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La gran apuesta.

Crítica
a la democracia dominicana
Archivo General de la Nación
Volumen CCCLXXVI

Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra

Fernando I. Ferrán

La gran apuesta. Crítica


a la democracia dominicana

Santo Domingo
2019
Cuidado de la edición: Aimara Vera Riverón
Diagramación y diseño de portada: Harold M. Frías Maggiolo
Motivo de cubierta: Foto elecciones 1924. AGN. Colección Alejandro Paulino Ramos

Primera edición, 2019

© Fernando I. Ferrán

De esta edición
© Archivo General de la Nación (vol. CCCLXXVI)
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ISBN: 978-99-45-613-42-1
Impresión: SERD-NET SRL

Impreso en República Dominicana / Printed in the Dominican Republic


Contenido
Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

I. Democracia y ciudadanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Una palabra: democracia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Una realidad: régimen político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
Dilemas del ciudadano... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
El quid de la democracia contemporánea
(en el país). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

II. Nuestra América y el caso dominicano. . . . . . . . . . . . . . . . . 35


Raíces americanas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
El contorno dominicano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

III. Ruptura de la conciencia-democrática. . . . . . . . . . . . . . . . . 49


Perspectivas y relatos de un mismo problema. . . . . . . . . . . 49
Cuestión de conciencias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
El caso dominicano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Presidencialismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
La encrucijada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

IV. Talón de Aquiles de la democracia dominicana . . . . . . . . . . 91


Soberanía y democracia representativa. . . . . . . . . . . . . . . . 91
Desigualdad ciudadana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Ineptocracia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100
En la postrimería de la democracia dominicana . . . . . . . . . 109

Bibliografía del autor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

7
Sucede, en este particular, lo que los médicos dicen de
la tisis, que, en los principios, es fácil de curar y difícil
de conocer; pero que en lo sucesivo, si no la conocieron en
su principio, ni le aplicaron remedio alguno, se hace, en
verdad, fácil de conocer, pero difícil de curar.

Nicolás Maquiavelo
El Príncipe
Prólogo
L a democracia dominicana no es ni más ni menos que una
apuesta1 continua por obtener un presente mejorado y un por-
venir más sostenible. Sobre todo cuando se sabe lo que está en
juego: la prevalencia o la derrota de la cara oculta de dicha de-
mocracia.
La democracia dominicana tiene un lado oscuro. El interés en
ese lado sórdido y poco transparente evidencia de mi parte el co-
nocimiento de que, como la luna, también tiene un lado luminoso.
Esa cara oculta sirve de prólogo al futuro, a pesar de su te-
nebrosidad. De ahí la apuesta a lo mejor de la democracia y por
qué la crítica a lo que en ella es superable.
En medio de un régimen democrático compuesto por luces
y sombras, la sociedad dominicana se ha transformado significa-
tivamente durante los últimos 60 años.
Dejó de ser una sociedad rural y devino en urbana, fruto de
una radical modernización de su estilo de vida y expectativas cul-
turales. Bajo alguna variante de la economía capitalista, consu-
me desigualmente más de lo que produce. En ella se impone

Empleo en el título y a lo largo de este escrito el término «apuesta» en una


1

sola de sus diversas acepciones: emplazar a una o varias personas para lograr
un fin común; o bien, pactar los que tienen alguna disputa o hacen algún
pronóstico de que quien acierte gana. Pero bajo ninguna circunstancia se
trata de ganar dinero, como en la lotería, por ejemplo. La democracia no
es un juego de azar. Se participa en ella, pero no con el propósito de arries-
gar cierta cantidad de dinero bajo la creencia de recuperarla aumentada,
en caso de lograrlo a expensas de la suma que han perdido quienes no
acertaron. Bien por el contrario, en democracia se apuesta a un solo fin
legítimo: pactar quienes tienen alguna disputa, malquerencia o diferencia
y así ganar un bien común asentido libremente por todos. (A propósito
del término, https://es. thefreedictionary. com/apostar; https://dle. rae.
es/?id=3Kl5Wnh; https://dle. rae. es/?id=3Gyuz0q|3GzHuGe).

11
12 Fernando I. Ferrán

una oferta inequitativa de oportunidades y la desigual distribu-


ción de los beneficios. Su crecimiento económico disfruta últi-
mamente de relativa estabilidad macroeconómica y desde 1950
sorprende tanto como su deuda y el costo que le acarrea el servi-
cio de esta. Por demás, ha llegado a ser vox populi su indiscutible
pero excluyente movilidad social.
Durante ese lapso fueron enterrados luchadores y monto-
neros mientras resurgía un dejo de conciencia ciudadana que
exige más democracia, alternabilidad en el poder, mejor admi-
nistración del presupuesto público, rendimiento de cuentas y
régimen de consecuencias a todos por igual. Frente a ese resur-
gimiento de la conciencia democrática, aún permanecen imper-
térritas y desafiantes una cultura e instituciones recalcitrantes de
corte trujillista, tal y como ponen en evidencia el control político
de los estamentos judiciales, legislativos y municipales, al igual
que consuetudinarias prácticas autoritarias y loas obligadas a los
de arriba.
Claro está, cuando uno se limita a auscultar una sola cara
de la democracia dominicana y apostar por la otra, pareciera
significar que los personeros del sistema político vigente –mono-
polio verdadero de agrupaciones partidarias en manos de polí-
ticos profesionales– solo están interesados en enriquecerse bajo
el lema de «a la patria que la vendan, a mí que me den lo mío»,
al tiempo que la oposición política musita «quítate tú para po-
nerme yo».
A eso se debe el espejismo de inmovilidad estructural de la
realpolitik dominicana que proyecta siempre la imagen de estar
protegiéndose e inmunizándose de buenos y excelentes ciudada-
nos poniéndoles trabas y/o excluyéndolos de sus filas. La buena
voluntad de este o de aquel servidor público, o de esos tantos
ciudadanos anónimos que desempeñan o quieren desempeñar
funciones dentro del Estado dominicano, la más de las veces pa-
rece ser insuficiente para flanquear la maquinaria partidista y el
guarnecido castillo que los resguarda.
Fruto de esa especie de (des)institucionalidad estatal recu-
bierta de falta de transparencia, la democracia dominicana es
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 13

analizada olvidando que en el andamiaje supernumerario de


la administración pública –al igual que acontece en la cesta
de frutas con una manzana podrida que daña las de su en-
torno más cercano mientras amenaza al resto– no todo está
corrompido y no todos son mediocres, ineptos, ineficientes
e inmorales. Por tanto, tampoco están cargados los dados ni
perdida la apuesta, y aún menos la esperanza. No solo no
está podrido ni desahuciado el Estado político dominicano,
sino que el país por su propio esfuerzo y el de sus más nobles
actores progresa de manera sigilosa, perseverante y signifi-
cativa.
Aquella cara oculta, por más que se ensombrezca y ofusque la
visión, no logra encubrir ni apagar la llama que arde de manera
consciente en la ciudadanía ni la luz de esperanza que se en-
cuentra al reverso de su propia opacidad. La democracia, como
la realidad misma, es más que oscuridad, engaños y dobleces. No
es una retranca que mantiene inmóvil a la sociedad dominicana.
Como heredero de la tradición cultural de Galileo Galilei,
hay que adaptar su célebre aserción a la actualidad histórica de
la democracia dominicana: a pesar de todo, se mueve, progresa
y sigue avanzando.
Prueba de ello es que los más ya sabemos, exponemos y criti-
camos de manera consciente la onerosa carga de oscuridad que
denota nuestro oculto estado de cosas públicas. Y por ende, gra-
cias al ideal de bien y justicia que fuera de la cueva platónica
queda al descubierto por doquier, es hora de propiciar mayor
compromiso y lealtad a la causa común de todo un pueblo que,
en su afán cotidiano, anhela la instauración del lado más lumi-
noso de la democracia que se practica en y desde la República
Dominicana.
Ese mismo ideal lo comparto con otros tantos, quienes se
tomaron el trabajo de leer estas páginas, criticarlas y sugerir-
me valiosas correcciones. Son ellos Mario Dávalos, Olaya Dotel,
Samuel Bonilla y José Ramón Albaine. No menos decisiva que
sus respectivas críticas, las cuales agradezco, fue la confianza
que depositaron en este ensayo el historiador Roberto Cassá y
14 Fernando I. Ferrán

el padre Ramón Alfredo de la Cruz Baldera. Sin ellos lo escrito


no hubiera visto el sol de la mañana con más luz y menos
manchas.

Santo Domingo,
8 de septiembre de 2019
I. Democracia y ciudadanos
Una palabra: democracia

S in la intención de ser exhaustivo, aunque sí preciso y didác-


tico, inicio a modo de prólogo clarificando algunas palabras
que esconden conceptos. La primera de ella es «democracia».
Democracia tiene su base como concepción política en el an-
tiguo mundo de las ciudades-estados griegas. Desde el siglo v a. C,
en Atenas, democracia significa poder del pueblo o gobierno
del pueblo. Pericles, tenido como paradigma de hombre demo-
crático y auténtico adalid de la denominada «democracia ate-
niense» la define en su famoso discurso fúnebre de la siguiente
manera:

Tenemos un régimen político que no emula las leyes


de otros pueblos, y más que imitadores de los demás,
somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el
gobierno no depende de unos pocos sino de la mayo-
ría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos
privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcan-
za a todo el mundo, mientras que en la elección de los
cargos públicos no anteponemos las razones de clase
al mérito personal, conforme al prestigio de que goza
cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en
razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la
oscuridad de su condición social si está en condicio-
nes de prestar un servicio a la ciudad (Tucídides, 1990:
Libro II, 37, 1-2).

15
16 Fernando I. Ferrán

Esa comprensión fue retomada en tiempos más modernos,


concretamente en pleno siglo xviii d. C. por Jean Jacques
Rousseau. De este es célebre su frase: «El hombre ha nacido
libre, y en todas partes se halla entre cadenas», aunque como
alerta el historiador Jacques Barzun (2001: 574), su conclusión
no fue que hay que romper las cadenas, pues de inmediato añade
«intentaré demostrar que éstas (las cadenas) son legítimas» (Rous-
seau, 1762: Libro I, Capítulo 1). La explicación de esa alternativa:
libertad-cadenas, resumida en una apretada síntesis, es que el buen
salvaje del pensador ginebrino es un ser amoral que, como tal, no
puede construir una sociedad y dirigir un gobierno superando su
estado natural a no ser que la obediencia a las leyes sean sinónimo
no de sometimiento servil, sino de libertad civilizada.
Atento a esa condición natural, Rousseau prolongó las an-
danzas de su predecesor John Locke2 por más de un cuarto de
siglo al retomar y moldear la idea de «El contrato social». A dife-
rencia del inglés, no le interesaba indagar el origen de esa idea
y tampoco si el referido contrato tuvo algún asidero histórico;
su intención solo fue ponerla a la base de la mejor forma de go-
bierno para hombres que son libres y además morales, es decir,

2
A John Locke se le atribuyó, con cierta miopía cultural según Barzun
(2001: 541), haber sido quien primero formuló el principio según el cual
los derechos políticos y civiles no residen en Dios, sino en el pueblo. Su
premisa, como en Hobbes, arranca del estado de naturaleza. El hombre
en estado natural goza de todos los derechos que su poder y autonomía
individual le otorgan, sin límites ni prohibiciones. A esa condición inicial
le sigue una situación social anárquica, inviable e insoportable, razón por
la cual los hombres llegan a un acuerdo para establecer una autoridad
que contenga la violencia y resuelva las disputas. Ese es el logro del pacto
o contrato social. Sellado el acuerdo y generado por vía de consecuencia
un orden objetivo de leyes y mandatos, el pacto es obligatorio y vinculante
para todos los miembros de la sociedad; claro está, a menos que quien haga
las veces de soberano a título personal o de grupo use mal la autoridad que
le ha sido conferida por la población pactante. En pleno siglo xvii, Locke
resumió los derechos universales en esta tríada: vida, libertad y propiedad;
y argumentó que la autoridad política que ha de salvaguardarlos y velar
por que se pongan en práctica no podía recaer en el leviatán o soberano
absoluto de Hobbes, tentado siempre de caer en la tiranía, sino en los
representantes legítimos del pueblo soberano. Esos representantes para él
eran los que hacían las leyes y los que la ejecutaban.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 17

no naturalmente amorales y menos aún inmorales. Su intuición


original consistió en aunar en el gobierno la voluntad general de
los habitantes como manifestación ontológica del interés común.
Dada esa conjunción política, este deviene la expresión positiva
de la voluntad de la mayoría.
He ahí la explicación de las cadenas que no necesariamente
son símbolo de opresión del hombre, sino de libertad objetiva
de todo lo que es meramente natural, individual y subjetivo. Para
salir del estado natural y vivir de manera civilizada, las citadas
cadenas son imprescindibles y están legitimadas de forma de-
mocrática cuando la misma población es la que se las impone.
Sin embargo, cuando la voluntad de la mayoría no coincide con
la voluntad general, habrá que discernirla como sustrato de las
diferencias entre mayorías y minorías:

Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la vo-


luntad general: esta sólo mira al interés común; la otra
mira al interés privado, siendo la suma de voluntades
particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el
más y el menos, que se destruyen mutuamente, y quedará
por suma de las diferencias la voluntad general, (Rous-
seau, 1762: Libro II, Capítulo III, p. 36).

Son requisitos idóneos para el establecimiento de una demo-


cracia:

[…]un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir


el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin difi-
cultad, conocer a los demás[...], una gran sencillez de
costumbres[...], gran igualdad en los rangos y en las for-
tunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad
no podría prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco
o ningún lujo[…] (Ob. cit., Libro III, Capítulo IV).

Más allá del confín de sus escritos, sin embargo, cuando se


le cuestiona acerca de cuál sería la constitución perfecta para
18 Fernando I. Ferrán

Polonia o Córcega, Rousseau elude referirse al interés y la vo-


luntad general de los habitantes y más bien responde de manera
práctica insistiendo que hay que adaptarla a «las tradiciones, cos-
tumbres y necesidades actuales de la gente» (Barzun, 2001: 575).
Independientemente del significado de esa aparente escisión
entre sus ensayos teóricos y las recomendaciones prácticas, dos
eventos históricos convulsionaron el rumbo de los acontecimien-
tos y sus efectos llegan al presente: la revolución estadounidense
que funda los Estados Unidos de América en 1776 y la revolu-
ción francesa en 1789,3 la cual enarboló el ideal occidental de
democracia en un gobierno expresamente concebido como re-
publicano debido al equilibrio de los poderes estatales y la sobe-
ranía que pasa a residir exclusivamente en el pueblo, y en 1789
la Revolución Francesa que puso fin al Antiguo Régimen y tras-
puso la soberanía del monarca absoluto en la Nación política.
Esta segunda revolución en suelo europeo adoptó como forma
de gobierno la republicana, entendida precisamente como mez-
cla de un gobierno popular, de elección directa, y un gobierno
representativo donde los dirigentes son elegidos por un censo.
Anticipando ese horizonte de acontecimientos históricos con
sobrada lucidez, e inspirado en la filosofía aristotélica, Montes-
quieu ya había escrito en 1748: «La elección por sorteo es propia
de la democracia; la designación por elección corresponde a la
aristocracia» (ver, 2016: Libro II, Capítulo II). De seguro inspira-
do años más tarde en esa tradición de pensamiento, el también
francés Alexis de Tocqueville describiría la misma realidad entre
1835 y 1840 en los Estados Unidos de América, cuya constitución
estaba muy influida por Montesquieu:

En América, el pueblo nombra al que hace la ley y al


que la ejecuta; y él mismo forma el jurado que castiga

No está de más recordar el impacto de esos dos eventos históricos en la


3

conformación democrática de nuestra América. El proceso de formación nacional


de los habitantes de Latinoamérica y el Caribe muy probablemente no hubiera
sido posible sin que sus pobladores previamente oyeran hablar y consintieran
voluntariamente y con agrado a las revalorizaciones de patria, libertad y democracia
que provenían de la república estadounidense y de la Francia revolucionaria.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 19

las infracciones a la ley. No sólo las instituciones son


democráticas en su principio, sino también en su desa-
rrollo; así, el pueblo nombra directamente a sus repre-
sentantes y los elige, por lo general cada año con el fin
de mantenerlos completamente bajo su dependencia.
Es, pues, realmente el pueblo quien dirige, y aunque la
forma de gobierno sea representativa, es evidente que
las opiniones, los prejuicios, los intereses e incluso las
pasiones del pueblo no pueden encontrar obstáculos
duraderos que les impidan hacerse oír y obrar en la
dirección cotidiana de la sociedad[…]. En los Estados
Unidos, como en todos aquellos países donde reina el
pueblo, es la mayoría la que gobierna en nombre de
éste (ver Tocqueville, 1911: Volumen 1, Segunda Parte,
Capítulo I).

