa, pero para nosotros los domingos representaban una gran fiesta, y al ver que
no podíamos hacer nada especial, nos sentíamos enormemente decepcionados. La
monótona y muelle rutina de cada domingo nos llevaba a acudir por la mañana a la misa
mayor y por la tarde salir a pasear por la carretera, de la que ya conocíamos hasta el
lugar exacto de cada bache.
Ahora tanto Joaquín y su familia, como nosotros, recordamos aquel día y nos reímos a
mandíbula batiente, aunque aquel lejano día nuestro ánimo era bien distinto.
Un vecino generoso
En todos los pueblos había una casa para el médico. La casa en la que vivíamos
nosotros lindaba en su parte anterior con la carretera principal que unía el pueblo con
Valencia, carretera de la que he dicho que la conocíamos con los ojos cerrados; en su
parte posterior y a los laterales, estaba como abrazada por la huerta de un vecino,
Sánchez Fayos, que acabaría siendo un buen amigo nuestro.
Si el tiempo lo permitía, teníamos la costumbre de salir a la parte de atrás de la casa a
tomar el aire. Muchas veces coincidíamos con nuestro vecino cuando faenaba en su
huerta, cosa frecuente. Esto hacía que la huerta, en los diferentes cultivos que contenía,
se viera lozana y fresca. Siempre charlábamos un rato, mientras se encorvaba hacia el
suelo, y con el paso del tiempo fue surgiendo entre nosotros una cálida amistad. Él era
un hombre amable y servicial, de trato cordial y conversación fácil y amena.
Uno de aquellos días en que coincidimos en la huerta me dijo:
—Don Antonio, habrá observado que nunca le he regalado nada de mi huerta.
—Ahora que lo dice, tiene usted razón. Es verdad, nunca, pero no importa. Eso sí, tiene
usted una huerta magnífica y perfectamente cuidada —añadí con sinceridad.
—¿Sabe usted? Me parece una tontería llenar una cesta y llevársela a su casa, puesto
que todos estamos en la misma huerta —argumentó —. ¿No le parece?
—Realmente así es.
—Lo que quiero decirle realmente es que todo lo que tiene ante sus ojos está a su entera
disposición —continuó—. ¡No se lo voy a llevar como a cualquier otro del pueblo!
Cuando usted quiera algo, lo coge y ya está. Así de sencillo.
Un tanto abrumado por tanta generosidad, que le agradezco su ofrecimiento, pero no sé
si algún día seré yo capaz de hacer uso de su huerta.
—El afán que usted pone en su trabajo, el tiempo que emplea y los sudores que le cuesta
cultivarla son de gran valor para mí. Ello me impide llegar yo sin más y disponer de sus
cultivos como si yo fuera el dueño de todo esto. Su ofrecimiento es muy generoso y se
lo agradezco profundamente, pero mi conciencia me lo impide por las razones que le he
dicho.
Tras esta perorata que hilvané con convicción, me contestó el hortelano como si no
hubiera entendido nada: Se lo vuelvo a repetir. Considere suyo todo esto. Puede tomar
lo que le parezca cuando y como quiera.
Así dio por zanjada cualquier otra discusión sobre este asunto. Acabó la hortelana tarea
de aquel día y desapareció en el interior de su casa contento consigo mismo, dejándome
abrumado por su desinteresado ofrecimiento.
Fueron pasando los días y yo continuaba sin atreverme a disponer a mi antojo de aquella
edénica huerta, como si se tratara de los frutos del bien del mal. Siempre he sido así:
basta que me ofrezcan alguna cosa de modo desinteresado, para automáticamente
disponer yo de menos libertad para usar de ella. ¿Defecto? ¿Virtud? No lo sé, pero así es
y así soy yo.
Durante el tiempo que permanecí en aquel destino nunca dispuse de nada de la huerta. A
fuer de ser rigurosamente exacto, una vez sí cedí al gentil ofrecimiento que se me había
hecho. Un día Araceli, mi mujer, iba a hacer un sofrito para la comida y al echar mano
de unos tomates vio que no tenía ninguno. La cosa era difícil de solucionar, pues al ser
domingo todos los ultramarinos estaban cerrados. No sabiendo cómo solventar aquella
contrariedad, acudió a mi mente el permiso que me había otorgado el amigo Sánchez
Fayos para entrar y disponer de los productos de su huerta.
—No te preocupes, verás qué pronto te lo soluciono. Me voy ahora mismo a la huerta de
nuestro vecino a coger algunos tomates —terminé sin más.
Con paso resuelto me dirigí a la huerta y en la primera tomatera que encontré halle
algunos hermosos tomates, rojos como el amanecer. Con sumo cuidado para no dañar la
mata, arranqué dos tomates. Los envolví en el papel de periódico que había destinado y
los llevé a casa. No se hallaba en la huerta nuestro generoso vecino, pero no pude menos
de sentir la desagradable sensación de estar cometiendo un hurto. Aquellos dos tomates
simbolizaban gotas de sudor de mi amigo y vecino.
Nunca me dijo nada mi querido amigo y ese cómplice silencio es lo que más le
agradecí. Aquel fue mi único gasto. El ofrecimiento que tan espontáneo me hizo no le
pudo salir más barato.
Dos asuntos judiciales
Un día recibí una notificación del juzgado en la que se nos requería a otro facultativo y
a mí. Debíamos personarnos en la dirección que nos dieron para el reconocimiento del
sexo de determinada persona. El caso era muy simple. Entre los mozos de aquel año
figuraba inscrito un tal Ramón que, por error de transcripción del Registro Civil, era en
realidad Ramona. Ya en casa del interesado, pedimos que saliera el falso Ramón o la
falsa Ramona. Al cabo de unos momentos oímos pasos en la escalera y pudimos
comprobar a simple vista que era una mujer, no el supuesto mozalbete.
Hubo que redactar por duplicado un documento en virtud del cual ambos médicos
testificábamos y certificábamos la corrección del sexo atribuido a la joven mujer que
teníamos ante nosotros. De este modo quedó zanjado el curioso caso del sexo
equivocado.
El segundo caso judicial se produjo no mucho tiempo después. Mi padre me llamó por
teléfono desde Valencia para preguntarme si yo había matado a alguien.
—¿Yo? Bueno, con intención deliberada por supuesto que no. Involuntariamente, por
mi profesión puedo haberlo hecho, pero ¿por qué me haces esta pregunta?
—Porque hemos recibido en casa una notificación de un juzgado de Salamanca en el
que afirman haber encontrado unos restos humanos que, por lo visto, están relacionados
de alguna manera contigo —le notaba la voz preocupada.
—Bien, por eso no te preocupes, ya sé de qué se trata. Envíame la notificación y desde
aquí yo mismo la aclararé. Estate tranquilo.
Conocía bien el caso de que me hablaba mi padre. Para mis estudios de Medicina en
Salamanca yo solía disponer de algunos huesos de un cuerpo humano: un cráneo,
vértebras de diferentes regiones, un húmero, radio, fémur, pala ilíaca y algunos otros
que ahora no recuerdo bien. Los utilizaba como base de mis prácticas de Anatomía y
para ver las inserciones musculares. Al terminar mis estudios salmantinos los huesos se
quedaron en casa de una tía nuestra, guardados en una caja. Con el transcurso del
tiempo el piso se alquiló y al hacer alguna reforma los huesos salieron de detrás de la
bañera en su macabra caja. El nuevo inquilino del piso - me hace aún reír el imaginar el
susto que se llevaría - puso el descubrimiento en conocimiento del juzgado, que incoó el
correspondiente expediente para que se aclarara debidamente la procedencia de aquellos
estos humanos.
Allí mismo en Macastre, donde residía, hice una declaración jurada en la que tuve que
explicar la procedencia de los restos y para qué los tenía. Todo se solucionó
inmediatamente.
Estos dos asuntos judiciales no dejaban de tener su punto de ironía y los recordé con
frecuencia a lo largo de muchos años. Al rememorarlos siempre me asomaba una
sonrisilla entre los dientes.
Un buen bicarbonato
Julio llegaba radiante. La promesa de unos días festivos llenaba de alegría nuestros
corazones. Una mañana tranquila de principios del mes, se presentaron en casa dos
señores desconocidos para mí. Se presentaron como compañeros de profesión, que
trabajaban en Valencia, uno como cirujano, como traumatólogo el otro. Todos los años,
me informaron, solían veranear en el pueblo y acostumbraban celebrar lo que ellos
llamaban una “galénica comida”. Para asistir a la comida era necesario ser médico e ir
acompañado por la esposa, no por otra mujer, ¿eh?
Siempre invitaban a la pantagruélica comida al médico que ejercía en el pueblo. En esta
ocasión era yo y por eso acudían a mi casa para hacerme la tradicional invitación a su
fiesta. Les agradecí el detalle, les aseguré se lo comunicaría a mi mujer y que a la hora
indicada acudiríamos a la comida encantados.
Yo creía que se trataría de una paella de hermandad médica. La realidad, empero, fue
muy distinta a la que mi mujer y yo habíamos imaginado. La tradición, según me
aclararon después, marcaba que la comida incluyera sardinas arenques fritas. En el
mismo aceite se freían después grandes cantidades de pimientos frescos y todo se
regaba con espirituosos vinos de marca. La cosa no pintaba mal.
A la hora fijada acudimos. Allí estaban ya aparcadas ocho parejas. Al poco tiempo de
estar juntos nos considerábamos y nos tratábamos como amigos de toda la vida. Ya se
sabe, el vino alegra el corazón y desata la lengua. Araceli y yo disfrutamos mucho con
la compañía, pues en aquel pueblo, el primer destino al que no enviaron, nos sentíamos
a veces muy aislados.
En todo momento fuimos tratados con amabilidad y simpatía, y todo terminó
agradablemente. Nuestro aparato digestivo, en cambio, protestó. Tras la soberana
pitanza le habíamos dado una buena paliza, pero la juventud todo lo puede.
Los hechos me vinieron a demostrar que aquellos compañeros veraneantes eran unos
buenos juerguistas, porque a los pocos días volvieron de nuevo a casa para invitarnos
otra vez.
En esta segunda ocasión se trataba de un baile de disfraces en el chalet de uno de ellos,
en la misma Plaza Mayor del pueblo. Me aseguraron que se repartirían premios. Araceli
y yo nos pusimos a cavilar cómo acudiríamos a la fiesta. Tras numerosas deliberaciones
y pruebas, acordamos que Araceli iría con el traje típico de Salamanca que mi hermana
nos prestó gustosamente.
Lo espectacular de su ropa empezaba en el interior: una vestidura blanca, corta; peleles
abiertos para facilitar los movimientos y varias enaguas de finísima batista. Un jubón
bordado en seda, con mangas estrechas afiligranadas la cubría desde los hombros hasta
la cintura, ceñido y ajustado a su cuerpo.
Sobre los hombros y colgando en la espalda, un pañuelo de tela bordado, con
lentejuelas; una esclavina de paño rojo hasta la mitad de la espalda, cruzada en el pecho,
con las puntas anudadas en la espalda. Sobre el pecho otro pañuelo descendía por los
hombros en cascada de encaje. Una mantilla de rocador, semicircular, de terciopelo
negro con abalorios y en la parte inferior del cuerpo, un manteo rojo, ajustado, con
festón de bordado y una tirana de terciopelo rematada por un festón calado. Sobre el
manteo otro mandil bordado, rematado por un faralá. Todo el conjunto se completaba
con una faltriquera colgada de la cintura, que apenas se distinguía. Unas medias caladas
cubrían sus piernas y terminaban en unos zapatos negros bordados y abotinados, de
tacón no muy alto. ¡Estaba resplandeciente!
Sobre cabeza llevaría un rodete con trenzas caladas para las orejas, sujeto con horquillas
pequeñas y grandes sobre un moño de picaporte recogido en su mitad con una cinta de
terciopelo negro. Sobre el moño un pañuelo de tul bordado. En las orejas, pendientes de
arracadas, unos pequeños aretes con colgantes de filigrana salmantina. El cuello se
adornaba con varias filas de collares con abalorios.
Todo aquel conjunto, sin embargo, desprendía una sobriedad y seriedad que apenas se
conjugaban con la aparente riqueza del vestido.
Ante aquel despliegue de elegancia, refinamiento, exquisitez y belleza, era evidente que
yo desentonaría vistiera lo que fuera. Tras varias pruebas, acabé haciendo de Nerón, tal
vez porque compaginaba mejor con mi oronda personalidad, vistiendo unas hermosas
sábanas que entre mi mujer y su madre lograron, no sin dificultad, acomodar a mi
munífica y magnificente circunferencia. Sobre mi cabeza una cesariana y aerodinámica
corona de laurel. Apoyada sobre la cadera derecha, como al desgaire, portaría la lira,
confeccionada por un antiguo delineante jubilado de la Diputación, al que me unía cierta
amistad. El diseño de la lira era perfecto. La forramos con papel de estaño y quedó
pintiparada. ¡Lástima que no sonara!
El contraste con el extraordinario traje de Araceli era brutal, pero estaba contento con
mi papel de comparsa: era ella quien debía resplandecer. Yo era el simple acompañante
destinado a que nadie se fijara en él, la sombra tras la luz, preparado para aportar mayor
refinamiento.
La fiesta brilló en toda su pueblerina pomposidad. Nos divertimos de lo lindo y
acabamos a avanzadas horas de la madrugada. Acudieron también nuestros amigos de
Yátova, Joaquín y Fina, transformados respectivamente en pirata y bailarina de zardas.
Siempre estaré agradecido a aquellos compañeros médicos, porque nos hicieron vivir en
dos ocasiones unos momentos tan agradables.
DOS AGUAS
El tío Paco
Un incendio forestal
Entierro nocturno
El “manitas”
La vieja burrita
Un parto de “infantería”
Una boda de madrugada
El menos rico
El tío Paco
Así llamaban en este pueblo a un hombre de cincuenta años, viudo, que vivía con la
única compañía de dos hijas que sufrían un evidente retraso mental, especialmente la
mayor de ellas.
Se contaba de ellas que, en cierta ocasión, llegaron a su casa unos señores de Valencia
para tratar con su padre de la compra de cierto ganado. Como quiera que el padre
entonces estaba fuera, invitaron a los señores a entrar en casa, mientras le enviaban
recado para que el hombre acudiera. Ellas estaban en ese momento escogiendo
algarrobas. Echaron un buen puñado de ellas en un capazo, al mismo tiempo que decían
a los señores:
—Mientras llega nuestro padre pueden ustedes ir comiendo.
Los señores se miraron, se encogieron de hombros y se sentaron sin decir palabra. Era
evidente el estado mental de las hermanas y las escasas luces que laceraban las
facciones de las dos jóvenes.
Después de esperar un buen rato, llegó el tío Paco, solucionaron el trámite que los había
llevado a la casa y se fueron sin volver la vista atrás.
El tío Paco era uno de los más ricos del pueblo y de toda la comarca. Tenía varios
rebaños de ovejas y cabras, numerosas colmenas que les producían deliciosa miel,
muchas tierras de secano e incluso una pequeña huerta. Era un hombre grueso y bajito,
simpático y risueño. Sus enormes posesiones le permitían ser campechanote y de fácil
labia.
Su modo de ser, en cambio, era realmente curioso, pero difícilmente comprensible y
mucho menos admisible. Era una persona atrabiliaria, interesada, suspicaz, recelosa de
todo y por todo. Para él no existía la posibilidad de que alguien hiciera o dijera algo sin
interés, sólo porque quisiera. Todo lo que cualquiera hacía, era siempre por alguna
razón, algún interés o beneficio propio, aseveraba el tío Paco, porque el principio moral
de hacer el bien por el bien mismo no rige, no existe, yo no me lo trago; como tampoco
existe para mí la verdadera amistad ni el calderoniano “haz el bien, que Dios es Dios”.
El mundo y los humanos siempre nos hemos regido por el interés, el dinero o un
beneficio seguro, y todo lo que no es así es mentira.
Un detalle anecdótico de su personalidad era que todo el mundo le llamaba Paco,
cuando su verdadero nombre era Miguel. Según explicó una vez: el mote de Paco lo
tengo heredado de mi padre. Me malicio las razones, pero es así. Paco era mi padre,
Paco era su padre y el padre del padre de mi padre.
Habría que elaborar un estudio científico que explicara las razones de aquella genuina
ley de sucesión de apodos en el pueblo, porque cada vecino tenía el suyo.
Una mañana mandó que me avisaran pues se encontraba en cama afecto de una elevada
fiebre. Las palabras exactas con que la hija mayor del tío Paco solicitó mis servicios
fueron:
—...es que mi padre está muy sudao... y con la mar de fiebre...
Anoté en un papel la dirección que me proporcionó. Creo recordar que se trataba de una
calle llamada del Arrabal. Una vez en ella no sabía a dónde dirigirme, pues ninguno de
los números que encontraba coincidía con el yo había apuntado. Encontré uno, bastante
cochambroso, que vagamente quería asemejarse al que tenía. Me tocó preguntar a un
vecino quien me confirmó que, en efecto, allí vivía el buscado tío Paco. Me costaba
trabajo creer que aquella fuera su casa, porque la vivienda que me señaló el lugareño se
asemejaba a un viejo corral de ganado infamado por el tiempo. Chafarrinadas negruzcas
asaeteaban la fachada, condecorada con una vetusta, desvencijada y descolorida puerta
sobre la que el otrora broncíneo puño de un llamador amenazaba echarla abajo. Como
no me atrevía con el inicuo puño, por miedo a que derruyera la puerta, llamé dos veces
con la palma de la mano. Minutos después la puerta se abrió gimiendo con doliente
lamento y apareció en el umbral la hija del tío Paco que me había ido a llamar.
A una señal de que pasara, entré en una habitación que podría antojarse como el
comedor. Nada más penetrar en ella una infecta tufarada traspasó el umbral de mis
sentidos, me golpeó inmisericorde y me hizo tambalear. Cuando mi pituitaria dejó de
maldecir, mis ojos recorrieron una habitación amplia, destartalada, cuyo final se perdía
en la penumbra, y muy sucia. La amueblaban una tosca mesa que en un lejano tiempo
debió perder la virginidad del color o del barniz; cinco ancianas sillas, amorosamente
afelpadas con una magnánima capa de polvo y dos quejumbrosas mecedoras. Todo ello
sin el menor gusto, estética y orden, palabras que en el particular mundo del tío Paco
estoy seguro de que no existían. El resto de la amplia habitación estaba ocupado por
lechugas, pimientos verdes y rojos, tomates, patatas, sacos llenos de arroz, suponía yo,
porque en el suelo, al lado de uno de ellos estaban esparcidos montoncitos de arroz, y
otros productos de huerta. Deduje que aquella habitación debía de hacer las veces de
almacén.
Mi asombro no tenía límites. Que aquel fuera el habitáculo de quien aseguraban el más
rico del pueblo me llevaba a pesar cómo sería el del más pobre. Sin embargo, aún había
más. Para acabar de completar el bodegón, vislumbré un gallo y una tropa de gallinas
paseando regiamente por la habitación, emperadoras del espacio que habitaban.
Meneaban sus altivas y orgullosas crestas sobre un tapiz de mucilaginosas cagadas que
alfombraba el suelo verdecido de churretes musgosos. Como gallo y gallinas de raza
picoteaban suelo, sillas y mecedoras con enérgicos stacattos y pizzicatos, que
arrancaban lastimeros gemidos secos y dolientes, quizás buscando algún escondido
grano, y entre todas componían una sinfonía discordante. ¡Cuántas de aquellas estancias
debería ver en mi profesión!
Por una enjuta puerta me hicieron entrar en la habitación en la que supuse estaría el
enfermo. La habitación era más pequeña que el supuesto comedor, pero pugnaba con él,
y he de decir que con éxito, en suciedad y oscuridad. Una única luz, mortecina, se
debatía entre las tinieblas: el mugriento candil que pendía de la esquelética cómoda.
Enganchado en un roñoso clavo despedía un oleoso humo rematado por un penacho
oscuro que se balanceaba perezoso. Sobre la cómoda más que ver se adivinaba una gran
mescolanza de objetos: un vaso medio lleno de un parduzco e innominado líquido, en el
que buceaba una dentadura con piorrea añeja; tres o cuatro huevos seguramente
procedentes de las vecinas emperadoras; un reloj de cadena, que supuse del tío Paco,
atrasado sabe Dios cuántos siglos; unas tijeras de podar medio oxidadas; algunos
papeles doblados y sobre todo polvo, miríadas de polvo y polvo. Sobre el ángulo que
formaban el techo y la pared más próxima al enfermo una alquimia de líneas circulares
hilaba la fachada del inextricable palacio de alguna araña, perdida en las interioridades
de su mansión. Un crucifijo oscuro como boca de lobo, con un Cristo que parecía querer
desenclavarse y huir de la habitación coronaba la maltrecha cama del buen hombre.
En el lado opuesto a la cómoda, sobre un malhadado perchero, pendía moribundo un
chaleco, sin duda del enfermo. Por encima de la cómoda, como a metro y medio, se
entreveía un ventanuco con rendijas rugosas por las que la impía luz del día apenas se
arriesgaba a entrar en aquella funeral cavidad. Este era el reino del enfermo. Todo
resultaba deprimente y lúgubre.
Reconocí al enfermo, identifiqué su dolencia y tras prescribirle el oportuno remedio salí
de aquel antro, no recuerdo muy bien cómo ni por dónde. Ya en la calle, respiré aire
limpio y gozoso como un niño me sumergí en la vivífica claridad del día que me
transformó y me devolvió a la normalidad. Un pensamiento me vino entonces y se
apoderó de mí: que, aunque el tío Paco sea el hombre más rico de las inmediaciones,
yo, que no tengo nada, no lo envidio en absoluto y siento lástima de él, de su mezquina
concepción del mundo, de su ruindad y de la soledad en que transcurre su hasta ahora
miserable existencia.
Por su enfermedad tuve que visitarlo diariamente durante bastante tiempo, pues el pobre
hombre padecía Brucelosis, la fiebre mediterránea o de Malta. Así, con el tiempo y el
roce frecuente, llegó a crecer en mí cierta simpatía por él. De nuestro diario trato fue
surgiendo entre nosotros también un cierto grado de confianza y amistad. Un día,
aprovechándome de esa pequeña confianza, y dado que la habitación seguía en las
mismas calamitosas condiciones de habitabilidad, me atreví a preguntarle: cómo es
posible que siga usted en esta habitación tantos días sin ver la luz del sol, con las
ventanas cerradas y casi sin contacto con el exterior. Ahora, amigo Paco, me va a
permitir que le diga una cosa: ya lleva usted bastantes días en cama y aún le quedan
bastantes más. ¿Por qué no abre la ventana para que le entre la luz del día y el sol? ¿No
comprende, aunque no sea usted médico, que sería bueno para su enfermedad?
—Ya lo había pensado yo, don Antonio, pero si la abro, se me entrará el frío de la calle
porque no tiene cristales. Por eso está siempre cerrada.
—¡Pero hombre de Dios, eso no es ningún problema! Mande venir al carpintero para
que le haga un marco con cristales y todo arreglado. ¿Ve usted qué fácil se soluciona?
La respuesta que dio a mi proposición me dejó atónito. Cierto es que aquel hombre, tal
vez sin proponérselo, solía desconcertarme. Era imprevisible.
—¡A saber lo que valdrá eso...! —exclamó, y acompañó su lamento con una expresión
de horror, tal como si le hubiera propuesto la construcción de la estación de Atocha a
sus expensas. El horrorizado fui yo. ¡Dios mío, cuánta mezquindad! ¿Es posible que
cosas así pasasen?
Transcurrieron bastantes días hasta que llegó uno que me vino a demostrar que mis
palabras habían surtido efecto en aquel ruin hombre. Al entrar a visitarlo un día, en la
habitación del enfermo reinaba la luz, el sol entraba alegre por la ventana gracias al
marco de cristales que le habían colocado el día anterior. ¡Albricias! En la habitación se
notaba una confortabilidad que nunca hasta entonces había existido. Hasta las gallinas
cacareaban con más estruendo. El milagro se había conseguido. Y todo por trescientas
pesetas, según me confesó dolorido. Pero todo se había transformado, incluso él mismo
ofrecía otro aspecto, más sano, más natural.
En el fondo sé que aquel hombre me estaba agradecido. Con sinceridad diré que haber
contribuido su mejora carece de mérito alguno por mi parte. Cualquiera en mi caso lo
habría visto y habría dicho y hecho lo mismo. El único mérito que me reconozco es el
haber sido capaz de decírsele al tío Paco, conociendo cómo era él y el miedo o respeto,
vaya usted a saber, que la gente le tiene. Él había ganado calidad de vida, sin duda; pero
yo seguía siendo “más rico” que él, porque sentía la satisfacción interior de haberle
convencido de la bondad de aquel bienestar.
Con el tiempo, afortunadamente, el hombre sanó y poco a poco se fue introduciendo de
nuevo en su rutina diaria, que empezaba, tanto en invierno como en verano, a las cinco
de la mañana. Dejé, pues, de visitarlo y cada vez que él me encontraba por la calle,
acudía a saludarme cortésmente; incluso nos quedábamos charlando un buen rato.
Una de las últimas veces que lo vi me dijo que me estaba muy agradecido por haberle
curado su enfermedad, pues en alguna ocasión llegó a temer por su vida, y porque
gracias a mí le había quedado una habitación para dormir que “ni el más rico de
Valencia...”, fueron sus palabras textuales. Aquello acabó de afianzar la opinión que
hacía ya tiempo me había formado sobre él: por más terrenos y fincas que tuviera, con
todo su ganado y ser el hombre más rico de aquellos lugares, a pesar de todo, seguía
siendo un hombre digno de lástima. ¡Pobre tío Paco... o Miguel!
Un incendio forestal
Aquella mañana llegó el alguacil a casa: que se presente usted cuanto antes en la plaza,
el alcalde le necesita para un asunto importante. En dos o tres minutos me personé, ya
que la casa en que vivíamos, la adaptada para el médico, estaba ubicada en la misma
plaza.
Era el alcalde un hombre ya bastante mayor que frisaría la setentena. Su rostro estaba
regado de picaduras de viruela restos triunfales de alguna desigual batalla contra la
enfermedad. Vestía un traje oscuro y sobrio: una chaquetilla y pantalón negros, camisa
blanca con gorguera, fajín granate y zapatos negros de piel, con unas pequeñas hebillas
plateadas. Cada vez que hablábamos se mostraba amable y cortés conmigo. En tiempos
había sido el maestro del pueblo, razón por la que todo el pueblo lo llamaba don
Vicente, en lugar de señor alcalde, que es lo usual en estos casos.
A medida que me acercaba, observé que el alcalde se encontraba en el centro de un
semicírculo formado por varias personas, entre ellas, el secretario del Ayuntamiento y
un sujeto un tanto chulesco, con aires de rufián y brabucón, que andaba siempre
ridiculizando a las mujeres jóvenes del pueblo, por lo que ya había tenido yo varios
encontronazos con él; era, sin duda, un mal elemento. Se hallaban allí también el cura
párroco, los tres maestros de las escuelas y dos guardias civiles, uno de ellos el brigada,
que llevaba la voz cantante. Debía tratarse de algo importante, pues en aquel grupo de
personas se habían concentrado todas las autoridades locales.
En cuanto llegué al corro, el brigada, sin siquiera saludarme, se dirigió a mí:
—Usted, señor médico, prepare un botiquín de urgencias, que ahora mismo se viene con
nosotros a la sierra.
—Pero, ¿qué sucede? Inquirí sorprendido.
—Pues que se ha declarado un incendio forestal en los montes. Como presenta dos
frentes, tiene usted que situarse en el medio para atender a todos los quemados que
podamos llevarle en el jeep que tenemos aquí.
—¿Y a qué distancia del pueblo están esos frentes? ˗pregunté.
—Poco más o menos a la misma, unos 6 o 7 kilómetros.
—Pues si es la misma, yo creo que sería mejor y más rápido instalar el puesto de
socorro en mi propia casa —razoné yo—, puesto que allí tengo mejores condiciones
para prestar la adecuada asistencia, y no en pleno campo.
Tras unos segundos de reflexión, el brigada se volvió hacia mí con cara feroche y me
espetó altisonante:
—¿Sabe usted que su patriotismo deja mucho que desear...?
Aquello me molestó profundamente y le respondí en voz más baja de lo normal, porque
no hay nada que moleste más a un exaltado que se le hable en tono de voz más bajo de
lo normal: pues del suyo nada sabemos aún...
—¡Yo por mi uniforme ya lo soy! ˗el brigada engalló más el tono de voz y su porte
arrabalero.
—Eso habrá que verlo, pues el hábito no hace al monje, reza el refrán —suavicé
intencionadamente, con objeto de que todos los contertulios se dieran cuenta de mi
intención, y más que nadie él mismo.
El militar debió comprenderlo a la perfección, pues tirando por el camino del medio,
echó mano a la pistola, cuya funda desabrochó violentamente, al tiempo que decía
amenazadoramente:
—Ya veo que tendré que pedirlo de otra manera...
Dándome cuenta del peligro que se cernía sobre mi integridad física, y procurando
dominar mis nervios, que amenazaban estallar de un momento a otro, le dije entre
irónico y mordaz:
—¡No se moleste, hombre, si usted me lo suplica así —subrayé el tono—, no me queda
más remedio que obedecer!
Sin añadir más, salí hacia mi casa a preparar el botiquín que de modo tan tajante se me
pedía, como alma que lleva el diablo; despacio, sí, pero firme y decidido para que no
viera que el susto me devoraba la respiración,
Cuando llegué a casa la ira y el coraje me reconcomían por dentro. Entonces comprendí
que la prepotencia es una más de las máscaras de la impotencia. No sé lo que aquel
hombre hubiera sido capaz de hacer. Reuní en una cartera algunos útiles que podían
hacerme falta con algo de material para curas y regresé de nuevo a la reunión. Al llegar
observé que el corro había aumentado, pues habían llegado otras personas: tres guardias
civiles más, el capitán jefe de línea, un sargento y el chófer del coche que los acababa
de traer. El señor alcalde me presentó al capitán que me saludó correctamente y me dijo:
—A propósito, doctor, le estaba diciendo a estos señores que como la distancia de los
dos focos del fuego al pueblo es la misma, podíamos instalar un puesto de socorro en su
misma casa. Le llevaríamos a su casa los heridos que se puedan producir.
El cielo empezaba a abrirse para mí de nuevo. Muy animadamente repuse con cierto
aire triunfal:
—De acuerdo, capitán, pero a mí anteriormente se me había ordenado que preparara un
botiquín, que aquí traigo, para ir a curar a los heridos en el mismo monte.
—Pero ¿quién le ha dicho a usted semejante majadería?
—El brigada que tiene usted a su lado —dije en el tono más neutro que pude, pero con
la aviesa intención de poner al brigada en un brete.
Se giró automáticamente a su izquierda, donde se encontraba el energúmeno brigada, y
allí mismo, delante de todos, lo recriminó llamándole poco menos que inútil, entre otras
cosas. El aludido se puso de todos los colores posibles, pero aguantó estoicamente en
posición de firmes la bronca del capitán. Mientras aguantaba el chaparrón, de vez en
cuando me miraba como perdonándome la vida. Creo que la única posibilidad de
reconfortarse consigo mismo hubiera sido pegarme allí mismo cuatro tiros, pero esto,
afortunadamente para mí, era imposible.
Nos pusimos todos manos a la obra y tuvimos suerte de que el fuego se dominó con
facilidad y rapidez y no hubo tan siquiera un herido.
Este es el único incidente serio que he tenido con la guardia civil en toda mi vida
profesional, justo es que lo diga. Con todos ellos siempre me llevé muy bien, aunque, es
claro, cada uno en su puesto.
El caso del violento militar que acabo de relatar demuestra sencillamente que en todas
partes, clases y estamentos hay gente buena y otra que no lo es tanto. También me lleva
a pensar que el cargo no hace a la persona, es la valía de la persona la que llena de
contenido y valor el cargo que ocupa o que ostenta.
Un entierro nocturno
Con ocasión del bautizo de nuestra sobrina Inmaculada, de la que éramos padrinos
Araceli y yo, me encontraba aquella vez en Valencia. Ya en casa tras el bautizo, el
alcalde del pueblo llamó muy asustado a casa de mi cuñado. Había muerto una anciana
y como yo no estaba en el pueblo para redactar el correspondiente certificado de
defunción, la fallecida anciana no podía ser inhumada.
Se trataba de una mujer ya anciana a la que había visitado el día anterior porque sufría
un sencillo proceso gripal y su gastado corazón no lo había podido resistir. Me puse al
teléfono y le dije al alcalde que celebraran el entierro normalmente y que dejaran el
cadáver en el depósito, al día siguiente yo iría a reconocerla para poder redactar el
necesario certificado de defunción. Le añadí también que esa misma tarde regresaría al
pueblo en el autocar de las seis y media. Noté por su voz que el pequeño alcalde, pues
era muy menudito él, se tranquilizaba con mis palabras.
Efectivamente, algo más tarde de lo previsto, sobre las ocho de la tarde, arribamos al
pueblo. No hacía más que cerrar la puerta cuando llamaron. Se trataba del alguacil que,
junto con dos hijos de la difunta mujer, llegaba para que les hiciera el certificado de
defunción. Así podrían enterrar a la desdichada viejecilla aquella misma noche. Tal
como había dicho al alcalde, el cadáver había quedado en el depósito. Les dije que
aquello no se podía hacer así, pues había que reconocerla a la mañana siguiente. De
nuevo ellos insistieron en que tenía que ser aquella misma noche. Yo empezaba a
enojarme por su tozudez y por ello les pregunté:
—¿Pero quieren decirme por qué tiene que ser entrada esta misma noche? ¿No pueden
ustedes esperar hasta mañana?
—Es que, como aquí no tenemos enterrador, hemos tenido que avisar a otro de un
pueblo cercano y está esperando para enterrarla, ya que tiene que irse a dormir a su casa
—aclaró uno de los hijos.
—Todo eso está bien —añadí comprensivo—, pero lo mismo se podía haber previsto
para mañana.
—La idea que teníamos era haberla enterrado después del entierro, pero como usted no
estaba... Tiene que ser ahora, le repito que están esperando —se quejó el atribulado hijo.
Todo aquello me estaba molestando bastante, pero la verdad es que el único culpable,
aunque involuntariamente, era yo mismo. La perspectiva de tener que ir a aquellas horas
al cementerio me sacaba de quicio. Miré al cielo y allá en lo alto asomaba una luna
catarrosa envuelta en un sedoso sudario plomizo. Para intentar escabullirme argüí una
vez más:
—Es que, aunque vayamos ahora, sin luz apenas, nada podemos hacer...
—Bueno, por eso no se preocupe, don Antonio, tenemos unas buenas linternas.
Me las mostraron y en efecto eran de las buenas. Es frecuente que estos hombres del
campo dispongan de linternas de calidad excepcional, pues a veces se encuentran en
circunstancias anómalas que las requieren. Comprendí que el cerco se estrechaba en
torno a mí, que estaba atrapado y que tenía perdida la batalla; pues, al fin y al cabo,
culpable involuntario de todo aquello o no, yo no había estado en mi sitio por el bautizo.
De visible mal humor entré en la salita para decirle a mi esposa que debía ir al
cementerio. Araceli se llevó las manos a la cabeza diciéndome que todos estábamos
locos de atar. Me abrigué todo lo que pude, pues estaba empezando a helar y, decidido,
me puse en marcha acompañado de los tres que habían venido a buscarme a casa. El frío
era intenso, como yo había pensado, pues estaba empezando a helar. Con ánimo no muy
bien dispuesto, pero con decisión, me puse en marcha acompañado de los tres que
habían venido a buscarme. El frío aumentaba por momentos, pero caminando a paso
ligero se notaba menos. A pesar de que se iba abocando la todavía lejana noche, no
estábamos mal de luz natural. Un albo resplandor nos alumbraba el camino. Sobre
nuestras cabezas iba desperezándose la luna y desplegando sus blanquecinos ojos sobre
nosotros y el camposanto.
Recorrimos en poco tiempo los dos kilómetros que distaba el cementerio del pueblo. No
hablábamos. Íbamos ensimismados cada uno en sus propios pensamientos. No recuerdo
muchas de las cosas que pensé, sí que me oprimía el camposanto y lo que me esperaba.
Una y otra vez me venía a las mientes aquel dicho que recordaba de mi padre: mira hijo,
más vale ser limpiabotas en Valencia que médico aquí. Pero no me servía de nada, no
era más que el derecho al pataleo. Cuando me quise dar cuenta, llegamos ante la puerta
del cementerio. Dirigiéndome al alguacil, que era quien llevaba las llaves, de dije abre
la puerta. Se aprestó a ejecutar mi orden, pero después de varias intentonas fue inútil, la
puerta no cedía, parecía no querer dejarse abrir. Me acerqué al malhadado alguacil y
observé que sus manos temblaban, ¿de frío?, ¿de miedo?, seguramente por ambas
razones. De un manotazo le quité las llaves. Introduje la de la puerta en la cerradura,
giré e inmediatamente la puerta cedió humilde. No le pasaba nada a la puerta, estaba
claro. El alguacil era presa de un inveterado miedo, no comprendo a qué.
Nada más entrar en el fúnebre recinto, se veía a la derecha una puertucha desvencijada
por la soledad y el tiempo, que acaso permitiera el acceso al depósito de cadáveres.
Realmente no estaba seguro de esto, era la primera vez que me veía allí. Le di las llaves
a uno de los hijos de la difunta para que abriera, pero tampoco podía o sabía. ¡Aquello
era inaudito! Tuve que batallar, ahora sí, con la deteriorada puerta hasta que,
temblorosa, se entreabrió ligeramente. Temiendo enturbiar el religioso reposo de la
puerta y celando a la vez por su integridad, empuje suave pero constantemente hasta que
al fin se me rindió. Una fuerte y mohosa tufarada a humedad pocha, ajada y marchita
profanó mis fosas nasales. Allí, en medio, perforando la penumbra, descansaba en el
suelo el sarcófago.
Mandé que alguien lo abriera para proceder al reconocimiento de la difunta, mas nadie
contestó ni se dio por aludido. Harto ya de aquella macabra ceremonia, exclamé: bueno,
puesto que por lo que veo nadie se presta a hacerlo y yo no soy carpintero, no hago
nada. En razón de mis palabras y porque así lo certifico, queda reconocido el cadáver de
esta pobre mujer. El cadáver está muerto y bien muerto.
Dicho lo cual, salí rápidamente de aquella doliente habitación con mis tres temblorosos
y asustados acompañantes pegados a mi espalda, empujándose unos a otros, porque
ninguno de ellos quería ser el último en salir.
Ya en el exterior del camposanto, expliqué a mis acompañantes: todo eso ha sido una
tontería. Pero yo no tengo ningún miedo especial a los muertos. Una vez muertos, todos
somos iguales. Es lo bueno de la muerte, que iguala a todos y nos hace hermanos aún
sin serlo. Debido a mis estudios me he criado entre cadáveres -lo que no dejaba de ser
una exageración, aunque en el fondo había un puntito de verdad-. Después añadí todo lo
que se me ocurrió para convencerles: mirad, los difuntos nunca me han impresionado,
en absoluto. Ellos me miraban con ojos como cuévanos, sorprendidos y admirados al
mismo tiempo de mi supuesta valentía. Pero de valiente nada, lo único que ocurría es
que yo era dueño de la situación y a ellos los superaba el miedo
En medio de todas estas disquisiciones, se oyeron entonces voces de gente que se
acercaba por el camino. Eran los enterradores, tal como me habían dicho anteriormente
y allí se quedaron todos con su macabro quehacer. Yo emprendí el camino de regreso a
casa con paso rápido. Durante el tiempo que duró mi travesía me asaltó la duda de si los
enterradores tendrían que hacer horas extra enterrando de paso también a alguno de mis
acompañantes de sarao nocturno.
Así terminó la aventura del enterramiento nocturno, que se desarrolló entre lo macabro
y lo absurdo. Había perdido tiempo del para mí tan necesitado descanso.
El “manitas”
Conocí casualmente a este hombre. Andaría por los sesenta. Era bajito y rechoncho, de
cara redondeada, chato y cuello de toro. En todo el tiempo que lo conocí no vi que se
riera por nada. Había sido mecánico de la empresa de autobuses que unía el pueblo con
la capital, pero ya estaba jubilado. Tenía un bar o café enfrente mismo de nuestra casa,
muy concurrido, aunque bastante sucio y abandonado. Los domingos se celebraba el
baile del pueblo en su local con un acordeón por toda orquesta, y estábamos hartos de
oír La Campanera, que entonces estaba de moda, y otra serie de canciones del mismo
estilo un domingo tras otro, un domingo sí y otro también.
En nuestra casa teníamos un motorcito eléctrico para elevar el agua hasta el depósito
cilíndrico, que se hallaba en lo más alto del tejado; así gozábamos de agua corriente en
toda la casa, lo que era algo insólito y de gran comodidad en aquel pueblo en el que
todas sus gentes debían ir a la fuente pública. Esto, que puede parecer tan simple y
natural ahora, en aquellos tiempos de la posguerra era todo un lujazo.
Un aciago día el desvencijado motor se rindió de lo anciano que ya estaba y nos
encontramos superados por la necesidad, porque con dos niños pequeños la situación
era complicada. No tuvimos más remedio que peregrinar a la fuente pública, como el
resto del pueblo, así que acudí a nuestro hombre-orquesta para comentarle: es que se
nos ha averiado el motor y se nos ha originado un enorme problema, por si usted podría
hacer algo con el pobre motor, es que estamos sobrepasados con la casa, la clínica y
todo lo demás.
—No se preocupe por eso, don Antonio, —me contestó amablemente—. Dentro de un
poco iré a su casa a echarle un vistazo y se lo arreglaré.
Vi el cielo abierto. ¡A ver si era posible que se solucionara! Tal y como dijo, acudió a
mi casa y se inclinó a observar el motor con ojo clínico. Estuve observándolo cómo se
movía alrededor del motor, tocando acá y allá, tentando la correa, allá un tornillo, luego
otra pieza. Se paraba unos momentos, se acercaba al motor y parecía retarlo con su
aguileña mirada de ojos glaucos. Pulsaba el botón de arranque y un atrabiliario sonido
rasgaba macilento el silencio para a continuación hundirse otra vez, desvaído, en el
mismo silencio. El hombre se rascaba una y otra vez la lijosa barbilla y su quijada
hendía el motor de arriba abajo. Por fin se irguió solemne y me dijo:
—Es la bobina. Se ha quemado de tanto trabajar.
Desconectó entonces el motor, lo cargó sobre una carretilla que previsoramente había
llevado y se lo llevó a su casa donde tenía el taller.
A los dos días se presentó en nuestra casa con el motor recompuesto. Lo volvió a
montar en su sitio, lo enchufó y el anterior carraspeo mortecino del motor se transformó
en concierto apasionado y solemne. Nuestra alegría fue inmensa: ¡Ya está solucionado
nuestro antipático problema! Cuánto le debo por su trabajo.
—La mano de obra es nada, don Antonio, y las piezas que he utilizado llevaban en mi
taller ni sé cuánto y no sabía si podría utilizarlas. Así que, casi me ha hecho un favor.
Además, el arreglo no ha sido demasiado complicado. Mire—añadió sonriendo—, de
ahora en adelante avíseme usted si se le vuelve a parar. Y si tiene cualquier otra avería,
sea la que sea, avíseme y veremos de arreglarla lo antes y mejor posible.
Mi agradecimiento fue infinito. En varias ocasiones tuve que recurrir de nuevo a él y
comprobé con asombro que era capaz de arreglar todo y de todo. Siempre encontraba
una solución apropiada. Recuerdo algunas otras averías que sanó: las gafas de la
abuelita, la pobre no veía nada sin sus antiparras; la máquina de coser, la cafetera e
incluso unas pinzas de la clínica, cuyas ramas no encajaban bien por haberlas forzado
yo más de lo debido, no hacían presa y no valían ya para nada. Pues para mi regocijo él
consiguió que volvieran a ser útiles y me evitó tener que volver a comprarlas, que valen
un dineral.
Con su buen hacer consiguió reparar todas estas cosas y más que no recuerdo. Se trataba
de un hombre habilidoso, de un “manitas”, como yo hasta entonces no había conocido.
En cierta ocasión, recuerdo que, tras habernos arreglado un viejo despertador, le
pregunté curioso si para él existía la expresión “no puedo”. Me miró socarrón y
adoptando cierto triunfalista aire de superioridad me contestó:
—¡Don Antonio, no le usted vueltas a su cabeza! Cualquier cosa que se le rompa, sea lo
que sea, yo se lo compongo, seguro. Y digo “seguro” —recalcó solemnemente la última
palabra.
Lo cumplió, ¡vaya si lo cumplió! Siempre recodaré su achaparrada figura y su enorme
talento, pero sobre todo la bondad que emanaba de su seria, formal y respetuosa figura.
La vieja burrita
Por aquellos días acudió a casa un vecino para decirme en tono compungido, muy
humilde y casi suplicante, que hiciera el favor de ir a ponerle una inyección a su burrita:
tiene pulmonía y si no se le pone enseguida la inyección, hay peligro de que muera.
¡Fijo que se muere, don Antonio! ¡Venga usted enseguida! La mula es vieja y ya no
sirve para nada, pero le tengo mucho cariño porque lleva con nosotros, en la familia,
desde hace mucho tiempo. ¡Figúrese que ya estaba con mi abuelo!
A pesar de las súplicas, me negué en redondo a hacerlo. Entre otras razones porque yo
sabía que en el pueblo estaba un tal Bienvenido, que se dedicaba a estos menesteres y
no estaba bien ni era ético hacer la competencia al gremio de los veterinarios.
El buen hombre me dijo que he ido a buscarlo a él, pero en su casa me han dicho que
Bienvenido estará ausente del pueblo por espacio de tres o cuatro días. ¡La burrita no
aguanta ni un día sin la inyección!, don Antonio.
Una vez más las circunstancias empezaban a cercarme. La firme resolución que tenía
unos minutos antes amenazaba resquebrajarse. Las dudas me llevaron a decirle:
—Es que, aun suponiendo que accediera a su petición, no sé ni tan siquiera dónde se
pincha a estos animales. En mi vida jamás he hecho cosa semejante.
—¡Por eso no se preocupe, don Antonio! —me animó—, es en la parte lateral del
cuello. He visto hacerlo muchas veces. ¡Es muy fácil!
Pensé, ¡juro que sólo pensé!, no lo verbalicé: si es tan fácil, ¿porque no lo haces tú?
Aquellas últimas aclaraciones acabaron de rendir del todo mis últimas defensas y,
adoptando una estoica resolución, le indiqué que fuera a la farmacia y comprara la aguja
para inyecciones más gruesa y larga que encontrara. A los pocos minutos regresó
provisto ya de la necesaria aguja. Sin más, nos encaminamos a su casa y ya en ella me
introdujo en la cuadra en la que se encontraba la burrita enferma. Al verla allí recostada,
tan indefensa e inerme, las pupilas se me llenaron de Plateros. Aquella burrita también
era pequeña, menuda y suave como el algodón; aunque, a diferencia de Platero, con
huesos de montañitas generosamente repartidos por toda la geografía de su cuerpo.
Preparé la inyección, penicilina de ocho millones de unidades y, siguiendo las
instrucciones que me iba indicando el dueño del animal, allí, justo en el sitio en que el
apenado hombre me señalaba con su tembloso dedo, clavé la aguja.
Para ser la primera vez que tenía ante mí a tan sufrido y callado paciente, todo salió
bien. El doliente animal apenas se movió. Imaginé: acostumbrado como estará a las
picaduras de tábanos, moscas y otros volátiles parecidos, el pinchazo con que le
obsequio le parecerá poco menos que una suave caricia. Es llamativa y a la vez
sorprendente la diferencia de dureza entre la piel del cuadrúpedo y la piel humana, a la
que ya tengo acostumbrado y acomodado mi pulso.
Días después supe que habían seguido inyectándole la penicilina y que el viejo animal
había salvado su vida.
Sentí cierta satisfacción interna al considerar que algo pude contribuir yo a su
recuperación. Es natural, no se olvide que, tanto los veterinarios con los animales, como
los médicos con las personas, por el simple hecho de ser sanitarios, tenemos la
obligación de mantener las vidas de los enfermos. Cuando lo conseguimos tenemos la
satisfacción del deber cumplido.
La anciana borrica no me dio las gracias, ¡faltaría más que fuese una borriquilla Francis
rediviva! Pero su dueño nunca dejó de agradecerme aquella inyección.
Un parto de “infantería”
Otro día fue requerida mi presencia en casa del cartero del pueblo, porque su mujer, que
casualmente se llama también Araceli, se encontraba de parto.
Cuando llegué a la casa, examiné detalladamente a la mujer y comprobé que el parto
estaba maduro. Aquella vida invisible se presentía y se hacía visible sobre la piel de
tambor del pulsante vientre de la mujer. Comencé a hervir el material médico y a
prepararlo según la costumbre. Una vez aviado el material, comencé mi propia
esterilización: un concienzudo e intenso lavado de antebrazos y manos, del dorso, la
palma y entre los dedos, con agua hervida y jabón; posterior inmersión de manos y
antebrazos en alcohol y colocación de los guantes, previamente hervidos. Este proceso
era para conseguir el mejor grado de esterilización que se podía con los inadecuados
medios de que yo disponía para casos como este.
Mientras yo me hallaba sumido en el proceso de esterilización, la parturienta,
sorprendentemente, de vez en cuando paseaba nerviosa por la habitación, paseo que
interrumpía al sufrir un nuevo dolor, en cuyo caso volvía a acostarse hasta que el dolor
disminuía en intensidad.
El parto parecía en principio presentar buen aspecto. Poco a poco veía que las
contracciones iban siendo más fuertes y más frecuentes. Como todo estaba ya dispuesto,
ordené a la mujer que se acostara y no se levantara más. Para mi sorpresa, se negó en
absoluto a hacerlo y se negó con tal firmeza que temí que realmente no quisiera
acostarse. Le pedí que me explicara los motivos de aquella inhabitual y tajante
resolución.
Me contesto inmediatamente: mis dos hijos habidos anteriormente han nacido “a pie
firme” y este de ahora también tiene que nacer así, porque en todos los partos anteriores
todo me ha ido muy bien. No voy a cambiar ahora porque usted me lo diga. ¡No y no!
Le contesté: diga lo que diga y se ponga como se ponga, no es la posición adecuada para
parir. Usted se expone a un sinfín de peligros, tanto usted como el hijo que llega. De
nada sirvieron mis razonamientos. Por lo visto estaba firmemente decidida a parir de
pie, fuera de la cama. Queriendo manejar este absurdo problema que de modo tan
inesperado se cernía ahora sobre mí, no encontré mejor solución que amenazarla
diciéndole que si persiste usted en su empeño, me marcho a casa y declino toda
responsabilidad sobre las consecuencias que puedan sobrevenirle. Como quiera que el
marido y la madre me vieron tan decidido a cumplir mi amenaza, tras muchos ruegos e
incluso algún que otro forcejeo, consiguieron después de un rato que la parturienta se
metiera en la cama en posición decúbito supino.
Zanjado ya el incidente, procedía efectuar un tacto vaginal. Comprobé que el parto
seguía su curso y que la dilatación del cuello uterino estaba ya muy avanzada, ya casi
terminando. Pronto empezaría la última fase, la expulsión del feto. Los dolores de la
parturienta eran cada vez más fuertes y prolongados, por lo que supuse que empezaba el
proceso final, pero llegar a esta prometedora conclusión y pararse automáticamente los
dolores fue todo uno. Esperé tranquilamente unos momentos a que volviera a empezar
el dolor que provocaría la expulsión del feto, algo que, tratándose de una multípara, no
era raro, pero..., nada. Esto parece cosa de magia. Todo se ha calmado. No hay el menor
rastro de contracción. Definitivamente el parto se ha detenido y no tengo ni idea de por
qué. Esto parece imposible, pero no hay tutía. Es lo que hay y no hay que darle más
vueltas. A esperar tocan.
Después de una espera más que prudencial, que a mí mismo me estaba resultando
molesta, decidí actuar: le aplico un oxitócico en vena, medicamento que tiene como
misión estimular la contracción del útero y favorecer la expulsión del feto. Esperé a que
surtiera efecto... Nada de nada de nada. Todo sigue tranquilo como si hubiera puesto la
inyección a la sábana. ¿Qué puedo hacer? Seguir esperando, que es lo que hice, pero
empecé a temer que de un momento a otro apareciera algún signo que denotara
sufrimiento fetal. Llamé aparte al marido y le confesé mis temores:
incomprensiblemente para mí, el parto se ha detenido y, aunque he intentado acelerarlo
con la inyección de un estimulante del útero, no ha hecho ningún efecto. Temo la
aparición de algún signo que denote sufrimiento de la criatura y como en estas
condiciones yo no puedo hacer más, lo mejor será enviarla a Maternidad de La Fe de
Valencia. Allí cuentan con más medios para estos casos con alguna dificultad y
resolverán el parto de la mejor manera.
Al marido le pareció una acertada idea y salimos ambos a llamar por teléfono para
solicitar una ambulancia para el traslado urgente de la madre. Me contestaron que la
ambulancia llegaría al pueblo en una hora.
Encarrilado ya aquel parto que tan bien había empezado y que se había complicado
tanto al final, recogí el material clínico, me despedí de la madre y el marido de la
parturienta y me fui a casa a acostarme, pues tras horas de inútil y estéril brega, estaba
realmente cansado.
Cuando estaba ya casi dormido, sin embargo, llamaron repetida y aceleradamente a la
puerta. Era el marido de nuevo, muy asustado y apurado y con la cara desencajada por
el miedo, que estaba gesticulando en mi propio dormitorio con Araceli al lado.
—¡Don Antonio, venga enseguida a mi casa, por favor, que no sé qué ha pasado!
¡Aquello está hecho todo un desastre! ¡Creo que mi mujer está muy mal! ¡Corra! ¡Dese
prisa, por favor!
—Pero, ¿qué es lo que ocurre ahora? —balbuceé sobresaltado, aún envuelto en el suave
algodón del sueño.
Me confesó medio hipando que, mientras nosotros habíamos ido a llamar por teléfono a
la ambulancia, su mujer se había levantado de la cama.
—¡En cuanto estuvo a pie firme le cogió un dolor fortísimo y en un instante parió allí
mismo a un hermoso chavalote! ¡Ha parido a pie firme! —terminó asustado.
Me dirigí enseguida a la casa y cuando entré en la habitación de la esposa comprobé que
el cuadro era realmente alucinante. Había sangre en las sábanas, en el suelo, en el
vestido de la mujer... ¡dónde no! La parturienta se encontraba de pie, apoyada en la
cabecera de la cama, espatarrada, empapada en sudor y llorando. Por entre las
enrojecidas piernas se veía el cordón umbilical y al final de él, en la cuna del suelo, el
niño, envuelto en algo que parecían toallas. Cuando entraba oí un matraqueo
entrecortado que, poco a poco, fue convirtiéndose en una acuciante cascada de llanto
que se escuchaba reincidente como olas acosando inexorables la orilla de una playa.
