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MÓDULO I

Clase de cierre
Sobre la ética del psicoanálisis
Docente: Eduardo Duer
Clase de cierre
Sobre la ética del psicoanálisis

Corría el año 1929 y Sigmund Freud escribía: “¿Qué es lo que los seres humanos
mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que
exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren
alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. [...] Se diría que el propósito de que el
hombre sea «dichoso» no está contenido en el plan de la «Creación». Lo que en sentido es-
tricto se llama «felicidad» […] por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno
episódico.”1 Y agregará que nada está preparado, en el microcosmos ni en el macrocosmos,
para tal fin.
Resulta llamativo que en el mismo texto Freud afirme tanto la imposibilidad de al-
canzarla como su búsqueda constante. Entendemos que la “felicidad” planteada como tal,
puede ser sólo un buen deseo que, por estructura, es irrealizable. Intentaremos, en esta cla-
se, acercarnos a la idea que sostiene que la ética del psicoanálisis no radica ni la búsqueda ni
el encuentro de la felicidad.
Dentro del pensamiento de Occidente, el concepto y la definición de la felicidad,
dependerá de distintas orientaciones. Ubiquemos algunas de estas referencias, desde una
perspectiva filosófica, religiosa y política.
Aristóteles entendía la felicidad como la búsqueda de un punto medio entre dos ex-
tremos. Punto medio como equilibrio, ni mucho, ni tan poco. La felicidad sería, en su pen-
samiento, la realización del ser humano. ¿Realización de qué? Realización de lo que debe-
mos llegar a ser. Venimos al mundo —considera este filósofo— para “ser”. Esa promesa de
“ser” se desarrolla y en ese “camino”, en ese intento por desarrollar lo que cada uno trae
consigo, consiste la felicidad. Es decir que la felicidad depende de que algo, con lo que na-
cemos, algo endógeno, llegue a su potencialidad. Depende de que algo se “vaya desarrollan-
do”, algo vaya siendo, hasta ser. La felicidad viene como un brote, un germen, que debe cul-
tivarse y crecer.
¿De qué dependería que se desarrolle ese potencial? Para Sócrates, por ejemplo, es
el desarrollo del saber lo que nos haría felices. Conocerse y “saber-se”, darían la medida del
acceso a la felicidad.
Con la llegada del cristianismo la felicidad quedará supeditada al más allá de lo terre-

1
Cf. FREUD, S., “El malestar en la cultura”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, vol. XXI,
cap. II, p. 76.
nal, llegará en la vida celestial, después de la muerte, siempre y cuando se haya obrado
“bien”, en la vida terrenal. O sea que la vida sería un camino intermedio, un paso obligado
para encontrar, al morir, en el mejor de los casos, la felicidad.
Kant, rompiendo con la lógica de felicidad asociada al “bien” sostiene que más im-
portante que la felicidad es el deber. La felicidad no sería dable pensarla si alguien para al-
canzarla, violara o transgrediera los derechos del otro, es decir, ejecutara malos actos sobre
el otro. ¿Cómo definir el bien y el mal? Según Kant, si alguien hace al otro algo que no es
bueno para uno, que no le gustaría que le hicieran, eso sería “un mal obrar”.
A partir del impacto cultural de la Revolución Industrial y la Revolución Francesa, la
felicidad deviene una cuestión política. Un dato curioso y llamativo: en la Declaración de la
Independencia de los Estados Unidos, del 4 de Julio de 1776, se proclama, “el derecho” de
los hombres de ser felices. Será Benjamin Franklin quien relativizará dicha pretensión ameri-
cana, estableciendo, más humildemente, que la Constitución no garantiza la felicidad, sino
sólo su búsqueda. Y agregará que cada uno deberá buscarla, encontrarla, perseguirla por sí
mismo. Dejaría, por lo tanto, de ser un derecho adquirido, para pasar a ser una adquisición
posible y personal.
Por su parte, la Organización Mundial de la Salud no habla de felicidad, pero define a
la salud mental como “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus
propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de
forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. Nada
menos.
¿Cómo se entendería hoy, trabajar de forma productiva, contribuir a la sociedad,
sentir un estado de bienestar, afrontar las tensiones “normales” de la vida? ¿Qué serían las
tensiones normales de la vida? ¿”Estado de bienestar” es equiparable a felicidad?
Con el capitalismo, la felicidad quedará asociada a la adquisición y consumo de bie-
nes materiales. Se accede a la felicidad, en tanto se logre “tener” un bien preciado y entroni-
zado en categoría de bien supremo. Será el mejor auto, el último modelo de celular y, lleva-
dos al extremo de la objetalización, el mejor cuerpo, la mejor cara. Se genera, con el capita-
lismo, una falsa ilusión de completud, como posible y deseable. Todo es dable de conseguir-
se y, al mismo tiempo, nada alcanza porque la tenencia se vuelve efímera y pasajera. Al po-
seer lo que se anhela, el mercado lanza algo “superador” cuya adquisición genera una carre-
ra alocada por poseerlo, creyendo que entonces sí. Una vez conseguido el bien último, el
mercado vuelve a lanzar otro producto. Dependería la felicidad, entonces, del objeto (infini-
to, inalcanzable, imposible).
Es decir que la aleatoriedad y la presencia, posible o no, de algún objeto externo,
decidirán la suerte de la felicidad, porque si el objeto nos fuera vedado no se alcanzaría la
misma. Si ésta depende del consumo de algún bien externo al sujeto, la desigualdad de la
distribución y acceso a los bienes implicaría que la felicidad es sólo para algunos, y se podría
perder en cualquier momento. Al mismo tiempo la eufórica y desenfrenada carrera por al-
canzarla, generaría un alto monto de ansiedad, contradictorio, en sí mismo con lo que se
supone debe ser “la felicidad” (estado de bienestar).