Hasta ahí la realidad aparece bajo un prisma ideal e idílico.


Pero en combinación con el indiscutible valor que encarna la
democracia estadounidense, Tocqueville también observó y pro-
nosticó algo adicional que debió alertar y preocupar a sus lecto-
res más críticos.
Según él, el modelo democrático basado no solo en la di-
visión de poderes republicanos y en la participación del ciuda-
dano en la vida pública, sino también en el principio de «un
hombre, un voto», se expone a la tiranía de la mayoría cuantas
veces se oponga a quienes de manera individual o minorita-
ria la enfrenten. En efecto, justificada la democracia en dicho
principio sin más, no hay ninguna garantía que salvaguarde la
democracia estadounidense del uso abusivo, autoritario y hasta
tiránico del poder. «La tiranía no sólo era legal sino social: la
presión tácita o expresa de los vecinos» (Barzun, 2001: 797). En
ese sentido, alertaba previsoramente el peligro de liberarse de
la soberanía de un monarca para caer en el abusivo despotismo
impuesto a nombre de la mayoría.
Pero no solo Tocqueville, ya antes Kant había conceptuali-
zado en 1795 (ver, 1976) el lado preocupante de la democracia
20 Fernando I. Ferrán

en sentido general. Propulsor del pensamiento crítico alemán


desde las aulas universitarias en Königsberg, el profesor de filo-
sofía elucidó, además de cuestiones metafísicas y epistemológicas,
la cuestión de la paz perpetua y las características de diversos re-
gímenes políticos en ascenso y en contraposición a la monarquía
absoluta. Distinguió la «Constitución republicana» de la «demo-
crática», y señaló que la primera es preferible a la segunda debido
a que el régimen republicano consiste en la separación entre el
poder ejecutivo y el legislativo, mientras que el democrático que-
da expuesto a cierto grado de despotismo cada vez que el Estado
ejecuta arbitrariamente las leyes que él mismo se otorga y la vo-
luntad pública es manejada por el gobernante como si fuera su
voluntad particular.
Así entendida la concepción kantiana actualiza la tipología
aristotélica en función de la cual, como se verá más abajo (Infra,
I.b), la democracia no es más que la deformación despótica de
la república.4 Su crítica señala que esta instituye un poder eje-
cutivo en el que todos –que no son realmente todos, sino solo
los que deciden por ellos– adoptan algo contra algunos que son
quienes no coinciden con los demás. Debido a ese límite impues-
to a la razón y a la libertad de cada ciudadano, Kant concluye
que independientemente de que la forma legítima de gobierno
sea idealmente la republicana, sin embargo, lo que realmente
debe resguardar la convivencia pública y lograr la paz perpetua
es que cualquiera que sea la Constitución política de un Esta-
do –republicana o representativa– esté incondicionalmente su-
jeta al imperio del Derecho. Solo él está llamado a lograr como
imperativo categórico que todos y cada uno de los ciudadanos
puedan reconocerse y ser reconocidos por igual bajo un mismo
principio universal de orden y racionalidad objetiva.
En medio de ese complejo telón de fondo ideal, una espe-
cie de ruptura del significado del término democracia surgió

La posibilidad intrínseca de esa deformación se manifiesta aún en pleno


4

siglo xx, y por eso el papa Benedicto XVI reconocía que «hemos visto en
nuestro siglo cómo la decisión de la mayoría sirve para derogar la libertad».
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 21

en pleno siglo xx, al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El es-


cenario se disputó entre la democracia occidental de la libertad
y el Estado de bienestar de un lado, y, del otro, las democracias
populares del denominado socialismo real. La diferencia entre
ambas democracias, además de geográfica, en función de la céle-
bre Cortina de Hierro bautizada así desde Londres por Winston
Churchill, se encontraba en la economía capitalista de libre mer-
cado y no solo en criterios formales (derechos políticos, sistema
de varios partidos).
Esa diferencia fundamental introdujo la comprensión de la
democracia según la cual esta deja de ser fundamentalmente
cuna de valores, acuerdos e ideologías de la ciudadanía, y pasa a
ser «método» para seleccionar por la vía electoral a quienes han
de tomar las decisiones políticas en el seno de la sociedad capi-
talista. Según la formulación dada en 1942 por Schumpeter (ver,
1968: 343): «Método democrático es aquel sistema institucional,
para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos ad-
quieren el poder de decidir por medio de una lucha de compe-
tencia por el voto del pueblo».
El debate contemporáneo gira de manera predominante en
torno a esa comprensión. Unos asumen –liberalismo político– y
otros soslayan –liberalismo económico– que la práctica democrá-
tica contemporánea genera desigualdades de todo tipo y llegan a
hablar de «democracia no liberal» y de «liberalismo no democrá-
tico» (Mounk, 2018); y, además, por añadidura están los teóricos
de la democracia que reivindican ambos liberalismos y los que
comienzan a confundirse en ese embrollo (Brenan, 2016; Mor,
2019). En cualquier margen de interpretación, no obstante la
batalla de los «ismos» ideológicos, está bien documentado que
no todos los miembros de una sociedad hoy día ejercen la mis-
ma cuota de poder o disfrutan de iguales derechos y equitativas
oportunidades de salarios, posiciones sociales, niveles de desa-
rrollo humano y otras tantas potencialidades.
Luego de la desintegración de la antigua Unión de Repúbli-
cas Socialistas Soviéticas en 1991, el debate se renueva más allá
22 Fernando I. Ferrán

de lo que un día se concibió al estilo hegeliano como «el fin de


la historia», de manera que los nuevos opositores se atrincheran.
Como en un juego de tenis de mesa, van y vienen los argumentos
de los dos principales contendientes. A decir de uno de ellos, el
mercado requiere distintos productos a distintos precios y por
esa sola razón, dado que son los actores económicos los que sa-
ben lo que hay que hacer, procede limitar a lo indispensable la
intervención del aparato estatal en la toma de decisiones de na-
turaleza económica. Al buen entender del otro, por el contrario,
es el Estado el que ha de intervenir para restablecer el equilibrio
social perdido por la fuerza y los intereses del mercado y acabar
con los efectos más y menos nocivos de la mutante economía
capitalista.

Una realidad: régimen político

Ese complejo quehacer de eventos históricos y reformula-


ciones del término democracia llega a la actualidad histórica
dominicana sustentado en cimientos conceptuales que –entre
muchos otros autores– aportaron filósofos de la talla de Platón
y Aristóteles.
En el diálogo de Platón sobre la República (1988) y en el de
las Leyes (1999) predominaba ya la idea de que todo el universo
político gira en torno al bien común de la ciudad y no alrededor
del bien particular del individuo. En su concepción no hay ni
asomo ni lugar para el individualismo moderno y su afanoso acti-
vismo y mar de opiniones circunstanciales y contradictorias. Más
bien advierte que, aun cuando a modo excepcional existen dos
tipos de gobierno –la monarquía o régimen que se concentra en
una única persona y la democracia que es el de la «multitud»–,
la gran mayoría resulta de la mezcla monárquica, democrática e
incluso en ocasiones aristocrática:

Hay como dos madres de los sistemas políticos, de cuyo


entrelazamiento con razón podría decirse que surge el
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 23

resto. Es correcto llamar a la una monarquía y a la otra


democracia. De una es la expresión más alta la raza de
los persas, de la otra, nosotros. Casi todas las formas res-
tantes, como dije, son variaciones de éstas (Platón, Leyes,
1999: 693e).

De su lado, a Aristóteles debemos la primera clasificación


de las formas de gobierno en función del número de gobernan-
tes. Así, la monarquía se caracteriza por el gobierno de uno,
la aristocracia por el gobierno de pocos, y la república por el
gobierno de «la mayoría»; rara vez escribe de «todos», por el
contrario, las degeneraciones de esos gobiernos son: de la mo-
narquía, la tiranía; de la aristocracia, la tiranía, y de la repúbli-
ca, la democracia:

De los gobiernos unipersonales solemos llamar monar-


quía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos,
pero de más de uno, aristocracia (bien porque gobiernan
los mejores (áristoi) o bien porque lo hacen atendiendo
a lo mejor (áriston) para la ciudad y para los que forman
su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando
por el bien común, recibe el nombre común a todos los
regímenes políticos: república (politeía) [...]. Desvia-
ciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la
oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la repú-
blica. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada
al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la
democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de
ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad»
(Aristóteles, 1988: 1279a-1279b).

Relevante es que Aristóteles no confunde el régimen re-


publicano con el democrático, pues según él aluden a princi-
pios distintos. El primero es el gobierno de la ley; el segundo,
el gobierno del pueblo. Ahora bien, tanto Aristóteles como an-
tes Platón suscitaron una serie de cuestiones críticas que desde
24 Fernando I. Ferrán

entonces llama la atención. Por ejemplo, como deformación y


reverso de la república, ¿la democracia solo presta atención «al
interés de los pobres» y no a la «comunidad»?
Más aún, dado que del dicho al hecho hay un gran trecho,
¿cómo y quiénes disciernen el bien común?, ¿quiénes lo encau-
zan e institucionalizan? ¿«Los mejores»? ¿«La multidad»? ¿Cuán-
tos son «todos», «mayoría», «algunos»? ¿Qué cualidad o atributo
tiene uno más que la minoría para determinar la balanza demo-
crática?
En fin, el rosario de preguntas teóricas puede extenderse y
las complicaciones operativas multiplicarse. Basta aquí subrayar
que fueron ellos los primeros en advertir de manera sistemática
que por sí sola la mayoría de los ciudadanos no necesariamente
representa la voluntad general ni sus decisiones son las más jui-
ciosas y certeras.5
Lo anterior permite afirmar que, no obstante el aval contem-
poráneo que recibe la gran mayoría de los regímenes reconoci-
dos como democráticos en una u otra de sus modalidades –pura,
en tanto que directa, o indirecta y representativa con base en
alguna forma electoral en función de la cual las decisiones son
tomadas por quienes la población reconoce como sus represen-
tantes legítimos– la democracia dista de ser perfecta y defini-
tiva. Al igual que cualquier otra formación política, supone la

En el horizonte del pensamiento occidental, sin embargo, esa crítica no exi-


5

me a Platón y sus sucesores de trasponer al mundo real cierta lógica totalita-


ria. Así argumentó el siglo pasado Karl Popper (1962) a la hora de defender
la sociedad abierta en contra de sus enemigos. Entre estos adversarios y de la
tradición política platónica sobresalen, según él, autores como Hegel, Marx
y otros. Todos ellos confían en el historicismo para apuntalar sus respectivas
filosofías políticas. Podrá decirse que uno u otro de los argumentos de Pop-
per en contra de dichos autores son exagerados y criticables; no obstante,
cuenta con un punto fundamental a su favor. En efecto, más de uno de los
presuntos enemigos de la democracia liberal y occidental no pueden ser ab-
sueltos –ni en teoría ni en la práctica– porque presuponen y afirman que tan
solo sus métodos e ideas expresan fidedignamente toda la realidad. Caen así
en el error conceptual del que pretende agotar y disolver la realidad en sus
elucubraciones, confundiéndola con sus conceptos, y sin dejar un pequeño
orificio a través del cual se descubra algo más rico, sorprendente y gratuito
que una idea subjetiva y personal.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 25

posibilidad de su corrupción, al llegar a convertirse en demago-


gia e incluso en tiranía.

Las democracias principalmente cambian debido a la


falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, en pri-
vado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen
su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta
a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa
[...]. Antiguamente, cuando se convertía la misma perso-
na en demagogo y estratego, orientaban el cambio hacia
la tiranía; pues, en general, la mayoría de los antiguos
tiranos han surgido de demagogos (Aristóteles, 1988:
1304b-1305a).

Poniendo de lado la respuesta a aquellas interrogantes, y al


margen de las causas de dicha corrupción y otras deformaciones,
en su acepción más prístina resulta ser que, en el mundo clásico
de la antigua Grecia, democracia es un estado de convivencia
en el que los hombres (no las mujeres) libres (no esclavos) y
propietarios (no desposeídos o desheredados, sino dispuestos a
contribuir con la comunidad e interesados en el desenlace de
cada decisión) participaban en el ágora o espacio urbano con-
cebido como centro social, político y administrativo en las anti-
guas ciudades griegas, en tanto que iguales entre sí a la hora de
decidir todo lo que concierne y condiciona a la polis que era la
Ciudad-Estado como tal. En y desde esta, el ciudadano se forma
y constituye valorando en democracia la libertad, el bienestar y
la relativa igualdad de la comunidad por encima de todo y de
todos.
De la valoración de esas condiciones –libertad, bienestar e
igualdad– depende que la titularidad del poder público sea atri-
buible al conjunto del pueblo así entendido y no al Olimpo de
dioses antropomórficos y tampoco a un sátrapa oriental, a un
monarca individual o a un grupo de aristócratas.
26 Fernando I. Ferrán

Dilemas del ciudadano…

Ciudadano y ciudadanía son términos interdependientes. El


primero es la realización o sustento fáctico del segundo y este la
calidad del primero. La interrelación de ambos transcurre en el
contexto de un Estado político, pues el ciudadano es una per-
sona considerada como sujeto de un Estado que le concede la
ciudadanía y lo hace titular de derechos y obligaciones, según su
ordenamiento jurídico.
Así queda evidenciado en la historia universal. En los códigos
legales que rigieron las primeras sociedades sedentarias y estata-
les aparece una serie de obligaciones de lo que hoy conocemos
como derechos sociales, políticos y civiles que regulan las rela-
ciones entre individuos y miembros de la sociedad. Precisamen-
te, los derechos y deberes reconocidos en esos códigos conferían
al individuo la condición de ciudadano dotado de ciudadanía.
En sociedades preestatales, como las bandas recolectoras, por
ejemplo, no existió una realidad similar, muy probablemente
porque se trataba de agrupaciones culturalmente mucho más
igualitarias, con una organización social simple y sin códigos le-
gales escritos.
Hace más de veintiséis siglos en Grecia se discutía acerca
del ciudadano, pues no existía consenso sobre quién ostentaba
tal distintivo. A mi entender la convicción de Aristóteles (1988:
Libro III) ha sido la que se generalizó.
En la tradición aristotélica, ciudadano es solamente el sujeto
capaz de participar de manera estable en el manejo de la cosa
pública por efecto de su poder de decisión colectiva, de confor-
midad con lo establecido en la ley; y, recíprocamente, ciudada-
nía es el concepto que entraña la condición formal otorgada al
ciudadano de ser miembro de una comunidad constitucional y
legalmente organizada. Por vía de consecuencia jurídica, como
se dijera anteriormente, en la cuna de la democracia, esclavos,
mujeres y hombres libres, pero no propietarios, no ostentaban la
condición de ciudadano y por eso no participaban con poder de
deliberación y decisión en el Ágora ateniense.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 27

