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¿Quién fue Jesús en la

Historia? En busca del


Jesucristo histórico
¿Existió realmente Cristo? Para los creyentes es el Hijo de
Dios; para los escépticos es una leyenda; y para el arte, una
imagen representada a lo largo de los siglos. Hoy, los
arqueólogos que excavan en Tierra Santa intentan discernir
entre lo real y lo ficticio
Kristin Romey
17 de diciembre de 2017

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Iglesia del Santo Sepulcro


En la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, los fieles rodean el edículo, un santuario hoy restaurado que según la tradición
cristiana se construyó sobre la tumba de Jesucristo. El santuario fue noticia en 2016 cuando durante su restauración se hallaron
restos de un sepulcro antiguo detrás de sus ornamentados muros.

Foto: Simon Norfolk

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Jesucristo, un revolucionario social


Las ruinas de Herodión, una de las fortalezas de Herodes el Grande, evocan el opresivo poder del Imperio romano. Algunos
expertos ven en Jesús un revolucionario social cuya verdadera misión era cambiar el régimen, no salvar almas.

foto: NG

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Un lugar visitado por Jesús


Las columnas de una sinagoga de Cafarnaún, datada de entre los siglos II y V y hoy parcialmente restaurada, se alzan sobre una
estructura anterior que probablemente fue visitada por Jesús, según algunos expertos. En las cercanías , los arqueólogos
descubrieron una vivienda que fue venerada por los primeros cristianos, quizá la casa del apóstol Pedro.

Foto: NG

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Jesús 2.000 años después


Las nuevas tecnologías han permitido generar, en base a criterios científicos, retratos robot de Jesús. En este caso se trata de una
imagen generada por ordenador a partir del análisis forense del cráneo de un judío del s. I, obra de Richard Neave. Aquí tienes otras
58 representaciones de Jesús en los últimos 2.000 años.

Foto: Richard Neave

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Bautizo en el río Jordán


Recién bautizada en el Jordán, esta cristiana indonesia lleva en la túnica una imagen de Jesússometiéndose a idéntico rito en el
mismo río hace 2.000 años. La fe que comenzó como una minúscula secta judía es hoy la religión más seguida y diversa del
mundo, con más de dos mil millones de fieles. Foto: Simon Sorfolk, con permiso de Yardenit

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Piscina ritual
En Jerusalén, narra el Evangelio según san Juan, Jesucristo sanó a un paralítico en una piscina ritual rodeada de cinco pórticos, la
llamada piscina de Betesda. Muchos expertos dudaban de su existencia hasta que una excavación arqueológica descubrió claros
vestigios de la misma bajo las ruinas de estas iglesias seculares.

Foto: Simon Norfolk

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Icono ortodoxo
Este icono-joya –llamado encolpión–que porta Teófilo II, patriarca griego ortodoxo de Jerusalén y toda Palestina, venera a la virgen
María y el niño Jesús.

Foto: Simon Norfolk

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Hueso de un crucificado
El hallazgo de un hueso del pie de un crucificado encontrado en un panteón familiar podría refutar la tesis de que Jesús, ejecutado
como un criminal, no recibió una sepultura digna. La crucifixión romana tenía muchas variantes.

Foto: NG

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El buen samaritano
Durante la Pascua, los samaritanos varones caminan hasta la cumbre del monte Garizim, donde creen qeu se halla el verdadero
templo de Dios (y no en Jerusalén). En la época de Cristo se los tachaba de infieles, pero Jesús, en una de sus parábolas más
famosas, pone al "buen samaritano" como ejemplo de amor al prójimo.

Foto: NG

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Piedra de Magdala
Desenterrada en una sinagoga de la ciudad natal de María Magdalena, se cree qeu la piedra de Magdala reproducía el Templo judío
de Jerusalén y podía servir de soporte ceremonial de la Torá. Aquí la vemos fotografiada en los almacenes de los tesoros
nacionales de Israel.

Foto: NG

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Esta iglesia es nuestra


Peregrinos ortodoxos etíopes celebran la Pascua sobre una de las cúpulas de la iglesia del Santo Sepulcro. en una larga polémica
mantenida con los coptos egipcios, una comunidad de monjes etíopes lleva más de 200 años ocupando una zona de la azotea para
reclamar una parte de la iglesia.

