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Max Horkheimer

Autor: Cecilia Coronado

Max Horkheimer (1895-1973) es uno de los principales representantes de


la llamada Escuela de Frankfurt. Con dicho nombre suele aludirse a un
grupo de intelectuales alemanes que conformaron el Instituto de
Investigación Social (Institut für Sozialforschung), asociado a la Universidad
de Frankfurt. Aunque el Instituto inició en los años veinte (creado en 1923 e
inaugurado en 1924) se tiene noticia de él hasta principios de los años
setenta cuando el historiador Martin Jay puso de manifiesto la historia y
relevancia de la Escuela de Frankfurt que continúa hasta nuestros días.

El Instituto tenía como objetivo explorar nuevas dimensiones en un


esfuerzo de trabajo interdisciplinario así como el planteamiento de
discusiones crítico-dialécticos del desarrollo de la sociedad burguesa y de la
cultura de masas. Su principal promotor fue Max Horkheimer quien, junto
Felix Weil y Friedrich Pollock sentaron las bases de lo que sería la Escuela
de Frankfurt. Además del interés que presenta el estudio de Horkheimer
para comprender el término “teoría crítica” al ser quien lo acuña, es de
interés su estudio para profundizar sobre la historia y desarrollo del Instituto.
Esto por dos motivos: 1) su personalidad denota el genuino espíritu de los
miembros del Instituto cuyo propósito fundamental era recordar el
sufrimiento de las víctimas e intentar pensar en modos de dar término a la
injusticia social y 2) las etapas de su vida se asemejan, de algún modo, a
las etapas del propio Instituto, comúnmente dividido en tres generaciones.

Índice
1. Biografía

2. Primera etapa de pensamiento

3. Segunda etapa de pensamiento

3.1. Razón objetiva y razón subjetiva

3.2. Sobre el concepto de Ilustración

3.3. Paradojas de la Modernidad

4. Tercera etapa de pensamiento

5. Bibliografía

5.1. Opera omnia

5.2. Fuentes primarias recomendadas

5.3. Bibliografía secundaria recomendada

5.4. Otras fuentes citadas en esta voz

5.5. Recursos online

1. Biografía
Max Horkheimer nació el 14 de febrero de 1895 en Stuttgart, Alemania,
en el seno de una familia judía adinerada. Había sido educado para los
negocios antes de iniciar el servicio militar. Sin embargo, debido a un viaje
que hizo a París en donde se adentró en la lectura de Schopenhauer, Hegel
y Marx, redirigió su carrera —pese a la negativa de su padre— a un terreno
filosófico y sociológico. En 1922 conoció a Hans Cornelius, catedrático
liberal y antidogmático que lo introdujo en la lectura de Kant y Husserl. Bajo
su dirección realizó su tesis doctoral sobre las antinomias del juicio
teleológico en Kant. En ese mismo año, durante la asistencia al seminario
de Husserl en la Universidad de Frankfurt, conoció a Theodor Adorno —su
compañero de toda la vida— con quien compartiría inquietudes intelectuales
y escribiría la “Dialéctica de la Ilustración” (Dialektik der Aufklärung). Se
complementaban de un modo interesante: Adorno tenía una vena musical y
Horkheimer una literaria. Aunque ambos autores persiguieron objetivos
bastante contrarios; sus diferencias no surgieron durante su esfuerzo
conjunto al escribir Dialéctica de la Ilustración sino más adelante. Habermas
en su Teoría de la acción comunicativa aborda con claridad algunos de los
principales puntos de convergencia y disonancia entre ambos autores.

En 1925 Horkheimer realizó su tesis de habilitación sobre la crítica del


juicio de Kant nuevamente bajo la dirección de Hans Cornelius y al año
siguiente fue nombrado Privatdozent. Ese mismo año contrajo matrimonio
con Rose Riecker —mayor que él y antigua secretaria de su padre—;
cuestión que lo llevó a distanciarse aún más de su padre. En 1929
Horkheimer sucedió a Grünberg —catedrático de Derecho y ciencias
políticas en la Universidad de Viena— en la dirección del Instituto de
Investigación Social. En ese mismo año publicó Los comienzos de la
filosofía burguesa de la historia (Die Anfänge der bürgerlichen
Geschichtsphilosophie), trabajo que lo posicionó como titular de Filosofía
Social (Sozialphilosophie) de la Universidad de Frankfurt; cuestión no menor
dado que se trataba de la primera en su género en las universidades
alemanas. En 1931 se inició la publicación de Zeitschrift für
Sozialforschung del Instituto editada por él mismo. En su famoso discurso
inaugural (dictado también en 1931 y citado de nuevo en la reapertura de la
Escuela de Frankfurt en 1951) que lleva por título “La situación actual de la
filosofía social y las tareas de un Instituto de Investigación social” (Die
gegenwärtige Lage der Sozialphilosophie und die Aufgaben eines Instituts
für Sozialforschung) insistía en la necesidad de la creación de una teoría
crítica de la sociedad. Considera al sujeto como el único capaz de construir
la historia mediante la transformación de la naturaleza.

En 1933 se dio el cierre del Instituto a causa de la llegada del nazismo


pero continuó sus funciones en Ginebra, París y Londres. En 1934
Horkheimer se trasladó, junto con Herbert Marcuse, a la Universidad de
Columbia en Nueva York donde iniciaría su periodo intelectual más
fructífero. En 1940 obtuvo la ciudadanía norteamericana aunque siempre
mantuvo la inquietud de publicar en su lengua natal y convivir con sus
compatriotas. Como en 1941, cuando junto con Adorno comienza a
relacionarse con el círculo de inmigrados alemanes, entre los que destaca
Thomas Mann. A manera de anécdota se cuenta que tanto Horkheimer
como Mann se interesaron por investigar cuáles habían sido los grupos que
más habían ayudado a los perseguidos por los nazis. Para sorpresa de
ambos, habían sido los católicos creyentes quienes habían mostrado mayor
interés en colaborar [Horkheimer 1989: 82]. En 1949 regresó a Alemania y
fue nombrado catedrático de sociología y filosofía en la Universidad de
Frankfurt. Oficialmente en 1950 el Institut für Sozialforschung —aún bajo la
dirección de Horkheimer— se instaló de nuevo en Frankfurt. En 1951 fue
nombrado rector de la Universidad de Frankfurt y al término de su periodo,
en 1953, le fue otorgado el Premio Goethe. Desde ese momento hasta 1959
fue profesor en Frankfurt y en Chicago. Finalmente, en 1960 fue nombrado
“ciudadano de honor” de la ciudad de Frankfurt y el 7 de julio de 1973 murió
en la cuidad de Núremberg.

Los trabajos de Max Horkheimer suelen catalogarse en tres etapas: 1) de


1930 a 1941: formación de la teoría crítica y ascenso del partido
Nacionalsocialista. 2) de 1941 a 1950: exilio en Norteamérica del Institut für
Sozialforschung. 3) 1950: retorno a Alemania en donde vuelve a fungir
como director del Instituto. [Estrada 1990: 12, 13 y 105-107]. Como los
trabajos de Horkheimer se relacionan directamente con su contexto social y
político, conviene explicar, al momento de nombrarlas, algunas cuestiones
del entorno en el que se desarrollan.

El texto característico de la primera etapa en donde se muestran las


bases de lo que será su teoría crítica es, naturalmente, Teoría tradicional y
teoría crítica (Traditionelle und kritische Theorie), publicado en 1937. Esta
etapa se caracteriza por su denuncia a la orientación meramente técnica de
la investigación y, con ello, a la neutralidad valorativa de las ciencias (cuya
crítica se dirige también a los trabajos de Max Weber). También es la etapa
en la que el mismo Horkheimer reconoce una mayor influencia marxista.
Conviene recordar que la idea original del Instituto era hacer investigación
sobre el marxismo. De hecho, en un inicio tomaría el nombre de Instituto
para el marxismo aunque “por lo provocativo del nombre” [Jay 1989: 26]
decidieron cambiarlo. La obras principales de la segunda etapa son
la Crítica de la razón instrumental (Zur Kritik der instrumentellen Vernunft),
dictada en 1944 y publicada en 1947 bajo el nombre Eclipse of Reason,
y Dialéctica del iluminismo (Dialektik der Aufklärung) —escrita junto con
Theodor Adorno y dedicada a Friedrich Pollock— publicada
como Fragmentos Filosóficos en 1944 y tres años más tarde bajo el nombre
que ahora se conoce. En esta etapa Horkheimer no habla de “teoría crítica”
sino de “pensamiento crítico” o “razón objetiva” [Estrada 1990: 153]. Durante
su exilio en Norteamérica y viendo los resultados tanto del nazismo como
del stalinismo, la terminología marxiana de los primeros textos comienza a
cambiar. Finalmente, en la tercera etapa de su pensamiento retomó la
dirección del instituto y dictó una cátedra sobre filosofía y sociología en la
Universidad de Frankfurt. Aunque fue su etapa de menor producción
filosófica, realizó algunas entrevistas y textos importantes. Las últimas
publicaciones en castellano que recogen sus textos sobre religión entre
1950 hasta su muerte en 1973 son A la búsqueda de sentido y Anhelo de
justicia.

Además de analizar la influencia marxista en los trabajos de Horkheimer,


es de interés destacar que una constante en su obra es su profundo deseo
de dar término a la injusticia social. Como indica Helmut Gumnior «Yo creo
que Max Horkheimer fue siempre el que era en un principio: un filósofo que
anhelaba la justicia en un mundo donde reinaba la injusticia» [Horkheimer
1989: 67]. Y es precisamente este deseo de justicia el que explica la
orientación de Horkheimer hacia el marxismo ante el dominio de derechas
como también su renuncia al marxismo cuando Stalin hizo uso del poder
totalitario de izquierdas [Horkheimer 1989: 71]. Por esta razón, en la
mayoría de los casos, su adherencia a alguna corriente o doctrina filosófica,
política o incluso religiosa no es por la doctrina misma sino porque en ella
encuentra resonancia con alguno de sus ideales.

2. Primera etapa de pensamiento


Para Horkheimer el concepto de “teoría” se refiere a un saber acumulado
que se utiliza para caracterizar los hechos del modo más detallado y
profundo posible [Horkheimer 2000a: 23]. La teoría no puede ser infalible
sino que necesita la confrontación con el acontecimiento efectivo para
comprobar su validez. En este sentido, siempre es posible revisar los
principios teóricos o posibles errores en la observación en caso de
encontrar ambigüedades al momento de confrontarla con los hechos. Por
ello, Horkheimer comenta que la teoría por sí sola se mantiene como
hipótesis ante los hechos [Horkheimer 2000a: 23]. Para Horkheimer existen
dos planteamientos teóricos distintos: el tradicional y el crítico. Ambos son
dos esfuerzos intelectuales distintos de acceder al conocimiento y están
situadas en distintas tradiciones filosóficas. La primera es el modo como
funcionan las ciencias especializadas y, como el mismo Horkheimer indica,
debe leerse bajo la óptica del Discurso del Método. La segunda, en cambio,
debe entenderse a partir de la crítica de Marx a la economía política en
tanto que tiene por objeto a los hombres como productores de sus formas
históricas de vida, como el mismo Horkheimer reconoce en el apéndice
escrito en el mismo año de la publicación de Teoría tradicional y teoría
crítica. Este apéndice se publicó en la Zeitschrift für
Sozialforschung titulado Philosophie und Kritische Theorie [Horkheimer
2000b: 79].

La teoría tradicional es la que reproduce la vida dentro de su marco social


actual: no se ocupa del origen social de los problemas ni de los fines para
los que se aplica la ciencia [Horkheimer 2000b: 79]. La teoría crítica, por su
parte, le otorga un papel protagónico a la actividad humana: atiende a la
percepción del individuo, al planteamiento que hace de los problemas y al
sentido de sus respuestas [Horkheimer 2000b: 79 y 80]. Para el teórico
crítico las condiciones de realidad de las que parte la ciencia no son datos
que sólo se constatan de antemano de acuerdo con las leyes de
probabilidad (como es el caso de la teoría tradicional); sino que, lo dado en
cada caso, no depende sólo de la naturaleza sino del poder que tenga el
hombre sobre ella [Horkheimer 2000b: 79]. La teoría crítica tiene un interés
especial por la «organización racional de la actividad humana» [Horkheimer
2000b: 80], entendiendo por “racional” un interés por el hombre en sentido
integral, que contemple todas sus capacidades. En el fondo, lo que la teoría
crítica declara es que las cosas no deben ser necesariamente como las
conocemos sino que el hombre tiene el poder de transformarlas
[Horkheimer 2000b: 62].

El teórico crítico no sólo se interesa por aumentar el conocimiento sino en


«emancipar a los hombres de las relaciones (Verhältnisse) que los
esclavizan» [Horkheimer 2000b: 81]. El teórico tradicional, en cambio, no
utiliza todas las potencialidades humanas (como la capacidad de reflexión y
crítica) para acceder al conocimiento sino que lo contempla como dado. Por
eso, el sentido de crítica que Horkheimer utiliza es consecuente con la
crítica de Marx a la economía política (y no a modo kantiano en donde por
crítica se entiende una investigación sobre los límites de la razón y el
conocimiento), en tanto que trata de un cuestionamiento o juicio acerca de
la realidad que se nos presenta. Por tanto, el tipo tradicional es un modo
pasivo o contemplativo de acercarse al conocimiento y el crítico un modo
activo o reflexivo de atenderlo.

Por otro lado, lo decisivo entre la teoría tradicional y la teoría crítica es su


forma de comprender la relación entre el sujeto y el objeto. Para la teoría
tradicional el observador no es capaz de cambiar nada en el acontecimiento
sino que “funciona” como mero espectador; con lo cual, sujeto y objeto se
encuentran separados [Horkheimer 2000b: 64]. En cambio, para la teoría
crítica el sujeto y el objeto están unidos dado que el componente crítico es
inherente al actuar humano. Es decir, los actos humanos no transcurren
mediante instrumentos mecánicos sino a través de las decisiones del sujeto
[Horkheimer 2000b: 64]. Por ello, mientras que la teoría tradicional no
requiere conocer nada acerca de las tendencias y objetivos históricos, el
teórico crítico sí lo requiere.

Para Horkheimer la concepción tradicional de la razón es típica de la


sociedad burguesa. La razón del burgués se define por su relación con la
“autoconservación individual” [Horkheimer 2000c: 95]; con lo cual, el
pensamiento reflexivo y la teoría en general pierden relevancia [Horkheimer
2000c: 107]. Es decir, si la decisión de un agente se basa de antemano en
el interés por el propio individuo, sobran los intentos de reflexionar sobre
otras instancias que no contemplen las necesidades del individuo mismo.
Sin embargo, esto nada tiene que ver con el concepto que Horkheimer tiene
de razón: «[aquello] que equilibra el interés personal con el de la
colectividad» [Horkheimer 2000b: 64]. De ahí que el pensamiento crítico
desacredite la actitud del burgués por estar separado de los intereses de
otros individuos. Para Horkheimer el individuo es quien está determinado en
sus relaciones con otros individuos, con otros grupos y con la naturaleza
[Horkheimer 2000b: 45]. En definitiva, su noción de individuo se entiende
únicamente en conjunto con otros individuos a través de un entramado
histórico. Sin embargo, una de las diferencias entre la primera y segunda
etapa de su pensamiento es su consideración del individuo. En la primera
considera que es más importante la función social del individuo que el
individuo mismo mientras que en la segunda se da cuenta de que no se
puede descuidar la propia individualidad porque ese es el principio de la
libertad y, si no hay libertad, no puede haber comunidad. Menciona que:

Cuando hablamos del individuo como una categoría histórica,


no nos referimos únicamente a la existencia espacio-temporal y
sensible de un miembro particular de la especie humana, sino
más allá de ello al hecho de que está en posesión de su propia
individualidad en cuanto a ser humano consciente,
perteneciendo a ello el conocimiento de su propia identidad
[Horkheimer 2010: 143].

Así que el sujeto no puede únicamente ocuparse de su propia


individualidad pero tampoco debe descuidar su identidad. Por eso, como se
menciona en una entrevista: «La llamada renuncia de Horkheimer al
marxismo constituye en realidad su regresión al individualismo»
[Horkheimer 1989: 86].