Entendida así, la ciudadanía es inseparable de un cierto con-


junto de individuos organizados políticamente y dependientes
de un devenir histórico en constante proceso de construcción,
eventual destrucción y/o regeneración de la sociedad debido a
la intervención ciudadana.
Son tres las dimensiones singulares de la ciudadanía que se
decantan y aúnan de manera acumulativa en el mundo occiden-
tal. La ciudadanía civil, relativa a la libertad subjetiva y al dere-
cho de propiedad, predominó en el siglo xviii. El siglo xix fue
el de la ciudadanía política, religada al derecho del voto y de
la libre organización social y pública. Y por último, ya en pleno
siglo xx, surge la dimensión social, relacionada con los sistemas
educativos y el Estado de bienestar.
De esa composición tridimensional resulta que la ciudadanía
es tan civil, como política y social. Fruto de la maduración tem-
poral de la práctica ciudadana, ninguna de esas dimensiones es
hoy día concebible como excluyente de las otras dos.
En ese contexto, por consiguiente, lo significativo en térmi-
nos de democracia es que, cuanto más se fortalece y estrecha la
línea continua que relaciona ciudadanía-mundo político, más se
abstrae el ciudadano de su dimensión íntima, subjetiva, singular,
pues se le sustrae progresivamente de sus tareas y responsabili-
dades privadas. In extremis, el ciudadano podría encaminarse a
alienar su propia subjetividad y quedar atrapado unidimensio-
nalmente en la objetividad de la esfera pública.
Sin embargo, ni la ciudadanía ni el ciudadano de carne y
hueso se reducen a ser meras entidades atrapadas en su objetivi-
dad histórica. No en vano el Estado nación contemporáneo ha
dejado de ser el único centro de autoridad.
La desarticulación del individuo expuesta en el ya supera-
do postmodernismo por medio de la aversión, incredulidad y
deconstrucción de los metarrelatos (Pluckrose, 2019; Weigel,
2019), atraviesa por la ausencia tanto de la nación como de sus
tradiciones y sus fuentes de autoridad. Esa ausencia y desintegra-
ción se debe en buena medida a que, si lo que acaso constitu-
ye una nación –como la dominicana– es su memoria histórica
28 Fernando I. Ferrán

común, cuando sus tradiciones e historia se enseñan y comuni-


can de forma harto deficiente, los jóvenes no le prestan atención
y los adultos más cualificados no pueden menos que resistir con
escepticismo y algo de sinsabor la desintegración que aparenta
ser inminente e inevitable.6
La conciencia consciente de la tradición nacional, así
como la voluntad que se apega a ella, más pronto que tarde
se conforman y dejan de autoengañarse y consolarse. Ante la
emergencia de adaptarse a una nueva época y a las reacciones
previsibles de las próximas generaciones, desconcertadas bus-
can cómo ennoblecer esa tradición sin por ello saber a priori
cómo hacerla valedera y compatible con un mundo cada día
más globalizado.
De ahí que paradójicamente el dilema contemporáneo del
ciudadano inmerso no en una ciudad, sino en un Estado nación
ha llegado a ser de tal magnitud que se sabe atrapado en medio
de una contrariedad no siempre reconciliable:

– No abandonar el espacio público ni claudicar ni dejar de


ejercer su derecho democrático a la participación ciudadana;
y, de manera simultánea,
– reconocerse comprometido con un ámbito internacional,
dado que la formación nacional del Estado ya no es el mar-
co de referencia autosuficiente de la ciudadanía y de las au-
toridades nacionales para enfrentar desafíos globales como
el desarrollo de la ciencia y la tecnología, el cambio climá-
tico, la amenaza nuclear, el desenvolvimiento comercial y

El nacionalismo es otra forma de desarticular la nación como marco de refe-


6

rencia existencial de la población. En la medida en que la tradición común


renovada a diario, como afirmaba Renán, sea lo constitutivo de la nación,
esta implica necesariamente la capacidad de relativizar o incluso de olvidar
a veces aquellas realidades y eventos que desatan lo que aúna e incorpora el
conglomerado social. En otras palabras, en la medida en que la nación sea
símbolo de unión y el nacionalismo enfatice aspectos particulares constitu-
tivos, pero desintegradores de la existencia en común, esa expresión ideo-
lógica siempre atentará en contra de aquella por su naturaleza excluyente e
incapacidad de renovarse, adaptarse e integrarse a nuevas situaciones.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 29

económico de las naciones, las migraciones, el crimen


trasnacional, la paz mundial.

El objetivo final de actuar en ambos espacios, el de la comu-


nidad local y la internacional, es el mismo. Se trata de reivindi-
car la dignidad de cada existencia humana y convivir cada uno
acorde con condiciones sociales de franco progreso, mientras
se enarbolan valores universales como la paz, la fraternidad, la
justicia, la equidad o, en síntesis, la libertad en sus múltiples ma-
nifestaciones.
Pero, ¿qué puede esperarse de un estado de cosas democráti-
co en el que el ciudadano –inconsciente de su condición ciuda-
dana– se desentiende de su ciudadanía y lo deja todo en manos
de la formalidad garantista7 de un Estado repleto e incluso ago-
biado de leyes y de derechos formales?

El quid de la democracia contemporánea (en el país)

Se ha dicho que el pasado es prólogo del porvenir. Por eso


retengo del recorrido precedente el contexto de la democracia
y de los más diversos regímenes democráticos. Para situarlos me
valgo del novedoso aporte que Gerardo Munck (2007 y 2016)
tributa a sus coetáneos fundamentalmente en América Latina.
En su trabajo sobre el concepto de democracia, el argentino
y profesor de Yale rompe las amarras y deja atrás la práctica usual
de establecer un signo de igual entre este concepto y las carac-
terísticas políticas que rigen vigentes en aquellos países de Occi-
dente que se consideran verdaderos paladines y paradigmas de
la democracia. Rota la ecuación, retrotrae la discusión sobre el

A este propósito, ver el valor y al mismo tiempo el límite del derecho ga-
7

rantista en la exposición del insigne jurista Florentino Luigi Ferrajoli. Para


este, el problema de fondo es que «el poder –todos los poderes, sean estos
públicos o privados– tiende en efecto, ineludiblemente, a acumularse en
forma absoluta y a liberarse del derecho» (Ferrajoli, 2000: 121; ver también,
Ferrán, 2018: 267-297).
30 Fernando I. Ferrán

tema haciendo valer entre otros elementos propios la tradición


política en nuestra geografía americana.
Para Munck, democracia es más que celebración periódica
y ordenada de procesos electorales en función de los cuales se
traspasa ordenadamente el poder del Estado de unas manos a
otras. Por vía de consecuencia, puesto que para él la democracia
no está circunscrita a los torneos electorales y a la participación
en ellos, su comprensión le impide reducir la organización polí-
tica de índole democrática a una concepción nominalista –ade-
más de minimalista– al estilo de lo que proponen Schumpeter
(1942) o Dahl (1989; 1991).
En efecto, en adición a ser un sistema que cuenta con
elecciones inclusivas, limpias y competitivas para los pues-
tos y dependencias estatales claves, la democracia para
Munck –a quien sigo en este punto a pie juntillas– se
extiende a dos esferas adicionales del ordenamiento político carac-
terístico del estado de derecho:

1.ª El entorno sociocultural de la política. Este representa y significa


la razón constitutiva y los valores asumidos gracias a los cuales
principios tales como libertad, igualdad, justicia y solidaridad
prevalecen en todo momento. No se desvirtúan ni se con-
vierten en meras formalidades carentes de efectos prácticos y
consecuencias correctivas en medio de la rutina de cualquier
grupo o sociedad que diga o pretenda vivir en democracia.
2.ª El proceso de toma de decisiones del gobierno. Dicho proceso, para
ser democrático, requiere que la combinación «participación
ciudadana-institución» funcione mediante la retroalimenta-
ción positiva entre ambas. Constituye la conditio sine qua non
para lograr el consenso democrático de una mayoría de la
población. Por ende, deviene la vía por excelencia para sol-
ventar o modificar el status quo en un régimen democrático,
pero haciendo valer en todo momento que el poder es legíti-
ma e inalienablemente del pueblo. Gracias a la democracia,
la soberanía así concebida deja de ser patrimonio exclusi-
vamente divino y, al mismo tiempo, se aleja de un dominio
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 31

heredado por algún monarca, regenteado por un grupo aris-


tocrático o usurpado como monopolio legal de algún poder
gubernamental o de todos los poderes que componen el con-
glomerado estatal.

Atenido a esa noción de democracia ampliada –interdepen-


diente de la gobernabilidad y la participación de los ciudadanos
en los procesos de toma de decisión y no solo en ocasiones elec-
torales– se infiere sin mayor dificultad que cualquier ciudadanía
–por supuesto, comprendida la dominicana– deriva su razón de
ser de tres ideas matrices. Ellas son:

1. La ciudadanía. Esta depende y es proporcional al nivel de


conciencia y compromiso que asientan el/los ciudadano/s a
propósito de una causa y valores comunes plasmados en la tra-
dición histórica y la normativa institucional de la comunidad
nacional y la internacional. A mayor grado de conciencia y vo-
luntad democrática del ciudadano, más fuerte la instituciona-
lidad de su régimen político; y al revés, la flaqueza de aquellas
es la debilidad del orden institucional. Lo mismo se puede por
la vía contraria en ambas instancias, si la condición no fuera
la entereza del ciudadano y la fortaleza institucional. Más que
un juego de palabra, la correlación ciudadanía-conciencia ciu-
dadana es particularmente significativa en un momento de la
historia universal en el que la mayoría de las sociedades ameri-
canas han dejado de recostarse en las bayonetas.

2. La construcción democrática. El proceso de construcción de la


democracia depende del comportamiento de cada ciudada-
no cuantas veces este resuelva actualizar su ciudadanía –en
orden de reducir el formalismo que la universalidad del de-
recho le imprime–, o decida disminuir e incluso prescindir
de su quehacer ciudadano, defraudado por manipulaciones
políticas y enunciados abstractos y vacíos de contenido, pues
son enarbolados como si fueran expresión legítima de la vo-
luntad general de la ciudadanía.
32 Fernando I. Ferrán

De esa construcción y de aquella ciudadanía deriva una ter-


cera idea:

3. Hombre/mujer y sociedad. El ciudadano, su comunidad y agru-


paciones sociales están todos situados frente a dos mundos
contrapuestos entre sí: (i) el de la democracia ideal a la que
aspiran y (ii) el del régimen de turno que impera por medio
del rejuego de su ordenamiento formal y las artimañas de
una clase política.

a) En el mundo de la actual democracia ideal, tan democrá-


tica si no más que la de la Ágora ateniense que le dio ori-
gen y justificación, la utopía permite progresar y avanzar
en la búsqueda de algo más equitativo y siempre mejor y
común; empero,
b) en el de la materialización de su régimen político obje-
tivo se reproducen temporalmente estamentos transidos
por el engaño, las ínfulas del poder y la continua defor-
mación y doblez de intereses y fuerzas que se imponen en
un estado de cosas simuladamente de derecho democrá-
tico.

De todo lo expuesto hasta aquí, reténgase por el momen-


to que el quid de la cuestión democrática en la República Do-
minicana reside en la interdependencia de los tres extremos
previamente señalados: mundo de la democracia ideal, mundo
objetivo de la realpolitik y sujeto individual en su calidad de ciuda-
dano ejerciendo su ciudadanía. Como está por ser demostrado,
cada uno de esos dos mundos está situado en las postrimerías del
otro y enfrentado ideal y realmente al común de los ciudadanos
dominicanos. La razón de ese enfrentamiento deja en evidencia
este axioma antropológico que hace las veces de principio y fun-
damento del mundo democrático per se:
El valor de una sociedad democrática –en términos concep-
tuales y prácticos– reside en el desarrollo y bienestar de sus ciu-
dadanos; y su desempeño positivo depende de la formación de
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 33

la conciencia ciudadana, expuesta de manera reflexiva a partir


del consentimiento efectivo que cada quien otorga a la institu-
cionalización y transformación material de sus derechos y obli-
gaciones.
En otras palabras, a contracorriente de opiniones más gene-
ralizadas, el valor útil de un Estado, de un partido de gobierno o
de un gobernante específico no se mide por el número de obras
físicas que realiza, de reformas que acomete o de piezas legis-
lativas que aprueba; sino por el respeto y apoyo que merecen
esas acciones públicas por parte del ciudadano que les otorga o
deniega su legitimación. Carentes de legitimidad, ni utilizando
la fuerza física se querrá otorgar voluntaria y conscientemente
el indispensable acuerdo –siempre momentáneo y circunstan-
cial– al orden instituido y a su proceso de transformación, en
función de los derechos propios de la ciudadanía y los valores
ciudadanos. De hecho, cuantas veces se registra el divorcio de la
institucionalidad y el respaldo del buen ciudadano queda en evi-
dencia la cruenta división de endebles regímenes democráticos
desprovistos o en busca de su razón de ser constitutiva.
II. Nuestra América y el caso dominicano
Raíces americanas

La cultura política democrática se asocia en la tradición


occidental a una ciudadanía activa, vibrante, de la mano de
un ciudadano políticamente vigilante de sus instituciones,
derechos y libertades. De ahí que por vía contraria, ciudadanos
políticamente pasivos, apáticos y desentendidos de la cosa
pública encaminan la sociedad hacia una ciudadanía indolente,
dócil o –como ya se advierte desde el ámbito internacional para
el caso dominicano– «inconsistente con la democracia» (The
Economic Intelligence Unit, 2017: 63).
Las raíces de esa contraposición política radican en la histo-
ria de la geografía que José Martí bautizó en 1891 como «Nues-
tra América» (2005). En efecto, a propósito de ella, Bolívar fue
severo cuando en su Carta de Jamaica (1815) escribió que «los
americanos […] no ocupan otro lugar en la sociedad que el de
siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consu-
midores». La conclusión de ese diagnóstico no fue menos crítica:

De cuanto he referido, será fácil colegir que la América


no estaba preparada para desprenderse de la metrópo-
li, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegí-
timas cesiones de Bayona […]. Los acontecimientos de
la Tierra Firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nues-
tro carácter, costumbres y luces actuales [...]. En tanto
que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y
las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos

35
36 Fernando I. Ferrán

del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de


sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra
ruina. (Bolívar, 1815: 13, 15-16, 23; ver 1819: 1-2).

Pocas cosas tan interesantes en el mundo de la realpolitik do-


minicana, si no de la americana, como esa contrariedad que el
Libertador constata entre instituciones republicanas y la idiosin-
crasia cultural de sus conciudadanos. En particular esa variante
criolla del bonapartismo,8 a propósito del cual Bolívar, en su Dis-
curso ante el Congreso de Angostura (1819), advirtió que es el
que corroe el orden establecido.

La continuación de la autoridad en un mismo individuo


frecuentemente ha sido el término de los gobiernos de-
mocráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los
sistemas populares, porque nada es tan peligroso como
dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano
el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se
acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpa-
ción y la tiranía (Bolívar, 1819: 2).

Avanzan los años, progresan los pueblos, se sienten los


cambios y mejoras materiales, empero, el remedio previsto por
Bolívar para subsanar la contrariedad encarnada por la no al-
ternabilidad del poder sigue siendo aleccionador. No fue el
mismo antídoto al que se recurrió en la República Dominica-
na, con la vuelta al pasado que quiso forzar el general Santana
por medio de la Anexión de 1861; pero sí análogamente pro-
blemático. Con los ojos puestos en la experiencia anglosajona

Sistema de gobierno surgido en Europa en el siglo xix, en el que el poder


8

estaba en manos de un miembro de la familia Bonaparte en virtud de here-


dad y por delegación expresa de la nación. Genéricamente, como término
del vocabulario político es aplicable a cualquier situación, preferentemente
de forma peyorativa, implicando la acusación de autoritarismo y populismo,
por ejemplo, en la práctica de resolver cuestiones políticas recurriendo al
referéndum en circunstancias en que el gobernante impone su capacidad
para manipular la opinión pública a su favor.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 37

–fijándose en esa otra porción de América que según lo escrito


por el Apóstol cubano era «el norte revuelto y brutal que nos
desprecia» (Martí, 1895)–, Bolívar afirmó sin reparo alguno
que «los Estados americanos han menester de los cuidados de
gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del des-
potismo y la guerra» (1815: 23).9
El diagnóstico bolivariano –extrapolado10 de su entorno ibe-
roamericano– amerita ser discutido dentro de ciertos límites. En
palabras del historiador mexicano Enrique Krauze (2017), «es
obvio que nuestra democracia es una casa en obra negra pero
no por ello es menos sustancial. Sus defectos son de quienes la
ejercen, no de ella, ni como doctrina ni como sistema».
El impacto negativo de quienes ejercen el poder estatal
viciando el orden democrático en nuestra América lleva a hablar

