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SAPIENS, de Animales A Dioses Breve Historia de La Humanidad
SAPIENS, de Animales A Dioses Breve Historia de La Humanidad
De animales a Dioses 1
Yuval N. Harari
SAPIENS.
De animales a Dioses. Breve Historia de la Humanidad.
Yuval Noah Harari
Debate, 8ª edic. 11ª reimpr. 2018, Barcelona
[Traducción: Joandomènec Ros y Aragonès]
animales. Poseemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la
biología” (pp. 91-92).
Es una idea que se afianza poderosamente con cada magnífica parrafada que lanza
Harari, y que no necesita de mucha más aclaración: no estamos programados para
otra cosa que no sea triunfar, tener éxito, y seguir arriba del todo, cueste lo que
cueste. Esta adaptabilidad nuestra, tan humana, es lo que tiene. Siempre habrá un
nuevo relato, una nueva ficción o una nueva narrativa que nos hará seguir adelante.
“Cultivar trigo proporcionaba mucha más comida por unidad de territorio, y por ello
permitió a Homo sapiens multiplicarse exponencialmente” (p. 101).
La revolución agrícola hizo posible mantener vivos a un mayor número de
individuos. El trigo garantizó la supervivencia del Sapiens. Pero no mejoró su forma
de vida. Harari hace especial hincapié en distinguir el éxito evolutivo del éxito
individual. Lo hace cuando explica la aparición del cultivo del trigo y cuando
aparece la domesticación de los animales. Agricultores y pastores, los sucesores de
los cazadores-recolectores, triunfaron evolutivamente pero comenzaron un particular
descenso a los infiernos del éxito individual que dura hasta la actualidad.
Cada persona de aquel pasado remoto, y de este presente hipertecnológico, calcula
de modo individual. No piensa como especie. ¿Cómo explicar entonces el triunfo de
los cálculos evolutivos que son contrarios a los cálculos personales? Harari expone
con claridad cuál fue el error que provocó el fracaso del Sapiens: pensar que trabajar
duro produciría, velis nolis, abundancia. Sin atender ni calibrar las consecuencias que
semejante decisión traería a sus vidas. El cálculo básico que se hicieron aquellos
Sapiens fue el siguiente: si trabajo más tendré una vida mejor, tendré más cosas.
Cada uno pensando en lo suyo mientras se mataban a trabajar de sol a sol; y,
mientras, con el excedente de producción y el aporte calórico regular, ocurría una
explosión demográfica que lo fue complicando todo poco a poco, sin poder marcha
atrás. Una clásica pendiente resbaladiza. Nadie supo, o pudo quizás, integrar de
algún modo el éxito evolutivo con el personal.
“Esta discrepancia entre éxito evolutivo y sufrimiento individual es quizás la lección
más importante que podemos extraer de la revolución agrícola” (p. 116).
Dicho de otro modo, el Sapiens fue a lo fácil. Se centró en el lujo y la comodidad, en
acumular cosas (riquezas). Y sin embargo lo que le esperaba era el éxito evolutivo a
costa de un creciente sufrimiento personal.
“Una de las pocas leyes rigurosas de la historia es que los lujos tienden a convertirse
en necesidades y a generar nuevas obligaciones. Una vez que la gente se acostumbra a un
nuevo lujo, lo da por sentado. Después empiezan a contar con él. Finalmente llegan a un
punto en el que no pueden vivir sin él” (p. 106).
permanente de cientos de miles de soldados y una compleja burocracia que empleaba a más de
100.000 funcionarios. En su cénit, el Imperio romano recaudaba impuestos de hasta 100
millones de súbditos. Estos ingresos financiaban un ejército permanente de 250.000-500.000
soldados, una red de carreteras que todavía se usaba 1.500 años después y teatros y anfiteatros
que desde entonces y hasta hoy han albergado espectáculos”(p.123).
