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Manuel Linde y el SUGC, la Otra Guardia Civil

Manuel Linde es un silencio, una silueta incómoda, un eco inoportuno. En las factorías de la
Historia se fabrican los relatos que embellecen al poder, los cuéntame que sedan la mala
conciencia y la impotencia colectivas, la dulce rosquilla de los cuentos que angustiaba al poeta
León Felipe. Allí, en los telares autorizados del recuerdo, también se fraguan los silencios.

“Cualquier narración histórica es un montón de silencios”, afirma el historiador haitiano


Michel-Rolph Trouillot. Manuel Linde y el Sindicato Unificado de Guardias Civiles (SUGC) son
algunos de nuestros más recientes y clamorosos silencios. Silencios que remuerden y que
señalan. Y, al tiempo, silencios que iluminan con fuerza las sombras del presente, la pulsión
golpista de los recientes chats y manifiestos militares, la sincronía habitual entre el ruido de
sables y el interés de los mercados.

Conocí a Manolo Linde en 1990. La noche anterior a su detención, el 15 de marzo de ese año,
se quedó en mi casa, en la barriada del Gurugú en Badajoz. “Que se vaya contigo, a ti no te
conocen y estará más seguro”. Manuel Parejo, entonces secretario del Partido Comunista de
Extremadura, me encargó que diera cobijo a Linde aquella noche y que al día siguiente lo
llevásemos a Mérida, donde iba a presentarse la plataforma extremeña por la desmilitarización
de la Guardia Civil.

Linde era muy consciente del peligro. Sabía que el Servicio de Información de la Guardia Civil le
pisaba los talones y que la convocatoria del día siguiente suponía un salto cualitativo. Hasta el
momento el SUGC siempre había comparecido ante la prensa ocultando los rostros de sus
portavoces. La aparición de guardias civiles uniformados y con tricornio, obligados a preservar
su identidad tras una capucha, exasperaba a los mandos de la Benemérita y al gobierno. La
imagen simbolizaba con contundencia la ausencia de democracia en la Guardia Civil y le sacaba
los colores al relato canónico sobre la inmaculada Transición.

“El pasado día 14 de marzo el citado guardia civil se dio de baja para el servicio por padecer
taquicardia y solicitó poder trasladarse a Badajoz para consultar un médico. El día 15 participó
en una rueda de prensa, en la que defendió la sindicación de la Guardia Civil, presentándose en
el puesto de Alconera, su destino, a las 16 horas del mismo día”. José Luis Corcuera, el ministro
de Interior de infame recuerdo, el paladín de la patada en la puerta, relatará así, con tono
insidioso, en el Congreso, lo ocurrido durante esos días.

El sindicato clandestino de los guardias civiles sale a la luz. Durante cuatro años ha ido
arraigando y extendiéndose en las casas-cuartel, compañías y comandancias, burlando la
vigilancia de los mandos, esquivando el cerco de los servicios de información. Manolo Linde ha
sido uno de los fundadores del sindicato, uña y carne del cabo Rosa, una tenaz hormiguita, el
encargado del trabajo duro de organización, una de las almas de aquella fértil anomalía, de
aquel brote democrático que ha surgido donde menos se esperaba, en el interior de la
institución más autoritaria y emblemática del franquismo.

En los últimos meses el SUGC ha dado pasos de gigante. Ha logrado el apoyo de un gran
número de organizaciones sociales y políticas. Sindicatos policiales como el SUP o el Sindicato
Democrático de la Policía, partidos como el CDS, IU o el PTE, y el respaldo de los sindicatos
CCOO y UGT. Para el 12 de marzo se anuncia que Antonio Gutiérrez y Nicolás Redondo
visitarán al cabo Manuel Rosa en la comandancia de Montequinto (Sevilla), donde se
encuentra recluido. Sorpresivamente, es trasladado el día anterior a la prisión militar de Alcalá
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de Henares. Los generales de la Guardia Civil y el gobierno no albergan dudas, quieren cortar
de raíz la estrategia de visibilización que ha trazado la dirección del SUGC.

Al sindicato clandestino le toca mover ficha. Tres días después, en la mañana del 15 de marzo,
Manuel Linde comparece a cara descubierta en Mérida. En su intervención alerta sobre las
posibles represalias: “Habrá que ver mañana el resultado de esta rueda de prensa, lo que me
pueda ocurrir”, “Somos presos políticos, no hay razón de que se nos encarcele por defender
nuestras ideas”. Esa misma tarde, en el cuartel de Alconera, Linde será detenido
violentamente. El sargento de puesto, José Dorado Chávez, le comunica que se encuentra
arrestado y le ordena esperar hasta que llegue el capitán y el comandante jefe de la segunda
compañía para proceder al interrogatorio. La suerte está echada.

La meticulosa ciencia del verdugo

Punta, charol, capa y bota,


A poquito a poco asoman
Igual que dos grajos verdes
Recortaos en la loma.
(José Menese y Francisco Moreno Galván)

Pocas instituciones han sido tan temidas y odiadas por la gente humilde y trabajadora en
España. Poemarios como el Romancero gitano, de Federico García Lorca, o películas como El
crimen de Cuenca, plasmaron el pánico de generaciones enteras a la Guardia Civil, “el pozo
oscuro del miedo popular”, del que hablara Arturo Barea.