El pequeño estaba como nadando en un charco de líquido amniótico, orina, heces y un
poco de sangre. La visión era muy desagradable, pero actué con rapidez. Dejando que
aquel líquido ambarino enguantara mis manos y brazos, ligué el cordón umbilical con
las pinzas, lo seccioné con las tijeras y así quedó separado el niño de su madre. Acosté
como pude a la mujer en su cama. Hice una leve tracción al cordón umbilical que
asomaba y rápidamente salió la placenta. Y así terminó un parto que yo denominé “de
infantería”.
Pocos minutos después llegó la ambulancia que habíamos pedido y que yo despedí,
explicando lo sucedido.
Cuando salía de la habitación en que reposaba la mujer, pensando si al fin podría dormir
algo, la parturienta aún tuvo el valor de murmurar:
—¿Ve usted, don Antonio cómo tenía que ser fuera de la cama...?
—Sí, lo cabo de ver y me cuesta trabajo creer lo que he visto. No conoce usted los
peligros a los que ha estado usted expuesta. Pero al fin todo ha salido bien. Cuídese y
aliméntese bien ahora, porque ha perdido mucha sangre.
Cuando mi maltrecho cuerpo probó de nuevo las mieles de la cama que tanto
necesitaba, me dormí en segundos con el tenue pensamiento de que verdaderamente
Dios protege la ignorancia.
Una boda de madrugada
Una mañana acudieron a mi consulta una madre y su hija. Venían a exponerme su caso.
En palabras de la madre: se trata de que mi hija estaba con la regla y hace un par de
días, yendo las dos de paseo, salió de repente ladrando un perro que le provocó un susto
de muerte y a consecuencia del susto se le ha cortado la regla y ya hace tres meses que
no ha vuelto a bajarle. Es raro, ¿verdad, don Antonio?
Al principio pensé que las dos me estaban tomando el pelo, pero con algo así uno no va
al médico. Las razones que me expuso la madre no podían convencer a nadie con un
dedo de sentido común y pensé que se trataba de una gestación que ambas pretendían
encubrir con mi complicidad. Aun así, como no estaba seguro de nada, no me atreví a
hablar. Para curarme en salud, me limité entonces a recetarle la aplicación de dos
inyecciones de un preparado hormonal que entonces había, asegurándoles que en un
plazo de ocho o diez días aparecería de nuevo la menstruación. Y añadí para mis
adentros: Antonio, si en ese plazo no le viene la menstruación, puedes asegurar sin
jerónimo de duda que hay embarazo.
Pedí a ambas mujeres que, una vez pusieran a la joven las dos inyecciones, al término
de diez o doce días tenían que volver para decirme qué había sucedido, si había habido
novedades.
Los días fueron pasando y pasando hasta que, enfrascado en mi trabajo, llegué a olvidar
a las dos mujeres.
Cerca de dos meses después aparecieron de nuevo las dos en mi clínica. Naturalmente
las reconocí en cuanto las vi entrar y recordé todo aquel asunto del perro y el corte de la
regla.
—¡Ah, son ustedes! Ahora recuerdo que les pedí que volvieran a mi consulta pasados de
unos días. ¿Cómo es que no han vuelto en el plazo que les di? —les pregunté medio
sorprendido y medio molesto.
Ellas trataron de justificarse diciéndome que no me habían entendido bien, pero era
evidente que habían preparado muy bien esta segunda visita. A pesar del tratamiento
que en su día prescribí a la joven, la regla no había vuelto a aparecer por ningún lado.
Pedí a la joven que se acostara en la mesa de reconocimiento y pude comprobar que el
útero había aumentado considerablemente de tamaño. Era ya una masa globulosa y
pastosa a la vez, y los pechos de la joven habían aumentado de tamaño, signos evidentes
de un presumible embarazo. Definitivamente estaba embarazada de tres o cuatro meses
y así se lo comunique a ambas mujeres. La madre entonces se enfureció con la hija y
estoy seguro de que de no estar yo allí, la madre hubiera propinado a su hija más de un
mamporro. A preguntas de la madre la hija juraba y perjuraba que no había mantenido
ninguna relación sexual con Alfonsito, su novio. Seguía absurdamente aferrada a su
absurda teoría del susto del perro.
La madre, que naturalmente empezaba a recelar algo me dijo:
—Pues mire usted, don Antonio, mándenos sin más tardanza a un buen especialista de
Valencia para que todos salgamos de dudas y aclaremos lo que pasa aquí.
—Le aseguro —advertí yo a la madre— que lo que aquí pasa está bastante claro. Su hija
está totalmente embarazada. Sólo tiene que admitir los hechos su hija...
La joven pagó mi advertencia a su madre con una mirada asesina. Por más razones que
añadí para solucionar aquella endiablada situación, nada conseguí y me tocó escribir
una carta a un compañero de profesión que ejercía en la capital. En ella le narraba
sucintamente lo ocurrido y al mismo tiempo le añadía mi opinión sobre aquella
estrambótica situación.
Cuatro días después regresaron de Valencia y acudieron enseguida a mi clínica. Esta
vez, sin embargo, venían acompañadas de un joven que supuse sería el novio, Alfonsito,
pero supuse mal: se trataba del hermano mayor de la joven. Eran portadoras de una carta
de mi compañero médico, quien, en tono jocoso, me confirmaba lo que ya sabía, que
estaba embarazada. Gráficamente me decía mi compañero de profesión que “sólo ha
faltado que el niño o niña me mordiera”. Comuniqué el parecer del especialista de
Valencia a las dos mujeres, que no se sofocaron lo más mínimo.
Entonces tomó la palabra el hermano para puntualizar:
—¡Mañana mismo voy a hablar con tu novio, y si me niega lo que ha hecho contigo, allí
mismo lo despachurro! ˗aseguró con aire tan resuelto que parecía muy capaz de llevar a
cabo semejante atrocidad.
La hija continuaba con su expresión desvaída de mosquita muerta que a mí me parecía
totalmente absurda. Por los comentarios que se traían entre las dos mientras
abandonaban mi despacho era diáfano que a la madre y a su hija lo que les preocupaba
era lo que diría el pueblo.
Al cabo de unos días me encontraba hablando con el cura del pueblo, del que era muy
amigo. Era afable, educado y tenía un don especial para tratar con algunas de aquellas
mentes romas. Mientras hablábamos, entre otras cosas me contó que tenía entre manos
el caso de un embarazo ilegal y que, hablando con los novios, les había propuesto
casarlos en la primera misa de la mañana, que era a las seis. Continuó el cura que: el
novio, debe ser bastante bruto, el pobre. Cuando se lo propuse me respondió que o los
casaba en la misa mayor del domingo, a las doce, o no se casaban.
Como quiera que el cura quería que se celebrara la boda, accedió de mala gana. El cura
añadió que el novio insistió:
—...en la misa mayor, señor cura! ¡Sí! ¡Así acudirá la banda del pueblo en la que yo
tocaba pasodobles por los caminos!
Y a las pocas semanas se celebró la boda, como el desportillado mozo había amenazado
en la entrevista con el cura del pueblo. La novia de blanco, claro, con un traje ajustado,
por lo que el embarazo se hacía más evidente aún, como si quisiera restregarlo a la vista
y consideración de todo el pueblo. Nadie se atrevió a tocar el bombo, que así motejaban
el embarazo en el pueblo, como era costumbre, por miedo a abollar a la criatura.
A los cuatro meses de la boda el mismo cura celebró el bautizo de la inocente criatura,
ignorante de las circunstancias en que había desembarcado en aquel su nuevo mundo.
Todo terminó felizmente, como suelen acabar los cuentos: los novios fueron felices,
pero no comieron perdices, precisamente, ya que pertenecían a la muy noble e ilustre
familia de los terratenientes del pueblo, eso sí, hijosdalgo venidos a menos, que no
comían alimentos tan despreciables como aquellos, aunque su yantar fuera tan magro
como el del dómine Cabra.
Seguro estoy de que el perro ladrador, declarado culpable de aquel desaguisado, sigue
viviendo tan tranquilo, ladrando a oriente y occidente con la mayor de las alegrías del
reino canino y de los supuestos descendientes de quienes tuvieran la desgracia de
toparse con él.
¡Cosas veredes!, diz que decía algún personaje de El Quijote, o... ¿tal vez fuera el rey
Alfonso VI al sin par Rodrigo Díaz de Vivar? Pero eso ya es otra historia.
El menos rico
(13-05-1958 / 18-05-1960)
El “mata-cerdo”
Las coplas de mi cobrador
Un buen ejemplar
Un viaje épico
Mi cabalgada
Un alcalde aprovechado
La junta local de enseñanza
Los consejos de la experiencia
El “mata-cerdo”
Existía en Titaguas, y tal vez exista aún, la costumbre de hacer la matanza del cerdo al
acercarse la Navidad, como sé que sucede en otros muchos pueblos de España.
Entonces era toda una tradición, un rito, con ceremonias traspasadas de padres a hijos a
lo largo de generaciones, aunque ahora vaya quedando como una actividad turística
nada más.
Aunque el acontecimiento no tenía para mí ningún atractivo, todo él se revestía de una
cierta solemnidad que, ahora que conozco todo el proceso de la matanza, aún me
explico menos. Los más ricos del lugar invitaban al sacrificio del marrano incluso a las
autoridades locales, como si su presencia fuera un privilegio o le diera una prestancia
especial a todo el proceso. La reunión terminaba con un apoteósico ágape comunitario a
base de las preciadas carnes del animal recién sacrificado. En varias ocasiones me
invitaron a presenciar la matanza, aun sabiendo que aquello no me atraía en absoluto y
que solía rehusar amablemente la invitación.
Esta vez, quien me invitaba al festín era el viejo molinero, a quien no podía desairar por
estar moralmente obligado. Cuando fui destinado a este pueblo y llegué para tomar
posesión de la plaza de médico con mi ya numerosa familia, el camión de los muebles
no llegó a tiempo y me encontré completamente tirado en la calle. Entonces, Alfredo,
que así se llama el molinero, nos ofreció su casa para que todos pudiéramos pernoctar
aquella primera noche. Fue una obra de misericordia de las siete corporales, aquella de
dar posada al peregrino. Por este motivo yo debía asistir a su matanza y de ahí que
conociera todo el proceso. La invitación al mata-cerdo era natural, porque Alfredo
respetaba las ancestrales normas familiares y, aunque me contrariara, no la podía
rechazar. Y allá que me fui a presenciar el sacrificio del animal, con ningún entusiasmo
y mucho sacrificio.
Una vez en casa de Alfredo, fuimos al lugar donde se iba a practicar el animalicidio, un
corral amplio por donde el aire corría como amo y señor, que conducía a una habitación
espaciosa. Allí me enteré de muchas cosas doblemente sabrosas y jugosas, algunas
realmente curiosas. Entre otras, allí comprendí la importancia práctica de lo que por
aquel entonces llamaban radio macuto.
El día señalado se desayunaba cuando la rosada aurora de Homero aún no había
bendecido el día. Dada la hora y la época invernal, el desayuno solía consistir en un
contundente plato de abundantes patatas con arroz y bacalao. A continuación, se servía
café hirviente rasposo, de sabor profundo y aroma intenso, con algo de leche para los
jóvenes novicios que asistían de ayudantes a los sumos sacerdotes del ceremonial. Los
oficiantes terminaban la madrugadora pitanza con una copa de aguardiente casero y
especiado para calentar aún más el cuerpo y para que el desayuno se aposentara
adecuadamente en el fondo de los estómagos.
La ceremonia se iniciaba con el sacrificio. Entre varios hombres y mujeres del pueblo
sujetaban con cuerdas las patas del animal. Tras haber afilado su navaja, el santón
matarife se situaba al lado de la cabeza y procedía al sacrificio. Los matarifes no eran
profesionales, por lo general eran hombres del pueblo con una habilidad excepcional,
curtidos en estos menesteres del cochinicidio por muchos años de práctica. Y así debía
ser, pues como a casi todo el pueblo se le ocurría hacer la matanza en las mismas
fechas, los dos carniceros del pueblo no podían dar abasto a todas las peticiones que
recibían.
El matarife, que como decía tenía una habilidad especial con el cuchillo, apenas tardó
unos minutos en degollar al pobre animal, que rápidamente pasó a mejor vida en medio
de un sonoro concierto de berridos que terminó en un pianísimo a medida que iba
perdiendo las fuerzas y su sangre iba colmando la pequeña artesa que la recogía.
Una vez muerto, se colocaba el animal sobre una cama de brasas de leña para socarrar
las cerdas de la piel, con ayuda de atadijos e incluso matas enteras de romero ardiendo.
A continuación, venía el afeitado de la piel para eliminar los restos chamuscados, hasta
dejarla limpia. Después, el lavado del cuerpo con cubos de agua caliente hasta que el
cerdo quedaba más blanco, nacarino, resplandeciente e impoluto de lo que había estado
en toda su vida.
Mientras el desdichado cochino expiraba, una mujer iba batiendo la sangre a mano en la
artesa de forma constante y la para que no cuajara. A continuación, se vertían sobre
ellas grandes cantidades de cebolla que días antes se habían preparado y escurrido
convenientemente, se añadían las especias y ya sin más se procedía al hervido y
embutido.
Una operación necesaria tras la muerte del cerdo era la de separar un trozo del animal
que era necesario llevar al veterinario para que lo analizara en busca de trazas de
triquinosis o cualquier otra circunstancia que hiciera inviable la ingesta de la carne del
cerdo. Si no superaba el análisis, el cerdo era quemado para evitar graves problemas de
salud. Si, por el contrario, el animal no sufría ninguna enfermedad, el veterinario
expedía un certificado con el que ya se podía manipular la carne del cerdo.
Por otro lado, era tradicional que en las casas donde se mataba un cerdo se prepararan,
antes de alguna otra tarea, los “pequeños” ˗lo de pequeños es un decir˗ lotes con magro,
lomo, tocino, longanizas, costillas y otros sacramentos por el estilo, que llamaban
probadura, y que regalaban a determinadas personalidades del pueblo, entre las que se
encontraba, cómo no, el médico; es decir mi humilde persona. Aunque el regalo
resultara un tanto prosaico, no dejaba de ser una atención para quien lo recibía y que yo
agradecí profundamente; y dado que eran bastantes las probaduras, en el fondo era un
considerable ahorro, porque durante bastante tiempo no hacía falta ir a la carnicería.
Limpio y aseado ya el cuerpo del cochino, se pasaba a la habitación y se colgaba de un
clavo fuerte que se encontraba en el techo, para lo que se necesitaba el concurso de
varios hombres. A partir de este momento empezaba el despiece del animal, cosa
bastante sanguinolenta, momento que yo aprovechaba siempre para encontrar cualquier
excusa razonable y consistente con que escabullirme, excepto en esta ocasión.
Dejaban el animal en dos mitades descuartizándolo a golpes de una afilada hacha. Cada
mitad la dividían en otras dos partes de modo que resultaran cuatro cuartos: dos
delanteros y dos traseros. La cabeza, las vísceras y los intestinos habían sido llevados
previamente al interior de la casa para manipularlos. Con los intestinos se efectuaba un
rigurosísimo lavado a base de chorros de agua caliente hasta que quedaran limpios. Se
colocaban en otro recipiente y semejaban un manojo de plástico líquido, hasta que se
utilizaban para el embutido de las carnes. De los cuatro cuartos se iba sacando el magro
a trozos y se ponía, junto con el tocino, en la máquina picadora. A la carne ya bien
picada y desmenuzada se le añadían las especias correspondientes, se embutía en las
tripas de aquel líquido plástico y salían las sabrosas longanizas, los anaranjados
farinatos, los rojos chorizos y las oscuras morcillas.
Y llegaba el punto culminante de la jornada, la fiesta de la matanza. Cuando había
terminado todo el trabajo y se insinuaban ya las prístinas sombras de la noche,
escogidas las más lustrosas carnes que rezumaban un líquido ambarino, se colocaban
sobre trébedes a las brasas de una hoguera. Zagales y zagalas, hombres y mujeres
alegraban el aire con las añosas tonadas del pueblo y bailaban alrededor de las llamas
que dibujaban una secreta y arcana geografía. Entre tanto, las carnes iban soltando su
oleosa savia y rociaban con ella el sagrado fuego que crepitaba con quejido
sanguinolento.
Cuando la carne había alcanzado su alborozado apogeo, se comía. Se comía de todo. Se
comía con gozo. Era la fiesta de los sentidos. Yo gozaba de la fiesta viendo los rostros
sonrientes, los guiños cómplices; sintiendo los rebosantes olores, que desbordaban la
frontera de los labios e inundaban las granates mejillas. Disfrutaba de los sones de las
pícaras dulzainas y de los traviesos tamboriles que reñían, se acompasaban, o se fundían
con las voces. Pero no comía apenas. No podía con aquel fasto carnívoro que se
desbordaba por entre los asistentes e inundaba a toda la gente anegando de
concupiscencia los sentidos y anulando las voluntades.
Participé de aquella fiesta, sí, pero yo me limité a tomar alguna pequeña cantidad de lo
que más me apetecía y menos grasa tenía, ya que el pantagruélico festín abundaba en
variedades y formas. Me sorprendía que la gente, incomprensiblemente para mí, comía
a dos carrillos, sobre todo aquellos que yo sabía habitualmente parcos en la comida. Por
un breve instante pensé en cuántos de aquellos estarían en mi consulta a primera hora
del día siguiente a la fiesta. Pues no fue así. Debían de estar ya demasiado
acostumbrados a estas cerdiles bacanales.
Había en el pueblo otro sanitario local, el practicante titular, hombre granado, bajo y
grueso. Por lo visto, este hombre no faltaba a ninguno de estos festines. Los vecinos lo
conocían desde hacía años y, medio en broma medio en serio, creo yo, lo sometían a lo
que los lugareños denominaban una doble pesada, es decir, lo pesaban antes y después
del festín. Aquel año, entre ambas pesadas arrojó la increíble diferencia de tres kilos y
doscientos gramos. Las chanzas y bromas con el bueno del practicante eran enormes,
pues cada vez trataban de embutirlo más y más. A mí me molestaba profundamente esta
actitud con el hombre. Aquella costumbre me parecía hasta salvaje, pero era una broma
˗según me aclararon˗ y todos, practicante incluido, parecían divertirse. Años después de
irme de Titaguas, llegó a mis oídos que el practicante había muerto de una trombosis
cerebral en uno de aquellos impenitentes festines.
Afortunadamente para mí, el día de aquella fiesta de la matanza llegó a su final. Me
despedí de todos lo más agradecido que supe y regresé a mi casa; pero, a pesar de que
disfruté con la música y el baile, me prometí no volver a ninguna de aquellas fiestas de
la carne. Puedo asegurar ahora que lo he cumplido.
Las coplas de mi cobrador
Todo en la vida tiene sus compensaciones. Aunque existía la costumbre que acabo de
narrar, también había otras más agradable y simpáticas, como la que viví y de la que
participé agradecido.
Un vecino del pueblo serio, formal, que había sido juez de paz, era el que me llevaba el
cobro del igualatorio médico que ya he explicado antes. El primero o segundo día de
cada mes, con absoluta puntualidad, me presentaba la liquidación. No hubo jamás el
menor roce ni la menor diferencia entre nosotros, pues era un hombre cabal; de esos de
los que Machado decía que eran buenos en el total sentido de la palabra. Se llamaba
Florencio y guardo de él un muy grato recuerdo aún ahora.
Cuando llegaba la Navidad solía reunir a ocho o nueve personas entorno a sí y formaban
una rondalla que él mismo dirigía. Incluían la rondalla cuatro guitarras, dos bandurrias,
dos laúdes y un guitarro. Ayudándose unos a otros componían y cantaban coplillas
cuyas populares letras variaban según la persona a quien iban dedicadas. Solían rondar a
las autoridades del pueblo y a otras personas de cierto relieve. Podrían haber sido una
manifestación más de la antigua literatura occitana trovadoresca, aquella de la lengua
d’oil. Allí estaban ellos como auténticos trovadores, componiendo sus festivas trovas
con el lenguaje más sencillo y sentido que podían. El pueblo llano se lo agradecía, como
nosotros en aquella ocasión.
Una madrugada arribaron a nuestra casa para cantar lo que ellos llamaron Alborada Al
Señor Médico y Familia, coplillas de muy grato recuerdo y que transcribo literalmente,
pues aún conservo el original con el que amablemente nos obsequiaron al final de su
actuación.
Así se expresaron y cantaron los ilustres vates:
Nada que decir sobre estilo, ortografía, vocabulario. Ningún comentario lingüístico,
literario o de cualquier otra clase. El texto que con todo cariño nos dedicaron aquellos
trovadores no era para exhibir su pericia o maestría literaria ni musical. Era sólo cariño
y amabilidad, además del reconocimiento a la labor del Médico que en aquellos
momentos representaba yo para ellos.
Una vez terminado el cántico de las coplillas concluyó la fiesta. Abrimos nuestra casa a
la rondalla y correspondimos con unas buenas pastas caseras rociadas con un buen licor.
Dimos cuenta de las pastas y del licor con una camaradería inolvidable. Se nos
olvidaron enseguida las altas horas de la madrugada y el horrible frío que hacía, frío que
en ningún momento entorpeció ni impidió a los intérpretes el ágil rasgueo de sus
instrumentos, cuyas cuerdas metálicas todavía resonaban en el gélido aire de la
madrugada. Aquellos sencillos campesinos nos vinieron a demostrar, una vez más, que
en la vida todo es posible cuando nuestros actos nacen en el corazón. Con ellos está
ahora mi recuerdo y mi consideración por aquellos momentos tan agradable que nos
hicieron vivir. Aún ahora que la distancia pone leguas entre todos, soy capaz de
recordarlos con simpatía, cariño y cierta nostalgia.
Un buen ejemplar
Vivía en el pueblo un vecino alto y corpulento, de unos ciento veinte kilos de peso,
calculo yo. Cuando lo vi por primera vez su figura me produjo una honda y a la vez
vaga impresión. Su tez estaba socavada de negruzcos cráteres, rescoldos de unas
pertinaces viruelas locas. Una cicatriz granate, retorcida como muela lobuna y que hacía
incursión por el boscoso y crespo matojo del pelo, araba la ceja izquierda. Los
equivocados ojos, vigilantes de una nariz rencorosa y ganchuda, hacían escarceos
estrábicos entre la nada y el infinito que se deshacían en la profundidad de su mirada.
La lija de sus mejillas, desquiciada por el miedoso bigotillo, espolvoreaba hormigas por
la cara. Todo en él era enorme: el musculoso cuello de toro que se avecinaba sobre el
torso, los brazos nervudos y rudos como añejos troncos de roble, las dóricas piernas que
remataban aquel inmenso cuerpo. Miraba como de través y su mirada traslucía miedo y
desconfianza, como si el mundo estuviera en perpetua lucha contra él o él contra el
universo. Todo su ser transmitía tozudez, intransigencia y a la vez temor, como si
quisiera aquietar algún escondido remordimiento.
Un día, me contaron, regresaba de las labores del campo y conducía su mulo a la
cuadra. Por las razones que fuera, nadie pudo explicarlo, el cuadrúpedo se espantó y
corcoveó violenta y repentinamente. Como quiera que lo llevaba sujeto por las riendas,
tironeó de su dueño que cayó al suelo y fue arrastrado unos cuantos metros. El amo se
levantó rápidamente envuelto en polvo y, herido en lo más profundo de su amor propio,
se abrazó al cuello del animal como si de una fiera salvaje se tratara y comenzó a
propinar al espantado mulo puñetazos en todas las partes que su furor encontraba e
incluso hasta mordiscos, mientras con voz entrecortada por la rabia y el esfuerzo
increpaba al rucio:
—¡A mulo siempre me ganarás, pero a bestia jamás! ¡Faltaría más...!
Las patadas, mordiscos y puñadas arreciaban y mostraban bien a las claras que, en
efecto, no se sabía cuál de los dos era el animal.
Unos cuantos vecinos que asistían atónitos al inmerecido castigo intervinieron
comprensivos y lograron, no sin grandes esfuerzos, que el amo se desasiera del mulo.
Después consiguieron amansar al animal, que persistía en sus violentos y aterrados
corcoveos. De no haber intervenido, ninguno de los presentes hubiera podido predecir el
incierto porvenir del rocín, involuntario causante del alboroto.
Después de aquella crónica de gratuita violencia, no pude menos de pensar -y no sé por
qué me vino este pensamiento- que el hombre es el único ser viviente capaz de los más
grandes episodios de altruismo, bondad y generosidad, pero también de las mayores
barbaridades y atrocidades. Es la grandeza y miseria del ser humano.
Un viaje épico
En Titaguas, como en casi todos los pueblos en que estuve, solíamos hacer una vida
muy independiente y aislada porque nuestro modo de ser y de vivir era bastante
diferente al de aquellos lugareños. Casi no nos enterábamos de lo que sucedía, porque
no me gustaban los chismorreos y habladurías que con la velocidad del rayo recorrían
las callejuelas de aquellos pueblillos. Ejemplo elocuente de cuanto aquí digo fue lo que
me iba a suceder aquella mañana.
Había yo salido a hacer mi acostumbrada visita domiciliaria y cruzaba la Plaza Mayor.
Al pasar frente al cuartel de las fuerzas vivas del pueblo, vi en la puerta al cabo que
figuraba como comandante del puesto, quien me llamó por mi nombre repetidas veces.
Me acerqué a él, me rogó que entráramos en su despacho y me expuso el motivo de su
llamada. Me pedía que redactara para él un informe sanitario que le habían pedido y que
él, lego absoluto en sanidad, desconocía qué y cómo hacer. Con gusto le asesoré
convenientemente y después nos entretuvimos departiendo amigable y distendidamente.
En un momento de aquella conversación me confesó:
—...es como cuando tuvimos que detener al alcalde.
Mi sorpresa fue mayúscula pues no sabía nada de esa detención, lo que no es de
extrañar dada mi vida aislada de los acontecimientos del pueblo, como he aclarado
antes.
—Pero, ¿a qué alcalde se refiere? —quise enterarme entonces.
—¡A cuál va a ser! —se extrañó él ante mi pregunta—, al único que tenemos aquí. ¿Es
que no se ha enterado?
—En absoluto, ahora me desayuno con esa noticia, se lo aseguro.
—Pues sí —continuó—. Lo cogió la pareja de la guardia civil talando pinos que no eran
suyos por su cuenta y riesgo.
—¡Vaya! ¡No salgo de mi asombro! ¡Menudo ejemplo que estaba dando la primera
autoridad del pueblo!
—Lo que me cuesta trabajo entender —continuó— es que usted no se haya enterado
hasta hoy. Aquí somos cuatro gatos y todo se sabe al momento. Me resulta casi increíble
que no sepa nada.
—Pero entre esos gatos de que usted habla —aproveché la gatuna alusión— siempre
puede haber alguno que suele estar más dormido que los demás. Yo pertenezco a ese
grupo de los dormidos, sin duda.
—¡Es que no salgo de mi asombro! —insistió realmente sorprendido.
—Pues se lo aseguro de nuevo: no tenía ni la menor idea. Y ahora que ya me he
enterado —continué—, confidencialmente le diré que me encuentro tan tranquilo como
antes.
—Porque usted lo dice, pero repito que se me hace muy cuesta arriba creer que no
supiera usted nada, don Antonio —volvía a insistir una y otra vez el cabo.
Y así nos quedamos los dos, él asombrado de que desconociera el asunto del alcalde
sorprendido en un hecho delictivo, y yo tan tranquilo como antes de saberlo. El insistía
e insistía de tal manera que ya me cansaba su aparentemente excesivo interés en que
conociera el delito de la máxima autoridad del pueblo: le aseguro, señor sargento que no
es algo que me preocupe en exceso. En todas partes, en todos los estamentos sociales
hay personas buenas y personas no tan buenas: hay médicos buenos y otros que no lo
son tanto, hay militares honestos y militares que esconden oscuras intenciones, políticos
apasionados por el servicio al país junto a políticos animados sólo por el servicio a sus
propios objetivos o a los de su partido. Siempre ha sido así. Podría contarle casos que
conozco, sin embargo, ya sabe usted que se dice el pecado, no el pecador.
No supo cómo contestar: mire, don Antonio, yo sólo quería informarle; no obstante, hay
algo de verdad en lo que dice y lo tendré en cuenta.
Al fin conseguí despegarme de él para ir a atender a mis enfermos. Cuando ya regresaba
a casa, iba meditando por el camino: sí que cuesta trabajo creer mi ignorancia de los
hechos y sucesos cotidianos del pueblo. La realidad es que nada de lo que sucede en el
pueblo suele interrumpir nuestro ritmo de vida. Sencillamente no nos interesan en
absoluto los chismorreos del pueblo y menos cuando son publicados a los cuatro vientos
a saber con qué incomprensibles intenciones. Y no era por despreocupación o desinterés
de lo que sucediera a nuestro alrededor, sino porque nuestras costumbres están
condicionadas por los hábitos de la vida de ciudad, y ya se sabe que en las ciudades se
vive de modo más impersonal.
Comprendo la sorpresa del cabo de la guardia civil, acostumbrado como estaba él a
convivir con los localismos coloristas de las costumbres de los pueblos en los que
ejercía su profesión, quizá por su propia profesión. Nosotros, en cambio, estamos más
habituados a la gris usanza de la pura y dura ciudad que, por lo general, se cierra a las
consideraciones, creencias y sentimientos humanistas de sus moradores, los
recalcitrantes urbanitas como yo, como nosotros.
Tal vez Antonio de Guevara o Fray Luis de León estuvieran más de acuerdo con el
militar en conceder mucho más valor e importancia a la vida retirada de las aldeas y los
pueblos. Puede que yo, nosotros, debiéramos estar más implicados en la vida de los
pueblos en los que vivíamos, más preocupados e interesados en lo que sucedía a nuestro
alrededor, más pendientes de las personas con las que convivíamos y a las que yo
procuraba cuidar en el ejercicio de la Medicina.
Sin duda tenía que reflexionar con tiempo y cuidado sobre nuestra visión de la vida en
los lugares en que teníamos que vivir por el ejercicio de mi profesión.
La Junta local de enseñanza
Durante mi estancia en Titaguas trabé amistad con un compañero que vivía en otro
pueblo lindante, por una consulta que tuve que celebrar con él. Se trataba de un hombre
menudito, de edad provecta, próximo ya a la jubilación. Se llamaba Antonio, como yo,
era simpático, de trato sencillo, cordial y cercano, pero tan esmirriado, el pobre, que
más que médico parecía un niño que jugara a médico; su aspecto era el de un niño
arrugado con bata que jugaba a médicos. Cuando lo conocí, por el pueblo decían eso de
él en tono humorístico.
Hablaba siempre con apologéticas sentencias y sus opiniones eran realmente curiosas.
Muchas de sus sentencias me dejaban desconcertado. Sus ingeniosas salidas y sus
divertidas opiniones me hacían reír, pero también dejaban en mí un poso de reflexión.
En una ocasión estuvimos en su casa tomando café y, como casi siempre sucede cuando
se reúnen dos personas de una misma profesión, nos pusimos a hablar de la Medicina.
Comentábamos las diversas situaciones con que cada uno nos encontrábamos,
situaciones a veces curiosas, a veces incomprensibles, muchas de ellas motivadas por la
sana ignorancia e ingenuidad irreverente de la gente.
Admitía yo que solía adoptar con mis pacientes una posición de apostolado en
determinadas ocasiones. Ponía todo mi empeño en informarles debidamente de lo que
fuera necesario, para que salieran del error o creencia equivocada en que se
encontraban, cuando así era. Mi compañero me respondía que era yo quien estaba en el
error, que lo mejor era seguir el juego a aquellas ingenuas gentes. Se confió a mí de
modo gráfico y sentencioso.
—No accedas nunca a sus ignorantes opiniones. Hazles ver que accedes a sus deseos,
aunque realmente no lo hagas. Por ejemplo, si viene a ti un enfermo aquejado de
lumbago y quiere que le auscultes “los lomos”, pues lo auscultas. Es inútil que le digas
que eso es absurdo, que con el fonendo no se puede oír ni detectar ningún dolor y menos
aún en el riñón. Que el fonendo sólo se utiliza para los pulmones o el corazón. Diles
cosas así, aunque no te va a entender lo más mínimo. Si un paciente llega a tu clínica
firmemente decidido a que “le pongas las gomas en los lomos”, hazlo, aunque sea una
barbaridad. Sin duda a la larga será mejor para ti.
La verdad es que este modo tan heterodoxo de pensar y proceder de mi veterano
compañero me dejaba francamente sorprendido. Yo reconocía que era un pipiolo, pero
me gustaba tener ojos y oídos abiertos a todo cuanto me dijera la autorizada voz de la
veteranía, fuera de quien fuera, y más de él, que era todo un profesional médico. De
todos modos, aquella exposición suya me parecía una suerte de herejía. Por eso en
aquella ocasión le respondí.
—Yo creo que lo correcto es hacerles ver el error en que se encuentran y no acceder a
sus absurdas pretensiones, como en el caso que citas.
—Así debería ser, pero ten en cuenta que la mayoría de las veces no van a entender lo
que les explicas y otras veces no querrán entenderte. Sucede que, por lo general, la
gente está resabiada precisamente por culpa de compañeros desaprensivos que han
abusado de su corto entender. Por eso te digo y te recomiendo que accedas a auscultar
“lomos” y todos tan contentos.
A mí aquello me producía tanta risa que casi no podía disimular
—Pero es que yo pensaba que...
—¡Vana ilusión la tuya, muchacho! —me cortó bruscamente aquella magistral voz de la
experiencia, al tiempo que adoptaba un aire paternalista—. Nunca te van a entender aun
suponiendo que pongas todo tu interés en ello.
Me sorprendía enormemente aquella postura suya tan... inconveniente. ¿Podría ser una
pose con la que enmascarar el más exacerbado cinismo? No podía alejar de mí ese
pensamiento, pero yo sabía que era inteligente y no tenía nada que ganar o perder con
esa forma de pensar. Con frecuencia repetía que estaba en esa edad en la que ya no le
preocupaba en absoluto nada de lo que los Estamentos Oficiales u Oficiosos pudieran
opinar sobre su soberana persona. No le hacía faltar competir con nadie para prosperar,
para subir peldaño a peldaño por la jungla de advenedizos, trepadores, arribistas,
medradores y demás fauna social. Estaba muy lejos ya de las diatribas, intereses y
elucubraciones seudo científicas en las que se quedaron enredados muchos de sus
antiguos compañeros de estudios, compañeros que fueron capaces de sacrificar su
ciencia y su conciencia por mor de un estatus privilegiado y una posición social
influyente.
Tal vez porque leyera mis pensamientos o porque se reflejara en mi cara un atisbo de
duda sobre sus opiniones, trató de reforzar sus razonamientos.
—¡Fíjate en lo que me pasó una vez! Apareció un hombre mayor en mi consulta para
que le tomara la presión arterial. Le dije que no podía hacerlo porque tenía el aparato
estropeado, cosa que era cierta. El hombre insistió varias veces. De nada servía que yo
le repitiera otras tantas que me era imposible hacer lo que me pedía. No parecía
comprenderme. O era una persona obsesiva, o, sencillamente, no quería entenderme.
Harto ya de su insistencia, opté por una drástica solución. Abrí un cajón en el que
guardaba algunos objetos inútiles o de muy poco uso, y saqué un viejo reloj de bolsillo
que en tiempos perteneció a mi abuelo. Era un Roskopf de bolsillo que aún funcionaba.
Como si se tratara de un auténtico esfigmomanómetro, lo coloqué en la flexura del codo
como si le estuviera tomando el pulso, con toda la seriedad del mundo. Durante unos
instantes miré fijamente el reloj y a continuación lo tranquilicé diciéndole que no se
preocupara, que tenía catorce ocho y que estaba perfectamente bien. Con esta mentira
piadosa él se marchó satisfecho por haberme convencido y seguro de que estaba en
buenas manos, yo contento por haberme librado de él. Todos en paz.
—Cuentas unas cosas que me producen risa sin poder evitarlo —mi sonrisa me
delataba.
—Todo cuanto acabo de contarte es rigurosamente cierto. Tú actúa siempre así, como si
les dieras la razón a ellos, pero que prevalezca siempre tu criterio. Si no lo haces así,
después incluso te criticarán y serás tú quien salga perdiendo.
Hablaba la voz de la experiencia de la que yo carecía por completo. Tenía que
respetarla, pero me contaba las cosas de una manera que provocaba risa. Aquellas
historietas me parecían ocurrencias chuscas, tal vez rarezas propias de su avanzada
edad. ¡Cuán equivocado estaba! Tras años de práctica médica, la vida me iba a
demostrar cuánta razón moraba en aquel campechano viejecillo.
Recuerdo que aquella tarde hablamos de muchas cosas. Me viene a la memoria que
durante la conversación apareció el baile. También en esta ocasión tenía él algo que
decir que iluminara la magra experiencia que yo acumulaba.
—Yo no he sentido nunca la menor inclinación al baile. Nunca me gustó, pero cuando
era joven comprendía que, a veces, era necesario saber desenvolverse con soltura en la
vida de sociedad, con tal de conseguir, por ejemplo, un buen instrumental. Recuerdo
que estuve cerca de un mes trabajando en Valencia. Al salir de la guardia del hospital,
acudía tres días a la semana a una academia de baile para ir aprendiendo algo. En poco
tiempo adquirí alunas nociones de movimientos que después me sirvieron para asistir a
los bailes con cierto decoro y sin hacer el ridículo.
—Tampoco a mí me entusiasma mucho el baile, aunque siempre he sabido lo más
elemental para defenderme en los compromisos sociales que me han surgido —me uní a
él.
—Pero me sucedió algo que dio al traste con mis mejores deseos de convertirme en un
aspirante a Nuréyev. Un día tuve la mala suerte de ver a través de unos cristales a
mucha gente bailando en un local, sin que se oyera música alguna. ¿No te ha sucedido
eso alguna vez? ¿No has sido testigo de algo parecido? —me preguntó interesado.
—Hasta ahora, todavía no.
—Pues es una experiencia deprimente. Aquello semejaba una enorme jaula de monos
encerrados todos juntos, que se agitaban presos de una aparente locura colectiva o
alguna rara y grave epilepsia. Era lo más grotesco y ridículo que yo he visto en mi vida.
Allí fue donde finiquitó de repente mi incipiente vocación de bailarín —su vocabulario
exhibía cierto formalismo con frecuencia.
—Me imagino lo que aquello supondría para ti.
—Pero lo peor de todo es que aquella desagradable sensación no me iba a abandonar en
toda la vida. Con relativa frecuencia me venía a la cabeza aquella imagen de los monos
y su estrambótica mojiganga ˗terminó con cierto aire pesaroso.
Por más gracioso que aquello pareciera, la verdad es que no dejaba de tener su parte de
razón. Yo mismo he podido sentir ese resquemor que galvaniza el corazón ante
circunstancias como aquella que él narraba con tanta expresividad.
Yo me sentía cercano a él. Por eso, muchos días nos juntábamos para charlar sobre todo,
el bien y el mal, la vida y la muerte... A veces permanecíamos los dos en absoluto
silencio, sentados, con los cafés ya marchitos sobre la mesita de su estudio; él inmerso
en la profundidad de sus pensamientos, yo temiendo vulnerar las hondas reflexiones que
surcaban el pergamino de su frente. Resultaba un hombre original por sus ideas, cierto,
pero a la vez por la serenidad que emanaba de su persona y la seguridad que le insuflaba
la veteranía. Serenidad y veteranía que con sana envidia echaba de menos en aquel
primer periplo por las aldeas en las que transcurrió esta parte de mi vida. Muchas de las
circunstancias que viví y que al principio se me antojaron herejías, se tornaron
razonables, vistas a través del caleidoscopio con el que aquel hombre analizaba los
acontecimientos de su vida. Me alegré mucho de conocerlo, porque su trato era
agradable y ameno, pero sobre todo por la profundidad que adornaba su corazón.
Tiempo después de haberle perdido la pista, aún recordaba a aquel hombre, de guedejas
extrañamente luengas para su edad, pero de ideas tan avanzadas para aquellos duros
años en los que la gente se enzarzaba a diario en dura batalla contra la pobreza y la
miseria.
Por encima de todo el marasmo intelectual que en aquellos difíciles años estrangulaba la
vida de ciudades y aldeas a fuerza y hierro, aparecía aquella mente límpida, privilegiada
y libre que brillaba con la luz del fuego interior que transfiguraba su persona.
ALGAR DE PALANCIA
(03-09-1960 / 11-01-1961)
En esta pequeña población, en la que sólo permanecimos unos meses, mi hijo Julio, de
corta edad entonces, se hizo amigo de otro niño del pueblo para sus juegos infantiles. El
amigo de mi hijo era algo mayor que Julio, pero era un muchacho bueno a carta cabal.
A fuerza de jugar y jugar diariamente a lo mismo, se fue trabando entre ambos niños
una amistad un poco especial, algo así como una relación centaura, pero por separado.
Me explicaré, porque dicho así suena extraño. El amigo de Julio era su caballo, sobre el
que Julio montaba cada vez que decidían engolfarse en la fantasía del juego, porque el
reino de la fantasía infantil no tiene límites espaciales ni temporales ni de ninguna otra
clase. Julio era el experimentado jinete y su amigo el caballo durante el desarrollo del
juego, y ambos habían asumido su papel hasta tal punto que era admirable ver y oír
cómo se hablaban el uno al otro.
Yo asistía a sus juegos en segundo plano. Sabía que estaban allí, pero nunca intervenía
en su equina relación de juego; como ellos sabían que yo estaba allí y tampoco se
dirigían a mí en ninguna fase de su juego. Aquello era digno de ver.
Un buen día mi hijo Julio me hizo a su manera la presentación de su caballo.
—Papá, este es mi amigo caballo.
—Es verdad, yo soy su caballo y él, él mi jinete —ratificó alegre el caballo.
Dicho lo cual quedó hecha la presentación oficial del caballo en nuestra casa y ambos se
quedaron tan tranquilos, como si fuera lo más natural del mundo que un niño-jinete
tuviera consigo un niño-caballo como compañeros inseparables. De ahí, claro, lo de la
centaura relación. Jinete y caballo como aquellos eran los dos elementos de un todo que
funcionaba de modo automático, aun siendo diferentes.
Rápidamente y sin que yo dijera nada, me hicieron una demostración de lo que ambos
me habían confesado. El amigo se alejó de nosotros unos pocos metros y se quedó
quieto, sin mover un solo músculo, mirada al frente y tan serio que casi me vence la
risa. Julio, frunciendo sus menuditos labios, lanzó un remedo de pequeño silbido y
exclamó con su aún lengua de medio trapo:
—¡Caallo, men aquí!
Dichas estas palabras, su amigo caballo lanzó una especie de relincho y se puso a trotar
y a hacer caracoleos para terminar acudiendo a la llamada de su amo a galope tendido.
Una vez a su lado, el jinete saltó airosamente sobre el caballo y se marcharon los dos a
recorrer las calles del pueblo al trote, sus caras radiantes de felicidad, y me vino a la
mente aquel “dichosa edad y dichosos siglos...”.
Mis ojos siguieron al centauro unos momentos hasta que llegaron a la esquina de la
calle. Como debían girar a la derecha, el jinete tiró de las riendas, las orejas, de su
montura dirigiéndolas en esa dirección y el amigo-caballo dirigió hacia allá su elegante
trote. La risa pugnaba por brotar de mi boca, pero no tuve más remedio que controlarla,
les habría parecido mal verme reír de su juego.
Los días fueron pasando para ellos unas veces a galope tendido, al trote otras, pero su
amistad seguía intacta. Llegaron a tal grado de compenetración, que bastaba un leve
gesto, un cambio en la postura del jinete, para lanzarse calle abajo o calle arriba sin
miedo a ningún obstáculo. Con frecuencia dialogaban como si fuera normal que un
jinete diera indicaciones orales a su montura.
—Mamá, ¿podo ir a la calle? Me voy un latito de paseo con el caallo —oía con
frecuencia a mi hijo.
Mi mujer, acostumbrada ya a tener un hijo centaura y más conocedora de estos juegos
de Julio que yo, invariablemente respondía con la mayor naturalidad.
—Bueno, pero dile que no trote demasiado, pues os podéis caer y haceros daño. Y no
volváis tarde, que tenéis que comer los dos.
Creo que, en caso de que hubiera sido necesario poner al amigo-caballo a arar, estoy
seguro de que lo habría hecho de buena gana si su amigo-jinete se lo hubiera mandado.
Uno de mis igualados a quien tuve que visitar me contó lo que había presenciado en
cierta ocasión sobre los dos amigos. En una de las correrías que hacían, llegaron hasta
donde estaban otros niños jugando.
—¿A qué jugáis? ¿Por qué te has montado encima? —interrogó uno de los niños.
—Somos un jinete y su caballo. Estamos recorriendo el pueblo para ver si todo está bien
—contestó el caballo de Julio—. Estamos vigilando que no haya ladrones.
—¿Podemos ir con vosotros?
—Si queréis... Pero necesitáis caballos —continuó el amigo-caballo.
Una vez se pusieron de acuerdo todos, la tropa de jinetes y caballos inició la búsqueda
de ladrones por las calles del pueblo. Julio era quien dirigía la partida de vigilantes y los
demás obedecían las indicaciones que les daba como si de un verdadero líder se tratara.
Así hasta que llegó la hora de regresar a casa porque ya “es mu, mu de noche, y no se ve
ya el camino”, que decían ellos.
Ver así a los niños me daba cierta esperanza. Estaba seguro de que estos niños de hoy
serían hombres de provecho y bien para la sociedad en el mundo que les tocara vivir,
cuando del juego pasaran a la realidad.
Un acto profesional que justifica un destino
Una tarde nos encontrábamos sentados en la terraza del café del pueblo, situado en una
esquina de la Plaza Mayor. Se nos acercó, entonces, una joven que reclamaba mi
presencia urgente en su casa, porque su padre “se estaba ahogando”. Dadas las
circunstancias del ahogo, salí rápidamente del café para ir a mi casa a recoger el maletín
del instrumental, eterno compañero de fatigas e insomnios.
Pocos minutos después estaba ya en casa de la joven y entré en la habitación que me
indicó. En la fría penumbra encontré a un hombre mayor que se acercaría a los setenta.
Estaba acostado aquejado de una fuerte disnea. Daba la impresión de que el pobre
hombre dejaría de respirar en cualquier momento, que la vida se le filtraba al suelo por
entre sus dedos inmóviles. Lo ausculté durante largo rato, tratando de oír cómo entraba
y salía el aire de aquellos cansados pulmones. Asistía a la incruenta batalla del aire que
rascaba las cavernosas estancias pulmonares para poder entrar en lo profundo de los
bronquiolos y alveolos. El movimiento del músculo diafragmático no era suficiente para
empujar el aire con suficiente fuerza. El nervio frénico no estaba en condiciones de
facilitar la recepción del oxígeno y el letal dióxido de carbono se iba adueñando de
aquel cuerpo casi agotado. El diagnóstico era claro, padecía una bronconeumonía
extensa que provocaba la inflamación del parénquima pulmonar del anciano.
De forma extrañamente mágica esta enfermedad aparece con mucha frecuencia en los
dos extremos de la vida: el niño y el anciano. En un niño se debe fundamentalmente a
que su organismo no está acostumbrado a batallar con los microorganismos que nos
invaden, su diminuto cuerpo debe acostumbrarse y eso requiere tiempo. En el anciano la
bronconeumonía suele aparecer concomitante con alguna otra enfermedad grave y
ambos procesos unidos provocan una fuerte postración, puesto que el organismo de un
anciano es débil como lo es también el de un lactante, aunque por razones diferentes.
Durante la auscultación del pobre hombre observé signos de insuficiencia cardiaca, cosa
natural, puesto que su corazón iba agotándose poco a poco como la cera de un cirio.
Sentía que la fiebre le devoraba el color y hundía los cuévanos de sus ojos en la hondura
de aquella habitación que se inundaba de la oscura claridad de la muerte próxima. Como
consecuencia del sufrimiento del corazón empezaban a encharcarse de líquido ambas
bases pulmonares y aumentaba la presión en los vasos sanguíneos. Presentía que en
aquel cuerpo martirizado por el tiempo se estaba extendiendo la tela de araña de un
edema pulmonar agudo que lo conduciría a un inexorable desenlace, porque en estas
circunstancias se produce un shock cardiogénico que desemboca en la muerte.
Había que instaurar rápidamente un tratamiento y había que hacerlo cuanto antes,
porque presentía su vida estaba en el último tramo de su recorrido. Llevaba en mi
maletín unos cuantos medicamentos de urgencia en forma de inyectables para las
situaciones extremas en las que pudiera encontrarme. Abrí el maletín y le inyecté
rápidamente algunos de ellos por vía parenteral para mantener la vida de aquel hombre
y no me quedaba más que esperar un desenlace fulminante o una regresión del maligno
proceso.
Una media hora después empecé a notar que la disnea iba cediendo algo. A las dos
horas y media pude constatar que el enfermo mejoraba de forma evidente. La gravedad
de su estado persistía. La inminencia de una muerte inmediata había cedido y así se lo
comuniqué a la familia. Pero, añadí, si aquella mejoría iniciada se trocaba de nuevo en
mayor gravedad por las razones que fuera, debían llamarme sin falta. De momento no
podía hacer nada más, así que decidí volver a mi casa.
Sabido es que la noche agrava la sensación de peligro, el miedo a lo inexorable se
centuplica hasta límites insospechados. Aquella noche, empero, no me llamaron, lo que
sin duda era buena señal. Llegó al fin la mañana y lo primero que hice fue ir a visitarlo
de nuevo. Nada más entrar observé que había mejorado visiblemente. La fiebre se había
rendido, el edema pulmonar no había progresado y el anciano respiraba con mayor
facilidad. Ajusté el tratamiento y después de aplicarle los medicamentos salí de la casa
otra vez.
A partir de entonces seguí visitándolo día y noche por espacio de quince días. Tras este
periodo de tiempo tuve la satisfacción de darle el alta. Aquel fue un día feliz. Cuando
me disponía a salir de la casa con la alegría de su restablecimiento, el anciano
hombrecillo habló con voz firme y decidida:
—Bueno, ahora haga usté el favor de decirme cuánto le debo.
—Pues, si le hablo a usted sinceramente, no lo sé —después de recapacitar y constatar
que realmente no lo sabía—. Con la urgencia del caso no he ido tomando nota nada —
tras una pequeña pausa continué—. Pero quiero preguntarle algo: ¿es usted capaz de
saber lo que vale su propia vida?
—Yo de eso no sé absolutamente nada —también después de una pausa en la que
permaneció con los ojos cerrados meditando respondió—. ¿Es que estuve muy mal?
Aunque he preguntado a mi familia, nadie me ha dicho nada sobre mi enfermedad.
—Eso sí que lo sé yo bien —afirmé—. Ha estado usted muy mal, muy grave. Ahora
bien, como ni usted ni yo sabemos cuál es el precio de una vida, deme lo que le dicte su
conciencia y quedamos en paz.
—Está bien, justo es lo que usté dice.
El anciano labrador sacó del bolsillo trasero de su pantalón una también anciana cartera
y sacando un billete de mil pesetas me lo puso en la mano al mismo tiempo que decía:
—¿Le parece bien esto? Si juzga usté que es más...
—No, no, ni mucho menos. Es suficiente —le aseguré—. Mi mayor satisfacción en este
momento es que pueda usted pagarme personalmente.
Los ojos del hombre brillaron con una chispa de asombro, me tendió su mano que yo
noté fuerte, segura y sellamos así nuestra amistad.
Después de este episodio, cada vez que lo veía acudía a saludarme con un cálido apretón
de manos y una tímida y gozosa sonrisa de agradecimiento. Dice el saber popular que de
hombres bien nacidos es ser agradecido y aquel hombre representaba lo mejor y más
granado de los biennacidos.
Fue este un caso realmente difícil, de esos que justifican la laboriosidad de la profesión
médica, la importancia del contacto directo con la enfermedad para retarla y derribarla.
Aun sabiendo que muchas veces la enfermedad vence allí donde el médico, con todo su
saber, se ve impotente para arrebatar a los enfermos del puño cerrado de la muerte. En
aquella ocasión tuve que echar mano de todo mi saber médico, de mi rapidez y de mi
esfuerzo por salvaguardar su salud del aliento oscuro de aquella bronconeumonía
mortal.
Es la vez que he tenido más claro el título de este relato. Aquello había sido un acto
profesional que justificaba un destino, que justificaba una profesión que muchas veces
me llenaba de alegrías y otras que me inundaba de lacerante tristeza.
Un churumbel barato
Cierto vecino con el que mantenía mucho trato me preguntó un día si en casa nos
gustaban las naranjas. Le respondí que sí, que nos gustaban mucho. Por algo estábamos
en la tierra de las naranjas.
—Pues un día que me acuerde le llevaré a casa un buen puñao —remató alegre.
Y ahí quedó todo. Nuestras vidas continuaron su curso y olvidé por completo el
generoso ofrecimiento de aquel amable vecino.
Cuando ya no había en mi memoria el menor recuerdo de aquella conversación, un día
llamaron a la puerta de casa. Abrí y allí estaba mi vecino con un enorme saco de
naranjas que le encorvaba su espalda. El hombre descargó el anaranjado peso en el
desván, donde le dijimos, y se marchó tan contento sin atender a mis llamadas.
Cuando fuimos a verlas nos quedamos asustados. En mi vida había yo visto tantas
naranjas juntas. Aquello era demasiado, era muchísimo más del “puñao” del que habló
en la conversación que entonces recordé. En casa ya teníamos bastantes porque la gente
nos iba regalando unas pocas acá, otras pocas allá, tras mis visitas. Ahora aquel saco de
naranjas desmesuraba nuestra cosecha. El desván semejaba un puesto entero de naranjas
destinadas a la venta. Recuerdo que le dije a mi mujer:
—¡Menos mal que esto que ha traído nuestro vecino es sólo un “puñao”! ¡Anda, que si
llegan a ser más “puñaos” ...!
Como teníamos tal cantidad que se estropearían, compramos unos cestos de embalaje y
enviamos naranjas a nuestras familias de Salamanca y Zaragoza. De ambas ciudades
recibimos respuesta agradeciendo la dulzura de nuestro regalo y reconociendo la alegría
que les proporcionamos, porque durante bastante tiempo no necesitaron comprar fruta.
Añadían las cartas que nos remitieron que nunca habían probado naranjas tan buenas y
con tanto zumo.
El “puñao”, en efecto, había sido cundidor en verdad.
La viña del secretario
Por diferentes motivos que ahora no vienen al caso tuve bastante relación con el
secretario del Ayuntamiento del pueblo. Era todo un personaje, buena persona, amable y
servicial, pero bastante aburrido para una conversación. Cada vez que tenía que
escucharlo, la cadencia de su voz indefectiblemente me invitaba al sueño.
En aquella ocasión había tenido que ir yo al Ayuntamiento para un asunto de carácter
personal. Nos liamos a hablar los dos tranquilamente y no sé cómo ni porqué salió a
relucir la uva moscatel. Hice un verdadero elogio de la bondad y exquisitez de su sabor,
de su redonda y verde dulzura. Como él comprendiera que me gustaba mucho esa
variedad de uva, nos invitó a que fuéramos a visitar su viña Araceli y yo con los peques.