La revolución agrícola trajo consigo ciudades atestadas de gente y relatos de grandes
dioses. Los mitos compartidos por los cazadores-recolectores eran lo suficientemente
fuertes como para compartir rutas, útiles, alimentos y conocimientos naturales pero
lo suficientemente flexibles como para que la violencia no terminara extinguiéndolos.
El objetivo de aquella mitología era la supervivencia. Ahora había que pergeñar un
nuevo orden imaginario que procurara sosiego al alma del campesino y le hiciera
trabajar para la élite. La cooperación voluntaria e igualitaria estuvo sustentada por
mitos compartidos. La cooperación involuntaria y no igualitaria –esto es, la
explotación y la opresión- está igualmente mantenida por mitos compartidos.
Mitos compartidos más fuertes y compactos, más desarrollados e inflexibles, más
minuciosos y complejos. Harari no ve diferencia alguna –como orden imaginario o
mito compartido- entre el Código de Hammurabi de Babilonia, la Declaración de la
Independencia de Estados Unidos o la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948. Estos mitos compartidos requieren algo añadido. En el caso del
Código de Hammurabi es el principio de jerarquía. En el caso de la Declaración de
Independencia es el principio de igualdad. Y en el caso de la DUDH los derechos
humanos naturales. Todos estos principios son mitos inventados por la imaginación
humana. Son órdenes diseñados para que sea posible el funcionamiento de la
realidad práctica.
“Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer
en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes
imaginados no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única
manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva” (p. 129).
Para la evolución –recordemos lo dicho sobre el éxito evolutivo- ni la jerarquía ni la
igualdad son sustanciales. Tampoco el bien y el mal o que se respeten o no los
derechos humanos ni la libertad. Lo sustancial son las diferencias, el código genético,
mito, una ficción que no tiene correlato en el orden natural. No conocemos ninguna
sociedad que no haya establecido jerarquías y divisiones, clasificaciones y
categorizaciones o diferenciaciones y discriminaciones. Son los órdenes imaginados –
“leyes y normas humanas”- los que afirman que la jerarquía, la diferencia y las
divisiones son naturales o justas, progresistas o conservadoras, etc. Sentencia Harari:
“Es una regla de hierro de la historia que toda jerarquía imaginada niega sus orígenes
ficticios y afirma ser natural e inevitable” (p. 154).
Los individuos poseen distintas capacidades naturales y diversas aptitudes y
caracteres, aunque todos estos están ya mediados por órdenes imaginados y
jerarquías artificiales. Estas capacidades han desarrollarse –mediante otros órdenes
imaginados- que las ejercitan y refinan. Ahora bien, no todos los individuos que
tienen las mismas capacidades y que las desarrollan y educan de manera similar
tienen el mismo éxito social. El mundo de las jerarquías y de las divisiones -esto es, la
Historia del Mundo- está plagado de restricciones, techos de cristal, círculos viciosos,
estigmatizaciones, etc.
“Diferentes sociedades adoptan diferentes tipos de jerarquías imaginadas” (p. 165).
En cada caso aparecen un conjunto distinto de “circunstancias históricas
accidentales” que hacen que las jerarquías se perpetúen en el tiempo. En la inmensa
mayoría de las sociedades han existido los conceptos de amo-siervo, o puro-impuro o
dominante-dominado. Y en ese mismo número de sociedades los que están en la
parte superior de la pirámide han tratado de justificar su posición frente a los de más
abajo. Desde siempre han existido y existirán <<grupos de expertos, sabios y
eruditos>> que pusieron sus conocimientos al servicio de la clase dominante creando
órdenes imaginados que apuntalaran las divisiones ficticias. Básicamente, dice
Harari:
“La mayoría de las jerarquías sociopolíticas carecen de una base lógica o biológica: no
son más que la perpetuación de acontecimientos aleatorios sostenidos por mitos” (p. 164).