Sin embargo, lejos de la autocrítica o de la más elemental pulcritud histórica, el discurso oficial
continúa instalado en el panegírico y la mixtificación. “La Guardia Civil ha llegado hasta
nuestros días con una sólida neutralidad y una probada lealtad”, afirmaba el ministro de
Interior, Fernando Grande Marlaska, hace poco más de un año con motivo del 175 aniversario
de la institución. Y el director general de la Benemérita en ese momento, Félix Azón, ensalzaba
por su parte “la dinámica evolución al compás de los tiempos” y recordaba que el cuerpo se
creó cuando “los caminos estaban a merced de las partidas de malhechores". Lealtad y
persecución de los malhechores, ese parece ser el resumen de la narración construida desde el
poder sobre la historia de la Guardia Civil.

Desgraciadamente, a esa epopeya le faltan algunos nombres, crímenes y desmanes. Le faltan


Pavía, Sanjurjo o Tejero: el atropello contra todos los intentos de democracia en nuestro país.
Le faltan el capitán Marzal, el teniente coronel Gómez Cantos o el general Galindo: la
podredumbre del sadismo, los especialistas en “la meticulosa ciencia del verdugo” (Crespo
Massieu). O le falta el mínimo rigor histórico capaz de relacionar la fundación de la Guardia
Civil con el proceso de desamortizaciones y la defensa de la estructura terrateniente de la
propiedad que surgió de la Reforma Agraria Liberal en el siglo XIX.

“Servicios Iniciales del Tercio Noveno de la Guardia Civil, 2 de diciembre de 1844. Cabo Juan
Miguel y 8 guardias más: Detención de 13 paisanos con igual número de caballerías cargadas
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de bellotas robadas en la dehesa La Carbonera”. Este es uno de los primeros testimonios sobre
los servicios del Cuerpo en Extremadura, del que da cuenta el historiador Francisco Javier
García Carrero en una de sus sólidas investigaciones. La persecución del rebusco, del “hurto
famélico” al que se ven abocados los campesinos a quienes se han arrebatado los terrenos
comunales, será una constante que llegará hasta los años setenta del siglo XX. Las palizas a los
jornaleros que entran a las fincas a por aceitunas caídas al suelo, a por cardillos, tagarninas,
espárragos o leña, son incontables y perviven como una humillación indeleble en la memoria
de miles de familias. “En La Puebla de Cazalla al Chato de la Patricia le pillaron los guardias
rebuscando las aceitunas, le obligaron a comerse las que había recogido, lo apalearon… y
murió. Nadie pagó por el crimen”. Lo contaba el valiente Alfredo Grimaldos y lo cantó con
desgarro José Menese:

Mañanita de rebusco
topé de cara a la guardia:
dos lagrimitas de sangre
a cá palito que daban.
La Guardia Civil fue concebida como una fuerza de “ocupación militar del territorio”
(O’Donnell) que, como explicaba Diego López Garrido, “se constituyó en el eje del sistema de
orden público del liberalismo conservador, ocupando un espacio significativo en el interior del
Estado”. Y que, salvo en contadas excepciones, se decantó explícitamente en las “tres
dialécticas esenciales en el siglo XIX y XX: progreso/conservadurismo, federalismo/centralismo
y poder civil/poder militar”.

En febrero de 1926, Lorca escribe a su hermano: “Hice una espléndida excursión a las
Alpujarras llegando hasta el riñón. El país está gobernado por La Guardia Civil. Un cabo de
Carataúnas a quien molestaban los gitanos, para hacer que se fueran los llamó al cuartel y con
las tenazas de la lumbre les arrancó un diente a cada uno diciéndoles: “Si mañana están aquí
caerá otro”. Naturalmente, los pobres gitanos mellados tuvieron que emigrar a otro sitio”.

Durante décadas, el benemérito cuerpo será sinónimo de espanto para las clases populares.
Las grandes luchas del campesinado durante la Segunda República serán reprimidas con saña.
“Un número importante de jornaleros extremeños perdieron su vida durante estos años,
independientemente de la etapa política de Gobierno en Madrid (Hornachos, Fuente del
Maestre, Barcarrota, Zarza de Granadilla, Miajadas, Arroyo de San Serván, Alconchel…)”, nos
recuerda García Carrero. Y Rafael Alberti lo señalará con rabia:

Aquí tengo Casas Viejas


con campesinos quemados.
Tengo Castilblanco, Arnedo
y un millón de parados.
También tengo un redil
lleno de parlamentarios,
que sólo a los proletarios
dio hambre y Guardia Civil.

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Sin embargo, ante la sublevación militar en julio de 1936 no habrá un posicionamiento
monolítico en la Benemérita. 108 comandancias respetan al gobierno republicano y 109 se
suman al golpe fascista. Pero, como indica Rodrigo Rico, aunque “en algunos casos aquellas
lealtades al gobierno eran laxas y volubles” es muy significativo que la mitad de sus integrantes
se mantuvieran fieles a la República, especialmente en ciudades como Madrid o Barcelona.
Son los otros guardias civiles, los leales. Muchos de ellos, como los comandantes Vega Cornejo,
Escobar o Aranguren lo pagarán con su vida. "Que lo fusilen aunque sea en una camilla", dirá
Franco refiriéndose a Aranguren, al saber que ya no puede andar. El 21 de abril de 1939,
apenas tres semanas después de terminada la guerra, será ejecutado sentado en una silla.