¿Qué aporta el psicoanálisis acerca de la felicidad y el bienestar?

¿Cuál es la ética del psicoanálisis? Entendemos la ética del psicoanálisis como la ética
del deseo, como aquella que posibilita el encuentro con la falta. El deseo está pensado aquí
como búsqueda incesante, y no como finalidad. Esa búsqueda es un motor que lleva a otro
lugar, y a otro y a otro, en un continuo movimiento sin punto de llegada.
Llegar a “la felicidad” sería llegar a un absoluto que cristaliza en una detención mortí-
fera, lugar de goce absoluto, opuesto y alejado del deseo. Recordemos la película El Cisne
Negro, en la que su protagonista busca “el movimiento perfecto”, eso que le daría “la felici-
dad”. Lo consigue en la última escena donde la felicidad de lo “perfecto” coincide con la de-
tención del movimiento, la locura y la muerte.
La aspiración a alcanzar la felicidad es, discursivamente, una premisa incuestionable.
A nadie le llamaría la atención escuchar que esas premisas, el bienestar, la felicidad, son las
metas en la vida de un sujeto; que éste es el reclamo de quien consulta. Lo que el psicoanáli-
sis viene a descubrir y a demostrar es que el ser humano está lejos de estar regido por la
búsqueda de la felicidad. Además de la imposibilidad del encuentro con el objeto de la satis-
facción (la contingencia del objeto pulsional como premisa fundamental), Freud conmociona
los desarrollos teóricos de la época, sumando a la idea de que la satisfacción plena es impo-
sible, la hipótesis de que el sujeto va en la dirección contraria.
¿Por qué los seres humanos se apartarían de lo que, supuestamente, desean y espe-
ran alcanzar? ¿Puede un ser humano ir en contra de sí mismo? ¿Puede sostener elecciones
que implican un sufrimiento? ¿Puede mantener conductas que implican daño para su salud?
¿Puede concebirse que el ser humano no evite ciertas situaciones, aun sabiendo que le van a
provocar dolor, angustia o sufrimiento? La respuesta es: Sí.
Más aún: ¿puede alguien encontrar satisfacción en ese padecimiento? El fumador
sabe que el cigarrillo daña su salud; la persona que padece diabetes conoce las consecuen-
cias del consumo de alimentos que tiene restringidos; quien se expone a los rayos del sol, al
mediodía, sin protección, asume los riesgos que corre. O pensemos en situaciones de la vida
cotidiana alejadas del bienestar, como por ejemplo los estudiantes universitarios que saben
que les convendría ir estudiando de a poco y no dejar que se les acumule el material para el
último día previo al examen. O en los vínculos, cuando alguien dice que el vínculo es tóxico,
que sufre, que es infeliz, y sin embargo vuelve una y otra vez a ese vínculo, o nunca se va.
¿Por qué alguien podría ir en contra de sí mismo? ¿Qué razones llevarían a una per-
sona a mantener un padecimiento que podría no tener? ¿Podría no tenerlo? ¿Hay alguien
que no tenga una conducta autodestructiva, o, que no sostenga un sufrimiento que podría
evitar? No. Si la vida termina inexorablemente en la muerte, ¿por qué el ser humano acor-
taría el camino natural hacia la misma, dañándose mucho antes, complicando así el circuito
vida/muerte? ¿Está en la condición humana la autodestrucción?
M. se expone diariamente al sol, sin ningún tipo de protección, concurre mensual-