Sobre hechos biológicos irrebatibles que no dependen de las creencias de las
personas (que las hembras tiene útero y los machos no, que las hembras paren y los
machos no, que las hembras tiene una dotación genética de XX y los machos XY) se
han ido acumulando a lo largo de la historia innumerables capas de mitos
puede verse claramente. Mirar el nivel micro de la Historia nos lleva a ver sólo
fragmentaciones y desintegración. El nivel macro cuenta otra cosa. Y ahí, dice Harari,
que nos movemos hacia la unidad. Pero, también afirma el historiador, una unidad
que no es homogénea. El proceso de unificación global
La revolución cognitiva trajo la cooperación regular entre extraños. Pero esta
“hermandad” no es universal. Los órdenes imaginados, los mitos que se creaban
tenían un eminente carácter local, que no importaban a una parte sustancial de la
población mundial de entonces. El proceso de unificación global comenzó en el
primer milenio a.C. cuando aparecen tres órdenes universales en potencia. Para
Harari son, “el orden monetario”, “el orden imperial” y “el orden de las religiones
universales”.
“Comerciantes, conquistadores y profetas fueron los primeros que consiguieron
trascender la división evolutiva binaria de «nosotros frente a ellos» y prever la unidad
potencial de la humanidad” (p. 194).
2. Desde el comienzo de la Historia, en lo que Harari denomina “el mundo
afroasiático” –que incorpora a la actual Europa- existe una obsesión por los metales
preciosos. Esta fiebre, esta epidemia brutal, se inicia al poco de empezar la revolución
agrícola. La del dinero fue una revolución mental, dice Harari:
“Implicó la creación de una nueva realidad intersubjetiva que solo existe en la
imaginación compartida de la gente” (p. 200).
Solemos pensar que el dinero es, únicamente, las monedas y los billetes que usamos a
diario. Pero ésta es una de las muchas posibilidades que se han conocido a lo largo
de la Historia. En la actualidad, dice Harari, que el 90 del dinero existe en formato
digital a nivel informático. Es un producto de la imaginación humana que, además,
existe en un plano virtual lejos de las manos o de la vista de las personas. Pero esa
potentísima idea fue la que hizo posible el intercambio de bienes entre las personas.
Cualquier cosa podía convertirse en dinero y luego el dinero podía convertirse en
cualquier cosa. Este eslabón intermedio podía almacenarse en grandes cantidades sin
que ocupara tanto espacio como el centeno. Podía guardarse el tiempo necesario para
su uso sin que se pudriera como lo hacía el grano de arroz. Y su transporte era
cómodo y rápido, mucho más que el transporte del trigo.
acaban por caer, pero tienden a dejar tras de sí herencias ricas y perdurables. Casi todas las
personas del siglo XXI son descendientes de uno u otro imperio” (pp. 213-214).
“Todas las culturas humanas son, al menos en parte, la herencia de imperios y de
civilizaciones imperiales, y no hay cirugía académica o política que pueda sajar las herencias
imperiales sin matar al paciente” (p. 228).
“En la actualidad, ¿cuántos indios someterían a votación abandonar la democracia, el
inglés, la red de ferrocarriles, el sistema legal, el críquet y el té, sobre la base de que se trata de
herencias imperiales? Aun en el caso de que lo hicieran, ¿no sería el acto mismo de poner el
asunto a votación para decidirlo una demostración de su deuda con los antiguos amos?” (p.
229).
Un Imperio es un orden político que tiene, a decir de Harari, dos características
centrales, “la diversidad cultural y la flexibilidad territorial”. Los Imperios logran unir
bajo una única política distintos grupos étnicos que habitan en ecosistemas
diferentes. Los Imperios estandarizan las “ideas, instituciones, costumbres y normas”.
Cuando todos los integrantes del Imperio utilizan la misma escritura, un mismo
idioma y una única moneda el gobierno se simplifica. Los Imperios son uno de los
motores más importantes de la Historia.
“El imperio ha sido la forma más común de organización política en el mundo a lo
largo de los últimos 2.500 años. Durante estos dos milenios y medio, la mayoría de los
humanos han vivido en imperios” (p. 216).