3. Segunda etapa de pensamiento


Bajo el título Society and Reason, Max Horkheimer impartió, entre enero
y febrero de 1944, durante su exilio en la Universidad de Columbia, un ciclo
de cinco conferencias. Dos años más tarde aparecieron publicadas bajo el
título Eclipse of Reason y más adelante, en 1967, se dio a conocer la
versión alemana Zur Kritik der instrumentalen Vernunft. La primera
conferencia, Fines y medios, es particularmente interesante dado que en
ella contrapone dos usos distintos de la facultad de la razón: razón
objetiva (objective reason) y razón subjetiva (subjective reason), objektive
Vernunft y subjektive Vernunft en su versión alemana. Este último es el que
habitualmente se conoce como razón instrumental. El término puede
asemejarse al usado por otros autores como Max Weber cuando habla de
“acción con arreglo a fines” en Economía de la sociedad; también al de
Theodor Adorno cuando hace alusión al “mundo administrado” y habla de la
“acción estratégica” en La crítica de la cultura y la sociedad. También existe
un parecido con Marcuse cuando utiliza el término “razón unidimensional”
en El hombre unidimensional o a Habermas cuando habla de “razón
estratégica” en su Teoría de la acción comunicativa.

Concretamente, Horkheimer utiliza el término en la tercera conferencia


titulada “La rebelión de la naturaleza” (The Revolt of Nature) cuando se
refiere a que las capas más atrasadas son las más propensas a padecer las
consecuencias de la instrumentalización [Horkheimer 2010: 138].
Horkheimer considera que la razón está fragmentada, por un lado se
desarrolla la razón objetiva y por otro la subjetiva. Ambas se manifiestan en
el hombre a través de un largo proceso histórico, se dan a la par pero el
problema surge cuando la segunda toma prevalencia sobre la primera dado
que esto constituye el reinado de la razón instrumental. Para explicar las
nociones básicas de la crítica a la razón instrumental de Horkheimer se
utilizarán tres apartados: 1) ¿Qué es razón instrumental? 2) ¿Dónde surge?
y 3) ¿Cuáles son sus principales consecuencias? Lo primero será explicado
a través de la contraposición de los conceptos de razón objetiva y subjetiva.
Lo segundo a partir del concepto de Ilustración y dominio de la naturaleza y
lo tercero mediante la explicación de algunas paradojas que trae consigo la
Ilustración.

3.1. Razón objetiva y razón subjetiva


Aunque Horkheimer contrapone los conceptos de razón objetiva y
subjetiva, aclara que dicha división no representa dos mundos separados e
independientes del espíritu a pesar de que su contraposición, en efecto,
exprese una antinomia real [Horkheimer 2010: 178]. Esto porque se trata de
 

una misma razón sólo que expresada de dos modos distintos. Por razón
objetiva puede entenderse: 1) la capacidad que contiene en sí misma el
concepto de crítica [Horkheimer 2000c: 90]; 2) un instrumento capaz de
entender los fines y determinarlos [Horkheimer 2010: 21] y 3) la inteligencia
capaz de regular las relaciones entre el hombre y la naturaleza [Horkheimer
2010: 50 y 51]. Se trata de una razón que vincula a ella conceptos tales
como la libertad, la justicia y la verdad [Horkheimer 2000c: 89]. La razón
objetiva conforma una estructura inherente a la realidad que requiere,
llevada por su propia lógica, un determinado modo de comportamiento
teórico o práctico [Horkheimer 2010: 51]. El individuo es capaz de
imponerse sus propios fines sin requerir instancias exteriores. En suma, es
el individuo quien concreta su acción hacia fines supremos sin entregar su
existencia al azar [Horkheimer 2010: 177]. A partir del uso de la razón
objetiva la vida humana conserva su sentido dado que está inscrita en un
mundo de fines.

El debilitamiento de la razón objetiva durante la época Ilustrada allanó el


terreno para la conformación de lo que Horkheimer define como razón
subjetiva o instrumental. Es “subjetiva” porque no se preocupa de algo
objetivamente razonable sino que sólo se ocupa de lo razonable para el que
piensa: para el sujeto [Horkheimer 1966: 258]. Esta razón atiende a la
adecuación de los modos de comportamiento a unos fines que se aceptan
sin someterlos a una “justificación razonable” [Horkheimer 1966: 258]. Este
tipo de razón podría definirse como la expresión limitada de una
racionalidad englobante de la cual se derivaban los criterios de acción para
todas las cosas y seres vivos [Horkheimer 2010: 46]. Se trata de la
reducción de la razón a la capacidad de calcular probabilidades y
determinar los medios más adecuados para un fin dado [Horkheimer 2010:
 

47]. En este sentido, para la razón instrumental carece de importancia la


pregunta por la racionalidad de los fines o la discusión por la preeminencia
de un fin respecto de otro dado que éstos se encuentran estatuidos de
antemano. Si la razón subjetiva se ocupa de fines es o para contrastar si
son razonables también en sentido subjetivo (en donde “razonable” se
entiende como lo conveniente para los intereses del sujeto) o para
contrastar la posibilidad de su realización y escoger los medios más
adecuados para su realización [Horkheimer 1966: 258]. En suma, sólo se
limita a preguntas de tipo funcional y utilitario (por qué) más no de sentido
(para qué).

Algunas de las características principales de la razón instrumental son: 1)


adaptación óptima de los medios a los fines; 2) pensamiento como una
función de ahorro de trabajo; 3) frialdad y sobriedad con respecto a las
virtudes [Horkheimer 2000c: 92]. La racionalidad instrumental se limita a su
capacidad de cálculo y de análisis cuyo único objetivo es sacar la mayor
ventaja y beneficio por el menor costo y esfuerzo posible. En definitiva, nos
encontramos ante un término que refiere a la reducción de la razón a una
capacidad intelectual de coordinación cuya eficacia puede ser aumentada
mediante el uso metódico o la simple exclusión de factores no intelectuales
como pueden ser las emociones [Horkheimer 2010: 47]. En el razonamiento
instrumental, el pensamiento queda reducido a una función de ahorro de
trabajo que únicamente tiene en cuenta el beneficio personal. Sin embargo,
Horkheimer se pregunta qué queda de una razón que no cuestiona sus
propios fines, que no contempla la multiplicidad de factores al momento de
actuar y, más importante aún, que es a-crítica.

Para Horkheimer una de las principales consecuencias de que el


pensamiento no sea capaz de determinar si un fin determinado es deseable
o no, es que los criterios de acción llegarían a ser un asunto únicamente de
elección y de gusto: conferirle un criterio de verdad a las decisiones
prácticas o morales se convertiría en algo carente de sentido [Horkheimer
2010: 48 y 49]. De este modo, la razón subjetiva pierde toda espontaneidad,
toda productividad y toda fuerza para descubrir contenidos de tipo nuevo
[Horkheimer 1966: 85]. Cuando la razón ya no se encarga de determinar los
fines últimos del individuo, el único objetivo que le queda es perpetuar su
actividad coordinadora y unificante [Horkheimer 2010: 115]. Esto no quiere
decir que un razonamiento instrumental elimine la ponderación de fines, lo
que significa es que, aunque siga habiendo elección, las razones detrás de
aquella no remiten a fines superiores: como la verdad o la justicia, sino a
cuestiones meramente utilitarias: como la ventaja o el beneficio. De ahí que
la razón subjetiva sea vista como la reducción de la razón a uno solo de sus
usos.

Al oponer dichos usos de la razón, vemos que existe una gran diferencia
entre concebir a la razón como un principio «inviscerado en la realidad y en
ella operante» [Horkheimer 2010: 46] (razón objetiva) y la doctrina que sólo
ve en ella una capacidad para ponderar entre los distintos medios (razón
subjetiva). Sin embargo, aclaremos que a pesar de la crítica que
Horkheimer hace a la instrumentalización de la razón, es consciente de las
ventajas que suponen los avances técnicos para la vida del individuo.
Simplemente intenta señalar el precio que la humanidad ha pagado por
tales adelantos.

3.2. Sobre el concepto de Ilustración


Horkheimer es consciente de que la razón, entendida como «reflejo de la
verdadera naturaleza de las cosas y de la recta conducción de la vida»
[Horkheimer 2010: 53 y 54], nunca ha regido realmente en la sociedad.
Pero, en cualquier caso, considera que ahora ha sido tan depurada de toda
autocrítica y reflexión que ha renunciado, incluso, a la tarea de enjuiciar
acciones y modos de vida de los seres humanos [Horkheimer 2010: 49 y
50]. Pero, ¿cuál es la motivo de que el pensamiento instrumental suela
ocupar el lugar del razonamiento crítico?, ¿en qué momento pareció más
razonable “utilizar” el pensamiento como instrumento que como aparato
crítico? Como mencionan Horkheimer y Adorno al inicio de la Dialéctica de
la Ilustración, el programa de la Ilustración tenía por objeto «liberar a los
hombres del miedo y convertirlos en señores» [Horkheimer 2009: 59]. Esto
se consigue suplantando el mito y la imaginación por el conocimiento
científico. En definitiva, el programa de la Ilustración tiene por objeto la
liquidación del animismo, el “desencanto del mundo” [Horkheimer 2009: 61].
Sobre este punto hay que señalar que Horkheimer admite que el sentido del
término desencanto del mundo (Entzauberung der Welt) es el mismo que
Max Weber le atribuye [Horkheimer 1966: 260 y 261]. Desencanto del
mundo significa, literalmente, la desmagicación del mundo: quitarle la magia
al mundo. El término no aparece en la primera versión de 1904-1905 de los
ensayos sobre el protestantismo de Max Weber, pero es invocado 4 veces
en la versión revisada de 1920 (sin que Weber aclare que se trata de un
agregado a la versión original). Aunque originalmente Weber usa el término
en el sentido religioso de la eliminación de la magia para alcanzar la
salvación, en un proceso creciente de racionalización que culmina con el
ascetismo intramundano, pronto extenderá su significado al proceso de
racionalización occidental en general, donde diversos ámbitos culturales son
despojados de sus orientaciones normativas últimas para relativizarse en el
politeísmo de valores, o en la secularización de la técnica y la ciencia,
característicos de la modernidad [Gil Villegas 2014: 325 y 326]. Sin
embargo, los autores observan que la Ilustración identifica que la
superioridad del hombre reside en el saber y que la esencia de dicho saber
es la técnica [Horkheimer 2009: 610]. Con lo cual, la lucha contra el
animismo, contra el mito, contra los universales y su pretensión de verdad
se intenta hacer mediante la técnica.

La Ilustración identifica el pensamiento en términos matemáticos


quedando así elevados éstos al nivel de instancias absolutas [Horkheimer
2009: 78]. Ahora el pensamiento es quien debe adaptarse al mundo y no
viceversa. De este modo, la Ilustración deshecha la exigencia clásica de
pensar el pensamiento y la transforma en mera cosa o instrumento
[Horkheimer 2009: 79]. Y es a través de este pensamiento instrumentalizado
como el sujeto moderno se acerca a la naturaleza: intenta entenderla para
después dominarla mediante la técnica [Horkheimer 2009: 85]. Pero los
autores dan un paso más, el intento de dominación no es sólo con la
naturaleza sino con el hombre mismo. La Ilustración intenta crear un
sistema para dominar la naturaleza desencantada mediante la técnica y el
modo de perpetuarlo es a través del trabajo del sujeto. Horkheimer y Adorno
explican la relación entre el mito, el dominio y el trabajo a través del pasaje
XII de la Odisea al mostrar los distintos modos en que tanto Odiseo como
los trabajadores atraviesan el seductor canto de las sirenas. La seducción
de las sirenas tiene una promesa de felicidad. Consiste en perderse en el
pasado pero exigen el futuro como precio. El modo en que enfrenta Odiseo
(amo) y el proletariado (el trabajador) la seducción de las sirenas es distinto.
A éstos últimos se les exige cubrir sus oídos con cera y remar con fuerza sin
ocuparse de lo que sucede a su alrededor. De otro modo, se presume que
no podrían vencer la tentación. Odiseo, en cambio, sí puede escuchar pero
se hace atar a la nave con fuerza. Odiseo es equiparado con los burgueses,
quienes también «se negarían la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto
más se les acerca al incrementarse su poder» [Horkheimer 2009: 87]. Si
bien el dominador es quien queda exento del trabajo, eso no impide su
propia mutilación. El amo ya no se relaciona directamente con la cosa sino
que deja al siervo como intermediario. En este sentido, es el siervo quien
muestra una independencia con la cosa más no el señor. Ambos pierden en
dicha relación de dominio: «[e]l siervo permanece sometido en cuerpo y
alma; el señor se degrada» [Horkheimer 2009: 88]. Por eso, en el canto de
las sirenas al que se enfrentan Odiseo (representando al señor burgués) y
los trabajadores (representando al proletariado), ambos pierden. Los
trabajadores son privados de conocer otro tipo de racionalidad (la objetiva)
pero los burgueses, aunque la conocen, no pueden acceder a ella. Así que
el mismo sistema que ellos mismos crearon ahora los coarta. Mediante la
división del trabajo, el dominio de la naturaleza y del hombre va cobrando
fuerza. El trabajo se presenta como un modo de autoconservación, parece
que el único medio de supervivencia es trabajar para perpetuar al mismo
sistema pero a un sistema que no puede ser controlado. En este punto
Horkheimer está pensando en la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel.

Horkheimer afirma que la Ilustración oculta un hecho innegable: la


superioridad de la naturaleza. Las creaciones científicas son superadas
constantemente. Por ejemplo, a pasar de los grandes avances que traen
consigo el aumento de la esperanza de vida, es claro que hasta ahora,
ninguna ciencia ha evitado la muerte ni ha erradicado por completo la
enfermedad. Y como la naturaleza supera a la ciencia, es evidente que el
intento por dominarla termine por instrumentalizar al mismo hombre. En este
sentido, vemos que el problema surge cuando este sistema parece cobrar
autonomía propia. Horkheimer y Adorno advierten que la pregunta
fundamental no son las extralimitaciones de las fuerzas técnicas de la
producción, sino si la tecnología puede ser controlada por el propio hombre
[Horkheimer 2009: 94]. Habría que preguntarse hasta qué punto este gran
edificio tecnológico creado por el mismo hombre puede ser por él
controlado. Invenciones como el cañón, la brújula o la imprenta, por
nombrar algunos ejemplos, han tenido efectos sorprendentes pero ¿hasta
qué punto el hombre puede controlarlos? Horkheimer advierte esta
paradoja. Los sujetos quedan reducidos a «simples seres genéricos iguales
entre sí por asimilación en la colectividad coactivamente dirigida»
[Horkheimer 2009: 89]. En este sentido, el progreso implica regresión,
regresión al estado originario, al mito, a la misma ceguera que intentaba
liquidar el programa ilustrado. Por eso, la Ilustración queda reducida a
“magia animista” [Horkheimer 2009: 66], y puede definirse como «el temor
mítico hecho realidad» [Horkheimer 2009: 70]. Por eso los autores explican
a la Ilustración enmarcada en un sistema dialéctico. Consiste en un proceso
que desdobla la naturaleza a cada paso y, a medida en que avanza, el
poder del mismo sistema se hace más fuerte, si encuentra alguna
resistencia espiritual, su fuerza aumenta. Por eso, mencionan que la
Ilustración se reconoce en los mitos que se disuelve en la propia Ilustración.

En el fondo, la crítica apunta a denunciar la falsedad del sistema moderno


en el sentido de que el proceso está decidido de antemano: «la impotencia
de los trabajadores no es sólo una artimaña de los patrones, sino la
consecuencia lógica de la sociedad industrial» [Horkheimer 2009: 89].
Parece que el mismo sistema garantiza una seguridad que él mismo no
puede garantizar. El pensamiento, por tanto, pierde su momento de
reflexión sobre sí mismo durante el recorrido de la mitología a al rigor
científico. Por ello la maquinaria creada además de sustentar al hombre, lo
mutila [Horkheimer 2009: 90]. Como consecuencia, la razón del sujeto
queda reducida a una sola de sus funciones, se convierte en un instrumento
que auxilia a un aparato económico que persigue unos determinados fines
ajenos a ella. La razón, en definitiva, queda reducida a su función
meramente instrumental, como “puro órgano de fines” [Horkheimer 2009:
83]. Ahora rige una razón científica y es el positivismo quien ocupa el lugar
de juez en la razón ilustrada [Horkheimer 2009: 79].