Tras la contienda y previa depuración, la Guardia Civil se convierte en un cuerpo del Ejército
dirigido férreamente por militares profesionales. El tricornio y la capa constituirán la
representación genuina de la dictadura. Junto a la Falange y a la Iglesia se encargará del
control social en cada pueblo. Cada soldado que cumpla el servicio militar tendrá una ficha
rutinaria en la que conste su condición de "adicto, indiferente o desafecto” al régimen. Para
poder ser colono en el Plan Badajoz habrá que contar con el informe favorable del párroco y
de la Benemérita. Son solo dos ejemplos del panóptico cotidiano organizado por la Dictadura y
del papel central encomendado en él al Cuerpo.

A mediados de los años setenta el franquismo da sus últimas boqueadas. La muerte del
dictador, la Revolución de los Claveles en Portugal y, sobre todo, el pujante movimiento obrero
y popular abren las puertas a la democratización del país. Los aires de libertad llegan también,
para sorpresa de muchos, a la Policía, al Ejército y a la Guardia Civil. El 1 de septiembre de
1974 nace en la clandestinidad la Unión Militar Democrática (UMD), abogando por la ruptura
con las instituciones de la dictadura. Y algunos oficiales, como el teniente Luis Alonso Vallés, se
suman al movimiento y tratan de extenderlo. Años más tarde, lo evocará así: “ La posibilidad
de captación era muy limitada. Más fácil en el Ejército al encontrarse todos los oficiales
reunidos en un acuartelamiento, pero muy difícil en la Guardia Civil, no solo por la dispersión,
sino por la mentalidad que Franco, a través de Camilo Alonso Vega, se esforzó en dar a la
Guardia Civil que había sido la culpable de que en media España no triunfara el levantamiento
militar. El régimen de terror que implantó fue total, y ello llevó a una total sumisión de la
oficialidad” (tesis doctoral de Fidel Rosa).

La brecha en el baluarte del franquismo está abierta. Las contradicciones llegan al núcleo del
Estado, a su aparato coercitivo. Pero el régimen está dispuesto a morir matando. En el verano
de 1976, la UMD distribuye una carta dirigida a los oficiales de la Guardia Civil en la que
denuncia la represión contra el pueblo: “Los casos Téllez y Amparo Arangoa son la culminación
de un periodo degenerante. Supone una cierta generalización y sobre todo la
institucionalización de la tortura, al ser practicadas por oficiales y subordinados (…) Nosotros,
jefes y oficiales de la Guardia Civil, pertenecientes a la Unión Militar Democrática, exigimos el
esclarecimiento de hechos que, como los de Badalona, Tolosa, Vitoria, Montejurra, Carmona,
etc..., denigran al Cuerpo y a nosotros mismos. Piensa en todo esto y decide cuál es tu postura,
si la de un mercenario defendiendo una situación injusta o la de un auténtico guardia civil”.

La ola democrática avanza. El 17 de diciembre de 1976 se produce la llamada manifestación de


la Seguridad Social. Alrededor de 400 miembros de la Policía Armada y de la Guardia Civil se
echan a la calle en Madrid, en una convocatoria que ha sido prohibida. “Gracias a locos como
aquellos nos metieron en la Seguridad Social y mi hija pudo nacer en un hospital. Estos locos
consiguieron que pudiéramos parir en un hospital y no al lado de un sargento al que han
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operado de apendicitis, recintos en los que te separaban con una cortina. Estos locos
consiguieron que la Guardia Civil tuviera Seguridad Social”. Es Candi Alzás, esposa de un
guardia civil y portavoz durante años de la AUGC de Badajoz, quien recuerda ahora aquellas
primeras luchas y logros.

El castigo no se hace esperar. Doscientos guardias son detenidos, expedientados y encerrados


en los sótanos de la Dirección General del Cuerpo. Y como los calabozos no pueden albergar a
todos, a muchos se les traslada a Aranjuez y a la Academia de Valdemoro. Como relatarán
Ballesteros y López Hidalgo en el libro pionero sobre el sindicalismo en la Benemérita,
cincuenta guardias serán expulsados de la institución. Aunque reprimidas, las primeras
semillas de democracia en la Guardia Civil empiezan a germinar.

El SUGC, una anomalía indomable

“La Guardia Civil es una parte del Ejército alquilada al Ministerio del Interior, siguen siendo
militares”. La frase es del teniente general Andres Cassinello y la fecha en que fue pronunciada
el 18 de mayo de 2008, casi 30 años después de aprobada la Constitución. Cassinello no es un
militar zafio ni el verbo elegido es un error o un descuido. Lo que él quiere subrayar, con
arrogancia, es la evidencia: también hemos ganado la Transición, la Guardia Civil es nuestra, el
Estado es nuestro.