Todos los Imperios han justificado sus acciones argumentando que dotaban a “los
bárbaros de paz, justicia y refinamiento”, o “extender la revelación” del Dios de turno, o
“por el imperativo moral” de llevar a otros países bien la democracia y los derechos
humanos o bien la dictadura del proletariado. Ningún Imperio ha permanecido
impermeable a las circunstancias de las gentes que conquistaba. Es más, a decir de
Harari, ningún Imperio de la Historia se han mantenido en la pureza de unas
supuestas esencias auténticas.
“En su mayor parte los imperios han producido civilizaciones híbridas que absorbieron
muchas cosas de sus pueblos sometidos. La cultura imperial de Roma era tanto griega como
romana. La cultura imperial abásida era en parte persa, en parte griega y en parte árabe. La
cultura imperial mongol era imitadora de la china. En los Estados Unidos imperial, un
presidente estadounidense de sangre keniata puede comer una pizza italiana mientras ve su
filme favorito, Lawrence of Arabia, una epopeya británica sobre la rebelión árabe contra los
turcos” (p. 223).
El futuro al que vamos habrá recorrido el camino desde la fragmentación política a
un nuevo imperio global. Y puede ser que este nuevo Imperio responda a las
“maquinaciones de los mercados globales”. Pero la opinión pública global ejerce una
mayor supervisión sobre los acontecimientos globales. Se consolida el proceso de
implantación de órdenes imaginados relacionados con los derechos humanos y el
cambio climático. El mundo hacia el que vamos estará lleno de problemas globales,
del calibre del “deshielo de los casquetes polares”, y del “agujero de la capa de ozono y la
acumulación de gases invernadero” que necesitará un imperio global que afronte lo que
ninguna instancia independiente puede afrontar.
4.
“Hoy en día se suele considerar que la religión es una fuente de discriminación,
desacuerdo y desunión. Pero, en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la
humanidad, junto con el dinero y los imperios. Puesto que todos los órdenes y las jerarquías
sociales son imaginados, todos son frágiles, y cuanto mayor es la sociedad, más frágil es. El
papel histórico crucial de la religión ha consistido en conferir legitimidad sobrehumana a estas
frágiles estructuras. Las religiones afirman que nuestras leyes no son el resultado del capricho
humano, sino que son ordenadas por una autoridad absoluta y suprema” (p. 234).
Las distintas religiones que han existido en la Historia “sostienen que existe un orden
sobrehumano”, orden que no es ni imaginado ni caprichoso. A partir de ese orden
necesario y universal se establecen toda clase normas y valores de obligado
cumplimiento a todo el mundo. En tiempos de los cazadores-recolectores las
religiones tenían una perspectiva local y específica. El Sapiens para sobrevivir en su
entorno concreto tenía que comprender imperiosamente el orden humano que
regulaba su ecosistema y ajustar su comportamiento en consecuencia.
Con la revolución agrícola llega la revolución religiosa. El Sapiens pasa de
relacionarse como igual con animales y plantas a entender que es el amo y
propietario de todo lo que hay. Y explica Harari:
Pero hay más. Esto no se agota aquí. El Sapiens a los largo de los siglos ha ido
trabajando sobre su invento corrigiendo y añadiendo cosas. Hasta construir nuevos
mecanos religiosos que en apariencia no se parecen a los anteriores.
“La edad moderna ha asistido a la aparición de varias religiones de ley natural nuevas
como el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, el nacionalismo y el nazismo. A estas
creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías.
Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores
humanos que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano, entonces el comunismo
soviético no era menos religión que el islamismo” (p. 254).
Para Harari las ideologías políticas conocidas entran claramente el ámbito de los
órdenes imaginados religiosos, actualizados a los tiempos modernos. Todos estos
credos creen en leyes naturales que han de guiar la conducta de los Sapiens. Cada
una de estas ideologías tiene sus textos fundacionales sagrados, sus dogmas
innegociables, sus festividades, sus gurús, expertos y Profetas, sus herejías y
heterodoxias, etc. Han perseguido y sufrido persecución, tienen un claro aspecto
misionero y proselitista. Y así podríamos seguir aduciendo elementos comunes.