9
Como sentencia Pedro Delgado Malagón (2018), «la fe bolivariana –laica,
civilizada, progresista– alzó plegarias a Inglaterra». A esta y a los Estados
Unidos de América. En efecto, elabora el mismo autor, «mientras jugábamos
a la revolución, acto supremo del barroquismo, los hombres del Norte
desafiaban y domeñaban el progreso. Ellos, los rudos y prosaicos Calibanes,
construían las fábricas y los ferrocarriles. Nosotros, Arieles sublimes y
clarividentes, nos rajábamos el pecho a plomazos en tanto aspirábamos
el efluvio del terruño glorioso. Allá nacían Abraham Lincoln y Benjamin
Franklin. Al Sur, valga el parangón, crecían y se multiplicaban criaturas
inconcebibles como Juan Manuel de Rosas (“Tirano ungido por Dios para
salvar a la Patria”), Rafael Leónidas Trujillo (“Benefactor y Padre de la Patria
Nueva”) y el General Juan Vicente Gómez, vitalicio “Pacificador” de la Patria
venezolana».
10
La extrapolación puede realizarse en referencia a las Trece Colonias nor-
teamericanas. En estas, la preocupación de los primeros constituyentes, al
igual que la de sus émulos y sucesores, ha sido de doble intencionalidad:
por un lado, evitar que la población mayoritaria reemplace con sus capri-
chos y arbitrariedades la conducta poco razonable de los pasados monarcas;
si eso aconteciera se volvería a desconocer el límite que la autonomía de
cada ser humano, con sus derechos y ejercicio de libertad, le impone a las
autoridades. Y, por el otro lado, dividir y equilibrar el ejercicio del poder, y
así impedir que luego de liberarse de la monarquía inglesa se imponga una
práctica por medio de la cual la ciudadanía estadounidense se desentienda
de los asuntos públicos. De llegar a acontecer esa distracción, los ciudada-
nos dejarían de estar activamente atentos a sus intereses particulares y a la
conducción de los asuntos públicos, de modo tal que pronto cederían de fac-
to su autonomía y libertad de decisión al dominio autoritario de un elegido
o a la dictadura de un ungido.
38 Fernando I. Ferrán

de la «post-democracia latinoamericana» (Schamis, 2019). La


explicación de este fenómeno es tan cristalina como el agua de
un manantial.
Se entiende por democracia un método para llegar al po-
der estatal (elecciones libres, justas y transparentes, con ejercicio
irrestricto de la ciudadanía), alternarlo por vía de las urnas para
evitar así la usurpación advertida por Bolívar, y una forma para
ejercerlo (separación de poderes, única manera de proteger las
libertades y los derechos garantizados por normas jurídicas re-
lativamente estables), todo según lo consignado en la Constitu-
ción. Ahora bien, la condición sin la cual no se puede hablar
de un estado de cosas democrático es la existencia efectiva del
estado de derecho. Sin este, es un contrasentido hablar de de-
mocracia.
Por eso mismo, ¡cuán confuso resulta el espíritu del tiempo
presente en nuestra postdemocracia!
Tanto si se mira hacia países donde se pretende institucionali-
zar «repúblicas con monarcas» –independientemente de variantes
tipo Cuba (Fidel y Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel), Bolivia (Evo
Morales), Venezuela (Hugo Chávez, Nicolás Maduro), Nicaragua
(Daniel Ortega), Ecuador (Rafael Correa)– como si se evalúan los
intentos cuyo objetivo final ha sido modificar la regla constitucio-
nal de la reelección «desde el poder, o muy cerca de él, en benefi-
cio propio» para mantenerse o retornar a la cima del Estado, tal y
como ejemplifican Fernando Henrique Cardoso en Brasil, Carlos
Menem en Argentina y Oscar Arias en Costa Rica, entre los más
connotados fuera de la República Dominicana. En ambas instan-
cias, según Schamis, se revela que la práctica de «utilizar trucos
jurídicos para prolongar la estadía en el poder es siempre condu-
cente al personalismo» postdemocrático, (Ob. cit.).
En medio de tanto predominio personalista, la geografía lati-
noamericana desde finales del siglo pasado ha sido testigo de di-
versas narrativas. La de los años ochenta se basó en los derechos
humanos. El argumento de la década de los noventa rescató las
democracias representativas, liberales e híbridas, con formu-
laciones conceptuales que enfatizaban la mezcla de procesos
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 39

electorales adecuados, déficits de derechos y separación de po-


deres. Sin embargo, a pesar de sus variantes, esas u otras narrati-
vas no son suficientes:

Los déficits en cuestión se hicieron más visibles en este


siglo. A muchos gobiernos, democráticamente electos, el
shock de precios favorables les aseguró recursos fiscales
sin precedentes. Con ellos aumentaron la discreciona-
lidad del Ejecutivo, financiaron máquinas clientelares y
buscaron la perpetuación en el poder. La prosperidad de
este siglo dañó las instituciones democráticas más que la
crisis de la deuda y las hiperinflaciones del siglo anterior.
(Ob. cit.).

En medio de ese contexto político, entró en escena un fenó-


meno conocido en la República Dominicana desde antaño: la no
alternancia democrática del poder, pero ahora por vía de lo que
Schamis denomina «la reelección codificada como un derecho
humano, un caso particularmente desafortunado» (Ibíd.). Sin
dudas, se trata de un mal producto envuelto en el papel de una
marca de prestigio.
Así, pues, a través de las transformaciones generales deriva-
das de la colonización ibérica, lo significativo ha sido que los
ciudadanos latinoamericanos no contaron con una cultura de-
mocrática que sustentara y promoviera la participación ciudada-
na en la cosa pública y que, de manera concomitante, formara
al ciudadano en el respeto al estado de derecho. Desposeídos así
de esa herencia y formación, la construcción pragmática de una
tradición democrática sigue siendo tarea utópica en esa América
tan desprovista de ella y de estadistas de alcance histórico.

El contorno dominicano

El caso dominicano permite ilustrar el devenir de dicha si-


tuación latinoamericana. Sobre todo, en cuanto se pone sobre
40 Fernando I. Ferrán

el tapete la razón que asistió a Manuel del Cabral (1979) cuando


enseñó con lucidez poética que «la trampa es el hombre».
A falta de ideales compartidos y de proyectos y valores comu-
nes, la sociedad dominicana se subdivide bajo el embrujo de dis-
tintas personalidades pintadas por la publicidad y el mercadeo
con que se pretende ennoblecerlas. Ayer, y todavía hoy, esa mu-
chedumbre de yoes parece alejada de cualquier forma de convi-
vencia ordenada e institucionalizada por medio de costumbres y
preceptos derivados de consuetudinarias normas universales. Ni
siquiera el derecho –en tanto que racionalidad universal de toda
una sociedad– corrige esa situación. La indiferencia que desde
los mismos albores de la república exhibe el ciudadano domi-
nicano frente al dominio jurídico que le es impuesto y reclama
su acato y obediencia, corrobora y reedita el discurso fitcheano
ante la nación germana, pero esta vez no en su versión original,
sino en una eminentemente antillana.11
La realidad dominicana deviene así la de un Estado repleto
de leyes incumplidas y de treinta y nueve textos constituciona-
les12 ineficaces, como si todos fueran ajenos a la idiosincrasia de

11
El razonamiento de Fichte, anclado en el lenguaje y las tradiciones, reside
en el hecho de que pueblo y patria son «portadores y garantía de la eter-
nidad terrena» (2017: 162). Como tales, están por encima del Estado polí-
tico y del orden social. De modo que –trasponiendo la posición de Fichte
al contexto dominicano– si quienes legislan no representan a ese pueblo
que formalmente los elige, sino a un partido o agrupación política, a un
jefe político o a un poder fáctico cualquiera, se comprende lógicamente el
continuo malestar, descontento, desconocimiento y desobediencia que esa
situación genera en una población detenida por el orden legal que tantas
veces le quieren imponer. Ningún ordenamiento legal que sea análogo por
su contexto al de la situación alemana a la que Fichte dirigió su discurso es
capaz de sobreponerse al estado inerte de la letra muerta.
12
A propósito de esos treinta y nueve textos en un contexto internacional, ver
Ferrán et al., 2017 a y b; Fernández Vidal, 2019. Cabe aquí contextualizar esa
situación, en función de la posición de Américo Lugo. Según este, «la actual
incapacidad política para convertirnos en nación, hace que nuestras cons-
tituciones sean letra muerta. La constitución es la expresión de la unidad y
de la voluntad pública; y las nuestras son mera expresión de la generalidad,
sea mayoría, sea minoría, y, por tanto, de la voluntad popular, la cual nunca
puede ser pública, mientras no se transforme en voluntad nacional» (en
Julia, 1977, t. II, p. 126). Por eso el sugestivo título del artículo de Fernández
Vidal (2019), «hoy por mí, mañana por mí».
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 41

la población. Se adoptan voluntariamente acuerdos, contratos,


protocolos, reglamentos, disposiciones, decretos, leyes y consti-
tuciones políticas que no solo quienes los firman y proclaman,
sino la misma población en general los acatan con la velada in-
tención de incumplirlos y violarlos. Eso es lo que testifica la posi-
ción de la República Dominicana en el Rule of Law Index, 2016,
el Índice de Desarrollo Humano (World Justice Project, 2017;
Samuel Tapia, 2017; Álvarez, 2017; Díaz, 2017; PNUD, 2014 y
2016; Shyam, 2019: 179-194) y, a propósito de la independencia
del Poder Judicial en el país, el Foro Económico Mundial (2018:
106-107).
En tal ambiente, sin embargo, más que la abrumadora canti-
dad de normas y regulaciones derivadas del ordenamiento cons-
titucional y jurídico de la sociedad dominicana, sobresalen la
deformación y el mal funcionamiento del aparato institucional
dominicano. Así lo confirma el sinfín de violaciones registradas
tanto por parte de los funcionarios que debieran servirle de pa-
ladín a las instituciones como de los ciudadanos desprovistos de
organización comunitaria y de conciencia común.
Al contrario de lo que acontece en el drama de Fuenteovejuna,
todos a una –ciudadanos y servidores públicos– impiden al uní-
sono que la voluntad general pueda plasmarse en un estado de
derecho que, por ese motivo, termina siendo continuamente
desconocido y vulnerado por los mismos de siempre. En el gran
teatro del mundo dominicano, el relato original concluye en un
entramado institucional disfuncional en el que actores y público
en general asumen como algo natural la usurpación patrimonial
de un Estado ilusamente moderno y de derecho.
De ahí que cada quien sospeche que todas las cosas y los
sujetos tienen su precio.13 Los más poderosos llegan incluso a

Esto no significa que no haya excepciones significativas. En verdad, «aunque


13

en este país muchos opinantes creen que todo en la política es comprable,


la República Dominicana ha logrado un alto nivel de estabilidad política,
comparado con muchos otros países de la región latinoamericana, porque
en momentos cruciales, políticos de alta influencia han sabido evaluar sus
posibilidades y limitaciones con realismo y cordura. Ahora le tocó el turno
42 Fernando I. Ferrán

utilizar tanto la Constitución política, que da pie a dicho estado


de derecho, como a los poderes y expresiones administrativas de
este, a modo de fuerza motora con la que maniatan y controlan
al pueblo e impiden que este –como soberano que se le dice ser–
pueda controlarlos e impedirles que acumulen aún más poder y
que acrecienten nuevas fortunas. Ante la autonomía del Estado
y de los connotados poderes fácticos situados enfrente del ciu-
dadano común, poco valor práctico se le concede a la condición
civil de este; y eso así, a pesar de la abundante publicidad retóri-
ca del orden constitucional y del preterido contrato social que se
sobrepone a todos por igual.
Por todo lo cual, el estado de derecho dominicano efectiva-
mente frágil y debilitado en su institucionalidad podrá ser políti-
co, pero más de uno dudará con razón de su carácter nacional.14
«Dirigentes», «líderes» y «estadistas» –por no escribir ídolos

a Danilo Medina» (Espinal, 2019). Independiente del valor ejemplar que


con el pasar del tiempo pueda atribuírsele a eventos presentes –por aquello
de que la verdad se reconoce al final–, lo significativo y determinante es lo
siguiente: siempre debe esperarse que de momentos excepcionales y crucia-
les surja la causa ejemplar de políticos de alta influencia que logren instituir
como práctica habitual que lo inusual e impracticable en la tradición políti-
ca dominicana pase a ser en lo sucesivo algo común y ordinario.
14
«Lo que no ha habido en nuestro país es Estado nacional» (Céspedes, 2011:
219). Según el autor citado, no lo ha habido ni podrá haberlo porque «para
que esto sucediera, la burguesía dominicana (inexistente antes de 1940)
debió haber eliminado a la pequeña burguesía, subordinársela, al igual que
debió reconocer en la clase obrera su contraparte. Hay hoy una fracción
burguesa más grande que cuando Trujillo, pero esta se mantiene, debido
a su inconsciencia política y de clase, al margen. No ha sabido, querido ni
podido tomar el control del Estado y gobernar por sí y para sí. Ha preferido
dejar ese reinado a la pequeña burguesía para no asumir la responsabilidad
de gobernar un “Estado” donde las relaciones precapitalistas a través del
control de la burocracia del gobierno, la corrupción, el patrimonialismo y
el clientelismo le hubiesen dado jaque mate, como ha sucedido desde Santa-
na, Báez, Lilís, Trujillo, Balaguer y los gobiernos del PRD y el PLD» (Ibíd.).
A partir de esa comprensión, la conclusión parece ser irrefutable: «Nuestro
“Estado” ha sido controlado desde 1844 hasta hoy por la pequeña burguesía
alta y media, aliada con esos empresarios de mentalidad e ideología precapi-
talista, aunque sus empresas sean capitalistas y él forme parte de la pequeña
fracción que acumuló riquezas con la protección de Heureaux, Cáceres,
Horacio Vásquez, Trujillo, Balaguer, los gobiernos del PRD y el PLD» (Ob.
cit., 222, 223).
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 43

políticos y títeres republicanos– suben y bajan, desleales e inúti-


les todos y prácticamente sin excepción a la hora de erradicar el
individualismo y la permisividad que los conduce a creerse en
su fuero interno predestinados y, por tanto, con derecho natu-
ral para apropiarse de manera arbitraria e ilícita de los bienes
públicos, imponer su poder discrecional, asumir atribuciones
ilegítimas e, incluso, poner en juego el sagrado derecho a la vida
y la felicidad que, una vez endiosados, creen que solo merecen
ellos, no los demás. Nefastas opulencia y omnipotencia estas que
garantizan vanagloria, desigualdad e inmunidad ante el derecho
y la probada invidencia de la justicia.
En buena medida los problemas que padece y resiente la
ciudadanía dominicana se reproducen en el tiempo al absurdo.
Pareciera ser que no hay forma de institucionalizar la sociedad
bajo la égida de ni siquiera un bien establecido por la voluntad
general de la población y la subsecuente convivencia de todos
por igual.

Por una especie de superviviencia atávica del pensamien-


to continental europeo, el pueblo dominicano conserva
la ideología de los tiempos coloniales, proclama toda-
vía el principio de la abstención política y entretiene la
mental ilusión de que alguna vez encontrará un amo, un
«buen déspota», que realice por sí solo todos los popu-
lares anhelos de justicia, libertad y prosperidad (Álvarez,
1974: 19; c. Moscoso Puello, 1974: 42, 45-46).

A raíz de esa constatación entresacada por Federico C.


Álvarez de su relectura de la historia del país, toma particular
valor su reafirmación democrática. Para él, la Constitución de
San Cristóbal:

[…] ejerció gran influencia en la mentalidad del pueblo


dominicano, pues ella había sido dictada para fijar las
bases de la política por nuestros antepasados, bajo una
forma solemne, a pesar de que sus autores aprobaron el
44 Fernando I. Ferrán

artículo 210, bajo la presión de la fuerza. Ese escrito de-


formado fue el gran opositor de la dictadura (Álvarez,
1970: 58).15

Heredero de esa fuente de inspiración y de motivación, reco-


noce sin reservas que:

La única salvación del país es la democracia, que no


admite otra forma de escoger a los gobernantes que el
voto pacífico del pueblo en los comicios. Los problemas
económicos y sociales no se resuelven por la fuerza. Nos
hemos empobrecido por las dictaduras, que sólo han he-
cho ricos a los dictadores. La nación debe regirse por la
verdad que resulta del debate público y del libre juego de
las instituciones constitucionales (Ibíd., 75, 76).

Como colofón del más ideal de los espíritus democráticos, la


imprescindible reafirmación de la participación ciudadana en
todo lo que la incumbe:

No hay, pues, una democracia para la autoridad, en la


que no intervienen los ciudadanos independientes, sino
una cooperación sincera de todas las personas aptas para
deliberar y razonar sobre lo que más conviene a todos los
dominicanos (Ibíd., 77).