Cassinello, uno de los hombres clave de los servicios secretos durante décadas, jefe de los
Servicios de Información de la Guardia Civil cuando se produjo el 23F y jefe del Estado Mayor
de la Benemérita hasta octubre de 1986, será precisamente uno de los protagonistas de la
singular transición española a la democracia, tutelada en todo momento por el Ejército. Las
presiones a los grupos parlamentarios para excluir a la UMD de la ley de amnistía, la
intervención de la justicia militar contra grupos de teatro como Els Joglars o la intimidación
ante los estrenos de película como El crimen de Cuenca o El caso Almería, son solo algunas
muestras. Pero, sin duda, el punto más alto de la extorsión es el 23F. El golpe fracasó en su
ejecución pero triunfó en su propósito fundamental, pues puso fin a la expectativa de la
ruptura democrática y estrechó el campo de los cambios posibles. En el juicio, a preguntas del
fiscal, el único imputado de la trama civil, Juan García Carrés, declara que Tejero fue a verle en
mayo de 1980 para expresarle su preocupación por un proyecto de ley remitido por el
Gobierno a las Cortes por el que la Benemérita perdería su carácter militar. No, la Guardia Civil
no es una pieza fungible más en la escenografía del gatopardismo, ha sido un órgano vital
durante la dictadura y los que mandan no están dispuestos a que cambie su naturaleza.
Demasiados secretos, demasiados dossieres sobre la nueva clase política que está emergiendo,
demasiados tejidos nerviosos del poder económico, judicial o universitario, en peligro.

En octubre de 1982 el PSOE arrasa en las elecciones generales, logrando una amplísima
mayoría. Pocos meses después el flamante ministro del Interior, José Barrionuevo, declara
ufano: “Hemos descubierto a la Guardia Civil”. El tiempo se encargará de demostrar que a
quién de verdad han descubierto no es a los guardias civiles, sino a los mandos y generales. Por
lo pronto, las promesas de desmilitarización se disuelven como un azucarillo. Y en puestos
claves para las fuerzas de seguridad se colocan a algunos de los canallas más significativos de la
Dictadura, vinculados a la Brigada Político-Social, como Jesús Martínez Torres, Manuel

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Ballesteros o el mismo Billy el Niño. El negocio de la Transición une a los trepadores de los
palacios y a los roedores de las cloacas. Todo por la pasta.

El 21 de mayo de 1986, se constituye en Madrid de forma clandestina el primer congreso del


SUGC. Irrumpe un sujeto inesperado, el de los guardias civiles de base, y lo hace con
irreverencia, la de quien encarna una verdad escondida: el anhelo de una auténtica
democracia que rompa su pacto de sangre con el franquismo. Asombra, a tirios y troyanos,
que a pesar del lastre histórico, de la lobotomía ideológica que el régimen ha practicado, e
incluso del repliegue reactivo que provoca el terrorismo, sin embargo nazca en el interior de la
Guardia Civil un movimiento tan singular. De ahí también la saña con la que será perseguido.

El SUGC no nace de la nada. Hunde sus raíces en las primeras movilizaciones represaliadas del
año 76, en embriones como la Unión Sindical de Guardias Civiles o en el aprendizaje de la
experiencia que ha tenido el Sindicato Unificado de la Policía (SUP), que ha conseguido su
legalización en 1984. Pero, sobre todo, arraiga en la lucha cotidiana de centenares de guardias
que bregan por la mejora de sus condiciones de vida. Y lo hace además no con una estrechez
corporativa de miras sino con una clara visión socio-política. “SUGC, una Guardia CIVIL
democrática al servicio de TODOS los españoles”, “Democracia en la Guardia Civil, para que no
se proteja sólo a los poderosos, para que no haya más 23F”. Esos son los lemas recogidos en
las primeras octavillas del sindicato. “Queremos quitarnos la imagen de un cuerpo represor y
convertirnos en un Cuerpo civil, democrático, ciudadano”, declarará uno de sus portavoces.

El congreso constituyente se propone “democratizar el cuerpo, que es un foco de


involucionismo y corrupción” y plantea como reivindicaciones prioritarias la legalización del
sindicato, la desmilitarización del cuerpo y el nombramiento de un director civil. Pero los
generales y el gobierno desdeñan cualquier tipo de diálogo y abogan lisa y llanamente por la
represión. El general Cereceda dice que los miembros del SUGC “son unos cobardes y unos
indeseables” y el Director de la Benemérita por entonces, el teniente general Sáenz de
Santamaría, no quiere quedarse atrás y los tilda de “malhechores”. Bandoleros, malhechores,
la morralla: el lenguaje de siempre, la gramática imperecedera del poder.

Para el filósofo Alain Badiou un auténtico acontecimiento es “una perturbación del mundo”,
una modificación radical de la lógica que gobierna la realidad. La aparición del SUGC desbarata
la fábula oficial. La democracia real brilla por su ausencia y el franquismo pervive plácidamente
en las casas-cuartel. “Era la casa-cuartel donde la mujer del guardia alcanzaba el grado que
tuviera su marido; donde la esposa del comandante de puesto obligaba a la mujer del número
a barrer la casa del mando; donde los hijos de los guardias tenían que cortarse el pelo por
indicación expresa de un superior; donde los jefes y oficiales podían llevar a cabo registros
periódicos en las viviendas de los guardias; y donde sus mujeres tenían que vestir al gusto de
los jefes, lo que en muchas ocasiones llevó a la prohibición explícita del uso de los pantalones ”,
evocan Ballesteros y López Hidalgo.