Pero hay más: lo que Harari llama religiones humanistas. Los Sapiens que inventaron
estas religiones no colocaron a ningún Dios en el centro, colocaron al propio Sapiens.
“El humanismo es la creencia de que Homo sapiens tiene una naturaleza única y
sagrada, que es fundamentalmente diferente de la naturaleza de todos los demás animales y de
todos los otros fenómenos. Los humanistas creen que la naturaleza única de Homo sapiens es
la cosa más importante del mundo, y que determina el significado de todo lo que ocurre en el
universo” (p. 256).
Harari reconoce la existencia de tres sectas dentro de las religiones humanistas: la
liberal, la socialista y el humanismo evolutivo.
“Según los liberales, la naturaleza sagrada de la humanidad reside en todos y cada uno
de los Homo sapiens individuales. El núcleo interno de los humanos individuales da sentido al
mundo, y es el origen de toda autoridad ética y política. Si nos encontramos ante un dilema
ético o político, hemos de mirar dentro de nosotros y escuchar nuestra voz interior, la voz de la
humanidad. Los principales mandamientos del humanismo liberal están destinados a proteger
la libertad de esta voz interior frente a la intrusión o el daño. A estos mandamientos se les
conoce colectivamente como «derechos humanos»” (pp. 256-257).
“Los socialistas creen que la «humanidad» es colectiva y no individualista. Consideran
sagrada no la voz interna de cada individuo, sino la especie Homo sapiens en su conjunto.
Mientras que el humanismo liberal busca la mayor libertad como sea posible para los humanos
individuales, el humanismo socialista busca la igualdad entre todos los humanos. Según los
socialistas, la desigualdad es la peor blasfemia contra la santidad de la humanidad, porque
confiere privilegios a cualidades secundarias de los humanos por encima de su esencia
universal” (p. 257).
El principal y más terrible exponente que hemos tenido en la historia de la
Humanidad de religión de humanismo evolutivo es el nazismo. Aunque no el único,
“Los nazis creían que la humanidad no es algo universal y eterno, sino una especie
mutable que puede evolucionar o degenerar. El hombre puede evolucionar hacia el
superhombre o degenerar en un subhumano.
La principal ambición de los nazis era proteger a la humanidad de la degeneración y
fomentar su evolución progresiva. Esta es la razón por la que los nazis decían que la raza aria,
la forma de humanidad más avanzada, tenía que ser protegida y alentada, mientras que las
formas degeneradas de Homo sapiens como los judíos, los gitanos, los homosexuales y los
enfermos mentales tenían que ser aislados e incluso exterminados” (p. 258).
“Los nazis no aborrecían a la humanidad. Luchaban contra el humanismo liberal, los
derechos humanos y el comunismo precisamente porque admiraban a la humanidad y creían
en el gran potencial de la especie humana. Pero, siguiendo la lógica de la evolución
darwiniana, aducían que se debía dejar que la selección natural erradicara a los individuos
inadaptados y dejara sobrevivir y reproducirse únicamente a los más adaptados. Al socorrer a
los débiles, el liberalismo y el comunismo no solo permitían que los individuos inadaptados
sobrevivieran, sino que les daban la oportunidad de reproducirse, con lo que socavaban la
selección natural. En un mundo así, los humanos más aptos se ahogarían inevitablemente en
un mar de degenerados e inadaptados. Y la humanidad se tornaría cada vez menos adaptada
con cada generación que pasara, lo cual podría conducir a su extinción” (p. 260).
científicos y técnicos que sigan con su trabajo, y crearán el cielo aquí en la Tierra. Pero la
ciencia no es una empresa que tenga lugar en algún plano moral o espiritual superior por
encima del resto de la actividad humana. Como todos los otros campos de nuestra cultura, está
modelada por intereses económicos, políticos y religiosos” (p. 300).