El célebre artículo 210 de la Constitución de 1844 otorgaba poderes extraor-


15

dinarios al presidente de la República en situaciones extremas, al mismo


tiempo que el 206 permitía al primer presidente dominicano, el general
Santana, permanecer en su cargo «durante dos períodos constitucionales
consecutivos» y sin tener que someterse a los cuatro años al escrutinio electo-
ral, tal y como requerían los artículos 95 y 98 de la Constitución de San Cristó-
bal. Nace así transida la carta magna propiciada por los valores democráticos
e ideales de los unos y soslayados por las ambiciones y prácticas de poder de
los otros. Esa paradoja se resiente aún en el presente y, por eso mismo, el valor
de las sugerencias prácticas para resguardar el texto constitucional de todo
tipo de manipulaciones ilegítimas. A este propósito ver Rodríguez, 2019 b.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 45

Tan fundamental resulta ser esa deliberación y la disposición


a concertar decisiones que, para el autor citado, no solo antes de
mayo de 1961, sino incluso después del tiranicidio de ese año no
ha habido en el país un solo gobierno imbuido de espíritu de-
mocrático. Ni siquiera el salido libremente de las urnas en 1963
puesto que, según escribió, además de demagógico e inflexi-
ble, el gobierno de Bosch no supo distinguir entre «supremacía
de la autoridad» y «soberanía de la nación»; y, por añadidura,
ni siquiera practicó aquello que desde tiempos del Ágora ate-
niense venía caracterizando las más diversas democracias occi-
dentales: el diálogo como cimiento de un régimen democrático
(Ibíd., 70-72).
Conmovido ante ese vacío histórico, Álvarez (2014) reafirma
no obstante que, como aval de la autoridad, la democracia es
sinónimo de participación y cooperación ciudadana. He ahí, por
consiguiente, la vía única para superar el atavismo de buenos o
malos déspotas. Para superarlos en democracia, la política no es
ni debe ser asunto de «políticos profesionales».16 No puede ser
materia de estos sujetos, dado que ella trata de un ideal, de lo
que debe ser, y no de lo que algunos han hecho y aún menos de
lo que hacen. Debido a esa antinomia entre lo que es la política
y lo que hacen los políticos profesionales, el único entramado
de esta índole que realmente existe en el país es conducido en
dirección contraria por esos profesionales de la política.
En efecto, lo que se conoce y practica como política en el
país es manzana envenenada cultivada por profesionales en una
agrupación o partido sociopolítico que defiende sus intereses

Para Federico C. Álvarez (1974) político profesional es el que, más que


16

perseguir un ideal de bien público, necesita el incentivo de una recompensa


material y no concibe la política sino a cambio de que sus esfuerzos sean
remunerados con un empleo o de cualquier otra manera. También, ese
político siempre interesado en lo particular incursiona en la política en la
búsqueda de ilícitas especulaciones. Son ellos los que hacen de la política
una profesión lucrativa. «El único ideal de los políticos profesionales ha
constituido en alcanzar la posición que represente lo más altos sueldos o
que ofrezcan las mejores oportunidades para enriquecerse rápidamente,
por toda clase de maniobras, a expensas del erario nacional».
46 Fernando I. Ferrán

individuales y/o particulares, pero siempre de espaldas y por


encima de los intereses de quienes dicen representar y servir.
Se consolida así una clase política que, contando con honro-
sas excepciones, prescinde de valores, principios e ideologías,
pues solo vela y atiende su cuota de poder y riqueza en la plaza
pública.
Ante la mirada escéptica de los más, la ciudadanía domini-
cana sabe que en materia de políticos una cosa es antes y otra
después. Antes de llegar a un cargo el discurso es un rosario de
cincuenta promesas y románticas virtudes, pero después de obte-
nerlo comienza la hora de la postverdad. Es tiempo de acumular
influencia, poder y fortunas, recuperando así la inversión mone-
taria que fuera realizada para promover aspiraciones y candida-
turas. Por dramáticas que sean las evidencias, los ciudadanos más
incautos no dejan de esperar y creer en la existencia de solucio-
nes pragmáticas encaminadas a la concepción y materialización
de ideas democráticas asociadas a la causa común de la sociedad
dominicana; solo que, por el contrario, los políticos profesiona-
les creen saber mejor que todos que esos valores no pagan y tam-
poco existe un único propósito colectivo que aúne a todos los
dominicanos por igual.
La situación es aún peor en la cima de las agrupaciones y
partidos políticos. Los profesionales no son los políticos sin más,
sino una exclusiva cúpula de naturaleza tribal dividida en cla-
nes cuyo culto de superioridad los conduce a reproducirse ad
aeternum en la cúspide social de los salones cortesanos y en las
mejores crónicas noticiosas de los medios de comunicación so-
cial dominicanos. A modo de santos varones, los integrantes de
ese linaje se creen inmunes a la vida civil mientras conserven
su capacidad de tejer relatos intrigantes y redes de influencia y
enredos en cuanto pasillo y capilla aliente su pisada cortesana
a través del sinfín de enmarañados meandros de la burocracia
estatal dominicana.
Pudiera ser que uno de los elementos más hirientes y dolo-
rosos del encrustamiento de la clase política en el cuerpo social
dominicano sea su ausencia de visión y liderazgo. Ni siquiera
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 47

cooperan en la composición y conformación de un «nosotros»


inclusivo en medio de una nación invertebrada y al garete tan-
to en suelo patrio como cuando viaje en yola. Esa especie de
costra clasista ni ha ayudado ni ayuda a la formación de una
dominicanidad consciente de sí y de los demás.17 Tal y como
reconoce Pérez Cabral (1976: 32), al analizar el decurso de esa
comunidad mulata que integra el pueblo dominicano «resultó
imposible la integración del valor nacional como un atributo
colectivo».
Por todo lo cual, parafraseando la afirmación antes citada
de Krauze, el problema per se dominicano no es el ideal de-
mocrático ni su normativa constitucional, sino su hueco nomi-
nalismo institucional. A causa de este, la práctica ciudadana
consiste en permanecer recluida en su ilusión y limitada a
observar pasivamente cómo se malversan fondos y oportuni-
dades, mientras la entretienen promulgando nombramientos,
decretos, ordenanzas, reglamentos, leyes, haciendo promesas,
repartiendo favores y privilegios, amén de enmendar el mismo
artículo reeleccionista de la Constitución bajo el embrujo de
quienes manejan los hilos del poder en el pórtico oscuro de la
democracia dominicana.
En verdad, toda esa parafernalia teatral desconoce que, como
dicta el refrán popular, la fiebre no está en la sábana, sino como
advirtiera siglos atrás Víctor Hugo en eso que tiene de «misera-
ble» la condición humana.
Si aceptamos que la vida democrática tiene que ver con
el cuerpo social dominicano, y no con la sábana con la que
como al Cristo en cruz se le quieran recubrir sus partes por
pudor; o mejor, si está religada por «los sentimientos huma-
nos» (Harari, 2018: 66) más que por movilizaciones públicas
y manipulación de carencias, entonces habrá que reconocer
que la democracia dominicana es tan real y promisoria –o
tan infecunda y frágil– como la conciencia ciudadana de

Desde una perspectiva eminentemente histórica, véase a este propósito el


17

ensayo de Roberto Marte (2017: 63-129).


48 Fernando I. Ferrán

cuya formación y desarrollo depende. Es al ciudadano cons-


ciente de sí, al igual que de los otros, al que hay que apelar y
formar, sin que para ello haya que recurrir necesaria e inde-
fectiblemente a lo que Nietzsche hubiera calificado despecti-
vamente –en su obra El Anticristo– como «raza» o «escoria» de
profesionales de la política.
III. Ruptura de la conciencia-democrática
Perspectivas y relatos de un mismo problema

El fenómeno del comportamiento característico del ciuda-


dano puede estudiarse, desde una perspectiva sociohistórica,
enraizado en el tipo de colonización infligido por las naciones
europeas en nuestra América; pero también, al asumir antropo-
lógicamente la formación de la conciencia de cada uno en la
esfera pública.

Perspectivas

En la primera opción, los estudios son comparativos y apelan


al tipo de colonización que diversas monarquías europeas im-
plantaron y desarrollaron en el denominado Nuevo Mundo. En
este contexto, la perspectiva predominante consiste en diferen-
ciar el modelo de colonización institucionalizada en los territo-
rios que pasaron a ser colonias europeas a partir del siglo xv de
nuestra era. Pero resulta ser que, si el asunto se piensa más allá
de la sociología weberiana, esas raíces coloniales –contrapuestas
fundamentalmente entre ibéricas, anglosajonas y francesas– no
aparecen tan disímiles como se suele asumir.
Así lo argumenta razonablemente Garín (2018; ver también
Elliot, 2019), cuando aduce que quienes enaltecen el modelo y
los frutos de la colonización anglosajona soslayan, adrede o no,
que Gran Bretaña colonizó, además de las Trece Colonias nor-
teamericanas, muchas más naciones a las que ni siquiera se mira:
por ejemplo Guyana, Malawi, Sudán del Sur o Gambia. Tampoco

49
50 Fernando I. Ferrán

frenan el tren de la ideología y sus vagones de prejuicios para


recordar que tres de los cuatro estados más prósperos del rosa-
rio de cuentas que conforman los Estados Unidos de América
fueron colonizados no por anglosajones ni franceses, sino por
España (California, Texas, Florida).
El tema del modelo de gobernanza colonial forzado en te-
rritorio americano sigue siendo polémico y no se agota en los
clichés a los que se recurre expeditamente. Por eso el valor de la
controversia suscitada en particular, de un lado, por los estudios
institucionales de Acemoglu y Robinson (2013: 33) en razón del
tipo de colonización extractiva impuesta por la corona española
en América, en contraposición a la documentada apología que
hace desde el otro lado de la civilización hispánica Roca Barea
(2016) a propósito de la ominosa leyenda negra.

El problema

En un régimen democrático, el problema de fondo es que de


poco valen las instituciones y las leyes sin la integridad, voluntad,
razonabilidad, memoria y conciencia cívica del ciudadano que
les da sustento.
He ahí la razón por la cual ambos modelos coloniales –an-
glosajón e iberoamericano– conservan su valor y peso relativo.
E igualmente, por qué, en vez de tomar partido en la disputa,
más bien paso a exponer una dimensión del mundo objetivo que
tengo por más básica, problemática y desatendida. Me refiero a
la formación o civilización del sujeto que interactúa con sus se-
mejantes y con la institucionalidad propia de su mundo objetivo.
Está fuera de discusión que las instituciones son condicio-
nantes y hasta decisivas en dicha formación, como se comprueba
desde cualquier perspectiva empírica y pragmática; sin embargo,
también es cierto que el buen funcionamiento y la calidad de la
organización sociopolítica están recíprocamente condicionados
por la subjetividad del ciudadano. Esta es el factor constitutivo e
inalienable de cualquier realidad humana. La cuestión de fondo
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 51

radica, por consiguiente, en la formación y edificación de la con-


ciencia de cada individuo y, por vía de consecuencia, su impacto
en el ámbito objetivo del quehacer político. Solo así se estable un
círculo causal en el que sujeto humano y orden social hacen las ve-
ces recíprocamente de causa y efecto. En el mundo real, siempre
se da la interacción subjetividad cada uno/objetividad del resto,
independientemente de énfasis y modalidades históricas.
Por ejemplo, en los territorios coloniales de Iberoamérica
primó una especie de moralidad heroica en la que el yo indivi-
dual se enaltecía y protagonizaba los eventos, mientras que en
los anglosajones se impuso la eticidad impersonal o anónima e
institucional debido a la cual lo particular cedía terreno a un
nosotros más universal. Tanto en una u otra modalidad, a la base
de la organización social en proceso de construcción se encon-
traban sujetos humanos de igual naturaleza, pero no formación.
Los primeros se caracterizaron por estar cada uno más atento a
sí mismos, al papel que jugaban y a su fortuna individual, que a
lo grupal y colectivo; y viceversa, los segundo manifestaron ma-
yor capacidad de aunar esfuerzos postergando su propia condi-
ción y deseos.
En eso consiste la diferencia entre aquellos modelos de rai-
gambre colonial y, por vía de consecuencia, esa es la cuestión
fundamental de la práctica democrática en el mundo contempo-
ráneo. A la raíz de una u otra experiencia, independientemente
del modelo que sea, subyace como elemento constitutivo y dife-
renciador de la dignidad de cada ciudadano, y del valor objetivo
del ordenamiento social, la conciencia y la voluntad de repro-
ducción de cada quien. Más o menos levantisca e incivilizada, a
veces; y otras, más o menos disciplinada y civilizada.
Precisamente, por ser ese punto original a cualquier práctica
política, me apropio de la expresión de la psiquiatra brasileira,
Sueli Rolnik (Babiker, 2019), para reafirmar que a la hora actual
hay que «descolonizar» tanto la objetividad del Estado, la socie-
dad y el conjunto de sus organizaciones e instituciones como el
deseo y la subjetividad de cada uno de los que le sirven de fun-
damento y sostén.
52 Fernando I. Ferrán

Cuando el sujeto humano burla, logra camuflarse del orden


institucional o simplemente manipula y se apropia del aparato
estatal a su mejor conveniencia e interés; su subjetividad pasa a
ser una variable fundamental para entender y explicar el devenir
político de una sociedad como la dominicana o la de cualquier
otro lugar del mundo.
Dicha concepción antropológica permea el análisis la com-
prensión del desarrollo desigual de los pueblos. Por eso no
sorprende que esté debidamente consignada por eminentes per-
sonajes de estirpe inglesa.
A lo largo de los siglos xviii, xix y xx, renombrados autores
del lar anglosajón –Benjamin Franklin, George Bernard Shaw y
Winston Churchill– prestaron especial atención al factor huma-
no como constitutivo e inalienable de cualquier régimen demo-
crático. Advirtieron que el punto débil de la democracia es el
ciudadano. En esto coincidían abrazándose a través de los siglos.
Y por eso el régimen democrático es consubstancial, alegórica-
mente, con dos lobos y una ovejita votando qué van a comer
(Franklin); o bien, responsable de que no nos gobiernen las me-
jores autoridades y funcionarios (Shaw); o más pesimista aún, el
argumento antidemocrático por excelencia: una simple conver-
sación con el votante medio durante unos breves minutos en el
transcurso de cualquier período electoral (Churchill).
Para no seguir obnubilando el sentido común, adviértase
de inmediato que eso de quién se come a quién (recuérdese el
cuento del tiburón y las sardinas), cómo gobernar o votar mejor,
es tan frecuente y común en la vida diaria de los ciudadanos de
una excolonia iberoamericana, como en una anglosajona o fran-
cesa. Y no puede ser de otra manera. En todos los casos lo de-
terminante es el sujeto humano que está en la base de análogas
condicionantes formales y no solo el color de la casulla nacional
con que se le revista. La explicación es obvia.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 53

Populismo y bienestar

Hay distintas maneras para comprender el problema ante-


riormente considerado. Por razones didácticas me parece que
hay una analogía que encamina la atención al status quo de los
regímenes políticos contemporáneos y facilita su comprensión.

En el mundo objetivo de la política acontece, por ana-


logía simple, lo que se comprueba a diario en el mundo
natural; así como cada ser humano recién nacido llora
instintivamente por su alimentación, cada ciudadano
está inclinado e impelido a reclamar y exigir sus dere-
chos y las condiciones indispensables para satisfacer sus
necesidades.