El SUGC, con valentía, va denunciando injusticias y abriendo debates impensables hasta hace
poco tiempo: “en las casas cuartel la vida privada es inexistente”; en alguna de las
mutualidades privadas quienes están a la cabeza son generales de la Guardia Civil; todavía se
sigue utilizando a guardias como fontaneros o carpinteros de los mandos; “no tenemos
regulado ni siquiera el derecho al descanso semanal”. Y, junto a las demandas profesionales, el
sindicato introduce un componente más abarcativo, que cuestiona el papel coercitivo que se
adjudica a la Benemérita: desvela, por ejemplo, cómo la potente red de información del
Cuerpo, construida en el franquismo, se dedica a vigilar y espiar la actividad de movimientos
sociales como las asambleas jornaleras promovidas por el Sindicato de Obreros del Campo o
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las reuniones del movimiento Anti-OTAN. E incluso se atreve a destapar la implicación del
general Andrés Cassinello en la fundación del GAL, la trama de terrorismo de Estado cuyos
responsables políticos no serán condenados hasta doce años más tarde.

El 20 de agosto de 1986 Felipe González niega la existencia del sindicalismo en la Guardia Civil,
especulando sobre la posibilidad de que sea un montaje. Pero un mes más tarde Manuel Rosa
es encarcelado en la prisión militar de Santa Catalina en Cádiz. Al cabo Rosa se le acusa de
sedición. Su gran delito ha sido presentar el 20 de septiembre una solicitud a sus mandos para
recoger firmas “al objeto de constituir la Unión Democrática de la Guardia Civil”. Ese mismo
día es encarcelado y no saldrá hasta casi un año después, el 16 de septiembre de 1987. Y a los
cinco días de estar en libertad es de nuevo arrestado y recluido, ahora en el cuartel de Eritaña
(Sevilla). “Un guardia civil que piense en demócrata es un antisistema, un ejemplo a triturar,
por haberse leído la Constitución”, declarará años más tarde. Pagará con 22 expedientes
disciplinarios y casi diez años de cárcel su tenaz lucha por el derecho de sindicación y la
desmilitarización de la guardia civil.

Manuel Linde, el guardia sin miedo

La vida es una ruleta

del jugar al sí y al no.

Si juegas sí, vas al cielo.

Pero la vida es el no.

Manuel Pacheco

Manuel Linde fue uno de los principales dirigentes del SUGC, especialmente en la etapa más
dura, cuando el sindicato sufrió la implacable represión del Estado, la ignominiosa Operación
Columna. “Era nuestro mayor líder sindical”, dirá de él el cabo Rosa. Y José Carlos Piñeiro, otro
de los guardias expulsados del Cuerpo, recordará por su parte que fue Linde quien se encargó
especialmente de organizar los cuadros clandestinos y, “bajo las capuchas, con mucho valor”,
denunciar las graves carencias de la Guardia Civil.

Linde ingresa en la Benemérita el 1 de marzo de 1981, apenas unos días después del golpe de
Tejero, y su destino será la comandancia móvil en La Rioja. Cree que, tras la aprobación de la
Constitución, la institución está cambiando y que puede ser una buena salida profesional.
Tardará poco tiempo en comprobar hasta qué punto su percepción es errónea. En 1982 tiene
su primer conflicto, es suspendido de empleo y sueldo durante un mes. “Te has equivocado de
cuerpo”, le dirá alguno de sus mandos.

Pero será en 1986 cuando su vida dé un giro, traba entonces relación con el cabo Rosa, a quien
conoció en Zaragoza. A partir de ese momento va a dedicarse en cuerpo y alma al movimiento.
“La clandestinidad es una rueda de molino”, decía Armando López Salinas, un escritor que
cambió las novelas por la revolución. Toca ahora hilar discretamente los malestares, escuchar
el rumor del no, ser viajero por la entraña indócil de los cuarteles, dejar la palabra amiga en el
lugar justo. En el verano de ese año se pone en pie la campaña de las capuchas. Manolo Linde
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será el número uno del envite, quien más arriesgue. Todos saben lo que se juegan, hasta una
docena de años en una prisión militar. Pero la dignidad ha dado un paso al frente y se ha
hecho divisa. “No podré olvidarme del arresto que cumplí en Logroño. A los pocos días, un
grupo de guardias civiles encapuchados, encabezados por mi amigo Manuel Linde dieron una
rueda de prensa exigiendo mi puesta en libertad”, recuerda Piñeiro.

Los mandos están rabiosos y el servicio de información es un hueso duro de roer. Llegan las
detenciones. Entre el año 86 y el 89, Linde es apresado en tres ocasiones e ingresado en el
psiquiátrico de Burgos -26 días- y Ciempozuelos -50 días- por presunta “conducta atípica”.
“Siempre tratan de darles por locos en primer lugar. Y además así queda en entredicho si lo
están o no”, señalará lúcidamente Montserrat Villalobos, la mujer de Linde. Será una práctica
habitual contra los impulsores del SUGC, ingresarles en los manicomios militares,
desquiciarles, romperles. Y, en algunos casos incluso, inyectarles pentotal y someterles a todo
tipo de perrerías. El encarcelamiento en los psiquiátricos es al mismo tiempo una metáfora
explícita, un aviso para navegantes. El escritor Ricardo Piglia recordaba cómo en 1977 la
dictadura militar argentina colocó en todas las paradas de autobús carteles que decían Zona
de detención. “Poner ese nombre a las paradas parecía una manifestación que hacía visible lo
que estaba pasando”. Solo un atajo de chiflados puede atreverse a reclamar democracia en la
Guardia Civil, quedan ustedes advertidos, en eso consistía la brutal alegoría.