Antes lo dijimos de tapadillo: la ciencia se desarrolla por el dinero, porque genera
riquezas. Ahora Harari va más allá y deja la puerta abierta a lo que vendrá en
capítulos posteriores. Como ciencia y poder son inextricables, ciencia y dinero lo son
igualmente; mal que le pese a los Sapiens más ingenuos. La ciencia es cara. Se
necesita una cantidad ingente de dinero para financiar todo lo que los científicos
hacen. ¿Por qué la ciencia ha obtenido todas esas riquezas para financiarse? Harari
piensa que no ha sido por el noble y altruista corazón de los Sapiens más poderosos,
desde luego. Históricamente, a los científicos se les escapa el entramado de órdenes
imaginarios que controlan el flujo del dinero que hace posible su trabajo. Es curioso
que unos Sapiens tan listos para una cosa sean tan lerdos para otra. Muy pocos
científicos han dictado la programación de los avances científicos.
Siguen existiendo dilemas y problemas que no tienen solución técnica ni respuesta
científica.
“La ciencia es incapaz de establecer sus propias prioridades, así como de determinar
qué hacer con sus descubrimientos. (…) Es evidente que un gobierno liberal, un gobierno
comunista, un gobierno nazi y una empresa multinacional capitalista utilizarían el mismo
descubrimiento científico para fines completamente diferentes, y no hay razón científica para
preferir un uso frente a los demás” (p. 303).
Y donde no llega la ciencia siguen llegando otros órdenes imaginarios más antiguos
y más avezados en cuestiones humanas, la ideología. Son éstas las que influyen sobre
las prioridades científicas y ordenan qué hacer con los avances científicos y
tecnológicos.
2.
“No es en absoluto una coincidencia que la ciencia y el capitalismo formen la herencia
más importante que el imperialismo europeo ha legado al mundo posteuropeo del siglo XXI”
(p. 312).
Para Harari está meridianamente claro: Imperio europeo y ciencia son inseparables 1.
Lo que trata es, a continuación, explicar las razones por las que este lazo cuajó en
Europa y no en otras partes del mundo. En este pequeño apéndice del mundo no
gozaron los sapiens, en ningún momento de la historia, de alguna ventaja diferencial;
ni política, ni económica, ni militar, ni tecnológica. Y, entonces, a finales del siglo XIX
las diferencias se tornaron gigantescas. No pasó en ese momento de manera súbita, ni
por que sí, sin más. Fue un largo proceso que comenzó a finales del siglo XIV.
El imperialismo europeo naciente tenía algo distinto a otros proyectos imperialistas
del pasado: la ignorancia. Pero no una ignorancia de las que abotarga el ánimo y el
entendimiento, sino de las que impele al sapiens a salir del terruño. Eso es lo que
tienen en común el científico y el explorador europeo del año 1500 en adelante:
Conquistar. La Europa imperialista paso a un nivel distinto en cuanto sus más
notables prohombres decidieron aceptar la ignorancia y dejar de creerse lo que los
órdenes imaginados tradicionales habían venido sancionando hasta ese momento. Y
así fueron ellos -y no los chinos, los persas, los mongoles, los musulmanes- los que
terminaron llenado los puntos vacíos de los mapas. A todos estos no les importaba el
mundo que les rodeaba, seguían apretando hacia dentro. Europa sí salió de sí misma,
abandonando el espíritu localista.
“El descubrimiento de América fue el acontecimiento fundacional de la revolución
científica. No solo enseñó a los europeos a preferir las observaciones actuales a las tradiciones
del pasado, sino que el deseo de conquistar América obligó asimismo a los europeos a buscar
nuevos conocimientos a una velocidad vertiginosa” (p. 319).
