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Hacia la cordillera
los caminos
viejos
iban cercados
por ciruelos,
y a través
de la pompa
de follaje,
la verde, la morada
población de las frutas
traslucía
sus ágatas ovales,
sus crecientes
pezones.
En el suelo
las charcas
reflejaban
la intensidad
del duro
firmamento:
el aire
era una
flor
total y abierta.
Yo, pequeño
poeta,
con los primeros
ojos
de la vida,
iba sobre
el caballo
balanceando
bajo la arboladura
de ciruelos.
Así en la infancia
pude
aspirar
en
un ramo,
en una rama,
el aroma del mundo,
su clavel
cristalino.
Desde entonces,
la tierra, el sol, la nieve,
las rachas
de la lluvia, en octubre,
en los caminos,
todo,
la luz, el agua,
el sol desnudo,
dejaron
en mi memoria
olor
y transparencia
de ciruela:
la vida
ovaló en una copa
su claridad, su sombra,
su frescura.
Oh beso
de la boca
en la ciruela,
dientes y
labios
llenos
del ámbar oloroso,
¡de la líquida luz de la ciruela!
Ramaje
de altos árboles
severos y sombríos
cuya
negra
corteza
trepamos
hacia el nido
mordiendo
ciruelas verdes
¡ácidas estrellas!