3.3. Paradojas de la Modernidad


Como se ha visto, Horkheimer detecta que la Modernidad suscribe que la
superioridad del hombre reside en el saber y que la esencia de ese saber
está en la técnica. Sin embargo, cuando la técnica cobra autonomía, el
individuo queda subordinado a ella. Es decir, mientras más aparatos se
inventan para controlar a la naturaleza, la sumisión del hombre ante aquella
es aún mayor [Horkheimer 2010: 119]. Es así como el dominio de la
naturaleza no logra una mayor emancipación humana sino lo opuesto:
mayor opresión. Horkheimer considera que el hecho de que el individuo
tienda cada vez más a someterse a la racionalización y a la planificación,
ocasiona que todo su ser —incluyendo a los aspectos que antes
correspondían al ámbito privado— tengan que adecuarse a las exigencias
del sistema [Horkheimer 2010: 118]. Este escenario muestra que las
premisas modernas de libertad y autonomía no se cumplen. En su lugar nos
queda una naturaleza desencantada y una serie de individuos cuya función
consiste en perpetuar al mismo sistema. El avance y el progreso técnico
sumergen al individuo en una dialéctica que lo aparta de aquella
independencia tan deseada y lo suscribe, nuevamente, al dictado del
aparato económico vigente.

Sin embargo, el problema radica en que la razón instrumental se erige


como criterio de verdad, con lo cual, el verdadero conocimiento no interesa.
Horkheimer denuncia que, con el dominio de la razón instrumental, lo que
importa no es ya la satisfacción de la verdad sino la simple operación y el
conocimiento eficaz [Horkheimer 2009: 86]. Afirma que al momento en que
la razón se separa de la reflexión sobre los fines como medida de sí mismos
se convierte en imposible decir si un sistema económico y político es
irracional por cruel o despótico que sea con tal de que funcione [Horkheimer
1966: 266 y 267]. Para Horkheimer la Ilustración no potencia al ser humano
como sujeto, sino que lo arrastra a una situación que le impide que piense
por sí mismo. La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con
los hombres: los conoce en la medida en la que puede manipularlos y
someterlos [Horkheimer 2009: 64]. Aunque Horkheimer reconoce que el
dominio del hombre sobre la naturaleza es inseparable del progreso técnico,
subraya que la tecnología requiere una gran inversión de capital dando
como resultado que el poder quede reducido a los hombres
económicamente más fuertes. En este sentido, es común encontrar que un
grupo reducido ostente un poder cada vez mayor [Navarro 2001: 122]. Por
lo tanto, el hecho de que exista un mayor progreso tanto científico como
económico no implica una reducción de la injusticia social. Aunque
aparentemente el individuo goce de mayores posibilidades, alimentación y
perspectivas futuras, es menos dueño de la sociedad a la que pertenece. El
sistema económico de la época moderna crea una falsa apariencia del
individuo como ser independiente. Su actividad mercantil es libre, puede
tomar decisiones por sí mismo, pero sigue atado al aparato económico
vigente y, en este sentido, no es más libre: «la decisión sobre el valor de su
producto y, con ello, también de su propia actividad depende [en última
instancia] del mercado» [Horkheimer 2001: 187]. También parece que el
agente posee mayor libertad al momento de elegir ocupación. Sin embargo,
aunque existe un mayor número de empleos, éstos sólo se unifican en lo
técnico. Por eso, el hombre sólo en apariencia es más libre ya que, en
realidad, únicamente se suma a un proceso establecido técnicamente. Para
Horkheimer, la labor del empresario depende la irracionalidad del proceso
económico. En este sentido el individuo no es más libre sino que queda
igualmente oprimido, sólo que ahora el opresor no es la tradición o el mito
sino la economía, el dinero.

La sujeción humana al aparato económico tiene como resultado, según


Horkheimer, un yo abstracto vaciado de toda sustancia (pérdida de sentido),
por un lado, y una naturaleza vacía que ha de ser degradada sin otro fin que
el dominio mismo (pérdida de libertad), por el otro [Horkheimer 2010: 119].
La instrumentalización de la razón, en definitiva, no representa la
instauración de sujetos más libres, al contrario, conduce al individuo a
convertirse en un instrumento más del proceso de producción. La razón es
considerada ahora como una simple capacidad de adaptación a la
naturaleza, como un mero instrumento al servicio de los hombres. Como
indica Habermas, «la dominación sobre una naturaleza externa objetivada y
una naturaleza interna reprimida es el permanente signo de la Ilustración»
[Habermas 2008: 127].

4. Tercera etapa de pensamiento


Como se observa, la influencia marxista en cada una de sus etapas es
distinta. Sin duda, es mayor su apego a Marx en la etapa inicial que en la
última. En sus textos de madurez, Horkheimer admite su adherencia al
marxismo tras la Primera Guerra Mundial por encontrar en él «una
respuesta al dominio de derechas» [Horkheimer 2000a: 166]. Sin embargo,
durante la Segunda Guerra Mundial donde los efectos de la técnica se
traducen en destrucción, se distancia de Marx. Para Horkheimer ya no es
posible concebir al trabajo, la técnica y a la industria como antídotos contra
la sociedad opresiva. Considera que Marx se equivoca al decir que el
proletariado debía conocer su condición de explotado. En uno de los textos
publicados en su etapa tardía menciona que no fue necesaria la revolución
para que la condición de los trabajadores mejorara. Ellos ya no intentan un
cambio radical en la sociedad sino una nueva configuración material de su
vida [Horkheimer 2000a: 166].

Como se mostraba, en esta etapa de su pensamiento, Horkheimer vuelve


a Alemania a formar parte del instituto de Investigación, es nombrado rector
y se le asigna la cátedra de Filosofía Social. Pero el Horkheimer que volvió
era distinto, el marxismo que había impulsado sus obras tempranas se
había apagado, ya no representaba una respuesta para su intención de
terminar con la injusticia social: Marx se equivoca en pensar que de la
miseria del proletariado surgiría entre ellos una especie de relación de
“solidaridad” dando como resultado la justicia social. Considera que hace
mucho que la libertad revolucionaria del proletariado se convirtió en una
actividad inmanente a lo social, ajustada a lo real. Ahora le resulta
pretencioso aplicar conceptos como “dominio de clase” e “imperialismo” sólo
a los Estados capitalistas y no a los comunistas. Como afirma en 1968 en la
reedición del prólogo de la Teoría Crítica [Horkheimer 1998: 10]. Cabe
aclarar que Horkheimer se mostraba vacilante de reeditar su Teoría Crítica.
Indica que sus primeros ensayos requieren una formulación más exacta y
que están dictados por ideas económicas y políticas discutibles en ese
momento. Finalmente, autoriza la reedición de la Crítica con esta
advertencia: «La aplicación irreflexiva y dogmática de la teoría crítica a la
praxis, dentro de una realidad histórica transformada, sólo podría acelerar el
proceso que debiere denunciar» [Horkheimer 1998: 9]. Sin embargo, a
pesar de la reorientación de la crítica, podría objetársele a Horkheimer el
hecho de no hacer una crítica de igual o mayor magnitud a los excesos del
stalinismo que, de hecho, ascienden a los del nazismo.

Para Horkheimer la doctrina de Marx y Engels ya no alcanza para


explicar el desarrollo interno de las naciones, como tampoco sus relaciones
exteriores [Horkheimer 1998: 10]. Aunque sigue coincidiendo con Marx en
que de Dios nada puede decirse, difiere, sobre todo, en su concepto de
revolución. Considera que, dadas las condiciones de su época, la
destrucción de las instituciones democráticas por una revolución,
conducirían a algo todavía peor [Horkheimer 2000a: 188]. E incluso afirma:

Dicho con franqueza: con todos sus defectos, la dudosa


democracia es siempre mejor que la dictadura, la cual debiera
dar origen a un cambio revolucionario, que, no obstante —
hablando en bien de la verdad— me parece que hoy no
existe[Horkheimer 1998: 12].

En su discurso inaugural al tomar el rectorado, Horkheimer vuelve sobre


algunos puntos mencionados en su Crítica a la razón instrumental. Para
Horkheimer los grandes sistemas filosóficos como los de Platón, Aristóteles
o la Escolástica son guiados por la razón objetiva la cual integra un
concepto más humano que el de la razón instrumental y mantiene un
vínculo con la religión [Horkheimer 2010: p. 46]. Pero el problema surge
cuando esta razón objetiva, inserta en la Ilustración, se convierte en un
ámbito separado de la religión y se disuelve en el dictado de la razón
subjetiva o instrumental: «en un cajón está la religión; en otro, el arte; en un
tercero, la filosofía, y en el cuarto cajón la ciencia, desgajada de todo lo
anterior» [Horkheimer 1966: 263]. Como se ha visto, el paso de la razón
objetiva a la subjetiva es un proceso continuo de racionalización. En este
sentido, si la tesis de Horkheimer es que este proceso va degenerando poco
a poco, quiere decir que aunque sigan funcionando estos sistemas guiados
por una razón objetiva, también avanza la razón subjetiva hasta que llega
un punto en que ésta ya no legitime los postulados de aquella. Al final del
proceso, por tanto, ya no queda esfera alguna capaz de escapar a dicha
formalización de la razón. Ni siquiera la religión, aquella esfera que por su
propia naturaleza debería tener una relación directa con el concepto de
verdad, también se instrumentaliza.

Para Horkheimer la religión puede entenderse en dos sentidos. En el


buen sentido, como «[e]l inextinguible impulso, sostenido contra la realidad,
de que ésta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso a la
justicia» [Horkheimer 2000a: 226]. Pero en el mal sentido, como «este
mismo impulso pervertido en afirmación, en proclamación, y por tanto en
transfiguración de la realidad a pesar de todos sus flagelos» [Horkheimer
2000a: 226]. Aunque este primer sentido podría significar una instancia que
escapa a la instrumentalización de la razón en tanto que tiene una auténtica
pretensión de justicia, Horkheimer considera que también se encuentra
formalizada. Aunque no deja de subrayar la importancia de considerar a la
vida terrena como algo más que simplemente mundana y anhela la justicia,
sabe que ésta no puede conseguirse en este mundo. En este sentido, sólo
admite una teología negativa en la que Dios no puede ser representado
[Horkheimer 2000a: 163]. Su teología sólo representa la expresión de una
añoranza [Horkheimer 1989: 93]. Horkheimer es profundamente crítico con
la instrumentalización de la religión. Considera que el camino para erradicar
el uso instrumental de la razón nada tiene que ver con el intento de regresar
a mundos pasados; hacerlo, paradójicamente, podría realimentar la
tendencia que se rechaza [Horkheimer 2010: 87]. Como el paso de la razón
objetiva a la subjetiva fue paulatino, no puede hablarse de una inversión de
este proceso en sentido arbitrario. Además, habría que considerar las
consecuencias de un intento por revitalizar a la razón sólo en vistas a
“rellenar un vacío”:

Las filosofías del absoluto son ofrecidas como un instrumento


formidable para salvarnos del caos. Compartiendo el destino de
todas las doctrinas, buenas o malas, que resisten la prueba de
los actuales mecanismos sociales de selección, las filosofías
objetivistas son estandarizadas para unos fines específicos.
Las ideas filosóficas sirven a las necesidades de grupos
religiosos o ilustrados, progresistas o conservadores. El
absoluto mismo se convierte en un medio y la razón objetiva en
un proyecto para fines subjetivos, por generales que sean éstos
[Horkheimer 2010: 92].

Para Horkheimer la filosofía debe estar unida a la política y la política a la


teología [Horkheimer 1966: 271]; pero cuando el elemento teológico se haya
instrumentalizado, su adhesión ya no implica que la razón no se formalice.
Pero su crítica contra la religión va más allá, considera que la
pragmatización de la religión no es sólo el resultado de su adaptación a las
condiciones de la sociedad industrial sino que hunde sus raíces en la más
íntima esencia de toda clase de teología sistemática [Horkheimer 2010: 93].
Afirma que la religión cae en la división del trabajo y critica su incorporación
como disciplina en los colegios [Horkheimer 1970: 68]. Por eso, intenta
acercarse a un tipo de espiritualidad o religiosidad a-sistemática. Sin
embargo, no hay que confundir moral y religión. Horkheimer es un moralista
y reprende al positivismo por no dejar espacio para la moralidad, pero eso
no quiere decir que admita una religión tal y como se conoce en la
condiciones modernas. Aunque a través de Kant establece la necesidad de
la afirmación de una presencia absoluta, que se presente como referencia
última frente a la relativización, no afirma la existencia de Dios [Contreras
2006: 78]. Admite la necesidad de lo enteramente otro pero no de un
Absoluto dado que de él nada puede decirse [Horkheimer 2000a: 153]. Con
lo cual, lo único que le queda es afirmar que la labor de la filosofía debe
centrarse en denunciar dicho proceso y sus consecuencias [Horkheimer
1966: 271]. Resulta paradójico, sin embargo, como los restos materialistas
que quedan en su pensamiento son los que le impiden el reconocimiento de
un concepto de trascendencia que él mismo desea.

5. Bibliografía
5.1. Opera omnia
Existe una edición de las obras completas de Horkheimer (Gesammelte
Schriften) en 19 volúmenes a cargo de Alfred Schmidt y Gunzelin Schmid
Noerr, publicada por la editorial S. Fischer de Frankfurt entre 1985 y 1996.
Los títulos de los volúmenes son:

Volumen 1: »Aus der Pubertät. Novellen und Tagebuchblätter« 1914-


1918

Volumen 2: Philosophische Frühschriften 1922-1932

Volumen 3: Schriften 1931-1936

Volumen 4: Schriften 1936-1941

Volumen 5: »Dialektik der Aufklärung« und Schriften 1940-1950

Volumen 6: »Zur Kritik der instrumentellen Vernunft« und »Notizen 1949-


1969«

Volumen 7: Vorträge und Aufzeichnungen 1949-1973

Volumen 8: Vorträge und Aufzeichnungen 1949-1973

Volumen 9: Nachgelassene Schriften 1914-1931

Volumen 10: Nachgelassene Schriften 1914-1931

Volumen 11: Nachgelassene Schriften 1914-1931

Volumen 12: Nachgelassene Schriften 1931-1949


Volumen 13: Nachgelassene Schriften 1949-1972

Volumen 14: Nachgelassene Schriften 1949-1972

Volumen 15: Briefwechsel 1913 - 1936

Volumen 16: Briefwechsel 1937-1940

Volumen 17: Briefwechsel 1941-1948

Volumen 18: Briefwechsel 1949-1973

Volumen 19: Nachträge, Verzeichnisse und Register

5.2. Fuentes primarias recomendadas


HORKHEIMER, M., – ADORNO TH., La personalidad autoritaria, Proyección,
Buenos Aires 1965.

— Sociológica, Taurus, Madrid 1966.

— La filosofía como crítica de la cultura, en IDEM, Sociológica, Taurus,


Madrid 1966.

— Sobre el concepto de razón, en IDEM, Sociológica, Taurus, Madrid


1966.

— Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 2009.

HORKHEIMER, M. – MARCUSE, H. – POPPER, K., A la búsqueda del sentido,


Sígueme, Salamanca 1989.

HORKHEIMER, M., Sobre el concepto del hombre y otros ensayos, Sur,


Argentina 1970.

— Religión y filosofía, en IDEM, Sobre el concepto del hombre y otros


ensayos, Sur, Argentina 1970.

— The End of Reason, en ARATO, A. – GEBHARDT, E. (eds.), The essential


Frankfurt School Reader, Basil Blackwell, Oxford-New York
1978.
— Sociedad en transición: estudios de Filosofía Social, Planeta-Agostini,
Barcelona 1986.

— Observaciones acerca de la liberalización de la religión,


en IDEM, Sociedad en transición: estudios de Filosofía Social,
Planeta-Agostini, Barcelona 1986.

— Ideas sobre educación política, en IDEM, Sociedad en transición:


estudios de filosofía social, Planeta-Agostini, Barcelona 1986.

— Poder y conciencia, en IDEM, Sociedad en transición: estudios de


filosofía social, Planeta-Agostini, Barcelona 1986.

— La teoría crítica ayer y hoy, en IDEM, Sociedad en transición: estudios


de Filosofía Social,

— Ocaso, Anthropos, Barcelona 1986.

— Dämmerung, en IDEM, Gesammelte Schriften, Volumen 2, Frankfurt


1987.

— Teoría crítica, Amorrortu editores, Buenos Aires 1998.

— Materialismo metafísica y moral, Tecnos, Madrid 1999.