Foto: Alessio Romenzi

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La piedra de la unción
Un peregrino se arrodilla en la iglesia del Santo Sepulcro ante la Piedra de la Unción, que conmemora el ungimiento de Jesús previo
a su entierro.

Foto: NG

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Capilla ortodoxa en la iglesia del Santo Sepulcro


Diversas escenas de la vida de Cristo (entre ellas su infancia, su entrada triunfal en Jerusalén y la Última Cena) adornan la pequeña
capilla ortodoxa copta dentro de la iglesia del Santo Sepulcro. Varias sectas cristianas comparten no sin recelo el vasto santuario;
cada una de ellas se arroga una capilla o espacio. Las llaves de la iglesia se confía a una familia musulmana de la ciudad.

Foto: NG

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¿Quién fue Jesús en la Historia? En busca del
Jesucristo histórico
El despacho que Eugenio Alliata tiene en Jerusalén es el típico del
arqueólogo que prefiere estar manchándose de tierra a pie de
excavación que estar entre cuatro paredes poniendo orden. En un rincón
cría polvo un equipo informático estropeado. Los informes de excavación
comparten las abarrotadas estanterías con cintas métricas y otros
implementos del oficio.

Es como el despacho de cualquier arqueólogo que he conocido en


Oriente Próximo, con la diferencia de que Alliata viste hábito marrón de
fraile franciscano y tiene su gabinete en el monasterio de la
Flagelación, que según la tradición eclesiástica se alza en el lugar
exacto en que Jesucristo, ya condenado a muerte, fue azotado por
los soldados romanos y coronado de espinas.
«Tradición» es una palabra que se repite muy a menudo en este
rincón del mundo, donde masas de turistas y de peregrinos atestan
decenas de lugares que, según la tradición, constituyen los escenarios
de la vida de Cristo, desde su cuna en Belén hasta su sepultura en
Jerusalén.

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Para una arqueóloga reconvertida en periodista como yo, sabedora de
que culturas enteras brillaron y sucumbieron sin dejar tras de sí más que
unos pocos vestigios sobre la Tierra, buscar en un paisaje milenario
evidencias de una sola persona se antoja la crónica de un fracaso
anunciado, como intentar dar caza a un fantasma. Y si ese fantasma es
nada menos que Jesucristo, en quien más de 2.000 millones de
habitantes del planeta ven al mismísimo Hijo de Dios, en fin,
ante tamaña tarea conviene buscar guía divina.

Arqueología cristiana
Y por ese motivo siempre que viajo a Jerusalén recalo una y otra vez en
el monasterio de la Flagelación, donde el padre Alliata nunca deja de
recibirme –a mí y a mis preguntas– con una paciencia infinita. En calidad
de catedrático de arqueología cristiana y director del museo del Studium
Biblicum Franciscanum, forma parte de la misión franciscana que lleva
700 años cuidando y protegiendo los lugares sagrados de Tierra Santa
(y, desde el siglo XIX, excavándolos de acuerdo con los principios
científicos).

Como hombre de fe, el padre Alliata parece reconocer sin


incomodidad hasta dónde puede llegar la arqueología, y hasta
dónde no, para revelar la figura fundamental del cristianismo.
«Descubrir pruebas arqueológicas de [un individuo concreto que vivió]
hace 2.000 años sería algo raro y excepcional –reconoce–. Pero
tampoco puede negarse que Jesús dejó una huella histórica».

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De esas huellas, las más importantes (y puede que también las más
controvertidas) son con diferencia los textos del Nuevo Testamento,
sobre todo los primeros cuatro libros: los Evangelios de Mateo, Marcos,
Lucas y Juan. ¿Pero qué tienen que ver esos textos antiguos, escritos en
la segunda mitad del siglo I, y las tradiciones que inspiraron con la labor
de los arqueólogos?