En el año 89 Linde retorna a Extremadura. El 21 de julio se incorpora con su familia al cuartel


de Alconera. Manolo y Montserrat son una pareja joven, tienen dos hijos y están contentos de
volver a su tierra. Pero saben que se mueven en el filo de la navaja, que la causa en la que se
han involucrado está plagada de riesgos y que el Servicio de Información vigila sus pasos. “Lo
malo de esto es que Alconera es pequeño y tengo un coche encima cada vez que salgo o
cuando voy a casa de mis padres. No puedes ni salir del cuartel”, declarará Montserrat días
después de la detención del marido.

“Yo estuve con él allí tres o cuatro meses. Manolo venía de Logroño, que era una unidad
grande, con las ideas muy claras. El venía a revolucionar Extremadura… y lo hizo”. Quien evoca
ahora aquellos años es Paco Hernández, uno de los grandes amigos de Linde, un guardia civil
polilla -el apelativo con el que se conoce a los hijos del cuerpo-, que le acompañará
permanentemente en la lucha. El 16 de octubre el SUGC hace su aparición en Extremadura.
Con los rostros cubiertos, tres guardias que han burlado al Servicio de Información, reivindican
la desmilitarización del Cuerpo y reclaman la dimisión de los tenientes coroneles de Cáceres y
Badajoz. “España es el único país de Europa en el que los militares denuncian en las carreteras,
a los bares, a los cazadores y pescadores”, dice uno de sus portavoces. Paco recuerda la
primera presentación del SUGC en Badajoz, que se hizo en la sede la UGT. “Teníamos todo
preparado, los periodistas escondidos por ahí. Luego nos fuimos, nos quitamos las capuchas.
Manolo, Juanito y yo, solo tres guardias civiles. Tiré el chándal, pensé que lo iban a reconocer
los de Información. Solo tres de ellos éramos guardias civiles. El resto eran mujeres y amigos,
incluso algún policía nacional que se sumó”.

Y llegamos al 15 de marzo de 1990, la fecha crucial por donde empezó este relato, la
convocatoria en la que Linde comparece a cara descubierta. Hay días que marcan una vida,
días que nos orientan, días en los que hay que “gritar el no contra el sí de todos los síes”,
contra la resignación que hace “doblar las rodillas del alma de los hombres” (Manuel Pacheco).
Al volver al cuartel Linde es detenido. “Me llevaron a un despacho de cuatro metros cuadrados
y yo exigí contar con un abogado, ser reconocido por un médico forense y tener derecho a una
llamada telefónica, pero me negaron todo. Hubo una serie de insultos hacia mí y me empecé a

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sentir bastante mal. Pedí salir al patio a tomar aire. El sargento iba a mi izquierda y el capitán,
por detrás, me dio un empujón y he caído desde una altura de dos escalones al suelo. Llegó la
médico de Alconera, que fue avisada dado el estado en que me encontraba y diagnosticó una
crisis de taquicardia”. Esa tarde Linde es trasladado al hospital de Badajoz, donde le
diagnostican lesiones leves. El sábado 17, el capitán Encinas da la orden de echar abajo la
puerta de la vivienda que Manolo Linde y su familia ocupan en la casa-cuartel. Ocho guardias
participan en el operativo. Uno de ellos, el más servil, zalea la puerta. El peligroso guardia es
apresado y conducido a Badajoz ante el juez togado militar.

Linde es acusado de “inducción a la sedición”. El juez, argumentando que el inculpado se niega


a declarar, decide su ingreso en el pabellón psiquiátrico del Hospital Militar Gómez Ulla, por
“conducta atípica”. “Lo que es atípico es que el juez militar pida el internamiento psiquiátrico.
No entiendo dónde está el fundamento jurídico de esa disposición”, declarará el abogado
Fernando Carmona. “Es una vergüenza este tipo de prácticas represivas”, clama Antonio
Romero, diputado en IU en el Congreso, denunciando otro internamiento psiquiátrico por esas
mismas fechas, el del cabo Rosa.

Días más tarde, Linde es ingresado en la prisión militar de Alcalá de Henares. Son meses
decisivos en la lucha que se ha abierto. El 1º de Mayo, en Madrid, la pancarta de cabecera
acoge a Carmen Romero, la mujer del cabo Rosa. Y en la manifestación de Badajoz es
Montserrat Domínguez, la esposa de Manuel Linde, quien avanza en el inicio del cortejo
sindical. Sin embargo, el 23 de mayo el SUGC recibe otro duro golpe. El servicio de información
se ha servido de un infiltrado para detener al secretario general del sindicato, José María Baz
Bonilla y a su compañero Francisco Pedro Ruiz Fernández. Al final son 16 los guardias
encarcelados en la prisión de Alcalá, pared por medio de Tejero y de algunos de sus
compinches, que cumplen condena por un delito de sedición, precisamente la misma
imputación que se hace a los guardias demócratas. 16 presos que simbolizan a una nueva
generación dispuesta a plantar cara al apenas disimulado franquismo de los generales y a la
complicidad rastrera del gobierno de Felipe González.