Traspuesta la comparación al terreno de la política, los fe-


nómenos comunes a todos los ciudadanos que hoy día procu-
ran satisfacer sus necesidades en un contexto democrático son,
en adición a su propia iniciativa y esfuerzo de superación, el
contagioso populismo del que tantos hablan en diversas latitu-
des y, segundo, una burocratización abstrusa cuya legitimidad
viene amparada por las urnas de los más diversos regímenes
democráticos.
El populismo no es un asunto nuevo ni reciente. La expe-
riencia internacional ilustra las consecuencias negativas de múl-
tiples gobiernos populistas al frente de la administración de las
políticas públicas. Con el ascenso de esos gobiernos, así como
con el advenimiento de líderes populistas que impersonalizan y
acaparan en sí mismos la autoridad del Estado, se sube el volu-
men alborotador del discurso retórico, la saña contra el enemigo
en casa y el impacto negativo de acciones que deslucen los sacro-
santos principios de la gobernanza democrática: apego a la ley,
tribunales imparciales, racionalidad y profesionalismo adminis-
trativo, legitimidad y legalidad de la autoridad pública, diálogo
y colaboración ciudadana, fidelidad a los acuerdos, procesos y
protocolos institucionales.
54 Fernando I. Ferrán

La combinación de los efectos adversos del populismo no


solo desvirtúa y atrofia el funcionamiento y las estructuras admi-
nistrativas del estado de derecho, sino que también incrementa
el clientelismo. Bajo una sola voz de mando y sin mayores cri-
terios técnicos y racionales el líder populista y sus seguidores,
devienen en paladines de un conglomerado social que dicen
rescatar de siglos de deficiencias y necesidades insatisfechas.
Combaten, según dicen, penurias ancestrales sin que por ello
les flaquee la voluntad de impulsar solamente lo que les con-
viene, es decir, sus respectivos intereses, agendas y decisiones
discrecionales.
De manera concomitante al auge del populismo, emerge la
atrofia burocrática del aparato estatal. Este fenómeno represen-
ta «una amenaza mayor para la libertad, la paz social y el empleo
que la globalización, la robotización o la Inteligencia Artificial»
(Benegas, 2019 a y b). La amenaza es diversa y de gran magnitud.
El anquilosamiento burocrático se interpone entre el ciudadano
y su dignidad y bienestar, dado que tiene facultad para dictar
e imponer medidas coercitivas y correctivas. Otras veces viene
camuflada por medio de la meritocracia de una élite de funcio-
narios cuya pretensión, resentida popularmente, es manejar las
cuestiones de Estado (Nichols, 2017; Bovens, 2017). Y, en medio
de ellos dos –burocracia/ciudadano– emerge la alfombra encu-
bridora del discurso político.
Este discurso surgido del imaginario democrático que lo le-
gitima en una época cuya sociedad global se cree posterior a la
verdad y a la modernidad, se preocupa porque los ciudadanos
desvalidos y en estado de pobreza material puedan sobrevivir.
Para lograrlo no se recurre al credo libertario de la pura auto-
nomía económica de antaño cuando cada individuo labraba su
destino. Hoy día se presupone que el estado de derecho social
y democrático tiene que proporcionarle a todas y a todos una
gama completa de servicios encaminados a dotarlos al menos de
los recursos indispensables para lograr la subsistencia biológica y
alcanzar su seguridad y desarrollo humano.
Pero la historia no se detiene con dicha creencia.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 55

«El Estado del Bienestar» (Barzun, 2001: 1148) no tiene


cómo impedir que la labor de distribución de los beneficios pase
a ser de por sí abrumadora, y tampoco puede evitar convertirse
en uno judicial expuesto a múltiples oportunidades de corrup-
ción. A pesar de esto, los ciudadanos del siglo xxi y los de finales
del anterior eligieron no regresar a la mera libertad económica
de los años decimonónicos, con sus períodos de hambruna y ci-
clos económicos.
De esa opción y voluntad de progreso procede el surgimien-
to y auge revolucionario de la popular sociedad de consumo.
En ella hay que mantener los viejos apetitos en un alto nivel y
fomentar los nuevos, de modo que ricos y pobres se reproduzcan
con una constante sensación de privación y cada revolución tec-
nológica termine siendo, como acuñó Schumpeter, tan destruc-
tora del pasado como constructora del presente y del porvenir
inmediato. Por demás, en la medida en que ricos y pobres ten-
gan algo que conservar –como pregonaba con certero instinto
político el industrial Henry Ford en medio de la pujante socie-
dad industrial estadounidense en el ocaso del siglo xix y alba del
xx– se harían cada día políticamente más conservadores.
Se ha llegado así a una sociedad tan realista como el merca-
do laboral de hombres y mujeres, radicalmente disímil del tra-
dicional régimen de división del trabajo y del cuidado familiar.
De manera concomitante, abundan las tarjetas de crédito para
comprar mucho y tener que ahorrar menos, al igual que la osten-
tación, el espectáculo, el trastoque, que del sistema de valores y
del orden de las prioridades.
En ese nuevo orden de cosas, lo valioso y primero dejó de
ser el grupo familiar, el comunitario o incluso el nacional. Las
nuevas realidades son infinitas y cambiantes. En medio de esa
catarata de novedades, el deseo de progresar individualmente y
al vapor deviene único soberano de apetitos y ambiciones, eso sí,
desprovisto de cargas y corresponsabilidades grupales, comuni-
tarias o incluso matrimoniales y hasta familiares.
56 Fernando I. Ferrán

Cuatro versiones

El discurso teórico –cuando no político– recoge diversas ver-


siones de qué está aconteciendo en medio de tanta fluidez de las
cosas. De entre las principales interpretaciones que surgen de
la gama de regímenes democráticos vigentes en la civilización
occidental sobresalen por su coherencia los siguientes relatos:

– El relato del individuo. En una primera versión, todo lo que


enfrenta al individuo y obstaculiza su energía, crecimiento
y desarrollo es objetable, pues la fuerza motriz es de cada
miembro de la sociedad y no de esta. El individualismo es ley
frente a la formalidad del poder estatal inicialmente mo-
nárquico y posteriormente republicano; la propiedad no es
colectiva, sino privada jurídicamente de cualquier posesión,
uso y manejo que no sea el de un dueño exclusivo o grupo de
estos.
– El relato del bienestar. En una segunda versión más elaborada,
el bienestar –disfrazado esta vez no de ascetismo burgués y
brío individual, sino de consumo hedonista– se pone al al-
cance del individuo y sus más cercanos allegados, pero no del
país con sentido solidario. El derecho y la capacidad de con-
sumir incluso artículos de lujo, independiente de su utilidad
y necesidad, es lo diferente. Al igual que en el relato anterior,
la prosperidad sigue dependiendo del empuje e iniciativa in-
dividual de cada uno, pero esta vez bajo el dominio sobera-
no del mercado y de su poder encantador y de engaño. La
ostentación pasa a ser dominante, como si la felicidad y el
bienestar dependieran de los verbos tener y aparentar.

En ese nuevo contexto social, la banalidad lo glorifica todo


bajo la supremacía de un mercado que dicta hábitos, estilos de
vida e impone infinidad de artículos para simular la condición
humana. Pero sobre abunda lo vano y el autoengaño. Se presu-
me que la base del auge y eventual ostentación y derroche de lujo
depende exclusivamente de la desmedida ambición y querer de
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 57

cada quien. Tengo lo que puedo e incluso más, al margen de la


colectividad y de las decisiones y arbitrios gubernamentales.
Así como la felicidad y la satisfacción de necesidades son pri-
vativas a cada quien, según la segunda versión nada se comparte
ni reparte, tampoco la riqueza ni la fortuna. La amistad llega
hasta el bolsillo. Las metas son propias de cada ciudadano y no
pasan por soluciones políticas del conglomerado social.

– El relato burocrático. Pero de ese estado de cosas evoluciona


una tercera versión que incorpora el enredo burocrático de
la vida pública. En efecto, no todos los ciudadanos logran ad-
quirir todo lo que necesitan y/o aspiran, sin embargo, tienen
derecho a recurrir su suerte y destino por medio de las urnas.
Y por eso, cuantos se consideran desfavorecidos, en búsqueda
de apoyo y socorro, contrarían el principio libertario del me-
nor Estado político posible y favorecen –en recurrente bús-
queda de asistencia– que crezca y se multiplique hasta llegar
a los confines de las posibilidades del presupuesto nacional y
de la capacidad del endeudamiento público. Por la relación
gobernantes–gobernados que establece el voto popular, has-
ta nuestros días se propaga una sociedad liberal despojada de
su semilla libertaria fundacional. Por ese despojo reaparece
travestida como un fenómeno laberíntico –tan grotesco en
su filantropía e inimaginable en su organización– que ni si-
quiera la reconocerían la prosa elegante que expone el ogro
de Octavio Paz o la enardecida imaginación que supone el
castillo de Kafka.

El resultado final de la concatenación de esas tres versiones


salta a la vista. Dado que cualquier ciudadano –todos iguales,
aunque algunos más que los otros– está compelido a rellenar
formularios para satisfacer sus reclamos y expectativas, por esto
mismo, todos juntos terminan promoviendo la multiplicación
de puestos de trabajo burocráticos en el aparato estatal, con sus
respectivos escritorios y equipos laborales. Y no hay cómo frenar
la tendencia. La ciudadanía y cada uno de sus ciudadanos, por
58 Fernando I. Ferrán

los más distintos motivos que uno pueda imaginar, está impelida
a tocar todos los días de su vida e incluso llagada la muerte una
u otra puerta del tren administrativo del estado de derecho mo-
derno.
Es así que se impone en la esfera pública la vorágine de la
hiperburocratización contemporánea18 de la vida. Mientras dis-
minuye la participación cualitativa del votante y ciudadano en la
vida democrática contemporánea, en vía contraria avanza veloz-
mente el engrandecimiento del aparato burocrático –principal-
mente gubernamental– que en su versión secularizada hace las
veces en pleno siglo xxi del «Gran Inquisidor» de Dostoyevski.
Como inquisidor desprovisto de cualquier virtud, la burocracia
estatal conduce la vida pública y se beneficia de la creciente in-
diferencia ciudadana en pormenores y «pormayores» políticos.
Ahora bien, dígase lo que uno quiera, pero la realidad ter-
mina por imponer su propio rigor. Cada día se resiente más la

La República Dominicana no escapa de ese fenómeno. Una forma de visua-


18

lizarlo es en función de la carga de empleados y dependientes del Estado


dominicano. A este propósito, el economista Collado di Franco (2019) con-
cluye en un reciente estudio constatando la realidad de esa estructura en
estas cifras: (1) entre los años 2009 y 2018 el gasto de nómina fue incre-
mentado de US$1,906.08 a US$4,414.35, pasando del 24.1 % al 31.9 % del
gasto público; (2) en el mismo período, el número de empleados públicos
inscritos en la seguridad social creció 74.3 %, al pasar de 357,975 a 623,867;
(3) la cantidad de jubilados y pensionados públicos alcanzó 152,990, un
crecimiento de 60 % entre 2009 y 2018; (4) las personas con tarjetas de los
programas de subsidios sociales alcanzaron 996,181 al finalizar el pasado
año y el número de dependientes de estas transferencias sobrepasan los 3.1
millones, y (5) al finalizar el año 2018, cerca de 4 millones de habitantes
de República Dominicana recibían algún tipo de transferencia monetaria
mensual proveniente de los recursos de los contribuyentes; esto equivale a
más del 38 % de la población del país. Por todo lo cual, «Es difícil justificar,
desde un punto de vista económico y social, echar a un lado las políticas pú-
blicas sanas y transformadoras de los fundamentos económicos que crearían
empleos productivos, por la ejecución de políticas públicas que han propi-
ciado que el 38 % de los dominicanos dependan mensualmente del Estado»
(Ibíd.). A lo cual puede añadirse, si ese 38 % significa un logro positivo
publicitable para cualquier gobierno o por el contrario el mejor indicador
del fracaso de las políticas públicas que no logran romper con esas cadenas
clientelares e independizar a la ciudadanía de tener que seguir gravitando
alrededor del erario público y dependiendo del gobierno de turno.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 59

necesidad de producir bienes y adquirirlos para consumirlos. La


vida diaria no deja de convertirse en un serio obstáculo y dis-
torsión para el buen funcionamiento de la democracia política
concebida en el mundo occidental tras el paso de la llustración y
las revoluciones estadounidenses y francesa. De ahí, aunque solo
sea por el momento, su última y más reciente interpretación:

– El relato de los mediocres y los desilusionados. El Estado benefac-


tor, verdadero imán para inmigrantes necesitados, yace atro-
fiado de hecho y de derecho por su propio peso burocrático
y el afán consumista de la población. Tal y como comienza a
consignar una cuarta interpretación de la misma realidad de-
mocrática, parece ser que esta agota la iniciativa y capacidad
individualista de la mayoría de los ciudadanos dando pie y
riendas sueltas al agotamiento y la desilusión democrática de
la ciudadanía. Si bien su socorrido paradigma es el empren-
durismo y arrojo individual, dicha autoexigencia conduce a
una sociedad que comienza a dar indicios de cansancio, según
el calificativo del provocador ensayo del filósofo surcoreano
Byung-Chul Han (2012). Y como quien no quiere las cosas,
ese agotamiento es correspondido, tras la burocratización de
la esfera pública y la industrialización del trabajo manual e
intelectual por lo que el filósofo Alain Deneault (2015) califi-
ca de «mediocres», que no son los mejores ni los peores, sino
–en términos dominicanos– los criollos aplatanados que se
garantizan la autoridad. La democracia occidental engendra
así, en su seno, la indignación y el malestar existencial contra
la continua mediocridad y la incesante actividad, mercadeo,
publicidad, tributos, ineficiencia de los estamentos públicos,
ausencia de vida contemplativa en comunidad y, por qué
dudarlo, todas esas discusiones de leyes y principios en la
boca de gente sin valores ni principios.19 Particularmente, en

Para no ir más lejos y dar una pincelada, en los momentos en que escribo,
19

sociedades tan encomiables como las de Estados Unidos y Gran Bretaña


exponen esa indignación de la mano de gobernantes como Donald Trump
y Boris Johnson. Esto acontece en medio de lo que podría ser reconocido
60 Fernando I. Ferrán

América Latina, sobresale esa mezcla peculiar de «esperanza


y frustración» (Shifter y Binetti 2019: 151) que tan bien sin-
tetiza la narrativa latinoamericana a propósito de las «prome-
sas incumplidas» hoy día.

Se trata de una versión temporal según la cual quienes es-


tán aburridos de promesas y de esperar por utopías ni siquiera
tienen fuerza o interés para vocear al viento «hagan lo que ellos
dicen, pero no lo que hacen». Multitud de ciudadanos se apean
y alejan del tren gubernamental que encauza la democracia y
así, ingenuamente, cree poder refugiarse en un mundo imagi-
nario provisto de tecnología, distracciones y cibermundo, mien-
tras escapa de la pena de Sísifo; a saber, ir y venir no de sima a
cima de la montaña, sino de oficina a otra oficina, de promesa a
desencanto, de candidatos a funcionarios, de exculpar penas a
padecer fatigas en ese largo trajinar cotidiano que ha llegado a
ser la vida ciudadana.
Las consecuencias últimas de esa nueva versión son, por el
momento, impredecibles.
No obstante, sea por vía del populismo y/o de la burocrati-
zación, la ciudadanía parece desencantarse cada día más de la
concepción e implementación de la democracia a inicios del si-
glo xxi. El efecto que tienen esos fenómenos en la calidad de
las leyes –en tanto que expresión de la razón objetiva de una
sociedad–, al igual que en el funcionamiento de un estado de
derecho social y democrático, parecen conducir al final de una
época y al surgimiento de otra radicalmente diferente e impre-
vista de por sí.

como el sepelio de la clase media en esos países, sobre todo, en compañía de


pensadores irredentos de la talla de Carlos Marx y John Keynes (A ese pro-
pósito, ver Haque, 2019). Lo más significativo de ese fenómeno es que, rom-
piendo barreras de prejuicios a propósito del desorden latino y del orden
institucional anglosajón, presenciamos en estos días, quizás no «la muerte
acelerada de la democracia estadounidense» (Krugman, 2019), pero sí su
deformación moral y su extrema perversión de valores cívicos.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 61

Cuestión de conciencias

Independientemente del trayecto recorrido a través de di-


versas herencias coloniales y de cuatro grandes revoluciones
culturales –religiosa, monárquica, liberal y social, todas ellas
acontecidas en el transcurso de los últimos 500 años de civiliza-
ción occidental (Barzun, 2001: 12)–, cómo explicar con objetivi-
dad y certeza qué se encuentra en la base de los fenómenos que
arrastra la democracia dominicana desde los días de su confor-
mación inicial hasta su desempeño actual.
La respuesta se encuentra en la conciencia del sujeto y su
estado de evolución.
De por sí la conciencia humana recorre y completa tres
estadios complementarios en su proceso de formación y desa-
rrollo: el primero, el de la conciencia natural, instintiva o pri-
mitiva reaccionando espontáneamente a todo lo que la rodea.
Esa conciencia natural antecede a la moral pues, en sí misma,
la primera ha de ser instruida hasta saber moralmente lo que
ella tiene que hacer para actuar haciendo el bien y evitando
el mal. Solo por medio de ese segundo estadio, el moral, la
conciencia humana puede finalmente superarse y llegar a ser
ética en tanto que cumple con lo que debe hacer para vivir en
sociedad, en función de principios y valores comunes a todos
por igual.
En medio de ese telón de fondo, no se trata de realizar a se-
guidas una introspección de la conciencia humana en términos
psicológicos o psicoanalíticos, sino únicamente de establecer
qué efecto ha generado en ella –en tanto que dominicana– su
pasaje por al menos cuatro de sus principales horizontes cul-
turales: el ateniense, surgido en la democracia clásica; el ibe-
roamericano, proveniente de su fracturación democrática, el
anglosajón, dependiente de su construcción republicana, y el
africano o análogamente mestizo, ambos abjurados social y po-
líticamente.
Hasta que se pruebe lo contrario, la conciencia característica
de los dominicanos en general avanza en democracia, pero no
62 Fernando I. Ferrán

como seguidores formados en el camino de la paideia griega,20


ni siquiera durante el tiempo heroico de las guerras de inde-
pendencia. Tampoco son tocados por la tradición anglosajona
no puramente luterana y menos calvinista, sino acomodaticia-
mente anglicana desde sus simientes. Por demás, ni siquiera las
tradiciones políticas aborigen y africana, trastocadas ambas por
sus expresiones mestizas o mulatas, han logrado salir del cautive-
rio institucional con que las prácticas públicas y las formaciones
legales de occidente las sometieron y las mantienen excluidas
hasta el día de hoy.
En el mismo seno del mundo latinoamericano acuñado por
la península Ibérica, los dominicanos antepusieron por sí solos y
sin principalía de ninguna nación en particular su improvisada
versión democrática al conjunto de dichas tradiciones.
La ruptura dominicana se origina de manera normal en el
más íntimo convencimiento subjetivo de cada quien. No pasa
por la cortapisa de otra formación y desarrollo que la de la pro-
pia experiencia. No es cuestión de razonabilidad ni de leer un
libro, memorizar una lección, idealizar una teoría, emular un