— Anhelo de justicia, Trotta, Madrid 2000 [Horkeheimer 2000a].

— Teoría tradicional y teoría crítica, Paidós, Barcelona


2000 [Horkheimer 2000b].

— Razón y autoconservación, en IDEM, Teoría Tradicional y teoría crítica,


Paidós, Barcelona 2000 [Horkheimer 2000c].

— Autoridad y familia, Paidós, Barcelona 2001.

— Sociedad, razón y libertad, Trotta, Madrid 2005.

— Autoridad y familia en el presente, en IDEM, Sociedad, razón y libertad,


Trotta, Madrid 2005.
— Sobre el concepto de ser humano, en IDEM, Sociedad, razón y libertad,
Trotta, Madrid 2005.

— Amenazas a la libertad, en IDEM, Sociedad, razón y libertad, Trotta,


Madrid 2005.

— El futuro del matrimonio, en IDEM, Sociedad, razón y libertad, Trotta,


Madrid 2005.

— Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid 2010.

5.3. Bibliografía secundaria recomendada


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Horkheimer and Theodor W. Adorno, Wiley, Interscience, New
York and Toronto 1977.
David Hume
Autor: Juan Andrés Mercado Montes

Índice
1. Introducción

2. Vida y obras

3. Empirismo y escepticismo

3.1. Las ideas en el empirismo

3.2. Las ideas como representaciones. El representacionismo


3.3. El yo y las representaciones

4. Inducción y causalidad

4.1. Justificación de nuestra creencia en la regularidad de los


fenómenos

4.2. Las definiciones de la causalidad

5. La moral

5.1. El libro 3 del Tratado

5.2. Los principios de la moral

5.3. La libertad

6. Naturaleza, hombre, Dios

6.1. La “fe” en la regularidad de la naturaleza

6.2. El ser humano, parte integrante de la naturaleza

6.3. Las bases de la religión natural

7. Observaciones conclusivas

8. Bibliografía

8.1. Obras de D. Hume

8.1.1. Principales ediciones

8.1.2. Traducciones en lengua española

8.1.3. Abreviaturas de las obras de Hume citadas en este


trabajo

8.1.5. Aclaración sobre el modo de citar las obras de Hume

8.2. Obras importantes sobre David Hume

8.2.1. Biografías e introducciones generales


8.2.2. Interpretaciones generales

8.2.3. Otras obras

8.3 Recursos  online

1. Introducción
Hume es uno de los autores más influyentes de la tradición empirista, del
periodo ilustrado y del liberalismo. Más que en la originalidad, la fascinación
de sus escritos se basa en la radicalidad, en la manera de proponer los
límites y las consecuencias del pensamiento, con un estilo literario de primer
orden.

Las bases de su filosofía del conocimiento son rudimentarias y


deliberadamente reductivas, como es el caso de la mayoría de los
empiristas. La contundencia con la que expresa sus principios y el modo
como se asocia a las modas intelectuales en boga —la adaptación filosófica
de la física de Newton, con su carga de optimismo en el progreso científico
— hacen pasar por alto algunas deficiencias de fondo.

Por lo que se refiere a la filosofía moral y social, Hume presenta una


visión renovada de numerosas cuestiones permanentes. Si se excluyen los
excesos deterministas sobre la voluntad y la libertad, el lector se encuentra
con sus seductoras provocaciones sobre el sentimiento moral, que ocupa el
papel de la razón; y con una amable visión de las virtudes, sobre todo las
que tienen más resonancia social. Y todo, en un clima de libertad ante las
instituciones que han marcado el desarrollo ético, especialmente las
autoridades religiosas. El optimismo en el progreso de la ciencia se contagia
a la exposición de la naturaleza humana, la cual por otra parte tiene que
habérselas con una sociedad secularizada y en continua expansión
comercial.

La liberación de las constricciones religiosas que propone Hume bebe de


las fuentes de algunos autores clásicos, y de Pierre Bayle, y tiene poco que
envidiar a Voltaire. Sus estrategias críticas son variadas y brillantes.

La composición de textos filosóficos en forma de ensayo breve para un


público no académico, así como la narración de la Historia de Inglaterra,
explican parte del éxito de los escritos del filósofo. La hostilidad que le
dispensó el mundo universitario se vio compensada ampliamente por los
beneficios obtenidos como diplomático y consejero, actividades gracias a
las cuales frecuentó ambientes políticos y culturales en Gran Bretaña y
Francia.

El lector atento de esta presentación notará la ausencia, entre otras


cosas, de la explicación sobre los mecanismos de las pasiones (Libro 2
del Tratado y Disertación sobre las pasiones), detalles sobre las dos
distintas clasificaciones de las virtudes, la espinosa cuestión de las leyes de
la naturaleza y sus relaciones con la justicia y la fundación de la sociedad…
Se ha preferido una exposición de las cuestiones de fondo y algunas de sus
más íntimas relaciones, para contener las dimensiones de la voz y dar las
claves para entender las bases del pensamiento del filósofo escocés.

2. Vida y obras
David Hume nació el 26 de abril de 1711, según el calendario juliano (7
de mayo en el gregoriano), en Edimburgo, en el seno de una familia
acomodada. La madre, Katherine Falconer, mujer devota, enviudó en 1713
y se dedicó a la educación de los tres hijos, John, David y Katherine. Hume
describe del siguiente modo sus preferencias intelectuales durante los
estudios preuniversitarios:

Mi disposición para el estudio, mi sobriedad y mi laboriosidad,


infundieron en mi familia la idea de que la carrera de Leyes
sería una adecuada profesión para mí. Sin embargo, yo sentía
una insuperable aversión hacia todo lo que no fueran
investigaciones de filosofía y de instrucción general; de modo
que mientras mi familia se figuraba que estaba escudriñando
los escritos de Voet y Vinnio, eran Cicerón y Virgilio los autores
que, en secreto, devoraba [Mellizo 1988: 50-51; Mossner 1980:
52-65].

Todo parece indicar que abandonó definitivamente las prácticas religiosas


durante la adolescencia [Mossner 1980: 32-34; 51-53; 64; Gilardi 1990: 84-
99].
Hume inició los estudios de leyes en Edimburgo, sin obtener grados
académicos. El plan de estudios que él mismo se impuso era arduo y lo
llevó a un estado de agotamiento del que se repuso poco a poco, gracias a
su empeño por seguir las sugerencias del médico [Mossner 1980: 66-91].

En la correspondencia del joven Hume se encuentran referencias al


descubrimiento de un “nuevo escenario del pensamiento” durante este
periodo —1729-1730—, que sería la clave para una reforma completa de la
filosofía [LDH 1: 13; Mossner 1980: 66]. No se puede afirmar con exactitud
cuál haya sido el contenido de esa inspiración, pero algunos autores
sostienen que debió tratarse del hallazgo de la física de Newton, cuya
aplicación a las realidades humanas le habría descubierto ese nuevo
escenario, dentro de cuyo marco se podría desarrollar una “ciencia de la
naturaleza humana”, capaz de explicar el modo de ser de los hombres con
vistas a fomentar el progreso de la humanidad [Smith 1941: 53-76; Mossner
1980: 74-75; Gilardi 1990: 259-272].

Otros autores, en cambio, suponen que tal iluminación deba buscarse en


el estímulo que le supuso la perspectiva naturalista de algunos clásicos
griegos y latinos (Epicuro, Luciano, Lucrecio, Cicerón), así como las
escépticas críticas de Bayle [Mossner 1980: 78-79]. Todos estos elementos
le habrían presentado el boceto de un gran proyecto con el cual explicar la
situación humana al margen de las doctrinas teológicas defendidas tanto
por las confesiones religiosas como por las corrientes filosóficas de la
época. Como quiera que sea, su encuentro con la literatura latina y griega
constituyó un hito en su modo de escribir y de filosofar. Los esfuerzos
juveniles por adquirir un estilo claro y preciso se fundieron con la sustancia
de esos escritos, y a la larga constituyeron uno de los ejes de su
humanismo. En sus descripciones de la naturaleza humana se unen la
devoción por la ciencia y la fascinación por las letras clásicas [Smith 1941:
29, 57-58, 106-108; Mossner 1980: 62-63].

Santucci resume del siguiente modo la convivencia de los distintos


elementos en la obra del filósofo:

El humanista confiado en el valor absoluto de la ciencia, el


interlocutor dogmático del racionalismo cartesiano, es sustituido
por el humanista consciente de la propia parcialidad y atento a
no dejarse dominar por ella. Este esfuerzo se encuentra en el
trabajo del historiador y del moralista, se advierte en la
coherencia de una skepsis que sugería el equilibrio entre las
inclinaciones naturales y la reflexión que las disciplina y las
orienta en la investigación [A. Santucci 1969: 5].

Otros intérpretes sostienen que la fuente de ese proyecto debió ser la


filosofía “del sentimiento” representada por el conde de Shaftesbury (1671-
1713) y Francis Hutcheson (1694-1746). Por último, hay quien ve en la
filosofía del sentido común británica, la explicación última de la inspiración
juvenil que llevaría a la composición del Tratado de la naturaleza humana,
un intento por introducir el método de razonamiento experimental en las
cuestiones morales (1739-1740) [Smith 1941: 11-14; Mossner 1980: 75-
77; Norton 1982: 33-93; Mercado 2002: 34-58].

Aunque Hume haya manifestado distanciamiento con respecto


al Tratado en distintas ocasiones [Mossner 1980: 224, Mellizo 1988: 52-54],
ya las aclaraciones publicadas con el tercer libro —el famoso Appendix—
muestran un afinamiento de la forma más que una verdadera reelaboración
de sus bases conceptuales [Mossner 1980: 117-133]. Las obras siguientes,
carentes de la farragosidad del Tratado, simplemente ignoran algunas de
las discusiones más pesadas, como las críticas a la filosofía de Spinoza, y
desarrollan con elocuencia el programa trazado en la juventud. Los tres
libros de su opus primum constituirán la guía de la Investigación sobre el
intelecto humano (1748), de la Disertación sobre las pasiones (1757), y de
la Investigación sobre los principios de la moral (1751). Si se excluyen
algunas de las explicaciones más esquemáticas de la Disertación, el estilo
maduro del filósofo es notablemente más elegante y llevadero, compuesto
por ensayos pensados para el público de la creciente burguesía
relativamente culta. Al parecer, para evitar problemas con la censura, Hume
excluyó del Tratado una sección sobre los milagros [LDH 1: 24], que se
plasmará en la Sección 10 de la Investigación sobre el intelecto
humano [Baier 1991: 546], y la evaluación —negativa— de la religión con
respecto al progreso social: Sección 11 de la misma Investigación, en el
célebre diálogo con un imaginario amigo epicúreo.

Los libros 1 y 2 del Tratado fueron escritos durante la primera estancia de


Hume en Francia (1734-1737), donde tuvo contacto con la filosofía de
Descartes y de Malebranche, así como con el ambiente católico, del cual
extrae ejemplos —generalmente críticos— en diversos momentos de sus
distintas obras [Mossner 1980, 92-105]. Volverá a Francia en misión
diplomática y militar como secretario del General St. Clair entre 1747 y 1749
[Mossner 1980: 177-219].

Durante su tercera visita a Francia (1763-1766) tuvo ocasión de conocer


los ambientes más selectos de la cultura parisina. Son especialmente
célebres su breve relación amistosa con Rousseau, y el encuentro con el
ateísmo de algunos pensadores ilustrados. La amistad con el filósofo
ginebrino se truncó poco tiempo después de que Hume lo invitara a pasar
una temporada en Gran Bretaña. Rousseau publicó un escrito polémico
contra Hume, quien respondió publicando su versión de los hechos
[Mossner 1980: 507-532]. El encuentro con los pensadores radicales de la
Ilustración se conoce por la narración de Diderot: cuando Hume fue
interrogado sobre el valor intelectual del ateísmo, respondió que una
persona inteligente no podría ser atea, a lo cual el anfitrión respondió que la
mayoría de los presentes —se supone que todos, personas cultas e
inteligentes— lo era. Se deduce la sorpresa que causó en el filósofo
escocés la casi unanimidad en una posición tan poco razonable [Mossner
1980: 475-488].

Por lo demás, la vida de Hume transcurrió entre Londres y Edimburgo, y


el filósofo consiguió siempre combinar la escritura y revisión de sus obras
con el cumplimiento de los deberes de distintos encargos oficiales, como la
dirección de la Biblioteca del Colegio de Abogados de Edimburgo. Durante
el periodo que duró ese encargo (1754-1762), escribió su famosa Historia
de Inglaterra, en seis volúmenes [Mossner 1980: 301-318]. Su modo de
contar la historia refleja diversos aspectos de su filosofía, uno de los cuales
es su visión secularista y naturalista de los acontecimientos: los distintos
fenómenos que conocemos por fuentes históricas no tienen por qué ser
explicados como fruto de una providencia o poder divino, sino como hechos
que responden a un proceso natural, en el cual se pueden descubrir
programas y consecuencias parciales, mas no una finalidad trascendente o
un destino general de todos los eventos. Una perspectiva tan “natural” de la
historia no podía sino llamar la atención en un periodo en el cual la
inspiración de tipo religioso para explicar el acontecer del mundo seguía
teniendo una influencia notable. Aquí, como en sus ensayos, Hume supo
advertir las preferencias de un público lector cada vez más numeroso, que
se concentraba en centros informales de cultura, al margen de las
instituciones académicas religiosas [Mossner 1980: 304-309].
Su Historia natural de la religión (una de las Cuatro disertaciones de
1757) es una historia deductiva de la evolución de las distintas formas de
religiosidad, las cuales se presentan ante un único juez racional, en
igualdad de condiciones. El deísmo ilustrado, que acepta la existencia de un
dios creador y organizador del universo, carente de influencia actual en él,
presenta todas las manifestaciones religiosas como fenómenos para ser
estudiados con objetividad y distanciamiento. Todas las religiones, se
afirma, serían el producto de una evolución desde un politeísmo inicial hacia
un sucesivo monoteísmo. Vale la pena subrayar que Hume no hace
mención de la religión judía en este proceso uniforme. La influencia de la
religión en las distintas instituciones civiles muestra cómo tal interferencia
no ha ayudado al progreso de las organizaciones humanas, pues fomentan
la violencia con sus posiciones radicales. La idea de la violencia derivada
del sectarismo y el dogmatismo, ya propugnada por Locke, encuentra en los
escritos de Hume un elocuente amplificador. Lo peor de todo, continúa
Hume, es justificar la violencia alegando principios espirituales y
sobrenaturales. Para el filósofo escocés, los excesos de la metafísica
spinoziana, que pretende explicar toda la realidad a partir de pocos
principios, tiene muchos rasgos en común con la intransigencia y la
violencia de matriz religiosa.

Hume pasó sus últimos años de vida en Edimburgo, con fama de un


honesto burgués. Murió en esa misma ciudad el 25 de agosto de 1776.

3. Empirismo y escepticismo
3.1. Las ideas en el empirismo
El empirismo de Hume hunde sus raíces en la tradición que parte de
Guillermo de Ockham [Ghisalberti 1991: 3; Weinberg 1977: 55]. La
simplificación de las nociones gnoseológicas del teólogo medieval implican
una reducción de la percepción sensible —las intuitiones— a fenómenos
físicos, lo cual compromete el conocimiento de la realidad externa, pues de
ese modo no es posible distinguir “las cosas” de sus efectos sobre los
órganos de los sentidos, y esos efectos, de los contenidos nocionales de la
mente [Polo 1997: 25-37]. La propuesta de Ockham tendrá un influjo notable
en amplios sectores de la filosofía moderna, y a Hume llegará a través de
Locke y Berkeley. Por otra parte, la amplia difusión del término idea se debe
a Descartes, quien no se ocupó en explicar de manera detallada la
naturaleza de estos ambiguos fenómenos mentales, como lo hizo notar el
contemporáneo de Hume, Thomas Reid [Malherbe 1984: 69-70].