La Operación Columna, el plan secreto del Gobierno que pretende erradicar definitivamente el
sindicalismo clandestino, llega así a uno de sus momentos culminantes. La acometida contra el
SUGC incluirá “expedientes, expulsiones, más de doscientos confinados en centros
psiquiátricos, palizas, usos de porras eléctricas o temporadas en la cárcel” (Rodrigo Rico). E
incluso la intervención de teléfonos y el espionaje a abogados o periodistas. El poder arremete
contra un movimiento que no solo se atreve a cuestionar la naturaleza militar de la Guardia
Civil, sino que además denuncia casos de corrupción como el de Luis Roldán o levanta su voz
contra la represión a protestas obreras y ciudadanas como las que tienen lugar en Reinosa, en
la que perderá la vida el obrero Gonzalo Ruiz. El SUGC criticará que el Gobierno utilice a “un
cuerpo militar armado con metralletas y fusiles para enfrentarse con trabajadores que piden
un salario” (Gonzalo Wilhelmi). El neoliberalismo necesita de la represión, el beneficio del
capital nace en la punta del fusil.

Tras su salida de la cárcel, Manuel Linde será castigado, del mismo modo que Manuel Rosa,
con la suspensión de destino. De nuevo es enviado al norte, a la comandancia móvil de La
Rioja. Al año siguiente, gana el recurso y vuelve a Extremadura. Pero el marcaje y la
persecución serán ya constantes hasta que consigan expulsarle del Cuerpo. “Cuando le
destinaron a Badajoz, dieron la orden de cerrar los cajones, guardar los cuadrantes, las
papeletas de servicio, que Manolo no tuviera acceso a nada”, recuerda Paco Hernández. Linde
sigue bregando, primero intentando sostener el sindicato y más tarde, cuando el SUGC sea

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discuelto, promoviendo las nuevas asociaciones. COPROPER (Coordinadora Pro Perjudicados
por la gestión de Luis Roldán y la corrupción), se constituye en Badajoz en el otoño de 1994. El
movimiento entra en una fase nueva, pero el hostigamiento a los guardias más luchadores
continúa. “Manolo Linde se retiró un poco, entre otras cosas porque iban a por él. Los demás
no se podían resbalar, pero en su caso, antes de poner el pie para resbalarse ya estaban
encima suyo. Lo putearon todo lo que pudieron. Pensaban: si damos ejemplo con éste los
demás se van a zurrar”, apunta Candi Alzás.

Linde se va hundiendo, al tiempo que su situación familiar se deteriora. El gran proyecto al que
se ha entregado ha sido, en gran medida, derrotado. El margen de maniobra se ha estrechado.
Badajoz es una ciudad pequeña, “huele a pétalos de sangre, a suburbio, a cáscara de cielo”,
como escribiera Manuel Pacheco. La masa coralina del sempiterno caciquismo lo ocupa todo,
llega hasta el último rincón, rinde a quienes desafían al poder. “A Linde lo van a expulsar
porque es un sinvergüenza. Y tú, ten cuidado, porque se sabe todo lo que haces y a todo lo que
te dedicas”. Es el recado que le dejó un empresario pacense muy bien relacionado con los
cargos militares de la Benemérita, a Fernando Carmona, el primer abogado de Manuel Linde, a
pesar de que hacía ya muchos años que el letrado no llevaba la defensa del guardia.

A mediados de la década del dos mil le expulsan definitivamente. “Bebía mucho, era la lucha
mía con él, pero cuando se separó ya cayó en picado. Y desde que lo echaron, estaba
enganchaíto, parecía un yonki. Lo veías por el Casco Antiguo y se escondía. Con lo que había
sido… porque era un tío inteligente, valiente”. Su amigo Paco Hernández recuerda el final
trágico. Demasiadas catástrofes juntas, las colectivas y las personales haciendo masa.

El 3 de marzo de 2008 Manuel Linde aparece muerto en la casa que había alquilado en
Badajoz. Tres años más tarde, el cabo Rosa escribe en un artículo de homenaje: “A nuestro
compañero, el Guardia Civil Manuel Linde Falero de Badajoz, muerto como indigente en dicha
capital, le aplicaron en el Hospital Militar “Gomez Ulla”, tales torturas, que después siempre
fue un “desnortado”.

Vientos, lodos y esperanzas

“Debe quedar muy claro para ahora y para siempre que el poder civil está por encima del
poder militar y esto, señores, no solo hay que decirlo sino mantenerlo aún con la espalda
apoyada en el paredón, porque en definitiva, la única prenda moral que mantiene a raya a la
fuerza es la firmeza, la única virtud política imposible de perder es la dignidad”

Julio Anguita, 27 de septiembre de 1979, en el Club Siglo XXI, ante los rumores de golpe militar

El SUGC no sobrevivirá a la represión, pero la siembra generosa de tantos guardias de base


obligará a los gobiernos, al menos, a tener que reconocer a las asociaciones profesionales
como interlocutores. En la década de los noventa el pulso continúa, el movimiento aprovecha
todos los resquicios para abrirse camino. COPROPER, la Asociación 6 de Julio, la Asociación de
Cónyuges son algunas de las iniciativas que prolongan la lucha del SUGC desde una nueva
estrategia y que harán posible el nacimiento de la Asociación Unificada de Guardias Civiles
(AUGC).