Harari no encuentra diferencias significativas entre el espíritu científico y el espíritu
imperialista. Es la misma mentalidad la que encontramos en la revolución científica y
en la dominación del mundo por parte de los europeos. Ilustra el autor esta cuestión
con varios ejemplos en los que las expediciones militares iban acompañadas de
gentes ilustradas con afán investigador; y expediciones científicas comandadas por
militares al servicio de algún reino europeo que terminaba reclamando como suyo
las tierras exploradas. Científicos y conquistadores encontraban tremendamente
1 La ciencia recibió otros apoyos además de los del Imperio; y éste floreció por otros muchos factores, además de la ciencia y los
científicos. La relación entre la ciencia y el Imperio no es unívoca, pero sí muy solida.
tangible esas cifras que aparecen en nuestras cuentas, que pasen cuando lo pedimos
del plano digital al bulto en nuestra cartera.
“El crédito nos permite construir el presente a expensas del futuro. Se basa en la
suposición de que es seguro que nuestros recursos futuros serán mucho más abundantes que
nuestros recursos actuales” (p. 339).
Nadie puede decir que el moderno sistema económico y financiero no es optimista:
se basa en suponer seguridades, nada más y nada menos. La Banca representa la
creación más optimista del Homo Sapiens hasta la fecha. El enfoque de las
expectativas fue cambiando de un escenario de pesimismo y desconfianza (que
coincide con el localismo anteriormente expuesto) a otro escenario marcado por la
confianza y el optimismo (que coincide con la apertura del europeo medio a la
ignorancia). La ignorancia y la confianza fueron las indómitas fuerzas que lograron
colocar a los europeos a la cabeza del progreso.
Porque, además, la existencia de este sistema al que llamamos capitalismo es
imposible e impensable sin el concurso de la ciencia. La creencia optimista en la
confianza y el futuro imaginario va en contra de los instintos del Sapiens. Sin
embargo, Bancos y Estados llevan siglos imprimiendo moneda de la nada más
absoluta, inyectando crédito en el sistema, otorgando préstamos sin parar, pero es la
ciencia la que hace funcionar todo este juego con el uso de las matemáticas y,
actualmente, con la magia de la informática.
Y todo comenzó, en su aspecto puramente teórico, en 1766 con Adam Smith y su 'La
riqueza de las naciones', donde se enuncia algo realmente revolucionario, aunque
actualmente nos parezca algo trivial. Smith exponía, a decir de Harari, que:
“Un aumento en los beneficios de los empresarios privados es la base del aumento de la
riqueza y prosperidad colectiva. (…) Lo que Smith dice es, en realidad, que la codicia es buena,
y que al hacerme rico yo beneficio a todos, no solo a mí. El egoísmo es altruismo” (p. 343).
Para este capitalismo primigenio de finales del s. XVIII si la producción produce
beneficios estos deben seguir siendo reinvertidos en aumentar la producción, no
convertidos en riqueza particular que sale del circuito económico.
Lo que hizo Smith fue escribir, y dejar para la posteridad de la Filosofía y la
Economía, algo que se practicaba desde poco antes del año 1500. En los mundos
A la industria moderna dejó de interesarle el sol y los ritmos lunares, las estaciones,
las mareas y las lluvias. Dispuso al mundo bajo un determinado formato de actividad
en el que lo que manda es la precisión, la exactitud, la uniformidad. La revolución
industrial cambió el destino del tiempo imprimiendo sus horarios al comportamiento
humano. El mundo del “horario preciso” es lo que propició el desarrollo de los medios
de transporte de masas y, además, empujó definitivamente a los medios de
comunicación a controlar las mentes de Sapiens. La red global de horarios es lo que
sincronizó el mundo de los Sapiens.
“La revolución industrial trajo consigo decenas de trastornos importantes en la
sociedad humana. Adaptarse al tiempo industrial es solo uno de ellos. Otros ejemplos notables
incluyen la urbanización, la desaparición del campesinado, la aparición y el aumento del
proletariado industrial, la atribución de poder a la persona común, la democratización, la
cultura juvenil y la desintegración del patriarcado” (p. 390).