Lo que para Ockham eran las intuitiones, es decir, los efectos del


contacto físico entre la realidad y los órganos sensibles, para Hume son
las impresiones (impressions), que se distinguen de las ideas por su mayor
fuerza y vivacidad. Esta distinción entre las impresiones y las ideas es un
progreso con respecto a Locke y Berkeley que permite separar el fenómeno
efímero de la sensación, de los contenidos mentales que forman parte de la
imaginación y la memoria. Además, están en sintonía con la física de
Newton —modelo para la ciencia de la naturaleza humana—, la cual se
basa en la reducción de los cuerpos a unidades “atómicas”, que se mueven
gracias a la fuerza de gravitación, de la cual conocemos solamente las
manifestaciones más superficiales. Para Hume, el movimiento de las
realidades mentales —se mantiene esta terminología ambigua porque el
filósofo escocés no distingue con precisión pasiones varias, conceptos,
imágenes, recuerdos…— está determinado por la fuerza de asociación. La
labor del científico de la naturaleza humana será la descripción exacta de
estas asociaciones, sin pretensiones de comprender su naturaleza íntima o
su razón de ser [Mercado 2002: 161-173].

Vale la pena detenerse a considerar uno de los problemas apuntados


anteriormente, es decir, el valor objetivo de las ideas: la relación entre los
fenómenos que ocurren dentro de la mente y las realidades externas, así
como el necesario contacto a través del cual, de alguna manera, las
asimilamos.

Si bien Hume llega a afirmar en ocasiones que lo único que conocemos


son nuestras impresiones [Tratado 1.2.6; 1.4.1-6; EHU 12.1], su manera de
referirse a las cosas la mayoría de las veces implica un conocimiento directo
de los cuerpos y la suposición de la propia identidad personal. El problema
no es del todo nuevo, y ya Locke había explicado dos líneas de desarrollo
para la filosofía: la primera, basada en elementos claros y precisos, que
pudiera prescindir de nuestra relación con la realidad —herencia cartesiana
—, y una práctica, obligada a suponer ese misterioso mundo material. Hume
radicaliza esta separación en el libro 1 del Tratado, aceptando la claridad de
las descripciones de los movimientos de las ideas, y renunciando
definitivamente a entender su naturaleza. La explicación de tal renuncia se
presenta como una experiencia personal: el autor, cuando intenta aplicar su
conocimiento a estas sutiles materias, guiado por los pensadores
metafísicos, se topa siempre con problemas insolubles que lo llevan a
desconfiar de la validez tanto de lo que se conoce, como del modo de
conocerlo. Esa situación de desaliento, confiesa Hume, se supera
interrumpiendo el razonamiento para dedicarse a actividades más triviales
—jugar una partida de backgammon con los amigos—, volver más tarde a la
reflexión filosófica con renovadas energías y, sobre todo, sin hacer caso a
las veleidades de quienes pretenden desvelarnos todos los misterios de la
realidad [Tratado 1.4.6]. La propuesta del filósofo maduro, que aconseja «sé
un filósofo, pero antes que nada, sé un ser humano» [EHU 1,6], sería una
expresión más serena de la misma forma de pensar.

Con toda probabilidad, Kant tuvo acceso a la versión alemana del


extracto del libro 1 del Tratado preparada por Hammann, y desde entonces
su imagen del escepticismo humeano tiene esos pasajes como punto de
referencia [Kuehn 2001: 119-120, 198-199, 233]. El filósofo de Königsberg,
más en línea con Locke que con Hume, habría intentado una justificación
racionalmente coherente y completa de esas dos ramas de la filosofía —la
teórica y la práctica—, incluyendo además la facultad de juzgar. Hume se
dedica a explicar la filosofía del conocimiento y a explorar la filosofía
práctica, sin interesarse por buscar una coherencia de fondo entre ambas.

3.2. Las ideas como representaciones. El


representacionismo
La teoría que intenta resolver el problema de fondo esbozado en las
líneas precedentes es el llamado “representacionismo”, o sea, entender las
ideas como duplicados de la realidad que se presentan a la mente a través
de un proceso físico: el fenómeno mecánico que impresiona los sentidos se
transforma en imágenes que “están en lugar de” la realidad, siempre con
características físicas. Esta relación no deja espacio para aclarar qué es
realmente lo que se conoce: si las ideas, o aquello “en lugar de” lo que
están, o una alteración física, y en todo caso nos imposibilitan para hablar
de las realidades extramentales.

Paralelamente a estas cuestiones de principio, hay que considerar el


talante escéptico de Hume, alimentado por sus lecturas juveniles y por el
influjo de las corrientes francesas de los siglos precedentes, activas en el
ambiente ilustrado de la época. Las oscilaciones de los textos de Hume al
valorar el escepticismo no permiten emitir un juicio claro y definitivo sobre su
postura personal. En ocasiones exalta las ventajas de la mentalidad crítica
del escéptico, mientras que en otras denuncia su carácter disolvente. Las
interpretaciones en este sentido son variadas y, por lo general, obstaculizan
la comprensión del conjunto del pensamiento del filósofo. Sigue siendo un
punto de referencia equilibrado el trabajo de D.F. Norton [Norton 1982].

Hume inscribe el funcionamiento de las ideas —es decir, las operaciones


basilares de la mente— dentro de un sistema mecánico. Después de definir
a las ideas como versiones débiles de las impresiones [Tratado 1.3.7], el
filósofo presenta la razón (reason, intellect, mind, sin distinciones precisas
[Smith 1941: 459-463; Norton 1982: 96-98]) como el resultado de los
movimientos determinados por la gravitación natural de esos átomos
provenientes de la sensibilidad. El orden que se genera es espontáneo y en
principio no tenemos puntos de referencia para plantearnos un posible
ordenamiento alternativo [Tratado 1.1.4].

La frecuencia con que recibimos ciertas ideas en un patrón estable,


explica la famosa distinción entre relaciones de ideas y cuestiones de
hecho (relations of ideas, matters of fact) [Tratado 1.3.7, EHU 4.1]. Las
primeras, base de la matemática y de todo conocimiento deductivo, son
permanentes y exactas, mientras que las segundas se basan en la
experiencia y la inducción. El conocimiento ordinario pertenece a este
segundo tipo de conocimiento.

Según Hume, los racionalistas querrían reducir todo el conocimiento


a relaciones de ideas, es decir, a principios universales a priori, a partir de
los cuales se pudieran deducir las demás ideas. Este conocimiento,
continúa Hume, sólo es posible en la aritmética [Tratado 1.3.1,5-6]. Excepto
por los breves apuntes que se encuentran en el Tratado, el filósofo no volvió
a tematizar esta cuestión, y se dedicó a exponer los alcances del
empirismo, el cual se basa, como es de esperarse, en las cuestiones de
hecho.

3.3. El yo y las representaciones


Estos antecedentes ayudan a entender las oscilaciones del filósofo al
pasar de las cuestiones especulativas a las prácticas. El caso más claro es
el de la crítica a la noción de yo o mente (self, mind), de origen cartesiano y
heredado por Locke. Los pasajes pertenecen a la exposición conocida por
Kant y que suscitó inquietud entre los primeros recensores del Tratado, es
decir, en plena crisis de los argumentos escépticos. Ante la afirmación de
que el yo es la idea con el mayor grado de evidencia concebible, y que la
identidad personal es indispensable para entender todo lo demás, Hume
responde que la mente no puede explicarse sino como “un haz de
sensaciones” [Tratado 1.4.2,39], y que la conciencia de la propia identidad
se explica sólo por el delicado y eficiente tránsito del pensamiento a través
de distintas ideas interconectadas [Tratado 1.4.6,19]. La conciencia no
puede ser una realidad sustancial, sino una especie de escenario que se
activa cuando acoge alguna idea, y por lo tanto carece de fijeza propia y no
es una realidad simple [Tratado 1.4.6,4; 2.1.2,2].

Este ataque a una noción tan importante para Descartes y Locke, no es


más que una aplicación coherente de las bases empiristas: si el único punto
de partida del conocimiento es la experiencia sensible, no tenemos otro
recurso para explicar la identidad personal que la secuencia temporal,
unificada por la memoria. De hecho, las aproximaciones de Kant a la noción
del yo o conciencia presentan paralelismos notables con las explicaciones
del escocés: el yo trascendental que debe acompañar todas las
representaciones, de carácter nouménico —y, por lo tanto, incognoscible—
es una versión más elaborada del vacío del teatro humeano; el haz o
colección de sensaciones es la base para explicar el yo empírico o
psicológico, formado por la experiencia y conservado por la memoria.

A pesar de todo, Hume se refiere al yo, y presupone la identidad personal


en la inmensa mayoría de sus textos, y otro tanto ocurre con la existencia
de las realidades extramentales. Esto se nota especialmente en la apertura
del Libro 2 del Tratado, “Sobre las pasiones”, porque sigue inmediatamente
a su demoledora crítica. Efectivamente, para referirse a las pasiones, se
requiere un sujeto que las sufra, y además objetos que las produzcan.

El motivo de este cambio estaría en el hecho de que, según algunos


intérpretes, la Parte 4 del Libro 1 del Tratado sería un ejercicio crítico, una
especie de reducción al absurdo, de los presupuestos de ciertas filosofías,
sobre todo de las de tipo racionalista. Siguiendo esta línea interpretativa,
nos encontraríamos ante un autor que busca desenmascarar los sofismas
del racionalismo, sin aceptar realmente tales consecuencias. De ahí el
consejo de abandonar periódicamente la reflexión filosófica, para no perder
contacto con la realidad. Una de las mejores explicaciones de este
planteamiento es la de Annette Baier [Baier 1991].

Para otros autores, todos esos pasajes críticos serían una especie de
“escalera de Wittgenstein”, de la cual se puede prescindir (como del
lenguaje), una vez que se haya alcanzado un nivel superior de
conocimiento, indispensable como terapia antes de desarrollar una filosofía
coherente [Flew 1961: 270].

No es fácil emitir un juicio definitivo sobre las intenciones de Hume en


este punto decisivo. Es verdad que no pocas de las provocaciones del
filósofo se pueden leer en clave “terapéutica”, para sanar al pensamiento de
ciertos vicios dogmáticos, pero también hay que aceptar que algunas de
ellas disuelven las bases del pensamiento y el modo de expresarlas no deja
espacio a la duda. En otras ocasiones, los mismos presupuestos de Hume
deben llevar en buena lógica a la disolución o a la perplejidad, pues si se
aceptaran sus principios, no cabría seguir el discurso filosófico. Es el caso,
por ejemplo, de la afirmación que las pasiones son «existencias originales»,
sin vínculo alguno con otras existencias de las cuales puedan ser una
representación o un efecto [Tratado 2.3.3,5; Baier 1991: 160].

El contrapeso a todas estas paradojas es la creencia (belief), que


determina la dirección de nuestra mente en todos los campos ajenos al
razonamiento deductivo: nuestro pensamiento está inclinado a creer
naturalmente en la existencia del mundo, en la continuidad de los
fenómenos, en la correspondencia de nuestro conocimiento con el mundo
conocido [Tratado 1.3.5-1.3.13, Ap 2-4] —gracias a una especie de armonía
preestablecida entre la mente y la realidad exterior [EHU 5.2,12]—. Esta
fuerte tendencia natural se aúna a la costumbre (custom), que resume la
regularidad de los fenómenos [Tratado 1.3.7-1.3.8; 1.3.13;
2.3.5,1; EHU 5.1]. Estas dos fuerzas de la mente constituyen las bases de
nuestra confianza en la coherencia de nuestro conocimiento de la realidad,
y de nuestro lenguaje sobre ella, así como en la correspondencia de
nuestros sentimientos con los de los demás. La trabazón de estos soportes
impide nuestra caída en el escepticismo radical y permite fiarnos del buen
sentido, aunque nunca podamos pretender que tienen fuerza demostrativa
[EHU 6].

Hay que subrayar que Hume se refiere a la creencia y a


la costumbre como sentimientos (feeling, sentiment) [Tratado 1.3.10,10;
1.4.1,11; 3.3.1,20] y no como convicciones o certezas intelectuales. La
fuerza o vivacidad con que se nos presentan estas imágenes produce estas
tendencias de tipo casi afectivo. El filósofo advirtió que su propuesta era
problemática y presentó algunos correctivos en el Appendix del Tratado. El
más claro al respecto es el siguiente:

Parece que esta operación mental productora de la creencia en


una cuestión de hecho ha sido hasta ahora uno de los más
grandes misterios de la filosofía, aunque nadie ha llegado a
sospechar que existiera dificultad alguna en explicarla. Por lo
que a mí respecta, tengo que confesar que en este caso me
resulta considerablemente difícil y que, aun cuando creo
entender perfectamente el asunto, me faltan términos para
expresar lo que quiero decir. Por una inducción que me parece
sobremanera evidente, llego a la conclusión de que una opinión
o creencia no es sino una idea diferente a una ficción, pero no
en la naturaleza o disposición de sus partes, sino en
el modo de ser concebida. Y sin embargo, cuando deseo
explicar este modo apenas si encuentro una palabra que
corresponda exactamente al caso, sino que me veo obligado a
apelar al sentimiento de cada uno para proporcionarle una
perfecta noción de esta operación mental. Una idea a que se
presta asentimiento se siente de un modo distinto a una idea
ficticia, presentada por la sola fantasía. Es este diferente
sentimiento el que me esfuerzo por explicar,
denominándolo fuerza, vivacidad, solidez,
firmeza o consistencia mayores […]. Es evidente que esta
creencia no consiste en la naturaleza y orden de nuestras
ideas, sino en el modo de ser concebidas y sentidas por la
mente [Tratado 1.3.7,7].

Hume no volverá a discutir los detalles del asunto en sus obras de


madurez, y se limitará a asentar brevemente la misma tesis
[EHU 5.12; Norton 2007: 742].
4. Inducción y causalidad
4.1. Justificación de nuestra creencia en la
regularidad de los fenómenos
Frecuentemente se identifica la filosofía de Hume, o una buena parte de
ella, con la crítica a la causalidad, o a algunas de sus concepciones. La
innegable importancia de la cuestión se entiende mejor en el conjunto del
pensamiento del filósofo, como se ha procurado exponer en este trabajo. La
consideración de la causalidad se presenta en estrecha dependencia con la
concepción de las ideas y los mecanismos naturales que las hacen eficaces
en la actuación humana. El mismo Hume dedica prácticamente todo
el Abstract del Tratado a explicar el papel de la creencia en las asociaciones
mentales (semejanza, contigüidad y causalidad). El núcleo del discurso
del Tratado a este respecto se encuentra en las Secciones sobre la validez
de los distintos tipos de probabilidades [Tratado 1.3.11-13] y resumidos en
la Investigación sobre el intelecto humano [EHU 6]. El discurso desemboca
en la idea de la conexión necesaria entre distintos fenómenos
[ Tratado 1.3.14; EHU 7].

Para Hume, el conocimiento de las ideas universales se distingue de la


universalidad-continuidad de la percepción de los procesos causales. Por lo
que se refiere a los conceptos universales, el filósofo los considera,
siguiendo la vía empirista, artificios de la mente, los cuales sólo valen en la
medida que pueden ser reconducibles a las impresiones correspondientes
[Tratado 1.1.7,1]. De este modo, el lenguaje universal tendrá sentido cuando
se refiera a las ideas, las cuales provienen a su vez de las impresiones
sensibles, mientras que las que no tienen correspondencia serán
consideradas voces sin sentido. Su crítica a nociones metafísicas como
sustancia, forma sustancial, esencia, sigue los cánones del nominalismo,
pero, como ya se ha explicado, una aplicación rígida de tales criterios haría
imposible su exposición de las pasiones y en general de la conducta
humana.

Para el filósofo escocés, como ya se ha indicado, no se trata de dar razón


del lenguaje o de los contenidos de las ideas, sino de explicar cómo es
posible habituarse a hacer previsiones ante fenómenos cuyo origen último
nos es incomprensible.
Hume explica la inducción de los fenómenos causales llamando la
atención sobre el comportamiento de nuestra mente ante los
acontecimientos, utilizando analogías y ejemplos del mundo físico.
La atracción entre las ideas, que depende de una suave fuerza (gentle
force) como la que determina la gravitación de los cuerpos,
provoca asociaciones que la mente acoge naturalmente [Tratado 1.1.4].
Estos principios, dice Hume, son para nosotros «el cemento del universo», y
todas las operaciones de la mente dependen de ellos en buena medida
[Abstract 35]. Esta afirmación, hecha por el mismo Hume como recensor
anónimo de la obra, subraya la sistematicidad de la primera versión de su
propuesta gnoseológica, la cual, como ya se ha apuntado, perderá parte de
su protagonismo en la Investigación sobre el intelecto humano.