mente a las camas solares, a pesar de tenerlo contraindicado por el dermatólogo. F. padece
diabetes, y no puede dejar de consumir azúcares. P. fuma y fuma a pesar de tener EPOC.
¿Podemos pensar estas conductas como goces impulsivos pero regulados fálicamente? Re-
gulados en tanto son acotados, proveyendo una satisfacción corta y limitada, sin riesgo in-
mediato de muerte. ¿Podemos pensar, por el contrario, conductas como la bulimia y la ano-
rexia, o las toxicomanías, como actos de goce desregulados? ¿Cuál es el límite entre realizar
“conductas que no hacen bien”, y “conductas que hacen muy mal”? Todas ellas van en con-
tra de la elección que beneficia la vida. Nada da tranquilidad en ese punto.
¿Qué aportó el psicoanálisis para entender éstos fenómenos? ¿Por qué escribió
Freud El malestar en la cultura? ¿Qué lo llevó a plantear un más allá del principio del placer?
¿Por qué introdujo la noción de un masoquismo primario? ¿Qué limitaciones y desafíos im-
plican éstos conceptos en la clínica? ¿De qué manera inciden en la cura?
La pulsión de muerte y el masoquismo primario indican, justamente, la paradoja que
se manifiesta en la clínica, cuando alguien afirma que busca la felicidad, pero actúa en contra
de sí mismo.
Situemos el contexto del mundo y el de Freud al momento de escribir estos concep-
tos que implicarán un giro en su obra:
—En 1914, y hasta 1918 el mundo se encuentra sacudido y atravesado por la devastación de
la Primera Guerra Mundial.
—En 1917 Freud comienza a padecer una tumefacción en la encía, que en 1923 resulta ser
un cáncer de paladar y maxilar superior.
—En 1919 se suicida su amigo Victor Tausk.
—En 1920 muere su discípulo y paciente Anton Von Freund.
—En 1920 muere, sorpresivamente, su hija Sophie, de 26 años.
Ésta es la atmósfera personal y social que atraviesa a Freud al introducir el concepto
fundamental de pulsión de muerte. Es en Más allá del principio de placer donde inaugura
dicho concepto a partir del recorrido de los sueños repetitivos de las neurosis traumáticas,
del juego infantil y del fenómeno de la transferencia. Concepto que, articulado también en El
yo y el ello y El problema económico del masoquismo, ilustran la compulsión de repetición,
las tendencias agresivas, destructivas y autodestructivas; los componentes sádicos y maso-
quistas propios de la pulsión.
Más allá del principio de placer es considerado por Freud como punto de inflexión en
la teoría y clínica psicoanalítica. Repasemos algunos conceptos precursores. El principio del
placer equipara el placer a una descarga, y el objetivo es que el aparato funcione en el nivel
mínimo de tensión. Es decir que el dolor y el displacer, sentidos como aumento de la ten-
sión, podrían ser eliminados del aparato. Como antecedente del principio del placer Freud
cita la tendencia a la estabilidad del aparato postulada por Fechner. En última instancia, el
aparato psíquico apuntaría a eliminar por completo la tensión: “Así, atribuimos al aparato
anímico el propósito de reducir a la nada las sumas de excitación que le afluyen, o al menos
a mantenerlas en el mínimo grado posible”2 A esto se lo conoce como principio de Nirvana.
El principio del placer aparece como una derivación del principio de Nirvana:

El principio de Nirvana, súbdito de la pulsión de muerte, ha experimentado en el ser


vivo una modificación por la cual devino principio de placer. [...] Ahora bien, si nos
empeñamos en avanzar en el sentido de esta reflexión, no resultará difícil colegir el
poder del que partió tal modificación. Sólo pudo ser la pulsión de vida, la libido, la
que de tal modo se conquistó un lugar junto a la pulsión de muerte en la regulación
de los procesos vitales. Así obtenemos una pequeña, pero interesante, serie de co-
pertenencias: el principio de Nirvana expresa la tendencia de la pulsión de muerte; el
principio de placer subroga la exigencia de la libido, y su modificación, el principio de
realidad el influjo del mundo exterior. 3

2
Cf. FREUD, S., “El problema económico del masoquismo”. En: Obras Completas, Amorrortu, Bue-
nos Aires, vol. XIX, p. 165.
3
Op. cit., p. 166.
Pero “si dolor y displacer pueden dejar de ser advertencias para constituirse ellos
mismos en metas, el Principio del Placer queda paralizado y el guardián de nuestra vida aní-
mica, por así decir, narcotizado”. “Desde el punto de vista económico, la existencia de la as-
piración masoquista en la vida pulsional de los seres humanos, puede [...] calificarse de
enigmática”. 4 El “más allá del principio de placer” indica que el aparato psíquico ya no se
regirá sólo por el principio de placer, que tiende a la descarga de la tensión, o por alguna
especie de homeostasis. El aparato estaría regido por un principio “independiente” del prin-
cipio de placer-displacer, y el organismo tendería a volver a lo inorgánico, a la tensión cero.

¿Por qué se repite lo penoso?

Freud nombrará la pulsión de muerte como estímulo interior no ligado, aquello que,
sin un paso previo, no entra en la cadena significante.
Los sueños traumáticos son un intento repetido de ligar lo no inscripto en el campo
representacional. Es esta una tarea “previa” que se le impone al aparato para que lo exclui-
do y desligado pueda entrar en la cadena simbólica. Existiría un “exceso no ligado” que no
entraría en la cadena significante, que obligaría al aparato a un trabajo a destajo. La repeti-
ción de los sueños traumáticos, dice Freud, obedecen a la existencia de “enigmáticas ten-
dencias masoquistas del yo”.
Esa repetición la entendemos como una insistencia pulsional, que Lacan nombrará
goce. “Goce” es equiparable, en Más allá del principio de placer, a lo mudo que no encuen-
tra lugar en lo simbólico y que no cesa de intentar entrar en cadena. Lo mudo, lo desligado,
tiene que ver con la dimensión tanática. La pulsión de muerte será ese esto no ligado, sin
sentido.
Pulsión de muerte y masoquismo erógeno son conceptos fundamentales en la clínica
psicoanalítica. La clínica, luego de la inclusión de estas referencias, no podrá reducirse ya al
arte de interpretar. No todo será interpretable.
La pulsión no cesa de aspirar a su satisfacción plena, aquella perdida, por estructura,
en la primera experiencia mítica de satisfacción. Aunque irrecuperable y perdida, dicha ex-
periencia no cesa de buscar reeditarse. La satisfacción consistiría en la “repetición de una
vivencia primaria de satisfacción; todas las formas sustitutivas y reactivas, y todas las subli-