Tenía él dos bancales de uva moscatel a las afueras del pueblo, donde radicaba la
mayoría de las fincas. Él afirmaba con seguridad de entendido que aquellas uvas eran
las mejores y más jugosas del lugar. Yo agradecí su invitación, pero no pude menos de
sonreír levemente mientras le decía con cierto gracejo irónico:
—¡No sabe usted cómo le va a quedar la viña tras el paso de mis tres lebreles! ¡Ni la
filoxera haría más estropicio a su huerta!
—¡Pero qué exagerado es usted, don Antonio! No se preocupe, que no la acabarán toda,
¡ni mucho menos! ¡Déjeles que correteen, que este es un ambiente sano! —afirmó con
seguridad el secretario.
Pasaron los días y la verdad es que había olvidado por completo aquella invitación suya
y toda la breve conversación que mantuvimos, hasta que una tarde se presentó el
alguacil en mi casa para decirme de parte del secretario que aquella misma tarde nos
esperaba en su viña a las seis. Un poco antes de la hora acudió el mismo secretario para
acompañarnos, pues yo no sabía con seguridad dónde se encontraba su viña. Y allá nos
encaminamos todos, Araceli y yo, nuestros tres hijos y el secretario.
Antes de la llegada del secretario había yo aleccionado a mis tres hijos para que no
hicieran el bruto, cosa que se les daba a las mil maravillas, porque estaban
acostumbrados a corretear libres y seguros por todo el pueblo. Les pedía que se
comportaran y fueran mesurados, puesto que les iban a dejar comer uvas moscateles,
que tanto les gustaban, y que no abusaran de la amabilidad de nuestro anfitrión. A pesar
de mis requerimientos, no obstante, yo estaba seguro de que no me harían mucho caso.
Y así fue, pues hicieron oído de mercader a mis recomendaciones durante la visita, eso
sí, acompañados de mis constantes e inútiles regañinas. El mismo secretario nos repetía
una y otra vez no les riñáis tanto que son niños al fin y al cabo todos hemos sido niños
alguna vez y se tienen que comportar como lo que son.
Comimos uvas moscateles hasta hartarnos, nuestros hijos menos de lo que yo había
temido. Las uvas eran ciertamente dulces como imaginaba yo la exquisita y deleitosa
ambrosía de los dioses del Olimpo.
Al final, cuando nos despedíamos agradeciéndole de mil amores aquella tarde tan
agradable, nos obsequió con dos hermosas cestas que nos esperaban a la puerta, repletas
de aquellas deliciosas uvas.
Al día siguiente pasé por las oficinas municipales para saludarlo y agradecerle aquella
magnífica tarde, ratifiqué la bondad y calidad de sus uvas, y medio en broma le dije:
—Veo que, a pesar de haber estado en su viña con mis hijos, aún sigue considerándome
su amigo.
—¿Y por qué no iba a serlo? —contestó en tono amistoso—. Si lo dice por los chicos, le
aseguro que estuvieron muy bien. Como cualquier otro niño hubiera estado. Sus hijos
son eso, niños, y espero que sigan siéndolo para bien de ellos.
Le agradecí sus palabras y me sentí satisfecho de mis hijos. Es verdad que habían
dejado dos cepas hasta sin hojas, pero habían pasado una tarde muy agradable,
disfrutando de la naturaleza y comportándose como los niños que eran.
Cuando ya fueron algo mayores y habían empezado a dar importancia a las cosas, me
recordaron en más de una ocasión aquella tarde. Habían comprendido el trabajo, la
atención y el cuidado que requería aquella viña y que ellos debían también proceder así
también si querían llegar a las metas que se habían puesto.
El suicida
Recuerdo aún este caso y lo recuerdo especialmente por lo desasosegante que resultó
para mí y por el poso de amargura y tristeza que depositó en mi corazón.
Una mañana acudió a casa una pareja de la guardia civil, el sargento y un número, como
dicen ellos. Habían recibido el aviso de que en el fondo de un barranco de la zona había
un cuerpo que parecía un cadáver. Tenía que acompañarlos para el reconocimiento del
cuerpo, certificar su fallecimiento y, si ese era el caso, proceder al levantamiento del
cadáver.
Estas situaciones de muerte son siempre desagradables, pero un médico tiene que estar a
las duras y a las maduras, como se suele decir, tiene que tener corazón y cabeza para
cualquier situación que se le presente. Y al barranco fuimos los tres, aunque no me
agradaba la idea, porque, auxiliar a la justicia en casos así es también uno de los deberes
a que obliga el cargo de Médico Titular.
Después de una larga y cansada caminata llegamos al lugar de los hechos, como dicen
en la jerga policial. Al fondo de un barranco que atravesaba un viaducto del ferrocarril
que unía Valencia con Teruel se veía el cuerpo de un hombre. Ya estábamos allí, sí,
pero era necesario bajar hasta el fondo del profundo barranco. Visto desde arriba el
descenso era peligroso, pues el barranco era todo un inmenso pedregal -a mí me lo
pareció- y cada poco trecho nos deslizábamos arrastrados sobre una mágica balsa de
rocas. Según íbamos descendiendo el terreno empeoraba y entonces pude comprobar el
perfecto entrenamiento de los dos guardias civiles que iban abriendo camino y que
aprovechaban los pedregosos deslizamientos como si fueran pistas de patinaje. A
medida que bajábamos me iba quedando atrás, porque miraba evitar una caída que en
aquellas circunstancias no había duda de que sería de fatales consecuencias para mi
integridad física.
Como era de esperar llegaron bastante antes que yo, que a penas me entendía con
aquellos vericuetos y caminejos. En dos o tres ocasiones pensé llegar mucho antes que
aquellos expertos militares, pero rodando mi mísera persona por sobre la deslizante y
amarga pendiente, que era mi mayor temor. Al fin conseguí llegar al fondo, sudoroso,
con mis piernas temblando por el esfuerzo, pero entero. Tras una ligera pausa para
recuperarme algo del esfuerzo, me acerque al cuerpo, semienterrado entre piedras.
Efectivamente, aquel hombre de edad ya avanzada estaba muerto, pero desde hacía
relativamente poco tiempo, porque el cuerpo aún conservaba algo del primitivo calor y
no presentaba todavía el rigor mortis, que se necesita varias horas para hacerse evidente.
Tenía el cráneo aplastado contra una roca sobre la que había golpeado al caer. Se veían
huesos del cráneo fracturados y por entre ellos asomaban fragmentos de masa encefálica
que, por efecto del golpe, hinchados se apresuraban a salir al exterior. Por entre los
intersticios de las piedras se colaba y escurría, lento e inexorable, un húmedo y rojizo
escalofrío.
Con cuidado tomé nota de todo cuanto mi retina era capaz de retener, y añadí, por
indicación del sargento, un pequeño croquis en el que situé la posición y orientación del
cuerpo del desgraciado hombre. Echaba de menos mi vieja Leica, heredada de mi padre
tras mil batallas infantiles, pero sólo pensar en que hubiera debido cargar con ella y
descender por el barranco, enflaquecía mi fotográfico deseo.
Me repugnaba observar que todo el cuadro estaba infestado de gran cantidad de
hormigas que, indiferentes, negreaban el cuerpo ya a pesar del escaso tiempo que había
transcurrido desde la caída del hombre por el barranco. A pesar de la cantidad de
cadáveres que habían transitado por mis ojos, uno nunca se acostumbraba a ver
derrumbes humanos como aquel.
Poco a poco fueron asomando varias personas del pueblo, una de las cuales dijo
reconocer al difunto. Se trata de fulano de tal y tal y vive en una casa a la entrada del
pueblo. Tras estos primeros vecinos aparecieron unos sanitarios de Cruz Roja portando
una camilla. Una vez salvaron el descenso del barranco, no sin dificultades parecidas a
las mías, se procedió al levantamiento del cadáver, puesto que todas las diligencias
necesarias en aquel lugar habían concluido antes de la aparición de los primeros
curiosos. Y allí los dejé a todos pues yo regresé al pueblo auxiliado en la subida por la
guardia civil, para cumplimentar la documentación oficial y proseguir con las
diligencias en las que estaba envuelto.
Cuando llegamos a casa del presunto suicida los guardias llamaron insistentemente a la
puerta. Como nadie acudía a abrir, tras un prudencial momento de espera, ambos
militares se miraron brevemente y decidieron derribar la puerta. A mí me parecía que
para echar la puerta abajo y registrar la casa necesitaban una orden del juzgado, pero
cuando iba a mencionar este detalle me vino al caletre un cierto brigada y preferí
sumirme en un apenado silencio.
Una vez dentro, los dos representantes de la ley que me acompañaban y yo con ellos,
pues me habían prevenido de la necesidad de un testigo en sus actuaciones, registramos
la casa de arriba abajo. Recorrimos habitaciones, abrimos armarios, alacenas, cajones y
recipientes. Un milenario arcón con herraje dorado que presidía el dormitorio principal
contenía una pequeña caja plateada, en cuyo interior brillaba un pequeño tesoro de joyas
antiguas. Todo fue abierto, escrutado y anotado en los papeles que aquellos hombres
llevaban consigo.
En el piso superior, pues la casa tenía dos plantas, tras una puertecilla medio escondida
por un cortinaje granate, se abría un sobrado. Y allí se introdujeron los dos, conmigo
tras ellos de triste espectador. En aquella buhardilla había un mundo de muebles
descansando de siglos de ancianidad, pero aquel mobiliario estaba limpio y sin la menor
huella de abandono, como si los hubieran retirado aquella misma mañana. En el suelo se
dispersada un abigarrado enjambre de patatas, tomates, pimientos, alguna calabaza y
otras hortalizas, aviadas como si fueran a llevárselas a algún mercado popular de la
zona.
Pero lo que más me llamó la atención fue la limpieza y el orden que presidia el interior.
No había nada fuera de su sitio. Cada objeto ocupaba el lugar que le correspondía según
su función o misión dentro del concierto de la casa. No había el menor rastro de ese
polvo diario que forma tenues y minúsculas alfombras sobre la cotidianidad de los
objetos. La cocina y su recocina, en humilde penumbra, reposaban tranquilas de las mil
y una batallas contra los aceites y las grasas de las más sutiles y conspicuas ceremonias
gastronómicas. Todos los utensilios formaban tranquila cohorte, vigilantes, expectantes
y brillantes como para pasar la necesaria revista antes de nueva travesía culinaria.
Contiguos a la casa sesteaban el patio y el corral. El silencio competía en ambos
recintos con el bruñido de tenazas, azadas y azadillas, trébedes, harneros, tornaderas,
bieldos, guadañas, escardillos y qué se yo cuántos más aperos de labranza que estaban
lánguidamente recostados en el interior de un armario rústico recubierto de tela
metálica.
Toda la casa, su decoración y la visión de las habitaciones interiores y exteriores, todo,
nos llevaba a la conclusión de que el desgraciado cadáver era el de un hombre que vivía
solo y que por la edad parecía ser un viudo.
Tras el minucioso registro nos dirigimos a la mesa que presidía el comedor, la sala más
grande de la casa. Sobre la mesa habíamos visto un sobre con una anotación escrita a
mano con una letra menudilla y que dejamos para el final, presintiendo su contenido. El
sargento cogió el sobre y leyó: “A la Autoridad Competente”. Sin duda lo había escrito
el difunto hombre. La nota decía que no se culpara a nadie de aquella muerte, pues
desde que había quedado viudo no había vuelto a saber nada de sus dos hijos casados,
que se encontraba tan solo que ya no podía resistir la vida en soledad, y que por todo
esto había decidido quitarse la vida. Aquella lectura me conmocionó. Siempre he
sentido una especial compasión por los suicidas, por todo lo que habrán sufrido y
pasado hasta llegar a tan violento fin, sin poder juzgar sus acciones más que a la luz de
su sufrimiento y del dolor de aquellos a quienes voluntariamente abandonan.
Al día siguiente tuve que volver al Ayuntamiento para firmar las declaraciones y
documentos del desgraciado suceso. Allí encontré al sargento que me comunicó algo
que era evidente, que estaba todo claro, se trataba de un claro caso de suicido. Tras su
comentario le hablé:
—Sí, estoy de acuerdo con usted, pero nunca sabremos si fue él mismo quien se arrojó
al barranco o si sufrió algún desvanecimiento y cayó al vacío.
—Bueno, eso ¿qué más da ya? Lo que había que aclarar era si se trataba de un
asesinato. En este caso no existe la menor duda, pues la carta que encontramos es
concluyente —finalizó el agente.
—Desgraciadamente así es. De un modo u otro él consiguió lo que buscaba, acabar con
su existencia. Es triste que alguien llegue a tomar una decisión así, pero no es posible
cambiar las cosas. ¡Pobre hombre!
Salí del edificio municipal con tristeza y una cierta amargura. Un médico es el guardián
de la vida, debe ser el guardián de la vida. No obstante, por desgracia, demasiadas veces
debe ser el testigo de la pérdida de ese don admirable. Claro que, si se piensa, a la fría
luz de la lógica nadie tiene en sus manos el poder de la vida y de la muerte.
El toro “embolao”
Llegaron las fiestas del pueblo y de todos los actos y festejos que se celebran estos días,
el que más destaca, el que concita la mayor asistencia era, sin duda, el toro “embolao”,
que dicen por aquí.
Creo que el origen de este duro espectáculo es muy incierto. Alguno de los eruditos del
pueblo habla de origen fenicio, otros opinan que es de origen minoico. El caso es que en
todo lo que tiene que ver con este toro “embolao” siempre está presente el encono.
Conceptos como cultura y tradición compiten con las ideas de violencia, crueldad y
saña. En realidad, se trata de un festejo rudo y violento. Estoy seguro de que con el
tiempo esta fiesta provocará muchas controversias, enconadas discusiones y al final, no
sé yo si terminarán por prohibir esta manifestación... ¿festiva?
Al anochecer se cogía al animal previamente elegido. Convenientemente sujeto y atado,
se le ponían las bolas en los cuernos, bolas recubiertas de una sustancia resinosa que
permanecía encendida durante largo tiempo. Una vez así preparado, se daba suelta al
animal por calles delimitadas del pueblo, con las bolas encendidas. El recorrido se
centraba sobre todo en la Plaza Mayor, que es donde el toro alcanzaba el mayor terror
por la amplitud del lugar. Cuando la noche se iba enseñoreando por las calles del
pueblo, el toro con sus cuernos incendiados parecía una figura fantasmagórica. El fuego
enloquecía al animal que huía desbocado de aquel ardiente desatino en el que adultos,
jóvenes y niños envolvían su fanatismo cultural. Aturdido, embravecido por los gritos y
el fuego, el toro arremetía contra sombras humeantes que danzaban ante él como
espectros milenarios clavados en sus dicromáticas retinas. Las arremetidas del toro se
sucedían con aterradora fiereza hasta que el cansancio menguaba sus fuerzas. Sin
tiempo casi para recargar sus agotados pulmones, la gente lo azuzaba con fintas y
amagos, con picas y palos para excitar al animal. Tras breves momentos, el embolado
emprendía una nueva e inútil carrera contra los inmisericordes espíritus que lo
hostigaban y cercaban sin cesar.
El alcalde del pueblo nos invitó a cenar en su casa, que estaba en el centro de la Plaza
Mayor. No tenía muchas ganas de acudir, pero no podía rechazar la invitación de la
máxima autoridad. Y allá fuimos el matrimonio con nuestros tres hijos, sin conocer cuál
era la verdadera naturaleza del espectáculo del toro, bien que habíamos oído hablar a la
gente los días previos a la fiesta. Nos agasajaron con una cena abundante, pero mal
servida e interrumpida constantemente cuando alguien entraba en el comedor para dar
indicación de dónde se encontraba el animal en cada momento. Cuando el toro llegó a la
plaza hubo que levantarse para contemplar lo que sucedía bajo nuestros ojos. Aquello
no era agradable de ver ni le encontraba el menor punto de diversión que adivinaba tras
las sonrisas, gritos y aplausos del alcalde y sus otros invitados. Mi esposa me miraba
desaprobadoramente, mis hijos asistían mudos y todos estábamos deseando que aquel
espectáculo terminara cuanto antes. A esto añadía el miedo interior de que alguien
resultara gravemente herido.
Afortunadamente, dos de nuestros hijos se rindieron al sueño y aquella fue la excelente
escusa que nos permitió abandonar aquel rápidamente terrorífico espectáculo para llevar
a nuestros hijos a sus respectivas camas. El alcalde murmuró rápidas palabras de pesar
por tener que irnos. Al ver su cara, sus palabras me recordaron aquella máxima
medieval excusatio non petita, accusatio manifesta, que alguna vez había oído a
Francisco, mi querido amigo de Salamanca.
Nos tocó dar no sé cuántos rodeos porque muchas calles estaban bloqueadas debido a
las erráticas derrotas del desbocado toro. Al fin llegamos a casa y tras acostar a nuestros
tres hijos, los tres ya arrullados por Morfeo, nos sentamos bajo la luna de agosto a
rumiar interiormente el cúmulo de sensaciones que nos inundaban.
El final de la fiesta no podía ser más cruel. El desventurado animal era apuntillado y su
carne servía para el enorme guiso de carne con verduras y patatas, que consumía todo el
pueblo en comunidad al día siguiente. Como siempre sucede, a las autoridades les
servían en primer lugar y eran los catadores oficiales privilegiados. Allá tuve que ir de
nuevo, esta vez yo solo, porque ni Araceli ni mis hijos quisieron repetir espectáculo, a
degustar aquellas viandas. Me pareció una comida cuartelera y no disfruté, porque aún
resonaban en mis oídos los espeluznantes mugidos del bravo y noble animal. Una vez
más en contra de mis convicciones y mis gustos tenía que contemporizar y soportar
aquellas horcas caudinas que me llenaban de indignación.
Me parece bien que se respeten las tradiciones populares. En general contienen una gran
riqueza y deben conservarse siempre que no atenten contra nada ni nadie, siempre que
respeten a los seres vivos y no supongan maltrato físico, ni psíquico, ni emocional ni de
ninguna otra clase.
CHELVA
(18-02-1961 / 20-03-1962)
La casa de la tierra
Menos manzanas y más...
Un hombre feo
Llegó la niña, ¡aleluya!
Un saludo reincidente
Un capitán de la Guardia Civil campechano.
Médico de plaza
Un baño impensado
Unas fallas sonadas y pasadas por agua
La casa de la tierra
Todo tiene un principio y un final. Así nos llegó el desagradable y a la vez esperado
momento de tener que salir de Algar de Palancia, porque la plaza que yo ocupaba se
había cubierto en el concurso general de traslados del Cuerpo de Médicos Titulares. El
compañero que iba a ocupar la plaza en la que yo había ejercido hasta ese momento
procedía de Teruel. Vino a vernos a casa un día y estuvimos cambiando impresiones un
buen rato. Nos contó que procedía de un pueblo en el que, además del aislamiento
gozaban de un clima completamente siberiano, el de Teruel. El destino que le había
correspondido era para él una verdadera maravilla, un regalo para sus sabañones,
envuelto en el celofán de un clima suave y benigno. ¿Quién quería más? Esa la rutina en
aquellos tristes años de mendigos que endomingaban sus sueños y sacudían las migas de
su hambre para ponerse en las colas de los racionamientos, como lazarillos andantes, en
busca de unos sueños perdidos largos años atrás, cuando los vencedores lavaron la roña
de sus hazañas con el agua de la tristeza, degradación y ruina de los perdedores.
Me alegré por él, cómo no, y me entristecí por mí, por nosotros. Una vez más se me
aparecía el fantasma de los paros anteriores. De nuevo al Colegio de Médicos a
mendigar una nueva interinidad. Esa era mi misma rutina, el constante peregrinaje en
busca de un destino que supusiera el fin de los sueños de otro médico para empingorotar
los nuestros.
Fueron pasando los días lentos, expectantes, y no llegaba una solución a nuestra
situación de paro que tantos otros compañeros vivían con la misma angustia y desazón
que nosotros. Hasta que por fin me designaron para ocupar la plaza de Chelva, si es que
me parecía bien, añadieron con ironía en el Colegio. Me pareció una maravilla, claro.
No estaba yo entonces en condiciones de ir eligiendo. Estábamos a lo que nos echaran
porque había que seguir viviendo día a día.
Así pues, fui designado para Chelva y allá que me embarqué todo contento a tomar
posesión de mi plaza. Nada más llegar comencé inmediatamente a buscar una vivienda
que nos acogiera a toda la familia. Existía en la carretera del pueblo una Casa del
Médico y Centro Rural de Higiene, pero desde hacía un año ocupaba esta casa un
médico joven y soltero. Este joven empezó como ayudante del Médico Titular que
falleció poco tiempo después de nuestra llegada. No lo conocía, pero asistí a su entierro,
pues al fin y a la postre no dejaba de ser un compañero.
El médico ayudante, como era lógico, se hizo cargo de todos los igualados del difunto,
que prácticamente era todo el pueblo, porque ya lo conocían desde hacía bastante
tiempo. A mí me quedaban los demás, casi la nada. Fue entonces que me di cuenta de
que aquel joven médico era un hombre frío y egoísta y desde el principio de mi práctica
médica tuvimos fricciones especialmente por la vivienda. En cierta ocasión, incluso, a
punto estuve de cometer una barbaridad, pero eso es otra historia de la que ya hablaré
más adelante.
Yo continuaba a la búsqueda de la casa que nos acogiera, pero por más vueltas y
revueltas que di, esquinas y rincones que recorrí, no lograba encontrar un alojamiento
para mí y nuestra ya familia numerosa. Recuerdo que el secretario puso a dos guardias
del municipio a mis órdenes con la dificultosa tarea de encontrar algún rinconcillo. Los
días escurrían mis magras esperanzas y mi situación llegaba a ser desesperante. Estaba,
además, separado de mi familia viviendo en una vetusta posada que se recostaba sin
fuerzas sobre la Iglesia, en un rincón de una recoleta plazuela.
Cuando ya no me quedaba más que mi austera y reducida posada, encontré un añejo
caserón cuya única cualidad era ser muy céntrico. Estaba en una de las calles que
desembocaba en la Plaza Mayor, de la que distaba apenas unos pocos metros. Los
aldeanos la llamaban con regusto superlativo La Casa de la Tierra. La casona tenía un
leve porte palaciego y señorial, restos de un antaño con sabor a feudalismo. Unos
doscientos años, por lo menos, recubiertos de una pátina de esplendor consumido por el
abandono, me contemplaban con ojos vidriosos desde la decrepitud de sus
desvencijadas ventanas. El portalón de la entrada, de unos cinco metros de altura y otros
tres o algo más de anchura, contemplaban impasibles la breve senda medieval que había
que recorrer para entrar en aquel templo de la nostalgia que sería nuestro hogar y en el
que nos instalamos como nostálgicos condes de la modernidad y bisoños advenedizos
de la nobleza.
Nada más adentrarse en el edificio se hallaba un enorme patio empedrado que
quintaesenciaba un fuerte olor a humedad floral. Algunos rincones del patio se habían
erigido en reino particular de musgos y líquenes que trepaban buscando la líquida
querencia de alguna húmeda impregnación. Aquella humedad se explicaba por la
presencia de un riachuelo que se desperezaba en la parte baja del patio y que nutría de
agua al edificio. Allí mismo, en una esquina del patio, se habían construido un lavadero
y un fregadero en el que lavar la ropa y fregar los útiles de las comidas. Mi esposa, con
la ayuda de una joven del pueblo, cumplía estas rústicas labores. Todos los días esta
joven nos subía dos cántaros de agua al piso en el que vivíamos, pues el agua no tenía
fuerzas para salvar tan larga distancia. Nuestra mente se negaba a asumir las
circunstancias en que debería desarrollarse nuestras vidas dentro de aquel templo de
fatuidad, castillo de petulancia y alcázar de presunción.
Del lado derecho del patio arrancaba una escalera de caracol, majestuosa pero fácil de
subir, que daba acceso a los pisos y confería al patio el sabor añejo del relumbrón. Los
peldaños eran de piedra marmoleada y los primeros estaban recubierto de una viruela
pertinaz de gallinaza que hubo que aventar a pura fuerza de frotes y lavadas.
Ascendiendo la escalera se llegaba en primer lugar al entresuelo que contenía un
rellano, en cuya parte central había una tosca puerta que daba acceso a una habitación
rectangular. Allí instalé mi despacho y la clínica después de acomodar y adaptar el
espacio a mis necesidades de atención médica. A derecha e izquierda del rellano había
dos puertas, pero jamás pudimos conocer los recónditos secretos de sus interioridades,
pues durante el tiempo en que vivimos allí estuvieron obstinadamente cerradas. Ni
rastro de llave o llavín para abrirlas.
En el piso inmediatamente superior había otro rellano con otras dos puertas. La primera
daba acceso a una vivienda que es la que ocupaba el practicante titular, don José María,
veterano en lides sanitarias. Se trataba de un hombre pacífico, tranquilo y simpático,
más bien bajito y de porte señorial. Siempre me llevé muy bien con él. Con el tiempo
supe que procedía de una de las familias de más rancia prosapia del pueblo. Parece ser
que su padre fue practicante en sus tiempos, pero esa es otra historia.
La segunda puerta del mismo rellano daba a la parte donde iba a constituirse nuestra
morada, nunca mejor empleado el término, pues ese fue el color que presidió el tiempo
que vivimos en su interior.
La escalera de caracol continuaba hasta un tercer piso en el que se hallaban los desvanes
y buhardillas. Casualmente vi abierto uno de esos sobrados. Era una habitación inmensa
en la que un hombre estaba colocando espigas de maíz que acababan de traer del campo
y que, desde el exterior de la finca, por uno de los balcones, ascendían mediante
cuerdas.
Nuestra bienhadada vivienda contenía una serie de habitaciones comunicadas unas con
otras. No había pasillo ni espacio que independizara unas habitaciones de otras, lo que
suponía una grave incomodidad. Las habitaciones se sucedían hasta el final de la planta,
que desembocaba en una gran sala con dos puertas más. Tras ellas había sendas
habitaciones bastante irregulares, las dos únicas habitaciones independientes del resto
del piso. Y eso era todo. Los ventanales de nuestra vivienda daban a la parte posterior,
que era una huerta. Carecíamos de agua corriente, ya he dicho que sólo llegaba a la
planta baja. No había cuarto de baño, ni inodoros. Sí tenía un prehistórico retrete para el
que fui cultivando un odio avinagrado y visceral, hasta que convencí a un albañil para
que nos instalara un cuarto de baño normal, con una ducha normal, con una taza normal
y todos los demás accesorios normales de un cuarto de baño normal. Debo añadir que
nuestro piso estaba tan mal orientado que sólo algún que otro rayo del sol escapado de
su periferia se dignaba rozar la última esquina de la casona, casi por sorpresa.
La instalación eléctrica de la casa era tan primitiva y estaba tan decrépita que para mí
era un misterio cómo los electrones se atrevían a circular por los descarnados tendones
eléctricos que orlaban las paredes de la casa. A veces, cuando iba a encender la luz, se
me encogía el corazón esperando el chispazo que incendiaría toda la mansión, a la
velocidad de una traca fallera. Sin embargo, a fuer de realista, no quise cambiar la
instalación, porque confiaba que mi estancia en aquel paradigma de elegancia fuera lo
más breve posible.
Como tampoco había timbre eléctrico porque había que eliminar gastos, algo conseguí
uniendo correctamente algunos cables eléctricos. Con un alambre muy largo que hice
pasar por los diferentes marcos de las puertas y unas correderas, coloqué en medio de la
casa una campanilla que se accionaba desde la puerta de entrada por medio de un
tirador. Recuerdo que cuando mi hermano lo vio por primera vez, me tomó el pelo
diciendo que me había convertido en el mejor discípulo del docto Profesor Franz de
Copenhague, el famoso creador de los inventos más raros y descabellados que
imaginarse pueda. Aún me estoy preguntando cómo logré que aquel invento funcionara.
Se comprende por cuanto llevo relatado que la casa era mala con avaricia. Sólo Dios
sabe cuánta rabia acumulamos en aquel lugar desconocido de las manos del Creador.
Pues a todos estos encantos había que añadir otro: la casa era el campo de las diarias
batallas entre el superlativo ejército ratonil que la infestaba y nosotros, humildes
moradores, que nos habíamos atrevido a disputarles la propiedad de aquel suelo, hasta
entonces su propiedad exclusiva. Al haber estado deshabitada tantos decenios y
almacenar en sus desvanes la más golosa riqueza de los granos con que la madre tierra
les regalaba, los ratones se habían constituido en los verdaderos dueños de la mansión.
En mi desvarío me prometí mil y una veces que con la ayuda de toda la familia acabaría
con aquellos malandrines. Y así fue. Armados de palos, escobas, ratoneras, raticidas y
otras fieras armas de semejante jaez, libramos fiero combate y conseguimos, no sin
alternancias en el resultado, exterminar a los roedores. Mis hijos también contribuyeron
a la victoria con sus gritos, voces y chillería que nunca faltaban en casa. Por el camino,
sin embargo, tuvimos algunas dolorosas bajas: unas cuantas historias clínicas, algunos
calcetines y unos cuantos mendrugos que había escapado de la seguridad de nuestra
despensa y cuyas migas encontrábamos diseminadas por habitaciones y rellanos, tristes
cadáveres todos ellos de nuestro singular combate contra la horda enemiga.
Ansiaba yo terminar cuanto antes con aquella situación y continué buscando alguna
vivienda algo más digna. Nada conseguí. Estaba desesperado y no sabía por dónde salir.
No hallaba algo que dignificara nuestra situación.
Y entra ahora y aquí la malquerencia del joven compañero con el que al principio caí en
desgracia. Él vivía la Casa del Médico que se encontraba en la carretera principal y que,
comparada con la nuestra era, sí, un auténtico palacio. Celebraba allí su diaria consulta
y yo le pedía una que nos dejara habitarla, dada nuestra situación familiar, pero siempre
encontraba un pretexto para demorar una respuesta. Recuerdo que las últimas veces le
aseguraba que me avenía a buscarle una planta baja donde pasar su consulta, y que yo
pagaría el alquiler, pero fue inútil.
Cansado de todos los razonamientos y llamadas a su conciencia, opté por recurrir a la
Jefatura Provincial de Sanidad de Valencia. En una carta exponía detalladamente las
condiciones infrahumanas en las que convivía nuestra numerosa familia e incluía un
informe sobre el uso que daba el joven médico a la casa. Aún estoy esperando la
respuesta a aquella misiva. Como no obtenía ninguna respuesta, decidí ir personalmente
a la Jefatura de Valencia en uno de los viajes que tuve que hacer a la capital. Pregunté
por el titular de la Jefatura. Vana ilusión que me trajo a la memoria el vuelva usted
mañana, pero yo no estaba dispuesto a volver y volver y pregunté por el subjefe, que
como no tenía cortada posible para negarme su presencia, me recibió. Escucho todo lo
que le expuse y él me contestó con enjundiosos razonamientos sobre la inmortalidad del
cangrejo y el fervoroso deseo de una pronta solución.
El tiempo me iba a demostrar que todo se quedaría en hipócritas palabras, que las
influencias, bastardas hijas de la maledicencia, se deslizarían como reptiles silenciosos
sobrenadando las turbias aguas de un poder corruptor, y que mi joven compañero poseía
la más adecuada palanca para romper voluntades. Esto explicaba el ominoso silencio
que se me imponía de modo inexorable.
Día a día llegaban a mis oídos relatos de sus facinerosos métodos, de sus dolorosas
fechorías y de su despreciativo señoritismo. Poco a poco fui comprobando que aquel
hombre dominaba con su influencia todos y cada uno de los rincones del pueblo. Había
ido incubando pequeños rencores, creando falsas necesidades y dependencias, y había
tejido una extensa telaraña de favores debidos que habría que devolver alguna vez.
Había succionado voluntades y el pueblo, debilitado, se había convertido en una vaina
hueca de afectos, esperanzas e ilusiones. Mi joven colega había sorbido el tuétano moral
de aquellos lugareños que ya no recordaban lo que significaba la amistad y cuyas
medrosas miradas recorrían las calles del pueblo rehuyéndose furtivas y buscando
nuevas complicidades. El único recuerdo agradable que conservo de aquella temporada
fue el anuncio de la llegada de nuestro cuarto hijo, mejor dicho, hija, nuestra ansiada
hija.
Pasaron días, semanas, meses y poco a poco la gente me fue conociendo y empezaron a
sanarse sus heridas interiores. Hacia el final de mi estancia creo que llegué a tener unas
cien familias que confiaban en mí y esto reconfortaba mi espíritu. A fuerza de tiempo, y
lo digo sin asomo de presunción, debo decir que habría conseguido destruir aquel muro
de indiferencia, restaurar la confianza y sacudir el estado de postración interior de aquel
pueblo, pero no iba a estar en aquel destino tanto tiempo como para asistir a la
recuperación total del buen ánimo de lugar.
Con el tiempo logré pertenecer al escalafón del Cuerpo de Médicos Titulares y, harto ya
de Chelva y de todos los problemas que habían lacerado mi espíritu, sin esperar a nadie
que me desplazara, en el primer concurso general de traslados solicité un nuevo destino.
Fueron cerca de doscientos pueblos de Valencia, Alicante, Castellón e incluso
Salamanca y Zamora.
Al fin me concedieron un destino en la provincia hermana de Alicante, en
Cuatretondeta, un pueblo de quinta categoría, pequeño y rodeado de alcores, pero que
suponía para nosotros un destino en propiedad. Nadie podría desplazarnos ya. El día que
conocí la noticia mi alegría no encontró límites, porque aquel pueblillo era el bálsamo
de todo lo que llevábamos pasado. La vida me iba a enseñar que tendría que pasar por
otros dos traslados más, sí, pero completamente voluntarios.
El día que nuestros pies dejaron atrás Chelva, tentado estuve de sacudir el polvo de
nuestro calzado como siglos antes había hecho la andariega Teresa de Cepeda y
Ahumada.
Menos manzanas y más...
Pero por desgracia aún sigo en Chelva. Lo de Cuatretondeta vendrá más adelante. Como
ya he narrado anteriormente, con el tiempo las gentes fueron conociéndome y
comenzaron a llegar algunos regalos que los lugareños me hacían espontáneamente. De
vez en cuando hallé alguna compensación a mis demonios interiores en la natural
bondad de la gente.
Recuerdo que entre los regalos que hacían a mi humilde persona abundaban las
manzanas, de todas clases y tamaños, y en abundante profusión. Comprendí que allí se
producían muchas y de diferentes variedades, y aquel año la tierra había sido
especialmente generosa. La cosecha había sido muy buena y por esto nos regalaban
cajas de manzanas. Raro era el día en que no nos trajeran a casa una hermosa cesta de
ellas. Nosotros las comíamos de todas las maneras habidas y por haber, y aun así llegó
un momento en que estábamos ahítos de manzanas.
Un buen día estábamos todos comiendo en casa y llegó una mujer con un cesto de
manzanas. Se las agradecimos como es debido y cuando la mujer abandonó nuestra casa
no pude menos de expresar en voz alta el pensamiento que mi mente traicionera sacó a
colación: menos manzanas y más pollastres. No era más que un aforismo mentecato que
yo había oído antes en alguna conversación con los campesinos.
Días después de estos ahora malhadados pollastres, Julio, uno de mis hijos, salió a
atender a alguien que llamaba a la puerta. Abrió y una nueva mujer nos ofertaba otra
cesta de jugosas manzanas rojas. En ese momento oí la melodiosa y exigente voz de mi
hijo:
—Muchas gracias, señora, pero dice mi padre que nos debían regalar menos manzanas y
más pollastres.
Mi cara cambió de color y no sé cuál sería la cara de la buena mujer. La vergüenza me
paralizó y fui incapaz de reaccionar. Tampoco sé cuál fue el efecto que provocó el
desvergonzado e inocente comentario de mi hijo en la buena señora, pero las manzanas
siguieron llegando como siempre a nuestra casa.
Un hombre feo
Este que viene ahora es el único suceso amable que nos iba a acontecer en aquel triste
destino.
Allí mismo, en aquel caserón inmisericorde fruto de la petulancia iba a llegar nuestro
cuarto hijo, la ansiada y deseada hija. Le pusimos los nombres de Araceli Nuria, el
primero porque era el de su madre y el segundo porque es un nombre que siempre me
ha gustado mucho. Mi hermana Teresa y mi cuñado Enrique fueron sus padrinos. Con
ellos y con algunas escasas amistades que habíamos medio hilvanado en aquellos años
de calvario celebramos un modesto bautizo.
Nuestra nueva hija nos llenó de gozosa satisfacción y de un desaforado cargamento de
sueño atrasado desde el primer momento, porque durante las noches lloraba y lloraba
sin parar, como si fuera el último día de su recién estrenada existencia.
Tuvo que nacer allí, a nuestro pesar y mal que nosotros detestáramos aquella detestable
casona, porque no teníamos a nadie a quien poder dejar nuestros otros tres hijos. La
abuelita iba apagando poco a poco el pábilo de su vida y no podíamos echar sobre sus
menudos hombros el trabajo de encargarse nada menos que de los otros tres lebreles que
campaban a sus anchas.
Además, estaba la cuestión económica. Ni soñar con llevar a mi esposa a un centro de
maternidad, que era lo adecuado en nuestra situación, porque nuestro exiguo
presupuesto no estaba para alegrías y lujos como ese. Por otra parte, no podía renunciar
a mi plaza y poner un sustituto al que debía pagar a mis expensas. Así que me hice el
valiente y decidí que yo mismo llevaría el parto a buen término, aunque la verdad es que
aquella situación no me hacía feliz. Una vez más, las circunstancias inevitablemente se
me imponían y me encontraba obligado a aceptarlas con buen ánimo, aunque no me
gustasen. La mano de Dios tendría que guiar la mía y ahora que el tiempo pone
distancia en mi pensamiento, debo reconocer que gracias a su ayuda todo se resolvió de
modo favorable, y puede certificar que es verdad que cuando una puerta se cierra, otras
diez se abren a quien quiere verlas abrirse.
En aquel momento, por aquello de diluir un poco mi propia responsabilidad, aunque
estaba firmemente decidido a sacar adelante nuestra nueva hija sin riesgo para ella y la
madre, decidí que me ayudaría en el parto el practicante, amigo y vecino nuestro,
porque está curtido en mil y una batallas tocológicas.
Y llegó el momento del parto. Todo se desarrolló con normalidad. Desde que
empezamos hasta el final pasaron tres horas que a mí se me hicieron trescientas. Al fin
apareció mi hija, hermosa y bonita, y saludó al mundo con un estridente llanto. Nunca
había visto a un recién nacido con tal capacidad pulmonar, y así seguía durante la noche
hasta las ocho de la mañana, hora a la que yo solía iniciar mis consultas en la clínica. A
pesar de todo éramos felices: Araceli tenía a su nueva hija, a la que adoraba, y yo acudía
a la consulta con un ejército de sueño, pero orgulloso de aquella niña que había llenado
de alegría nuestras vidas.
Tengo, sí, una pequeña anécdota que se produjo a las pocas horas del nacimiento de
Araceli Nuria. Mi mujer me llamó asustada y alarmada porque, al ir a cambiarle la ropa
había visto que sangraba por el ombligo. La observé con cuidado y comprobé que por la
ligadura del cordón umbilical fluía la sangra lenta pero continuamente. Era la primera
vez que me sucedía esto en un parto y ¡tenía que ser con mi propia hija? Tomé entonces
un nuevo cordón, lo ligué fuertemente y tuvo que resultar eficaz, pues bien hermosa y
lozana está ahora, y no es andaluza.
A medida que iba creciendo en edad y salud, iba cogiendo fuerzas y en la misma
medida aumentaban nuestras horas de sueño, del que tan necesitado habíamos estado
desde que nació. Dormir toda una noche entera, algo que llegó a ser una quimera
durante las primeras semanas de vida de nuestra hija, fue después una bendición para
nuestros desgastados cuerpos
Si bien hubo momentos en que pensé si su llegada a nuestras vidas era un acierto o un
error, la vida nos ha demostrado que fue una de las mayores alegrías que hemos vivido,
uno de nuestros más gratificantes aciertos. Hemos tenido el privilegio de ser testigos de
su bondad de espíritu y ella nos ha proporcionado muchas más satisfacciones que
sinsabores.
Un saludo reincidente
Conocí al cura párroco del pueblo al poco tiempo de llegar. Era un hombre seco,
desgarbado y con cierto aspecto señorial y distinguido. Procuraba mostrarse simpático y
buena voluntad ponía en ello, es cierto, pero rara vez lo conseguía. La gente le
dispensaba un trato correcto, pero lejano. Siempre ha habido distancia entre el pueblo
llano y los representantes de la Iglesia. No porque la Iglesia, como institución, fuera
lejana, sino porque la jerarquía que presidía la institución prefería marcar distancias.
Esto era habitual en aquella época en que algunos sacerdotes y la mayor parte de los
altos representantes eclesiásticos casi siempre estuvieron al lado de los vencedores de la
contienda civil.
La iglesia de los pobres, la de los racionamientos, de las colas para conseguir alimentos,
la del mercado negro, de los contrabandistas que se dedicaban al estraperlo de alimentos
y medicinas, esa iglesia no se sentía, no latía con las urgentes necesidades que
entumecían a la mayoría de la población y excusaba los desmanes de la poderosa
burguesía que se enriquecía a costa de la pobreza y la miseria de la gente. Ahí teníamos
uno de los más claros ejemplos de yuxtaposición de dos principios arquetípicos: en la
jerarquía eclesial se unía la bondad y misericordia de la enseñanza evangélica con el
más ignominioso y despreciable interés mercantil de aquellos dueños de la economía de
posguerra. Esa iglesia estaba por encima de las futilidades que para el pueblo
significaban vivir o morir. Para muchos de los dueños de las canonjías el pueblo era
mataiotes mataioteton kai panta mataiotes. Ellos tenían un ministerio sagrado al que
dedicaban tiempo, esfuerzo y las ingentes donaciones que recibían de organismos
oficiales y de la aristocracia pudiente. Ver las sangrantes situaciones de las que a veces
era testigo en mi consulta y en muchas de las casas de mis pacientes me traía a la
memoria La araña negra que había leído en mi época de estudiante y a mi paisano
valenciano Blasco Ibáñez, inmisericorde, terrible, ácido y duro, que retrató en su novela
la actitud de determinados estamentos eclesiales.
Y allí, en aquel pueblo me vine a encontrar con un digno representante de aquella
Iglesia mientras paseaba a lo largo de la carretera. Esa era la mejor distracción de
nuestra época. Los días de fiesta, sobre todo, era un extraordinario espectáculo ver la
abigarrada procesión que se deslizaba por la anfractuosa carretera, murmurante unas
veces, otras silente y acompasada. Los pasos medían la longitud de las conversaciones
rotas de tanto en tanto por grititos infantiles que asustaban a currucas y pinzones que
escapaban con el diminuto estruendo de sus minúsculos vuelos.
Y en este ir y venir dominical, aquel día nos encontramos con el cura que paseaba
solitario rumiando, quizás, el efecto del último sermón de la misa mañanera que había
versado sobre la insustancialidad de los bienes de este mundo ante la grandeza de los
bienes celestiales. Cada vez que el sacerdote pasaba frente a nosotros se llevaba la mano
a la cabeza y me saludaba con un “hola, galeno” que no me gustaba. La primera vez no
le concedí importancia, porque pensaba que era una petulante excentricidad suya, pero
la cuarta vez que me dedicó tal saludo, tal vez por la reincidencia, llegó a molestarme un
tanto y decidí acabar con aquello que parecía convertirse en costumbre. El primer día
que lo volvimos a encontrar en el paseo, él me saludo con su acostumbrado hola galeno
y automáticamente le respondí “hola, presbítero”, que me salió como lo más normal del
mundo. Él me miró brevemente y continuó con su paseo, pero aquel saludo mío debió
calarle a través de sus más que extensas carnes y desde ese momento nunca volvió a
saludarme con su habitual hola galeno. Comprendió que no me había gustado su
formalista saludo y lo cambió. Desde entonces cada vez que nos encontrábamos me
saludaba con un “Hola, don Antonio” de lo más amable, que era lo que yo había
preferido desde un principio.
Le agradecí en silencio su buena intención y el recuerdo a mi ilustre predecesor
Galenus; pero yo también tenía un nombre, no tan ilustre, quizás, como el del médico de
Pérgamo, y creo que era justo que se me reconociese como tal.
Un capitán de la Guardia Civil campechano.
Un día más de esos en que paseábamos con los tres niños por la carretera. Paseábamos
con nuestros tres hijos, porque nuestra hija era demasiado pequeña aún, y siempre los
teníamos a la vista para que no peligrara la integridad física de gatos, perros, gallinas y
patos que, orondos, paseaban también por la carretera acompañándonos en nuestros
periplos rurales, sin sospechar el peligro que corrían.
Hacia la mitad de nuestro paseo nos encontramos con el nuevo capitán jefe de la línea.
Era un hombre de rostro afilado como perfil de sombra. Coronaban su rostro un par de
cuencas azabachadas en las que sobrenadaba la negritud más oscura y profunda. Debajo,
la estrecha pradera de su frente daba paso a una nariz que se desplomaba hacia la fila de
arbustos, negros como el carbón, que tapaba el labio superior, cercaban amenazadores la
profunda sima de su boca y le daban ese aire de rigorismo que ofusca y acobarda los
más arrojados espíritus. Era seco y enjuto de carnes, cuaresmal, los músculos recorrían
su accidentada geografía corporal como surcos arados a cincel. Su olivácea piel
competía con el uniforme que vestía, del que sobresalían las manos forjadas como
ferralla, que pendían amenazadoras y escoltaban su imponente figura.
El bueno del capitán se llamaba Felipe y era castellano recio, aunque no recuerdo de qué
lugar de Castilla procedía. Era una buena persona, simpático, jovial, aunque de aspecto
serio y recogido, y solía caer bien a la gente. Desconozco su preparación académica,
dejando de lado la formación castrense propia de su grado militar, pero le gustaba
mucho leer. Era un voraz lector que podía enfrascarse en cualquier tema de
conversación sin desmerecer lo más mínimo. Poseía un barniz cultural muy estimable
que ya hubiesen querido para sí mismos muchos universitarios de los que él decía que
entraban en la Universidad, pero que la Universidad no entraba en ellos.
En realidad, se podía hablar con él de cualquier tema. Con todo, cuando hablaba con él
yo procuraba que la conversación fuera general y no demasiado profunda. Habla con él
de temas superficiales y sin grandes profundidades y yo pasaba con él algunos buenos
ratos, siempre que mantuviese un nivel normal de conversación.
La mujer del capitán, Julia, era casi lo contrario de él. Risueña, espontánea y alegre
como una mañana de primavera. Su cara resplandecía orlada siempre por una perpetua
sonrisa que rendía tributo a la bondad de su corazón. Sincera, espontánea, sencilla de
corazón y de una generosidad temeraria, tenía sus próvidas manos abiertas y sus labios
prestos para encontrar solución a cualquier problema que llegase a su casa, siempre que
no estuviera el capitán. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos. La miel se
fundía en ellos con leves trazos garzos y competían con la sacra profundidad del mar
cuyas aguas la habían bautizado en el umbral de su casa.
El capitán tenía una gran virtud que yo siempre he valorado y estimado mucho: era
constante en el trato. No tenía ese defecto de algunas personas que pasan con facilidad
de amarte poco menos que con locura, a odiarte profundamente o a no hacerte el menor
caso. Esto le he comprobado muchas veces en mi vida y esta forma de actuar no me ha
gustado nunca. Desde un principio el capitán y yo nos entendimos bien y fuimos
sedimentando una amistad de la que, incluso ahora, tras 25 años, aún perdura un tibio
rescoldo. Pero fueron las dos mujeres, Julia y Araceli, quienes acrisolaron aquella
amistad que de otro modo se habría marchitado ajada por la ausencia de empatía entre
nosotros. Días hubo en que nos reuníamos para merendar en su casa o en la nuestra y
todos los años, por las fiestas de la Navidad, recibo su felicitación y yo le envío la mía
en la que, además de desearnos recíprocos deseos de bonanza, nos damos escuetas
nuevas de nuestras vidas y milagros.
Durante el tiempo que vivimos en el pueblo las dos familias solíamos pasear y nuestros
dos hijos mayores correteaban delante de nosotros con las dos hijas mayores de ellos,
que eran de edad parecida. Detrás del grupo de los hijos iban sus madres, controlando a
los hijos, mientras que hablaban de sus cosas, y a continuación íbamos los padres. No es
que me agradara mucho esta disposición que parecía ser norma en el pueblo, porque
todas las familias salían a pasear manteniendo el mismo orden de marcha. Nos
movíamos todos como un informal ejército avanzando por la sinuosa carretera que
costeaba la mar, manteniendo de modo constante y riguroso el orden de marcha. Niños,
madres y padres, niños madres y padres. Y así hasta que el anochecer ponía término a
aquel ordenado desfile y cada grupo de encaminaba hacia la cálida seguridad del pueblo
y de sus casas.
Cierto día caminábamos tranquilamente y el capitán se me acercó y muy misterioso
musitó a mi oído:
—¿Ve usted a ese grupo de personas que camina por la derecha de la carretera?
Después de dirigir la vista adonde me señalaba, le contesté:
—Sí, claro que veo a esas personas. ¿Por qué me lo pregunta?
—Me voy a acercar unos pasos a ellos, pues les veo una pinta un tanto rara.
No me dio tiempo a decirle nada. A paso lobuno se acercó al grupo y cuando estuvo a
su altura les interrogó directamente.
—¿Son ustedes de Chelva? No me parece haberlos visto antes por aquí. ¿De dónde son
ustedes?
Uno de los que marchaba en el grupo rápidamente le contestó:
—¡Pero hombre, don Felipe, si somos vecinos de la misma escalera de usted...! ¿Es que
no nos conoce?
—¡Anda, pero si es verdad! Ustedes viven en el primero. Perdonen, los había
confundido con otros.
El exceso de celo a veces le hacía ver molinos donde sólo había eso, molinos, pero de
los que a él le despertaban algún barrunto de presuntos gigantes.
En otra ocasión, mientras iba camino de una consulta, lo encontré por la calle. Me pidió
que lo acompañara al cuartel, donde tenía que hacer algunas gestiones. Le dije que debía
hacer tres visitas a las casas de mis pacientes y que andaba un poco justo de tiempo,
porque a continuación tenía la consulta en casa. Él insistió en que lo acompañara, que
sería cuestión de unos pocos minutos. Como lo veía tan interesado en que fuera con él,
accedí a sus deseos y nos dirigimos al cuartel. Nada más entrar quiso saber si se habían
cursado por radio unas órdenes a alguien que yo no conocía.
—No, mi capitán, pero estamos en ello.
Al oír la respuesta se enfureció, escupió un par de juramentos y tres o cuatro
maldiciones seguidas de una sarta de furibundas protestas.
—¿Es que aquí no hay nadie que haga bien su trabajo? ¿Cuántas veces hay que repetir
las órdenes? ¡No hay nada que pensar! ¡El único que piensa aquí soy yo! ¡Ustedes sólo
tienen que obedecer! ¿Es tan difícil de entender?
Y así siguió mientras se encaminaba a su despacho. Me sentí indignado por sus palabras
y por lo que representaban, por el desdén y el desprecio que destilaban, pero no era el
momento adecuado para intervenir. A continuación, dio dos o tres órdenes más,
preguntó si había algo urgente que atender y, como no había nada, sin más salimos a la
calle.
—¿Ve usted cómo era cuestión de un par de minutos? —se disculpó—. Ya está todo
arreglado. Hasta la noche no tengo que volver.
Como no podía olvidar el bochornoso espectáculo vivido en el cuartel, le reconvine sin
dudar.
—Capitán, creo que se ha excedido en presencia de sus subordinados. El ejercicio del
mando no debe estar apoyado en la fuerza del mando, sino en la fuerza de la razón y de
la convicción. Un dirigente debe serlo sólo si es capaz de conducir a quienes integran el
grupo. Esa es la palabra, conducir, y para ello debe saber ganarse la confianza de sus
subordinados, no su miedo ni su prevención o su aprensión. Sólo así conseguirá imbuir
en ellos la capacidad de convencerse de que pueden conseguir por sí mismos cualquier
objetivo que se propongan.
Podía haber seguido hablando más tiempo con él sobre las cualidades a mi juicio debía
tener como dirigente de aquel grupo de guardias civiles, de quienes él no esperaba más
que una obediencia ciega e irracional. Preferí, en cambio, no cargar las tintas y traté de
desviar la atención en otro sentido.
—La verdad es que, visto lo visto, eso de ser capitán es bastante cómodo —bromeé con
un remoquete de ironía—. ¿Dónde hay que apuntarse para ser capitán?
—Pues no crea que siempre es así de fácil —me di cuenta de que había ignorado todo lo
que le había dicho sobre el mando, y tampoco había sabido interpretar la inflexión de
ironía en mis palabras—. Otras veces incluso tenemos que hacer cosas en contra de
nuestra propia voluntad, pero nosotros siempre cumplimos las órdenes. Hay que
cumplirlas siempre —subrayó absolutamente convencido.
—Recuerdo un suceso desgraciado que viví —continuó— cuando era sargento. Tuve
que detener a un hombre acusado de violación y asesinato de una niña. En aquel
momento no tuve más remedio que jugarme el físico, porque el pueblo quería lincharlo
allí mismo. Yo había recibido órdenes muy severas de protegerlo y llevarlo ante la
justicia para ser juzgado. Tuve que disparar al aire para conseguir cierto orden.
Entonces mis sentimientos estaban con los del pueblo, pero no dudé en hacerles frente
para preservar la vida del detenido. Los aciagos momentos que viví aquel día no se los
deseo ni al mayor y peor de mis enemigos.
—Tiene usted razón en lo que dice. Yo sólo había visto la cara buena de la moneda. No
cabe duda de que ustedes, en ocasiones, se tienen que encontrar en situaciones muy
amargas como nos sucede a los médicos.
Hablaba con frecuencia de su padre y conociendo un poco cómo era el capitán, me hacía
una idea aproximada acerca del su antecesor, de su índole moral y de su para mí
inaceptable concepto de la autoridad. El padre del capitán, como su abuelo, había
pertenecido también a la Guardia Civil. Era de aquellos de enorme mostacho, como el
capitán, que se pasaban las horas muertas leyendo el periódico al revés, y cuando
alguien les hacía ver cómo estaba el periódico, respondían que ellos leían el periódico
como les daba la gana, que a ellos nadie les decía cómo debían leerlo, y que nunca se
equivocaban, que los equivocados eran los otros. Aquel desafortunado ramalazo
sartriano cubría de gloria a tan sesudo ignorante, que se reía despectivamente de todo lo
que no fuera prensa deportiva, culmen, decía, de toda sabiduría.