A esta mecánica del conocimiento añade Hume un principio de analogía,


mediante el cual se justifica que el intelecto o la imaginación, de manera
automática e inconsciente, se ajuste para asimilar semejanzas y diferencias
entre casos parecidos, y tener así la suficiente ductilidad para afrontar los
variados estímulos del ambiente [Tratado 1.3.12,23-25; EHU 9.1; Norton
2007: 756]. También sus explicaciones sobre la memoria se limitan a
reconocer y describir funciones en este acumular ordenado y flexible de los
objetos.

Ya se ha indicado que Hume no ofrece una explicación clara y directa


sobre la esencia de la razón. Algo similar ocurre con la memoria y la
imaginación, lo cual es perfectamente comprensible: por una parte, se trata
de facultades íntimamente relacionadas, y por otra el filósofo no da
muestras de interesarse en distinciones sistemáticas sobre la naturaleza de
las mismas. Sus descripciones miran más a las funciones, y por eso las
presuntas potencias de la mente que las producen no están enfocadas en la
discusión.

Puede decirse que la memoria es considerada como mero archivo,


mientras que la imaginación goza de más libertad e incluso “autoridad”
sobre distintas operaciones de la mente: asocia, conecta, modifica lo
asimilado por la costumbre —muchas veces para corregirlo—, crea
ficciones artísticas, sin confundirlas con la realidad, etc. [Tratado 1.1.4,1,
1.3.7,3, 1.3.13,20, Ap 2, EHU 5.2,1 y 5.2,13, 12.3,2]

Sin embargo, la caracterización de la imaginación en el Tratado adolece


del mismo defecto que se advierte en la explicación de las ideas-
representaciones: no es posible justificar racionalmente la relación entre la
facultad cognoscitiva y la cosa conocida. Tal vez por esto el dinamismo de
la mente sea bastante más expeditivo en la Investigación sobre el intelecto
humano: ahí, la cuestión del conocimiento se reduce a la discusión sobre
qué significa habituarse a los fenómenos, sin enfocar con detenimiento la
cuestión sobre qué cosa se conoce. Hume no rompe con su subjetivismo
inicial, simplemente omite su justificación, presente en algunos pasajes
del Tratado, sin sustituirla por otra.

Es importante destacar dos matices discutibles de la propuesta humeana


con respecto a la razón y a la fantasía. Por una parte, su concepción del
intelecto como lugar de conexiones figurativas es una reducción del
conocimiento humano a imágenes, sin determinar diferencias significativas
entre la imaginación y la memoria. Por otra, su asimilación del conocimiento
humano al animal anula cualquier intento de discusión sobre la peculiaridad
del conocimiento humano, la reflexión o la espiritualidad. Las diferencias se
limitan a una mayor sofisticación de funciones comunes
[Tratado 1.3.16; EHU 9].

Todos estos presupuestos se sintetizan en el ejemplo clásico para


explicar la causalidad: el aparente intercambio de movimientos entre dos
bolas de billar [Tratado 1.3.14, Abstract 9-24]. Cuando se observa el
comportamiento del sistema, parece que en el choque entre una bola en
movimiento y otra en reposo, se da una transmisión de fuerzas que produce
el movimiento de la segunda bola. En realidad, no tenemos experiencia de
esa transmisión, comunicación o intercambio de fuerzas, sino de dos
movimientos discontinuos percibidos en numerosas ocasiones. La
constancia en el orden de la sucesión crea en nuestra mente
la costumbre (custom, habit) que nos empuja inconscientemente a esperar,
ante la experiencia del primer movimiento, la manifestación del segundo.
Esta previsión surge de manera tan espontánea que nos induce a sostener
que poseemos un conocimiento íntimo de la causalidad, el cual nos permite
deducir acontecimientos a partir del conocimiento de fenómenos presentes.
Un examen riguroso de nuestra percepción, señala Hume siguiendo la
argumentación de Locke, nos lleva a darnos cuenta que lo único que
captamos son manifestaciones aisladas, puntuales (impresiones), que se
registran en la mente. Si en el futuro se dan impresiones semejantes,
nuestra mente hará una comparación automática con lo captado
anteriormente en circunstancias semejantes y hará proyecciones similares a
las imágenes archivadas. Estas previsiones son, únicamente, creencias en
que las cosas seguirán un cierto recorrido, y son indemostrables. Por lo
explicado en el Apartado 3, se entiende que la creencia y la costumbre
funcionen para darnos confianza tanto en la existencia de las cosas como
de sus conexiones.

La explicación sistemática de la causalidad se encuentra en el Libro 1


del Tratado [Tratado 1.3.14-15; 1.4.1-2] y, en forma abreviada, en
la Investigación sobre el intelecto humano [EHU 4; 5; 7]. La inducción, por lo
tanto, será una creencia en la regularidad de los fenómenos, sobre todos de
los fenómenos causales. Vale la pena subrayar que Hume dedica bastantes
páginas del Tratado a separar el conocimiento por probabilidad, del
conocimiento por necesidad [Tratado 1.3]. Sin embargo, dados los
presupuestos de tipo físico, hay en sus escritos una marcada tendencia a
reducir la causalidad a la conexión necesaria, como se puede ver en los
títulos de los pasajes que la explican [Tratado 1.3.14 y EHU 7].

4.2. Las definiciones de la causalidad


Las dos descripciones del principio de causa y efecto que Hume presenta
en la Investigación sobre el intelecto humano [EHU 7.2], provienen
literalmente del Tratado. La primera es: «un objeto seguido por otro objeto,
donde todos los objetos semejantes al primero son seguidos por objetos
similares al segundo». El uso del término objeto (object) presenta el
problema subrayado anteriormente, es decir, la ambigüedad sobre la
referencia a cuerpos externos o a las representaciones mentales. En este
contexto, la segunda descripción parece esclarecedora: «un objeto seguido
por otro objeto y cuyo presentarse lleva siempre el pensamiento de otro
objeto». La aproximación literal a las definiciones de Hume llevan, una vez
más, a proponer un núcleo subjetivista en la propuesta general. Más
adelante, al estudiar la noción de naturaleza, se presentarán algunos
elementos que hacen más plausible su posición.

Como cabría esperar, siguiendo el principio de la simplificación, Hume


extiende los efectos de esta eficaz tendencia de la mente, al conocimiento
de la regularidad de los procesos naturales y sociales. La causalidad queda
reducida a sus aspectos materiales o mecánicos, según los esquemas de la
percepción de fenómenos simples. Tanto en su crítica a la posibilidad de los
milagros, como a la noción de libertad, resonarán los ecos de esta
reducción que excluye la causalidad final y formal.

También en relación con la causalidad, se encuentran algunos pasajes


del Tratado en los que se intenta combinar su concepción general de la
inducción con el cálculo de probabilidades. El ejemplo predilecto es la
observación del comportamiento de los dados al ser lanzados sobre la mesa
en repetidas ocasiones [Tratado 1.3.11-13]. La falta de claridad de algunos
textos, que en ocasiones son más contrarios que favorables a su propuesta,
parecen estar en la línea de la pars destruens contra el racionalismo, que en
la de definir una parte importante de su propio plan. Las distinciones
entre probabilidad y posiblidad, y probabilidad de los filósofos y
probabilidad de la gente común, dejan de tener peso en las obras de
madurez. En la Investigación sobre el intelecto humano, los argumentos
sobre la seguridad de las previsiones causales se extenderá a los procesos
del mundo material, disminuyendo notablemente el tono polémico de la
discusión. Se puede afirmar que también en este campo, Hume termina por
confiar nuestro conocimiento-previsión de los fenómenos a la costumbre de
la mente, cuya «suposición de que el futuro es semejante al pasado no está
basada en argumentos de ningún tipo, sino que se deriva totalmente del
hábito» [Tratado 1.3.12,9].

Hume no se entretiene en distinguir los distintos niveles del problema de


la causalidad, es decir, el de la necesidad lógica del de la uniformidad
psicológica. Un sistema empirista es por principio contrario a aceptar que se
pueda deducir una necesidad absoluta a partir de los datos de la
experiencia (matters of fact), por lo cual la percepción de la conjunción
constante (constant conjunction) de los fenómenos no podrá ser nunca el
fundamento de una formulación necesaria, por mucho que el filósofo la
traduzca como una conexión necesaria entre los elementos de la relación
causal. La guía de la física newtoniana ofrece de por sí poco o ningún
espacio a la variedad de los fenómenos que afrontamos, y probablemente
por esto la versión más madura y asequible de Hume a este respecto se
resume en la exaltación de la costumbre (custom) como determinante de
nuestras previsiones, y que tales proyecciones serán relativamente flexibles
dependiendo del tipo de fenómenos de que se trata en cada momento
[Rosenberg 1993]. Esta adaptabilidad de la mente, es decir, el manejo
espontáneo de la estadística, la cual es ampliada por una especie de
analogía igualmente espontánea, podría dar pie a varias reflexiones que
Hume no plantea: que lo que nosotros llamamos necesidad física depende
de nuestras limitadas capacidades de comprensión del mundo; que la
concomitancia de las causas y la relación entre reglas físicas e intervención
humana puede ampliar el razonamiento en todos estos campos [Anscombe
1971], y, sobre todo, que los “movimientos” y los fenómenos que se dan en
la mente no son una reproducción física de los procesos naturales.

La absorción de todas las facetas del problema de la inducción y de la


causalidad en el nivel psicológico, son un antídoto ante posibles ataques de
tipo lógico [Mackie 1974: 26-28]. Sin embargo, su posición es siempre
ambigua, y no pocas veces se ha usado para negar la posibilidad de una
aproximación realista a la cuestión de la causalidad. Algunos autores
evolucionistas han visto en el determinismo humeano, de tipo psicológico y
conductista, un apoyo filosófico para defender sus posiciones en biología,
como fue el caso de T.H. Huxley. Está demostrado que el mismo Darwin fue
un lector atento de estos principios humeanos [Baier 1991: 298; Lecaldano
1991: 98]. Las oscilaciones de los textos dan pie a las críticas de
psicologismo que le han hecho distintos autores, entre los que destacan
Dilthey y Husserl. De todas maneras, el planteamiento humeano sigue
siendo un punto de referencia en la discusión filosófica, y fue considerado
atentamente por Kant en los Prolegómenos a toda futura metafísica.

5. La moral
5.1. El libro 3 del Tratado
El Libro 3 del Tratado vio la luz aproximadamente un año y medio
después que los dos anteriores. Al parecer, el filósofo pensó seriamente en
publicar una segunda edición corregida del Tratado, que contuviera también
el Libro 3. Lo que está claro es que publicó una recensión anónima (An
Abstract of A Treatise of Human Nature), y añadió al Libro 3
un Apéndice (Appendix), con pequeñas correcciones y glosas sobre algunos
de los pasajes más polémicos del Libro 1 [Mossner 1980: 124-139].

En ese periodo se afina la propuesta moral de Hume, que contrasta con


el estilo de los dos primeros libros: las complicaciones expositivas que
supone ya en el Libro 2 la impresión del yo, y que se mantienen en equilibrio
inestable durante todo el discurso del Tratado se ven sustituidas aquí por el
sentimiento general de simpatía. En la Investigación sobre los principios de
la moral, la mecánica de las impresiones será sustituida por un fluido
tratamiento de la benevolencia, la camaradería, etc.

Por su correspondencia con Francis Hutcheson se conoce que a pesar de


compartir la noción del sentimiento moral, rechazaba de plano la inclusión
de una finalidad y de un plan providencial de carácter sobrehumano: el
sentimiento fundamental de la simpatía es puramente natural, no un don
divino [LDH 1: 32-33, Norton 1982: 55-93; 304-310].

La Investigación sobre los principios de la moral constituye la versión


refinada del tercer libro del Tratado, y Hume la consideraba su mejor obra
[MOL: 60; Mossner 1980: 224]. La continuidad temática entre los dos
escritos es notable, aunque el tono de las discusiones sea mucho más
sereno. Por ejemplo, las dos célebres Secciones iniciales del Libro 3
del Tratado —“las distinciones morales no dependen de la razón” y “las
distinciones morales dependen de un sentimiento moral”— son sustituidas
por una introducción aparentemente más abierta a las pretensiones de la
razón, aunque en realidad no hay un viraje de ruta. Otros elementos
presentan una cierta evolución, de la que se dará cuenta brevemente.

5.2. Los principios de la moral


Como ya se ha apuntado, Hume pone la simpatía en el centro de las
pasiones humanas: un suave movimiento de la afectividad que nos inclina a
tener sentimientos positivos hacia nuestros semejantes, y que se desarrolla
con la comunidad de ideas, orígenes, etc. [Tratado 3.2.2; 3.3.1,10]. En
la Investigación sobre los principios de la moral se usa más el
término benevolencia (benevolence) o sentido de humanidad y su papel es
básicamente el mismo. La moderación de estos sentimientos se da a través
de la experiencia, ayudada por la educación, el interés público y los artificios
de los políticos [Tratado 3.2.5,12]. En ambos escritos, aunque es más
notorio en la obra de madurez, el filósofo se opone a las explicaciones
basadas en el egoísmo (selfish systems), en las cuales la búsqueda del
placer es determinante. Aunque en la práctica las diferencias son menos
agudas de lo que podría parecer, Hume considera importante proponer el
coprincipio de la simpatía como elemental y superior [EPM Apéndice 2].
En el Tratado se afirma tajantemente que la razón no determina las
distinciones morales, y su lugar es ocupado por el sentimiento moral (moral
sentiment, moral feeling). El punto de partida es, como en otros campos, la
campaña de Hume contra el racionalismo. Las argumentaciones giran en
torno a la evidencia de la falta de control “racional” sobre la mayoría de
nuestras pasiones, cuya raíz es el sentimiento fundamental de placer y dolor
[Tratado 3.3.1; 3.2.8,8, EPM 5.1-2]. Los hechos que suscitan los
sentimientos morales pueden equipararse a meros hechos físicos: el
parricidio, por ejemplo, no se distingue de la muerte de un árbol debida a la
sofocación causada por otro árbol que le crece al lado, a partir de sus
propios frutos. Si somos testigos de tales hechos o nos los refieren, el
fenómeno entre las plantas nos deja indiferentes, mientras que la muerte del
humano a manos de su hijo suscita nuestra indignación, sin que medie
razonamiento alguno. Apelar a la voluntad carece de sentido
[Tratado 3.1.1,24].

Poco después se encuentra el célebre texto sobre el anómalo paso del


ser al deber ser. Hume afirma que muchos tratados empiezan con
argumentaciones sobre el ser de Dios o sobre asuntos humanos, y de
repente pasan a afirmaciones sobre los deberes morales. Tal deslizamiento
se da sin justificación alguna, y al parecer presupone un nexo lógico entre
ambos niveles, es decir, el descriptivo y el prescriptivo. Esto parece
inconcebible si se consideran las cosas con calma [Tratado 3.1.1,27]. A
partir de este pasaje, que no vuelve a aparecer en las obras del filósofo, se
suele discutir sobre la is-ought question, y en ocasiones sobre “la ley de
Hume”, aunque los desarrollos que se hacen a partir de ella sean
conceptualmente lejanos al Tratado.

La Sección de la que forman parte estos principios se llama “Sobre la


virtud y el vicio en general”, aunque en realidad se les dedica poco espacio
a tales hábitos. Más adelante empieza la verdadera exposición de las
virtudes, separadas en naturales y artificiales. Las segundas, cuyo principal
representante es la justicia legal, dependen de las convenciones humanas,
y por eso no se las puede considerar naturales. Sin embargo, y esto suele
olvidarse al comentar la distinción humeana que no pasa a la Investigación
sobre los principios de la moral, la artificialidad simplemente se usa como
crítica contra el criterio según el cual la virtud sería lo más natural para el
ser humano, mientras que el vicio sería lo más contrario a su naturaleza. De
hecho, el discurso de Hume para explicar el origen de la justicia, se basa en
las necesidades fundamentales del ser humano que vive en sociedad: ahí,
además de descalificar las doctrinas que radicalizan la noción de contrato
social, plantea la necesidad absoluta de regular el comercio humano con
instrumentos que responden a su modo de ser más elemental
[Tratado 3.2.19 y 3.3.6,4].

El énfasis que pone Hume en la virtud reguladora de la vida social hace


que sus elegantes explicaciones de otras virtudes tengan menor peso.