«La tradición aporta vida a la arqueología y la arqueología aporta vida a


la tradición –responde el padre Alliata–. A veces van de la mano; otras,
no –hace una pausa y esboza una media sonrisa–, lo cual resulta más
interesante».
Y así, con la bendición del padre Alliata, me dispongo a seguir los
pasos de Jesús, visitando los escenarios de su historia tal y como
la relatan los evangelistas y la interpretan generaciones enteras de
eruditos. Por el camino espero descubrir cómo cuadran las narraciones y
las tradiciones cristianas con los descubrimientos de los arqueólogos
que hace unos 150 años empezaron a cribar a conciencia las
entrañas de Tierra Santa.

Pero antes de emprender mi peregrinación necesito sondear un


interrogante explosivo que se agazapa tras las sombras del estudio
del Jesús histórico: ¿es posible que Jesucristo no haya existido
jamás, que la historia que narran las vidrieras sea pura
invención? Así lo sostiene sin tapujos más de un escéptico, pero ningún
experto académico, en especial ningún arqueólogo, cuya labor suele
poner los pies en la tierra –literalmente– a quienes especulan en alas de
la fantasía.

¿Es posible que Jesucristo no haya existido jamás,


que la historia que narran las vidrieras sea pura
invención?
«No conozco un solo experto de los círculos convencionales que
ponga en entredicho la historicidad de Jesús –me dijo Eric Meyers,
arqueólogo y profesor emérito de estudios judaicos de la Universidad
Duke–. Los detalles se debaten desde hace siglos, pero nadie
mínimamente serio pone en duda que haya sido un personaje histórico».
Prácticamente lo mismo oí de boca de Byron McCane, arqueólogo y
profesor de historia de la Universidad Atlántica de Florida. «No se me
ocurre ningún otro caso que cuadre tan bien en su contexto temporal y
espacial, pero cuya existencia se niegue», dijo.
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Incluso John Dominic Crossan, exsacerdote y codirector del Jesus
Seminar, un polémico foro para expertos, cree que los escépticos
radicales van demasiado lejos. Cierto es que los relatos de los milagros
de Jesús –curar enfermos con la palabra, dar de comer a las
muchedumbres con unos pocos panes y peces, incluso resucitar a un
hombre que llevaba cuatro días muerto– se atragantan a las mentes
modernas, pero esto no es razón para concluir que Jesús de Nazaret
fuese una fábula religiosa. «Los datos de que hizo determinadas cosas
en Galilea, en Jerusalén, que murió ejecutado… cuadran
perfectamente en un escenario histórico muy concreto», me dijo.

Dos bandos de expertos en Jesús


Los expertos en Jesús se alinean en dos bandos: los que creen que el
Jesús taumaturgo de los Evangelios es el Jesús auténtico y los que
creen que el Jesús auténtico –el hombre que inspiró el mito– está
oculto en los Evangelios y ha de ser revelado por la investigación
histórica y el análisis literario. Ambos bandos apelan a la arqueología.
Quienquiera que fuese Jesucristo –Dios, un hombre o el mayor
montaje literario de la historia–, la diversidad y devoción de sus
discípulos modernos se materializa en un colorido desfile de
gente cuando llego a Belén, la ciudad milenaria que tradicionalmente se
considera su cuna. Los autobuses turísticos que franquean el puesto de
control entre Jerusalén y Cisjordania transportan una ONU virtual de
peregrinos.

Uno por uno los autocares aparcan y descargan pasajeros que salen con
los ojos entrecerrados por el fulgor del sol: mujeres indias con saris
multicolores, españoles con el logo de la parroquia estampado en la
mochila, etíopes con túnicas blancas como la nieve y crucifijos de color
añil tatuados en la frente.

Me acerco a un grupo de peregrinos nigerianos en la plaza del Pesebre y


entro con ellos en la basílica de la Natividad. Las altísimas naves están
envueltas con lonas y andamios. Un equipo de restauradores se afana en
limpiar el hollín acumulado durante siglos en los mosaicos dorados del
siglo XII que flanquean los muros superiores, por encima de las vigas de
cedro talladas en el siglo VI. Rodeamos una sección del suelo que se ha
levantado para dejar a la vista la primera versión de la iglesia –erigida
entre los años 330 y 340 por orden del primer emperador romano de

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religión cristiana, Constantino– y bajamos a una gruta alumbrada con
lámparas y un nicho revestido de mármol.