Recordar esto me evoca algo sucedido en su casa. Estábamos merendando en su casa
rodeados de nuestros hijos e hijas y el capitán sacó su sable de gala y se lo enseñó a
Julio, uno de mis hijos, a quien siempre le han llamado la atención los instrumentos
brillantes. Tras enseñarle el sable, sacó tres o cuatro condecoraciones militares que
poseía, e incluso prendió una de ellas en el suéter de mi hijo. Al verse tan marcial, mi
hijo comenzó a pasear a grandes trancos pasillo arriba y pasillo abajo. La alegría teñía
de felicidad los ojos del capitán y, aunque no me hiciera ninguna gracia la escena, no
quise interrumpir aquel momento en que comprendí que su franca sonrisa enmascaraba
una cierta frustración por no haber tenido hijos varones que continuaran la añeja
tradición militar de su familia. Me explico entonces, mientras se apagaba la luz que
había humectado sus ojos, que se sentía orgulloso de la familia militar que había tenido
y que habían hecho que el pueblo fuera más seguro y la vida de sus paisanos y aldeanos
más tranquila y feliz.
Yo, sin embargo, que tenía una perspectiva diferente del pueblo, un poco más lejana,
decantaba lo que de sentimiento personal y popular había en sus palabras, sabiendo que
el pueblo, la masa, es con frecuencia un sabio de ojos vendados, mente endurecida y
traicionero corazón.
Médico de plaza
Nunca hasta entonces me había visto envuelto en un asunto como el que viví en aquel
pueblo de infausta memoria.
Se celebraban las fiestas de la localidad que, si mal no recuerdo, eran en honor de la
Virgen del Remedio. Entre los festejos que organizaba el Ayuntamiento había una
novillada sin picadores, espectáculo que me disgustaba tanto como el de la matanza, del
que ya he hablado anteriormente.
El día de la novillada recibí una citación oficial que me obligaba a presentarme en la
Alcaldía, porque había sido nombrado pomposo médico de la plaza de toros que habían
armado en el pueblo. Mi absoluto rechazo a estos espectáculos sangrientos no
significaba nada y eso era lo que más enviscaba mi corazón. Era el obligado responsable
de atender a los posibles lesionados que pudiera haber durante el desarrollo de la lidia,
que así llaman los entendidos al inútil sacrificio del animal. Como aliciente, el alguacil
me comunicó, por si le interesa, que daban una ridícula subvención cuya cuantía no
recuerdo.
Como en ocasiones anteriores, tuve que aceptar sin remedio, me hiciera gracia o no, que
maldita la que me hacía. El día de la corrida, por lo tanto, preparé mi sempiterno
maletín con el instrumental que imaginé, sin ninguna seguridad, me haría falta en caso
de ocurrir algún percance. Llegó a casa a recogerme el jeep de la guardia civil, subí al
vehículo con mi esposa y dos de mis hijos y, con mejor disposición por la compañía,
nos dirigimos todos a la plaza. Antes de que comenzara el espectáculo estaba ya
deseando que terminara por la responsabilidad que sobre mí había recaído y, lo que más
me abrumaba, por tener que presenciar el tan mal declarado espectáculo.
En cuanto llegamos al festejo, fui a visitar el lugar al que habían adjudicado el
pretencioso nombre de “Enfermería”. Era una habitación pequeña que contaba con un
mobiliario mezquino: una minúscula mesa de reconocimiento, tres ánimas de sillas
rencas, una inexplorada vitrina llena de enigmáticos trebejos y un hediondo remedo de
lavabo en el que bullían tres o cuatro esqueléticas cucarachas, y que no había conocido
jamás el placentero deleite del agua.
Ante tan desolador panorama, mis deseos de que no ocurriera nada grave se
intensificaron exponencialmente y rogué al Sumo Hacedor de Vida que se apiadara de
aquellos aldeanos alegres y festivos, y no permitiera que ninguno de ellos hubiera de
ponerse en mis manos. Tener que hacer alguna cura en aquel antro infecto se me
antojaba una obscena profanación de la Medicina.
Con aire resignado me dirigí al puesto médico que habían elegido dentro de la plazuela,
una barrera al lado de la puerta de salida. Comenzó la corrida a la hora en punto, justo el
punto en que comenzó la tensión para todos, toreros, banderilleros, picadores... y para
mí, sobre todo para mí. Y el espectáculo taurino fue desarrollándose de modo tranquilo,
con mi más fervorosa ausencia presente, durante un buen espacio de tiempo.
Pero, ya se sabe, en casa del pobre... y estaba escrito que yo debiera trabajar aquel día.
Llegó el quinto novillo, casi al final de la lidia. Sonaron los clarines del miedo y me
pareció ver al “Filigranas”, delgado como el espíritu de un silbido, el blanco pánico
diseñando su perfil. El mozalbete que toreaba se enzarzó con el novillo y no sé por qué
sentí que su pelea estaba perdida de antemano. Cuando intentaba dar salida al animal
tras un natural, el eral no se dejó engañar y su asta se clavó en el muslo izquierdo del
novillero que, tras una voltereta, cayó sobre la arena del imperfecto redondel. Casi sentí
que me había herido a mí. Los compañeros de lidia cogieron rápidamente al novillero y
a toda prisa lo trasladaron a la ilustre enfermería. Tras ellos entré yo y a mi vera se coló
el capitán de la guardia civil, que tenía a su cuidado el orden en el coso, y que retiró sin
contemplaciones a la bandada de curiosos que adornaban la entrada y mosconeaban
pertinaces.
Procuré serenarme y me acerqué a la ilusoria mesa en que yacía el quejumbroso herido
con los pies colgando inertes. Lavé la herida del muslo y procedí a su reconocimiento.
El muslo izquierdo del novillero presentaba una cornada de esas que los peritos en estas
lunas llaman puntazo. Sangraba profusamente, aunque la herida no era muy profunda, y
presentaba un único trayecto, lo que es una ventaja. Limpié lo mejor que pude la herida,
la rocié con polvos de sulfamida y le apliqué una gruesa capa de compresas esterilizadas
que había cogido de mi clínica. Con las compresas compuse una especia de tapón y
vendé fuertemente la herida para impedir la hemorragia, que a los pocos minutos cesó.
Ordené al practicante, que también estaba a mi lado, que le aplicara una ampolla de
suero antitetánico, redacté una escueta nota para el cirujano que debería atenderle en
Valencia y ordené que alguien pidiera cuanto antes una ambulancia. El capitán se lo
ordenó a sus hombres y uno de ellos salió a cumplir la orden.
Mientras curaba al aspirante a torero observé el nerviosismo en sus ojos. No dejaba de
preguntarme si aquello era grave, si perdería la pierna. Me daba cuenta de que presentía
que en la herida de su pierna se estaban hundiendo también sus sueños de convertirse en
una figura del toreo. Me contó de sus furtivos encuentros con los nocturnos novillos, de
resabios de mayorales y toros viejos, de fugas a centímetros de las astas, de cómo le
roían el corazón los erales del miedo. Que su madre le aguardaba en casa rezando ante
el santo Cristo de los Milagros de su Málaga natal, y ante la colección de estampas de la
Virgen que abrazaban al Cristo en el altarcillo de su habitación. Que era una desgracia
aquella cogida ya al final de su última faena, cuando entraba a matar. Que además esto
le hacía perder tres corridas que tenía apalabradas ya.
Pero sobre todo me habló de sus ilusiones, de que jamás dimitiría de sus aspiraciones,
que siempre vestiría alamares negros para rendir homenaje al toro con el que
conseguiría su alternativa. Que se doctoraría en miedo frente a la puerta grande del coso
de Madrid, capital del toro, nación de voluntades. Que no cedería a aquella primera
sangre derramada bajo sus pies ni empaparía su traje negro y oro más que con la sangre
de sus toros. Que Francisco Monterrubio respetaría las astas del animal, pero las astas
no lo visitarían a él. Que se arrimaría como el que más a la sombra de la muerte y
visitaría sus salas como perpetuo huésped burlón. Y así siguió y siguió mientras una
lluvia suave empapaba la tierra de su sucia cara abonando aquella fatal determinación
que yo veía en sus ojos.
Cuando terminé la cura ya no era el mozalbete que se peleaba con la muerte, era un
hombre agradecido que me tendió su mano segura y confiada. Me quedé a su lado
oyendo sus juramentos de fidelidad indomable al toro hasta que comprobé que sus
constantes vitales se normalizaron, y ya todo en orden, fui a buscar a mi familia para
marcharnos a casa, porque todo había terminado y la plaza estaba ya desnuda. Mis hijos
me interrogaron enseguida, porque pensaban que el torero estaba irremediablemente
muerto. Tranquilicé a todos diciéndoles que la herida no tenía mucha gravedad, pero
que había que trasladarlo al hospital de Valencia como media preventiva.
Siempre recordaré dos cosas de aquel día: las inimaginables condiciones en que tuve
que atender aquella mi primera cura como médico de una plaza, o algo así, de toros, y el
rostro de aquel muchacho convertido en hombre en los minutos en que tuve que
atenderlo.
Algunos de los acontecimientos que viví a lo largo de mi vida profesional fueron
totalmente inevitables por mi parte, porque siempre ha tenido vigencia para el axioma
de que “nunca puedes negarte”. Por más complicado o difícil que sea la situación en que
se encuentre un médico, no hay más remedio que poner en práctica ese principio, guste
o no, convenga o no, sin considerar las consecuencias ni huir de las responsabilidades.
Nuestra profesión es así y no renuncio a ella ni siquiera ahora, que ya estoy tan lejos de
la práctica activa de la Medicina.
Un baño impensado
Una templada tarde de marzo que esbozaba tímida el anuncio de la primavera, salimos
de paseo con nuestros tres hijos mayores. Íbamos a una fuente que llamaban Fuente de
la gitana, que distaba unos dos kilómetros de la aldea.
El paseo transcurría plácido desde que salimos de casa. Cuando llegamos a la fuente nos
sentamos a descansar un rato, mientras nuestros hijos merendaban. En cuanto
terminaron la refacción los dos mayores empezaron a corretear por los alrededores, pues
Eloy, más pequeño que ellos, se entretenía en coger chinitas del suelo. Curiosamente
elegía piedrecillas del mismo tamaño y las guardaba en sus bolsillos. Al cabo de un rato
tenía tantas que los bolsillos parecían a punto de desencolarse por las costuras. Cuál
sería el objetivo de la cosecha de piedras era inimaginable para nosotros, pero para él
eran de vital importancia, puesto que era una operación que solía hacer cada vez que
salíamos a pasear.
Los dos mayores, por su parte, corrían y saltaban uno tras otro y oíamos sus voces
entrecortadas, lo que nos confirmaba que sus correrías transcurrían entre la normalidad
del juego y la posibilidad de alguna desolladura, que era lo más frecuente.
En aquella ocasión, sin embargo, las voces sonaban distintas, más bien parecía una riña
entre ellos, otra más de los miles de ellas que jalonaban el lento transcurso de su
ajetreada normalidad.
—¡Has sido tú el que me has empujado! —bramaba una de las voces.
—¡No, has sido tú el que te has caído solo! —negaba la otra.
Nos acercamos a ellos a todo correr para ver qué había sucedido, y vimos al mayor de
los dos completamente empapado de agua, de la cabeza a los pies. Por la razón que
fuera, nunca conseguimos aclarar qué había ocurrido, se había caído en una balsa que se
formaba con el agua que fluía constantemente de la fuente. Como ambos llevaban sus
guardapolvos, a uno lo dejamos sólo con su calzoncillo y al otro tapado con su babi que
le cubría completamente; y así emprendimos el regreso a casa.
Ellos continuaron tan tranquilos y nosotros convencidos de que demostraban tener un
cerebro privilegiado, un talento especial para hacer complicada, si no peligrosa,
cualquier situación en que se encontrara cualquiera de los dos hermanos. Todo ello
acompañado de discusiones bizantinas tan peregrinas y rocambolescas, que rayaban en
lo inverosímil, convencido cada uno de ellos de que la razón era propiedad privada de
cada uno.
En cierta ocasión, tras una discusión en que tembló el firmamento cielo, a modo de
enseñanza que ya podían entender, les narré la alegoría clásica de la Razón y los dioses
del Olimpo. Que el padre de los dioses regaló a los humanos una maravillosa escultura
de la Razón y al ver tan maravillosa obra, los hombres se disputaron la posesión de la
escultura por la fuerza, hasta que quedó hecha añicos. Los humanos se abalanzaron
sobre los restos, cada uno se apoderó de algún pedazo más o menos grande y, según el
tamaño, se consideraron más o menos dueños de aquella escultura sin darse cuenta de
que la Razón era la suma de todos los fragmentos de todos los humanos. Con nuestros
hijos pasaba algo parecido, les expliqué tras aquella tormentosa discusión. Ellos eran
incompatibles, pero debían ser capaces de ver que el uno no se encontraba a gusto sin el
otro.
Lo cierto es que así era en realidad. Podían estar discutiendo una eternidad. Juntos se
regalaban barbaridades el uno al otro del modo más atroz en su mundo infantil, eso sí,
juntos. Y eso es lo que intentábamos hacerles ver, que discutían, sí, pero siempre lo
hacían juntos y aquello significaba que estaban unidos y a su forma se querían.
Cuántas veces tuvimos que mediar en sus peleas de niños. Y cuántas otras los veíamos
razonar juntos, reír y llorar juntos, en una palabra, vivir juntos.
Unas fallas sonadas y pasadas por agua
Para empezar este breve debo hacer unas aclaraciones previas. Fui nombrado médico de
Chelva el 18 de febrero. Poco tiempo después llegaron las Fallas y mi angelical
compañero, cuyas virtudes y méritos ya he señalado anteriormente, me pidió que le
hiciera el favor de quedarme a atender a sus igualados, porque tenía que ausentarse en
las mismas fechas de las Fallas. Quedamos de acuerdo en que, cuando surgiera la
ocasión, él me devolvería el favor. Prácticamente yo me quedaba a cargo de todo el
pueblo, lo que suponía un trabajo enorme para un único médico. Se añadía al trabajo
que yo era nuevo en la plaza, y localizar los diferentes avisos que me llegaban me
suponía una complicación más, porque no conocía aún dónde se hallaban las calles.
Pasé días terribles con el alma en vilo y en la lengua el salado sabor del miedo a no
poder llegar a todo lo que debía. Fueron días de agobio inmenso en que no paraba de día
ni de noche. Momento llegó en que las fuerzas me abandonaron como perro que huye de
la peste, pero no quedaba otro remedio que dejar de lado los negros pensamientos y
hacer frente a la situación, con fuerza y sin ellas. Cuando por fin llegó el 20 de marzo
me pareció una liberación, pues llegó el médico a quien estaba sustituyendo y todo
volvió a la normalidad excepto yo, que estaba derrengado y escurrido como lengua de
gato.
Y llegaron las Fallas del año siguiente. Días antes de las fiestas, de camino a una visita
que debía hacer, me encontré con mi bien querido compañero y le rogué que pasara por
mi clínica esa misma tarde, hacía las siete, porque tenía que hablar con él. A la hora que
le dije se presentó y empecé a señalarle que en casa estábamos muy atareados
preparando la ropa para ir a Valencia a las Fallas, pero sólo empecé. En cuanto adivinó
lo que representaba mi preámbulo, me informó de que él también debía ausentarse. Le
recordé que al año anterior me había quedado al frente de todo el pueblo sustituyéndolo
a él. Con toda desfachatez me contestó que no había sido así, que estaba equivocado.
Me pedí calma a mí mismo siendo consciente de lo que se me avecinaba. De nuevo le
volví a recordar lo del año anterior, y él siguió insistiendo en que yo estaba equivocado,
que no había ocurrido así. Mi abochornado recuerdo enhebró una incipiente rebelión
interior, como si no quisiera entender que yo era culpable de algún olvido
imperdonable. Me constaba que él sabía perfectamente lo que había sucedido el año
anterior, pero no quería recordar, me reconvine a mí mismo.
Dado que nuestras relaciones personales eran tan malas, a medida que el porfiaba yo
sentía crecer en mi interior un reconcomio subterráneo y sordo que pugnaba por aflorar
a mis labios. Lo contuve como buenamente pude y volví a insistir en lo sucedido el año
anterior. Él, por su parte, persistió en mi equivocación. La conversación iba subiendo de
tono y se acrecentaba mi desazón ante tan evidente cinismo. Yo no encontraba medio ni
manera de hacerle entrar en razón y él, comprendiendo lo que se le venía
inexorablemente encima, cortó de manera tajante.
—Mira, Antonio, digas lo que digas, yo me voy a las Fallas y tú apáñatelas como
puedas...
Ese fue el final de los razonamientos. Ya no fui capaz de contener más el torrente de
indignación e ira que había intentado aprisionar durante el tiempo que duró la discusión.
Di un salto y me encontré con mis manos alrededor de su cuello, apretando, con ánimo
de acabar con aquel reptil, ejemplo palmario de lo que consideraba lo peor de la especie
humana, al mismo tiempo que mi boca vomitaba improperios que ignoraba que yo
hubiera sido capaz de crear y de enjaretar tan seguidos.
Por un instante mi cólera me había hecho olvidar a Araceli y mis hijos que, al oír mis
desbarros acudieron a la carrera a mi despacho. Al verlos en el umbral del despacho
quietos y paralizados por el asombro, sin atreverse más que a abrir la boca, recobré el
sentido y la sensatez acudió a mi rescate. Se me aflojaron las manos y él comenzó a
recuperar el resuello que yo le había hecho perder. Tras una breve pausa en que mi
docto colega se recompuso su arrugado terno, se me agolparon las insensateces que
aquel sujeto nos había hecho sufrir y que yacían dormidas en mi interior, y desgrané
ante él todas las miserias que nos había hecho pasar, desde las de aquella casona en que
malvivíamos hasta aquella tropelía de las Fallas. Fueron momentos de angustia
indescriptible para todos. Aún siento terror al recordar aquel episodio.
Cuando se recompuso un poco y vi que empezaba a hablar, no le permití abrir la boca.
—¡Tú no me conoces bien ni sabes lo que soy capaz de hacer! —mi tono resuelto
imprimió lacre a sus labios—. ¡Te juro que estas Fallas las vas a pasar aquí, en el
pueblo, lo mismo que yo hice por ti el año pasado y que tú, al parecer has olvidado tan
oportunamente! Conociéndote como te conozco y sabiendo de la ciénaga de tu interior,
quizá yo, y sólo yo, pudiera entender tu olvido, pero ni mucho menos justificarlo. Ten
en cuenta que a mis oídos llegan los comentarios de las fechorías de todo tipo que
cometes diariamente en el pueblo. ¡Te aseguro que este año —tras una pequeña pausa—
te quedas aquí! Y ahora, vete delante de mí, en el Ayuntamiento y delante del alcalde
quedará todo aclarado.
Los ojos de Araceli me miraban extrañamente abiertos y mis hijos se asomaban tras
ella, medrosos y sin habla. Por un momento sentí un incendio en mis mejillas que
sofoqué como pude. Leí en sus pupilas comprensión y temor a la vez que súplica, pero
continué firme porque creía que era el momento oportuno de acabar con aquella
sabandija que había campado con entera libertad por todo lo largo y ancho del pueblo y,
lo que me más indignaba, de nuestras vidas.
Empujé a mi eximio colega sin miramientos fuera de mi clínica y me dirigí con él
agarrado del brazo al Ayuntamiento. Tuve suerte de que no nos cruzáramos con nadie,
porque me iba a ser muy difícil explicar el porqué de mi actitud para con el médico y la
forma en que casi lo arrastraba camino de la alcaldía. Durante el trayecto no se atrevió a
levantar la mirada del suelo y su adamantino semblante competía con la pétrea
estructura de la Casa de la Villa, cuya grisácea mirada se nos asomaba a un lado de la
torre de la iglesia. Por un momento creí ver miedo en sus ojos y me alegré de que
pudiera probar algo del acíbar que había repartido por el pueblo. Llegados a la plaza él
se soltó de mi brazo de un tirón y cambió de acera. Él, que era delgado y más joven que
yo, llegó antes que yo y pocos momentos después entrábamos los dos al recinto
municipal. El alcalde nos recibió extrañado de que los dos médicos del pueblo se
presentaran en su despacho. Tomé la palabra casi sin esperar a que el alcalde preguntara
nada y le expuse todo lo que había sucedido desde mi llegada al pueblo, lo de la casa y
la respuesta del otro médico, y terminé con lo de las Fallas. El alcalde trató de
relativizar y quitar importancia a todo el embrollo que se le había venido encima.
—A mí no me interesan los asuntos que tengan pendientes los dos. Eso es cuestión de
ustedes, pero lo que les digo es que si no se ponen de acuerdo ninguno de los dos irá a
Valencia para las Fallas. Uno de los dos tiene que quedarse.
—Señor alcalde —conteste rápidamente al digno edil—, tome usted nota de que quien
se va a quedar es este señor que me acompaña, porque mañana mismo, a las nueve de la
mañana, presentaré mi renuncia al cargo de médico titular de esta población. A partir de
esa hora todo cuanto aquí pueda suceder será de la exclusiva competencia de este
caballero, por llamarlo de algún modo.
Sin más, me di la vuelta y me dispuse a salir del despacho del alcalde. El otro médico no
fue capaz de la menor réplica, la vergüenza le impedía hablar. Cuando ya salía me dirigí
a él por última vez, pues no lo he vuelto a ver tras este incidente y tampoco tengo
ningún deseo de volver a coincidir con él en nada.
—Ya te dije antes de venir aquí que no me conoces ni conoces de lo que soy capaz.
Espero que pases una Fallas al menos como las que yo pasé sustituyéndote a ti ahora
hace un año.
Tal y como anuncié hice. A las nueve de la mañana del día siguiente estaba presentando
mi renuncia a la plaza de médico titular de Chelva, con lo que quedaba exento de toda
otra responsabilidad en aquella aldea de la que tan mal recuerdo me llevaba. Quizá fuera
perjudicial para mí más adelante, pero debía ser coherente con mi forma de pensar y
hacer ver a mis hijos que no sólo es malo quien hace el mal de manera consciente y
voluntaria, sino también quien pudiendo impedirlo no pone todos los remedios para
evitarlo.
Ironías de la vida, las Fallas de aquel año fueron un desastre. Intervino el mal tiempo y
tuvieron que suspender por la lluvia más de la mitad de los festejos programados. Cierto
es que no pudimos disfrutar de las fiestas como hubiéramos deseado, pero ya quedaba
lejos todo lo anterior y ya se sabe bien lo del mal tiempo y la buena cara.
CUATRETONDETA
(27-03-1962 / 31-07-1968)
Fui nombrado Médico Titular Propietario de Cuatretondeta por resolución del concurso
general de traslados, y nos fuimos todos al pueblo, porque siempre íbamos juntos a
todas partes.
El pueblo, pequeño y blanco, está enclavado al norte de Alicante, en el Valle de Seta.
Posee una orografía muy abrupta, con numerosos barrancos y altas cumbres. Está
situado en la serranía de Alcoy, del que en línea recta dista unos seis o siete kilómetros
y por carretera unos veinte, lo que da una idea aproximada de lo sinuoso del trazado de
la carretera que tiene que bordear collados afilados y despeñaderos rocosos.
Hacia el siglo XVI una cuarentena de moriscos recorría sus calles. A principios del siglo
XX residían en el pueblo unos cuatrocientos habitantes a los que nos unimos con cierta
ilusión tras haber vivido la amarga experiencia de Chelva. Correspondía al pueblo la
quinta categoría, la más baja de la clasificación, pero desde un principio nos preció de
primera. Era nuestro, mi, primer destino en propiedad y suponía abandonar por fin la
trashumancia y dejar de formar parte del grupo de “húngaros sanitarios”, como se nos
llamaba a quienes como nosotros habíamos recorrido orografías, geografía e historias
diversas tras nuestra salida de la Facultad.
Emprendíamos una etapa nueva de “propietarios” de un puesto de trabajo que nos
aseguraba el sustento en medio de aquellos años de incertidumbres económicas. Nadie
nos podía echar. Por eso siempre recordaré con cariño y simpatía este pueblito
montañoso. Allí nos tenían que suceder muchos acontecimientos felices, como el
nacimiento de nuestro quinto hijo y el de nuestra querida hija Emilín, a quien perdimos
para siempre una triste mañana de marzo, seguido del nacimiento de nuestro sexto hijo,
un varón cuya llegada nos confortó y nos llenó del consuelo que en aquellos momentos
necesitábamos.
Recuerdo que unos días antes de la toma de posesión, fuimos a ver el pueblo Araceli, mi
hermano y yo en el quejumbroso cochecillo que tenía mi hermano, un Lloyd 600, que,
con sus tres velocidades, se movía como podía con sus raquíticos músculos en tensión.
Por entonces también mi hermano empezaba a sacar cabeza de entre las azarosas aguas
de la imponente crisis en que vivía el país, porque entonces eran muy escasos los
privilegiados que disponían de un coche.
Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar a nuestro destino y alarmado el conductor
por el inseguro firme de la carretera, que de firme tenía muy poco, me dijo:
—Antonio, ¿tú estás seguro de que ese Cuatretondeta existe realmente?
—¡Hombre, qué cosas dices! —contesté inseguro—. Cuando me han nombrado médico
de ese pueblo es porque existe, ¿no?
La verdad es que más que carretera aquello parecía un camino de cabras, y el inválido
cochecillo estaba afanándose lo indecible para terminar el viaje sin perder alguna de sus
extraordinarias piezas. Yo mismo empezaba a dudar. Había que subir y bajar barrancos
en un constante tiovivo y la carretera era tan mala que costaba trabajo creer que aquellos
andurriales condujeran a otro destino que no fuera el fin de nuestras vidas. Estoy
convencido de que la geómetra Madre Naturaleza parecía haber jugado al despiste en
aquellos agrestes roquedales. Y cuando menos lo esperábamos, en el recodo de una de
aquellas hiperbólicas curvas elípticas, por fin desembocamos de forma abrupta en el
centro mismo del pueblo.
Permanecimos en Cuatretondeta cerca de siete años y una de las ventajas de vivir en tan
quebrado ambiente era que nuestros hijos se iban a criar fuertes y robustos, porque
pasaban la mayor parte del día jugando al aire libre, bajo la atenta mirada y el solícito
cuidado del vivificante techo natural que los curtía y saneaba. Allí, en medio de aquel
santuario natural se endurecieron, maduraron sus más rutilantes fechorías y vivieron una
infancia realmente feliz.
Cuando hoy recordamos aquellos heroicos tiempos que ya quedan tan lejanos en el
tiempo, aún se deleitan nuestros hijos narrando sus sonadas trapisondas, muchas de las
cuales ni siquiera conocíamos. Allí fue donde empezamos a organizar y normalizar
nuestra vida. El espectro del paro, del desempleo, de perder una y otra vez nuestro
destino, de no saber cuándo podríamos asentarnos se había desvanecido y se nos abría el
bosque de niebla por el que habíamos transitado hasta entonces. Ante nosotros teníamos
una perspectiva diferente, más halagüeña, que nos proporcionaba un manto de
confortable tranquilidad y seguridad desconocidas hasta entonces, porque todo eso se
nos había vedado. Fuimos felices en la aldea. Sus gentes eran sencillas y amables, fui
conociéndolas poco a poco y desde el principio me entendí bien con todos ellos. Todos
conservamos un grato recuerdo de nuestro paso por allí.
Salimos de nuestro malaventurado destino anterior, Chelva, en una furgoneta DKW
recién estrenada que funcionaba a la perfección. Era el único vehículo que podía
trasladarnos a todos nosotros con los ingentes bártulos y enseres que requería nuestra
numerosa familia. Habíamos enviado por delante un camión con los muebles que
habíamos ido reuniendo en los distintos destinos que nos vieron llegar, y aunque su
marcha era más lenta, llegó a Cuatretondeta bastante antes que nosotros.
El viaje, aunque largo, fue un verdadero placer para nosotros. Y al atardecer de un día
de marzo en que hacía bastante frío, alcanzábamos el pueblo y se nos cayó el alma a los
pies. Llegamos con la furgoneta al final del “carrer ample”, la calle doblaba en ángulo
recto y se enfilaba otra calle más estrecha y empinada que desembocaba en la casa del
médico. Frente a ella, algo separado, el cuartel de la Guardia Civil vigilaba nuestra casa.
Desgraciadamente el camión no había podido efectuar el giro hacia la casa y nos aparcó
todos los muebles en la misma calle, haciendo guardia a nuestra casa, hasta que
llegamos. No había el menos rastro del camión ni de sus ocupantes. Se habían
evaporado y no supimos más de ellos.
Tener todos nuestros muebles expuestos a la voraz vista de la callejuela, ya anochecido,
con mi familia numerosa a la puerta de una casa cuya llave era una perfecta desconocida
y en un lugar que entonces era totalmente extraño para mí, me abrumó. Pero recordé el
tren que nos llevaba de Valencia a Madrid y me convencí de que nuestra situación no
era tan mala como aquella. Pregunté a una lugareña cómo y dónde podría encontrar al
alcalde, a quien conocí cuando fui a conocer el pueblo.
—Seguro que a estas horas está en ca Cañares —uno de los bares del pueblo.
Me indicó dónde estaba y me dirigí a la taberna donde, en efecto, el alcalde se
encontraba saboreando alguno de los caldos de la zona. Le expuse lo agobiado que me
encontraba y él enseguida encontró un arreglo.
—No se preocupe usted, don Antonio, todos los hombres que aquí estamos iremos a
subir los muebles. Si es necesario, nos ayudarán los niños, que han salido de la escuela
hace un rato.
Y así fue. Inmediatamente se organizó un pequeño ejército y en media hora me vi con
todos los muebles en casa. Recuerdo que, para adelantar el trasiego de muebles, incluso
los metían por las ventanas y yo les iba diciendo dónde colocarlos. Gracias a la ayuda
del señor alcalde y su tropa de apoyo, pudimos dormir aquella noche en nuestras camas,
pues después de desmontar los muebles en Chelva, cargarlos, el viaje y todo el mundo
de sensaciones y vivencias que nos acompañaban, estábamos rendidos. Aquella noche
clausurábamos una etapa negra y descansamos todos como nunca lo habíamos hecho.
Hasta los niños, que siempre remoloneaban para irse a la cama, se hundieron
derrumbados por el sueño en pocos segundos.
Los días siguientes fueron de una actividad frenética en casa. Empezamos con ímpetu e
ilusiones renovadas. Notábamos una alegría desconocida en los ojos de nuestros hijos
que se tomaron la tarea de ir ordenando sus cuartos como si fuera un sagrado ministerio.
¡Qué decir de la casa! Nos pareció magnífica, grandiosa, tras el anacrónico caserón del
que habíamos salido. Nos llenaba de satisfacción saber que aquella ya era “nuestra”
casa.
Poco a poco fuimos colocando nuestras pertenencias, distribuyéndolas en sus
respectivos lugares, y nos dispusimos a iniciar la nueva y radiante vida que se abría ante
nosotros en todo su esplendor. Nada importaban los desconchados de alguna pared, los
platos desportillados del viaje; alguna vieja mancha de humedad que localizamos nos
pareció resto de lágrimas de alegría con que nos recibía nuestra casa. Bien cierto es que
todo depende del color del cristal con que se mira. Nuestros ojos miraban con la
indulgencia del reconfortado espíritu de quien ha combatido en cien batallas, ha ido
perdiendo poco a poco la fe en el hombre por las gateras de la incomprensión, y la ha
recuperado de nuevo intacta, virgen, como si nunca la hubiera perdido.
La primera visita que hicimos al día siguiente fue al maestro, para conseguir la
escolaridad de nuestros hijos, expectantes ante el nuevo grupo de amigos y con la
insospechada posibilidad de iniciar nuevas escaramuzas inocentes. La escuela era
unitaria y sólo había un maestro para todos los niños y una maestra para las niñas.
Pronto nos entendimos con ambos profesores y con el tiempo llegamos a ser buenos
amigos, amistad que aún hoy se mantiene, a pesar de las distancias.
Ahora que echo la vista atrás y revivo todas aquellas circunstancias, aún siento en mi
interior aquellos primeros días en la pequeña aldea. Fueron un bálsamo para los aciagos
días que dejamos atrás en las calles de la amargura de Chelva.
Unas gallinas polémicas
En la parte posterior de nuestra casa se hallaba la cocina, con una puerta de salida al
exterior. Cuando la abrí por primera vez, allá a lo lejos un cielo enfoscado parecía
querer precipitar sobre la aldea líquidas torrenteras de la mano de nubarrones que
cabalgaban a lomos de un viento indómito. Se acercaba una turbonada y bajo su
cenicienta provocación el campo, sembrado de almendros florecidos, se extendía ancho
y veloz hasta donde mi vista no alcanzaba, ajeno al imponente poderío de la serosa
amenaza.
En uno de los laterales del edificio encontré un improvisado gallinero techado con
planchas de uralita y cercado con tela metálica. Me aproximé y comprobé que lo
habitaban cinco o seis gallinas disfrazadas de tiovivos, que picoteaban algún que otro
grano de trigo diseminado por el terroso manto verdoso. La presencia de tan
majestuosos personajillos en mi casa me intrigó y molestó a la vez, así que pregunté a la
mujer que nos ayudaba en los oficios de casa de quién eran. Me contestó que eran del
cabo que vivía en el cuartel, que cómo me interesaba por los animalitos.
—Mire usted, mañana mismo iré a hablar con él para que se las lleve —intervine un
tanto molesto—. No tengo por qué tenerlas recogidas en mi casa. Si quiere conservarlas,
que las cuide él.
—¡Don Antonio, no le diga usted eso, que se va a enfadar y tiene un genio de mil
diablos! — me previno la mujer.
—Pues no hay otro remedio. Para que se las lleve a su casa alguien tendrá que decírselo,
¿no?
Y llegó el turbión. En un instante una vivísima luz recorrió el firmamento de punta a
punta hendiendo el plomizo lienzo de las nubes y convirtiéndolas en lenguaradas grises
que giraron sobre sí mismas transformadas en luminoso torbellino que arrastró a su
interior y engulló voraz el prístino fulgor del relámpago. A continuación, el cielo
reventó en pedazos triturando las nubes y llenando la sonora claridad de una brutal
avalancha de agua que se precipitó sobre los inermes campos.
A los pocos momentos llegó la catarsis del agua, del viento, del cielo. Un húmedo
silencio extendió sobre la tierra nubecillas de silencioso vapor que rezumaba de los
entresijos profundos del vientre de la tierra, y dejó, restos de la turbonada, una calidez
carnal enganchada en zarzales y jaras.
Al día siguiente, sin embargo, no pude ir porque teníamos que desembalar, ordenar y
colocar todo lo que estaba metido en cajas y debíamos terminar de montar nuestra casa,
tarea que nos llevó unos cuantos días. Casi había olvidado las gallinas, cuando una
mañana escuché un alboroto de alas y cacareos en el gallinero. Salí a ver qué provocaba
tal guirigay y me encontré a uno de mis hijos practicando el tiro al blanco con
piedrecillas, fácil es suponer cuál era el blanco, mientras los otros dos las azuzaban con
sendas cañas. Saqué de allí a mis juguetones retoños con una severa reprimenda,
recordándoles que hay que tratar correctamente a los animales, que no deben ser objeto
de juego, pues temía que pudieran lastimar alguna. Recordando entonces mi
conversación con la mujer que nos ayudaba, me dirigí al cuartel para hablar con el
propietario de los animales. Un militar guardaba la puerta. Le pedí que avisara al cabo,
que deseaba hablar con él. A los pocos momentos apareció un individuo bajito y
rechoncho con cara de pez moribundo.
—Buenos días, soy el médico nuevo y vivo enfrente de ustedes —me presenté—. Verá
usted, me han informado de que las gallinas de mi corral son de usted y venía a rogarle
que las retirara, pues me estorban y su integridad física corre un grave peligro.
—¿Es que no le gustan a usted las gallinas? —levemente molesto.
—Nada, en absoluto —respondí inmediatamente.
—Pues es bastante distraído cuidar de ellas y criarlas —continuó.
—Si usted lo dice... Nunca he tenido el gusto, siempre he preferido comprar las que
queríamos comer antes que criarlas.
—Le aseguro a usted que son unos animales que no molestan nada y entretienen mucho
—porfió.
—No estoy de acuerdo con usted. Tampoco dispongo de mucho tiempo para
entretenerme por mi profesión. Además, he comprobado que mis hijos se meten con
ellas y temo que, aun sin ellos quererlo, puedan dañarlas.
—Bueno, bueno —un tanto desencantado y desistiendo en su empeño de que yo las
cuidara—. Ya veo que no está dispuesto a soportarlas. Mañana mismo me las llevaré.
No se hable más del asunto.
Sin más despedidas y muy contrariado se marchó al interior del cuartel. Pero los días
iban pasando y ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Las gallinas seguían en mi casa
soportando los embates traicioneros de mis hijos, a pesar de que les había hecho
prometer que no se acercarían a las gritonas aves. Veces había en que las
encontrábamos en la cocina, porque tras sus habituales razias, mis hijos olvidaban cerrar
el cercado y ellas salían en busca de algún anélido despistado.
En cierta ocasión tuve que espantarlas de la cocina armado de una escoba y a los pocos
minutos de nuevo estaban en el mismo lugar, para desesperación de Araceli y jolgorio
de mis hijos. Las eché fuera enfadado y a la mañana siguiente parecían haber
pernoctado en el fregadero. Los pobres animales, claro está, estaban acostumbrados a
corretear y campar por la casa en busca de aventuras y se habían hecho dueñas del
espacio.
Harto de ellas, volví al cuartel, pero no pregunté por el cabo. Comuniqué a quien estaba
de guardia en la puerta que avisara al cabo para que se llevara de mi casa las gallinas
cuanto antes y que, si no se las llevaba, que se atuviera a las consecuencias en forma de
pepitoria o menudillos. A los pocos minutos se presentó el cabo en mi casa y con ayuda
de sus hijos se llevaron de dos en dos las cantarinas gallinas. Y debieron guardarlas
bien, porque nunca más no las volví a ver. Después de la Aventura de las Gallinas
Campantes apenas me dirigía la palabra el cabo de gallinas. Yo leía en su semblante que
se sentía profundamente ofendido por mi oposición a su “expansión gallineril”, como él
calificaba su tropa de aves de corral.
Según pude adivinar después, era un impenitente perdonavidas que había conseguido a
fuerza de empeño la malquerencia del pueblo, hartos todos de su sañudo modo de ser.
Algo debían saber sus superiores, pues al poco tiempo fue trasladado a otro destino.
Todos respiramos tranquilos. El que lo sustituyó, en cambio, era una agradable persona,
abierto y espontáneo, que se granjeó la amistad y camaradería de los vecinos.
Comprendí con él y de él que el cargo no dignifica a las personas; al contrario, las
personas dignifican cualquier cargo que ocupen, si actúan de forma honorable. La
importancia del cargo es la de quien lo ocupa, y es una lección que me ayudó a
comprender determinadas actitudes anteriores, como la del brigada, y otras que tendía
que vivir más adelante.
¡Menudo mote!
A los pocos días de nuestra llegada buscamos una mujer que nos ayudara con el trabajo
de la casa, porque yo no disponía apenas de tiempo para acompañar a mi esposa. Días
había en que casi ni nos veíamos, pues tiempo estaba repartido entre la clínica y las
visitas que debía hacer.
Uno de aquellos días nos contó algo que nos hizo reír durante mucho tiempo. Aquella
mujer era muy ocurrente y pasábamos momento muy divertidos con ella. Según nos
contó, un hijo de corta edad de una de nuestras vecinas le confesó a su madre:
—¡Madre, al hijo más pequeño del médico nuevo su padre y su madre le llaman lorito!
—¡Qué tonterías dices! —le corregía su madre—. Eso no es posible.
De nada servía que el xiquet jurara y perjurara que era cierto, que lo llamaban lorito. Su
madre le insistía que aquello era imposible, que todos los niños y niñas tienen un
nombre, que es muy feo poner motes a las personas y que quien lo hace denota mala
educación y falta de respeto.
Nuestro pequeño vecino era un saleroso niño como todos los niños, juguetón y cariñoso
y se hizo enseguida amigo de Eloy, nuestro hijo pequeño. Muchas mañanas se llamaban
para jugar con los demás niños del pueblo a cualquier juego que crecía en sus
desbordantes fantasías.
Uno de los juegos que más les gustaba era el de “la mula”. Participaban bastantes niños
divididos en dos grupos, el de los saltadores y el de las mulas. El primero de las mulas
se colocaba de pie apoyado en una pared para sujetar bien al primer mula. Sus
compañeros de grupo iban situándose agachados, colocando la cabeza entre las piernas
de quien tenían delante hasta formar una fila, la recua de mulas. Los saltadores debían
correr de uno en uno y saltar lo más que pudiera hasta caer sentado sobre el primero de
quienes hacían de mulas, porque tras él debían saltar los demás y terminar sentados
todos sobre los que eran “las mulas”. Si no conseguían saltar todos y sentarse, perdían y
se convertían ellos en las mulas.
Todos los jugadores debían conocer el código de gestos que componían con las manos y
las palabras que correspondían a cada gesto. Ellos mismos se inventaban los gestos y las
palabras y los saltadores utilizaban los dos códigos.
Cuando todos los saltadores estaban sobre los que hacía de mulas, el primero de ellos
hacía un gesto con sus manos y pronunciaba dos palabras, una que correspondía al gesto
propuesto y otra que significaba otro gesto distinto.
Los “mulas” debían acertar el gesto de las manos e indicarlo en voz alta con la palabra
correcta. Si conseguían acertar, intercambiaban el papel y volvían a empezar, pero si no
acertaban, tenían que seguir siendo los “mulas” hasta que alguno consiguiera acertar el
gesto. La dificultad para los “mulas” se encontraba en que tenían que soportar el peso de
todos los saltadores, y los había bastante pesados, mientras trataban de adivinar el gesto.
Nuestro infantil vecino participaba en el juego con nuestro hijo Eloy y nunca se dirigía a
él por su nombre. Siempre le llamaba “lorito” y cada vez que su madre se lo oía le
recriminaba que lo llamara lorito. A nosotros no nos molestaban esas cosas de niños ni a
nuestro hijo tampoco, pero decidimos aclarar al pequeño que llamábamos a nuestro hijo
“Eloíto”, de Eloy, que es lo que él transformaba en “lorito”.
Cuando comprendió su equivocación, su cara reflejaba el más puro y gozoso asombro y
estallo en carcajadas, como nosotros al verlo a él.
Unos zapatos inservibles e imperdibles
Solía utilizar diariamente unos zapatos que me acompañaban en todas mis visitas por el
pueblo. Les tenía cierto apego porque eran cómodos y de buena calidad. Hasta que un
día, de puro viejos, no tuve más remedio que desprenderme de ellos porque las suelas
bostezaban de puro cansadas, y los deposité con algo de pena en el lugar destinado para
los desechos.
Al día siguiente me sorprendió encontrarlos de nuevo al lado de mi habitación, lustrosos
y dispuestos a una nueva caminata. Al principio supuse que nuestra buena ayudante los
había encontrado y, pensando que alguno de mis hijos los había tirado, los devolvió a su
lugar. Volví a tirarlos otra vez, y al día siguiente mis ojos se posaron de nuevo en ellos.
¿No será posible que me vea libre de ellos, con la pena que me dio tirarlos la primera
vez?, pensaba. Seguramente alguien me estaba tomando el pelo. Como la cosa se
repetía, aquellos zapatos de ida y vuelta se convirtieron en un enigma. No atinaba con
una solución al misterio de los zapatos desechados y recuperados.
Para aclarar el misterio debo, no obstante, explicar que, junto al cuartel que está frente a
nuestra casa, existía un pequeño terraplén y es allí donde todos los vecinos de aquella
zona depositábamos nuestros desperdicios. Según pude averiguar después, nuestros
hijos y sus amigos, algunos hijos de los militares del cuartel, se habían acostumbrado a
jugar en aquel terraplén en busca de tesoros, decían ellos. No entiendo cómo podían
jugar en tan oloroso lugar, pero los niños son niños y no hay que buscar los porqués de
muchas cosas que hacen y dicen.
Sin duda, pues, me convencí entonces de que eran ellos quienes encontraban allí los
zapatos y no la atenta mujer que nos ayudaba en casa. Creía yo que reconocían mis
zapatos mientras jugaban y, movidos por una desconocida voluntad de ahorro, me los
traían de vuelta a casa. Cuando supe de su afición a aquel terraplén, recuerdo que me
oyeron una fuerte reprimenda por su basurera afición. En alguna ocasión, alguno de mis
convecinos me informó de que los habían visto jugando vestidos con ropa vieja de la
guardia civil, lo que motivó otra filípica de las que a Demóstenes le habría gustado
lanzar a Filipo II de Macedonia. Pero con filípicas o sin ellas, mis reconvenciones no
servían de nada, no les hacían la menor mella, porque seguían buscando tesoros.
La cuarta vez que volvieron a mis manos lo imperdibles zapatos, y enterado por mis
hijos de que eran ellos quienes me los devolvían, decidí terminar de forma definitiva
con las idas y venidas de mi querido calzado. Una mañana, antes de que mis hijos
amanecieran al desayuno, me alejé del terraplén de las basuras y llegué a un barranco
que decían “Mataferrer”, no sé si porque alguna vez se mató algún herrero o algún
herrero mató a alguien. Me acerqué al borde mismo y con todas las fuerzas que pude
acumular, que no eran tantas como habría deseado, por si acaso decidían volver a casa,
lancé mis zapatos al fondo. Así pude librarme de ellos definitivamente.
Reconozco ahora que no fue una decisión acertada. No hubiera debido arrojarlos al
barranco, sino deshacerlos y dispersar los restos por aquel basurero que el ayuntamiento
se encargaba de limpiar periódicamente. Mis hijos no los habrían reconocido y los
zapatos se habían evitado los viajes de ida y vuelta. Pero lamentaciones tardías nunca
solucionan problemas anteriores, aunque siempre se aprende de los errores. Quien no se
equivoca alguna vez en su vida no avanzará, no evolucionará, y en eso estoy con
Vygotsky.
La segunda televisión local
Por aquellas fechas se habían iniciado las primeras pruebas de un nuevo medio de
difusión general: la televisión. Ya hacía tiempo que corrían rumores sobre la televisión
y se hablaba de ella como uno de los acontecimientos de mayor repercusión social.
Todos estábamos hechizados con aquel nuevo invento. Habíamos visto las pruebas
iniciales y nos sentíamos como embrujados ante la perspectiva de poder llegar a ver lo
que sucedía en otras partes de la geografía local, y no digamos de llegar a conocer otros
países tan distintos. Al fin llegó el día en que se iniciaron las emisiones. Recuerdo que
alguna vez ya habíamos visto algo en la ciudad y todos nos habíamos quedado
fascinados.
Había en el pueblo una señora que se llamaba Matilde, a quien todo el mundo llamaba
“La Señora”, una especie de resto del feudalismo medieval que se negaba a dejar de
existir. Todo el mundo le rendía pleitesía y acatamiento como ser privilegiado en medio
de nuestro pequeño y pacato pueblo. Decían de ella que era toda una institución, sin
duda trasnochada, que ejercía de árbitro de la elegancia y del pensamiento.
Fina y agradable en el trato, con el tiempo nosotros llegamos a trabar cierta amistad,
porque una cosa era su apariencia y otra muy distinta lo que había encerrado en su
interior. Nadie la conocía realmente más que por su porte elegante y el aparente
distanciamiento que provocaba. En realidad, la gente del pueblo sentía envidia de su
posición social, no una malsana envidia, sino la admirativa envidia de quien reconoce
que pertenece a un estatus diferente. Ella era el ejemplo más evidente de que las
personas no son lo que parecen ser. Demostraba con su persona que lo importante está
en el corazón.
Era natural, por lo tanto, que fuese ella la primera en adquirir uno de aquellos
maravillosos televisores. Y fue su casa donde nosotros pudimos ver por primera vez la
magia del espectáculo, porque en bastantes ocasiones nos invitó a llevar a los niños a su
casa para que viesen el programa infantil que se podía ver los jueves por la tarde.
Siempre le agradeceré su trato amable con nuestros hijos con los que ella misma sonreía
más que de costumbre. Aquello fue, sin duda, lo que nuestros hijos necesitaban para
querer que nosotros también tuviéramos en nuestra casa el atrayente aparato. Nuestros
hijos no cesaban de pedirnos que compráramos uno televisor y confieso que a nosotros
la idea también nos agradaba.
Nos dieron tanta lata, que al fin un día les dije:
—Está bien, no os preocupéis por la televisión. En cuanto compruebe que se puede ver
perfectamente en el pueblo compraremos una. No será la primera del pueblo, pero sí la
segunda.
Aquello les conformó de momento, pero a los pocos días empezaron a preguntarme
cuándo iba a comprobar si se veía bien en el pueblo. La realidad es que no nos
decidíamos a realizar un desembolso como aquel.
Uno de aquellos días doña Matilde, como nosotros la llamábamos en presencia de
nuestros hijos, nos invitó a su casa para ver varios programas infantiles. Cuando salimos
de allí decidí comprar un televisor. Con ello cumplía la palabra que había dado a mis
hijos. Pensaba, además, que por tener que vivir tan aislados en el pequeñito pueblo, el
televisor podría ser un aliciente, como así fue.
Un buen día llamé por teléfono a mi hermano, porque sabía que él tenía un amigo que
fabricaba y vendía televisores, y le pedí que me comprara uno. Le hice saber que quería
uno grande, el más grande que tuvieran, porque, imaginaba yo, así se vería mucho mejor
aquella maravilla. El aparato era un YONDER y me costó noventa mil pesetas, vamos,
en aquellos tiempos toda una fortuna, pero ya teníamos la segunda televisión del pueblo.
Pocos días después de haberla encargado se presentaron en mi casa mi hermano y el
dueño de la fábrica de los televisores. Llegaron en el coche del vendedor y en el interior
se veía una caja enorme donde supuse llegaba nuestro sueño dorado: El Televisor.
Sacaron la caja, no sin gran esfuerzo, y entre los dos montaron la antena exterior e
hicieron las necesarias pruebas para comprobar que la recepción de la imagen era
correcta. Aquel mismo mediodía entraron en nuestra casa por primera vez las nuevas
imágenes del mundo exterior. Enchufamos el televisor unos minutos antes de que
empezaran las emisiones porque no queríamos perdernos nada de lo que se emitiera, y
nos quedamos embobados pegados al aparato viendo y escuchando. Casi hasta
olvidamos que había que preparar la comida.
Los primeros días en que el televisor se enseñoreó de nuestra sala de estar estábamos
obnubilados, absorbidos, succionados por aquel mágico instrumento que se nos
adentraba poco a poco en nuestras vidas sin darnos cuenta. En cuanto nuestros hijos
salían de la escuela se sentaban frente al televisor y se quedaban tan absortos, que nos
sorprendíamos de que se nos olvidara su existencia, porque no había el menor rastro de
sus gritos y regañinas, tan habituales hasta entonces. Parecía que aquel aparato había
tenido la inmensa virtud de mantenerlos tranquilos y callados y estaba casi convencido
de que, sólo por esto, había merecido la pena hacer semejante inversión. Todos nosotros
vivíamos más distraídos y los días se nos antojaban más cortos.
Llegó a gustarnos absolutamente todo lo que hacían en la televisión. Hasta los anuncios,
que en forma de pequeñas historietas nos informaban de la bondad del desayuno y
merienda de Cola Cao, de los beneficios del colchón Flex, o de que Fundador era cosa
de hombres. Aquellos nunca antes vistos anuncios nos maravillaban y nos hacían soñar
con fascinantes mundos en los que todo o casi todo era posible, y nos convertían en un
protagonista más de las fabulosas imágenes de playas, castillos e historias de amor
verdadero.
Nuestra vida había cambiado en el instante en que se encendió por primera vez la
televisión en nuestra casa. Nada nos preocupaba, ni a mí mismo el haber tenido que
firmar no sé cuántas letras para adquirirla, porque no hace falta decir que la pagaríamos
a módicos y cómodos plazos. Si no hubiera sido así, habría sido imposible conseguir
aquel inenarrable sueño de verano, porque entonces nuestra economía era aún precaria.
Pero habían merecido la pena aquellas estrecheces, pues gracias a los plazos una nueva
ilusión había llegado a nuestra casa.
Hoy, pasado ya tanto tiempo, observo con cierta indulgencia aquel hecho de nuestras
vidas. Reconozco que habíamos metido al enemigo en casa sin saberlo, sin imaginarlo.
Tras la compra del televisor nuestros hijos abandonaron progresivamente sus juegos al
aire libre y cuando nosotros les instábamos a salir a jugar, ellos pretextaban no sé qué
programa especial. Empezó a reinar un silencio extraño en nuestra casa roto sólo por la
música de los anuncios, que eran cada vez más frecuentes y que llegaron a constituir la
programación normal, interrumpida de vez en cuando por espacios más y más cortos a
medida que avanzaban las emisiones. Nos costaba que fueran a dormir, nos costaba que
hicieran sus trabajos de la escuela, nos costaba...
Admito que fue una época en que cometimos algunos errores, sí, pero debo ser
ecuánime y benévolo conmigo mismo. Aquello era normal al principio, pero después
fuimos contemporizando con nuestros hijos. Con el tiempo aprendimos a seleccionar, a
domar nuestro espíritu, a atemperar nuestras ansias de novedad, a controlar los tiempos
y, en fin, a sacudirnos el peso de la novedad y convertirnos de nuevo en dueños de
nuestras vidas.
Esgolamientos
Puede que este título cause extrañeza a un lector no familiarizado con el valenciano, por
eso se impone una primera aclaración de carácter lingüístico.
En Cuatretondeta, el pueblo en que estaba ejerciendo, por esgolamiento se entendía al
hecho de que alguien se deslizara por el lateral de un pequeño montículo sentado sobre
algún elemento como un saco, una tela, o algo parecido, que facilitara el descenso
rápido por el montecillo. Los niños eran generalmente quienes competían por ser el más
veloz en llegar abajo sin interrupción o caída, pero a veces las personas mayores, como
las llama el Principito, competían también, pero por ver quién tardaba más en caerse y
darse una buena costalada.
Estas prácticas, a medio camino entre lo deportivo y lo festivo, tradicionalmente tenían
lugar en la Pascua de Resurrección, que es cuando la gente sale en el levante a festejar
la resurrección del Señor, el hecho más grande de la religión cristiana. Ese día salían al
campo vestidos con sus mejores galas los mayores y los niños con sus sacos y telas para
los esgolamientos al hombro. Esto me parecía llamativo, porque los campesinos, que
estaban todo el día trabajando en el campo, salían al campo a festejar la Pascua, como si
no hubiera otro lugar en el que celebrar la fiesta. Pero esa era una costumbre que se
había convertido en una tradición.
Indudablemente el altozano elegido para los esgolamientos era el ideal. El lateral por el
que se lanzaban los niños era tan resbaladizo que podía competir con el mismo hielo. Se
deslizaban por una superficie que no era arenosa, como habría sido lo normal si se
hubiera tratado de un médano de los que por allí abundaban, sino sobre una especie de
polvillo finísimo depositado sobre el suelo gracias a la acción erosiva sobre las
incontables rocas que formaban el suelo del alcor.