Como se sabe, la conciencia griega es eminentemente pública. A diferencia


20

del mundo oriental, no está inmersa indistintamente en la naturaleza. Esa


diferenciación se debe a su formación al seguir las directrices de la Paideia.
Esta se refiere al entrenamiento de las facultades físicas y mentales de manera
tal que produzca una perspectiva madura, amplia y combinada armoniosa-
mente con el máximo desarrollo cultural gracias a todo lo cual se logra un
desenvolvimiento pausado y progresivo del ser humano como paradigma de
todo. No se trata de inscribir al párvulo o al aprendiz en una escuela y re-
cibir una formación escolástica, como la pretendida en Europa durante la
Edad Media con sus distintos Scholas o didácticas escolares (antecesoras del
currículum contemporáneo), sino más bien de la paulatina asimilación de
la suma de todas las fuerzas y procesos sociales que actúan sobre el individuo
a lo largo de su vida. Una verdadera acumulación y sistematización de expe-
riencias e ideas dotadas de sentido. En ese entonces, la polis griega constituía
el marco de referencia en el que el individuo actuaba y aprendía formándose
y conformándose (no adaptándose). La polis, luego Ciudad–Estado, inyecta
al desenvolvimiento y comportamiento de la población la racionalidad como
elemento objetivo que conduce a cada uno conforme a su destino en función
de la universalidad propia a las leyes. Solo así el hombre (no confundir aquí
con el sujeto) descubre su lugar en la naturaleza. El estudio clásico sobre la
paideia griega es el de Werner Jaeger (2001).
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 63

pedagogo o cumplir con alguna cartilla cívica. Nada de eso. La


cuestión se enraíza en una conciencia en su estado primitivo,
instintivo, connatural, digámoslo así, casi puro y no expuesto a
un proceso colectivo de civilización.
De ahí que el íntimo convencimiento instintivo de la subje-
tividad ordinaria de cada quien –fruto del parecer de su senti-
do solo común, apreciación sensorial e intuitiva– constituya el
primer y único pilar conducente a la progresiva diferenciación
política de la población dominicana respecto a otros pueblos,
naciones y tradiciones democráticas. Ni siquiera la confianza, ce-
mento del orden social en el pensamiento hegeliano, tiene valor
en las relaciones políticas dominicanas.
En el país –por no aventurar aquí qué otro tanto pueda
acontecer en nuestra América mestiza, mulata o latina–, se ha
querido improvisar la democracia sin formar, educar, civilizar o
edificar la voluntad y la conciencia ciudadana. Exagerando, pero
no tanto según los registros históricos disponibles, ese proceso
de superación de lo que es meramente dado por la condición
humana no tuvo parangón ni en el hogar ni en la escuela ni en
el hato ni en el predio campesino ni en el corte de madera ni
en el cañaveral ni en diversos puestos de trabajo ni en infinidad
de negocios y empresas, y tampoco en el confesionario y las co-
munidades de oración, en las filas de los partidos políticos o en
las gubernamentales. Sencillamente, a falta de pruebas encon-
tradas, no quedan ni hay registros fehacientes de un proceso de
superación generalizada en el país del sentido común, del solo
libre albedrío,21 del típico individualismo volitivo y cognoscitivo
de los pobladores que han conformado y componen el conglo-
merado dominicano.
De ahí que, por no haber, aún se busque realizar libre y de-
mocráticamente un proyecto común a toda la población, uno
que sirva de motivación y causa nacional.

Referida aquí de conformidad con la definición adoptada por la Real Aca-


21

demia Española de la Lengua: voluntad no gobernada por la conciencia


racional o razón, sino por el apetito, antojo o capricho; el gusto o voluntad
de la persona de que se trata, sin sujeción o condición alguna.
64 Fernando I. Ferrán

Lo más propio del yo dominicano permanece anclado en


sí mismo, consciente ante todo y sobre todo en y de sí mismo.
Por eso desconoce los valores morales y éticos. Más aún, ignora
de manera supina que el surgimiento de la libertad subjetiva u
objetiva depende de la disciplina de los apetitos primarios y el
adiestramiento del carácter y la conciencia individual, por me-
dio tanto de la abnegación de uno mismo en aras de la convi-
vencia civilizada con todos los demás como de la obediencia a la
autoridad constituida.
En principio, la aún insatisfecha necesidad de civilizar moral
y éticamente a cada ciudadano dominicano depende del cuida-
do de la voluntad individual en su recorrido hacia la plenitud de
su conciencia y libertad:

– Del libre albedrío. Este es oriundo de la ensimismada intimidad


del foro interno de la conciencia instintiva de cada sujeto, la
misma que aparece diciéndose y convenciéndose a sí misma
respecto a qué quiere hacer, de acuerdo a los dictados de
su sola experiencia. Mientras cada quien permanezca única-
mente atento al desenvolvimiento de su albedrío y arbitrio,
resultará imposible que viva en una democracia contempo-
ránea, fruto del desarrollo objetivo del derecho a la libertad
de todos en el Ágora ateniense y no solo de hombres libres
y propietarios (es decir, excluyendo esclavos, mujeres y hom-
bres libres, pero sin propiedades materiales que defender).

Solo y exclusivamente por la vía de la instrucción y de la prác-


tica gradualmente consciente de algo y de algunos más que su
solo albedrío, el sujeto humano puede llegar a convencerse que
no está determinado por su condición primigenia y así comen-
zar a diferenciarse y alejarse de lo que acontecía en el ágora de
la Ciudad Estado ateniense donde el destino llegaba tejido por
las moiras22 de la mitología griega.

En la Grecia clásica, las moiras eran tres singulares mujeres de las cuales se
22

decía que tenían más poder que el propio Zeus, pues controlaban el hilo de
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 65

– A la libertad. Educado y consciente de sus obligaciones y


valores morales, cada sujeto comprende razonablemente
que su libertad y la de todos pasa por la autodisciplina, ab-
negación y obediencia a algo que se tiene como un valor y
bien superior,23 en tanto que condición indispensable para

la vida de cada mortal, desde el momento del nacimiento hasta su muerte.


Por eso todos temían a las inflexibles Cloto, la hilandera del destino, Lache-
sis, la que aportaba suerte, y Átropos, la inevitable.
23
La comprensión de dicho «algo» se presta a más de una confusión cuando
la disciplina y el respeto a las reglas pasan solamente por la desedificación y
obnubilación del yo individual y la imposición de un orden estatal objetivo. Es
eso lo que acontece cuando un partido político –cualquiera que este sea– pasa
a ser el summum de identidad única de la colectividad. En este caso, tanto la
subjetividad del individuo humano, como la complejidad de la nación o de
diversas naciones aunadas en una sola formación política, se subordinan, no
a un bien superior a la persona o al colectivo, sino a uno particular y relativo
únicamente a los miembros de una agrupación política, religiosa o de otra
índole. Para que quede claro el contraste entre la concepción democrática
de la libertad y otras concepciones del comportamiento público, consúltese
a modo ilustrativo, dada su actualidad, la visión del presidente de China Xi
Jinping expuesta en un contexto político de raigambre fundamentalmente
oriental (Jingping, 2018, vol. I: cap. 2; vol. II: caps. 5, 6 y 7). Según la transcrip-
ción oficial de sus discursos, no hay nada más allá ni más valioso que «lograr el
triunfo definitivo en la culminación de la construcción integral de una socie-
dad modestamente acomodada» (2018, vol. 1: 81 y ss.). Economizando aquí
los pormenores de cómo propone realizar ese fin o propósito final, adviértase
que el cimiento de ese esfuerzo son «los reglamentos y sistemas intrapartida-
rios, incluidos los Estatutos, la disciplina del partido y las leyes del Estado»
(2018, vol II: 185). Únicamente con ese cimiento integrador en su compren-
sión, ni el sujeto humano ni la coletividad ni la naturaleza ni un ser supremo
de esencia espiritual y tampoco un hálito de belleza facilitan esa construcción
de carácter integral. De ahí que haya que «fomentar la conciencia sobre el ali-
neamiento», ya que, ante la gravedad de «el subjetivismo y del dogmatismo»,
«es necesario que todo su trabajo (el de las escuelas del Partido) se lleve a
cabo ciñéndose a las decisiones y disposiciones del Comité Central del Parti-
do» Comunista Chino (Ibíd., pp. 193, 194). En ese régimen político, tan cier-
to es que «no importa que el gato sea blanco o negro, (pues) mientras cace
ratones es un buen gato» (Deng Xiao Ping), como que siempre será aún más
bueno bajo la conducción exclusiva de un Partido-Estado (Ibíd., pp. 247 y ss.).
Este Partido-Estado es inconfundible con la Ciudad-Estado o con el Estado-
Nación, ambos oriundos del mundo occidental. En ese contexto, se descubre
la esencia inmutable de la fórmula: «un país, dos sistemas». Se trata de un solo
país cuya conciencia, al estar reforzada por el alineamiento, por más sistemas
que adopte, seguirá observando «estrictamente la disciplina y reglamentación
política del Partido» (Ibíd., p. 195).
66 Fernando I. Ferrán

mantener en alto el orden libremente consentido por la vo-


luntad general de los ciudadanos.

Pero sin ese aprendizaje resulta inconsecuente e imposible


pretender vivir en democracia. No obstante, de manera frecuen-
te surgen individuos que deciden arriesgarse y trillar su propio
camino corto hacia la libertad. Se trata de una tarea ardua, pero
apremiante, pues es absurdo vivir en democracia mientras cada
ciudadano permanece restringido por su íntima convicción e
inconsciente de la universalidad inapelable del subsecuente or-
denamiento institucional que deriva del derecho democrático.
Al margen de otras consideraciones, la travesía del albedrío
natural a la libertad del sujeto dominicano en el país resulta más
compleja puesto que está atascada en su propia naturalidad. Esta
prolonga su condición amoral, en tanto que retenida por la ac-
tuación y decisiones impulsivas y arbitrarias del libre albedrío
dominante de cada quien, y, por tanto, ajena a cualquier modali-
dad de moralidad subjetiva y de eticidad objetiva.
En esta instancia, el libre albedrío y los dictados de la con-
ciencia (espontánea, innata, instintiva, connatural), mientras más
morales pretendan ser, más recluidos y encerrados permanecerán
en sí mismos, pues no llegan a reconocerse en algo superior o sim-
plemente colectivo y con valor de lo que es respetado razonable y
objetivamente en público como nuestro. Cada quien podrá reco-
nocerse libre de la moira griega o de la fatalidad romana, proba-
blemente en tanto que imbuido por la tradición judeo-cristiana,
pero esto aún es insuficiente para el desarrollo consciente de su
libertad más allá de sí misma, según su ciudadanía y realización en
un ordenamiento institucional y democrático.
De ahí la diferencia ejemplar que registran los anales de la
historia entre la singular experiencia dominicana, probablemen-
te cercana a la de otras sociedades criollas en nuestra América,
y la acontecida en el resto de las democracias occidentales. La
razón es sencilla.
En democracia cada ciudadano debe estar voluntaria-
mente conforme con deponer su egocentrismo congénito y
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 67

levantisco y así promover y garantizar la convivencia de ciu-


dadanos éticamente conscientes de lo que le dicen y saben
que deben hacer, por exigente o sacrificado que esto pueda
ser para cada uno en tanto que manojo de deseos, impulsos,
pulsiones, intereses, afectos, prejuicios, recuerdos y valores.
Cuantas veces uno u otro individuo demuestre no adaptarse y
ser inconsecuente con las costumbres y el orden legal estable-
cido, será o serán corregidos y sancionados por la comunidad
legítimamente representada. En primera y última instancia, la
supervivencia de todos depende voluntaria y conscientemente
de la obediencia a lo que legal y legítimamente se decide que
debe hacerse.
Dada la importancia capital del asunto en cuestión, reitero lo
mismo desde otro ángulo, aunque nuevamente en clave eminen-
temente occidental: esta concierne la contraposición del yo y el
nosotros, escenificada por la conciencia moral (lo que yo tengo
obligatoriamente que hacer para ser bueno y acceder al bien) y
la conciencia ética (lo que nosotros debemos hacer por el bien
común que redunda en la dignidad de cada uno y la coexistencia
y convivencia de todos en armonía y en condiciones de promo-
ción recíproca de cada quien junto a los demás).24

24
En relación con la vieja disputa entre moral y ética en la filosofía euro-
pea, ver Cabellos, 2008. La autora plantea: «Pero nos preguntamos si la
eticidad absoluta como estadio más acabado de la vida moral no vuelve a
distanciar la subjetividad de la voluntad y la objetividad de las instituciones
sociales. Ahora ya no con el peligro de que el sujeto llene con cualquier
contenido la forma universal de las máximas morales racionales (como en
Kant) sino con el riesgo de que la eticidad expresada en el Estado o alguna
otra autoridad social pueda oprimir la libertad de negar ciertas determi-
naciones por parte del sujeto, lo cual en el propio Hegel es fundamento
de la vida ética […]. Siguiendo a Habermas, afirmaremos que la mayor
universalidad de los contextos normativos es producto de un nivel más
alto de evolución social, ya que en las estructuras comunicativas mismas
está contenida esa evolución racional […]. Creemos entonces que la argu-
mentación tiene que ver, no con pretensiones de corrección universal sino
con razones pragmáticas, en términos de beneficios y logros con miras a
proyecciones valorativas contextuales (reflejo de los distintos trasfondos
valorativos, pre–éticos, de los ámbitos sociales de cada comunidad) y por
tanto dichos diálogos y consensos serán siempre provisionales» (Ob. cit.,
pp. 152, 161, 163).
68 Fernando I. Ferrán

En general, la conciencia pública anglosajona llega a ser éti-


ca como causa y efecto de sí misma. Por eso su suficiencia. De-
viene ética debido a la necesidad de salvaguardar y garantizar
lo que con su solo esfuerzo consigue. Haciendo esa conciencia
las veces de causa material genera organizaciones e instituciones
que debe respetar y conservar –y las respeta y se acoge a ellas– en
la medida en que se complace y reconoce en la instituciona-
lidad que materializa el derecho que tradicionalmente la asiste
de manera consuetudinaria y ejemplar. Cada sujeto está compro-
metido a dar lo mejor de sí para seguir interactuando con sus se-
mejantes («peers») y que no lo excluyan del juego. Por supuesto,
para seguir activo debe hacerlo sometido al orden establecido
y obedeciendo las mismas reglas que él, al igual que los demás,
pactan y aceptan de manera consciente voluntariamente.
De manera paralela, la conciencia pública dominicana –lati-
noamericana en general– no procede en función de cualesquie-
ra que puedan ser sus valores morales y los patrios, y tampoco
abandona su condición meramente natural a la hora de deci-
dir lo que tiene que hacer para preservarse en vida. Por eso su
autosuficiencia. Su razón de ser es ella misma. Con su labor se
reproduce y realiza. Ella hace las veces de causa eficiente de sí
misma y procura ser admirada y justificarse en y por encima de
todas las cosas. En la consabida universalidad de las leyes y los re-
glamentos siempre hay cabida para una excepción, la suya. Cada
quien es excepcional, se impone en todos los cuadriláteros don-
de se juegue su faja bajo el pretexto de su propio libre albedrío,
arbitrio y honor. Bajo el embrujo de su propia figura y autojusti-
ficación, el sentido de la vida se reduce a sobresalir sin fracasar,
rectificar o aprender de los reveses.
A diferencia de los próceres estadounidenses, por ejemplo,
tiene sangre de caudillo. La base causal del caudillo indómito
no es la representación y encarnación de las fuerzas de toda una
sociedad, sino la de su propio personalismo, grandilocuencia
y falta de vocación solidaria. Fuerza, clientelismo, corrupción,
patrimonialismo, padrinazgo, nepotismo, usurpación del estado
de derecho democrático, todo eso y mucho más en manos de
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 69

prohombres que creen ser la excepción por excelencia de las moiras


y de cualquier acto de sumisión y obediencia a la racionalidad
universal de toda una población expresada rutinariamente en la
generalidad de sus normas, tradiciones y leyes.
En resumen, ahí queda a mi entender la gran ruptura que
sirve de Rubicón o línea de Pizarro en lo más profundo y conna-
tural de cada conciencia dominicana en medio del hemisferio
americano y del resto del mundo.
Una vez deslindados los parámetros del problema y discerni-
da la ruptura acaecida en el proceso de superación de la concien-
cia ciudadana en el país, procede escribir para fines de estudio el
elemento exclusivo del caso dominicano.