Allí, una estrella de plata marca el lugar donde, según la tradición,


nació Jesucristo. Los peregrinos se hincan de rodillas para besar la
estrella y posar las manos en la fría piedra pulida. Pronto un celador de la
iglesia los conmina a proseguir y dejar que otros tengan oportunidad de
tocar la roca santa (y, según su fe, al Niño Dios).

La basílica de la Natividad es la iglesia cristiana más antigua todavía


en uso, pero no todos los expertos están de acuerdo en que Jesús de
Nazaret naciese en Belén. Solo dos de los cuatro Evangelios mencionan
su nacimiento, y dan versiones distintas: el pesebre y los pastores
aparecen en el de Lucas; los reyes magos, la masacre de los inocentes y
la huida a Egipto, en el de Mateo. Hay quien cree que los evangelistas
localizaron la Natividad en Belén para vincular al campesino galileo con
la ciudad de Judea de la que, según la profecía del Antiguo Testamento,
saldría el Mesías.

La arqueología, en general, poco tiene que decir al respecto. Al fin y al


cabo, ¿qué probabilidad existe de demostrar materialmente una
visita fugaz de un par de aldeanos hace 2.000 años? Hasta la fecha
las excavaciones en la basílica de la Natividad y alrededores no han

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aportado piezas de la época de Cristo, ni tampoco indicios de que los
primeros cristianos considerasen sacro aquel lugar. La primera prueba
evidente de veneración data del siglo III, cuando el teólogo Orígenes de
Alejandría visitó Palestina y dejó escrito: «En Belén se muestra la cueva
en la que nació [Jesús]».

A principios del siglo IV el emperador Constantino envió una delegación


imperial a Tierra Santa con la misión de identificar los escenarios de la
vida de Cristo y consagrarlos con iglesias y santuarios. Habiendo
localizado lo que consideraron el portal de Belén, los delegados
levantaron sobre él una rica iglesia, origen de la basílica actual.
Muchos de los especialistas con los que hablé no se mojan en la
cuestión de dónde nació Cristo, aduciendo que no existen pruebas
materiales suficientes para aventurar una opinión. Creen que es aplicable
el aforismo que los arqueólogos aprendemos el primer día de clase: «La
ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia».

Nazaret, una aldea al sur de Galilea


Si el rastro del Jesús histórico se pierde en Belén, vuelve a percibirse
con bastante más fuerza 105 kilómetros al norte, en Galilea, la región
montañosa del norte de Israel. Tal y como sugieren los nombres «Jesús
de Nazaret» y «Jesús el nazareno», este se crió en Nazaret, una
pequeña aldea agrícola del sur de Galilea. Los expertos que conciben su
figura en términos estrictamente humanos –como un reformador
religioso, un revolucionario social o un profeta apocalíptico– indagan en
las corrientes políticas, económicas y sociales de la Galilea del siglo
I en busca de las fuerzas en juego que pudieron dar lugar al hombre
y su misión.

Con diferencia, el factor más poderoso de aquel tiempo a la hora de


conformar la vida en Galilea era el Imperio romano, que había
sometido Palestina unos 60 años antes del nacimiento de Jesús. La
inmensa mayoría de los judíos aborrecían el férreo dominio de
Roma, con su fiscalidad tiránica y su religión idólatra, y muchos
estudiosos ven en ese descontento social el caldo de cultivo perfecto
para el agitador judío que irrumpió en escena vituperando a los ricos y
poderosos y bendiciendo a los pobres y marginados.

Otros argumentan que la embestida de la cultura grecorromana


moldeó a Jesús e hizo de él un paladín de la justicia social menos

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judaico y más cosmopolita. En 1991 John Dominic Crossan publicó El
Jesús de la historia, un libro que cayó como una bomba. En él
formulaba la teoría de que Jesús era un sabio errante cuyo estilo de vida
contracultural y sus sentencias subversivas presentaban llamativos
paralelismos con la doctrina de los cínicos.