4
Op. cit., p. 165.
maciones, son insuficientes para cancelar su tensión acuciante”.5
Freud diferencia pulsión de muerte de pulsión de destrucción, siendo ésta última la
modificación que sufre la primera al ligarse con las pulsiones libidinales, es decir que enten-
demos la pulsión de destrucción como pulsión de muerte atravesada por pulsiones sexuales.
La misma se exterioriza hacia adentro por el masoquismo, y hacia afuera por la voluntad de
poder. La destrucción va en ambas direcciones.
Se abre un camino que vincula dolor, sufrimiento y satisfacción: “la inclinación inna-
ta del ser humano al «mal», a la agresión, a la destrucción, y con ellas, también a la cruel-
dad”.6
Freud sostiene que ambas pulsiones, de vida, y de muerte, siempre están ligadas,
nunca son puras. Podemos pensar la muerte como una vuelta a un estado anterior sin ten-
sión. Volver a un estado anterior implica haber estado allí. Entonces no sería volver a la
muerte —nunca acontecida—, sino a un estado sin estímulos. Lo buscado no es la muerte
como tal. Y por otra parte el aparato no sólo tiende a la descarga y al placer, sino que al
mismo tiempo le son inherentes el dolor y el displacer.
El goce sin límite supone arrojarse a morir más rápido, implicaría una exigencia de
trabajo al cuerpo, que no soportaría. Esa modalidad de goce lleva a la muerte. Por eso la
neurosis habita en el goce fálico, que es limitado, diferible, acotado. Goce fálico que es pau-
sa, postergación, que es principio de realidad, que es posibilidad de vida.
Freud y Lacan coinciden en afirmar la imposibilidad de la felicidad. Ambos aceptan
algunos momentos recortados y acotados de felicidad. La castración, entendida como “no
todo”, asegura la aceptación de la Ley, y la no correspondencia del hablante con los seres de
la naturaleza y los instintos. Para el sujeto hablante el paraíso está perdido al nacer.
Ya desde los comienzos queda clara la postura freudiana:

Repetidamente he oído a mis enfermos, cuando les prometía ayuda o alivio por me-
dio de la cura catártica, la objeción siguiente: —Usted mismo me ha dicho que mi
padecimiento depende probablemente de mi destino y circunstancias personales.
¿Cómo, no pudiendo usted cambiar nada de ello, va a curarme?— A esta objeción he
podido contestar: —No dudo que para el Destino sería más fácil que para mí curarla,
pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar

5
Cf. FREUD, S., “Más allá del principio de placer”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires,
vol. XVIII, p. 42.
6
Cf. FREUD, S., “El malestar en la cultura”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, vol. XXI,
cap. VI, p. 116.
7
su miseria histérica en un infortunio corriente.

Por lo tanto, el psicoanálisis, ayudará a evitar el plus de sufrimiento con que llega el
paciente, lo que no evitará es el sufrimiento estructural, el de la vida misma.

Acerca del sufrimiento

Freud plantea tres fuentes de sufrimiento que amenazan al ser humano. En primer
lugar “el cuerpo propio que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del do-
lor y la angustia como señales de alarma”.8
Cuando Freud se refiere, en relación a esta fuente de sufrimiento, a que no se puede
prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma, ¿a qué se refiere? El propio cuer-
po es lo endógeno, lo que viene de adentro, pone en juego el primer dolor, la indefensión
originaria.
Algo del cuerpo biológico se pierde estructuralmente. La pulsión es ese entramado
límite entre lo psíquico y lo biológico. Se pierde porque hay un Otro necesario para la consti-
tución subjetiva. Esto es muy distinto de lo instintivo, donde podemos pensar que nada se
pierde y que todo sucede en idénticos actos día tras día.
Hay que poder atravesar la primera pérdida, que implica una violencia de separación,
en el pasaje por un Otro en relación con el cual el sujeto se va a constituir. El propio cuerpo
no es sin el cuerpo del otro.
¿Qué atravesamientos tiene el cuerpo hoy? Por un lado, la pregnancia de la imagen,
que apunta a denegar el deterioro, el envejecimiento corporal, la aceptación del paso del
tiempo. Se ofrecen cirugías capaces de “detener” el calendario, donde la promesa de un
cuerpo joven, saludable, activo, aparece como una meta posible de alcanzar. La desmentida
es una forma de negar la muerte. Se ofrece la ilusión de felicidad, se compra y se paga la
eterna juventud.
La segunda fuente de sufrimiento amenaza al ser humano, señala Freud, “desde el
mundo exterior que puede abatir sus furias sobre nosotros, con fuerzas hiperpotentes, des-