En las últimas tres décadas una batalla permanente en la calle y en los tribunales le ha
permitido al movimiento conquistar derechos y condiciones de trabajo más dignas y al mismo
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tiempo espacios de negociación. La jornada laboral de 37’5 horas, la supresión del arresto
como medida disciplinaria o del ingreso en prisión por faltas administrativas, el Consejo Asesor
o la equiparación salarial con otros cuerpos policiales, son algunos de esos avances. “Antes
hacías más de 200 horas al mes y ni te pagaban. Y en cuanto al trato con los mandos la cosa ha
cambiado bastante. Antes un cabo te ponía firme si quería. El mando era Dios. Tenías que vivir
por cojones en el sitio donde estabas destinado y para ir a Zafra desde Alconera tenías que
pedir permiso. Librabas a las nueve de la noche porque a un cabo se le antojaba. Ya todo el
mundo tiene su asociación, sus abogados. Eso ha cambiado mucho”, señala Paco Hernández.

Los avances no han caído del cielo. Han venido, como siempre, de la mano de la lucha colectiva
y han tenido que vencer la resistencia y el comportamiento despótico de los mandos. “ Un año,
en navidad, dieron una gratificación que llegó a todos los agentes. Es lo que nosotros
llamábamos una “bufanda”. Era de unas 45.000 pesetas y la recibió todo el mundo menos los
siete directivos de la junta directiva de la AUGC en Badajoz”, relata Francisco Grajera. Cualquier
mejora significativa ha ido acompañada de marchas, manifestaciones, expedientes,
suspensiones de empleo y sueldo, y finalmente pleitos en los tribunales. Y no sólo de los
guardias, sino de sus familiares. En Badajoz, por ejemplo, como recuerda Juan Ruiz Sierra “las
esposas y familiares de los guardias civiles ya por la segunda mitad de los noventa se
concentraban todas las semanas en las puertas de la Delegación del Gobierno pidiendo
derechos básicos”.

Pero los problemas estructurales permanecen. La negación del derecho efectivo a la


sindicación, la sujeción al Código Penal Militar, en definitiva la militarización de la Guardia Civil
continúan siendo asignaturas democráticas pendientes. La Benemérita sigue siendo un cortijo
del generalato. Los casos de represión, como el de Gloria Moreno o el de tantos guardias de
base, continúan. Y el gran número de suicidios de guardias civiles–uno cada 26 días, el doble
que la media general- nos sigue hablando de un entorno muchas veces opresivo.

La herida del SUGC siga abierta. Treinta años después, los cuatro guardias civiles expulsados
por promover el sindicalismo, Manuel Rosa, José Morata, José Carlos Piñeiro y Manuel Linde,
no han sido todavía rehabilitados. Y ello a pesar de que el Congreso lo ha acordado nada
menos que tres veces, en 2009, 2013 y 2019, en dos de las ocasiones por unanimidad. Hasta
ese extremo llega el poder real del generalato y la cobardía de los gobiernos.

“Se prefiere vivir en la fabulación de que las Fuerzas Armadas o los Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad han sido democratizadas, aun cuando todos los que las conocen mínimamente
saben que es completamente falso”. Es el teniente Luis Gonzalo Segura, que conoce de primera
mano el paño y la represión, quien lo dice. Los últimos manifiestos de mandos o la salida a la
luz de un chat de militares retirados, en el que alguno de ellos abogaba por fusilar a 26
millones de españoles “hijos de puta” nos recuerdan que el huevo de la serpiente sigue ahí,
amenazante. Recordándonos que aunque hoy los golpes de estado los dan, preferentemente,
los mercados a través de instituciones como el Banco Central Europeo –véase en Grecia- o las
agencias de calificación de riesgos, siempre se puede contar con ellos para meter en cintura a
las turbas populares, si se desmandan. Neoliberalismo y neofascismo tienen más vecindad,
lazos y programas comunes de lo que suele pensarse.

Urge recuperar la memoria democrática, también la más reciente. Los nombres y el ejemplo de
los guardias represaliados ya citados, o los de otros como José Luis Bargados, José Luis Espino,
Fernando Carrillo, Alberto Llana, Joaquín Parra, Fernando Rayo, Alejandro Álvarez Borja, José
Manuel León, entre otros muchos, son referentes fundamentales en esa tarea.

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“Manuel Linde fue alguien que supo jugarse el tipo”. El periodista Fernando León, que cumplió
una función esencial en la divulgación de las actividades del SUGC, se refería así,
recientemente, al guardia extremeño. Manuel Linde y el SUGC, los otros guardias civiles, los
leales.

Agradecimientos

Este escrito quiere ser un homenaje a Manuel Linde y a todos los guardias civiles que han
luchado por el derecho de sindicación y la desmilitarización de la Guardia Civil. Agradezco el
testimonio y la generosidad de los miembros de la AUGC y del movimiento de guardias civiles,
entre ellos a Candi Alzás, Paco Hernández, Braulio José Calvo y Francisco Grajera, así como al
abogado Fernando Carmona y al periodista Fernando León. Para la elaboración del texto he
contado, fundamentalmente, con los libros y escritos de Antonio López Hidalgo, Juan Emilio
Ballesteros, Fernando Carrillo y Manuel del Álamo, Francisco Javier García Carrero, Diego
López Garrido, Rodrigo M. Rico Ríos, Francisco Javier Marín Lizárraga, Gonzalo Wilhemi y Fidel
Gómez Rosa. También de noticias aparecidas en los periódicos ABC, El País, La Vanguardia,
Diario Extremadura, Hoy y Mundo Obrero.

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