Reconozco que me habría gustado ser niño en aquellos momentos para bajar como
aquellos, porque las caras de los que bajaban estallaban en risas y carcajadas continuas,
aunque alguno que otro pusiera cara de circunstancias por la velocidad a la que se
descendía. Dada la velocidad, temía yo que pudiera producirse algún incidente, pero no
había gran peligro, porque los continuos descensos sobre la arenisca y el polvo que se
desprendía habían formado al final de la rampa una suerte de defensa que ni el más
suave miraguano hubiera podido igualar, y los niños aterrizaban blandamente.
El único peligro que podía existir era que alguno se medio asfixiara al final de la bajada,
cuando aterrizaban sobre el colchón de polvo y arenisca, pues al chocar sobre aquella
especie de barrera, las nubes de polvo invadían el terraplén y rodeaban completamente
los cuerpos infantiles que se defendían tosiendo y sacudiendo sus ropas y sus cuerpos,
con lo que nuevos y más espesos estratos de polvo inundaban la parte final del
descenso.
Los niños terminaban como fantasmales estatuas vivientes, con los ojos con cercos
oscuros que los convertían en seres espectrales, pidiendo a gritos el baño. Los padres se
mantenían en la cima y debían averiguar quién de los que ascendía era su hijo o su hija,
porque resultaba difícil reconocer quién era quien entre aquellos espectros ascendentes.
Afortunadamente no había teleféricos, pues si los hubiera, los niños se pasarían el día
entero haciendo esgolamientos sin parar, como si de una noria se tratase.
Mis hijos aprendieron bien la práctica de tales acrobacias montañeras y en poco tiempo
fueron capaces de dejar atrás a los más aguerridos esgoladores del pueblo, que miraban
con cierta envidia la habilidad que habían adquirido los nuevos miembros del club de
esgolamientos de Cuatretondeta.
No sé dónde, pero Eloy consiguió aligenciarse un viejo capazo negro de los que
utilizaban los albañiles para transportar el yeso y el cemento, con lo que el
deslizamiento era más fácil y mejor. Cogía unas velocidades de vértigo y vencía a todos
sus compañeros con una facilidad insultante, casi sin despeinarse. Llegaba a la barrera
casi sin manchas, creo que porque no le daba tiempo al polvo a posarse sobre sus ropas.
Pero cuando llegaba a la barrera, las nubes de arenisca y polvo sobrenadaban su
flequillo y lo envolvían en un manto grisáceo que le confería el distintivo de Ganador
Más Manchado de Cuatretondeta, galardón que ostentaba ufano y sonriente, aunque en
aquel estado su sonrisa pareciese más el rictus de un burlón trasgo de cuento.
En alguna ocasión llegué a temer que se estampara contra alguno de los riscos
desprendidos de lo alto del barranco que flanqueaban la mullida barrera, pero nunca
ocurrió, porque estoy seguro de que su ángel de la guardia hacía horas extra cuando mi
hijo amenazaba el descenso.
Como otros muchos acontecimientos vividos aquellos años de diáspora ahora, con
ocasión de la celebración de acontecimientos familiares, alguna que otra vez evocamos
aquel barranco y mis hijos se emocionan todavía descendiendo a toda velocidad por la
pendiente de su memoria y vistiéndose del mullido y confortable manto de sus
carcajadas.
Fueron momentos intensos, ahora sentidos con la certeza de que son irrepetibles y de
que sirvieron para unir más a aquella familia que ha aumentado a medida que nuestros
hijos han ido creciendo y han formado sus propios mundos y sus propias familias.
Un parto inesperado. El parto fantasma
En Cuatretondeta vivía con nosotros Conchita, la mujer que nos ayudaba en los
quehaceres domésticos. Era una mujer muy simpática, amable y servicial y llegamos a
considerarla como de nuestra familia. Estaba casada y tenía tres hijos que eran, como
ella decía, el sol de su casa.
Una madrugada, porque estas cosas suelen suceder en las primeras horas del día,
llamaron precipitadamente a mi puerta. Como ya estaba acostumbrado y tenía el sueño
ligero, me levante enseguida a ver qué sucedía, quién requería mis servicios. Abrí la
puerta y se trataba de Rosario, otra de nuestras vecinas, a quien también ayudaba
Conchita en su casa. Venía a decirme que hacía tres meses que Conchita no tenía la
regla y que durante la noche había comenzado a tener pérdidas de sangre y fuertes
dolores en el vientre. Lo primero que pensé fue la posibilidad de un aborto, era lo más
lógico por los síntomas que me describía Rosario.
—Dile a Conchita que se acueste, haga reposo absoluto y que se ponga este supositorio
—le di uno— para tratar de detener las contracciones de la matriz. Con el supositorio se
le calmarán también los dolores. Pero si después de ponerse el supositorio observa que
está igual o peor, que me llame enseguida y acudiré a su casa.
Quedamos de acuerdo. Yo volví a acostarme y el sueño acudió rápido a mis párpados.
Debieron de pasar unas dos horas cuando otra vez sonaron llamadas apremiantes a mi
puerta.
—Don Antonio —Rosario apremiante me urgía—, me sabe mal molestarme otra vez,
pero debe venir usted a casa de Conchita, porque no sé qué está pasando allí.
—Está bien, Rosario. Ahora mismo voy.
Me vestí, cogí mi querido maletín y, convencido de que no dormiría más aquella noche,
salí a toda prisa de mi habitación.
—¿Adónde vas? —preguntó adormilada mi mujer.
—A casa de Conchita, que parece que está a punto de sufrir un aborto. Vuelvo
enseguida. Duerme, que es muy temprano.
Con el maletín en la mano me dirigí a toda prisa a casa de nuestra querida amiga. En
cuanto entré en la casa hallé un enorme revuelo de idas y venidas, voces nerviosas y
algún que otro lamento. Había allí cuatro o cinco personas que iban y venían de un lado
a otro sin orden ni concierto. Ignorando el atolondramiento que reinaba, me encaminé a
la habitación de la mujer y le pregunté qué le sucedía y sobre el tiempo que llevaba sin
la regla para poder calcular el tiempo de la posible gestación. Sus respuestas, sin
embargo, eran ambiguas y evasivas y no me aclararon gran cosa, por lo que salí de la
habitación a disponer lo necesario para una exploración completa que me aclarara las
pérdidas de sangre y los dolores. Estaba lavándome las manos y salió precipitadamente
la madre de Conchita.
—¡Don Antonio, venga enseguida! ¡No sé qué le pasa a mi hija! ¡Ha empezado a
sangrar mucho!
Casi sin terminar de lavarme volví a entrar para comprobar la cantidad del sangrado y
noté que no era tanta como me esperaba, así que no le di mucha importancia. Mientras
trataba de analizar el porqué de aquel leve sangrado, noté un rictus de dolor en la cara
de la mujer que hacía evidente que sufría mucho y vi cómo se abombaba su perineo a la
vez que se abría la horquilla perineal. ¿Qué es lo que se empezaba a ver allí? Me costó
unos segundos comprender, pues era lo que menos me esperaba. Se trataba de la cabeza
de un feto que estaba a punto de coronar. Aquello me dejó perplejo, se trataba de un
parto... fantasma, no de un aborto como al principio pensé, así que me dispuse a asistir
el no aborto.
En pocos momentos todo terminó y puse en brazos de la madre al nuevo hijo, al que ella
miraba con verdadera devoción como si se tratara de su primer hijo. A continuación, me
dispuse a ligar el cordón umbilical. Pero como no tenía allí hilo adecuado para la
ligadura, no dudé en utilizar el hilo que empleaban para atar las longanizas, después de
haberlo rociado totalmente de alcohol. No creo que se encuentre en los anales de la
medicina de ninguna época una forma tan peculiar y original de solucionar un problema
de ligadura del cordón umbilical.
Y allí acabó el misterio. Después, mientras me lavaba las manos por segunda vez, no
dejaba de revivir con asombro lo que acababa de suceder.
—Conchita —quise saber las razones de no haberme informado antes—, ¿cómo es que
usted que viene todos los días a mi casa no ha sido capaz de decirme que estaba
embarazada? Yo habría vigilado atentamente su estado, habríamos previsto la fecha del
parto y nos habríamos evitado todos estos apuros y complicaciones. No puedo entender
que no me lo comunicara a su debido tiempo. ¿Acaso no tiene usted confianza
conmigo? ¿Por qué este silencio?
—La verdad, don Antonio, es que yo misma me he ocupado de que nadie conociera mi
embarazo. Me he vestido con ropas amplias y las he apretado bastante para que no se
notara nada —contestó para mi asombro.
—Pues sí, nos ha engañado a todos, pero ¿por qué tanto secreto, tanta ocultación de algo
tan natural como traer un hijo al mundo? —seguía sin entender nada.
—Pues... —notaba que dudaba si confesarme la verdad—, porque me daba vergüenza
que todo el mundo supiera que iba a tener un hijo más. Como ya tenemos otros tres... —
su respuesta me dejó completamente obnubilado, no daba crédito a sus palabras.
Le hubiera contestado muchas cosas, pero opté por callar en momento tan delicado
como aquel. Cuando concluyó del todo el embarazo, comprobé que no había ninguna
otra complicación y que el niño estaba en perfecto estado, regresé a casa con Rosario, la
amable vecina que nos había avisado. Por el camino le interrogué si ella había sabido
algo del embarazo de su amiga y me aseguró que tampoco sabía nada, que no había
notado ninguna señal de que estuviera embarazada y que no comprendía nada de aquella
absurda confesión de Conchita.
Cuando llegué a casa le conté a Araceli lo del embarazo de Conchita, intentando
trasmitirle mi pesar porque no nos hubiera informado. Mi esposa me miró en silencio
con sus intensos ojos negros y tras una breve pausa añadió, para mi estupefacción, que
era natural que se hubiera sentido así tras dar a luz a su cuarto hijo.
—Y si tú te pones a pensarlo con detenimiento —continuó con su habitual sabiduría—,
probablemente también llegarás a entenderlo. A veces vosotros, los hombres, carecéis
de la sensibilidad e intuición que nos permite a nosotras entender que bastantes veces la
razón no sirve para explicar situaciones en las que un prudente silencio acompaña y
conforta más que mil palabras. Conchita habría necesitado sólo tus atentos y solícitos
cuidados médicos, no tus inoportunas indagaciones sobre su aparentemente escondido
embarazo. Ahora, acuéstate. Mañana lo verás de otra manera.
Sus palabras me hirieron en un principio, pero después tuvieron la virtud de hacerme
pensar durante largo rato hasta que el tañido de ocho campanadas, las fui contando con
los ojos cerrados, clareó completamente el nocturno silencio. Entonces, sin casi notarlo,
me hundí en un sueño informe y callado del que desperté con la sensación de que alguna
parte de la noche anterior me había regalado una lección magistral de humanidad.
Al levantarme para comer, mientras mis hijos alborotaban alrededor de la mesa
disputándose no sé qué trozo del pan candeal con que nos habían obsequiado, noté sobre
mí la cálida mirada de Araceli. Leyó en mis ojos y me envolvió en una sonrisa.
Música de bote de conserva
Un día conocí al compañero médico que atendía a los enfermos de los pueblos
colindantes con el mío. Ya se habían dado ocasiones en que tuve que atender a sus
pacientes, pero aún no nos habíamos conocido.
Parece ser que solía ausentarse con frecuencia de su distrito sin avisar a nadie y cuando
la gente necesitaba al médico, buscaban al más cercano que conocían, es decir, me
buscaban a mí, que apenas si podía moverme de mi destino por lo ocupado que
acostumbraba estar.
Como conocía esta característica de mi colega, siempre atendía a todos los que
necesitaban atención médica, fueran de donde fueran, aunque me supusiera alguna
dificultad. Creo que así debe ser entre compañeros y no me supone ningún problema.
Reconozco, sin embargo, que empezaban a preocuparme las ausencias del otro médico,
que tampoco había tenido el detalle de presentarse para informarme de ninguna de sus
ausencias, ni había aparecido en mi casa al menos para agradecerme el haberle
sustituido en su puesto.
Un día, cuando hacía ya dos o tres meses que estaba en el pueblo, se presentó en mi casa
a saludarme, dijo. Hablamos de muchos temas, en primer lugar, de sus habituales
ausencias.
—¡A saber qué habrás pensado de mí! —insinuó con algún descaro.
—Al principio, nada —contesté con una indirecta—, pero después no he dejado de estar
preocupado, porque a veces me ha visto necesitado de ayuda.
Él no se dio por aludido ni se enojó lo más mínimo. Es más, incluso admitió cierta
lógica en su actitud y en la mía. Parecía que mis reconvenciones llovían sobre mojado.
Mal empezábamos. Después de unos momentos, sin embargo, tuvo el detalle de admitir
su falta de consideración para conmigo, lo que denotaba, al menos en apariencia, alguna
dosis de sinceridad y humildad.
Estuvimos cambiando impresiones bastante tiempo, porque era también bastante buen
conversador. Al final se disculpó y quedamos tan amigo como si nos conociéramos de
toda la vida.
Era un hombre alto, esbelto y bien parecido. De trato fácil y demasiado hablador para lo
que realmente expresaba, como yo había podido comprobar. Amable y servicial cuando
quería o le interesaba para sus tejemanejes.
Viajaba continuamente porque era muy aficionado a la caza y solía acudir a concursos
de tiro al blanco en diferentes lugares de Alicante o Valencia, según refría él, lo que le
confería un aura de aventurero. Exagerado en sus ademanes, superficial y algo
enredador en su manera de actuar con los demás, como si no le importara demasiado el
efecto negativo que causaba en sus oyentes y que demasiado bien conocía él. Yo creo
que se inventaba más de una de aquellas aventuras, fusileras o no, con tal de estar fuera
de su casa. Era un tipo especial, en realidad, porque es verdad que tampoco le importaba
demasiado confesar sus fallos, algunos verdaderamente garrafales, como sus frecuentes
e injustificadas ausencias de su trabajo.
Estaba casado y tenía cinco hijos, cuatro de ellos mujeres y un único chico. Su esposa
era una mujer menuda, tímida, de expresión sobria y vocecilla suave. Su delicado
semblante transmitía serenidad interior que aparecía sólo en el brillo de sus ojos, que
competían con el mar profundo y verde. Poseía un espíritu cultivado que evidenciaba
raras veces, como si no quisiera competir con su excesivo y desaforado marido. Era el
contrapunto perfecto de aquel hombre que no se daba cuenta de lo que valía su esposa.
No me equivocaría en exceso si dijera que con frecuencia ella aparentaba sentirse
demasiado intimidada por la exuberante personalidad de su esposo para que él no
desentonara demasiado con sus exabruptos y su excesiva verborrea. Era una excelente
mujer, de esas que dejan huella de su presencia y de su ausencia sin que los demás
sepan cómo ni por qué.
Nosotros tuvimos cierto trato con ella y llegamos a pasar veladas memorables con ella,
sobre todo Araceli, con quien se sentía identificada y con la que podía expresarse con la
naturalidad y espontaneidad que no mostraba cuando estaba al lado de la desmesura de
su marido. Recuerdo, sobre todo, una ocasión en que ellos, nosotros y otro matrimonio
de médicos que había llegado al pueblo nos reunimos en casa de uno de ellos para la
cena de fin de año. Celebramos una reunión de compañeros verdaderamente agradable.
Mi compañero, ausente tal vez porque hubiera ingerido algo más de lo habitual, se
mantuvo más comedido y fue su mujer la que brilló en todo su esplendor con
inteligentes opiniones y clarividentes comentarios. Fue la primera y única ocasión en
que ella evidenció delante de otros y de su esposo cuán grande era y cuánto valía al lado
de su entonces algo apagado marido. Todos nos sentimos reanimados por sus palabras y
nos congratulamos de su presencia. Al menos así nos pareció a nosotros, que vivíamos
tan aislados y necesitados de acontecimientos sociales como aquella cena de fin de año.
Mi compañero médico siempre se sintió en deuda conmigo y, por lo menos, tuvo la
elegancia de tratar siempre de corresponder del modo que fuera a mis atenciones
profesionales.
Fue pasando el tiempo y poco a poco fuimos salvando las diferencias y cocinando cierta
amistad, que de ningún modo justificaba sus ausencias a las que ya me había habituado.
Un buen día se presentó en casa a decirme que me quería pedir un gran favor que para él
era “de importancia vital”, dijo. Le pedí que me informara de qué asunto se trataba para
ver qué decidía yo.
—Verás, se trata de mis hijos. Les ha llegado el tiempo de ir al instituto y aquí no hay.
Tenemos que buscar uno y necesito desplazarme.
—Pues es el mismo problema con el que nos enfrentamos nosotros —concedí—. En la
primera oportunidad que se me presente tendremos que encontrara una población mayor
que esta, en la que haya instituto, porque mis hijos también van a cursar el bachillerato.
Yo pensaba concursar por médicos titulares, lo que me iba a ser poco menos que
imposible. Al final tuve que decidirme por las escalas de la Seguridad Social
renunciando para ello a mi condición de médico titular, lo que me suponía tener que
poner una excedencia voluntaria.
Para que él pudiera salir de Cuatretondeta y saltar a Alicante tenía que conseguir el
título de Pediatría y Puericultura que se impartía en la Jefatura Provincial de Sanidad de
Valencia. Debía cursar un año lectivo completo, de octubre a junio. Una vez obtenido el
título solicitaría a la Seguridad Social una de las plazas de pediatra de zona. Este era el
único modo de salir de allí.
Todo lo anterior era necesario para explicar el favor que me pedía: para gestionar todo
aquello tendría que ausentarse con bastante frecuencia del pueblo y yo debería hacer las
visitas a todos los pacientes agregados, dos veces por semana, y atender, además, las
urgencias de él, llegaran a la hora que fuera del día o de la noche. A todas luces aquello
rebasaba mis posibilidades. Era demasiado lo que me pedía, y sin que yo percibiera
ningún emolumento por las horas extraordinarias que iba a cumplir durante todo el
tiempo que duraran sus ausencias. Me sentía completamente abrumado, porque, ¿cómo
iba a poder negarme a su solicitud, si era casi una obligación moral? Sentía que no
podía rehusar su petición, así que no me quedó otro remedio que aceptar. No sabía yo
entonces lo que se me venía encima, porque si lo hubiera sabido, no habría sido capaz
de realiza tan descomunal esfuerzo.
Lo primero que hice pue apalabrar allí mismo un cochecito que él se encargó de pagar.
Todo lo descrito anteriormente ha sido necesario para llegar hasta este coche alquilado,
que es el que motiva mi relato.
La visita bisemanal que debía efectuar por toda la contornada era algo muy molesto,
porque me obligaba a recorrer uno cuantos kilómetros por aquellas infames caricaturas
de carreteras para visitar a todos los pacientes Gorga, Milleneta, Balones, Benimassot,
Toyos, Facheca y Famorca, aldeítas con ilustres nombres de resonancias tan dispares. Y
no era por la distancia, sino por las trochas que el cochecillo debía hollar, que me hacían
dudar del estado físico del automóvil al finalizar todo el recorrido de cada día. El coche
que habíamos alquilado para los recorridos era algo fuera de lo corriente: una decrépita
furgoneta, un retablo de vehículo, la DKW más desvencijada que se hubiera podido
hallar en el más rancio concesionario, sucia y que despedía pestilencias por todos los
poros de su anémico corpachón.
Pero había que conocer a su dueño para explicar el estado de la principesca carroza
móvil. Se trataba de Leopoldo, un hombre ya curtido por los años, semejante a badana
de carnero encallecido en correrías campestres, bajito y rechoncho, de aspecto
bondadoso y porte cansino. Sobre su camisa aposentaba sus reales sempiterna
turbamulta de moscas, ansiosas y golosas de los aromáticos olores que desprendía
nuestro príncipe de los alcoholes, y si algún parroquiano de los que se aventuraban a
entrar en el garito le preguntaba que por qué no ahuyentaba el alado ejército,
invariablemente respondía la misma letanía.
—Hagas lo que hagas, a los cinco minutos otra vez están encima de ti, ¿para qué me
voy a molestar...?
Durante el verano solía sentarse a la puerta de una taberna de su propiedad en la que lo
más saludable que se podía tomar era el aire de las montañas que aserraba los riñones de
los escasos parroquianos que se adentraba en la ancha oscuridad de la tasca, tras la
cortina que deprimía la entrada. Apenas se podía encontrar en el barucho algo
medianamente bebible y que, además, tuviera similitud alguna con el jugoso sabor del
vino.
Este era quien nos había alquilado la furgoneta. Indolente, perezoso, incapaz de
separarse de sus moscas, que vivían en su camisa en amigable inquilinato, creo yo que
desde que siglos atrás alguien le hubiese proporcionado aquella prenda que había
renunciado a su color original voluntariamente para adoptar el parduzco matiz de la
guarida mosquil.
Todo ello explicaba el estado lamentable en que encontramos la furgoneta. Nadie la
había lavado ni una sola vez desde que la desgraciada había abandonado, para su
malaventura, el amable y tierno aparcamiento del vendedor. En mi interior comenzó a
encenderse la duda de si la derrengada furgoneta se avendría a recorrer aquellas trochas
montañeras sin protestar. Para empezar, arrancaba a la tercera en medio de toses y
carraspeos con los que trataba de limpiar los cascados y sucios hollines de sus
conductos, lo que no estaba nada mal. La primera vez que la puse en marcha le arranqué
un aullido lastimero seguido de un sonido horrendo como de martillo pilón que golpease
una y otra vez sobre una montaña de latas vacías. El ruido era ensordecedor e insufrible.
Alarmado le dije a Leopoldo:
—Leopoldo, ¿no oye usted ese ruido infernal?
—Sí —contestó con toda naturalidad y calma, como si fuese sonido de dulzaina y no de
carraca latonada—, ya le conozco ese ruido, es de hace días. Comprenda, es que el otro
día se me cayó un bote de aceitunas rellenas en el interior de la caja del ventilador
lateral, y por no desmontarlo y todo eso..., ¡pero era un bote pequeño, no crea usted! La
verdad es que lo siento por las aceitunas, que se desgraciaron todas ellas. Alguna que
otra pude salvar todavía... Pero bueno, eso no influye para nada sobre el coche, que va
estupendamente, si lo sabré yo... Ya lo comprobará usted.
Llegados a este punto dudaba ya de todo, así que hicimos unos pocos kilómetros de
prueba, animados por aquella música de bote de conserva. A medida que avanzábamos
sentía que el estruendo era cada vez más fuerte y agudo y molestaba más, tal vez porque
mis oídos se sentían ultrajados. Harto de aguantar aquel martirio insoportable, le dije a
Leopoldo, mi conductor de prueba, con voz lastimera:
—Por favor, Leopoldo, haga el favor de para el coche y parar el motor.
—¿Se marea usted, don Antonio?
Sin fuerzas para contestar, me bajé, abrí el capó, levanté la tapa donde se hallaba el
ruidoso ventilador y miré en su interior. Allí, al fondo de la caja, reposaba el bote
acribillado por las aspas de ventilador. Introduje el brazo como pude, luché con el bote
y el ventilador hasta que conseguí sacar los moribundos restos del bote que arrojé
furioso al fondo del barraco que flanqueaba el camino.
—¿Ve usted qué fácil era de arreglar?
Ni siquiera se sintió herido u ofendido por mis palabras, ninguna acrimonia en su tono
habitual parsimonioso cuando me contestó.
—Sí, claro que era fácil, ya lo sabía, pero de un día para otro se me olvidaba.
Tras este intercambio de ira e indolencia subimos ambos al coche, el sonriente, yo
desesperado, y siguió conduciendo tranquilo, como si nunca hubiera pasado nada.
A los pocos días decidí hacer otra prueba para comprobar cómo seguía la salud de la
furgoneta. Aquella vez fuimos Araceli y yo con él a Alcoy. Encendió el motor del coche
mientras me miraba a ver si tenía algo que objetar. Yo me mantenía tranquilo mirando
fijamente al infinito. Puso la primera velocidad y la furgoneta dio un salto cuando el
engranaje respondió. Con el salto se oyó un ruido sordo en la parte de atrás. Me giré y vi
rodando por el suelo de la furgoneta a mi mujer y el asiento posterior, que iban
chocando la una contra el otro a ritmo de furgoneta.
—¡Pare, pare, por Dios, Leopoldo!
Corrí a la parte posterior de la furgoneta y comprobé que el asiento de atrás estaba
completamente suelto de su anclaje.
—Pero hombre de Dios, ¿cómo tiene usted esto de tan mala manera? —exigí totalmente
fuera de mí—. ¡Para arreglar esto sólo hay que poner dos tornillos con sus
correspondientes tuercas! ¡Sólo eso! ¿Tan difícil es?
—Sí, sí. Digo no, no. Es decir... No es nada difícil y sí, ya lo sabía —y agregó
justificándose y perdonándome la vida—. En cuanto regresemos lo arreglaré. Siempre
digo eso, pero luego es que se me olvida...
Aquel hombre era un completo desastre, una calamidad andante, un verdadero peligro
público hasta para sí mismo. Con él no se podía, no tenía remedio. Ni siquiera preguntó
si Araceli había sufrido algún rasguño o si se había roto la crisma.
Hicimos la última prueba después de que arreglara el asiento. Ya sin Araceli, que no se
atrevió a acompañarme, fuimos a hacer el recorrido general por el distrito del
compañero al que iba a sustituir. Con todo comedimiento me pidió permiso para cargar
en la furgoneta cinco o seis sacos de patatas que quería vender en Famorca. Le respondí
que por mi parte no había ningún inconveniente.
Tras terminar de recorrer las aldeíllas que debía visitar, se detuvo en Famorca, el último
pueblo, en el que debía visitar a unos enfermos y él iba a vender sus patatas. Aparcó la
furgoneta en la plaza mayor del pueblo. Salió del vehículo, sacó una cornetilla de
pregonero que tenía para estas ocasiones y la hizo sonar cuatro veces dirigiéndola a los
cuatro vientos. Tras el plateado reclamo, asentó sus pies en mitad de la plaza y lanzó su
bando.
—¡Hooooombres! ¡Mujeeeeres de Famooooorcaaaa ¡Ha llegado el meeeeédico! ¡Traigo
pataaaatas buenas y baraaaaatas!
No supe qué hacer, pero el pueblo reaccionó al reclamo. Poco a poco fueron
apareciendo por la plaza primero una, luego tres, más tarde seis o siete... En pocos
instantes una veintena de mujeres se había congregado entorno a la furgoneta y
Leopoldo comenzó su venta. Tras preguntar cómo podía localizar a mis pacientes, me
dirigí a su casa y no supe más de los negocios del vendedor de patatas. Cuando
despaché las dos cosillas que tenía que atender, subí de nuevo a la DKW, que ya no
carraspeaba, no llevaba botes de conserva y cuyos asientos permanecían fijos en sus
anclajes, e iniciamos el regreso, no pude menos que sonreír ante tan peculiar personaje.
Y así empecé mi diario recorrido de médico y sustituto de médico. No sé cuántos
kilómetros llegó a recorrer la ya por aquel entonces pinturera furgoneta, pero atravesó
barrancos, chapoteó vados y describió curvas imposibles con una alegría hasta entonces
desconocida. Leopoldo afirmaba muy serio que su furgoneta parecía tener otro aire. Yo
creo que era por verse libre de su despreocupado dueño.
Cuando la noche daba sus postreros aldabonazos mis jóvenes huesos se resentían y
protestaban con crujidos lastimeros buscando el ansiado descanso. Había días, con todo,
en que debía levantarme para atender alguna urgencia sin que mi acalambrado cuerpo
hubiera alcanzado el necesario descanso. Aquel periodo de sustituciones casi acaba con
mis reservas anímicas, pero estaba Araceli a mi lado que me ayudó en muchas
ocasiones como amable y generosa enfermera.
Tras estos días me quedó algún que otro interrogante. ¿Aún me quedarían más cosas
que pasar? ¿Sería así siempre? ¿Tendría fuerzas para llevar adelante mi trabajo y
atender a mi familia al mismo tiempo?
El tiempo se encargaría de responderme, como se verá más adelante.
Un ángel en la familia
Este es, sin duda, el suceso más triste que tuvo lugar en nuestras vidas y el que llenó de
mayor aflicción y desconsuelo nuestro hogar.
El 20 de julio de 1964 recibíamos con júbilo a nuestro quinto hijo, que para mayor
alegría de todos era otra niña. Por segunda vez en mi vida tuve que armarme de valor y
atender yo mismo el parto de mi mujer. Gracias a Dios todo termino satisfactoriamente
y pudimos contemplar a nuestra nueva hija, que al nacer fue la que más peso consiguió,
nada menos que cuatro kilos y tres cientos gramos. A los pocos días, sin embargo,
comenzamos a observar alguna irregularidad en sus hábitos.
Comenzó a sorprendernos, por ejemplo, que, a diferencia de sus hermanos, durante el
día estaba habitualmente dormida y había que despertarla para darle de mamar, seguía
con sus ojitos fuertemente cerrados mientras se alimentaba y acababa dormida.
Otras veces cambiaba repentinamente el sonrosado matiz de su carita por otro más
cianótico, como si su sangre no se cargara de oxígeno. Era evidente que allí sucedía
algo anormal en una recién nacida. Se añadía el hecho de que terminara por sufrir una
pertinaz fluxión que inicialmente parecía algo pasajero.
Inicié, por tanto, un tratamiento antibiótico intensivo que consiguió recupera a nuestra
hija y devolverla a un estado más sano. Eso nos pareció o queríamos creer que así era.
Quince días más tarde de nuevo volvió a sus estado enfermizo y cianótico y comencé
otra vez el mismo tratamiento, pero aquella vez no mejoraba, la fiebre no cedía y se le
veía perder fuerza y vigor.
Mi preocupación ascendía a medida que su fiebre escalaba grados. Si hubiera podido
disponer en mi clínica de un aparato de rayos... Pero no servía de nada lamentarse de
algo que no tenía solución. Me decidí, entonces, a llevarla a Alcoy para que la viera un
pediatra amigo y compañero de la Facultad quien, a pesar de que estaba bastante
ocupado, nos atendió con presteza. A petición mía la llevamos a que la viesen por rayos
y allí encontramos la explicación de lo que sucedía en su organismo: padecía una
malformación congénita del corazón que consistía en la comunicación entre ambas
aurículas.
Como médico sabía que mientras el feto se está formando existe una pequeña abertura
entre las cavidades superiores del corazón, las aurículas, que llega a cerrarse
normalmente. Hay ocasiones, sin embargo, en que esa abertura no se cierra y se produce
lo que los médicos llamamos persistencia del orificio de Botal. Esta abertura, normal
durante la gestación, en el momento del nacimiento se obtura por medio de un tapón de
fibrina y así queda dividido el corazón del neófito en dos mitades distintas: una por
donde circula la sangre arterial y otra por donde fluye la venosa. Pero si no se cierra ese
agujero, las dos aurículas se comunican y los dos tipos de sangre, venosa y arterial, se
mezclan y dan lugar a los llamados “niños azules”, de pronóstico bastante sombrío
entonces, hoy mucho menos gracias a los adelantos científicos.
Esta persistencia del agujero oval ocurre aproximadamente en un 25 por ciento de la
población, pero en la mayoría de los casos, quienes tienen este agujero no llegan a saber
que lo tienen y no suelen necesitar ningún tratamiento específico.
El diagnóstico para nuestra hija fue certero y la preocupación y el temor por su vida me
embargaron, pues veía que las posibilidades de recuperación eran muy escasas. Mi
compañero, tratando de darme ánimos, me informó de que donde mejor podrían tratar a
mi querida hija era en la sala de Pediatría del Hospital Universitario, pero debíamos
llevarla a la mayor brevedad posible. Añadió que aquella misma noche debía pasarla ya
tomando oxígeno.
Con el corazón en un puño cumplimos al pie de la letra lo que nos indicó y, aunque me
costó gran trabajo encontrar una botella del preciado fluido que tanto necesitaba nuestra
hija, pudimos lograr que pasara la noche respirando oxígeno. Estoy convencido ahora de
que gracias a aquella botella no se nos murió esa misma noche.
Al día siguiente, cuando apenas había asomado una medrosa mañana, salimos rumbo al
Hospital Universitario de Valencia. Nada más llegar ingresamos a nuestra hija y
esperamos en su habitación a que llegara el médico de planta. Al cabo de un buen rato
apareció rodeado de toda una cohorte de ayudantes, los “safas”, como los
denominábamos en la Facultad. Nada más que entró nos quedamos mirándonos el uno
al otro hasta que nos reconocimos. Habíamos coincidido en la Facultad, era el Dr.
Colomer Sala, sobrino del, en aquella época, catedrático de Pediatría Dr. Don Juan Sala.
Inmediatamente comprendió que algo grave sucedía a nuestra hija y puso especial
interés en ella, el mismo desvelo que se tomaron todos los que intervinieron en el
amargo caso que tenían ante sí, y a quienes agradezco de corazón todos los esfuerzos
que pusieron por salvar su vida.
Al día siguiente a nuestra entrada en el hospital apareció a visitarla el catedrático en
persona, un hombre ya mayor, pero muy amable y cariñoso con nuestra pequeña. Sin
proponérselo su sola presencia infundía confianza. De él emanaban seguridad y
esperanza que familiares y enfermos sentían sin que él hiciera nada especial más que
acompañar y posar sus manos sobre la del enfermo. Era tal la empatía que surgía de él,
que pareciera que fluyera de sus dedos e inundara al enfermo y a cuantos se encontraban
en la misma habitación o espacio físico en que se hallara el buen doctor.
Por indicación del catedrático se le hicieron a nuestra hija todas las pruebas y análisis
habidos y por haber, hasta que los médicos alcanzaron un diagnóstico definitivo: la niña
sufría síndrome de Down, además de la complicación de la malformación congénita de
su pequeño corazón, unido todo ello a otros síntomas entre los que se dejaba ver una
debilidad mental profunda.
Días después nuestro amigo médico me citó en su despacho para comunicarme que el
problema bronconeumónico había cedido por completo y que la niña estaba fuera de
peligro. Añadió que para la malformación congénita no existía tratamiento ninguno.
Comentó de pasada que en Estados Unidos habían empezado a intervenir en algunos
casos, pero todo estaba en fase experimental y de momento no había ni que pensar en
algo así. Sus últimas palabras se me grabaron en el corazón a miedo y fuego.
—Estos niños a la larga suelen tener un mal pronóstico, porque lo más normal es que la
mayoría de ellos fallecen bastante antes de llegar a adultos. Al tener disminuidas sus
defensas naturales, cualquier infección que les ataque resulta inexorablemente fatal para
ellos...
Aquellas palabras, que sé que fueron expresadas con la mayor y más exquisita
delicadeza, entonces se me antojaron crueles y despiadadas, aun sabiendo como médico
que tenía toda la razón, que no había más que esperar a que todo terminara de la manera
más sencilla y menos traumática para nuestra querida hija. Con todo el cuidado de que
fui capaz, procuré que Araceli supiera algo sobre el estado de nuestra hija, no todo,
porque las palabras del médico fueron el anuncio de lo que desgraciadamente pocos días
después se cumplió.
Para todos los procedimientos ocupamos una habitación de las que la cátedra tiene
reservadas para catedráticos procedentes de otras universidades, profesores o para
compañeros, como era mi caso. Los días que pasamos con nuestra hija en el hospital nos
los repartimos entre los dos para poder estar con ella y guardar lo más fielmente posible
su rostro en nuestra memoria. Yo permanecía con ella durante la noche y Araceli
durante el día. Mi esposa comía con la niña y yo cenaba al lado de su pequeño lecho. La
primera vez que me llevaron la cena, a las siete de la tarde, me sorprendió la hora y así
se lo manifesté a la hermana que atendía las salas.
—Mire, don Antonio, son las normas generales de la casa y hay que pasar por ellas,
guste o no. Además, estas normas son para todos, incluidas nosotras —me reprendió
con voz acariciadora.
—Lo comprendo, hermana, pero como médico estoy acostumbrado a cenar muy tarde y
a estas horas no soy capaz de comer nada. ¿No podría retrasar algo la hora de la cena...?
Se quedó unos momentos en silencio mirando la camita de nuestra pequeña, dejó la
bandeja sobre la mesa de la habitación y salió sin añadir más que un leve suspiro. Pero
debió surtir efecto, porque cuando regresó a recoger la vendeja oí su templada vocecita.
—No se preocupe más —me explicó con una sonrisa afable—, desde mañana le dejaré
la bandeja de la cena en un rinconcito de la cocina, porque las cenas las preparan
siempre a la misma hora. Cuando a usted le parezca, vaya a la cocina y podrá calentarla
al fuego, si está ya fría, y cenar tranquilamente.
Mejor no se pudo portar conmigo. Y así procedí para cenar, a una hora más habitual
para mí y con la cena caliente.
El día que fui al despacho de mi compañero médico a despedirme y a pagar mi estancia
en la habitación que nos habían proporcionado más los gastos que fuera necesario pagar,
mi amigo me comunicó que ya estaba todo abonado, que no tenía que pagar nada. Me
quedé sin poder hablar.
—No te preocupes por nada, Antonio, que demasiado tiene de qué preocuparte ahora. El
servicio de la cátedra tiene asignados unos fondos para casos como el tuyo, así que vete
tranquilo y cuida de vuestra hija todo el tiempo que podáis, porque nosotros ya no
podemos hacer más aquí.
No fui capaz de decir ni una palabra. Le dimos un abrazo como buen amigo nuestro que
era y salimos del hospital reconocidos a todos por el trato que nos habían dispensado
durante el tiempo que nuestra hija necesitó su atención médica.
Tras nueve días en el hospital regresamos a casa, recuperada ya la quebrantada salud de
nuestra hija. Allí transcurrió el tiempo lenta e inexorablemente, pendientes del estado de
su salud y temerosos de que en cualquier momento cambiase todo de golpe.
Una semana después de estar en casa, por más cuidado que teníamos con ella, volvió a
constiparse y no pudimos evitarlo. La ausculté con cuidado y comprobé con cierto alivio
que la afección era menor que la anterior. Siguió en aquel estado unos días más en que
veía cómo se iba agravando paulatinamente su estado, hasta que una triste mañana no
consiguió regresar de sus sueños.
En aquel momento me encontraba en la clínica con el maestro del pueblo y mi esposa
estaba dando de mamar a nuestra hija. De repente oí la voz de Araceli:
—Antonio, ven enseguida, creo que nuestra niña ha muerto.
Me acerqué a ella, la separé de la madre y procedí a reconocerla. Efectivamente, había
fallecido mientras trataba de mamar. Mi corazón de padre se negaba a aceptar aquel
esperado final, no por ello menos doloroso. La ausculté por segunda y tercera vez, pero
no se oía más que su silencioso corazón. Con todo, pensaba que no estaba todo perdido.
Fui corriendo a la clínica. Cargué una jeringuilla con una ampolla de adrenalina.
Regresé y con rabia inyecté el contenido en el maltrecho corazón de nuestra hija.
Segundos después volví a auscultarla. Ni el menor cambio. No me resignaba a perderla.
Le hice masaje cardiaco. Nada. Intente insuflarle oxígeno boca a boca. Nada.
Entonces sentí una mano en mi brazo y al volverme las lágrimas de Araceli me
convencieron de que ya estaba todo hecho, que habíamos llegado al final de aquel
anunciado desenlace, que debía dejar el cuerpecito de nuestra pequeña, que nuestra niña
no debía seguir presa de nuestros afanes y esfuerzos y que había terminado de sufrir,
que ahora nos tocaba a nosotros conformarnos, consolarnos y consolar a nuestros hijos
que tan encariñados había estado con nuestra benjamina.
Yo me quedé anonadado, abrumado porque no podía entender cómo había llegado el
desenlace sin apenas signos de bronquitis, pero enseguida recordé las palabras del
catedrático del hospital y comprendí que su débil corazón se había entregado al
cansancio.
Tras depositarla sobre su camita permanecimos largo rato desconsolados llorando por
nuestra hija, por nosotros. Aquel duro golpe nos atenazó. Nuestros corazones, que tantas
alegrías habían compartido, compartían también la cruel partida de nuestra pequeña. A
nuestro lado fueron reuniéndose nuestros hijos. Los mayores entendían, sentían y
lloraban. Los pequeños lloraban porque sí, porque nos veían llorar a nosotros y a sus
hermanos y no descifraban todavía lo que había pasado en nuestra familia ni qué le
había sucedido a su Emilín, cuya ausencia no lograban interpretar.
Después de aquello llegaba la dolorosa tarea de comunicar la triste noticia. Mi hermano
se presentó al día siguiente con un pequeño féretro blanco, y aquella blancura impúdica
era lo que más me angustiaba, porque entonces mi corazón era el reino de la oscuridad
más impoluta.
Al día siguiente se celebró la misa de angellis, porque según nuestra fe de creyentes
estábamos convencidos de que un nuevo ángel había partido a su morada definitiva. No
faltó nadie del pueblo y esto nos sirvió de consuelo, porque el pueblo sencillo con su
presencia nos transmitía la estima y consideración que sentían por nosotros.
El entierro, tras la misa funeral, fue una manifestación general de duelo. Todos juntos,
la familia y las silenciosas gentes, tomamos el camino del cementerio, un trayecto corto
y doliente, el más largo y penoso que he tenido que recorrer hasta ahora. Las lágrimas y
el dolor me impedían ver con claridad el pedregoso y polvoriento camino del
cementerio. Lloraba en silencio, sin pudor, sin lograr sosegar mi espíritu.
Antes de proceder al enterramiento del pequeño ataúd blanco que me transportaba a mí
con ella, el cura pronunció un último responso, una última despedida cuyas palabras me
atravesaron frías como la escarcha.
—Recemos un último padrenuestro, pero no por la difunta, que no lo necesita, sino por
sus padres. Para que lleguen a comprender que hoy es un día gozoso para la Iglesia,
porque ha llegado a la corte de Dios un nuevo ángel. Llorad, sí, por vosotros y por
vuestros hijos, como decía Jesús, el renacido de Nazaret.
No comprendo cómo no perdí entonces el sentido, porque voluntariamente me abandoné
a la amargura de la pérdida de nuestra familia, sin saber cómo ni cuándo iba a poder
recuperar mi ánimo ni a superar aquella pena desatada en nuestras vidas.
Hace ya veinte años que falta de nuestra casa la pequeña Emilín y aún duele recordar su
ausencia. Tardamos mucho en restañar y recuperar nuestros debilitados espíritus. pero
no me gustaría olvidar aquellos momentos. Ahora reconozco y admito, no obstante, que
es verdad que el tiempo es el mejor lenitivo para estos males, aunque entonces no quería
saber nada de tiempo ni de lenitivo ninguno. Poco a poco se ha ido remansando el dolor
y la vista de nuestros hijos, que han crecido y se han convertido en nuestros seguidores,
me hace tener esperanzas y confiar en un futuro mejor que el pasado que vivimos
nosotros.
La puesta de coche
Ya desde niño había sentido una enorme atracción por los coches y por todo lo que se
relacionaba con ellos. Cierto es que entonces se veían muy pocos y tal vez por eso me
sentía fascinado por aquellas máquinas que se movían por las calles de las ciudades con
agilidad, compitiendo con los carros tirados por mulos o borricos.
Conocía con precisión las marcas de los vehículos que circulaban, muchos menos que
ahora. Me gustaba informarme de las características técnicas de los modestos y simples
motores de entonces. Recuerdo perfectamente aquellas viejas cafeteras de la postguerra,
época en la que vimos rodar, asombrados, los antiestéticos gasógenos que hacían
funcionar los motores hasta con pieles de almendras.
Después, apareció el biscúter, un microcoche embrión del moderno, que costaba unas
veinticinco mil pesetas de las de entonces, más o menos el salario de unos tres años, y
que poseía la particularidad de no tener marcha atrás. ser el agraciado dueño de alguno
de ellos era símbolo de poder económico e influencia social.
En Valencia se difundieron los hombres-taxi. Eran hombres, normalmente dos, que
conducían una bicicleta-tándem. El transporte consistía en un cajoncito dotado de dos
ruedas sobre el que los conductores transportaban un máximo de dos pasajeros al lugar
que los viajeros les indicaban. En un principio se creyó que este medio de transporte
tendría éxito por ser una ciudad tan llana, pero no fue así y en poco tiempo
desaparecieron estas utilitarias bicicletas. Aquella forma de tracción humana resultaba
un tanto denigrante, creo yo, y esto motivó que desaparecieran más rápidamente.
Mi interés por los medios de locomoción siguió aumentando y en mi mente infantil se
imprimió profundamente una frase que oía con frecuencia: “cuando sea mayor, tendré
un coche”. Ahora, casi cuarenta años después, iba a alcanzar aquel sueño infantil.
Estando aquí, en Cuatretondeta, casualmente llegó a mi conocimiento que en Benilloba,
un pueblo colindante con el nuestro, se vendía por un precio razonable un coche de
segunda mano que estaba bastante bien conservado. Me acerqué a verlo, me pareció el
mejor del mundo y lo adquirí. Su color negro sobrio e imponente le confería una
seriedad que me gustaba para las visitas médicas y enseguida percibí que la gente
aprobaba verme llegar a sus casas conduciendo aquel vehículo. A mí no me gustaba esa
especie de vasallaje aquiescente y en cierto modo servil con que regalaban mi llegada a
sus domicilios cuando precisaban mi asistencia, pero no podía evitarlo.
En verdad el coche parecía un tanque. Era uno de aquellos poderosos Seat 1400 B, con
matrícula A-10536. Se suponía que por el mero hecho de tener un volante, motor y
cuatro ruedas necesariamente debía funcionar, y así lo hacía... cuando buenamente
podía. Con él sufrí toda clase de averías que uno pueda imaginar y algunas más
inimaginables. Aquello de “segunda mano” que me mencionaron cuando lo compré
debiera haberlo interpretado yo como de segunda docena de manos o más. También
confesaron que el coche tenía “poco y buen uso”. Si llego a saber lo de las interminables
averías les hubiera puesto una buena penitencia por los pecados de mentira, exageración
y flagrante embaucamiento. El imponente Seat debía de haber recorrido muchas veces
todo el calvario de carreteras que ya conocía yo. Era una magistral y auténtica chanca,
pero cuando lo compré poseía el empaque de un rutilante azabache tallado por el mejor
orfebre del mundo, por lo menos así me pareció, y me veía más ancho que largo
revestido con aquel principesco manto motorizado, tocado por los Dioses de la
Mecánica Avanzada.
No he vuelto a sentir en toda mi posterior vida una sensación de lujurioso poder y fuerza
como en aquella ocasión, a pesar de haber tenido después del Seat 1400 nada menos que
otros siete coches, todos ellos estrenados por mí. Los coches han sido siempre una
especie de pasión en el total sentido de la palabra.
Recuerdo que llevé mi flamante Seat a un garaje a que repararan algo. El mecánico
exclamó admirativo:
—Con este coche, don Antonio, sólo tiene que tener miedo a la carretera; todos los
demás vehículos, incluidos los camiones, no son nada a su lado, los puede ganar con
toda facilidad.
Me decía, aludiendo a la fortaleza de la carrocería, que parecía un búnker con ruedas.
Sin ningún género de duda era el mejor, el más robusto y a la vez elegante coche del
mundo, porque era el mío. Todos los días lo lavaba y limpiaba con mimo, abrillantando
el lomo y los flancos de aquella regia cabalgadura que no llevaba ni una sola mota de
polvo sobre su reluciente y metálica piel. Luché a brazo partido con el ayuntamiento
hasta conseguir que hicieran en un lateral de mi casa un garaje donde el coche pasaba
las noches resguardado, esquivando con gallardía las inclemencias del tiempo que
pudieran amenazar la integridad de mi tesoro.
Tengo que confesar, pese a todo, que en todo este asunto del coche obré con
incongruencia. Primero adquirí el coche y después me apliqué a la tarea de conseguir el
permiso de conducir. Esa era mi segunda meta, ya que sin él no podía mostrar al mundo
mi extraordinario tesoro, que tendría que sobrellevar con paciencia el más oscuro
ostracismo. Así pues, me dirigí a una autoescuela de Alcoy donde me entregaron las
preguntas y test correspondientes a la primera parte del examen, la prueba oral.
Por aquel entonces se encontraba pasando unos días con nosotros Arita, mi sobrina de
Salamanca, así que ella fue la encargada de preguntarme una y otra vez hasta que
conseguí introducir en mi cabeza las normas de tráfico y legislación de las que tenía que
examinarme. Esto me llevó unos pocos días, hasta que llegué a dominar bastante bien
los test, si bien a veces cometía algún que otro error.
Y llegó el gran día. Acudí puntualmente al lugar del examen, un antiguo cine de Alcoy.
Al llegar me encontré con otros doscientos aspirantes a conductores que esperaban
examinarse. Poco a poco, según iban llamándonos, fuimos entrando en sala. Ya todos
sentados, repartieron dos folios impresos para que contestáramos, uno sobre el código
de circulación y el otro sobre la circulación. En cada folio había diez preguntas que
debíamos contestar. Para aprobar el examen sólo se nos permitía un error. Al ver las
preguntas respiré tranquilo, pues eran cuestiones que creía conocer. Rápidamente
contesté a las preguntas y salí el primero al vestíbulo. Al verme, se me acercó el
profesor de la autoescuela muy asustado.
—¿Cómo sale usted tan temprano?
—Pues porque ya he terminado.
—No han ido demasiado bien las cosas, ¿verdad? —resignado a un fatal resultado.
—Sí, hombre, sí —lo tranquilicé—. Seguro que estoy aprobado.
El pobre hombre no salía de su asombro y quiso saber más.
—Y... ¿cómo está usted tan seguro de que ya está aprobado...?
—Muy sencillo. Lo he hecho todo bien.
El profesor se hallaba consternado. Acostumbrado como estaba a ser testigo de
desastres y suspensos, no le cabía en la cabeza que alguien fuera capaz de terminar el
examen en tan corto espacio de tiempo y, además, convencido sin ninguna duda de
haber aprobado. Como lo vi tan dubitativo, le pedí:
—Saque ahora mismo los test que han puesto y verá cómo se los contesto bien.
En efecto, sacó los test y los completé rápidamente. Al ver que no había ningún error, se
confesó convencido.
—¡Ah, pues es verdad, has contestado todo bien!
—Pues claro, hombre —aseguré confiado—. Mire usted, sin presumir lo más mínimo.
Después de haber cursado una carrera tan larga y compleja como es la mía, esto ha sido
casi un juego de niños.
—¡Claro, claro! Tiene usted razón. Ustedes están acostumbrados a estudiar, es verdad.
Pero la mayoría de los que vienen...
Tenía razón. Pude comprobar después que el nivel del grupo era bajísimo. Cuando nos
dieron los resultados y comprobé que había pasado la prueba oral, me di cuenta de que
había una gran cantidad de suspensos.
Bien, ya tenía la mitad del permiso de conducir. ahora sólo necesitaba la otra mitad, que
intuía me iba a resultar mucho más difícil de superar que el examen oral. Debía pensar
ahora cómo solucionar el problema de las clases teóricas, pues yo no podía permanecer
en Alcoy ni desplazarme dos días cada semana. Hablé con el profesor y quedé de
acuerdo con él en que las primeras prácticas de conducción del coche me las daría el
conductor del coche de línea del pueblo. Si pasados diez o doce días estaba ya
familiarizado con las peculiaridades de la conducción, el profesor de la autoescuela
vendría dos o tres veces al pueblo para que yo realizara las clases prácticas con el coche
que tendría que conducir durante el examen. Y así nos pusimos manos a la obra. El
conductor del coche que recorría los pueblos de los contornos, el tío Toni, comenzó
aclarándome cómo se ponían las marchas, cosa que desde un principio comprendí bien.
Tras esta primera lección me habló amablemente
—Entre en el coche y empecemos.
Así lo hice, pero acostumbrado como estaba a sentarme al lado del conductor, eso fue lo
que hice, sentarme en el lugar del copiloto.
—No, ahí no, ¿va usted a conducir o no? Pues sitúese en el sitio del conductor.
—No, si yo... —balbuceé aterrado— vengo a que me enseñe...
—¿Cómo quiere que le enseñe? ¿A distancia?
No tuve más remedio que ocupar el puesto de conducción y rezar para que no fuera el
último día de nuestra existencia.
—¡Hala, ponga el coche en marcha! Después introduzca la primera y levante poco a
poco el pedal del embrague.
Aún me estoy preguntando cómo no perecimos mil veces aquel día, el más calamitoso
de todos los de prácticas que siguieron.
Al principio tenía el defecto de bajar la vista a la palanca de las velocidades cuando
debía proceder a un cambio. El tío Toni, como delegado por el profesor de la
autoescuela, me afeaba constantemente tan mala costumbre y me reñía constantemente,
hasta el punto de llegar a parecerme el tío Cascarrabias, en lugar del tío Toni. Y era
natural que me llamase la atención, pues cada vez que bajaba la vista hacia la palanca, el
coche marchaba sin control unos metros y resultaba peligroso para los profesor y
alumno.
A medida que pasaba el tiempo fui automatizando los cambios de velocidad y ya no me
resultaba necesario quitar la vista de la carretera por la que practicábamos. Uno de
aquellos días, al cambiar de segunda a tercera velocidad, el coche se me aceleró
demasiado. Muy asustado el tío Toni gritó:
—¡Pisa el embrague, pisa el embrague!
Yo opté por pisar el freno hasta el fondo y el coche se deslizó unos metros por la
arenosa calzada. Cuando tras el sustillo ambos nos tranquilizamos, preguntó:
—Pero, ¿por qué no has pisado el embrague como te dije?
—La verdad, tío Toni —traté de justificarme a sus ojos—, es que con el apuro se me
olvidó de pronto cuál era el pedal del embrague...
Poco a poco iba adquiriendo soltura y agilidad en el manejo de las marchas y en la
combinación de los pedales, sobre todo el embrague y el acelerador, y aprendí a tratar
con suavidad el acelerador.
Al poco tiempo de empezar a coger el volante del coche y conducir me entraban unos
sudores tremendos, me ponía en tensión y terminaba con los brazos acalambrados y una
rigidez en el cuello que al llegar a casa precisaba de los irónicos masajes de Araceli.
—¡Hombre, si conducir te va a suponer tantos problemas...! —se burlaba de mis dolores
de conductor novato.
Todo era debido a la tensión nerviosa que me producía el estar pendiente de tantas cosas
a la vez: pedales, palancas del volante, mirar la carretera, los retrovisores... Todo era
atención, atención y atención unida al respeto, por no llamarlo miedo, que sentía cuando
veía otro coche que se aproximaba por el otro carril de la carretera, y que se
transformaba en pánico cuando se trataba de un camión y sentía que no cabíamos los
dos en la misma carretera.
Poco a poco fui aprendiendo también, no sin grandes esfuerzos, a relajarme y los
dolores del cuello y de los brazos fueron remitiendo, gracias también de las atenciones
de mi esposa que relajó con sus masajes la musculatura de mi cuello. Hasta que
desaparecieron por completo.
Después de recorrer carreteras y caminos para ir adquiriendo la práctica necesaria antes
del examen, llegó el aparcamiento. Desde el primer día me pareció algo diabólico
pensado para exasperar al más templado de los humanos. Unas veces cerraba la
maniobra demasiado pronto, otras demasiado tarde... Aquello era un desastre y me
ponía de muy mal humor que procuraba no transmitir a nadie más que a mí mismo y a
mi ineptitud. El tío Toni me decía que no me preocupara demasiado, que era natural
hacerlo mal al principio, pero no me satisfacían en absoluto sus comprensivas palabras.