En la Investigación sobre los principios de la moral, el filósofo toma otro


punto de referencia para catalogar las virtudes: la combinación de la utilidad
con el placer que provocan. Las virtudes que agradan a los demás,
normalmente, ayudan al bienestar general (utilidad), de donde se puede
deducir una continuidad armónica entre lo agradable y lo provechoso. Estas
virtudes, a veces indicadas como virtudes sociales, serán obviamente las
más importantes [Tratado 3.3.1,8 y 20, EPM 2.2,3; 5.1,1; 5.2,2-3 y 23]. En
este esquema se presupone que la razón, a pesar de estar supeditada a las
pasiones, es capaz de advertir las ventajas y calcular los beneficios de un
aprovechamiento de las virtudes. Hume se niega a formular una noción
general del bien y de la finalidad de las acciones, aunque en realidad, al
reducir el bien al placer, está sentando las bases de un cierto hedonismo.
No se trata de una vulgar búsqueda del placer, sino de orientar la conducta
hacia el mantenimiento de una sociedad estable, en la que se pueda
garantizar el bienestar general a largo plazo. Estas ideas, que se
encuentran en buena medida en la propuesta de Hobbes, constituirán
elementos permanentes en las diversas formas de utilitarismo y
consecuencialismo.

Hume, con el asimilado estilo ciceroniano, ilustra con ejemplos del mundo
antiguo las distintas virtudes y algunos vicios, subrayando los sentimientos
positivos o negativos que suscitan. Las evaluaciones más elaboradas se
basan sobre todo en los efectos para la vida social. Esta perspectiva
volcada hacia la justicia legal se refleja en la noción del juez imparcial, que
no es simplemente la moderación y el desinterés a los que puede llegar una
persona madura, sino la constitución de un observador que posee esa
capacidad de juzgar, al margen de sus propios condicionamientos. La moral
se convierte en materia de contemplación y juicio, más que de ejercicio. La
figura del espectador o juez imparcial se explica a través del
comportamiento del público ante las obras dramáticas: los efectos de una
actuación o de una buena narración, aunados a la comunidad de afectos —
se subraya incluso el refuerzo de los sentimientos por una comunicación
entre los miembros del público— son un modelo a escala reducida de lo que
ocurre con las valoraciones morales [EPM 5.2,3-20].

Esta personalidad moralmente neutral, que plasma la idea clásica de la


imparcialidad de la ley, tendrá un fructuoso desarrollo en el liberalismo,
sobre todo con la propuesta de Adam Smith. Lo que no se advierte en esta
perspectiva es que ese excesivo énfasis en los efectos sociales,
considerados como lo único racionalmente evaluable, corta las bases de la
moral personal, pues se vacía la noción de conciencia, se ignora el papel de
la voluntad, y con ella los puntales para el desarrollo de las virtudes. Aunque
se pueda contemplar el valor de las actitudes estables, se pierde la
consideración de las bases personales para perseguirlas y fomentarlas:
entender su valor, por encima de las constricciones y la educación, y
profundizar en la necesidad de conectarlas con el desarrollo de la voluntad.
Las virtudes se consideran como algo ya “hecho” y no se explica el modo de
alcanzarlas.

Hay varios ensayos —La norma del gusto, La delicadeza del gusto y la
pasión, El escéptico— en los que Hume refiere al gusto moral (moral taste)
como sensorio de la calidad ética de las acciones. La posición del filósofo
oscila entre la exaltación de la naturalidad y la universalidad de esta
capacidad, y la dificultad para encontrar un “paladar moral” realmente
preciso. No vale la pena entrar en detalles sobre esta elegante distinción,
tan cercana a la figura del juez imparcial, pues siempre cabe resumir la tesis
sin radicalizarla y afirmar que toda persona normal, medianamente bien
educada (según los cánones de la Gran Bretaña de mediados del siglo
XVIII), tendrá un gusto lo suficientemente desarrollado para actuar según la
norma del gusto (standard of taste) [Works 3: 91-94, 223, 266-284].

En las últimas décadas se han reabierto al debate filosófico algunas


cuestiones que se consideraban zanjadas a partir de Hume. Después de
su Hume on “is” and “ought” (1959), MacIntyre ha mantenido un diálogo con
el filósofo sobre los límites del pensamiento moral, la inevitable vinculación
de nuestras propuestas con los modelos de la época correspondiente.
Aunque su obra más conocida es After Virtue (1985 ), sus diatribas con
2

Hume son frecuentes en otras obras.


También Elizabeth Anscombe dedicó escritos importantes a los desafíos
humeanos, con una lectura quizá más atenta que la de muchos presuntos
seguidores del filósofo. Son valiosas sus reflexiones sobre la noción de
“hecho moral” y nuestra capacidad de establecer conexiones racionales, de
entender contextos dentro de los cuales una acción —ya no un “hecho
bruto”— tiene un alcance ético. En sus intrincadas discusiones, en algunas
de las cuales la herencia de Wittgenstein es explícita, Anscombe sopesa los
principios humeanos y relanza la discusión superando no pocos prejuicios
tanto de los seguidores como de los detractores de Hume
[Anscombe 1957, 1958]. A partir de las obras de estos dos autores han
surgido fructíferas discusiones guiadas por Charles Taylor, Michael Slote,
Philippa Foot, entre otros, sobre las virtudes, la finalidad de la vida humana,
el papel de la razón, etc.

5.3. La libertad
Hume explica la libertad a partir de nuestro conocimiento de los
fenómenos físicos, ya expuesto en el apartado 4. Vale la pena exponer los
detalles de su propuesta.

Hume recoge la distinción entre libertad de espontaneidad y libertad de


indiferencia. Caracteriza a la primera como ausencia de violencia, y a la
segunda como negación de necesidad y de causas
[Tratado 2.3.2,2; EHU 8.1,23]. La atención suele centrarse en la
espontaneidad, la cual se basa en «una falsa sensación o experiencia aun
de la libertad de indiferencia», y «esa sensación se considera como prueba
de la existencia real de ésta» [Tratado 2.3.2,2].

La afirmación más importante —y quizá más arbitraria— se encuentra a


continuación:

La necesidad de acción, sea por parte de la materia o de la


mente, no es con propiedad una cualidad del agente, sino de
algún ser pensante o inteligente que pueda examinar la acción,
y consiste en la determinación del pensamiento de esta
persona para hacerle inferir la existencia de la acción a partir de
algunos objetos precedentes [Tratado 2.3.2,2].
La asimilación de la conducta humana a los fenómenos físicos se
extiende ahora a su evaluación como hechos externos. El agente no cuenta,
sino las inferencias de quien lo observa:

por caprichosa o irregular que sea la acción que podamos


realizar, como el deseo de mostrar nuestra libertad es el único
motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las
ligaduras de la necesidad. Podemos imaginar que sentimos una
libertad interior, pero un observador podrá inferir comúnmente
nuestras acciones a partir de nuestros motivos y carácter
[Tratado 2.3.2,2].

Después viene la inversión de las posiciones: la necesidad se refiere, en


primer lugar, a las acciones deliberadas, y sólo secundariamente a las
naturales:

Yo no atribuyo a la libertad esa ininteligible necesidad que se


supone hay en la materia. Por el contrario, atribuyo a la materia
esa inteligible cualidad —se llame necesidad o no— que hasta
la ortodoxia más rigurosa reconoce o debe reconocer como
perteneciente a la voluntad [Tratado 2.3.2,4].

Las acciones premeditadas, en las que hay un plan, un designio, son


necesarias y adquieren sentido porque dependen de un carácter que les da
unidad, coherencia e inteligibilidad, y sirve como perno en las relaciones
interpersonales:

El objeto universal y constante del odio o la cólera es una


persona o criatura dotada de pensamiento y consciencia […]
según la doctrina de la libertad o azar, esta conexión se reduce
a nada: los hombres no serían responsables de sus acciones
intencionadas y premeditadas más de lo que lo serían por las
más casuales y accidentales. Las acciones son por naturaleza
temporales y efímeras; si no procedieran de alguna causa
debida al carácter y disposición de la persona que las realiza,
no podrían ser atribuidas a ella, ni redundar en su honor —de
ser buenas— o en su descrédito —de ser malas—
[Tratado 2.3.2,6; EHU 8.2,4].
Al resolver el problema del atomismo de las acciones, Hume ofrece
también una solución a los teóricos de la religión que se equivocan al
pensar que su tesis de la necesidad anula la responsabilidad del individuo, y
que se aplica también a las leyes y al comportamiento divino
[Tratado 2.3.2,4-8]: el carácter sería el único modo de tener un punto de
referencia —un sujeto, casi un objeto material— ante la fugacidad de las
acciones. En la Investigación sobre el entendimiento humano se discute el
alcance teológico de la visión que Hume supone falsa: sin la necesidad, la
culpabilidad de las acciones no se puede atribuir a la persona, y por tanto
queda sin sujeto responsable de ella; otra posibilidad es atribuirla al
Creador, como determinante de cada una de las acciones. Este tipo de
determinismo, distinto al del mundo físico, implicaría que Dios es el único
verdadero responsable de las acciones. Si éstas son malas, se pone en
entredicho la bondad del responsable… Tales contradicciones llevan a
Hume a reivindicar el valor de su propuesta ante la herencia
malebrancheana [EHU 7.1,15-25; 8.2,7-11; Beauchamp 2000: 152-156].

Al final, ya sea que se parta de la observación del mundo material o de la


conducta humana, sólo hay una conclusión:

Existe un curso general de la naturaleza en las acciones


humanas, igual que lo hay en las operaciones del sol o del
clima [Tratado 2.3.1,10]

6. Naturaleza, hombre, Dios


6.1. La “fe” en la regularidad de la naturaleza
La importancia de las creencias (beliefs), es decir, esa especie de fe
racional en la coherencia de distintas ideas de naturaleza incógnita,
encubren una “premisa escondida” [Flew 1961: 72, 149]. Tal firmeza se
debe a la confianza en la regularidad de los fenómenos de la naturaleza,
término que en ocasiones aparece escrito incluso con mayúscula inicial.
Este abandono en la permanencia y constancia del mundo natural, que
Hume considera guiado por movimientos regulares, corre en paralelo a la
confianza en la naturaleza humana. El pasaje en el cual el filósofo escocés
se refiere incluso a una armonía preestablecida [EHU 5.2,12], es
considerado por distintos autores como una provocación irónica al
racionalismo. Por mucho que el comentario de Hume se pueda interpretar
en ese sentido, no faltan en otros lugares referencias a la naturaleza como
garante de la coherencia del pensamiento y del obrar humanos
[Tratado 1.4.1; 1.4.2; EHU 4.2].

Una consecuencia importante de este principio es el papel que se le


asigna a las reglas generales (general rules), que sirve entre otras cosas
como base de su argumentación contra los milagros. Su crítica, a pesar de
la elaborada redacción, es bastante lineal: dado que los fenómenos se nos
presentan siempre con procesos regulares, solamente son explicables
aquellos cuya presencia es constante y repetitiva. Los milagros van contra
esta regla, y por lo tanto no pueden entrar en el discurso racional. Por otra
parte, las personas que suelen creer en los milagros son incultas y
supersticiosas, lo cual hace aparecer todavía menos razonable fiarse de
éstas que de la regularidad de los fenómenos. Además, diversas
instituciones han intentado a lo largo de la historia reivindicar su origen
sobrenatural y su exclusividad justamente basándose en esos supuestos
hechos extraordinarios. Obviamente, esta instrumentalización desacredita
todavía más, si cabe, la presunta validez de los milagros. Esta
argumentación, desarrollada por Hume en la Sección 10 de la Investigación
sobre el intelecto humano, ha suscitado siempre críticas y polémicas. Es
probable que una buena parte de ella se encontrase ya en el Tratado, pues
además de que no faltan ejemplos análogos sobre la invalidez de ciertas
creencias, como la de una vida futura más allá de este mundo
[Tratado 1.3.9,13-14, 3.1.2,7], el filósofo hace una referencia velada a la
decisión de no publicar ciertos pasajes en el Tratado, para evitar problemas
con las autoridades religiosas [LDH 1: 24]. Los meandros del discurso son
importantes como reflejo de las críticas a las instituciones religiosas, y a la
relación entre los dogmas de algunas confesiones y la filosofía de corte
racionalista [Norton 1982: 295-296; Mercado 2002: 125-133, 298-301]. En
su obra sobre los milagros, C.S. Lewis observa oportunamente que el
discurso humeano esconde una petición de principio, con la cual la
discusión queda cerrada desde el inicio [Lewis 1971 (1947): 106]. Por otra
parte, Lewis llama la atención sobre el carácter “milagroso” de los procesos
normales y continuos de la naturaleza, como habían subrayado Chesterton
en Ortodoxia (1908) y J.H. Newman en sus Essays on miracles (1870).
Entre los pensadores que han reprochado a Hume su falta de cuidado al
tratar la cuestión de las leyes de la naturaleza y una cierta arbitrariedad en
el uso de la definición clásica de milagro, se cuenta C.S. Peirce [Peirce
1965]. Más recientemente, Earman ha denunciado el carácter
marcadamente retórico de las argumentaciones de Hume para descalificar
algunos pretendidos milagros y la autoridad de las religiones
institucionalizadas así como la superficialidad con que son tratados algunos
aspectos de la probabilidad de cambios en las series de los
acontecimientos. La posición de Hume lleva a considerar los supuestos
milagros como simples anomalías inexplicables, y carecería de sentido
intentar justificar una intervención divina para modificar o suspender las
leyes de la naturaleza en estos casos [Earman 2000].

6.2. El ser humano, parte integrante de la naturaleza


El ser humano, para Hume, es un componente más de la Naturaleza,
como ya se ha indicado en el apartado 5.3. Para explicar las distintas
manifestaciones de la actividad humana, son suficientes los recursos del
mundo que nos rodea, ya que la esencia del hombre no es sino una
concreción más entre las abundantes que nos presenta la realidad física.
Por lo tanto, todos los discursos de tipo metafísico, sobre todo los
provenientes de las tradiciones religiosas, que ofrecen demostraciones
sobre el carácter espiritual o divino del alma y de la vida humana, son
rechazados en bloque: no son más que vanas ilusiones, alimentadas de
buena o de mala fe por los filósofos, por ciertos teólogos, y por algunas
instituciones religiosas. Como ya se ha indicado brevemente en el apartado
4.1, los animales y los seres humanos pertenecen igualmente al mundo
natural. En el Tratado no faltan afirmaciones en este sentido, pero una
declaración de principios se encuentra sólo al final de la última Sección de
la Parte 3 del libro 1 [Tratado 1.3.16], retomada casi literalmente en la Parte
9 de la Investigación sobre el intelecto humano. En ambos casos el título es
elocuente: “Sobre la razón en los animales”. Consecuencias importantes de
esta toma de posición se encuentran en sus célebres ensayos Sobre el
suicidio y Sobre la inmortalidad del alma (1757), los cuales fueron omitidos
por expresa voluntad del filósofo, de las sucesivas ediciones de sus obras.
Conviene considerar este naturalismo, en la visión general sobre el ser
humano: la descripción humeana del lugar del hombre en el universo
responde a un proyecto concreto de explicación científica de la naturaleza y
del conocimiento humanos. De acuerdo con las distintas exposiciones de la
evolución del pensamiento del filósofo, puede decirse que en la obra de
juventud el proyecto es marcadamente cientificista, mientras que en las
obras de madurez el naturalismo es más deudor de los autores clásicos,
griegos y latinos. En cualquier caso, por lo que respecta a la posición del
hombre en el universo, las cosas no cambian radicalmente.

Es fácil entender que estas afirmaciones hayan procurado a Hume no


pocos problemas con las autoridades académicas y religiosas de su
entorno, y que en poco tiempo se haya consagrado su fama como defensor
del ateísmo. Curiosamente, como se ha señalado ya al principio de este
trabajo, Hume nunca negó la existencia de Dios y le parecía poco razonable
la posición del ateo. Lo que tampoco le parecía aceptable era que la
divinidad interviniera en los procesos del mundo, en la línea del deísmo de
los siglos XVII-XVIII, con referencias explícitas al epicureísmo [EHU 11]

6.3. Las bases de la religión natural


Se puede entender ahora la actitud de Hume con respecto a la teología
natural de su tiempo, marcada por los intentos de Samuel Clarke (1675-
1729) de renovar los argumentos clásicos con la física de Newton [Hurlbutt
1985]. Los Diálogos sobre la religión natural, compuestos en la década de
1750 y publicados póstumamente, por expreso deseo del autor (1779),
ponían en tela de juicio las argumentaciones básicas del llamado designio
divino sobre el mundo (argument from design), sobre todo la posible
comprensión de la finalidad a través de la captación del orden del universo.
Para Hume, la teleología es una antropomorfización de los fenómenos
naturales, y atribuirla a la bondad de un Creador inteligente responsable de
haber organizado las cosas del mejor modo posible —así resumía Hume la
apologética del siglo XVIII— es una tesis insostenible. Con esto queda
definitivamente zanjado el destino de los discursos racionales sobre la
religión [Flew 1961: 174, 188; Yandell 1976: 39-40].

