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MAKE PERU GREAT AGAIN

Carlos León Moya

noviembre 10, 2020

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¿Por qué alguien que vive en el Perú, como Chibolín, apoyaría a Donald
Trump?

Sí, sí, yo sé, la vacancia presidencial. Pero no puedo ponerme a esperar la votación final

del Congreso. No me da el hígado.

Mejor sigamos mirando las elecciones en los Estados Unidos, donde Donald Trump

perdió y dejó a 71 millones de norteamericanos con el corazón partío. Y también a unos

cuantos compatriotas que, a pesar de la distancia geográfica y cultural, hicieron campaña

virtual for rebuilding our nation and keeping America great.

Primero, lo obvio: es muy probable que nuestros Peruvian Trump supporters lo

hagan, más que por convicción, por dar la contra a lo que ellos llaman “el progresismo

global”, lo políticamente correcto. En esa línea, apoyar a un Presidente racista, misógino,

provida y anticiencia; pero que cree en el mercado, una lluvia de felicidad. Es un fin en sí

mismo. Es ver en Estados Unidos lo que no pueden lograr en el Perú: tener a la caviarada

derrotada. Quizá sería bueno que fuera menos racista, o menos misógino, o menos

anticiencia, pero el producto viene así y hay que aceptarlo como es, y defenderlo. Al final,

una parte de la derecha peruana hace lo mismo que la izquierda: ante la ausencia de

triunfos propios, solo le queda celebrar triunfos ajenos.

Pero para tener una idea más alegre de esto, veamos a algunos de los defensores

locales de Trump. En todos ellos notamos una transformación. No siempre fueron así:

derivaron en esto.
El primer caso es el de Martha Meier Miró Quesada. La exeditora de El Comercio es un

ejemplo para nuestros jóvenes: muestra que, para lograr algo en el Perú, a veces no hace

falta tener talento o ser inteligente, ni siquiera pensar. A veces solo hace falta una

herencia.

En los últimos días, Meier Miró Quesada se ha dedicado a publicar mensajes a la

derecha de Jared Kushner: ha saludado por su cumpleaños a Ivanka Trump, ha

denunciado el fraude de los demócratas, y ha pronosticado que Kamala Harris le quitará el

marcapasos a Joe Biden y se convertirá en la primera Presidenta negra y comunista del

mundo, pero todo en inglés. Why? I don’t know. Presumiblemente porque asume que así

su mensaje se unirá a los millones de mensajes en inglés en apoyo de Trump. O porque

ya no le importa que los peruanos la entiendan. O porque asume, quizá, que igual nadie la

entenderá.

El segundo caso es Ricardo Vásquez Kunze, aquel “flaquito de Lince que se cree

príncipe de Alsacia” según el mejor Hernando de Soto 1. La postura de Vásquez Kunze es

entendible: a fin de cuentas, él es un provocador. Lo malo es que últimamente solo

provoca risas.

Me animo a expandir mi argumento. Vásquez Kunze alguna vez fue una persona

audaz, graciosa, hasta inteligente. Más allá de que se vista como los pretendientes de

Candy —un día era Archie, otro día Terry—, Vásquez Kunze decía cosas que otros solo

imaginaban. Trataba a los políticos sin respeto. Arriesgaba. Eso en algún momento se

perdió. Quizá cuando abandonó a Lourdes Flores. Quizá cuando empezó a trabajar para

Rafael Roncagliolo. Quizá cuando el fujimorismo le dio el fondo editorial del Congreso.

Quizá hace poco, cuando se puso el gorro rojo de Make America Great Again y, en lugar

de un jinete victoriano, parecía un salsero.

El tercer caso me entristece un poco. Se trata de Andrés Hurtado. Chibolín.

Los memoriosos recordarán que Chibolín se considera republicano, y que cuando

Trump ganó el 2016 se tomó una foto con un póster suyo, y le decía que era su “ejemplo a

seguir”. Él también sueña con una torre de 50 pisos en Las Begonias a la que llamará

Chibolín Tower.

Pero yo tengo algo más que decir. Con Chibolín me une un vínculo biográfico.

Chibolín era de mi barrio en el Callao. Qué barrio: Chibolín era de mi cuadra, al costado

del mercado, Sáenz Peña con Cusco. Cuando era niño, mi mamá me señalaba un callejón
que estaba justo al frente del nuestro. No me decía “allí creció un gran intelectual” ni “allí

creció un demócrata probo”. Esas son cojudeces. Se agachaba, estiraba su brazo hacia el

callejón de paredes roídas por la humedad y la hiperinflación, y me decía:

—Allí creció Chibolín.

El mensaje era claro: nosotros también podíamos salir del callejón y ser cómicos o

futbolistas. Nosotros también podíamos ser Chibolín.

Pero Chibolín nos traicionó. Se volvió Andrés Hurtado. Viajó a Miami cinco veces y

se creyó un american citizen. Compraba ternos Armani solo para mostrar la etiqueta en los

programas de espectáculos. Hizo que su hija Gennesis naciese en Estados Unidos “para

no tener que sacar visa”.

En suma, se aculturó. Dejó atrás esa bolsa babosa llamada Chibolín (la dura

infancia, el callejón en el Callao, dormir con tres hermanos en una misma cama) y empezó

a volar como Andrés Hurtado (un peruano pudiente en Miami, un latino republicano en

Hialeah, un Trump supporter con iluminación en el pelo). Como Bob López en ‘Alienación’,

Chibolín entendió que el verdadero ascenso social en el Perú está negado para un sector

de nosotros: puedes ascender y ascender y ascender, pero siempre habrá una fina capita

que nunca podrás superar por tu origen. Es la capita de los blancos de apellido extranjero

y compuesto, como Meier o Miró Quesada: los que se reproducen entre sí, los que se

chocolatean los puestos de directorio de las mismas empresas, los que van a las mismas

playas a dar vergüenza jugando tenis.

Y Chibolín no iba a llegar allí. Ni por origen, porque venía de un callejón del Callao

que quedaba justo al frente del mío; ni por desempeño, porque aparecía en ‘Risas y Salsa’

vestido de mujer y su nombre artístico era Chibolín.

Puesto frente a la encrucijada de la historia, Chibolín tuvo que decidir. Solo había

dos opciones: o los destruyes, o te unes a ellos.

Chibolín decidió unirse. Y como Bob López, Chibolín entendió que la única manera de

acercarse a ese sector era mediante la aculturación global: Estados Unidos. Miami. El

consumo. Los ternos Armani. Llamarse republicano. El último peldaño de esa escalera al

ascenso: apoyar a Donald Trump.

Así fue que, a los 55 años, Chibolín pudo acercarse en algo a Martha Meier Miró

Quesada. Ambos son seguidores de un líder estadounidense que acaba de perder en su

país y que nunca logró motivar a nadie en el Perú. Para Meier, un Presidente racista,
misógino, provida y anticiencia que desearía ver en nuestras tierras. Para Chibolín, el

símbolo global de que la plata lo consigue todo.

Debo decir, finalmente, que lamento el desclasamiento de Chibolín. Y este es un

recuerdo también del niño que era yo, cuando le señalaban ese callejón roído por la

humedad y la hiperinflación, y le decían “allí creció Chibolín”.

Alguien debió decirme inmediatamente:

—No seas como él. Nunca seas un desclasado.

1 Ver León Moya, Carlos. “Monólogo de Hernando de Soto al huir del país
como una muca”, publicado en revista Poder como “Un héroe involuntario”, julio
del 2016.

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