7
Cf. FREUD, S., “Sobre la psicoterapia de la histeria”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Ai-
res, vol. II, p. 309.
8
Cf. FREUD, S., “El malestar en la cultura”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, vol. XXI,
cap. II, p. 76.
piadadas, destructoras”.9
La tercera fuente son “los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de
esta fuente —añade—, lo sentimos, tal vez más doloroso que a cualquier otro”.10 Podemos
preguntarnos: ¿Hay vínculos sin violencia y sin dolor? ¿Con qué se relaciona el dolor en este
caso? ¿Es dolor de ser todo para el otro, dolor de no ser para el otro, dolor del desencuentro
inevitable?
¿Qué soluciones que dará el hombre, según Freud, a las fuentes de sufrimiento e
infelicidad? La primera es lo que él denomina una “desviación del sufrimiento”, como por
ejemplo el trabajo y la actividad intelectual que nos mantendrán preocupados por otras ra-
zones ajenas al peso de nuestra miseria; la segunda, son las satisfacciones sustitutivas que se
caracterizan por el placer o la felicidad que derivamos del arte y el entretenimiento, lo que
sirve para disminuir nuestro sufrimiento; el tercero incluye sustancias tóxicas que nos hacen
insensibles al dolor, al que no podríamos escapar de otra manera.
¿Podemos pensar que las tres desviaciones expuestas por Freud para paliar el dolor y
sufrimiento de la vida —el trabajo, hoy a destajo, el entretenimiento masivo, y el consumo
de sustancias ilimitado— están hoy exacerbadas, acrecentadas hasta transformarse, ellas
mismas en nuevas fuentes de sufrimiento?
La misma búsqueda de la felicidad funciona como un imaginario neurótico, como un
ideal que lleva al sufrimiento. Lacan sostiene: “la felicidad, nadie sabe qué es”, “a menos que
se defina de una forma bastante triste, a saber, que es ser como todo el mundo”11. Ser como
todo el mundo implicaría responder a los mandatos culturales de qué es ser un hombre feliz.
¿Qué aporta la época a éstos malestares, en particular al que deriva de los vínculos?
La nuestra es una época en la que la tecnología reemplaza el encuentro de los cuerpos. Los
lazos sociales tienden a desintegrarse. Es paradójico que la alta sofisticación de la comunica-
ción en un mundo globalizado, genere cada vez más soledad, perdiéndose el lazo social, la
ternura y el amor.
El discurso capitalista reniega de la castración, ofreciendo como contraparte la ilusión
de completud en una especie de gula ilimitada, que finalmente provoca mayor infelicidad. El
consumo pasa del tener al “ser”. La identidad dependerá de los objetos considerados valio-
sos. Si no se los posee, “no se es nada”.
El discurso capitalista convoca y promete felicidad, eliminando la angustia. La angus-

9
Op. cit.
10
Op. cit., pp. 76-77.
11
Cf. LACAN, J., El Seminario, Libro 17. El reverso del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1999, p.
77.
tia no se reconoce, no se tramita, no se escucha, no se pone en palabras, pero lejos de des-
aparecer se actúa o se pone en el cuerpo.
El psicoanálisis apuesta al vínculo, a la existencia de otro. Un otro que aloje, que es-
cuche, que permita la separación y la falta. Un otro que pregunte, que ignore, que no sepa,
que no tenga respuestas. Un otro que abra sin taponar. Un otro que posibilite el hacerse
responsable.