Los Diálogos sobre la religión natural retoman tópicos y personajes


del De natura deorum, de Cicerón: Filón, filósofo escéptico que refleja el
perfil intelectual de Hume [Yandell 1976: 37-40]; Cleantes, el filósofo
equilibrado que discute en términos de tipo racionalista y defiende los
principios de la religión natural, con alguna concesión al escepticismo de
Filón; y Demeas, más radical que los dos anteriores y generalmente
dogmático, aunque convencido de que la existencia del mal y del dolor
impiden defender la idea de un dios bueno y providente [DNR 10]. A pesar
de todos sus ataques contra las exageraciones del racionalismo, Filón
termina concediendo que el espectáculo de la naturaleza es demasiado
sugerente como para eliminar definitivamente la creencia en un Dios
omnipotente [DNR 12, Yandell 1976: 50, Hurlbutt 1985, Gaskin 1988: 108-
131].

La estratégica renuncia final a dar el golpe de gracia a todas nuestras


creencias sobre Dios, como en el caso de la “crisis escéptica” del final del
Libro 1 del Tratado [Tratado 1.4.2, 1.4.7; Smith 1941: 449], da lugar a
distintas interpretaciones. Algunos autores sostienen que la posición
fundamental de Hume es un fideísmo, análogo al que descubrimos ante
nuestra imposibilidad de demostrar racionalmente la existencia del mundo
exterior. De nuevo, sería su crítica al racionalismo lo que determinaría los
textos más disolventes, pero sólo como pars destruens contra el optimismo
de la razón. Una vez eliminada la teología natural de corte metafísico, se
puede aceptar la creencia natural en un Ser superior benevolente [Smith
1941: 409, 443-458, 465-495]. Hume dejaría la puerta abierta a una religión
natural, pero nunca a una teología natural.

En este sentido vale la pena recordar la evaluación final del filósofo sobre
los libros que no presentan razonamientos matemáticos o científicos, en las
últimas líneas de la Investigación sobre el intelecto humano: hay que darlos
al fuego sin titubeos. Además, la religión natural deberá ser preservada de
las instituciones que, como ya se ha señalado, imponen un orden para
mantener privilegios y una ascética que deprime el sano desarrollo humano
[EHU 11, EPM 9.1, NHR 10]. La ciencia de la naturaleza humana desvela y
repara todos estos abusos.

7. Observaciones conclusivas
No es fácil definir los confines de la influencia de la obra de Hume. Ocurre
con él, como con muchos otros, que no es posible distinguir del todo hasta
qué punto son portavoces de un modo de pensar y hasta qué punto son
generadores de ideas. En distintas materias, sobre todo en cuestiones de
tipo moral, social, crítica literaria y evaluación de la historia, Hume es un
brillante sintetizador y catalizador de corrientes.

Su reforma del empirismo, en cambio, es más relevante por las muestras


de arrojo que por la calidad de la especulación. Llevar al extremo un
principio fundamental de la tradición —que sólo conocemos nuestras ideas
—, superando las aprensiones de Locke, tiene efectos demoledores sobre
las certezas fundacionales de la reflexión filosófica: la consideración de la
propia existencia, nuestro presunto contacto con la realidad, la coherencia
con la que se presentan los fenómenos…

El contrapeso que otorgan los principios de la naturaleza a este


escepticismo (creencia, costumbre…) no ocupa el lugar de la razón,
simplemente nos mantiene en equilibrio, sin que sepamos por qué. Esta
ambivalencia —irracionalidad o escepticismo contra confianza en la
conducta natural— se manifiesta en distintos campos: en la teoría del
conocimiento; en la moral, con el sentimiento que reacciona sin
intermediación racional y evita que recaigamos en los excesos de los
pueblos primitivos; en la religión, porque creemos en un Dios organizador a
pesar de todo; ante la prohibición de suicidarse: los argumentos a favor y en
contra son casi equivalentes, y prácticamente podría decirse que favorables
a la propia aniquilación, de no ser porque la santa religión cristiana nos lo
prohíbe… la estrategia crítico-destructiva, que al final da marcha atrás y se
fía de la inercia ínsita en la naturaleza, es un recurso frecuente en los
escritos humeanos. Las observaciones prácticas, derivadas del buen
sentido del filósofo, parecen darle la razón en numerosas ocasiones. Quizá
por eso es tan patente su influencia en las teorías éticas más volcadas a la
práctica —como el utilitarismo y el consecuencialismo, citados
anteriormente— y al establecimiento de normas legales que “funcionen”.

No obstante todo esto, y sin menospreciar el valor retórico-literario de los


textos, desde el punto de vista filosófico el saldo es muy discutible en no
pocas ocasiones: sus demoledoras argumentaciones impiden rehacer el
discurso racional, y el frecuente abandono en la naturaleza implica
incapacidad de entenderla y de entender más a fondo al ser humano.
Algunas de sus críticas son clamorosamente superficiales, como la de la
negación de la libertad, o las numerosas reducciones y manipulaciones
sobre las instituciones civiles y religiosas. Además, no ofrecen salidas
airosas a cuestiones tan importantes como la conciencia, la finalidad de las
virtudes, el fin de la sociedad, etc.

El influjo de Hume en la filosofía anglosajona es indiscutible. Por lo que


se refiere a la filosofía del conocimiento, como ya se ha señalado, la
herencia consiste en una continuación del empirismo. Entre otras cosas,
mantiene el carácter pictórico de las ideas, y la confusión entre éstas y otros
fenómenos de la mente (pasiones, sensaciones, etc.). Esto está muy ligado
a las reducciones efectuadas desde el tardo medioevo, que hacen imposible
concebir el intelecto como algo distinto de la imaginación [Pérez de Laborda
2007: 237-244]. El conocimiento entendido como movimientos de figuras es
una tentación —y una tara— que sigue presente en no pocos
planteamientos filosóficos.

El rechazo del uso de la razón en distintos campos, sobre todo en la


moral, se ha convertido en un dogma. No es posible discutir aquí la validez
de la atribución de la “ley de Hume” a nuestro autor, ni los desarrollos del
intuicionismo (es decir, las distintas versiones de la ética en las cuales se
propugna una intuición o percepción inmediata de las evaluaciones) incluso
fuera de la tradición empirista. Muchos autores, sin embargo, se refieren a
Hume como inspirador de esta tendencia [MacIntyre 1959].

Sobre las cuestiones ligadas a la religión ya se ha escrito bastante en los


distintos apartados. Cabe decir que en los últimos años, a pesar del carácter
anti o arreligioso de Hume, proliferan las obras sobre su pensamiento a este
respecto.

8. Bibliografía
8.1. Obras de D. Hume
8.1.1. Principales ediciones

1. Philosophical Works, T.H. GREEN e T.H. GROSE (eds.), 4 vv., Longmans


1874-1875 (numerosas reediciones, entre ellas la de Scientia Verlag,
Aalen 1964).

2. A Treatise of Human Nature, L.A. SELBY-BIGGE (ed.), Clarendon Press,


Oxford 1973 (orig. en 3 vv. 1888). La más usada durante el siglo XX.

3. Enquiries concerning Human Understanding and concerning the


Principles of Morals, P.H. NIDDITCH (ed.), Clarendon Press, Oxford 1975
(según la edición de L.A. Selby-Bigge de 1893).

4. The Letters of David Hume, J. Y. T. GREIG (ed.), Clarendon Press,


Oxford 1932.
5. The New Letters of David Hume, R. KLIBANSKY y E.C. MOSSNER (eds.),
Clarendon Press, Oxford 1954.

6. En 1998 empezó a publicarse la edición crítica de las obras de Hume,


que no prevé la Historia de Inglaterra ni la correspondencia: The
Clarendon Edition of the Works of David Hume, T.L. BEAUCHAMP (dir.),
Oxford:

An Enquiry Concerning the Principles of Morals, 1998 [Beauchamp 1998].

An Enquiry Concerning Human Understanding, 2000 [Beauchamp 2000].

A Treatise of Human Nature, An Abstract, A Letter from a Gentleman to


his friend in Edinburgh, 2 vv., 2007. Conserva la numeración de la
edición de Selby-Bigge y adopta la numeración decimal para las
subdivisiones del Tratado. [Norton 2007].

7. Edición digital de los Complete Works of David Hume in CD-rom, Col.


Past Masters, Intelex Corporation, Charlottesville (VA) 1992 (contiene
la History of England y la correspondencia, con la información
bibliográfica completa sobre las ediciones usadas). Citado como Intelex
1992.

8.1.2. Traducciones en lengua española

MELLIZO, C. (trad. y com.), David Hume: Resumen del Tratado de la


Naturaleza Humana, Aguilar, Buenos Aires 1973.

—, (trad. y comm.), David Hume: Mi vida. Carta de un caballero a su


amigo de Edimburgo, Alianza, Madrid 1985.

—, (trad.), David Hume: Tratado de la naturaleza humana. Autobiografía,


Tecnos, Madrid 1988.

8.1.3. Abreviaturas de las obras de Hume citadas en este


trabajo

Obra Título completo


Tratado A Treatise of Human Nature (Tratado de la naturaleza
humana)
An Enquiry Concerning the Principles of
EPM
Morals (Investigación sobre los principios de la moral)
My Own Life (Autobiografía). Citada por páginas
MOL
según la traducción de Mellizo 1988
An Abstract of A Treatise of Human Nature (Resumen
Abstract
del Tratado de la naturaleza humana)
An Enquiry Concerning Human
EHU Understanding (Investigación sobre el entendimiento
humano)
A Dissertation on the Passions (Disertación sobre las
DP
pasiones)
The Natural History of Religion (Historia natural de la
NHR
religión)
Dialogues concerning Natural Religion (Diálogos
DNR
sobre la religión natural)
The Letters of David Hume, J.Y.T. Greig (ed.), 2 vv.,
LDH
Clarendon Press, Oxford 1932
New Letters of David Hume, R. Klibansky y E.C.
NLDH
Mossner (eds.), Clarendon Press, Oxford 1954
The Philosophical Works of David Hume, T.H. Green y
Works
T.H. Grose (eds.), 4 vv., citado por número de página
Ap Apéndice

8.1.5. Aclaración sobre el modo de citar las obras de Hume

Para citar las obras más importantes de Hume se ha ido imponiendo la


numeración arábiga, separada por puntos, en lugar de los números
romanos con distintos formatos y separados por comas y espacios. De este
modo, la secuencia “libro-parte-sección” del Tratado se representa, por
ejemplo, como: “1.4.6”. Aunque algunos autores continúan la numeración de
la misma manera hasta los párrafos, aquí se ha optado por la coma (,) antes
del número del párrafo (p. ej. Tratado 3.1.1,24), para ofrecer una indicación
inequívoca cuando la cita lo requiere.

Las Investigaciones tienen una separación más sencilla (“parte”, y,


frecuentemente, “sección”). Por eso la forma típica de las referencias será
más breve (p. ej. 12.1,3).

8.2. Obras importantes sobre David Hume


8.2.1. Biografías e introducciones generales

FLEW, A., Hume’s philosophy of belief, Routledge & Kegan Paul, Londres


1961.

GILARDI, R., Il giovane Hume, Vita e Pensiero, Milano 1990.

MALHERBE, M., La philosophie empiriste de David Hume, J. Vrin, Paris


1984 . 2

MOSSNER, E.C., The Life of David Hume, Clarendon Press, Oxford 1980 . 2

NORTON, D.F., (ed.), Cambridge Companion to Hume, Cambridge Univ.


Press, Cambridge 1993.

RADCLIFFE, E.S., A Companion to Hume, Blackwell, Oxford 2008.

SANTUCCI, A., Introduzione a Hume, Laterza, Roma-Bari, 1981 . 2

STROUD, B., Hume, Routledge and Kegan Paul, Londres 1977.

8.2.2. Interpretaciones generales

BAIER, A.C., A progress of sentiments, Harvard Univ. Press, Cambridge


(MA) - Londres 1991.

LECALDANO, E., Hume e la nascita dell’etica contemporanea, Laterza,


Roma-Bari 1991.

MACKIE, J.L., The Cement of the Universe. A Study of Causation,


Clarendon Press, Oxford 1974.
MERCADO, J.A., El sentimiento como racionalidad. La filosofía de la
creencia en David Hume, Eunsa, Pamplona 2002.

NORTON, D.F., David Hume. Common-Sense Moralist. Sceptical


Metaphysician, Princeton Univ. Press, Princeton 1982.

NOXON, J., Hume’s Philosophical Development. A Study of his Methods,


Clarendon Press, Oxford 1975.

PASSMORE, J., Hume’s Intentions, Duckworth, Londres 1980 . 3

RÁBADE ROMEO, S. Hume y el fenomenismo moderno 1977.

SANTUCCI, A., Sistema e ricerca in David Hume, Laterza, Roma-Bari 1969.

SMITH, N.K., The Philosophy of David Hume. A Critical Study of its Origins


and Central Doctrines, Macmillan, Londres 1941.

STRAWSON, G., The Secret Connexion: Causation, Realism and David


Hume, Clarendon Press, Oxford 1992 . 2

TWEYMAN, S., (a cura di), David Hume Critical Assessments, 6 vv.,


Routledge, Londres 1995 (colección de los artículos y ensayos
más importantes sobre Hume, sobre todo del siglo XX,
separados por temas).

8.2.3. Otras obras

ANSCOMBE, G.E.M., Intention, Basil Blackwell, Oxford 1957.

—, Modern Moral Philosophy, en Collected Philosophical Papers, Basil


Blackwell, Oxford 1981, v. 3, pp. 26-42. Original de 1958
en Philosophy 33, 124, pp. 1-19.

—, Causality and Determination, en Collected Philosophical Papers, Basil


Blackwell, Oxford 1981, v. 2, pp. 133-147. La edición original es
de 1971, de la Cambridge Univ. Press.

EARMAN, J., Hume’s Abject Failure. The Argument against Miracles,


Oxford Univ. Press, Oxford 2000.
FERNÁNDEZ, J.L., Hume: Dios. Selección de textos, introducción y notas,
SPUN, Pamplona 1998.

GASKIN, J.C.A., Hume’s Philosophy of Religion, Macmillan Press,


Houndmills 1988 . 2

GHISALBERTI, A., Introduzione a Ockham, Laterza, Roma-Bari 1991 .


2

HAAKONSSEN, K. The Science of a Legislator. The Natural Jurisprudence


of Hume and Adam Smith, Cambridge University Press,
Cambridge, 1981

HURLBUTT III, R.H., Hume, Newton and the Argument of Design, Univ. of


Nebraska Press, Lincoln 1985.

KUEHN, M., Kant: a Biography, Cambridge Univ. Press, Cambridge


(Mass.) 2001.

LEWIS, C.S., Miracles. A Preliminary Study, Macmillan, N.Y. 1971 (orig.


1947).

MACINTYRE, A., “Hume on ‘is’ and ‘ought’”, David Hume critical


assessments, Routledge, Londres 1995, v. 4, pp. 485-499.
Publicado originalmente en Philosophical review, n. 68, 1959.

—, After virtue, Duckworth, Londres 1985 .


2

PEIRCE, C.S., Hume on miracles, en Collected papers, Harvard Univ.


Press, v. 6, 1965.

PÉREZ DE LABORDA, M., Introduzione alla filosofia analitica, EDUSC, Roma


2007.

POLO, L. Nominalismo, idealismo, realismo, Eunsa, Pamplona 1997.

ROSENBERG, A., Hume and the Philosophy of Science, in Cambridge


Companion to Hume, Cambridge Univ. Press, Cambridge 1993,
pp. 65-89.
WEINBERG, J.R., Ockham, Descartes and Hume: Self-knowledge,
Substance and Causality, Univ. of Wisconsin Press, Madison
1977.

YANDELL, K.E., Hume on Religious Belief, en S. Tweyman (ed.), David


Hume Critical Assessments, vol. 5, Routledge, London-N.Y.
1995 (orig. 1976).

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