Llegué a tal estado, que casi estuve a punto de echarlo todo por la borda, renunciar al
carné de conducir y hasta vender mi preciado tesoro azabache. Aquello del
aparcamiento no estaba hecho para mí, me superaba cuantas veces lo intentaba.
Poco a poco fueron calando en mí las sabias palabras del tío Toni acerca de las primeras
experiencias en aparcar el coche. Fueron transcurriendo los días de prácticas hasta que,
con lentitud al principio, más rápido después, empecé a armonizar mejor los
movimientos y a realizar las maniobras del aparcamiento con mayor precisión. A
medida que lograba coordinar las maniobras todo me parecía más sencillo y terminé
riéndome de mis anteriores agobios e impaciencias.
Cuando el tío Toni y yo consideramos de común acuerdo que ya estaba preparado para
presentarme el examen, llamé al profesor de la academia, y llegó a mi casa con el coche
que debía conducir el día del examen definitivo. Vino dos o tres veces y practicaba
durante no menos de dos o tres horas cada vez. El último día de prácticas conduje sin
que tuviera que indicarme nada y me informó del examen.
—Dentro de un par de días acuda a la escuela a efectuar el examen práctico de
conducción ante el ingeniero de Tráfico, y esté tranquilo, lo hará bien.
Dos días después me presenté en el lugar indicado y el ingeniero me indicó que subiera
al coche. En ese mismo instante impactó en mí la sensación de no saber nada y el pánico
agarrotó mi estómago. Miré a mi profesor y él asintió levemente con su cabeza, pero ese
único gesto me calmó al momento. Subí al coche y empecé el examen confiado.
Tuve la suerte y la habilidad de no cometer ningún error y aprobé el examen a la
primera. Fue una alegría enorme que dejaba muy atrás los desánimos, miedos y dolores
de brazos y cuello. Por fin tenía mi permiso para conducir mi espectacular coche nuevo,
huérfano hasta entonces de mis atenciones, triste y solitario en su dorado aparcamiento,
que todavía olía a pintura reciente. Ya podía conducir cualquier vehículo rodante por
cualquiera de las carretas nacionales y aventurarme por donde fuera y quisiera.
Pero tras la euforia del momento, la sensatez acudió en mi ayuda: ¿estaba realmente
capacitado para conducir? El carné me permitía conducir, sí, pero ¿sabía conducir? Mi
situación era la siguiente: me había comprado un coche, había conseguido, no sin
esfuerzos, un garaje para guardarlo, tenía mi carné de conducir nuevo en el bolsillo de la
chaqueta, pero la realidad es que me sentía totalmente incapacitado para sentarme al
volante de mi choche y empezar a rodar con él. Dejé pasar el tiempo hasta que, pese a la
gran ilusión que sentía por mi Seat, casi me olvidé de su existencia. Me rondó también
el pensamiento de que todo había sido un error, que lo mejor sería vender cuanto antes
el vehículo, para que no se me enfriaran los ánimos, y olvidar que tenía un carné de
conducir. Al fin y al cabo, no iba a ser yo la única persona del mundo que no disponía
de un coche propio.
Estos negativos pensamientos ocuparon mi mente durante una buena temporada, pero
no tomaba ninguna determinación. En el fondo dudaba y, entre tanto, debía atender a
mis responsabilidades como médico sin que la zozobra que me producía tal situación
ensombreciera ni menguara la atención debida a mis pacientes.
Por razones que hoy día se me escapan, tal vez porque aquel tropel de dudas se
remansó, se sedimentó o se apaciguó con el tiempo, comencé a notar que, de modo
imperceptible al principio, después con más firmeza, recobraba la serenidad y la calma
que habían desertado de mi interior y germinaba la ilusión por empezar a conducir mi
propio coche. Esta sensación de haber recuperado el sentido unido a la renacida ilusión
de conducir el coche me indujo a sacar el coche y conducirlo a la visita que debía hacer
en Gorga, pueblecito situado a unos cinco kilómetros de Cuatretondeta, lo que suponía
unos diez minutos más o menos. Era poca la distancia y poco el tiempo, pero me
vendría bien para mi bautismo de fuego como conductor. Pasé un verdadero calvario, he
de decir, en este primer y corto trayecto, pero conseguí aparecer indemne en Gorga.
Momentos hubo en que iba tan despacio que el coche se me paraba porque iba en
primera y el coche no adquiría la potencia necesaria para salvar el escollo de una simple
cuestecilla. Después comprendí que era culpa mía, pero entonces sólo pensaba que el
coche era una birria incapaz de conseguir mayor velocidad para superar las cuestas. La
realidad es que era yo el birria de conductor, incapaz de recordar y poner en práctica
todo lo que había aprendido en la academia.
Continué practicando por aquellos andurriales no sin cierto temor, pero estaba resuelto a
superar definitivamente mis pueriles miedos y a liquidar de una vez por todas el
problema que me había creado, porque, o vendía el coche y me olvidaba para siempre
de la ilusión con que empecé, y no estaba dispuesto a eso, o terminaba para siempre con
los obstáculos que yo mismo había interpuesto entre mi cordura y mi puerilidad.
Desgraciada la piedra que debe soportar dos veces, y a veces muchas más, los tropiezos
del mismo hombre. Razón tenía Schiller cuando publicó su irrefutable "contra la
estupidez humana, los propios dioses luchan en vano".
De vez en cuando solíamos ir a Alcoy para hacer compras de ropa, enseres y todo lo que
habitualmente no encontrábamos en el pueblo. Nos desplazábamos a Alcoy cuando ya
no había otro remedio y teníamos que efectuar la compra mensual de una familia
numerosa como la nuestra, pero suponía una incomodidad inmensa. Nos teníamos que
levantar hacia las seis y media de la mañana y nos acompañaban dos de nuestros hijos,
porque no podíamos dejarlos a todos al cuidado de la abuelita, que cada vez podía
menos y desempeñaba menos funciones dentro de casa. El coche de línea salía a las
ocho de la mañana y era la única combinación que existía. El regreso a casa con toda la
compra era un canto épico a la imposibilidad.
Cuando llegó un día en que Araceli me informó de que no podíamos menos que ir a
Alcoy, pues debíamos comprar no sé cuántas cosas, me eché a temblar, más que nada
por la tremenda alteración que suponía para mi actividad como médico y para nuestras
vidas.
Ni ella ni yo nos acordamos de nuestro coche, que seguía a buen recaudo en el garaje
para que no se manchara. Pero de repente me acordé de él.
—Pues esta vez —aclaré muy seguro de mí mismo—, iremos a Alcoy como unos
señores. Y nada de levantarnos a las seis. Iremos a las diez en nuestro imponente coche.
La respuesta de Araceli fue como un jarro de agua fría y me molestó:
—¡Tú estás loco!
—Puede que sí, pero hay que reconocer que, si tenemos un coche y yo un permiso para
conducirlo, tendré que practicar poco a poco, ¿no? Iré a Alcoy, a Valencia, Madrid o
Salamanca o adonde sea, para eso lo hemos comprado.
Araceli me miró con ojos abiertos como cuevas de montaña y, mientras se iba, murmuró
algo que no pude captar. Supongo que no quedaría muy convencida del todo, tal vez lo
aceptó, por la firmeza con que le respondí, como algo irremediable. Puede que
comprendiera que era lógico, que ir usando poco a poco el coche era lo que se imponía
si queríamos disfrutar de él.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, salimos en dirección a Alcoy sentados
cómodamente en el coche. Estoy convencido de que todos íbamos poseídos de un miedo
casi insuperable. Veía desde el retrovisor a mis dos hijos mayores erguidos y tiesos
como postes de circulación helados. A mi lado Araceli se agarraba al asiento con sus
dos manos como garfios sobre la presa. El trayecto era corto, pero se nos hizo tan largo
y agotador como si hubiéramos viajado de Gerona a Cádiz.
A medida que avanzábamos mi confianza iba consolidándose, hasta que allá a lo lejos,
en el casi único trozo largo y recto de carretera, vi que avanzaba hacia nosotros el más
grande camión que soñarse pudiera y la primera imagen que me vino a la mente fue el
bueno de don Quijote en denodada y desigual batalla con los espantosos gigantes de los
molinos de viento. Aquel monstruo de hierro y acero seguía su alocada marcha sin el
menor asomo ni intención de detener o aminorar su velocidad. Evalué mentalmente el
hueco por el que debíamos pasar y me convencí de que no cabíamos ambos vehículos
en aquel diminuto espacio. ¿Cómo era posible que pudiéramos pasar si el camión ya
ocupaba casi la totalidad de la carretera? El engendro mecánico seguía su alocada
marcha, sus ruedas devorando la distancia con gigantescas zancadas. Por un instante
cerré los ojos. Me negaba a ver cómo nos estampábamos contra la pavorosa e insensata
mole que se nos echaba encima sin remedio. Hice acopio de todo el valor que cupiera en
mi oronda persona. Abrí los ojos. Sujeté con fuerza el volante. Disminuí levemente la
velocidad y nos lanzamos fiándome en la bondad y misericordia del Creador. Procuré
orillarme todo lo que pude y... ¡pasamos al lado del camión sin el menor rasguño! En
segundos sentí la fuerza de absorción que encabritó el coche cuando nos cruzamos y
temí no ser capaz de dominarlo, pero por fin comprobé en mi retrovisor que el monstruo
se alejaba desdeñoso. Había sido impresionante sentir la adrenalina disparada por todo
mi cuerpo. Todo mi corpachón estalló en un estruendoso grito de felicidad que Araceli y
los niños corearon con estrepitosos y laudatorios aplausos. ¡Los cuatro estábamos vivos
e ilesos!
Para el conductor del camión, acostumbrado a todo tipo de carreteras, incluidas las
enanas como aquella, y con largos años de experiencia aquello había sido... nada, la
cosa más normal de su diaria vida de conductor. Para mí, en cambio, había sido mi
primer cruce con un camión y estaba casi dispuesto a inscribirlo como EL
ACONTECIMIENTO de mi cuaderno de bitácora de conductor.
Yo no sabía entonces que nuevos apuros, sudores y sobresaltos me esperaban más
adelante, en cuanto entráramos en Alcoy. A medida que avanzábamos por las calles,
todas las personas que veía a través del parabrisas las contemplaba segundos después
bajo las ruedas del coche. Inocentes niños que se dirigían a sus colegios con las
mochilas al hombro no entrarían más en sus aulas, los descubría aplastados. Funestos
pensamientos como estos ocupaban mi imaginación de tal forma que cuando quise
darme cuenta habíamos llegado a nuestro destino. Casi me dieron ganas de besar el
renacido suelo bajo las suelas de mis zapatos.
El regreso fue mucho mejor. Ya no había tantos molinos de viento mecanizados y con
ruedas. Hasta nos arrancamos a cantar todos, cosa que más adelante hacíamos en casi
todos los viajes que hicimos. En poco tiempo descubrí el placer de conducir, de viajar
con mi familia. Me atreví incluso con Valencia, unos ciento treinta kilómetros. Tuve
que ir varias veces por razones de trabajo y mi pericia como conductor se iba
afianzando cada día un poco más.
Al cabo de un par de años me lancé a Salamanca con toda la familia y el
correspondiente mundo de maletas y bolsas. ¡Nada menos que unos setecientos
kilómetros! Pero era Salamanca, donde teníamos familia a la que casi no veíamos por la
distancia y mi trabajo. Siempre era una gran alegría encontrarnos con todos nuestro
familiares y amigo de la culta y docta ciudad, sobre todo con Paco y Bene, a quienes
queríamos mucho, y que también tenían una numerosa familia como la nuestra.
Nunca creí que llegara a conseguir convertirme en un gozoso conductor. Los dos o tres
primeros años son cruciales para conducir, pues uno cree que domina las técnicas de
conducción, que sabe todo, y esta falsa confianza puede conducir a una gran desgracia
en forma de fatal accidente. Yo procuré dominarme y mantuve a raya mi ánimo, pero no
sé si siempre lo conseguí del todo.
Cuando empecé a atreverme a conducir, los lugareños de Cuatretondeta estaban
atemorizados por mis insensatas maniobras. En cuanto veían asomar el morro oscuro de
mi coche se apartaban con respeto, apuro y rapidez, y unos a otros se avisaban, incluso
dándose gritos, de la llegada del médico. A mí me parecía una exageración. Ahora, en
cambio, me parece que hacían bien en ponerse a buen recaudo para salvar sus vidas de
mi insensatez.
Conducir por primera vez un coche, sobre todo si es el que uno mismo ha elegido para
disfrute personal, produce una aglomeración de sensaciones difíciles de explicar que se
atropellan e invaden el espíritu: poderío, dominio, seguridad, potencia, superioridad,
soberbia, y algunas más que es sencillo imaginar, que en mí fueron intensamente reales.
Estas sensaciones han sido capaces hasta de inspirar una novela, muy graciosa, por
cierto, de Wenceslao Fernández Flórez.
Ahora, con la madurez y experiencia que confieren los años, pienso en lo mucho que
han cambiado nuestras vidas gracias a dos inventos que el genio humano ha creado y
que en aquella época fueron fundamentales para nosotros, por vivir en un medio tan
aislado de todo y de todos. La televisión primero, que nos ayudaba a darnos cuenta de
que formábamos parte de una vasta sociedad, que no éramos una isla, sino que
participábamos de un mundo ancho y transversal. El automóvil después, con el que
aprendimos a conocer la rica complejidad de quienes vivíamos en ese mundo que
entreveíamos en la televisión, que nos acercaba a una realidad tan generosa, tan
diferente y tan ubérrima.
“Xocolatá” obstétrica
El cura párroco del pueblo tenía como ayudante a una mujer de unos cincuenta años,
francota y sincera ella, aunque algo tosca, al menos de expresión, que resultaba
simpática y campechana a pesar de todos los pesares.
Debido a una dolencia que no viene al caso especificar, le estaba administrando unas
inyecciones que yo mismo le había prescrito. El día en que le puse la última inyección
sucedió algo insólito, algo que nunca hasta entonces había vivido.
Después de inyectarle el medicamento tiré de la jeringa hacia atrás para extraer la aguja,
pero me quedé con parte de la jeringuilla en la mano. La aguja se había roto y parte de
ella había quedado alojada sin salir del cuerpo de la mujer. El cura párroco, que era
afilado en sus sarcasmos, al ver mi cara de asombro e incredulidad, me dijo:
—Ejem... ¿qué ha pasado?
—¡Pues... casi nada, que se me ha quedado la aguja en el interior! —respondí alarmado,
porque nunca me había ocurrido algo así.
—¿Y ahora qué hacemos, don Antonio? —leí la hilarante mordacidad que le bailaba
entre los dientes mezclada con un cierto recelo.
—Pues no queda más remedio que tratar sacarla como sea. Pero voy a ir a casa a traer el
instrumental, no sea que tengamos alguna desgracia —el uso del plural me ayudaba a
sentirme acompañado en mi torpeza.
La buena mujer se quedó aturdida, el cura disfrazó la ironía de suspicacia y yo me sentí
bastante preocupado porque nunca me había encontrado en semejante trance. Sabía lo
difícil que resulta la extracción de la aguja cuando se queda alojada en el interior del
cuerpo, ya que puede moverse con una facilidad pasmosa.
De nuevo en casa del párroco, les expliqué la situación y les hice ver a ambos las
dificultades que podía entrañar la extracción de la aguja.
—Trataré de solucionar este problemilla con la mejor voluntad —atenué la dificultad
para que no se alarmaran, sobre todo la mujer—. Si lo prefiere, puedo enviarla a Alcoy
donde un cirujano con más medios que yo intervendrá con mayor seguridad y rapidez.
—¡Usted no tiene que enviarme a ningún sitio! ¡Estoy dispuesta a lo que sea! ¡Estoy
segura de que usted la sacará sin problemas! —rebatió ella muy segura.
Le agradecí interiormente la prueba de confianza que me otorgaba y esto me infundió
ánimos para iniciar la búsqueda de la aborrecida y odiada aguja.
La acostamos sobre la mesa del comedor. Herví todo el instrumental que creí necesario
para la intervención. Esterilicé la zona de la operación. Me encomendé a todos los seres
celestiales que me vinieron a la mente. Cogí el bisturí e hice un corte grande y profundo,
porque sabía que en estos casos había que ser generoso, y empezó a salir sangre, plasma
e incluso sebo. Apenas veía nada. Drenaba el campo de visión, pero a los pocos
segundos de nuevo estaba anegado. Busqué la maldita aguja utilizando suavemente una
pinza, pero eso, buscaba a tientas, porque no veía nada. Esperaba tropezar con ella en
algún momento, pero era inútil, no conseguía nada. Profundicé más en la herida. Seguí
limpiando y buscando. Más nada. Me golpeó entonces el chispazo mental de estar
buscando una aguja en un pajar y me parecí masoquista. Estaba empezando a ponerme
nervioso. Mi ineficacia era perjudicial para todos. Momentáneamente cerré los ojos.
Inspiré y espiré profundamente para oxigenar mi embotado cerebro. Volví a tantear
suavemente con la pinza en el interior del boquete y esta vez noté un roce diferente. Me
detuve porque sentí que allí estaba el objeto de mi ansiosa búsqueda. Pedí al párroco
que me sujetara las pinzas y procurara no moverlas ni un milímetro. Cuando me aseguré
de que el párroco tenía en sus manos las pinzas, puse en práctica lo que yo llamo una
“marranada quirúrgica”, que fue introducir el dedo meñique pausadamente dejándolo
resbalar sobre una rama de las pinzas y allí, al final de la rama, mi dedo tropezó con la
aguja. No había duda de que era ella. Cogí la pinza Pean y la introduje guiándola por la
rama de la otra pinza que el cura sujetaba y llegué hasta el punto en que había tocado la
aguja. Muy despacio abrí la pinza y coloqué las dos ramas de la Pean entorno a la aguja.
Cerré cuidadosamente la pinza, me aseguré con el dedo de que estaba bien sujeta a la
pinza Pean y comencé a sacarla hacia el exterior. Di un último tirón y salió la aguja
envuelta en sangre. ¡Por fin! Mi alegría se desató y con ella la de la sufrida paciente y la
del involuntariamente forzado ayudante.
Le curé la herida que sin querer había provocado y cuando terminé, les comenté la gran
suerte que habíamos tenido, que es muy difícil lograr extraer una aguja que se queda
dentro del cuerpo, y a instancias del cura, abrimos una botella de cava y celebramos
alegres el fin de la avería. Yo algo menos que ellos, porque nunca me ha gustado esa
bebida.
Ciertamente se había complicado mucho aquella banderilla. Mientras regresaba a casa
iba pensando con asombro en lo mucho que la aguja, arrastrada por el torrente
sanguíneo, había progresado hacia el interior del cuerpo en apenas unos minutos, y al
mismo tiempo reconocí que una vez más había sentido la presencia de Dios en aquella
difícil intervención.
La burrita herida
Un día una joven del pueblo salió con su vieja burrita a hacer leña. De vez en cuando,
arreaba al animal de forma mecánica con el mango de su hachuela para que no se
detuviera. Una de las veces, sin embargo, se confundió y asió el hacha de forma natural,
por el mango, y sin querer propinó a la borriquilla un hachazo en un lateral del cuello
provocándole una herida por la que comenzó a manar abundante sangre. La herida no
era profunda, pero el lugar en que estaba era el adecuado para que la sangre saliera con
facilidad.
Así llegó hasta mí a que compusiera el desaguisado que ella había provocado a la
burrita. Ya he mencionado antes lo reluctante que he sido siempre a tratar médicamente
a los animales. Esa es tarea de veterinarios y yo no lo soy. Pero en lo pueblillos en que
ha discurrido mi quehacer médico no se encontraba más veterinario que la sabiduría
popular, el sentido común y la costumbre, recursos que las gentes sencillas han utilizado
para sanar las mataduras, enfermedades y dolencias de los animales que vivían con
ellos, animales a los siempre han profesado un cariño especial y que han formado parte
importante -en algunos casos necesaria- de sus vidas. Sí había veterinarios, pero era
muy escasos, tenían encomendados a sus cuidados un considerable número de
localidades y era bastante difícil dar con ellos, sobre todo en casos de urgencia como el
que se me presentaba.
Los animales me gustan poco, lo confieso; actuar de médico de ellos, menos y, además,
nunca me ha salido bien. Por esta razón aconsejé a la joven que avisara al veterinario al
que le correspondía la atención de los animales de nuestro pueblo.
—Lo más y mejor que puedo hacer ahora —traté de persuadir a la joven— es ponerle
una venda que comprima el cuello para evitar que se desangre hasta que el veterinario
pueda tratar la herida.
Ella pareció conformarse. Dejó atada la borrica a uno de los almendros que florecían en
la parte posterior de la casa y echó a correr para avisar al veterinario. Entre tanto yo
coloqué una venda que comprimía el cuello del animal y mentalmente di por zanjado el
episodio. Regresé a mi clínica y continué con mi trabajo habitual. Llevaba un tiempo
estudiando en mi despacho cuando apareció Araceli.
—Antonio, siento interrumpirte, pero a pesar de la venda que le has puesto, la burrita
continúa sangrando abundantemente.
—Mira, Araceli —le respondí un tanto contrariado—, tiene en su cuerpo ocho o nueve
litros de sangre. Eso es bastante. Además, ha ido ya a buscar al veterinario, que es quien
tiene que solucionar la avería que ella misma ha perpetrado en su borrica. No creo que
tarde mucho más.
Estas razones no convencieron en absoluto a mi esposa y añadió:
—Pero Antonio, está sangrando mucho. Deberías darle algún punto, ¿no?
—¡Déjame en paz con la dichosa burra, esa no es misión mía!
Mi esposa abandonó mi despacho bastante contrariada. Reconozco que mi respuesta
había sido bastante desabrida, pero cuando estoy enfrascado en algo me molesta que me
interrumpan y rompan mi concentración con cualquier cosa. De nuevo traté de
abstraerme en mi estudio, pero a los pocos momentos se me acercó la abuelita con paso
aterciopelado y permaneció unos instantes a mi lado. No quise darme por aludido, pero
era imposible y la miré con ojos pesarosos.
—Antonio, la burrita sigue tirando jarros de sangre. Como siga así se va a desangrar del
todo —sus palabras y su mirada trataban de contagiarme el pesar que sentía.
No recuerdo cuál fue mi contestación, supongo que no le dije nada por no contrariarla, y
de nuevo me ensimismé en mi trabajo, que empezaba a antojárseme problemático de
acabar.
Otros pocos minutos después sentí a mi lado otra presencia distinta de las anteriores.
Empezaba a sentirme verdaderamente irritado.
—¡Papá —mis tres hijos se habían aliado para esta ocasión—, la burrita está a punto de
morirse por tirar tanta sangre! ¡Ya casi no le queda nada de sangre dentro!
Los eché de allí con cajas destempladas. Aquello ya era demasiado.
Por último, regresó a mi despacho mi mujer para decirme con aire de inmisericorde
reproche:
—¡Desde luego, parece mentira que sigas ahí tan tranquilo, mientras el pobre animalito
se está desangrando ante nuestros ojos!
Esta vez sé que no respondí. Permanecí unos breves momentos tratando de estudiar un
poco, pero era imposible. La última advertencia de Araceli me dejó sobre ascuas. ¡Mira
que, si el pobre animal se llega a morir por no atenderlo, por mi culpa...! ¡No me lo
perdonaría nunca!
No resistiendo más el sistemático asedio al que me había sometido mi familia, abuelita
incluida, y ya para entonces mi propia conciencia, me levanté del sillón con visible mal
humor y tomando un porta-agujas enhebrado con el catgut más grueso que encontré, me
encaminé al lugar en que, según mi familia, debería estar ya moribunda la burrita. Allí
permanecía, atada y con mirada de carnero a medio morir. Dos hombres que pasaban
por la calle me ayudaron a sujetarla firmemente, le quité la empapada venda que
rodeaba el cuello de la borrica y allí mismo le di seis o siete puntos de sutura. Taponé la
herida con polvo de sulfamida y le vendé el cuello de nuevo. Al poco rato regresé a
observarla y comprobé que no sangraba. Me quedé más tranquilo y regresé a mi
despacho perseguido por las acusadoras miradas de mi familia que sentía clavadas en mi
nuca, pero en paz conmigo mismo y supongo que también con ellos.
A la media hora de haber curado la borriquilla, llegaron la joven y el veterinario. Tal
vez por tratar continuamente con animales, el veterinario se había contagiado de la
idiosincrasia del colectivo animal, porque sus ademanes eran bastante brutos y su
lengua más aún. Revisó la herida y empezó a desatinar.
—¡Vaya puta herida que tiene este puñetero burro! Pero, ¿para qué cojones me habéis
llamado? —ni siquiera se dio cuenta de que era burrita—. ¿Por qué demonios me habéis
hecho venir? —repitió fuera de sí—. ¡Aquí está ya todo hecho! ¡Mecagüen to lo que se
menea, el puto tiempo que me habéis hecho perder! ¡Mi tiempo significa dinero
contante y sonante!
A las primeras palabras que salieron esputadas por la boca del veterinario Araceli me
miró arrebolada y se marchó mirando con indignación a aquel hombre que se permitía
tan arrabalero lenguaje. Yo quise llamarle la atención porque ni su forma de hablar ni su
comportamiento eran los pertinentes en una persona que se esperaba fuera considerada
con los pacientes a los que tenía que atender, aunque fueran animales. Pero no quise
decir nada, temía otra reacción peor y no estaba dispuesto a soportar otra explosión de
grosería, impertinencia y chabacana vulgaridad.
Tras aquellas zafias expresiones el veterinario salió violenta y rápidamente de allí sin
tener siquiera el detalle de agradecerme el haberle sustituido, bien que a regañadientes.
Aquella fue la segunda burrita que he salvado en mi vida, el primero era un asno
sencillo y entrañable. Ahora reconozco que, mal que me pese el primitivo enfado que
me causó el echar al traste una tarde de estudio y trabajo, aquella intervención en el
cuello de la borriquilla herida me produjo satisfacción. Empezaba a ver y considerar a
los animales de modo diferente. Era otra clase de pacientes, parcos en expresiones, que
hablaban con ojos a veces tan expresivos como los de los humanos, sus casi congéneres
animales.
El cazador cazado
Había en el pueblo un vecino llamado Ximo quien, según decía la voz popular, era el
mejor cazador de los aledaños. Cada vez que me veía o coincidíamos por alguna de las
calles del pueblo insistía en que tenía que acompañarlo en alguna de sus correrías
cinegéticas. De nada servía que le asegurara que a mí la caza no me gustaba, que la
muerte de un animal empezaba a provocar malestar en mi interior y que por esta razón
no sentía ninguna afición ni el menor interés por cazar ningún animal, por pequeño que
fuera.
Él estaba convencido de que no existía nadie que no disfrutara cazando.
—Conozco a muchos médicos muy aficionados y a otros cuantos que son consumados
cazadores. No entiendo por qué a usted no le gusta —argumentaba seguro de sí mismo
—. Necesariamente usted también debe ser aficionado, como sus colegas.
Un buen día en que insistía en convencerme de la bondad y virtudes de la caza, cansado
ya de buscar razones que le hicieran entender que no me gustaba y por librarme de él de
una vez por todas, accedí a acompañarlo.
—Está bien, ya que insiste tanto, cuando quiera vamos.
Allí fue ver el cielo abierto. ¡Había convencido al reticente médico! Preso de su
entusiasmo no quiso esperar más.
—¡Pues mañana mismo nos vamos! Y no es necesario madrugar, como dicen algunos.
Con que salgamos a las diez de la mañana sobra. Estaremos hasta la hora de comer.
Menos mal que la hora de salida era aceptable, pues estábamos en noviembre y hacía ya
bastante frío para andar madrugando. Había decidido que cazaríamos tordos, porque en
esa época son bastante abundantes, afirmaba. ¡Pobres avecillas, qué culpa tendrían ellas!
Él mismo se encargó de agenciarme una escopeta y munición, algo de lo que yo carecía.
En cuanto conocieron en casa mi salida a cazar, mis dos hijos mayores quisieron
acompañarme nos dejarás pegar algún que otro tiro, ¿eh, papá?, seducidos por tan
excitante posibilidad. Me sorprendí a mí mismo dejándoles venir conmigo soslayando la
desaprobadora mirada de la madre de las criaturas que no quería oponerse a ese viaje
delante de los niños.
Estaba seguro de que en cuanto estuviéramos solos me llenaría de razones para negarse
a que me acompañaran, y yo tendría que cargarme de argumentos para que me
acompañaran. Y así fue. Hablamos y pude convencerla prometiéndole que de ninguna
manera dejaría que los niños se acercaran a las armas ni las tocaran.
En un lugar determinado del monte él tenía avistados unos árboles en los que, al
parecer, los pájaros se posaban más que en los demás árboles. Alguna querencia debía
encerrar para que los tordos los prefirieran a otros árboles de los contornos.
No conocía yo por entonces el acusado sentido artístico y musical que posee esta clase
de pájaros. Desde lejos distinguí una mancha negra que navegaba por el cielo y que me
llamo la atención. A medida que nos acercábamos comencé a distinguir una sinfonía
silenciosa y rítmica de alas. Comprobé que eran aves que se movían a gran altura, como
rivalizando con la también silenciosa cadencia de las nubes que delineaban quiméricas
figuras cambiantes. Nada más llegar a los límites del terreno la sinfonía cambio de
ritmo, aceleró la velocidad y una catarata de alas y picos se abatió sobre el terreno
encerrándonos en una momentánea oscuridad clamorosa, que repentinamente remontó
hacia lo alto del árbol moteando su copa de una sorprendente piel verdinegra. Acababa
de descubrir el mágico y sonoro concierto móvil de las aves. Irremediablemente me
acorde de Fray Luis de León y su acuciante deseo de que las aves lo despertaran con
aquel “su cantar süave no aprendido” que llenaba de ecos su huerto, plantado en la
ladera del monte, y se me antojaba imposible conciliar y armonizar la hermosura del
monte y la danza de los tordos con la mentalidad depredadora de mi amigo cazador.
A unos metros de los tordos y de su árbol había levantado Ximo una especie de chozas
con ramas de pino y desde el interior disparaba, esperaba, disparaba, esperaba... y
mataba cuantas aves quería. Me lo explicaba una y otra vez vibrante de entusiasmo,
pero yo seguía sin comprender aquella emoción y menos aún la pretendida belleza que
él encontraba cazando los tordos. Con estos ánimos tan débiles y poco claros me dirigía
a la cacería.
Caminamos los cuatro, Ximo, mis dos hijos y yo, hacia la sierra, a un lugar que
llamaban “les cremaes”, páramo en el que en tiempos debió producirse un incendio.
Una vez llegados, me mandó que me escondiera en una de aquellas cabañas que tenía
preparadas. Recuerdo que miré al frente por ver los árboles listos para esperar su carga
de los alados frutos negros. Me introduje con mi hijo Antonio en el interior de la
umbrosa cabaña, en la que entraba aire por todos los intersticios, y me senté sobre el
suelo húmedo. Él se marchó con mi hijo Julio a otro bohío, unos metros más arriba del
nuestro, flanqueado por dos zahúrdas blanquecinas de piedra reluciente, desbastada por
el uso que hacían de ellas los cochinos que solían llevar los lugareños. A los pocos
minutos de estar allí y una vez pasada la calorina de la ascensión, empecé a sentir frío
que poco a poco iba aumentando. Como las paredes de aquel refugio eran ramas enteras
de pino, aquello no resguardaba del frío, que entraba y salía por donde quería.
¡Estábamos frescos! La humedad, sigilosa, silenciosa y persistente, me empapaba los
músculos y aumentaba la sensación de frialdad que reinaba en el interior del chamizo en
que me encontraba para mi desgracia. El calor de mi piel se iba desgastando,
empequeñeciendo, por la undosa exudación del suelo que escalaba por mi cuerpo como
una lenta procesión de gusanos que iban garfeando sobre mi piel.
Y allí me estuve mi fresquillo cuarto de hora, esperando a que la bandada asomase por
entre las ramas de la choza. Cuando estaba a punto de desertar, darme por vencido y
marcharme al calorcillo amable de mi casa, mi hijo Antonio me susurró apremiante pero
cauteloso:
—¡Papá, allí, en la rama más baja del árbol! ¡Hay un pájaro...!
—¿Dónde dices? —me esforzaba, pero no lograba ver nada.
—¡Sí, en esa rama verde que hay a la derecha!
Dirigí la vista a donde me indicaba y, efectivamente, allí había un pájaro. Con mucho
cuidado para no hacer ruido y alarmar al ave, asomé el cañón de mi escopeta por entre
las ramas dirigiéndolo lo más rápidamente que pude hacia el lugar donde asentaba sus
reales el desdeñoso volátil. Lo observé en el extremo del punto de mira y sólo distinguía
un minúsculo ramillete de plumas. Contuve el aliento -había dicho el hábil cazador que
era fundamental- y disparé.
—¡Papá, papá, lo has matao! —vociferó enardecido Antonio.
—¡Sí, como no sea del susto...! —el sarcasmo pudo conmigo.
—¡Que sí, papá! ¡Que te lo has cargao! —insistió rebosante de infantil orgullo—. ¡Ya
verás!
Salió a todo correr de nuestro albergue y a los pocos momentos regresó con un pájaro en
la mano, que, desde luego, no era el tordo al que yo había apuntado, sino otro pobre
pajarillo que había tenido la desgracia de toparse con mi impericia y que, ¡pobre
animalillo!, no pesaría más allá de diez misérrimos y penitentes gramos.
No comprendo aún cómo fui capaz de acertar a tan pequeña avecilla desde tamaña
distancia, porque, la distancia era realmente grande, o al menos a mí me lo pareció. Con
todo no experimente el menor placer o satisfacción por haber matado aquel pajarillo que
ni mucho menos podría llevar la pomposa calificación de presa. Por el contrario, aquello
me pareció inhumano y cruel.
Y como allí dentro hacía cada vez más frío, opté por salir de nuestro escondrijo y dar
por finalizada aquella tontería de la campaña cinegética. Fuimos a buscar a nuestros
compañeros de caza y nos informaron de que ellos habían disparado dos tiros nada más
y no habían conseguido ninguna “presa”. Nosotros enseñamos nuestro rimbombante
trofeo como si hubiésemos logrado una hazaña.
Al llegar la hora de la comida me permití el pequeño lujo de sentir en el fondo de mi
interior una pequeña sensación de triunfo: con toda su experiencia y habilidad, con su
arsenal de escopetas de caza y sus guantes de piel natural de gamuza, habíamos
conseguido algo, y el aguerrido “mejor cazador de los aledaños” ni siquiera había
llegado a avistar uno de aquellos muchos tordos que festoneaban los cielos en trepidante
hueste concertante.
Pero, al final de todo, yo me convertí en el cazador cazado, porque el frío que tan
amorosamente me abrigó me obsequió con un ardoroso lumbago que me retuvo tres días
incapaz del menor movimiento, y con unos dolores que me hicieron prometerme a mí
mismo que jamás me dejaría envolver en ninguna otra cacería, ni con “el mejor cazador
de los aledaños” ni con ningún otro reputado cazador que se me presentase. Debo añadir
que hasta ahora lo he cumplido.
Operaciones raras
Por estar tanto tiempo en Cuatretondeta me tocó efectuar un buen número de pequeñas
intervenciones quirúrgicas que considero fueron un tanto raras y que ahora comprendo
que no dejaron de ser curiosas para la época en que las tuve que realizar.
La primera de ellas fue una que tuve que efectuar a un niño de corta edad. Tendría unos
seis o siete años nada más y era hijo de uno de los números de la Guardia Civil que
estaba destinado, como yo, en Cuatretondeta. Se llamaba Gaspar, pero lo llamábamos
todos Gasparín por su gracejo y estatura pequeña para la edad que tenía. El caso es que
siempre, subrayo, siempre, siempre, llevaba una caña entre las manos y la movía como
si de la batuta de un director de orquesta se tratara. Fuera el momento del día que fuese,
en primavera, verano, otoño o invierno, la batuta de caña siempre acompañaba a
Gasparín. Pienso yo si dormiría con ella, si sus padres le habrían permitido llevar al
lecho el carrizo de sus amores.
Cuando acudía a la misa mayor de los domingos, depositaba la caña en un rinconcillo
del atrio, como señal de respeto, para recogerla a la salida y no desprenderse más de ella
el resto del día, de los siguientes días. Era la única excepción que se permitía a sí
mismo, la misa mayor.
¡Ah, el bueno, sencillo e inocente Gasparín con su caña! Se había convertido a su joven
edad en toda una institución en el pueblo, algo así como la noche y el día, o la torre de
la iglesia, que se veía desde cualquier lugar del pueblo, o como la misma Guardia Civil,
que flanqueaba verde los caminos. Así transitaba Gasparín por el pueblo con su
uniforme de rubia caña. Tal vez fuera una extraña simbiosis vegetal-animal, pero eran
una unicidad consagrada por el uso.
Como todos los niños, andaba correteando por todas partes, pero un mal día, mientras
corría, se tropezó y cayó de bruces. Sus manos sujetaban la caña, con la que él dirigía el
ritmo de su carrera, y como consecuencia del golpe contra el suelo la caña se tronchó en
dos y uno de los trozos se le clavó en la lengua. El llanto repentino y espasmódico del
rapaz convocó a un buen número de aldeanos que se acercaron a ver qué le había pasado
a Gasparín. Lo levantaron del suelo y entonces entendieron. Reguerillos de sangre salían
su boca, bajaban por su cuello y formaban un mapa rojo en la camisa del niño. Por la
herida fluía la sangre sin que nadie pudiera o acertara a contener la abundante fuente
que parecía aumentar poco a poco. El dolor fermentaba en los ojos de Gasparín y
colgajos perezosos de lágrimas se desplazaban por sus mejillas confluyendo y
mezclándose con los riachuelos de sangre. No había forma de detener los manantiales
que regaban la pechera de su camisa y se alargaban hasta terminar en el suelo, donde ya
había un charquito, una pocita sanguinosa, cosa natural, pues la lengua es un músculo
fuertemente vascularizado y por ello sangra abundantemente.
Llevaron al desdichado niño a mi presencia sin atreverse a tocar la caña que atravesaba
su lengua. En cuanto lo vi pensé que la herida era importante, pero una vez me cercioré
de que la parte herida era sólo la lengua, tranquilicé al niño y a toda la compaña.
—¡A ver, calmaos todos! Yo mismo solucionaré el problema. No hay necesidad de
llevarlo a ninguna parte.
Todo ello si es que conseguía contener al herido, que no se dejaba tocar y se defendía
como un jabato. Necesité la ayuda de tres de los acompañantes de Gasparín para
sujetarlo e impedir que, en la medida que se pudiera, se moviera mientras le extraía el
trozo de cañavera. A continuación, siempre con cuidado por los constantes espasmos de
dolor del niño, conseguí darle un par de puntos y la hemorragia cedió.
Una vez superado el susto, los dolores lacerantes y sana ya su lengüecilla, volvió de
nuevo nuestro Gasparillo a ser lo que había sido hasta entonces. Volvió a corretear por
las calles del pueblo, a recorres las eras y a dirigir toda la vida de la aldea con un cálamo
nuevo que le había regalado el carpintero oficioso, uno de los parroquianos que más
quería a Gasparín.
La segunda de estas intervenciones raras también me tocó hacerla a otro niño, aunque
algo más pequeño que Gasparín.
Estábamos en Navidad y un poco antes de empezar a comer me trajeron al niño a la
clínica. Estaba con sus padres en un bar del pueblo, adonde habían ido a tomar algún
aperitivo, y al niño se le ocurrió la nada brillante idea de introducir una almendra pelada
en su naricilla. Nadie conoce las razones de tan peregrina. Tal vez quisiera saber hasta
dónde podía viajar la aventurera almendra, es posible que se tratase de algún juego o
que hubiese visto hacer algo parecido a alguno de los que estaban en el bar; todos
sabemos que los niños aprenden lo que ven.
Cuando vi de quién se trataba, me eché a temblar, pues ya lo conocía de otras ocasiones
en que su madre me lo había traído. Nada más verse en la calle que conducía a mi casa,
el niño comenzaba su concierto de llantos y pataleos que aumentaba al entrar en la
clínica. Pero no acababa ahí. Al dirigirle mi mirada, arreciaban los llantos y quejidos. Si
trataba de auscultarle el pecho, se defendía como gato montés lanzando zarpazos a mis
brazos y manos. Cada vez que llegaba a mi consulta era como batallar con quijotescos
molinos.
Y allí lo tenía en mi casa el día de Navidad, con una almendra viajera en su diminuto
apéndice nasal. Había que tratar de solucionar el almendrado problema médico de la
mejor manera posible, venciendo la resistencia de aquel hércules niño. Ayudado por sus
padres y algún otro de los familiares que lo acompañaban, conseguí ver el fondo del
conducto nasal. En el lado izquierdo se encontraba un cuerpo extraño de forma
puntiaguda, la almendra. Intenté asirla con unas pinzas finas, pero se me resbalaba
porque no podíamos evitar que el niño se agitara en la silla y que moviera la cabeza
como espantando algún avispero que tuviese incrustado en el cráneo. En uno de las
violentas sacudidas llegó a herirse sangrando ligeramente.
No sabía cómo ingeniármelas para solucionar el problema y me detuve a pensar de qué
manera podría retirar la almendra de la nariz. De repente se me ocurrió un posible
remedio: instilarle en la nariz unas gotas de un vasoconstrictor nasal muy enérgico.
Esperé unos minutos y comprobé que la inflamación provocada por la penetración de
aquel cuerpo extraño en la nariz había disminuido prodigiosamente. Tomé a
continuación un estilete muy fino, lo doblé en forma de ángulo levemente obtuso y con
mucho cuidado hice resbalar su punta por uno de los lados de la almendra. Cuando creí
que había llegado al fondo y comprobé cierta resistencia en el estilete, tiré hacia el
exterior y al fin salió la almendra envuelta en algo de sangre y moco.
Todos respiramos aliviados y satisfechos por la liberación de la naricilla del niño. Todos
menos el propio niño, quien, por si acaso, continuaba chillando y aullando como si en
ello le fuera la propia vida.
La última de estas operaciones raras que se me presentaron durante mi estancia en esta
querida aldea tuvo como protagonista a una niña. Me la llevaron a la clínica y me
informaron de que una mosca común se le había introducido en el oído derecho. La niña
estaba muy asustada y su madre más. Las tranquilicé asegurándoles que había una
sencilla forma de sacar el insecto del oído.
⸺Pero, don Antonio, ¿no se meterá en el cuerpo? Es que la mosquita es muy pequeña
⸺preguntó alarmada y atemorizada la niña.
⸺Si es pequeñita como dices, no te preocupes, saldrá enseguida. Además, yo le voy a
obligar a que salga ⸺le aseguré.
Simplemente había que hacer un buen lavado de oído con agua hervida. El chorro de
agua a presión arrastraría al exterior a la inoportuna expedicionaria del oído infantil.
Como yo preveía sucedió, con el agua salió el insecto.
⸺¿Ves? ⸺se la enseñé a la pequeña⸺. Ya está. ¿Verdad que ha sido fácil y no te
ha dolido?
La niña me miraba asombrada y no acertaba a decir nada. La madre no podía ocultar
tampoco su satisfacción.
⸺Pues tenía usted razón. Con el agua ha salido muy bien, pero yo creí que al ahogarse
la mosca usted la sacaría con las pinzas esas de desatascar.
⸺Pero, don Antonio ⸺quiso saber la niña⸺, ¿y si la mosca sabe nadar?
⸺¡No, mujer! ⸺aseguré a ambas mujeres⸺. ¡El agua no es para ahogar la mosca,
sino para arrastrarla al exterior!
⸺¡Claro, claro, don Antonio, quite usted allá! Tiene usted toda la razón.
Sin añadir nada más, madre e hija salieron de la clínica justo en el momento en que
estaba a punto de echarme a reír. Me obligué a no reírme porque no debía reírme de la
sana y sencilla ignorancia de mis parroquianos, pero me asaltó la duda de si la madre
verdaderamente seguía creyendo que el agua no era para ahogar la mosca, sino para
arrastrarla al exterior como yo les había asegurado, y si estaba convencida de que los
insectos pueden nadar o no.
Siempre es de admirar la firmeza de la credulidad que la gente sencilla muestra ante
situaciones como la anterior. Sin el menor rubor y con la convicción y la fuerza de
costumbres inveteradas, los padres transmiten creencias espurias a sus hijos y estos las
aceptan de modo natural por la fuerza de la tradición. No necesitan razones ni
argumentos, creen porque tiene que ser así. Profesan la profunda y humilde fe del
carbonero que cree sin dudar, que vive convencido de su verdad porque sí, porque los
más viejos del lugar no se equivocan ni actúan con doblez. Así es porque es así.
Una difunta en solitario
Serían las diez de la mañana cuando apareció el alguacil para pedirme que fuera a su
casa cuanto antes, pues su madre se encontraba muy mal. En pocos minutos me presenté
en su casa. Me abrió la puerta su hija y me condujo a la habitación de la enferma. La
madre del alguacil era una mujer de edad avanzada, como de unos setenta y tantos años,
a la que hacía unos días había reconocido en mi clínica porque padecía una endocarditis.
En aquella visita pude constatar que tenía muy inflamado el revestimiento interno del
corazón y que la endocarditis estaba muy descompensada. Dada su edad y el estado de
su corazón, estaba convencido de que le quedaban pocos días de vida, porque no tenía
esperanza de que se recuperara. Convoqué a los familiares y les di a conocer mi
negativo pronóstico para que se fueran preparando y fueran preparando también a la
enferma.
En esta ocasión, cuando entre en su alcoba y me vio me aseguró con voz entrecortada
que se encontraba muy mal, que sentía como si se ahogara. Y algo de verdad debía
haber porque me percaté de la cianosis que azuleaba sus labios, lo que en estos casos
representa un síntoma de un grave mal. Le tomé la tensión y la encontré anormalmente
baja. Ausculté enseguida su maltrecho corazón y me quedé aterrado al apreciar un
bloqueo y una arritmia ostensible. De pronto llegó a mis oídos un tono más profundo y
fuerte y luego se abatió el silencio. Acababa de fallecer de un colapso fulminante.
Llamé a su hija, que contemplaba la escena nerviosa y expectante a los pies de la cama,
y le informé del rápido y triste fin de la enferma. Apenas la hija escuchó mis palabras,
salió de la habitación dejando abierta la puerta y desapareció de mi vista en pocos
segundos. No tuve tiempo ni para reaccionar y decirle que esperara un poco. No sé
dónde iría, tal vez a informar a su hermano y a otros familiares, y me quedé solo con la
difunta mujer.
Resulta extrañamente curiosa la actitud tan diferente y variada que adoptan las gentes
ante la presencia de la muerte. Nunca se puede asegurar cómo van a reaccionar. Yo he
llegado a la conclusión de que es imprevisible. ¿Ignorancia? ¿Sorpresa, resignación,
desamparo, miedo a lo desconocido...? No sé. Tal vez sea una mezcla de todo eso junto
y al mismo tiempo.
El caso es que me hallaba solo con la difunta. No tuve otro remedio que colocarla yo
mismo en posición horizontal y cerrarle los párpados, que habían permanecido abiertos
e inmóviles, mirando al infinito sin ver ya nada de lo que sus ojos, antes tan vivos, tan
abiertos, habían observado del mundo de acá, y recordé las palabras que el célebre
orador Jacques Bénigne Bossuet había pronunciado ante el túmulo real de Luis XIV:
“Sólo Dios es grande”. Aquella mujer, tan alejada y ajena a las suntuarias galas de la
realeza, era tan grande como un rey ante los ojos de su Dios y Creador. Ante mí estaba
el grandioso poder igualador de la muerte que Calderón había reflejado tan
expresivamente en El gran teatro de mundo.
Permanecí unos momentos en silencio ante la madre del alguacil y mis labios musitaron
un rezo por la inmortal alma de aquella mujer que en esos instantes se hallaría ante la
sublime presencia de su Hacedor.
Después de unos respetuosos momentos a solas con el lejano y deshabitado cuerpo de la
mujer, recogí mi instrumental, lo guardé en el maletín y el abatimiento me entretuvo
más de lo acostumbrado en el trayecto de regreso. Entré en casa y fui a mi despacho de
la clínica a esterilizar y guardar el instrumental. Tras recoger todo, me senté a la mesa
del despacho y recorrí la habitación con la mirada hasta que se encontró el Cristo de San
Juan de la Cruz que Dalí había pintado no muchos años antes. La soledad, otra vez la
soledad, ahora la del Cristo con los brazos abiertos a toda la humanidad, prestos a
acoger al mundo entero, como entonces acogía a aquella mujer que había dejado atrás
su vida terrenal y regresaba a su vida natural.
Comprendí al Bécquer de la Rima LXXIII y me salió del alma que sí, que los muertos
se quedan muy solos. También había salido yo triste de la alcoba. En ese momento
escuché también el toque de difuntos con que las campanas de la iglesia pregonaban con
su lengua de hierro la quejumbrosa nueva de una muerte. En un breve espacio de
tiempo se pondría en funcionamiento todo el cortejo de la muerte con sus acompañantes
que nos recordaría a todos los habitantes de la aldea el memento homo, quia pulvis es, et
in pulvem reverteris.
Al final de la tarde, la piqueta del enterrador pondría momentáneo término a aquella
vida hasta el fin de este viejo tiempo que dará paso al inicio del nuevo, más duradero.
Un reconocimiento difícil
Existía en el pueblo una familia formada por el padre, hombre anciano ya y viudo, y dos
hijos de edad avanzada también. Uno de los hijos, el mayor de los dos, permanecía
soltero. El otro hacía poco que se había casado y por razones que no vienen al caso
había establecido su hogar frente a nuestra casa.
Cierto día, el casado se acercó a mi casa para rogarme que fuera a visitar a su hermano,
que estaba enfermo en casa del padre de ambos. Comprendí por la palidez de su rostro
que debía ser algo grave, así que, tras recoger mi maletín me apresuré para llegar cuanto
antes a casa del enfermo.
Llegué a la casa y entramos por una puertecilla metálica precariamente en pie.
Atravesamos un pequeño corralillo donde tres o cuatro gallinas correteaban junto a un
par de indolentes gazapillos que se calentaban mutuamente acurrucados junto a unas
balas de heno. En la pocilga dos gorrinos hozaban junto a una marrana descomunal que
a empujones pugnaba con los gurriatos por rebañar los restos de la pitanza. El suelo
terroso estaba cubierto por una fina capa de fiemo rubio guarnecido de mondas de
patata, salvados y otras sustancias de origen muy dudoso.
A la derecha se abría una débil oscuridad apenas velada por una cortina de tela añosa,
raída y con remiendos de diferentes colores. Allá se dirigió mi acompañante, que me
invitó a pasar delante de él. Pasé al interior y me recibió una húmeda sensación de
frescor y un tufo que ya había sentido levemente en el corral. Aquello estaba sucio. Allí
necesitaban a alguien que pusiera un poco de orden y de limpieza, pero era como pedir
peras a un olmo. La habitación estaba en penumbra por la ausencia de luceros. Una
mesa camilla piadosamente tapada por unas faldillas reposaba en el centro de la
habitación, flanqueada por cuatro heroicas sillas. Junto a la pared un aparador
desvencijado se apoyaba silencioso en un arca misericordiosa de goznes envueltos en
amoroso orín.
Sentado en una de las sillas había un hombre de edad muy avanzada, al que me presentó
como su padre, quien enseguida empezó a explicarme lo que le pasaba a su Pepito.
Hacía días que se encontraba mal, tosía mucho y apenas tenía ganas de comer, lo que
era raro en Pepito. Sin embargo, a pesar de estar mal insistía en que no se llamara al
médico.
Apenas empezó a hablar noté en él cierta vacilación, como si necesitase buscar las
palabras o no acertase con la expresión adecuada, y la expresión adolecía de cierta
incoherencia. Sus gestos eran mecánicos y repetitivos. Todo esto me llevó a considerar
si el padre tendría alguna deficiencia menor o si era su forma habitual de expresarse.
⸺Mire usted ⸺le contesté despacio para que me entendiera bien⸺, cuando uno se
encuentra mal, guste o no, hay que avisar a un médico enseguida, porque es el único que
puede certificar la presencia de algún mal y puede remediar la enfermedad.
⸺Ya, ya, eh..., estoo..., en...tiendo, don Aaan...tonio, pero es que mi Pe…pito es tan
raaaro... A pesar de ser su padre, no lo comprendo. Tengo mieeeedo de que haya
cogi...iío algún “cáncer maligno”.
Lo de “maligno” me hizo sonreír. ¡Como si hubiera algún cáncer benigno! Por otra
parte, me sorprendía el viejecillo, quien, en medio de su ignorancia y su trastabillante
habla, se permitía el lujo de aventurar hipótesis médicas.
Dispuesto mi ánimo a lo que hubiere, subimos al primer piso de la casa donde estaba la
habitación de Pepito, habitación que hacía juego con el resto de la casa. Llena de polvo
y suciedad y en el suelo, lejos de la cama, una alfombra de colillas que, con toda
seguridad, el enfermo había lanzado al albur de una escupidera que centelleaba en
medio de la habitación. A pesar de mi ánimo bien dispuesto, aquello daba asco.
En el centro de la habitación estaba la cama, si se podía llamar así a aquel enmarañado
revoltijo de sábanas, mantas, y unas cuantas badanas de oveja o de cabra que asomaban
aquí y allá en confusa mescolanza de olores y colores. Me acerqué para observar al
enfermo, pero no vi a nadie en la cama.
⸺Pero ¿dónde está el enfermo? ⸺pregunté alarmado⸺ ¿No se habrá escapado...?
¿O sí?
⸺No, señooor, no ⸺contestó el padre⸺. Está ahí, lo que pa...sa es que es
menudito, yyyy como se ha en...fa...da...do por avisarle a us...ted..., se ha tapado
total...mente y paaarece que nooo hay naide.
Me acerqué más a la cama y dirigí mi mirada a donde se veía una montañita de cabra y
mantas que, sin duda, era Pepito, un hombre escuálido, bajito, y que empezaba a
temblar.
⸺¡Pepitoooo, sal de ahí! ⸺gritó el padre.
Se oyó algo como un gruñido ininteligible para mí, pero nada sucedió. Como seguía sin
aparecer, añadí:
⸺Bueno, insista otra vez a ver si por lo menos me enseña la cara. Si no sale de ahí es
imposible saber si está enfermo o no.
⸺Esto looo ha...ce por..que es...tá eeen..fada..o. Él nooo es asín... ⸺trató de
justificar el padre.
⸺Pídale que salga del refugio ya o me voy. Tengo más enfermos a los que debo
atender.
El padre lo llamó varias veces y como seguía sin aparecer, tiró con verdadera furia de
todas las ropas que ocultaban la cama. Algo se rasgó y por fin apareció Pepito. Allí
estaba acurrucadito en posición fetal. El padre le propinó un manotazo, lo puso boca
arriba y le subió la ropa que vestía para que yo pudiera auscultarlo.