En la clínica

Nos topamos con una resistencia que, lejos de ser un obstáculo, será el faro que
alumbrará el camino de la cura.
El dispositivo analítico, reformulado a partir de 1920, promueve el discurso del anali-
zante y hace lugar al malestar, al sufrimiento, a la compulsión, a las imposibilidades, a lo que
no se puede, a lo que no se tiene, a lo que no se sabe, a los reclamos superyoicos, a la angus-
tia, a los fantasmas, a la pulsión y con ella a los goces no domesticables.
Los pacientes llegan al análisis solicitando bienestar. El analista se ofrece a escuchar
la demanda sin prometer felicidad. Lo único que puede hacer es acompañar al sujeto para
que éste se encuentre con un saber. Saber limitado. Saber del “no todo”. Saber de un vacío.
Saber de las propias repeticiones. Saber de los lugares que cada cual ocupa en relación a los
otros. Saber, en fin, de que no hay un saber acabado ni completo. Estamos destinados a
amar lo imperfecto e inacabado. Saber que el paciente, aunque se le pida “diga todo”, dirá
“algo”, y el analista escuchará “algo”, nunca “todo”. No hay escucha total. Saber de que hay
un no saber acerca de la muerte y de la sexualidad.
El analista pide que el sujeto hable, que hable despojándose de un discurso conocido
y racional, que asocie libremente dejando, en lo posible, los prejuicios y objeciones de lado.
En ese discurrir libremente aparecerán las repeticiones de un más allá del principio del pla-
cer, aparecerán los fantasmas, el guión que cada quien repite en su vida, los dolores y sufri-
mientos, las quejas, las culpas, la relación con el otro sexo (o el propio), la relación con la
falta, las identificaciones, las desvalorizaciones, el propio desamparo y desvalimiento, las
exigencias insaciables del superyó, la culpa mortífera y aplastante, las propias formas de
goce, lo no sabido, las miserias.
El análisis, en el mejor de los casos, conducirá a que aparezca ese saber no sabido
que, al asumirse y agenciarse, podrá conectar con el deseo de cada quien. Y, poco a poco,
algo de la fijeza de los lugares, siempre iguales, comenzará a mutar. Otro guión podrá escri-
birse. Asumir la responsabilidad de la propia vida conducirá a un sujeto advertido sobre el
deseo y el propio límite. Límite al goce, pero también límite a lo que cada quien busca como
“la Felicidad”. En fin, aceptar la castración, y saber que la búsqueda de la felicidad no tiene
respuesta. El tratamiento, en el mejor de los casos, intentará modificar la relación de cada
quien con su goce.
No se trata de no sufrir, se trata de sufrir mejor. No se trata de no angustiarse, se
trata de atravesar la angustia. Las angustias existenciales son estructurales, nos habitan, y
ello no es malo en sí mismo. Es. Luego, sí están las angustias que podrían apaciguarse.
¿Cuál es la ética del psicoanálisis? Lejos de señalar el bien como fin o meta, acompa-
ña al sujeto para que, atravesando la angustia, y no despojándose del todo de ella, sepa de
su propio deseo. Ése es el bien, diferente para cada quien.
La meta del psicoanálisis sería, entonces la renuncia a un bien supremo, a una satis-
facción absoluta, a un goce ilimitado. Renuncia que permitiría habérselas con el deseo, en
tanto meta inacabada, parcial, insatisfactoria, pero posible para continuar con la vida.
Entonces, ¿en el comienzo qué? A pesar de que para Freud “la Felicidad” no está en
los planes de la Creación, y para Lacan, ”nadie sabe qué es ser feliz”, el psicoanalista no re-
chaza la demanda de felicidad que le formula quien consulta. Sostenido en la transferencia
que le dirige a un sujeto, al que le supone un saber sobre su sufrimiento, la clave estará en la
manera en que ese sujeto supuesto saber reformule esa demanda y establezca los alcances
de esa experiencia. Sus maniobras posibilitarán, en el mejor de los casos, que esa demanda,
devenga “deseo de saber”.
Motoriza el trabajo la interrogación del analizante, su deseo de saber. También al
analista lo empuja el deseo de saber, con la diferencia de que en éste se trata de un “deseo
advertido”, unido al reconocimiento de que “no puede” desear lo imposible.
La meta del psicoanálisis la entendemos como ubicada en las antípodas de la moder-
nidad consumista consagratoria de la ilusión de la felicidad. El psicoanálisis apunta a civilizar
el goce para mantener al sujeto en la vía del deseo.
Bibliografía de referencia

FREUD, S., “El malestar en la cultura”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, vol.
XXI.
FREUD, S., “El problema económico del masoquismo”. En: Obras Completas, Amorrortu,
Buenos Aires, vol. XIX.
FREUD, S., “Más allá del principio de placer”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires,
vol. XVIII.
FREUD, S., “Sobre la psicoterapia de la histeria”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos
Aires, vol. II.
LACAN, J., El Seminario, Libro 7. La ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2000.
LACAN, J., El Seminario, Libro 17. El reverso del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1999.

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