Aquellos filósofos peripatéticos de la antigua Grecia no eran cínicos en la


acepción moderna del término, pero despreciaban las convenciones
sociales, desde la higiene hasta el deseo de obtener riqueza y estatus.

La heterodoxa hipótesis de Crossan se inspiraba hasta cierto punto en


hallazgos arqueológicos según los cuales Galilea –que siempre se había
tenido por un enclave judío rural aislado y atrasado– experimentaba en la
época de Jesús un proceso de urbanización y romanización mucho más
significativo de lo que los expertos habían imaginado.

También se basaba en el hecho de que la ciudad donde se desarrolló


la infancia de Jesús estaba a apenas cinco kilómetros de Séforis, la
capital provincial romana. Aunque en los Evangelios no se habla de ella,
la ambiciosa campaña de construcción alentada por el tetrarca de
Galilea, Herodes Antipas, habría atraído obreros cualificados de las
aldeas circundantes.

Jesús, un artesano de la zona


Muchos estudiosos ven razonable imaginar a Jesús, un joven artesano
de la zona, trabajando en Séforis y cuestionándose los límites de la
religión que sus mayores le habían inculcado. Un espléndido día de
primavera, después de que las lluvias caídas hayan tapizado de flores
silvestres las colinas de Galilea, recorro a pie las ruinas de Séforis con
Eric y Carol Meyers, los arqueólogos de la Universidad Duke a quienes
consulté al inicio de mi odisea.

El matrimonio dedicó 33 años a excavar el inmenso yacimiento que


encendió un acalorado debate académico sobre el grado de judaísmo de
Galilea y, por extensión, del propio Jesús. Eric Meyers se detiene frente a
un montón de columnas. «Hubo bastante acritud», dice, recordando las
décadas de disputas a cuento de la influencia de una ciudad en pleno
proceso de helenización sobre un joven campesino judío.

Se detiene en lo alto de un cerro y con un gesto de la mano abarca una


extensión de muros cuidadosamente excavados. «Para llegar a las
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viviendas tuvimos que excavar un vivac de la guerra de 1948. Incluso
apareció un obús sirio sin explotar –explica–. ¡Y debajo encontramos los
mikvaot!».

Al menos 30 mikvés, los baños rituales judíos, puntean el barrio


residencial de Séforis: es la mayor concentración doméstica
localizada hasta la fecha por los arqueólogos. Sumados a los
recipientes de piedra ceremoniales y a la destacada ausencia de huesos
de cerdo (cuya ingesta evitan los judíos que guardan la
kashrut), constituyen una prueba clara de que incluso aquella ciudad
imperial seguía teniendo una marcada identidad judía durante los
años formativos de Jesús.

Este y otros datos recabados de excavaciones arqueológicas a lo largo


y ancho de Galilea han conducido a un importante viraje en la opinión
de los expertos, dice Craig Evans, profesor de orígenes del cristianismo
en la Facultad de Pensamiento Cristiano de la Universidad Baptista de
Houston. «Gracias a la arqueología se produjo un cambio sustancial en
el concepto de Jesús, que pasó de helenista cosmopolita a judío
observante».
Cuando jesús rondaba los 30 años se sumergió en el Jordán con el
predicador judío Juan el Bautista y, según se narra en el Nuevo
Testamento, la experiencia le cambió la vida. Al salir del agua vio que
el Espíritu Santo descendía sobre él «como una paloma» y oyó que la

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voz de Dios proclamaba: «Este es mi Hijo muy querido, en quien me
complazco». A raíz de ese encuentro divino, Jesús emprendió una misión
de prédicas y curaciones que comenzó en Galilea y terminó, tres años
después, con su ejecución en Jerusalén.

Una de sus primeras paradas fue Cafarnaún, un pueblo de


pescadores de la orilla noroccidental de un gran lago de agua
dulce llamado, para confusión de muchos, mar de Galilea. Allí Jesús
conoció a los pescadores que se convertirían en sus primeros
discípulos –Pedro y Andrés, que echaban las redes; Santiago y Juan,
que las reparaban– y estableció su primera base de operaciones.