Aparecido por fin de entre el batiburrillo de ropa, lo contemplé atónito. Su frente estaba
recorrida por miríada de suaves acanaladuras que dibujaban un grave poso de
intranscendencia en su rostro. Los ojos, que giraban y giraban con desesperación,
despedían chispazos de mortecina luz y recorrían la habitación de modo apático e
impasible, recluidos tras la oscura cárcel de las cejas. Su boca se abría y cerraba sin
aparente motivo impulsada por un motor interno distinto al que hacía girar los ojos, y
parecía insinuar una sonrisa desvaída de animalillo moribundo. Por una de las
comisuras se descolgaba un vacilante reguerillo de légamo vidrioso, se desperezaba bajo
la camisa y se abismaba en los pliegues añejos del raquítico estómago. La mano derecha
iba rítmicamente a tocar el párpado derecho, como si en cualquier momento se le fuera a
escapar del cuerpo. No hacía falta ser un experto para darme cuenta de que todo aquel
cuadro evidenciaba una deficiencia severa, acompañada de graves trastornos motores,
tanto de motricidad fina como gruesa, y explicaba al mismo tiempo el estado del padre,
que, sin llegar a la severidad del hijo, también tenía alguna deficiencia.
Procedí entonces a auscultarle el pecho, pero Pepito estaba tan ofendido que por no
verme la cara la giró bruscamente al lado opuesto al que me encontraba. Preferí no
darme por enterado y auscultarle adecuadamente. De vez en cuando extendía una mano
y trataba de quitar el fonendo de su pecho y yo se la retiraba suavemente. Tras unos
momentos comprendí que sufría una bronquitis y así se lo comuniqué a su padre.
⸺Bueno, ya está. Se trata de una bronquitis. No hay ningún rastro de cáncer maligno.
Según bajábamos la escalera el padre seguía tratando de justificar el espectáculo
involuntario de su pobre y enfermo hijo.
⸺Yo creo, eeesto, doon Antoniiio, que Pepito eees bas...tante raaarooo, pero usté no
tiene cuuulpa de naaaa, see lo aseeeguro.
Una vez en la calle lamenté la desdichada situación en que se hallaba la humilde
familia. Echaba de menos a alguien, persona o institución, que pudiera paliar algo la
agobiante situación en que se encontraban el padre y su hijo. Ambos necesitaban
urgente ayuda. El padre para sobrellevar su propia deficiencia y atender a su hijo, y el
hijo para hacer frente a su severa deficiencia y poder llevar ambos una mejor calidad de
vida. Tendría que hablar con el alcalde del pueblo para que viera si se podía hacer algo.
Esa era también mi labor como médico.
Un agua de limón imposible
Me informaron del cuartel de la guardia civil de que uno de los militares se encontraba
enfermo en la cama, así que cogí el instrumental y fui a visitar al enfermo. Lo encontré
en su cama, como me habían dicho, y lo examiné con cuidado. Tras la auscultación y el
análisis de su situación, concluí que estaba afectado de una colitis aguda, algo normal en
los veranos.
El enfermo era un hombre grueso y corpulento, de aspecto exterior duro como piedra
berroqueña, pero mientras iba hablando con él me di cuenta de que en realidad era muy
ignorante y de carácter demasiado bueno hasta el extremo de parecer un tanto
bobalicón.
Para evitar la deshidratación le prescribí una dieta líquida a base de agua de limón
durante un tiempo, hasta que él mismo comprobara que la diarrea cesaba y te receté
unos comprimidos que la ayudarían.
Pasados unos días, como no tenía nada urgente que me lo impidiera, me acerque a
comprobar el estado del paciente. Como era de esperar parecía que el tratamiento iba
por buen camino, porque me informó de que la diarrea iba cesando, aunque demasiado
lentamente para lo que él desearía. De modo inconsciente, dirigí la mirada hacia la
mesilla de noche, cosa que la práctica me ha aconsejado hacer, y entre otros varios
objetos, observé un vaso ancho, de esos que se utilizan para escanciar güisqui. Dentro
del vaso del vaso nadaba un limón entero, con su piel amarilla brillante como una
patena. Atónito ante el vaso, pregunté a la esposa del enfermo:
⸺Perdone, ¿para qué tiene ahí ese vaso con el limón dentro?
⸺¡Para que va a ser! Usted mismo ordenó que debía beber mucha agua con limón.
Por cierto, lo toma bastante bien. Hoy mismo lleva ya seis o siete vasos enteros.
No pude evitar una estentórea carcajada que, aunque intenté, no pude reprimir.
⸺Pues no sé de qué y por qué se ríe usted, don Antonio. Eso es lo que usted dijo, ¿o
no?
⸺Perdone mi explosiva carcajada, no pretendía molestarle a usted. Yo daba por
supuesto que usted sabía cómo preparar el agua con limón y veo que no es así.
Interiormente me enfadé conmigo mismo por haber dado por supuesto que sabrían
preparar el agua con limón. Recordé entonces a aquel enfermo al que había recetado
tiempo atrás unos supositorios, y qué sucedió por haber dado yo por supuesto que
también sabía qué hacer con ellos.
Le expliqué cómo debía preparar el agua con limón y cómo debía tomarlo. El enfermo
intentó justificar a su esposa:
⸺¡Como usted no dijo cómo había que prepararlo, mi mujer lo ha hecho como yo
mismo le dije!
⸺Está bien, está bien. No se preocupe más, pero tal y como lo tenía preparado, le
aseguro que no le habría hecho el menor efecto, aunque hubiera bebido un bidón entero
de esa agua.
Salí a la calle y mi primera reacción fue reír con ganas. Después pasé a la sorpresa,
porque, ¿cómo era posible que en pleno siglo veinte hubiera alguien que no supiera
preparar una humilde y sencilla jarra de agua con limón? Pues sí, sí que había quien no
conocía algo tan sencillo y esto me condujo a la tristeza. Me preguntaba a mí mismo
cuántas veces la ignorancia de algo tan sencillo como el agua con limón habría
provocado grandes males, e incluso, tal vez, el fallecimiento de algún paciente.
Me prometí que nunca más me sucedería algo parecido a mí. Que no se me moriría
ningún paciente porque hubiera yo dado por supuesto algo, porque no hubiera ejercido
la medicina educativa tal y como la concebía en ese momento. Me aseguraría de que el
paciente y quienes lo asistieran y cuidaran supieran en todo momento todo lo que le
fuera necesario para que el paciente recuperara su salud perdida, de que mis
prescripciones e indicaciones serían claras, inteligibles para el enfermo y sus cuidadores
y de que no hubiese posibilidad de improvisaciones o actuaciones descabelladas por
parte del enfermo ni de quienes lo atendían y cuidaban.
Debo lamentar que fue un descubrimiento personal que debería haber intuido mucho
tiempo antes. Tal vez se hubieran solucionado antes y mejor algunos de los problemas
médicos con que me encontré desde los primeros tiempos en que empecé el ejercicio de
la medicina.
La nueva escuela
Tras un tiempo con una escuela avejentada, con goteras e imposible en los inviernos, se
construyó el edificio de una escuela unitaria nueva, muy bonita, compuesta por dos
secciones adosadas. Una era para los niños, con un maestro, y la otra para las niñas con
su maestra. Aún no había llegado la coeducación. No se concebía que niños y niñas
podían aprender juntos y con aprovechamiento y sin ningún inconveniente ni dificultad,
como sucedía en los juegos callejeros. Por las tardes niños y niñas juntos llenaban las
calles con su juegos y risas y nunca había el menor problema. En cambio, parecía haber
dificultades y problemas enormes cuando se trataba del aprendizaje y debían separarse
niños y niñas. Aquello era incomprensible para mí, pero no había ninguna posibilidad
de obrar de otra manera.
Cada una de las dos secciones constaba de un clase espaciosa y muy alegre, con amplios
ventanales que se abrían al campo y llenaban de aire y luz natural cada una de las aulas.
Los servicios eran independientes: dos despachos, uno para cada profesor, y todas las
demás dependencias diferenciadas. Se construyeron también dos viviendas adosadas
para cada uno de los docentes, modernas, con dos baños cada una, aunque algo
pequeñas.
Hasta aquí todo era normal. Lo raro o curioso es que entre todos los proyectos que se
presentaron a consideración, ni arquitectos ni aparejadores, nadie fue capaz de construir
un patio adecuado para los recreos, tan importantes y necesarios para una escuela. Bien
sé que dicho así esto puede parecer raro, pero es rigurosamente cierto. Al no contar la
escuela con un patio, los estudiantes debían hacer el recreo en plena calle, que en el
pueblo no era propiamente calle, sino los terrenos sembrados de toda clase de productos
hortelanos, cultivados con esmero por los vecinos y destinados a la venta y al consumo
propio. La consecuencia era obvia: durante el tiempo del recreo los niños pisoteaban los
sembrados con sus juegos, sin darse cuenta del perjuicio que causaban a las gentes del
pueblo.
Con el paso de los días, los labrantíos que circundaban las escuelas parecían el campo
de batalla de Ariosto. Los dueños de las huertas, furiosos como Orlando, fueron a
quejarse al alcalde del inconsciente estropicio que los jóvenes estudiantes les causaban.
Tenían toda su razón y el alcalde no pudo desechar sus quejas. Dispuesto a solucionar
tan involuntario desaguisado, el alcalde ordenó acotar un espacio de terreno bastante
grande por la parte donde daban los amplios ventanales de las aulas. Pero tuvo la
brillante idea de utilizar alambra de espino, del que se utiliza para cercar el ganado.
Unos pocos días después de inaugurar solemnemente tan delicada obra de ingeniería
tuve que suministrar ocho puntos a uno de los alumnos que se había atrevido a competir
con el metálico cercado. Otros días más tarde me trajeron a otro alumno algo menos
herido, pero herido. Como aquello tenía visos de prolongarse y complicarse cada vez
más, decidí tomar cartas en el asunto y me dirigí directamente al alcalde, ante el que
tenía cierto predicamento. Muy correctamente le pregunté de quién había sido la idea de
instalar un cercado tan agresivo en el campo de juegos de los alumnos.
⸺Mire, don Antonio, se ha colocado ese tipo de cercado porque los alumnos, sin
querer y sin saberlo, causan enormes destrozos en los sembrados ⸺trataba de
justificar su decisión.
⸺Señor alcalde, es cierto lo que dice, pero ⸺eché mano de mi ganado respeto⸺
arreglando los destrozos de las cosechas, sin quererlo también, se provocan otros
destrozos en las endebles anatomías de los niños. En unos pocos días ya he recibido tres
niños con lesiones más o menos graves, pero puede llegar a ser muy peligroso.
Reconozco que es necesario cercar el campo de recreo, pero ¿con esa clase de alambre
de púas?
⸺Don Antonio, es una cuestión difícil de solucionar y... ⸺el silencio final encerraba
una repuesta elocuente y comprometedoramente sonora.
O no me entendía, o no quería darse por enterado. Yo sabía que las presiones de los
huertanos para colocar el vallado habían sido muy intensas. También comprendía que
gran parte de la riqueza del municipio estaba en aquellos cultivos que gozaban de una
gran demanda en los mercados locales. El alcalde estaba entre la espada de los
cultivadores y la pared de la escuela. Por eso insistí.
⸺Admito la necesidad de limitar el patio para el recreo de los niños, lo que no puedo
aprobar es el modo en que se ha procedido. Son niños, no ganado...
⸺Pues siento que no le guste, don Antonio, pero a mí no se me ha ocurrido otra mejor
⸺concluyó definitivo.
⸺Cualquier procedimiento hubiera sido mejor que colocar el alambre de espino. ¡Y
menos mal que no se les ha ocurrido electrificar la alambrada! Así los niños no se
atreverían a acercarse. ¡Ay de ellos si lo intentaban!
⸺¡Hombre, don Antonio, dice usted unas cosas...!
⸺¡Ni más ni menos que lo que tengo que decir! ⸺respondí airado y harto de tan
inútil, garrula y absurda facundia.
Días después, sin embargo, quitaron la cerca, levantaron otra de obra y así quedó
resuelto el problema. Supongo que la pluma consiguió derrotar la espada de intereses
que había dominado la voluntad del alcalde. De no ser así, es posible que a estas horas
estaría cosiendo angelitos de la escuela, tal vez alguno de mis propios hijos.
Transcurrido mucho tiempo desde aquel suceso, me asaltaron dos dudas. Por una parte,
qué error había sido mayor: no hacer un patio de recreo adecuado o el remedio que se
les ocurrió, la cerca de alambre. Por otra, nunca llegué a saber qué o quién había hecho
cambiar al alcalde, o si habría tenido que pagar compensaciones para desagraviar a los
huertanos, que tan pingües beneficios dejaban en las arcas municipales.
En el momento en que se produjeron los acontecimientos, me di por compensado y no
quise entrar en averiguaciones que sólo habrían acarreado inconvenientes, más que
satisfacciones.
Una nevada casi, casi definitiva
Febrero y frío en ascenso. Hoy nos ha caído una nevada de esas que después los
ancianos del lugar cuentan como ejemplares. En la calle tendríamos dos palmos de
purísimas nubes petrificadas. Era tal, que uno de los vecinos nos roturó un surco con su
pala para que pudiéramos salir de casa.
Aquella situación, sin embargo, iba a empeorar más. Por la noche heló y las calles se
ensoberbecieron con una capa de hielo que cubrió todo el pueblo, mostrando el pétreo
corazón del invierno en toda su magnificencia. Los escasos aldeanos que debían salir a
atender los ganados realizaban verdaderos equilibrios para mantenerse en pie. Tuve que
atender a algunos de ellos por torceduras y esguinces provocados por las casi inevitables
caídas.
El agua se heló en el corazón de las tuberías, que estallaron silenciosamente dentro de
los muros de las casas. Como muchos otros, nos quedamos sin agua y nos vimos
obligados a peregrinar a la fuente pública, pero cuando ya había levantado el día, hacia
el mediodía, cuando el compasivo sol que se atrevía a asomar entibiaba el ambiente.
La vida del pueblo quedó en suspenso. La carretera que unía el pueblo con Alcoy estaba
imposible para cualquier vehículo. Alguno de los vecinos que necesitaba gestionar algo
sacó su carro con los borricos, pero ni los borricos eran capaces de soportar el helador
suspiro del día y tuvieron que dar media vuelta.
Los días pasaban y empezaron a faltarme medicamentos que en cualquier momento
necesitaría. Como nadie encontraba una solución al grave problema de incomunicación,
me fui a ver al alcalde para exponerle la situación de desabastecimiento de medicinas, y
el riesgo que suponía para la salud de la población. El alcalde, hombre simplón e
ineficaz para su cargo, pero que no era mala persona, intentó explicarme a mí, a mí, la
situación.
⸺Don Antonio, comprenda usted la situación. Como hace tanto frío, la carretera se ha
helado y es imposible circular.
⸺Señor alcalde, eso y más ya lo sé. He tenido que atender a varias personas que se
han caído, pero habrá que hacer algo para solucionar el problema de incomunicación,
¿no?
El alcalde me miró con curiosidad. Iba a hablar, pero no le dejé, porque sabía que le
costaba entender la situación.
⸺¿Se le ha ocurrido pensar qué haríamos si hubiera que evacuar algún enfermo que
necesitase una operación urgente? ⸺traté de hacerle entrar en razón.
Hizo ademán como de no entender mi pregunta, ademán. que yo interpreté como de no
querer entenderla y no querer contestarla, por lo que continué:
⸺Pues yo se lo diré. Tendríamos que asistir impotentes a su muerte y enterrarlo sin
más.
Algo debió entender entonces. Las reclamaciones a la corporación municipal y sobre
todo a él como máximo munícipe lo expulsarían de la alcaldía y ni pensar en las
indemnizaciones a las que debería hacer frente. Yo entonces desconocía las quejas que
ya había recibido de los aldeanos: empezaban a escasear los alimentos, el butano, los
repuestos y otros artículos que necesitaban con verdadera urgencia.
⸺¡No se preocupe, don Antonio! Mañana mismo, en cuanto rompa el día, saldrá el
camión de Federico con una veintena de hombres para dejar expedita la carretera ⸺
explicó con suficiencia simplona.
Me alegré interiormente de la decisión tomada, aunque hubiera sido una decisión
obligada. Federico era el transportista del pueblo y él, como yo, como todo el pueblo,
necesitaba la carretera limpia. Era necesario romper la incomunicación con el resto de
su mundo.
Era extraño, pero nadie parecía estar preocupado por la prolongada helada que había
dejado aislado al pueblo. Sólo cuando empezó a faltar lo más necesario, se iniciaron las
quejas y las alarmas. No entendía yo a qué se debía aquella actitud de resignación o
fatalismo del pueblo y lo atribuí al modo de ser del campesinado de entonces, siempre
expuesto a imposibles cuya solución, por desgracia, no estaba en sus manos: pedriscos,
tormentas, rayos que se abatían a veces como lluvia ardiente, sequías, en ocasiones
pertinaces, actitudes latifundistas de muchos dueños de las tierras que los campesinos
cultivaban por las que debían pagar rentas a veces sangrantes.
Todo esto y más provocaba con frecuencia la pérdida de las cosechas y una sorda y
desesperada impotencia que se adueñaba de sus ánimos dejando en ellos la semilla de la
resignación, la fatalidad y la inacción.
Así me explicaba yo su forma de hacer frente a las graves situaciones que atravesaban
sus vidas. Muchas veces los vi sentados a la puerta de sus casuchas. Pacientes, sumisos,
entregados, esperaban que llegase por fin la primavera. Ya se arreglaría todo para
entonces, se confesaban condescendientes unos a otros, y volvían a empezar una nueva
empresa que les distrajera del marasmo que anegaba sus espíritus.
Toma de tensión dominguera
Una mañana de domingo, hacia las ocho de la mañana, llamaron a la puerta de casa. Me
puse la bata y fui a abrir la puerta. Abrí y me encontré frente a un anciano vecino
nuestro, el de más edad del pueblo, que puso cara de extrañeza al verme. Por lo que
masculló en voz baja interpreté que censuraba mi cara de sueño que no compaginaba
con mi condición de médico, como si el hecho de ser médico tuviese que liberarme de
las debilidades que aquejaban al resto de los mortales. Él se levantaba a las cinco de la
mañana, cosa habitual en la mayoría de los parroquianos, demasiado bien lo sabía yo.
Las ocho de la mañana para él era ya casi el mediodía.
Muchas veces, y no suelo generalizar de forma gratuita, los campesinos tienen
costumbres atávicas que ellos inconscientemente convierten en norma para los que no
son como ellos, como me sucedía a mí. Por eso me apresuré a aclararle para siempre los
dos errores.
⸺Mire, el hecho de que usted se levante a las cinco de la mañana no debe llevarle a
pensar que todos tenemos que levantarnos a tan extemporánea hora. Es más, la mayoría
de las personas se levanta bastante más tarde sin que ello suponga que son menos
laboriosos. Los médicos no somos distintos a los demás, tenemos las mismas
necesidades y estamos sujetos a las mismas debilidades que usted. Por lo que me decía,
¿tendría yo que levantarme antes de las ocho de la mañana, estar impecablemente
vestido, sin cara de sueño, y esperar detrás de la puerta con el maletín en la mano para
salir como un cohete al lugar indicado, cuando a alguien se le ocurra llamar?
Esa era la mentalidad de aquellas buenas gentes que, por otro lado, eran capaces de
desvivirse por cualquiera de sus convecinos en caso de necesidad. Un error así se
comete cuando la gente cree que los médicos somos personas frías, insensibles,
impasibles a lo que sucede a nuestro alrededor por el hecho de ser médicos. La realidad
es muy distinta. Somos como cualquier otra persona. Tenemos las mismas necesidades
que tiene todo el mundo: nos emocionamos ante cualquier hecho, tenemos apetito,
sufrimos, dormimos, nos alegramos..., en una palabra, vivimos. Lo único que
condiciona nuestra personalidad es la naturaleza de nuestra profesión, por la que
siempre hemos de mostrarnos ante los demás con ánimo resuelto para buscar una
solución a cualquier situación que ponga en peligro la vida de alguien.
Ocasiones ha habido en que hemos debido realizar actos rayanos con el heroísmo,
aunque en realidad ni seamos valientes ni nos guste serlo. Otras veces debemos eliminar
todo rastro de escrúpulo para atender a quien nos necesita, sobreponiéndonos a nuestra
natural repugnancia. Todo lo hacemos porque nuestra profesión nos obliga a ello, pero
también nos gusta disfrutar con nuestra familia, dedicar algo de tiempo a nuestros
amigos, dormir plácidamente. Nos gusta más reír que llorar. Nos encantan las cosas
alegres de la vida, más que las tristes, que con mucha frecuencia acuden a nosotros sin
buscarlas, puesto que todos somos humanos con la misma alma y hechos del mismo
maíz, que diría Miguel Ángel Asturias.
Todo esto le explicaba a aquel avisado anciano, madrugador impenitente y receloso.
Intentaba que desmitificara su tradicional idea del Médico-Dios-Superhombre,
Caballero andante de la Medicina, Luchador incansable contra los molinos de viento de
la Enfermedad, capaz de realizar todo a la perfección; inaccesible al cansancio, al
desaliento, al hastío; necesariamente simpático, alegre y risueño, servicial, pero no
servil.
Pero volvamos al relato. Había dejado al anciano a la puerta de mi casa, sorprendido de
que a las ocho de la mañana aun estuviera en mi cama y además “tuviera una cara de
sueño que rompía el alma”. Tras el rifirrafe elegante en que nos entretuvimos llegó el
momento de informarme de los motivos de su llamada.
⸺Bueno, mire usted, don Antonio, como resulta que hoy es domingo y yo estoy toda
la semana trabajando en el campo, he pensado que por qué no venía a que usted me
tomara la tensión.
⸺Todo lo que ha dicho usted ⸺lo fulminé con la mirada⸺ me parece bien, pero
resulta que hoy es domingo también para mí, no sólo para usted, ¿entiende? Yo tengo
consulta para todo el pueblo toda la semana de doce a dos. Hoy que es domingo es el
único día, el Único, insisto, día de la semana que también descanso yo. Usted está
trabajando toda la semana, llega el domingo y descansa, ¿no es así? Pues exactamente lo
mismo que me sucede a mí, yo también descanso el domingo.
Permaneció unos momentos parado a la puerta meditando. Tras la pausa habló de
nuevo.
⸺Claro, lo entiendo. O sea, ¿hoy no me va a tomar la tensión?
⸺Ha entendido usted perfectamente ⸺respondí rápidamente⸺. Y mañana lunes,
de doce a dos, que es la hora de mi consulta, se acerca usted a mi consulta, que está
enfrente de su casa, y se la tomaré con mucho gusto, pero hoy, no. ¿De acuerdo?
⸺Está bien lo que dice. Ya volveré mañana. Adiós.
La verdad es que no me hubiera costado gran esfuerzo acceder a sus deseos, pero no me
parecía oportuno doblegarme sin más a los caprichos absurdos de aquel hombre que en
otras ocasiones había recibido mis preocupaciones médicas.
Acostumbrado como estaba a hacer su voluntad en virtud de la obediencia y el respeto
que él juzgaba debidos a sus años y a sus canas, daba por sentado que todo el mundo
respetaría y acataría sus deseos como algo natural. Él celebraba los domingos sin
trabajar, iba a misa y después a exhibir su provecta senectud por la calle principal del
pueblo para recibir el vasallaje de los aldeanos, pero yo también tenía el mismo derecho
que él a descansar el domingo, ir a la misma misa que él y a pasear con mi familia. Si
hubiera alguna urgencia, allí me encontrarían dispuesto a lo que fuere por remediar
cualquier mal que se me presentara. No estaba, en cambio, para satisfacer la vanidad
personal de nadie por muy anciano, el más anciano del pueblo, que fuese.
Al día siguiente, como él mismo había dicho, entraba el primero en mi consulta. Ya bien
despierto, bien afeitado, con mi bata de médico y una perfecta sonrisa en los labios lo
recibí. Entró en el despacho con una leve sonrisa, se sentó donde le indiqué y me
saludó.
⸺Buenos días, don Antonio. Usted ya sabe que es la primera vez que entro en su
despacho porque cuando lo he necesitado siempre ha venido a mi casa. Le doy las
gracias por atenderme como lo ha hecho hasta ahora ⸺hizo una breve pausa y
continuó.
⸺¿Sabe usted? Lo admiro, don Antonio. Usted ha sido usted el primero en ponerme
en mi lugar. Estos lugareños me consideran algo así como un tesoro local por haber
llegado a los 89 años con tan buena salud y con mi cabeza en su sitio. Se han
acostumbrado a mí y a mis más rebuscados deseos y yo me he aprovechado. Reconozco
que me he prevalido, que me he aprovechado de mi edad sabiendo lo que representa
para mis convecinos, y mi vida hasta ahora ha transcurrido en la más cómoda y muelle
que nadie pudiera soñar. Usted, en cambio, no ha querido ceder y por primera vez
alguien me ha asestado un sonoro no que me ha hecho pensar. Por eso he venido hoy a
solicitarle mis disculpas más humildes confiando en que las acepte y... quedemos como
verdaderos amigos, si no es demasiado tarde, si usted no me ha cogido ninguna inquina
y, bueno, si aún es posible. ¿Qué le parece?
Tras semejante discurso me quedé atónito. Si había sido capaz de enhebrar un
razonamiento tan coherente, ciertamente tenía la cabeza muy bien puesta en su sitio, y si
había sido capaz de admitir y reconocer tan cruda realidad como la que me había
expuesto, no podía menos de aceptar sus disculpas. Siempre he defendido la necesidad y
conveniencia de dar segundas oportunidades que, por lo general, remedian y salvan
errores anteriores. Reconocía la valentía y fuerza moral que había encontrado en su
interior para reconocer su desacertado proceder para con sus convecinos. Por otra parte,
daba la impresión de que estaba verdaderamente arrepentido de su conducta y parecía
que su arrepentimiento era sincero, porque su rostro se mantuvo sereno y tranquilo en
todo momento. Compuse yo también una breve pausa y le respondí.
⸺¡Que me va a parecer! Creo que ha sido usted sincero. Acepto sus disculpas. Todos
nos equivocamos alguna vez y no por ello dejamos de ser lo que somos, así que no hay
más que hablar sobre este asunto, ni conmigo ni con nadie más del pueblo. Ya sabe
usted que entre el médico y su paciente nos obliga a los médicos el secreto profesional.
⸺Pues bien, no se hable más. Me quedo más tranquilo. Ahora, ¿podría usted tomarme
la tensión? ⸺una pícara sonrisa asomó en sus ojos.
⸺¡Claro que sí! La anotaré en su historial y vuelva dentro de dos semanas a que le
tome la tensión otra vez.
Al salir me tendió su mano en un fuerte apretón, como si aquel apretón sellara el secreto
que había nacido entre los dos. Fuese y no hubo más hasta dos semanas después que
apareció de nuevo en mi consulta. Desde entonces aparecía cada dos semanas,
charlábamos un poco sobre los últimos acontecimientos del pueblo y se marchaba
contento.
Meses más tarde lo asistí en su casa por última vez. Se marchó mirándome con la
mirada tranquila y serena de quien lo ha vivido todo, lo ha sentido todo, se ha probado a
sí mismo y se considera absuelto.
El envenenamiento
***
***
***
Rufo estaba sentado en su casa con dos de sus mejores amigos: Pelón, como lo llamaba
todo el mundo por la calvicie que había arruinado su cabello desde joven, y Vicentón,
un antiguo compañero de cuando estuvieron en al-'Ayyūn, El Aaiún español, haciendo
la mili y que medía casi dos metros que justificaban el aumentativo de su nombre
original.
La amistad de Rufo y Mateo era de antaño, de cuando eran niños y jugaban en la calle
guardias y ladrones. A Rufo le gustaba hacer siempre de ladrón, por lo que Mateo tenía
que ser el guardia. A Mateo le hubiera gustado también ser ladrón, pero nunca lo
conseguía porque Rufo era un año mayor y hacía valer su edad para imponer su
voluntad sobre los demás niños, en especial sobre Mateo, que por entonces era un niño
enfermizo y debilucho. Eso de ser ladrón y además el jefe de los ladrones, confería a
Rufo un aura especial, un ascendiente sobre los demás. Era el que planificaba los
movimientos de sus compañeros de juego e ideaba las estrategias, encontraba los
mejores escondites, corría más que los demás y los que hacía de guardias nunca
conseguían atraparlo. A pesar de ello Mateo y Rufo siempre andaban juntos. Sus
familias eran amigas y vivían en la misma calle. Uno y otro iban a la escuela juntos y
entraban en la misma clase porque Rufo se había atrasado un año debido a unas fiebres
malignas que le atacaron y que lo tuvieron atado al lecho casi un año. El caso es que
había una estrecha relación entre los dos niños
En aquel momento los tres, Rafa, Vicentón y Pelón, hablaban en voz baja a pesar de que
se hallaban en la cocina de la casa, la habitación más interior, que tenía una chimenea
que conducía el humo del fuego del llar al exterior. Sobre las brasas y sostenido por
unas trébedes, el magro pote de Rufo despedía algún que otro borbollón. En su interior
una olleta alcoyana se cocía lentamente. De vez en cuando, en medio de algún borbotón
asomaban las pencas mezcladas con las judías.
⸺A lo que vamos ⸺continuó Pelón⸺, ¿está todo claro?
⸺¡Desde luego! ⸺admitió apresuradamente Vicentón tratando de contener a duras
penas los borborigmos de su estómago⸺. To tie que parecer así, como hemos dicho.
⸺Así, sí; pero... ¿cómo? ⸺quiso saber Rufo.
⸺Pos así, como tú has dicho, ¿no?
⸺¿Y cómo hemos dicho, Vicentón? ⸺le preguntó Rufo, porque era evidente que
Vicentón tenía escasas luces y su comprensión de los hechos era muy limitada.
⸺El Miquelot tie que parecer sospechoso o eso que decís... ⸺repitió dubitativo.
⸺¡No, hombre, el Miquelot no, el Mateo! ⸺corrigió Pelón.
⸺Pero... ¿no habíamos quedao que...?
⸺¡Que el Mateo es el que debe desaparecer del pueblo! ⸺se apresuró a corregirle
Rufo⸻. Es el que heredará todos los campos de Amparo, que es lo queremos
nosotros.
⸺¡Ah! Yo creía que...
⸺No, Vicentón, tú no creas nada, tú sólo haz lo que te dice el Rufo ⸺Pelón trataba
de aleccionarle⸺. Tú no ties que pensar. El que piensa es el Rufo, que para eso fue
oficial y tú sólo soldao raso.
⸺Está bien, vamos a darle otro repaso al asunto ⸺terminó Rufo⸺. Vicentón, dale
unos meneos a la olla para que no se pegue. ¡Avíate, que ya es tarde y tenemos mucho
que hacer!
⸺¡Ya voy, ya voy, qué cagaprisas! ¡Si hasta que no venga la Nuria hay tiempo,
hombre! ⸻mientras hablaba se dio la vuelta hacia el fuego y no vio la amenazadora
cara de Rufo que lo taladraba sin piedad.
***
Subí tras él hasta el desván. Allí pude ver un montón de trastos, aperos del campo,
muchas garrafas, botellas acostadas sobre un armazón de madera, unos botes metálicos
bastante grandes y un sinfín de productos de su huerta extendidos sobre papeles de
periódico y revistas antiguas.
Mateo se dirigió a la pare más oscura y recogida del sobrado y se detuvo ante unas
cuantas cajas medio cubiertas por una lona oscura.
⸺Tal vez la razón de su muerte sea eso ⸺me señaló las cajas que el sargento ya
conocía.
⸺¿Qué es eso? ⸺ya lo sabía, pero quería su confirmación.
⸺Son cajas de insecticida que empleamos para los frutales. Esta mañana había dos
cajas abiertas, pero yo sólo he utilizado una. Las demás están cerradas y precintadas.
Como ve, ahora hay dos abiertas: la que yo desprecinté, que usé entera, y otra más que
está por la mitad. Véalo usted mismo.
Me puse unos guantes quirúrgicos de los que suelo llevar siempre conmigo y con sumo
cuidado cogí la caja que me indicaba y comprobé que así era, en efecto. Estaba por la
mitad y había restos de su contenido, unos polvos blancos, en el suelo al lado de las
demás cajas. Lo primero que saltó a mis ojos fue la calavera sentada sobre las tibias.
⸺Tenga mucho cuidado con estas cajas, son peligrosas de manejar. Antes de hacer
nada, lávese bien las manos y desinféctelas con unas friegas de alcohol
⸺Ya lo sé, don Antonio, siempre me pongo los guantes de labor cuando voy a
espolvorear esto sobre los frutales y me coloco una mascarilla que viene dentro de la
caja. No sé si las demás cajas también contienen mascarilla o no, porque es la primera
vez que utilizo este producto. Me lo recomendó Rufo.
El producto era un plaguicida, creo que se llamaba TEBAICIN. Busqué inmediatamente
la fórmula química y encontré que era un compuesto de fósforo. En realidad, el fósforo
es importante para el organismo, ya que forma parte del ADN y del ARN. Las células lo
utilizan para transportar y almacenar la energía. Además, la acción de fosforilación,
consistente en añadir un grupo fosfato compuesto por un átomo central de fósforo
rodeado de cuatro átomos de oxígeno, y la de la desfosforilación, proceso para remover
grupos fosfato, son el mecanismo que regula el metabolismo de las células. Estos
procesos en los que interviene el fósforo son fundamentales para los organismos
pluricelulares.
Pero el fósforo es también uno de los metales más tóxicos para el hombre, de manera
especial el fósforo blanco, que es extremadamente venenoso y en muchos casos la
exposición a él es fatal. Antes de que alguien muera intoxicado por fósforo blanco
experimenta abundantes náuseas seguidas de vómitos intensos, convulsiones violentas y
dolores terribles hasta que sobreviene una postración general, porque causa quemaduras
en la piel y provoca daños irreversibles en el hígado, el corazón y los riñones. El
fallecimiento de alguien intoxicado por fósforo es muy doloroso y muy rápido.
La muerte de Amparo había sido el exacto manual del envenenamiento producido por
una ingesta masiva de fósforo, el fósforo que aparecía en la composición del producto
que, paradójicamente, Mateo utilizaba para dar salud y vida a sus árboles frutales. Los
terribles dolores, las náuseas y los continuos vómitos de aquella sustancia extraña, todo
llevaba a aquella sustancia. Había también una segunda pista que entonces iluminó mi
recuerdo. Cuando entré en casa de Amparo por primera vez me llamó la atención el
fuerte olor que desprendía la habitación, un olor parecido a ajo podrido, y al
descomponerse el fósforo desprende un intenso olor aliáceo. No cabía la menor duda ya.
No necesitaba ni siquiera la autopsia. Su muerte había sido por intoxicación de aquel
pesticida que se encontraba en el interior de la caja que en aquellos momentos sostenía
en mis manos.
⸺A la vista de esto, todo está muy claro. La muerte de amparo se debe a este
producto. Y esto nos deja dos posibilidades: se ha suicidado o ha sido envenenada
deliberadamente por alguien. En cualquiera de los dos casos debo hablar con el sargento
y comunicarle mis impresiones.
⸺Ya veo, don Antonio ⸺la tristeza le rompía la voz y las lágrimas se la envolvían
en un sonoro y salado sudario. Continuó cuando el llanto se lo permitió⸺. No
comprendo nada, no sé qué ha podido...
Todo lo que había afirmado el sargento era verdad. Para él no eran más que sospechas,
para mí, en cambio, era una evidente realidad con pruebas irrefutables.
A pesar de todo yo no era médico forense y sólo un forense podía certificar oficialmente
la defunción de alguien que hubiera muerto en las circunstancias en que había fallecido
Amparo. Era necesario poner todo aquello en conocimiento del sargento cuanto antes
para que procediera como se debía.
⸺Yo me lo explico menos aún, pues mi trato con Amparo era más superficial. Para mí
siempre fue una buena persona y creo que todo el pueblo la apreciaba.
⸺Yo sí que sé lo buena persona que era, porque la conozco desde hace veinticinco
años y le aseguro que conmigo siempre fue excelente... ⸺los sollozos lo envolvieron
de nuevo.
⸺Ya sé, Mateo, que no es el momento más oportuno para hablar de esto, pero debo
hacerlo. No puedo proporcionarle el certificado de defunción porque se ha producido lo
que la ley define como una “muerte violenta”. En estos casos los médicos debemos
informar al juzgado de guardia que nombra a un médico forense para el caso y,
mediante autopsia oficial, él se encarga de hallar las verdaderas causas de la muerte y
expide el oportuno certificado de defunción.
⸺¡Pues vaya lío! Entiendo lo que me dice, pero ¿no pueden dejarla descansar
definitivamente en paz? ¿No vale que usted les diga lo de los polvos esos? ⸺me
miraba suplicando algo de comprensión.
⸺También siento yo que tenga que ser así, Mateo, pero no hay otra forma. Tengo que
ir a dar cuenta el juzgado de Alcoy.
⸺Si no hay más remedio... ⸺me dolía su resignada impotencia.
⸺Mateo, de verdad que no lo hay. Déjelo en mis manos, yo me ocuparé de todo.
Salí de casa del inconsolable Mateo y me dirigí al Ayuntamiento para llamar al juzgado
de guardia de manera oficial. Desde el juzgado me recomendaron que dejara el cadáver
en el interior de la casa de la mujer fallecida. Podíamos celebrar el entierro y al día
siguiente acudiría el forense para efectuar la reglamentaria autopsia antes de enterrarla y
expedir el certificado oficial de defunción.
Efectivamente, todo se llevó a cabo tal y como me informaron por teléfono. Al día
siguiente se celebró el entierro de corpore insepulto. Un grupo de hombres, con Mateo y
Rufo a la cabeza, transportó el féretro hasta los pies del altar y lo colocaron sobre un
humilde catafalco de madera de pino joven, desprovisto de toda magnificencia. El cura
párroco dirigió las exequias y todo acabó en breve espacio de tiempo. Los hombres que
habían llevado el cadáver a la iglesia volvieron a cargar con el ataúd y lo llevaron a
dependencias oficiales.
Tras el funeral, al día siguiente, apareció el forense preguntando por mí, pues entre mis
obligaciones como médico titular figuraba el “no negarme nunca al auxilio de la
Administración de Justicia cuando esta lo requiriera”, es decir, debía ayudar en la
autopsia si fuera necesario.
Apareció el forense en mi casa, acompañado de su esposa, quien solía viajar con su
marido cada vez que tenían que salir al -como ellos decían- campo, lo que para ellos
constituía una novedad, pues vivían en Valencia. Acompañaba al matrimonio el llamado
“mozo de autopsias”, con su inseparable maletín en el que llevaba todo el material que
necesitaba.
***
***
***
El forense era un médico joven, simpático y hablador, con quien enseguida congenié.
Antes de emprender la tarea que le había traído al pueblo estuvimos en casa charlando
un buen rato y cuando nos pareció conveniente nos dirigimos los dos al cementerio para
que el forense realizara la autopsia. Tras nosotros, unos pasos más atrás en señal de
respeto, caminaba el “mozo de autopsias” con el maletín de trabajo. Por el camino iba
comentando al forense lo poco que me seducía verme involucrado en semejantes líos.
⸻A mí tampoco me gusta nada realizar esta clase de autopsias ⸻coincidió el
forense⸻. Por lo general siempre suele haber problemas después con el juzgado,
porque los jueces son muy puntillosos con las muertes violentas. Pero no te preocupes,
tú no tendrás que hacer nada, todo lo hará el matarife que me acompaña en todas las
autopsias; siempre, claro, bajo mi supervisión médica.
Aquello me tranquilizó y respiré aliviado, porque me veía teniendo que colaborar en la
autopsia de la pobre Amparo y aquello me parecía profanar su cuerpo. Llegamos al
cementerio y allí se hallaban sólo los enterradores. El féretro descansaba sobre una
precaria mesa de obra que se encontraba al aire libre, porque en el cementerio del
pueblo no existía verdadero depósito de cadáveres; a los muertos se los enterraba
después del funeral y no había necesidad de depositar los cuerpos en ningún sitio
específico de muertos, en ningún unamuniano corral de muertos.
A una señal del forense los enterradores retiraron la tapa del féretro y depositaron el
cuerpo sobre una plancha metálica que había llevado el ayudante. Allí estaba el cuerpo
de Amparo con su ropa nueva. El mozo de autopsias extendió el material de su maletín
sobre la mesa y comenzó a retirar con sumo cuidado la ropa del cadáver. Cada vez que
despojaba el cuerpo de una prenda, la doblaba con cuidado de que no se formaran
arrugas o se manchase.
Bajo la mirada del forense, el ayudante comenzó con la apertura de las tres cavidades,
como marca la ley: craneal, torácica y abdominal. Por la facilidad con que manejaba el
instrumental se advertía que había realizado muchas autopsias en su aún joven vida.
A medida que la autopsia iba avanzando, el forense iba ilustrándome con varias
observaciones: que en la masa encefálica se podía observar multitud de puntos
hemorrágicos, en el hígado era perfectamente visible el inicio de una atrofia aguda
amarilla, que el estómago estaba perforado en varios puntos y todo el intestino se
hallaba lleno de úlceras de las que manaban aún algunos riachuelos rojos.
⸻El envenenamiento ha sido brutal y fulminante ⸻concluyó suavemente, casi
sin atreverse a romper el silencio que flotaba en el camposanto⸻. Mira, mira, a la
vista de estas lesiones lo que me sorprende es cómo es posible que haya podido resistir
una hora viva. ¿Has notado ese olor que desprenden los órganos?
⸻Sí, es el mismo olor que noté en casa de la fallecida cuando entré por primera vez
en su habitación. Un olor fuerte e intenso a ajo, tan intenso que me costó trabajo
examinarla.
⸻En efecto, es el olor que desprende el fósforo cuando quema los órganos.
El forense ordenó a su ayudante que tomara muestras de diversos órganos de Amparo
que se depositaron en varios tarros dispuestos sobre la mesa. Una vez llenos los tarros,
el ayudante de autopsias los cerró, lacró con el sello del juzgado y los introdujo en otro
recipiente refrigerado que procuraría mantener los órganos a baja temperatura para
poder ser analizados en el laboratorio. A continuación, cerró con puntos de sutura las
tres cavidades de la difunta. Se acercaba el último final para Amparo. El ayudante del
forense comenzó a vestir de nuevo aquel desdichado cuerpo con mi ayuda. Poco a poco
todo quedó de nuevo como estaba
Había acabado la autopsia, así que salí hasta la puerta del cementerio para avisar a los
enterradores que, para asegurarse de no ver nada, estaban de espaldas a la puerta. Por fin
la infortunada Amparo fue enterrada como su marido deseaba. Tras el entierro hablé con
el forense.
⸻Entonces, la causa de la muerte ha sido...
⸻No hay la menor duda ⸻interrumpió el forense⸻, un envenenamiento
masivo por fósforo, aunque el componente me lo dirá con absoluta claridad y precisión
el laboratorio. Es lo que figurará en el certificado de defunción. La extraordinaria
cantidad del veneno que se evidencia me induce a pensar en una acción voluntaria de la
mujer o en una acción voluntaria de alguien con intención de provocar su muerte.
Tendré más datos cuando termine con los análisis. Una vez que conozca los resultados
del laboratorio, informaré a las autoridades para que ellos inicien las investigaciones y
se consiga resolver ese dilema: suicidio o asesinato.
***
01/08/1968-25/04/1977
La llegada
Un “caballo” demasiado brioso
Una consulta con humor
Mis apuros como radiólogo
Una visita arrolladora
Una proposición inaceptable
La apendicitis que trae cola
“Cláusulas” diabólicas
El humo del tren
Una “caracolitis” aguda
Una ex sirvienta sin privilegios
Una herida a medio condimentar
Recuerdo de varios guardias
Una parada de autobús propia
Un fusilamiento innecesario
Diabetes a peseta
La salida hacia Valencia.
La llegada
Todos los días a las diez de la mañana pasaba mi consulta oficial en el SOE del
ambulatorio del pueblo. Aquello resultaba bastante tolerable, pues en hora y media
aproximadamente atendía a todos los pacientes que acudían a mi consulta.
En la rapidez de la consulta influía de modo decisivo la enfermera que me ayudaba,
Maite, y resultaba sumamente eficaz, pues, cosa rara entonces, escribía a máquina con
rapidez. Desde un principio congeniamos muy bien y trabajando los dos al unísono las
visitas de los pacientes se desarrollaban de manera ágil y eficaz. Solía reírse a
mandíbula batiente con las bromas que dirigía a los pacientes, y ellos acogían risueños
las divertidas salidas que convertían el transcurso de la visita en algo mucho más liviano
y llevadero. Su carácter risueño me incentivaba, porque, aunque mi aspecto exterior
denota seriedad, siempre he sido bromista y dado a tratar las enfermedades y dolencias
de mis pacientes con alguna que otra dosis de aparente superficialidad intentando aliviar
en lo posible las, con frecuencia, graves situaciones en que acudían a mí buscando alivio
a sus males.
Al lado de Maite he vivido innumerables experiencias, chuscas algunas, otras trágicas;
unas pocas preocupantes, conmovedoras otras cuantas. Quiero dejar constancia de
algunas de ellas, tal vez porque fueron especialmente llamativas o porque se quedaron
enganchadas en el zumo agridulce de mi recuerdo.
Hubo muchas más de las que aquí son y están, pero se han ido quedando
misericordiosamente olvidadas en algún oscuro vericueto del tiempo, consumidas en los
miles de recuerdos que se me han ido agavillando en el vórtice evanescente de mi
memoria.
En cierta ocasión se presentó en mi consulta una mujer para que le prescribiéramos
cuatro recetas distintas de lo más absurdo que cualquiera imaginarse pudiera, porque
eran algo así como una receta de azúcar, otra de azúcar, otra de azúcar y la cuarta, para
variar, de azúcar también. Es decir, se trataba del mismo medicamento, aunque con
nombres comerciales diferentes.
Extrañado de semejante petición, le pregunté si va usted a tomarse todo eso.
⸻Sí señor.
⸻Pero... ¿absolutamente todo? ⸻insistí.
⸻¡Ya le he dicho que sí! ⸻respondió algo impaciente y desabrida.
⸻Pues tiene usted un estómago maravilloso para resistir todo esto ⸻trataba de
entender su insistencia⸻. Pocas personas tolerarían este tratamiento. ¿Quién le ha
ordenado que se tome todo esto? ⸻quise saber.
⸻El médico que había aquí antes de que usted llegara ⸻respondió sin la menor
vacilación.
⸻Muy bien, de acuerdo, pero por su bien yo no le voy a recetar lo mismo.
⸻Pero entonces, ¿para qué me ha recibido usted, si no me va a dar las recetas y
encima me dice que es por mi bien?
Su contestación huraña me dejó casi sin respuesta. Tras una breve pausa continué.
⸻Es muy sencillo. A ver si me explico bien y usted me entiende. Usted acude a mí,
que soy nuevo es este ambulatorio, pero yo no la conozco a usted como enferma, por lo
que no puedo recetarle nada hasta que sepa cuál es su estado de salud, qué es lo que
realmente le pasa. En primer lugar, necesito reconocerla. Una vez tenga datos
fehacientes sobre su estado físico le prescribiré lo que corresponda a su salud, caso de
que usted necesite alguna medicación.
La mujercilla ladeaba nerviosamente la cabeza y sus ojos permanecían clavados en mi
persona. Daba la impresión de estar acorralada porque no accedía a darles las absurdas
recetas que el anterior médico le había ordenado.
Con ánimo de complicarme las cosas más aún, me espetó de golpe y con voz tonante:
⸻Bueno, pues según usted dice, me tendrá que reconocer, ¿no?
⸻Naturalmente. Eso es lo primero. Para eso estoy aquí. No puedo recetarle nada sin
más ni más.
Procedí al reconocimiento que ella soportó con expresión contrariada a la vez que
indignada. Cuando terminé con el procedimiento habitual, mire, señora, le comunico
que tengo que solicitarle análisis de sangre y orina para terminar el proceso; una vez
tenga todos los resultados veremos si le sucede algo a su salud y obraremos en
consecuencia.
La cara de la mujer era todo un poema, don Antonio, soy consciente de todo lo que esto
me supone: recoger la orina, bajar al laboratorio central de Elda para su procesamiento,
pasar una mañana en ayunas para el análisis de sangre y esperar tres o cuatro días más a
que lleguen los resultados, pedir otra cita con usted y acudir de nuevo a su consulta. Con
seguridad más de una semana. Todo esto dilata sin razón la dispensa de las recetas que
necesito y no me gusta prolongar tanto todo este proceso. Leyó mis ojos: ...bueno, si no
hay más remedio...
Al fin regresó con los resultados de las pruebas analíticas. Tras un detenido estudio de
los resultados que me llevaba le di la enhorabuena: he comprobado que su salud es
perfecta, todos los resultados son normales y no hay el menor vestigio de enfermedad
alguna. Lo único que yo advierto es..., cómo le diría, un pequeño desequilibrio nervioso,
para el que de ningún modo necesita la serie de esos cuatro medicamentos que me pide,
porque no están prescritos en su caso. Debe, en cambio, tomar unos comprimidos muy
simples, unos tranquilizantes, seguro así se encontrará mucho mejor.
Pasaron los días y olvidé aquella visita, pero supe por un farmacéutico al que yo
conocía, que la señora en cuestión había hecho comentarios muy negativos sobre mi
persona. Que ese médico nuevo no sé quién se habrá creído que es, todo lo que a mí me
pasa lo quiere solucionas con unas pastillitas que valen cuatro perras de na.
Aquello resultó muy deprimente para mí, aunque me daba cuenta de que la buena mujer
hablaba así por haber encontrado a un médico que trataba de hacer las cosas lo mejor
posible, especialmente por y para ella. ¡Ironías de la vida! Según el farmacéutico aquel
episodio terminó con el último comentario de ella: ¡que se las tome él si le da la gana,
que yo no pienso tomármelas!
Este caso me sirvió para reconsiderar mi ejercicio de la Medicina con calma y estimar
que, aunque mi actuación había sido la correcta en todo momento, si prolongaba en el
tiempo una situación anómala como aquella, a la larga sería muy perjudicial para mí y
para mi familia, y no iba a tolerar que mi familia resultase perjudicada. Comprendía que
debía pagar el peaje de la novatada, yo que me consideraba “puro e inmaculado” tras mi
aislamiento en el medio rural durante tanto tiempo.
Percibía el alcance de las repercusiones que conllevaba mi forma de actuar en el caso de
la primera paciente que tuve; así que, por un elemental principio de defensa propia, fui
sumergiéndome poco a poco en el juego del receteo masivo, como todos los médicos
apellidaban tan desmesurado movimiento de recetas, práctica que todos ellos adoptaban
de modo consensuado. Así trabajaban todos sin graves contratiempos hasta que llegué
yo e hice tambalear por primera vez los cimientos de aquel tan bien engrasado y en
cierto modo ilegal mecanismo de funcionamiento.
Con el tiempo llegaron a mis oídos rumores de que alguno de mis compañeros llegó a
motejarme de “el médico de la pluma de oro”. Tal vez pagué un precio excesivo por
mantener la fidelidad conmigo mismo, pero, para bien o para mal, debía seguir viviendo
con mi conciencia libre, sin ataduras y con mis principios intactos.
Esta primera experiencia en el nuevo ambulatorio dejó en mí un sedimento ácido e iba a
determinar una nueva derrota en mi quehacer laboral, bastante diferente al anterior,
porque era consciente, como muy bien expuso Ortega y Gasset, de que si yo no salvaba
mis circunstancias, tampoco me salvaba yo.
Muchas fueron las veces en que los pacientes recurrieron a mí sólo para que les
proporcionara recetas de toda clase de medicamentos. Recuerdo otro de estos momentos
que derivó en las carcajadas de quienes estábamos en la consulta.
Una mujer entra en mi consulta.
⸻Buenos días. Dígame que le sucede.
⸻Venía sólo a que me dé estas recetas ⸻me presentó un papel con el nombre de
algunos productos médicos, faltas de ortografía incluidas.
⸻¿Para qué suele tomar estas medicinas? ¿Desde cuándo las toma? ⸻intuí que
algo no iba como debiera.
⸻Bueno..., es por los síntomas que tengo, por lo que me pasa.
⸻¿Cuáles son esos síntomas? ¿Y qué es lo que le pasa?
⸻Pues... ⸻parecía no desear dar más explicaciones⸻. Es que es un poco
complicado de decir.
⸻No se preocupe ⸻quería tranquilizarla⸻. Intente explicarme con sus
palabras qué le sucede. Le aseguro que terminaremos por entendernos, yo a usted y
usted a mí.
⸻Es que...
⸻Dígame, ¿quién le da dicho que tome estas medicinas?
⸻¡Hay que ver este hombre! ¡Es que no se fía de nadie!
⸻Así es, señora. Yo sólo me fío de El Caserío ⸻no pude menos de responder a
su descortés inconveniencia.
Todos los que estaban en la consulta explotaron en sonoras y espontáneas carcajadas al
escuchar mi jocoso comentario. Incluso a los labios de aquella mujer asomó una
involuntaria sonrisilla floja, a pesar de que había comprendido que tendría que dejar la
consulta sin el surtido de medicamentos que quería.
En otra ocasión, un hombre de edad ya avanzada fue a mi consulta para que le
proporcionara dos recetas que solía necesitar. Con ellas en la mano, se dirigió a la
puerta para salir, pero se volvió de repente para decirme: ¡ah, por cierto!, se me había
olvidado decirle que me haga una receta para unos supositorios que gasto siempre para
hacer de vientre. Buscó en su anciana cartera y con dificultad sacó y puso en mis manos
un cartoncito raído y algo arratonado. Al verlo la sorpresa se pintó en mi cara porque no
eran de glicerina, como yo esperaba, sino unos supositorios balsámicos.
⸻Perdone, creo que se ha confundido. Estos supositorios no son para hacer de
vientre, sino para cuando tenga usted catarro bronquial ⸻le aclaré.
⸻¡Ya lo sé, don Antonio, pero es que en cuanto me los pongo tengo que ir corriendo
a hacer de vientre, que es lo que necesito! ⸻cualquiera puede comprender
fácilmente que la respuesta me dejó atónito.
Aunque la indicación era incorrecta, al mismo tiempo que sonreía para mis adentros le
hice aquella receta de efectos tan especiales, porque era totalmente inofensiva. Aquello
me confirmaba que cada día se aprende algo nuevo y sugerente.
Otra vez un obrero de una industria del calzado, industria tan importante y abundante en
el levante, llegó a mi consulta y sin apenas saludar me habló de modo un tanto arisco y
desabrido:
⸻¡Tanto que hablan de los médicos, yo que soy un simple zapatero gano más en una
semana que ellos en un mes! Y encima tienen más orgullo que nadie. ¡Siempre ha
habido clases!
Confieso que semejante explosión de despreciativo menosprecio y desconsiderada
displicencia me dolió profundamente, más que nada por el aire de revancha que
imprimió en sus palabras, además sin venir a cuento de nada.
⸻Puede que usted gane mucho más y mejor que yo, pero yo, que gano menos que
usted, creo que es mejor ser médico que zapatero. Y ahora, dígame, ¿qué le sucede para
venir a mi consulta? ¿Está usted enfermo? ¿Qué me dice? ⸻decidí atender a mi
trabajo y prescindir de otra contestación a su despectivo saludo.