El otro cambio tremendamente profundo en la vida de Sapiens es el desplome del
conjunto familia-comunidad y su sustitución por el complejo Estado-Mercado. Ni
reinos ni imperios acabaron con la familia ni con las comunidades locales, que
siguieron siendo piezas fundamentales de la Humanidad. El Estado y los mercados sí
que han debilitado los tradicionales lazos familiares y comunitarios. Ya no
dependemos de estos, dependemos de aquellos. Nos proporciona el trabajo, el
sueldo, nos dice qué estudiar y cómo, nos presta el dinero para desarrollar nuestra
profesión o abrir un negocio, nos cuida y nos cura, asegura las actividades que
hagamos y en la vejez no da una pensión.
“El Estado y el mercado son la madre y el padre del individuo” (p. 394).
Esta es una situación que Harari cuenta con tono agridulce. El papel de mujeres y
niños, durante eones considerados como propiedades de la familia y la comunidad,
cambia y comienzan a ser tratados como individuos. Los sistemas judiciales se
vuelven progresivamente menos violentos. Los conflictos bélicos se han ido
reduciendo. La voluntad individual, de repente, aparece en la historia: se puede uno
casar con quien quiera, trabajar en lo que quiera, moverse y trasladarse a vivir a
voluntad. Pero comenzaron a vivir en un inmenso contexto paternalista y benefactor
que los envolvía y guiaba. Había que pagar un precio por la libertad individual. El
“El dinero produce realmente la felicidad. Pero solo hasta cierto punto, y pasado dicho
punto carece de importancia. Para la gente situada en la base de la escala económica, más
dinero significa mayor felicidad” (p. 417).
“La enfermedad reduce la felicidad a corto plazo, pero solo es causa de aflicción a largo
plazo si la salud de una persona se deteriora constantemente o si la enfermedad implica dolor
progresivo y debilitante. Las personas a las que se les diagnostican enfermedades crónicas
como la diabetes, suelen deprimirse durante un tiempo, pero si la enfermedad no empeora se
adaptan a la nueva situación y valoran su felicidad tan alta como la gente sana” (p. 418).
“Las personas con familias fuertes que viven en comunidades bien trabadas y que
apoyan a sus miembros son significativamente más felices que las personas cuyas familias son
disfuncionales y que nunca han encontrado (o nunca han buscado) una comunidad de la que
formar parte” (p. 418).
Y también con las aportaciones de la biología:
“Nuestro mundo mental y emocional está regido por mecanismos bioquímicos
modelados por millones de años de evolución. (…)A nadie le hace feliz ganar la lotería,
comprar una casa, ser promovido o incluso encontrar el verdadero amor. A la gente le hace
feliz una cosa, y solo una: sensaciones agradables en su cuerpo” (p. 422).
“La felicidad duradera proviene solo de la serotonina, la dopamina y la oxitocina” (p.
426).
Los anteriores tratan de averiguar, calcular o estimar la felicidad como el exceso y la
disminución de los momentos agradables y placenteros en relación a con los
desagradables y dolorosos. El historiador toma la vertiente cualitativa, la pregunta
por el sentido de la vida.
“Tal como lo planteaba Nietzsche, si uno tiene una razón por la que vivir, lo puede
soportar casi todo. Una vida con sentido puede ser extremadamente satisfactoria incluso en
medio de penalidades, mientras que una vida sin sentido es una experiencia desagradable y
terrible, con independencia de lo confortable que sea” (p. 428).
Vivimos actualmente bajo el concepto de felicidad que ha impuesto el liberalismo.
Desde la infancia, somos criados a base de una dieta rica en eslóganes simplistas del
tipo <<¡Just do it!>>, <<Sé fiel a ti mismo>>, <<Podemos>>, <<Sigue a tu corazón>>.
Todo está determinado por las sensaciones y las emociones de cada uno. De modo
“Hemos avanzado desde las canoas a los galeones, a los buques de vapor y a las
lanzaderas espaciales, pero nadie sabe adónde vamos. Somos más poderosos de lo que nunca
fuimos, pero tenemos muy poca idea de qué hacer con todo ese poder” (p. 455).
Homo Sapiens está a punto de convertirse en Homo Deus.