Conocido en la ruta turística cristiana como «la ciudad de Jesús», el


centro de peregrinación de Cafarnaún pertenece hoy a los
franciscanos y está rodeado por una alta valla metálica. Justo al otro
lado del portal de acceso se alza sobre ocho pilares una iglesia de una
modernidad incongruente. Es el Memorial de san Pedro, consagrado en
1990 sobre uno de los hallazgos más trascendentales del siglo XX
realizado por los arqueólogos que investigaban al Jesús histórico.

Desde su original elevación, la iglesia ofrece unas impresionantes vistas


del lago, pero todas las miradas se dirigen al centro del edificio, cuyos
visitantes escudriñan con afán –por encima de una barandilla y a través
de un suelo de vidrio– las ruinas de una iglesia octogonal construida
hace unos 1.500 años. Cuando en 1968 unos arqueólogos
franciscanos excavaban por debajo de esa estructura, descubrieron
que se había erigido sobre los restos de una casa del siglo I.

Era la prueba de que una vivienda privada se había transformado en


un foro de reunión pública en un espacio de tiempo muy ajustado.
En la segunda mitad del siglo I –apenas unas décadas después de la
crucifixión de Jesús–, los bastos muros de piedra de aquella casa fueron
enyesados y los utensilios de cocina dejaron paso a las lámparas de
aceite, propias de un lugar de congregación.

Religión oficial del Imperio


En siglos subsiguientes se grabaron en esos muros ruegos a Cristo, y
para cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio
romano, en el siglo IV, la morada se había transformado en un centro de
culto con una decoración elaborada. Desde entonces la estructura ha
venido conociéndose como la Casa de Pedro. Aunque es imposible
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demostrar que ese discípulo morase realmente en aquella vivienda,
muchos expertos dicen que es plausible.

Los Evangelios apuntan que Jesús curó a la suegra de Pedro, que


padecía unas fiebres, en la casa de esta en Cafarnaún. La noticia del
milagro corrió como la pólvora y esa misma noche la suegra tenía a la
puerta de su casa multitud de personas con algún padecimiento. Jesús
sanó a los enfermos y expulsó los demonios de los poseídos.

Los relatos de que grandes muchedumbres acudían a Jesús en


busca de sanaciónconcuerdan con lo que revela la arqueología sobre la
Palestina del siglo I, donde eran muy comunes enfermedades como la
lepra y la tuberculosis.

Tras estudiar enterramientos en la Palestina romana, el arqueólogo


Byron McCane llegó a la conclusión de que entre dos terceras partes y
tres cuartas partes de las sepulturas analizadas contenían restos de
niños y adolescentes. Sobrevivir a los peligrosos años de la infancia
aumentaba la probabilidad de llegar a viejo, dice McCane. «En la época
de Jesús, parece que la frontera crítica eran los 15 años».

Desde Cafarnaún sigo el mar de Galilea hacia el sur hasta llegar a un


kibutz que en 1986 fue escenario de un gran revuelo, y de una
excavación de emergencia. Una grave sequía había disminuido de forma
drástica el nivel del lago, y dos hermanos de la comunidad que buscaban
monedas antiguas en el lecho expuesto distinguieron el sutil contorno de
una embarcación. Los arqueólogos que la examinaron hallaron
piezas de la época romana en su interior y al lado del casco. La
datación por carbono-14 confirmó la edad de la barca: coincidía
aproximadamente con la vida de Jesús.

Aunque al principio se intentó ocultar el descubrimiento, la noticia de


que había aparecido «la barca de Jesús» fue un reclamo para los
buscadores de reliquias, que pusieron en peligro una pieza tan
frágil. Justo entonces volvió a llover y el nivel del lago empezó a
recuperarse.

Se emprendió entonces una «excavación de rescate» a marchas


forzadas. En tan solo 11 días se completó un proyecto que en
condiciones normales habría exigido meses de planeamiento y ejecución.

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Aquella preciada embarcación ocupa hoy un lugar de honor en un museo
del kibutz, cerca del lugar donde fue descubierta. Con unos ocho metros
de eslora y dos de manga, podría dar cabida a 13 hombres, aunque no
hay prueba alguna de que Jesús y sus doce apóstoles navegasen en
aquella nave en concreto. Para ser franca, no es precisamente una
belleza: un esqueleto de tablones parcheados y reparados una y otra
vez, hasta que al final lo desmantelaron y hundieron.