Me miró desconcertado y no fue capaz de articular más que un ligero e involuntario
ruidillo parecido a una tosecilla asmática. No debió de gustarle lo que le respondí y creo
que le escoció, porque dio media vuelta y salió sin emitir ninguna otra apostilla. Nunca
más lo volví a ver por allí y puedo asegurar que no me preocupó lo más mínimo no
volverlo a ver.
Anécdotas como estas podría relatar muchas más. Creo que sirven para ilustrar el
entorno social en que transcurrió mi vida allí, pero con estas es suficiente. Otras habrá
que completen el panorama.
Mis apuros como radiólogo
A los dos meses de estar en mi nuevo destino comprendí que debía estar al mismo nivel
de todos mis compañeros. Todos disponían en sus casas de aparato de rayos X, así que
decidí que era el momento oportuno para adquirir mi propio aparato, porque no tenerlo
demoraba innecesariamente la atención a mis pacientes. Por lo tanto, me puse al habla
con una casa de Valencia que desde tiempos remotos se dedica a comercializar electro-
medicina, material clínico y demás enseres relacionados con la electrónica.
Hoy me asombro de mi propia audacia y de los avances que se han producido en este
campo, pero entonces casi todo era teoría. Sólo había unos pocos privilegiados expertos
en la aplicación de la electrónica a la medicina y estaban tan ocupados, que era muy
difícil poder contar con ellos.
Tras exponer mis deseos a los responsables de la comercializadora de Valencia,
rápidamente acudieron a montar el aparato de rayos en mi clínica. Fue un desembolso
oneroso para nuestra enteca economía, pero para abrirme paso en aquella espesa jungla
de competencia cainita debía disponer de los mismos o parecidos recursos que
utilizaban mis compañeros. Aprendí como mejor pude las instrucciones del aparato y,
poco a poco, fui soltándome en su manejo hasta que llegué a alcanzar cierta experiencia.
Pese a su elevado precio, disfrutar de un aparato como aquel fue una bendición para
nuestra economía y para mi labor profesional. No podía entender cómo había podido
ejercer la Medicina sin la valiosa ayuda de los rayos X. Me aclaraba con fidelidad toda
duda que pudiese albergar sobre cualquier diagnóstico. Aquel extraordinario aparato
había llegado en el momento y en el lugar oportunos.
Hacía ya un mes largo que disponía de tan eficaz instrumento, cuando una tarde se
presentó en mi consulta particular de casa un hombre ya entrado en años.
⸻Buenas tardes, don Antonio. Verá, es que hace mucho tiempo que me viene
doliendo la cabeza y he venido a que me eche los rayos esos que tiene para ver ese dolor
tan fuerte y salir de dudas de una vez por todas.
Tras mi inicial estupor, me di cuenta de que aquel buen hombre no podía imaginarse en
qué apuro me metía, estoy seguro de ello. Me sentí acorralado: porque si yo me
comporto de forma honesta y le aclaro que los rayos de los que hablaba no permiten ver
su dolor de cabeza, él pensará que vaya aparato de chichinabo que tengo, y esto no
beneficia en absoluto mi recién adquirida reputación profesional. Pero si le echo los
rayos para un simple dolor de cabeza, que es lo que él desea como última solución a sus
mal llevados dolores de cabeza, podrá pensar que soy uno más de esos médicos
peseteros y aprovechados de los que suelo oír hablar por los alrededores, a quienes no
les importa ver lo que sea con ayuda de los rayos X, con tal de impresionar a los
enfermos y de paso sacarles unos buenos dineros. Y esta posibilidad, absolutamente
carente de realidad, tampoco me atrae, porque creo que hay que ser honesto en todo.
Tras estos minutos de reflexión que ocupé ordenando los diferentes objetos de mi
escritorio como si hubieran sido objeto de algún mágico e inexistente huracán, le expuse
mi decisión.
⸻Mire usted, el dolor de cabeza no se puede “ ver” ⸻subrayé la palabra⸻
por medio de los rayos X, ni en este aparato, ni en ningún otro aparato de rayos X del
mundo entero. Usted “siente” el dolor —subrayé también el siente—, le creo, pero no se
puede ver ni medir con ningún aparato, ¿me entiende usted? En cambio, si ese dolor
suyo se debiera a, pongamos por caso... un desgaste de las vértebras del cuello, entonces
sí se podrían observar esas lesiones al mirar el cuello por medio de los rayos X. No
obstante, en este caso se recomienda hacer una radiografía, que afina mucho más, en
lugar de recurrir a los rayos. ¿Comprende usted la que le estoy explicando?
⸻¡Sí, sí, don Antonio!... ⸻tras otros tantos minutos de cavilación⸻. Sí que
le entiendo, pero yo he venido a que me eche los rayos esos y de aquí no me muevo
hasta que me los eche.
⸻Debe usted saber ⸻añadí con indisimulado deseo de disuadirle de su terco
empeño⸻ que la recepción de rayos X puede comportar algún riesgo para la salud, y
que debe utilizarse sólo para casos muy concretos y el suyo no lo es.
⸻Eso no puede ser, porque si fuera como usted dice, no tendría esa cosa en su
consulta. Así que écheme los rayos de una vez y me iré a mi casa, no me haga perder el
tiempo.
Ante tal muestra de terquedad accedí a su demanda. Por lo menos tenía la conciencia
tranquila de que le había informado adecuadamente. Utilizando la menor cantidad de
radiación posible, coloqué al obstinado hombre ante el aparato en la posición que me
convenía para examinar el cuello; observé atentamente y, como suponía, no encontré
ninguna lesión en las vértebras, ningún signo radiológico que explicara su dolor de
cabeza. Todo estaba en orden, por lo que deduje que aquel dolor tan persistente podría
deberse a hipertensión arterial.
Cuando terminé la exploración y le comuniqué el resultado, los ojos del hombre
relucían con un ya te lo decía yo que se extendía de oreja a oreja en una silenciosa y
elocuente sonrisa triunfal.
No obstante, yo había conseguido una doble victoria: se había demostrado mi honradez
profesional sin menoscabo de la salud de aquel empecinado hombre, y había quedado
demostrada la eficiencia y utilidad de mi flamante aparato de rayos.
No sé por qué, pero volví a recordar la explicación de Alfonso VI a su vasallo el Cid:
“Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”, atribuida a mi gran amigo don
Quijote. Sé que si el bueno de Alonso Quijano se hubiera topado en alguna ocasión con
un hombre tan testarudo y falto de seso como aquel campesino, habría dicho algo
semejante.
Una visita arrolladora
Una tarde se presentó en mi consulta una mujer bastante mayor a la que conocía muy
bien porque pertenecía a mi igualatorio y nos veíamos con frecuencia. Tenía un buen
concepto de ella. Pensaba que era una buena mujer. Se comportaba siempre muy amable
conmigo, aunque existía algo especial en ella. De vez en cuando hacía con su cara
gestos y giros extraños. Además, sufría convulsiones y espasmos extraños en ambos
párpados, lo que proporcionaba a su rostro un aspecto anómalo.
Después de una visita que me hizo por razones que no viene ahora al caso, mi opinión
sobre aquella mujer cambió notablemente.
Comenzó hablándome de su hija, a la que yo conocía de haberla visto en su casa alguna
de las veces que tuve que acudir a visitarla: mi hija es una chica joven, guapa, de cara
algo regordeta, aunque agradable; su vida afectiva, sin embargo, es un tanto complicada.
Está separada de su marido del que comentan con malevolencia que está trabajando en
Barcelona. Tiene dos hijas de corta edad que son la simpatía personificada y constituyen
la alegría de nuestra casa.
La buena mujer continuó: mi hija se encuentra embarazada de dos o tres meses, no lo sé
con certeza, y como quiera que a mi hija y a su marido les escasea el dinero, la llegada
del nuevo hijo o hija me tiene muy preocupada. Usted, con su exquisita amabilidad de
siempre podría... digamos... tomar las medidas oportunas para que este apenas
incipiente nuevo hijo no llegue a...
Me quedé sorprendido: ¡acababa de proponerme un aborto! La sorpresa me dejó sin
poder articular palabra. ¿Era posible que hubiera alguien capaz de proponer un aborto a
un médico?, ¿de insinuar la posibilidad de un aborto por una razón tan mezquina como
aquella? Como acababa de comprobar, sí las había. No acababa de encontrar cómo
hacerle entender que aquello no podía hacerse. La consternación me había robado las
palabras, así que para ganar algo de tiempo y poner en orden mis ideas, le dejé que
continuara hablando más, como si estuviera escuchando atentamente sus razonamientos.
Mi resolución era firme desde el principio: un médico, cuya profesión es salvar las vidas
de quienes están en peligro de muerte y batallar contra la enfermedad con todos los
medios a su alcance, no podía erigirse en ángel de muerte, como si fuera el depositario
de la vida y el dispensador de la muerte por propio derecho. Además, ¿cómo
comprender que ella, que había engendrado a su propia hija, me estuviera pidiendo, con
mucha delicadeza, eso sí, que yo privara a su hija de la posibilidad de ser madre otra
vez? ¿Y si algún otro médico le hubiera privado a ella misma de la vida de su hija
practicándole un aborto? ¿Es que, en el fondo, ella misma lamentaba haber traído al
mundo a su propia hija?
Pero además de mi negativa, que ya estaba fraguada en mi interior, yo deseaba hacer
algo más por aquella mujer, hacerle entender el misterio innegable de la vida y la
muerte. Por eso, tras sus palabras le hablé.
⸻Pero, vamos a ver, Pascuala, si su yerno está en Barcelona y hace tantísimo
tiempo que no ha venido, no comprendo muy bien el embarazo de su hija.
⸻Tenga en cuenta ⸻añadió rápidamente⸻, que estuvo a vernos en las
navidades pasadas.
⸻Aunque así fuera, Pascuala. Si está ya de tres meses, las cuentas no me salen, pues
estamos a primeros de febrero.
⸻Ya, pero como usted sabe muy bien, las cuentas en estos casos no son siempre
muy exactas ⸻replicó vivamente.
⸻¿Cómo que no? ⸻aquella mujer tenía respuesta para todo. No cabía la menor
duda de que se había preparado muy bien la entrevista conmigo.
⸻Porque a veces hay retrasos, ¿o no? ⸻insistió con viveza.
⸻Mi experiencia profesional me muestra que la mayoría de los supuestos retrasos
en las reglas acaban indefectiblemente a los nueve meses en un parto. Esta es la regla
general, ¿me entiende?
Permaneció pensativa unos momentos, pero reaccionó y de nuevo volvió a sus
razonamientos. Es que estamos pasando una mala racha, la situación económica de
nosotras dos es desastrosa, tanto que soy yo quien debe contribuir al mantenimiento de
toda la familia con mi magra paga de jubilada, pues de no ser así, deberíamos pasar
hambre y necesidad extrema. ¡Son tantos los gastos y tan pocas las compensaciones de
una madre...!
⸻Pero, ¿el marido de su hija no trabaja? ⸻había algo raro en la situación en que
se encontraban.
La mujer no respondió de manera directa: estamos en las últimas, don Antonio, en las
últimas; toda la familia ha caído en extrema necesidad. Usted no conoce lo que es capaz
de hacer una madre por...
Aquella insistencia me hizo sospechar que el yerno de Pascuala, harto ya del
comportamiento quizá demasiado libertino y atrevido de su esposa, la había abandonado
a ella, a sus hijos, a su nuera, incluso al nuevo niño que estaba por nacer, y se había ido
a Barcelona o a donde fuera. Aquel abandono, si realmente había sido así, pudiera ser el
causante de la amarga condición en que se encontraba toda la familia.
En justicia debo añadir que todo lo que pensaba en aquellos momentos no eran más que
suposiciones mías. No disponía de ningún dato claro que me ayudara a certificar la
veracidad de mis pensamientos. Nunca llegué a conocer la verdad de todo este asunto y
para mí todo quedó en meras suposiciones.
Entendía, sí, que la llegada de un nuevo vástago suponía un rudo golpe a la economía
familiar. Eran urgentes la colaboración y la ayuda de alguien para aliviar en lo posible la
pesada carga económica de la familia, en este caso yo, que podía aligerarla acabando
con la vida del niño que se acercaba a sus vidas. Pascuala me repetía todo esto con tal
suavidad, casi con dulzura, como queriendo aliviarme de la que ella misma consideraba
una pesada y difícil tarea, que me resultaba imposible responderle con la rudeza con que
yo le hubiera contestado: usted es el médico, pero deje que cargue yo con toda la
responsabilidad de la decisión
Con toda suavidad también, pero al mismo tiempo con firmeza, le dije que se había
equivocado conmigo, que yo no era médico para arrebatar la vida de nadie provocando
el aborto de su hija. Como ella insistía e insistía con su meliflua voz, no tuve más
remedio que recurrir a cierta dosis de crudeza para decirle que no contara conmigo para
el aborto. Ella continuaba de forma obsesiva insistiendo que debía hacerlo. Aún tuvo el
atrevimiento de agregar algo más.
⸻...como se trata de un ser tan pequeño aún..., y mucho daño no le va a hacer...
Ya no pude más y le hablé de modo enérgico y resuelto.
⸻¡Es usted formidable! Al parecer usted mide la gravedad del aborto de un niño o
una niña en función del tamaño. ¿En este caso, por ser un embrión habría que
considerarlo sólo de un asesinatito? Lo siento, pero no puedo admitir semejante
categorización. Un aborto no se mide por tamaños, es una acción moralmente
reprobable que supone la privación de la vida de un ser inocente, el que va a tener su
hija, que al parecer no les viene bien ahora. Esto pasa a ser un hecho delictivo en el que
la Justicia tendría mucho que decir.
Noté entonces que esto último que le comuniqué sí hizo mella en la mujer, porque
empezó a mordisquearse los labios y a tironear nerviosamente la rebeca de hilo que
vestía, mientras cerraba la cortina de sus ojos. Creía llegado el momento de finalizar
aquella desagradable visita.
⸻Pero esté usted tranquila, no voy a denunciar su propósito ante la Justicia. Me
duele en el alma, sin embargo, que existan personas que sean capaces de proponer algo
semejante a lo que usted me acaba de pedirme. Y con esto, hemos terminado.
Me levanté del sillón. La mujer también, un poquito después, al darse cuenta de que no
iba a lograr de mí que accediera a lo que había ido a pedirme.
⸻Puede usted acudir a los servicios sociales del Ayuntamiento ⸻añadí mientras
me dirigía con ella a la puerta⸻ para paliar en lo posible la situación económica en
que están ustedes. Puedo incluso hablar con los servicios sociales en favor de usted y
ver entre todos la mejor manera de solucionar sus dificultades, pero no accederé a su
insinuante petición de aborto para su hija.
Al llegar a la puerta de mi consulta, se despidió con fría cortesía y salió tranquilamente,
con la misma suavidad con la que había entrado en mí consulta.
La apendicitis que trae cola
Aquel fin de semana me había tocado guardia. Desde el sábado a las doce del mediodía
hasta el domingo a las doce de la noche debía permanecer en el dispensario médico
atento a cualquier contingencia que pudiera presentarse. Esto suponía un esfuerzo
enorme, porque era un no parar durante todo el tiempo del día y de la noche.
Como en cualquier guardia de no importa qué hospital del mundo, ocurría de todo,
desde verdaderas tomaduras de pelo, la mayoría, a decir verdad, hasta casos realmente
graves y urgentes, incluso trágicos y mortales. No se podía prever cómo se desarrollaría
el servicio de la urgencia, dependía de las circunstancias, pero había que hacer frente a
lo que se presentara.
Recuerdo cierta ocasión en que me tocó estar de guardia en plena epidemia de gripe.
Debido a la virulencia de la enfermedad tuve que realizar tal cantidad de visitas
domiciliarias que el cuentaquilómetros del coche aumentó en más de treinta
quilómetros, todos ellos en el interior de la población. Todavía me impresiona recordar
aquel día. Aquellas guardias eran inhumanas y crueles, pero forman parte de mi historial
como médico y aún las recuerdo con una mezcla de cariño y pavor por las condiciones
en que teníamos que desarrollar nuestro trabajo.
Aquel día de guardia, decía, serían las diez de la noche cuando me avisaron de que tenía
que ir a visitar a una joven que se encontraba bastante mal, postrada en su domicilio,
que creo se hallaba en la avenida de Madrid.
Tomé rápidamente el coche acompañado por quien había ido a buscarme y llegué a la
casa en cuestión. Me recibió la madre de la joven y me informó de que su hija mayor
tenía una fiebre altísima, fiebre que vi claramente que poblaba sus mejillas de unas
rosetas que contrastaban con la palidez general de la joven. Añadió la madre que a su
hija le dolía mucho el vientre y tenía frecuentes vómitos desde hacía dos horas.
Reconocí a la joven enferma y hablé después con su madre.
⸻Se trata de algo urgente. Su hija tiene un ataque muy fuerte de apendicitis aguda.
Hay que trasladarla a la Residencia para que la operen.
Tras los preparativos para su traslado y una vez que la paciente iba en la ambulancia
camino de la Residencia, regresé a casa. Al llegar, al mismo tiempo se acercaba el otro
coche que teníamos, con mis dos hijos mayores a bordo procedentes de una sesión de
cine-fórum en Elda. Al bajar de mi coche me di cuenta de que había olvidado el
fonendo en casa de la enferma. Mis hijos se me acercaron al notar mi gesto de
contratiempo y les pedí que fueran a buscármelo a casa de la joven, porque estaba
agotado.
⸻Aquí tenéis la dirección ⸻le entregué a mi hijo Julio una hoja de papel.
Nada más leer la hoja que le daba, mi hijo se me quedó mirándome fijamente al mismo
tiempo que me interpelaba.
⸻Dime la verdad de lo que ha pasado en esa casa, por favor. Por duro que sea,
¡dime la verdad!
⸻Sabes que no puedo revelar nada de mis pacientes, pero ¿por qué quieres saber
qué ha pasado? Se trata de una joven a la que tienen que operar.
⸻Es que esa chica que has enviado a operar ⸻continuó mi hijo⸻ es nada
menos que Reme.
Necesariamente debo incluir que aquella joven era, más o menos, algo novia de mi hijo.
Yo sabía que salía con alguna chica, incluso en dos o tres ocasiones los encontré a
ambos. Esto es todo lo que sabía. Sin embargo, debo admitir que cuando aquella noche
acudí a su casa no la reconocí como la acompañante de mi hijo y su madre, por
supuesto, no me conocía de nada.
Al día siguiente, por hacerle un pequeño favor a mi hijo, lo llevé a la Residencia para
que viera a su joven amiga y pudiera acompañarla. Ciertamente la apendicitis era
flemonosa, por lo que tuvo que ser operada con urgencia pues podría haber
desembocado en una peritonitis muy grave, con riesgo para su vida.
De modo inesperadamente próximo, aquella apendicitis entró en nuestras vidas como no
lo hubiéramos imaginado. Coincidencias que la vida nos da y que demuestran con
claridad eso de que el mundo es un pañuelo.
Cláusulas diabólicas
Aquel día me llegó un aviso para que fuera al barrio de San Rafael, que era un grupo de
tres o cuatro calles al borde de la carretera de Alicante a Madrid, a su paso por Elda, y
que distaba de la población más de lo que para mí era habitual.
En esta ocasión la enferma, Mari Carmen, era un ama de casa a la que yo conocía de
anteriores ocasiones, pues contaba con una iguala conmigo. Como ya mencioné
anteriormente, era una persona de trato agradable, sencilla y muy amable. Cuando
llegué a su casa la encontré dificultosamente incorporada en su cama y con fuertes
dolores en el vientre complicados con mareos y vómitos frecuentes. Tenía los brazos
plegado sobre su vientre como sujetándoselo, casi como si temiera que iba a perderlo en
medio de sus arcadas.
Tras examinarla con cuidado me di cuenta de que todo se debía a una simple dispepsia
aguda propia de la época veraniega en la que estábamos, unido a alguna demasiado
copiosa ingesta de alimentos. Esto último no era de extrañar en ella, porque sus comidas
acostumbraban ser parientes cercanas de las de Gargantúa y su hijo Pantagruel y se
reflejaban en lo rollizo de su figura.
⸻No se preocupe usted, mujer ⸻deseaba tranquilizarla⸻. Todo se debe a
algo que ha debido comer usted ayer y que, por la razón que sea, le ha sentado mal.
⸻Ahora que lo dice usted, don Antonio, creo que ya sé lo que ha podido ser ⸻
dijo con cierto embarazo⸻. Ya sabe usted que nos gustan mucho los caracoles. Pues
ayer compré en el mercado varias docenas y nos dimos los dos una buena panzada de
ellos con bastante cerveza y agua.
⸻No me diga usted más ⸻allí estaba la razón del malestar de la buena señora
⸻. Es posible que ahí esté la razón y la culpa de sus dolores y malestar. Pero no se
preocupe usted por esto. Le daré unos comprimidos para los tome y haga dieta absoluta.
En dos o tres días se encontrará completamente bien.
En estas quedamos y pasé a otro asunto, olvidando aquel episodio de Mari Carmen.
Pocos días después, no obstante, me volvieron a llamar para que fuera a visitarla.
Cuando llegué a su casa y llamé, ella misma vino a abrir la puerta y me recibió con una
ancha sonrisa pintada en sus ojos.
⸻Don Antonio, le he mandado llamar para decirle que me encuentro algo mejor. Ya
no tengo vómitos y mi estómago sujeta bien la comida, pero no sé qué me pasas que me
sigo encontrando fastidiada. Aún me duele algo el estómago, un dolor sordo no agudo,
que está ahí, avecindado en la parte inferior del vientre. Tengo algún que otro escalofrío
que me preocupa y, cosa rara en mí, hasta he perdido las ganas de comer. ¿No le parece
que esto va muy despacio?
⸻Mari Carmen, es natural que vaya despacio. ¡Tenga usted en cuenta que se trata de
caracoles! ⸻respondí.
Aquello fue algo que me salió espontáneamente, sin pensar, algo así como el tapón que
sale despedido cuando se abre una botella de cava. No puede evitar un tantillo de sorna
en mis palabras, y tanto ella como yo, sin poderlo remediar, rompimos el sarcasmo con
un puñado de retumbantes carcajadas que pusieron en fuga al gato que trasteaba por la
cocina.
Con todo, reforcé el tratamiento, le insistí, esta vez con seriedad, en la conveniencia de
mantener una dieta estricta en las comidas y poco tiempo después ya se encontraba en
condiciones de ingerir cualquier clase de alimento.
Desde aquel día, cada vez que acudía a mi consulta por cualquier otra necesidad, ella o
yo sacábamos a colación los caracoles y su caracolitis aguda y nos echábamos a reír
como descosidos para extrañeza de los demás pacientes.
Una ex sirvienta sin privilegios
Por aquel entonces tuvimos una sirvienta llamada Amparo que nunca fue de nuestro
agrado por lo charlatana y chismosa que era siempre y porque su trabajo dejaba mucho
que desear. Cuando abandonó nuestra casa todos nos alegramos, aunque nadie quisiera
confesarlo abiertamente, especialmente yo. La alegría de su marcha, empero, duró muy
poco. Ya certifica la sentencia popular eso de que la alegría dura bien poco en la casa
del pobre, y así resultó en nuestro caso y en nuestra casa.
Pocos días habían transcurrido tras su marcha, cuando se acercó a mí en el ambulatorio.
⸻Don Antonio, vengo a informarle de que he cambiado de médico en la cartilla y
ahora estoy con usted.
Sentí entonces que la tierra me fallaba como si un terremoto insonoro e inmóvil hubiera
llegado repentino a las terminaciones nerviosas de mis extremidades inferiores. Supe
desde ese momento que iba a tener problemas, que aquel cambio acabaría en algo de
ninguna forma deseado.
Por desgracia, el tiempo vino a darme la razón y aquello terminó mal, muy mal, como el
rosario de la aurora, que decía Bene, la esposa de Francisco, el subteniente salmantino.
Los recuerdo a ambos con frecuencia y ahora me viene a la memoria una de las muchas
anécdotas que viví con ellos. Bene era una mujer inteligente, alegre y de genio vivo.
Contaba que lo que más le sublevaba era que le dijeran expresiones como: “Bene no
tienes razón”, “Bene, no hagas..., no digas...”. Cuando le pregunté el porqué de aquella
particularidad, me contestó que no quería oír ni hablar de “Vene...-no”, veneno, porque
de pequeña le decían que era toda un veneno. Anécdotas de Bene y Francisco como ésta
me evocaban los tiempos alegres vividos con ellos y su querida familia.
Siguiendo con Amparo, nuestra antigua sirvienta, sabía que su decisión acabaría mal,
decía. Sin duda creyó que el hecho de haber estado con nosotros le iba a dar pie a hacer
poco menos que lo que le viniese en gana durante sus visitas médicas. Como de por sí
era bastante atrevida y mal educada, yo me temía cualquier cosa de ella incluso lo más
peregrino que a uno pudiera imaginársele. Por esta razón, y por haber estado ocupada en
labores domésticas en mi casa -esto me suponía un pequeño conflicto de intereses-, yo
esperaba con fruición la menor oportunidad para lograr que saliera de mi cupo de
pacientes.
La norma general por la que se regía el ambulatorio sobre la recepción da cartillas
sanitarias para las visitas de cualquier día era que las cartillas se recogían desde la hora
de apertura del ambulatorio, a las ocho de la mañana, hasta cinco minutos antes de que
el médico abriera su consulta. Debo añadir que todos los pacientes respetaban y
cumplían esta norma de modo regular. Aclarado esto, necesario para la comprensión
correcta del relato, me sitúo en los hechos que tuvieron lugar aquel día.
Llevaba más o menos la mitad de mis consultas programadas. Todo se desarrollaba
como habitualmente. Iba a salir de la consulta para llamar al siguiente de mi lista
cuando me reclamó su atención la enfermera y me confesó en voz baja y con rapidez:
⸻Don Antonio, debo informarle a usted en secreto de algo sobre una señora para
que sepa usted a qué atenerse, pero no debe decirle nada a ella.
⸻De acuerdo, y no se preocupe por el secreto. De sobra conoce usted que la
confidencialidad me obliga a mantener en secreto cuanto se habla en consulta.
⸻Mire usted ⸻siguió⸻, se trata de Amparo, la antigua sirvienta que estaba
en su casa. hace unos minutos ha llegado con su hija enferma, no le han dado número
porque ha llegado tarde y yo no le he querido coger la cartilla porque no tenía número.
Entonces ella se ha puesto hecha un basilisco y ha comentado, y son sus propias
palabras, “¡pues que se fastidie, tendrá que venir a casa. Voy ahora mismo a echarle la
cartilla en su buzón”. ¿Qué le parece? ¿He hecho mal?
⸻Bueno, no es lo adecuado, pero tengo que continuar con la consulta.
Al acabar mi horario en el ambulatorio regresé a casa y abrí el buzón para recoger los
avisos que pudieran haber echado a lo largo de la mañana, como siempre solía hacer,
para organizar la atención de los avisos. Comprobé que había seis avisos y con ellos la
cartilla de Amparo. Visité a algunos de los pacientes, ninguno urgente, y como ya era
demasiado tarde para asistir a los demás me dirigí a casa para comer, Después de comer
comencé la segunda parte de las visitas domiciliarias. Volví a abrir el buzón de casa por
si había algún otro aviso más para atenderlo antes de las cinco de la tarde, hora en que
empezaba mi consulta particular en casa, y asistí a los que había dejado sin atender por
la mañana, pero no me presenté en casa de mi antigua sirvienta.
Así era mi jornada diaria: siempre pendiente del dichoso buzón por los posibles avisos,
algunos urgentes, que inexcusablemente debían ser atendidos sin demora hasta las ocho
o las nueve de la noche, incluso a veces más tarde.
Tras mi consulta particular de aquel día, aún tenía otro aviso en el buzón, además del de
Amparo. Cumplimenté el que había llegado y me avisaron de casa que mi adorada
Amparo había llamado preguntando por mí, así que, tras haber terminado todo mi
anterior trabajo, me encaminé a su casa. Subí al primer piso donde estaba la niña.
Después de examinarla y auscultarla llegué a la conclusión de que no había nada grave.
Todo se quedó en una amigdalitis catarral para la que prescribí la oportuna medicación.
Bajé a continuación a la planta baja para extender las correspondientes recetas sentado a
la mesa del comedor. Cuando terminé y mientras guardaba el talonario de recetas en mi
cartera, hablé con Amparo.
⸻Bueno, con esto doy por terminadas las visitas a esta casa. no pienso volver más.
⸻¿Es que se va usted del pueblo, don Antonio? ⸻interesada e intrigada por mi
comentario.
⸻Nada de eso. ¡Qué más quisiera yo! La que se va es usted... de mi cupo de
pacientes. Mañana a primera hora iré a Inspección Médica de Elda para que le concedan
el cambio.
⸻¡Pero bueno! ¿Y eso, por qué? ⸻evidentemente contrariada, molesta y
enfadada.
⸻Usted sabe muy bien las razones ⸻no elevé lo más mínimo el tono de mi voz
⸻. Me voy, que es muy tarde. Adiós.
⸻¡Espere un momento, don Antonio, no me deje usted así! ¿Qué he hecho yo para
que me eche de su cupo?
Mi primera idea fue no responderle, pero demasiado bien sabía que no darle
explicaciones traería consecuencias desagradables, conociendo como conocía a
Amparo.
⸻Está bien ⸻concedí⸻. ¿Fue usted esta mañana al ambulatorio?
⸻¡Pues claro! Con mi niña enferma, era lo obligado.
⸻¿Qué pasó entonces? ¿Por qué no apareció en mi despacho?
⸻Porque no me dejaron entrar.
⸻¿Y por qué no le dejaron entrar?
⸻Porque su enfermera no me quiso coger la cartilla.
⸻¿Y por qué no se la quiso coger? ⸻aquel juego del gato y el ratón, de fintas y
esquiveces era muy cansado y yo lo estaba más.
⸻Es que...
⸻...llegó tarde, ¿verdad? ⸻concluí yo la frase.
⸻Sí... ⸻la grana de sus mejillas lo decía todo.
⸻¿Y tiene usted algún privilegio especial que no tuvieran todas las demás personas
que estaban allí?
⸻¡No, no! ¡Por Dios, no!
⸻¿Por qué preparó entonces aquella bochornosa escena con la enfermera? Debe
usted tener en cuenta que los médicos nos debemos a los pacientes y tenemos el tiempo
milimetrado para atenderlos como es debido. Usted sabe muy bien que después del
ambulatorio debo prestar atención a los avisos que recojo del buzón de casa, unos leves,
otros graves que requieren mucha atención y otros muy graves que necesitan especial
cuidado, esmero y rigor profesional. Su actitud de esta mañana fue muy desconsiderada,
egoísta y malintencionada, impropia de usted, que ha estado en mi casa y conoce a la
perfección el desempeño de mi labor profesional.
Amparo escuchaba mordisqueándose el labio inferior, avergonzada de oír mis palabras,
sin acertar a levantar la mirada que había fijado sobre el tapete floreado de la mesa del
comedor.
⸻No esperaba de usted ⸻ya no deseaba añadir más⸻ un proceder tan ruin.
Buenas noches y quede usted con Dios.
Salí al relente de la noche feliz y descansado por haberme quitado un peso de encima.
El frescor inundaba de rocío los cristales de las farolas cuya medrosa luz pugnaba por
abrirse paso entre la neblina que iba desperezándose entre las callejuelas. Sentado bajo
una farola un hombre leía un periódico, arrebujado en un gabán marrón y con zapatillas
de andar por casa. Aquello me intrigó y fui hacia él, pero se me adelantó un municipal y
decidí que aquel día había terminado para mí. Días después supe que era un caso de
Alzheimer en fase temprana.
Como anuncié a Amparo, al día siguiente, a primera hora de la mañana y antes de
comenzar mi larga jornada de trabajo, fui a la Inspección a que trasladaran a Amparo a
otro cupo. El oficial a cargo del registro me preguntó el motivo del cambio, dato que
siempre debía consignarse en la correspondiente ficha.
⸻¡Evitar que corra sangre...! ⸻fue mi respuesta.
Ambos nos echamos a reír y luego, del brazo de Cervantes, incontinente, calé mi gabán
miré al soslayo y empecé el nuevo día de trabajo en el ambulatorio.
Una herida a medio condimentar
Aquel día estábamos en plena celebración de las fiestas de moros y cristianos y, para mi
desgracia, estaba de guardia. Hermosa, grandiosa, extraordinaria fiesta la de los moros y
cristianos para quien tiene la suerte de no trabajar ese día. Para mí que la guardia de
aquel día iba a ser mucho más complicada de lo que lo es cualquier otro día festivo,
pues al habitual trabajo de una guardia había que unir el desbarajuste de tráfico y la
anarquía total que se disfrutaba en la población, cosa normal, por otro lado. Algunos de
los vecinos se esforzaron tanto en pasárselo bien, que mi guardia resultó más una
guarida de menesterosos enfermos con los males más extraños y los dolores de cabeza
más intensos. Todo ello con tal de no aburrirse, que parecía la consigna oficial en
cuanto alguien salía de casa a primeras horas del día de la fiesta.
Y me llegó el primer aviso. Era para un cuartelillo. El cuartelillo, debo aclarar, era un
lugar donde moros, cristianos, o ambos a la vez, acudían a repostar, decían, descansar
de la juerga, comer algo y enjaretarse profusión de licores, gasolina sin la que era
inconcebible pasar las fiestas.
Llegué al cuartelillo y alguien me explicó que uno de los mozalbetes se había tomado
tan en serio la consigna de repostar que, por una discusión o apuesta o vaya usted a
saber por qué, se había bebido de un trago una botella entera de güisqui. Que nada más
acabar había caído redondo al suelo. En efecto, allí estaba el joven como muerto.
Afortunadamente no era así. Era un cuadro etílico agudísimo y yo allí no podía hacer
nada más que reconocerlo y dar un volante a uno de sus acompañantes para que lo
ingresaran urgentemente en la residencia.
Días después me contaron que, en la residencia, luego de un programa completo de
excelente lavado, relavado, incluido aclarado, de estómago lo devolvieron al mundo de
los vivos del que de modo tan absurdo estuvo a punto de salir.
Aquel fue el primero. El segundo aviso me llegó de un joven que me rogaba fuera a
visitar a su abuelo que, “se había quedado un poco traspuesto”. El joven me condujo
presuroso a la casa del anciano, que estaba llena de gente. Me condujeron a una de las
habitaciones y me quedé helado. La habitación, si se puede llamar eso a un desfiladero
con paredes, era raquítica y con un camastro raído sobre el que yacía el anciano. Dirigí
mi mirada al hombre tendido y me dio la sensación de que estaba muerto. Lo de
“traspuesto” no era una metáfora, porque al reconocerlo comprendí que había
traspasado el umbral de los vivos.
—Este hombre ha fallecido. No se puede hacer nada por él más que encomendar su
alma al Creador.
Apenas había terminado de hablar, todas las personas de la casa, que hasta entonces
habían permanecido en expectante silencio, comenzaron a chillar, a proferir gritos y
lamentaciones. El ruido formó una barahúnda formidable que ascendía y descendía
como una marejada deslizándose marinamente por la casa. Lo curioso del caso, empero,
es que fue al unísono, todos al mismo tiempo, como si se tratara de una orquesta
obedeciendo a su director. Aquel concierto habría resultado cómico en medio de la
tragedia, de no ser por el drama que se había consumado en tan magro escenario. Atendí
a las necesarias acciones de un fallecimiento y regresé a mi puesto de guardia.
Más adelante, ya en casa, alguien me preguntó por el traspuesto.
—¡Pobre hombre! Ya está traspuesto del todo. Sí, sí. Hasta la Eternidad.
El siguiente caso urgente de aquel día me despertó a las cuatro de la madrugada. Debía
ir a la parte más alta del pueblo a la que apellidaban Cuevas del Castillo. Aquella zona
del pueblo más que una calle era una trocha de trazado incomprensible que bordeaba el
contorno del castillo moro que atalayaba toda la población. Deseo aclarar antes de
continuar que el cansancio de la guardia, el reducidísimo tiempo de descanso y el sueño
me habían convertido en presa fácil del mal humor que me tenía los nervios
disparatados. Llegué con el coche, sí, no sé cómo, hasta la misma puerta a donde mi
acompañante me había conducido. Abrí la puerta del coche y al tiempo que paraba el
motor llegó hasta mí una voz potente, aguardentosa y chillona.
—¡…pues aunque sea el médico! ¡Como entre en esta habitación le pego un navajazo!
¡He dicho!
Ya en la entrada de la casa una mujeruca seca y arrugada me comunicó que su marido
era muy buena persona, lo acababa de comprobar por sus amables palabras de
bienvenida, pero cuanto toma una copa de más no hay quien pueda con él. Claro, como
han sido las fiestas… Definitivamente no estaba yo de suerte aquel día. Ahora tenía que
vérmelas con un borracho más por si no hubiera sido suficiente con el del coma etílico.
El mal humor que arrastraba conmigo se fue trocando lenta pero inexorablemente en
cólera sorda y desbocada. Entré en la habitación del dueño del arma sin importarme
navajazos ni otras zarandajas semejantes. En un lateral del cuchitril se veía sentado en
medio un camastro un viejecillo menudo, enjuto y magro. Vestía únicamente una
camiseta amarilloverdosa y unos calzoncillos de color amarronado que dejaban al aire
unas canillas domine Cabra, adornado el conjunto con una navaja de tamaño mediano
que esgrimía amenazador en su mano derecha. Me dirigí rápidamente a él y le espeté
con forzada voz de ultratumba:
—¡Usted no va a pegar ningún navajazo a nadie!
Cuando el viejecillo escucho mi voz y comprobó mi resolución porque me aceraba a él
con decisión, perdió el fuelle, bajo el brazo y quedó mudo. Aprovechando la situación y
en tono más conciliador:
—Ahora me va a dar usted la navaja y va a acostarse en la cama como un buen chico,
sin alboroto y tranquilo, ¿verdad?
Se me quedó mirando un ratillo, saco de entre las sábanas la navaja, la cerró, me la
entregó, suavemente se reclinó sobre el colchón y se tapó con la sábana hasta la barbilla,
todo ello sin emitir el menor sonido. La mujeruca y los demás familiares que rodeaban
la cama a distancia prudencial me miraban sorprendidos. Que ellos lo habían intentado
antes y nos ha sido imposible y usté lo ha conseguido con su voz. Es un milagro.
Cuando regresaba a casa más tranquilo tras el navajero incidente, reflexionaba sobre
qué habría podido haberme sucedido si aquel octogenario borrachín hubiera pasado más
allá de su vocinglera baladronada. A aquellas horas tal vez hubiera recibido un navajazo
y me encontraría tendido en una camilla, quizás en mi propia consulta. ¡Qué
perspectiva! Mi audaz acción, rayana en estupidez, podría haberme provocado graves
consecuencias, lo sé; pero mi carácter suele ser así de impulsivo y no puedo luchar
contra mi modo de ser, faltaría más. Tengo que cargar conmigo mismo para toda la
vida.
Después de todo había tenido una mica de suerte, justo es reconocerlo, la suerte del
insensato, sí, pero si algo tiene solución, para qué preocuparse; y si no la tiene, tampoco
hay de qué alarmarse; vamos, digo yo.
Ya terminada mi jornada de guardia, la fiesta de moros y cristianos que tantas veces
había vivido se me alejaba despacio al filo de la madrugada. Aún se oían rescoldos de
voces y cánticos ronroneando la madrugada, una madrugada cansada, vinosa, tibia,
amalgamada con filamentos del sueño que se descolgaba por mis párpados incapaces de
mantener contacto con el día que se desvanecía lentamente. Araceli, que me esperaba a
la puerta de casa, me cogió del brazo, me besó y juntos nos adentramos en la penumbra
de nuestra habitación.
Una parada de autobús propia
Cierta ocasión, al regresar del colegio, mi hija llegaba toda contenta y feliz. Nada más
entrar por la puerta de casa nos espetó:
—¿A que no sabéis de qué acabo de enterarme?
Como vio nuestras caras de sorpresa y nadie se atrevía a vaticinar nada plausible,
continuó.
—¡Pues que tenemos tanta categoría, que hasta tenemos una parada de autobús propia, o
sea, con nuestro apellido y todo!
—¿Y cómo es eso? —alguien inocentemente preguntó.
—Pues la parada que tenemos aquí mismo, enfrente de la puerta de casa. Una mujer que
iba en el mismo autobús que yo, unos metros antes de llegar a la parada le ha dicho al
conductor que pare en la parada de Pedraza. Y el conductor ha parado en la parada de
enfrente de casa. Así que ya sabéis, ahora tenemos una parada propia, dedicada a
nosotros.
Esto nos hizo reír una buena temporada. Toda la familia se regocijó con el
descubrimiento de nuestra hija, porque parecía estar claro que nuestra fama se había
extendido tanto que hasta teníamos el privilegio de una parada de autobús propia.
Un fusilamiento innecesario
Aquel día una paciente agradecida nos regaló un hermoso pollo que está criado para
vosotros exclusivamente, porque habéis hecho mucho por mí y mi familia, y de bien
nacidos es ser agradecido.
No se imaginaba nuestra benefactora el enorme problema que acababa de descargar
sobre nuestra familia: quién sería capaz de matar tan hermoso y cebado pollo. La
abuelita, que en otras ocasiones había ejercido de matarife de pollos, gallos y gallinas,
nos informó de que ya no estoy para esos trajines, que ya no puedo con mis años; que, si
se me escapa el pollo, no puedo echar a correr a buscarlo, figúrate tú. Mi mujer, que
menos aún. ¿Quién se atrevía a permitir el tránsito del plumífero a nuestros estómagos?
Como nadie parecía dispuesto, alardeando de un valor del que carecía ―como se
verá―, dije que lo haría yo mismo. Puse una condición.
—¡Eso sí, yo —subrayé mi yo— lo haré a mi manera! ¡Total, no es más que ponerle en
la carótida una jeringuilla de aire…! —concluí con aire de suficiencia.
De ese modo preveía que le causaría una embolia gaseosa al animal y de modo
necesario moriría sin mucho sufrimiento. Dicho así, tal como lo tenía planeado, casi lo
estaba visualizando y se me antojaba muy fácil. Pero llegó la hora de la verdad. Me
armé de valor y de una jeringuilla de veinte centímetros cúbicos. Sujeté al animal entre
mis piernas. Localicé la parte lateral de su cuello. Tironeé con suavidad, casi con
ternura, de algunas plumillas. Localicé lo que suponía la carótida y… llegué hasta ahí.
No más. En el momento en que iba a inyectarle me invadió una invencible repulsión y
hube de abandonar la idea con evidente mal humor. Había fracasado del modo más
estrepitoso, ante mi familia que había aguardado expectante mi intervención.
¡Mecagüen! Y allí estaba el animal. Completamente vivo, malhumorado. Protestando
estentóreamente al sentirse aprisionado de modo tan vergonzante entre mis piernas.
¡Pero había que matarlo fuera como fuese!
No recuerdo quién, pero alguien mencionó entonces que nuestros hijos tenían dos
escopetas de aire comprimido. Tal vez eso sea suficiente. Pues ya está: así acabaremos
con la vida del volátil: el pollo sería fusilado ante toda la concurrencia. Es una idea
genial, papá. ¿Podíamos nosotros fusilarlo? Bueno, que veríamos. Hay que planificarlo
bien.
Cogimos el coche y nos pusimos en camino con nuestros cuatro chicos más dos hijos de
un compañero, provistos del predestinado animal y los dos rifles de aire comprimido
con su correspondiente munición. Quisimos ahorrarle a la abuelita tal espectáculo, así
que la dejamos en casa al cuidado y atención de nuestras hijas. Tras un corto viaje
llegamos a las afueras del pueblo, cerca del campo de fútbol. Buscamos un sitio
apartado hasta que dimos con el adecuado, fuera de la vista de inoportunos visitantes.
Atamos al desventurado animal a unas piedras y a una distancia prudencial, unos cinco
o seis metros, instalamos nuestro puesto de tiro y observación. Por todos los medios
posibles hay que atinarle en la cabeza, ¿eh?, así el animal morirá rápidamente y sufrirá
menos. Empezaron a disparar balines sobre el indefenso pollo y creo que sólo hicieron
falta cuatro. El animal murió más rápidamente de lo que suponíamos. Cuando llegamos
al lugar de ejecución para recoger el difunto animalillo pasado por las armas, oímos el
saludo de un hombre que estaba fumando.
—¡Don Antonio! Esto... ¿ya tiene preparado el hoyo?
—¿Qué hoyo? —interrogué extrañado.
—¡Cuál va a ser! ¡El que se supone que ha abierto para enterrar al difunto pollo!
—¡No, hombre, no! El pollo que hemos matado no es para enterrarlo, es para llevarlo a
casa, cocinarlo en pepitoria y dar buena cuenta de él. Esto... es que ¿sabe usted? No
encontrábamos otro modo mejor para inducirle a que se muriera.
—¡Ah, pero...! ¡Yo creía que se trataba de un pollo enfermo y por eso venía usté a
enterrarlo aquí!
—No, no señor. Es que en toda la casa no hay nadie capaz de matar un pollo de modo
tradicional. Le agradezco que se haya preocupado por nosotros.
—No tiene la menor importancia, don Antonio. Pa eso está uno, payudar en lo que se
pueda.
Así acabamos la ejecución sumaria del hermoso pollo que tantos problemas nos había
acarreado. Para nuestra vergüenza debo confesar que una vez guisado no nos gustó a
ninguno, tenía demasiado sabor para nuestro paladar porque era un pollo de granja
alimentado de forma natural, con trigo y esos alimentos que les dan los habitantes del
pueblo. Nosotros estábamos acostumbrados a los otros, a los que no tienen ese sabor tan
natural, tan de campo; a los que llegan congelados de sabe Dios dónde. ¡Qué le vamos a
hacer!
Diabetes a peseta
El primer año en que nos encontramos ya instalados en Valencia, vinieron a ver las
Fallas unos compañeros de Petrel. Uno de ellos era una compañera, Pepa, que era quien
me había sucedido en la plaza de Petrel. Joven bastante agraciada, hacía poco que se
había casado y por entonces se encontraba en avanzado estado de gestación. Era una
mujer alegre, simpática y dicharachera. Reía con frecuencia y por todo. Creo yo que a
veces demasiado. Algunos de nuestros amigos compañeros pensaban si no estaría algo
locatis. Yo no la conocía más que por referencias, pues no habíamos coincidido nunca.
En uno de los momentos en que estábamos reunidos como alegres colegas, se me
acercó.
—Ya tenía ganas de conocerte, Antonio. No sabes cómo habla de ti la gente de Petrel:
que don Antonio esto..., que don Antonio lo otro… Me cuentan muchas cosas sobre ti y
todos te recuerdan con verdadero afecto.
—Vaya, no sé qué decir. Yo me limitaba a hacer mi trabajo, nada más.
Estuvimos charlando amigablemente un buen rato, pasando de un tema a otro,
recordando viejas anécdotas de nuestros respectivos profesores, alguno de los cuales nos
dio clase a los dos, hasta que de repente me dijo casi sin venir a cuento:
—Oye, hay una cosa que me tiene pero que muy intrigada. Cuando mando un análisis
de glucosa y me traen el resultado, me doy cuenta de que la gente, por lo general, sabe
valorar muy bien las cifras que se obtienen, pero utilizan un argot totalmente
incomprensible para mí. Emplean en sus comentarios expresiones como: “no llego a la
peseta”, “sólo me paso veinte céntimos” y otras variantes que me dejan completamente
estupefacta. No he logrado entender qué pueden significar esas elocuciones y cuando les
pregunto qué quieren decir, se enzarzan en explicaciones tan peregrinas que no consigo
descifrar, y siempre añaden que tú se lo has enseñado así. ¿Podrías aclararme algo?
No pude menos de echarme a reír a mandíbula batiente en cuanto terminó. Tuve, claro
que aclararle:
—Bueno, mujer, se trata de algo muy sencillo. Para que me entendieran lo que querían
decir los valores de los análisis ideé una especia de símil que, dicho sea de paso, me dio
muy buenos resultados. Les explicaba que, cuando llegaban al valor 1, me refería a 1
gr/1.000, es decir, un gramo de glucosa por litro; como si tuvieran una peseta de azúcar.
Que hasta esa imaginaria peseta la cifra era normal, pero que podía suceder que se
excedieran en céntimos: veinte, treinta..., dos pesetas… Que conforme iban subiendo los
valores, los “céntimos”, significaba que los niveles de azúcar eran mayores, que iban
teniendo más azúcar, con el riesgo que eso suponía para su salud. Que hasta la “peseta y
dos reales”, el 1,50, el azúcar estaba en los niveles normales, y a partir de esa cifra ya se
podía hablar de diabetes
El último silencio
No sé qué me pasa. Últimante se me olvidan las palabras. Y los lugares. Y los... Casi no
me acuerdo del nombre del pequeñajo de mi nieto... Ahora que lo pienso, no me sale su
nombre. Mikeli ya lo ha notado, creo, porque a veces me mira rara cuando nota que
titubeo.
⸻Kiko, ¿dónde has puesto el azúcar? No lo encuentro.
El azúcar..., el azúcar... Dónde puñetas estará esa cosa. El caso es que no tengo ni la
menor idea de dónde lo puse. ¿Cuál era el lugar de esa cosa...?
⸻Estooo... Mujer, dónde va a ser, en su sitio...
⸻Ya. Eso pensaba yo, pero no está en su sitio.
⸻¡Pues yo lo puse ahí mismo!
⸻¿Y dónde es ahí mismo? Kiko, tenemos que ir al médico a que vea por qué
olvidas las cosas.
⸻¡Bah! Qué cosas tienes, esposa. A mí no se me olvida nada de eso.
⸻¿Quieres que hagamos una prueba, marido? Me han dicho en el programa
Paciente Activo que hay una sencilla forma de comprobar si olvidas cosas. A ver, dime
qué día es hoy.
⸻Vaya cosa, hoy es... Dices hoy, ¿no?
⸻Sí, hoy.
⸻¡Y por qué tengo que decirte qué día es hoy!
⸻Está bien, no te enfades. A ver, dime dónde está ahora Mertxe.
⸻¿Mertxe? ¿Qué Mertxe? ¿Aquella tía tuya del pueblo?
⸻No, esa es Mirentxu. ¿Cómo es posible que no me conteste? Si se entera Mertxe
de que su padre no se acuerda de ella... Esto no puede seguir así. Tengo que aprender
a comunicarme con él.
⸻Mertxe... Vaya preguntas que me está haciendo. ¡Cómo voy a saber quién es esa
tal Mertxe! ¡Como si nos conociéramos de toda la vida! Espera... Mertxe..., Mertxe...
El caso es que me quiero recordar... Mertxe era la... No, esa es otra. ¡Ay, Mikeli, que
no me acuerdo de quién es esa Mertxe! ¿Y qué le digo yo ahora?
⸻Bueno, bueno, no te preocupes. Tengo que salir a llevarle la comida a Mertxe.
¿Puedes dejarme algo suelto para ir a buscar el pan? Sólo tengo ahora veinte euros y no
voy a ir a pagar con ese billete.
¡Vaya, ahí está esa Mertxe! ¿Y por qué tiene que llevarle la comida? ¡Pues ni que esto
fuera un restaurante a domicilio! ¿Y por qué me pide ahora dinero? ¿Para ir a por...?
¿Qué iba a comprar? Espera, dinero. ¿Y dónde tengo el moredeno?
⸻Mikeli, coge de mi moredeno lo que necesites.
⸻¿Moredeno, Kiko? ¿Qué es eso?
⸻¿Qué va ser? Hoy estás un tanto ida, Mikeli. ¿Has dormido bien?
⸻Muy bien, sí. Bueno, bueno, déjalo. ¿El moredeno? Será monedero, ¿no? Esto
no puede seguir así. Lleva así un par de meses, creo, y va de mal en peor. Hablaré con
Mertxe y Lolo. Habrá que hacer algo y estoy segura que desde el programa Paciente
Activo nos orientarán. Es evidente que ha empezado su Alzheimer.
***
La tarde envejecía lentamente. El oro viejo de los árboles alfombraba la calle por las
que avanzaba el viandante. Las farolas se iluminaron repentinamente como si alguien
hubiese encendido la luz de toda la ciudad y esparcieron caminitos luminosos por los
vericuetos.
El hombre avanzaba y saludaba educadamente a cualquiera que se cruzaba con él.
Quienes se cruzaban en su camino lo miraban sorprendidos y continuaban, volviendo de
vez en cuando la cabeza interrogándose dubitativos. El solitario caminante continuó
hasta que llegó a un banco entre un par de magnolios. Se sentó y se puso a leer un
periódico arrugado que llevaba en un bolsillo del gabán.
⸻Oiga, señor ⸻le preguntó el municipal⸻. ¿Qué hace aquí?
⸻Estoy leyendo el periódico. ¿No se puede estar aquí?
⸻Por supuesto. Pero es que usted lleva bastante más de dos horas aquí leyendo un
periódico que está del revés y lleva las zapatillas de casa. ¿Vive usted por aquí?
⸻Sí, ahí en... ⸻el hombre miró a los dos lados de la calle⸻. ¡Anda!, ¿dónde
estoy?
⸻Vamos a ver, ¿cómo se llama usted?
⸻Me llamo... me llamo... ¿Estamos de acertijos? Pues yo no le preguntaré cómo se
llama.
⸻¿Tiene usted alguna identificación? ⸻el municipal empezó a sospechar.
⸻¿Alguna qué?
⸻Algo que diga quién es usted, dónde vive...
⸻¡Ah, eso...! Sí, en este moredeno.
⸻Déjeme ver... Francisco. Usted se llama Francisco. ¿Tiene usted móvil?
⸻¿Fran...cisco? ¿Quién es Francisco? No lo conozco y no estoy móvil, estoy
sentado aquí. ¡Pues no me pregunta si me muevo...! ¡Qué se habrá creído, que estoy
paralítico!
⸻Vaya, vaya, ya veo que me está usted tomando el pelo. Es usted muy bromista,
¿eh? Bueno, no se preocupe. Venga conmigo, lo acompañaré a casa.
⸻Es usted muy amable, señor agente, pero no hace falta, de verdad, ya sé ir a mi
casa. ¡Creo...!
⸻Bueno, lo acompañaré sólo hasta la puerta. Es mi deber.
***
Los dos hombres se pararon frente a la puerta del tercer piso. El municipal llamó al
timbre. La puerta se abrió de golpe y tres personas se arremolinaron en el descansillo.
⸻¡Aita! ¡Kiko! ⸻los gritos se sumaron⸻. ¿De dónde vienes? Has estado
todo el día fuera de casa. ¿Dónde has estado? ¿Has visto qué hora es? Nos has tenido
angustiados todo el día sin saber dónde estabas.
¿Y estos quiénes son?¡Pues vaya recimiento! ¡Ni que haya estado todo el día por ahí
sin hacer nada! Las caras me suenan, pero no tengo claro quiénes son. Es una grave
contradad no saber quiénes son. Ahora ni me sallll... las pala... Me calll... No diré ni
una pabra más.