«Fueron reparando y reparando la barca hasta que ya no tuvo arreglo


posible –dice Crossan–, pero su valor historiográfico es incalculable. Ver
cuánto trabajo tuvieron que invertir para mantenerla a flote dice mucho
sobre el contexto económico del mar de Galilea y la actividad pesquera
en tiempos de Jesús».

Otro hallazgo espectacular tuvo lugar más al sur, a dos kilómetros de la


barca de Jesús, en el yacimiento de la antigua Magdala, el pueblo
natal de María Magdalena, devota seguidora de Jesús. Los
arqueólogos franciscanos empezaron a excavar parte de la ciudad
en los años setenta, pero la mitad norte seguía oculta bajo un complejo
turístico abandonado a orillas del lago.

Hasta que llegó el padre Juan Solana, delegado papal a cargo de


supervisar un albergue de peregrinos en Jerusalén. En 2004 Solana
decidió construir un retiro de peregrinos en Galilea, así que se dispuso
a recabar millones de dólares y adquirir parcelas de terreno a orillas del
lago, incluido el complejo turístico.

Arqueología cristiana
En 2009, ante el inicio de las obras, un equipo de arqueólogos de la
Autoridad de Antigüedades de Israel se presentó en el lugar para llevar a
cabo la inspección que exige la ley. Tras varias semanas de
calicatas, hallaron para asombro general las ruinas soterradas de
una sinagoga de la época de Jesús. Era la primera estructura de su
género desenterrada en Galilea.

El hallazgo era especialmente significativo porque refutaba de una


vez por todas el argumento escéptico de que en Galilea no existieron
sinagogas hasta varias décadas después de muerto Jesús. Si los
escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del retrato
evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga,
escenario habitual de su magisterio y sus milagros.
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Al excavar las ruinas, los arqueólogos sacaron a la luz unos muros
recorridos por bancos –señal de que se trataba de una sinagoga– y un
suelo de mosaico. En el centro de la sala descubrieron una piedra del
tamaño de un baúl decorada con bajorrelieves que reproducían los
elementos más sagrados del Templo de Jerusalén. El hallazgo de
la Piedra de Magdala, como se conoce la pieza, dio el golpe de
gracia a la idea, entonces en boga, de que los galileos eran unos
rústicos impíos aislados del centro religioso de Israel.

Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido


el fin del retrato evangélico de Jesús como un fiel
judío que acudía a la sinagoga.
Al seguir excavando, descubrieron una ciudad entera enterrada a
menos de 30 centímetros de la superficie. El magnífico estado de
conservación de las ruinas hizo que algunos empezasen a llamar a
Magdala «la Pompeya israelí».

La arqueóloga Dina Avshalom-Gorni me guía por el yacimiento,


señalándome los restos de almacenes, baños rituales y una zona
industrial donde se debía de preparar y vender pescado. «Es como si
viera a las mujeres comprando pescado aquí mismo», me
dice, señalando los cimientos de los puestos de piedra. ¿Y quién
sabe? Es posible que una de aquellas compradoras fuese la famosa
hija nativa de la ciudad, María Magdalena.

El padre Solana se acerca a saludarnos y aprovecho para preguntarle


qué dice a los visitantes que quieren saber si Jesús recorrió estas
mismas calles. «No podemos pretender dar respuesta a eso –admite–,
pero somos conscientes de cuántas veces los Evangelios mencionan a
Jesús en una sinagoga de Galilea».

Habida cuenta de que la sinagoga funcionaba durante el ministerio de


Jesús y quedaba a un corto trayecto en barco desde Cafarnaún,
concluye Solana, «no tenemos motivos para negar o dudar de que Jesús
estuvo aquí».

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En cada parada de mi viaje por Galilea, las sutiles huellas de Jesús
parecían algo más definidas, menos borrosas. Pero no llegaron a
dibujarse con nitidez hasta que regresé a Jerusalén. En el Nuevo
Testamento, esta ciudad ancestral es el escenario de muchos de sus
milagros y de sus momentos más dramáticos: la entrada triunfal, la
expulsión de los mercaderes del Templo, las sanaciones de las piscinas
de Betesda y Siloé (ambas localizadas en excavaciones arqueológicas),
sus conflictos con las autoridades religiosas, su última cena pascual, su
agónica plegaria en el huerto de Getsemaní, su juicio y ejecución, su
enterramiento y resurrección.

Pese a divergir en el relato del nacimiento de Jesús, los cuatro


Evangelios coinciden bastante al narrar su muerte. Habiendo llegado a
Jerusalén para celebrar la Pascua, Jesús es llevado ante el sumo
sacerdote Caifás y acusado de verter blasfemias y amenazas contra el
Templo. Condenado a muerte por el gobernador romano Poncio Pilato,
es crucificado en una colina fuera de las murallas de la ciudad y
sepultado en las inmediaciones, en una tumba excavada en la roca.
La ubicación tradicional de esa tumba, dentro de lo que hoy es la
iglesia del Santo Sepulcro, se considera el lugar más sagrado de la
cristiandad. También es el lugar que encendió mi interés por el Jesús
histórico. En 2016 hice varios viajes a esa iglesia para documentar las
sucesivas restauraciones del edículo, el santuario que alberga la

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supuesta sepultura de Jesús. Ahora, en plena Semana Santa, regreso
para verlo en todo su esplendor, reforzado y limpio de hollín.

Miles de peregrinos en el Santo Sepulcro


Apretujada entre los peregrinos que hacen cola para acceder al
minúsculo santuario, recuerdo las noches que pasé en el interior de la
iglesia vacía con el equipo de restauradores, descubriendo siglos y siglos
de grafitis y tumbas de reyes cruzados.

Me maravillo ante los numerosos hallazgos arqueológicos que a lo largo


de los años, tanto en Jerusalén como en otros lugares, han aportado
credibilidad a las Escrituras y a las tradiciones que rodean la muerte
de Jesús, como es el caso de un ornamentado osario que quizá
contenga los huesos de Caifás, una inscripción que alude al
mandato de Poncio Pilato y un hueso calcáneo perforado por un
clavo de hierro para crucifixiones hallado dentro de la tumba de un
judío llamado Yehohanan en Jerusalén.

También me impresionan las múltiples cadenas de indicios que aquí


convergen.A apenas unos metros de la sepultura de Cristo hay otros
sepulcros contemporáneos, confirmación de que esta iglesia, destruida y
reconstruida dos veces, se levantó efectivamente sobre una necrópolis
judía. Recuerdo estar sola dentro del sepulcro, cuyo revestimiento de
mármol se había retirado provisionalmente, y sentirme abrumada al
saber que contemplaba uno de los monumentos más importantes del
mundo: un sencillo saliente de piedra caliza que se venera desde hace
milenios, una estampa que nadie había visto en quizá mil años.

Sentía el peso de todos los interrogantes históricos que aquel


instante revelador, tan fugaz como espectacular, acabaría por
responder. Hoy, en mi visita pascual, estoy una vez más dentro de la
tumba, compartiendo su angostura con tres rusas que cubren su
cabeza con pañuelo. El mármol está de nuevo en su lugar, protegiendo
el lecho funerario de los besos y los rosarios y las estampas que
continuamente friegan y refriegan la superficie pulimentada por el tiempo.
La más joven de las tres ruega en un susurro a Jesús que sane a su hijo
Yevgeni, enfermo de leucemia.

Desde la puerta, un sacerdote nos recuerda a voces que se nos ha


acabado el tiempo, que hay más peregrinos esperando. De mala gana,
las mujeres se levantan y salen en fila; yo las sigo. En ese momento
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comprendo que para los creyentes sinceros la búsqueda científica del
Jesús histórico y no sobrenatural carece de importancia. Es una
búsqueda que no concluirá jamás, cuajada de teorías mudables, dudas
irresolubles, datos irreconciliables. Pero para los fieles verdaderos, su
fe en la vida, la muerte y la Resurrección del Hijo de Dios es una
prueba más que suficiente.

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