El caso dominicano

La democracia de cada conglomerado social constituye un


caso de estudio por sí solo singular. La del dominicano no es la
excepción. Su unicidad implica que tiene elementos comunes y
otros disímiles al resto de las sociedades democráticas compara-
bles entre sí. Para tipificar el caso dominicano conviene realzar,
no tanto lo que es similar a otras sociedades, sino lo que ha llega-
do a ser distintivo de la comunidad dominicana.
¿Cómo fraguan los estados de conciencia y voluntad demo-
crática de la población dominicana? La mejor forma es mirar un
momento hacia el camino recorrido.
En Santo Domingo colonial, los miembros de la población
en general vivieron más que subordinados al proceso de civili-
zación propio de la metrópolis española, huérfanos y abando-
nados de ese u otros poderes coloniales. La Española quedó
despoblada, abandonada a su suerte desde sus primeros días. No
al extremo de lo que le acontece a un natimuerto, pero sí al de
un pueblo fantasma luego de un efímero momento de gloria
que le mereciera ser reconocido prematuramente como la Ate-
nas de América. La «orfandad» (Ferrán, 2009 a: 452-455) pasó
a ser característica de la vida cotidiana del rezago poblacional
70 Fernando I. Ferrán

que a duras penas permaneció en la isla durante siglos de mise-


ria. «El ADN cultural» de los escasos pobladores devino asidero
de un profundo «sentimiento atávico» de la existencia (Ferrán,
2019: 165 y ss.).
La población deambuló exigua, dispersa en el territorio isleño
y aislada respecto a las autoridades metropolitanas. Acosada, se
vio constreñida a reaccionar instintiva e intuitivamente a circuns-
tancias cambiantes e incursiones extranjeras. Aprendió y se acos-
tumbró a conducirse y comportarse no en función de principios y
valores universales y comunes a todos, sino a partir de sentidas ne-
cesidades e intereses, conductas, diversiones, ritos, creencias, va-
lores, costumbres y normas informales. Enfrentando la autoridad
estatal, surgieron desde antaño la informalidad, la indiferencia y
la marginalidad respecto a los demás. Las tres llegan al presente.
La autoridad pública ostentó bandera española y pudo ser france-
sa, inglesa, haitiana y posteriormente aireó la estadounidense. El
reducto poblacional se confunde respecto a qué llegará a ser de
él en tan agitado trayecto. Entre tanto, quienes no emigraron por
la vía que fuere, se reprodujeron gracias a su propia iniciativa, al
margen de palacios y del alarde de los cortesanos; ajenos e inde-
pendientes de las imposiciones que llegan al presente.
Todo lo cual significa que, desde la aurora de la presencia oc-
cidental en la isla, una vez impuesto si no enseñado el castellano
como «lingua franca», se adaptaron expresiones culturales en
el reducto poblacional que no pudieron ser controladas ni por
el Estado ni por Iglesia oficial. Esa población, independiente de
su origen patrio, respondía al aislamiento de una conciencia en
estado natural urgida imperiosamente por los menesteres de la
sobrevivencia y la reproducción en medio de un estado de cosas
poco canónico, ortodoxo e institucional.
En el país se concibió y comenzó a practicar y oficializar en ese
contexto una amoralidad natural, irreductible a la moralidad e in-
confundible con la inmoralidad, cuya norma de conducta pasó a
ser «lo que yo tengo que hacer para protegerme y salvarme de toda
adversidad y, por ende, reproducirme de conformidad conmigo
mismo, es decir, lo que me conviene por mi propio bien e interés».
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 71

Ese sentido connatural de amoralidad congénita queda cifra-


do actualmente en el egocentrismo que con acierto reconoce la
opinión pública dominicana en la generalizada expresión «dón-
de está lo mío», «a mí que me busquen lo mío» y otras similares.
Como fuente del bien subjetivo y norte de la fortuna individual,
motiva y promueve intereses individuales y hasta grupales, pero
no el bien ni el interés común a toda la sociedad dominicana,
pues carece de la unión general de voluntades y conciencias con-
cernidas por una sola causa común.
He ahí la razón por la cual el conglomerado dominicano finali-
za consolidando un novedoso comportamiento aprendido. A partir
de su secular abandono, la población no se reconoce en un ente es-
tatal que se presente ante ella, alegándole autonomía institucional
y reclamándole obligaciones y deberes que no son los de su interés
y elección particular. Más allá del valor de lo propio e individual
no hay horizonte por el cual uno superarse. Mientras reina la des-
confianza de los otros, cada uno se reproduce como puede y cree
que más le conviene. Más aún, ennoblece y hasta idolatra como
bien la propiedad privada de todo atuendo público y solidario.
Develado así el caso dominicano, el individuo –provisto a lo
largo de los años de su sola experiencia y albedrío personal, y a lo
más de ciertos principios morales de índole familiar– se considera
libre del confín sin sentido de su existencia acumulando poder
y riquezas materiales para sí mismo. Esa es su razón de ser
autosuficiente, la misma que entorpece y contraviene una y otra
vez la vida en comunidad.
A todas luces, lejos de aquella conciencia poco canónica y
naturalmente consentida, la conciencia ética muestra magros lo-
gros institucionales en suelo dominicano. No por ser deficiente
en sí misma, sino por su deformación e inexistencia real.

Una explicación

En tanto que ética, la conciencia es colectiva por de-


finición y desborda sus estadios natural y moral por su
72 Fernando I. Ferrán

desenvolvimiento familiar, social, económico, político y otras


de índole objetiva.
La conciencia connatural a cada quien –por el mero hecho
originario de ser humana– traza el camino de lo que cada «yo»
quiere hacer mientras justifica hacerlo sin otra consideración
que su propio apetito, deseo o conveniencia. La moral, por aña-
didura, marca lo que cada individuo tiene que hacer en función
de sus principios y valores, de modo que no es solamente cues-
tión de seguir instintos, apetitos, impresiones y conveniencias.
Más allá de esos linderos, la conciencia ética integra y supera las
anteriores. En la medida en que se abre a una esfera objetiva de
la vida en común, no puede limitarse espontáneamente a hacer
lo que quiere o lo que tiene que hacer, desconociendo que vive
en sociedad y la necesita. Por ende, eso mismo implica tomar en
consideración lo que nosotros debemos hacer para coexistir or-
denadamente y convivir sin sobresaltos y en paz usufructuando
el bien común de forma organizada.
Con ese mar de fondo, fácilmente se comprende que el do-
minicano, cuantas veces procura ser consecuente con sus convic-
ciones más propias, contraviene con su quehacer los designios de
la voluntad general y la conciencia cívica que, luego de doscien-
tos años, permanecen desterrados del terruño patrio. Después
de tanto tiempo, cualquier voluntad y convicción que no sean las
propias, todo designio de civilización que quiera interponerse
con lo que es consubstancial a la propia conciencia primigenia
de cada uno, será percibido de manera irrazonable como obje-
table y contraproducente para el desenvolvimiento individual de
cada quien.
De poco vale incluso en ese mundo subjetivo lleno de senti-
mientos e intuiciones apelar al imperativo categórico de Kant:
«Obra de tal modo que tu voluntad siempre pueda valer al mismo
tiempo como principio de un valor y una legislación universal».25

La moral del ser humano, para Kant (2013), debe poder reducirse a un solo
25

mandamiento fundamental, nacido de la razón, no de la autoridad divina,


a partir del cual se puedan deducir todas las demás obligaciones humanas.
El imperativo categórico no es más que una proposición racional que decla-
ra una acción o inacción como necesaria. En 1785 Kant formulaba el
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 73

En principio, dicho adagio es esencial al comportamiento


moral propiamente dicho del ser humano. Una vez acogido,
marca el paso de su condición natural o primitiva –adepta a todo
lo inmediato y sensible– a la del ejercicio práctico de su inteli-
gencia esforzada en hallar principios racionales y por tanto uni-
versales.26
En la medida en que ese paso no tuvo lugar en el caso domi-
nicano, donde más bien se verifica el desempeño de individuos
marginados e impulsivos, más que sujetos razonables y conscien-
tes de sí y de los demás, es un contrasentido apelar al imperativo
categórico kantiano para procurar la imposición de ciudadanos
morales en la plaza pública. Mientras dicho imperativo preva-
lezca y lo quieran reclamar los más ilustrados de la mayoría a
los menos instruidos, el comportamiento egocéntrico de estos
últimos, será exaltado de manera irracional y desmedida, dando

imperativo categórico como si la máxima de la acción de uno pudiera con-


vertirse por su voluntad en una ley universal de la naturaleza (2002: 421), o
bien como fin y nunca simplemente como medio (Ob. cit., p. 429). Sus di-
versas formulaciones quedaron condensadas en una sola en la Crítica de la ra-
zón práctica (1788), la llamada ley básica de la razón pura práctica: «Obra de
tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiem-
po como principio de una legislación universal» (V: 30). Lo cuestionable de
tal formulación en un contexto cultural como el dominicano se manifiesta
cuando el dominio universal de la razón cede a la autonomía volitiva de
cada particular, cuantas veces el propósito único del individuo pretende ser
en la práctica principio universal de la moralidad. Reformulaciones de esa
acepción mantienen su vigencia y llegan al presente –entre muchos otros
autores– en la comentada obra de John Rawls (1971, 1999a, 1999b), que a
su vez comienza a ser criticada por ejemplo, por Katrina Forrester (2019) a
partir de esta perspectiva: aunque parte importante de la filosofía política
liberal sigue ligada a la estructura política del neoliberalismo tecnocrático,
surge otra atenta a la ascendente tendencia a la desigualdad social, con su
anhelo de principios de carácter rigurosamente universal.
26
Como fuera ya advertido con anterioridad, la travesía de una conciencia
propiamente dicha natural e indiferente, primero a una moral y posterior-
mente a una ética, no se materializa de forma vegetativa, espontánea o ins-
tintiva. Para ello se requiere su moralidad. El sujeto tiene que emplear su
facultad racional y ejercitarla para ser educado y superar así su estado afec-
tivo e intimista en función de principios, normas y valores de conducta que
valgan tanto para él como para los demás miembros de un conglomerado
social.
74 Fernando I. Ferrán

rienda suelta a comportamientos toscos, bárbaros o incivilizados.


Dada su falsa pretensión ejemplar, el comportamiento ordinario
e inculto operará en detrimento de cualquier asomo de organi-
zación social e institucional.
La conclusión que de ahí se desprende es evidente. Si el pro-
ceso que supera la condición humana del sujeto queda detenido
en su estadio inicial, mientras más moral algunos quieran que
sea el conjunto de individuos sumidos en su condición de inci-
vilidad y falta de civismo sociopolítico, más adversarán y obje-
tarán la mayoría de estos últimos tanto la moralidad universal
que supera su egoísmo primitivo como la eticidad institucional
manifiesta en la organización propia y característica que los ciu-
dadanos se dan a sí mismos en una democracia.
De ese choque natural de sentimientos, opiniones, expectati-
vas e intereses, proviene la falencia del orden institucional en la
República Dominicana. Se trata de un orden caracterizado por
su desorden tradicional, conducido por ciudadanos lugareños y
urbanos ninguno de los cuales reconoce, más allá de su deforma-
ción natural, «la dictadura de la ley» (Diario Libre, 2019). Para el
dominicano, no el de tiempos de Américo Lugo27 hace ya poco
más de 100 años, sino el coetáneo a punto de finalizar la segunda
década del siglo xxi, «la ley solo existe si le beneficia. Si le perju-
dica, la ignora y la viola impunemente» (Ibíd.).
Hay que darlo por sentado; la razón de ser de una condición
propiamente natural como la dominicana es amoral, espontá-
nea, práctica, circunstancial y plena de experiencias propias y
convicciones privativas a uno solo. Como tal, por sí sola es inca-
paz de superar su propia frontera. Así se explica por qué en el

Según la cruda descripción unidimensional de Américo Lugo, «[…] una


27

inmensa mayoría de ciudadanos [...] para quienes no existen verdaderas


necesidades, sino caprichos y pasiones: bárbaros, en fin, que no conocen
más ley que el instinto, más derecho que la fuerza, más hogar que el rancho,
más familia que la hembra del fandango, más escuelas que las galleras
[...] tal es el pueblo dominicano, [...] en general apático, belicoso, cruel,
desinteresado [...], alimentado de prejuicios y preocupaciones funestas,
impulsado siempre por el azote o el engaño», (citado en el editorial de
referencia).
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 75

suelo patrio han quedado rezagados cuanto ensayos se hicieron


teniendo como respaldo el modelo de la paideia griega, la edu-
cación escolástica, las escuelas normales, las cartillas cívicas, las
clases de moral y cívica y, reciente en el tiempo, opciones de tipo
más escolar y universitario.

Indicadores

Ese derrotero circunstancial se magnifica por la conjunción


del mero crecimiento demográfico de la población y el incon-
mensurable desorden normativo que padece el conjunto de
ciudadanos comunes. La conjunción de ambos fenómenos com-
promete tanto el debido reconocimiento de valores morales y
cívicos como la unidad y sostenibilidad práctica del sistema polí-
tico dominicano. La universalidad inherente a las instituciones
familiares, sociales, económicas, políticas, culturales, recreativas
y otras no depende de la buena voluntad o intenciones de parti-
culares, sino del respeto ciudadano y del rigor del derecho.
Por consiguiente, a la luz de los derrumbes y reveses esce-
nificados en la historia política dominicana, hay que dar por
sentado que en ese pasado no hubo cabida para lo que asume
el imperativo categórico kantiano: «Toda política debe doblar
su rodilla ante el Derecho» (Kant, 1967). La política tradicional
en la patria de Duarte no dobla su rodilla más que a la fuer-
za. Resulta relativamente improbable por el momento que en
la República Dominicana la convivencia de los dominicanos y
la coexistencia pacífica de ellos con otros pueblos con los que
cohabita e interactúa se sustente razonablemente en el respeto y
sometimiento al derecho democrático.
No obstante, no hay motivo ni razón para la desesperanza.
Si en esa tierra «la vida es un “balance consolidado” de eleccio-
nes» (Taveras, 2019c), tomadas en medio de ese conciliábulo del
poder económico con el político adueñado vulgarmente de la
administración del Estado, no por ello hay que reducir la patria
a su dimensión más íntima y subjetiva.
76 Fernando I. Ferrán

No; la patria es ara y no pedestal, según la enseñanza ejem-


plar de José Martí, y también verdad, porque ella es agonía y
redención. Tanto en la intimidad del ciudadano aferrado a su
complacencia y mejor sentir, como en el denodado batallar y su-
peración de la ciudadanía y sus realizaciones. Lo uno sin lo otro
no es. Cada uno puede llevarla en su dolor donde emigre, pero
ella permanece irredenta donde está. Y en un país, como dijo
Peña Batlle (y hoy se usa como cliché), donde «no hay suizos», o
en el que se recuerda la expresión de un apóstol antillano, «con
esos bueyes hay que arar», debe prestarse atención no a tantos
escándalos y grandilocuencias, sino a la edificación y formación
de ese meollo de la ciudadanía que es el ciudadano.
Por eso mismo es menester no confundir los efectos (desor-
ganización social e ingobernabilidad democrática) con la causa
(conciencia humana en su estado primitivo, no moral ni ético)
por indiscutible que sea la retroalimentación entre ellos. Aislan-
do ambos lados por motivos didácticos, como la semilla del árbol,
la causa de tantos acontecimientos plagados de arbitrariedades,
rebatiñas, infidelidades, desconfianza, violación de contratos,
palabras no cumplidas, fragilidad institucional y convulsiones
sociales, es la conciencia (ciudadana) puesta entre paréntesis en
tanto que primitiva, recogida en sus convicciones e intereses más
particulares.
Esa realidad implica reconocer a la base del devenir histórico
dominicano dos indicadores hasta ahora incuestionables:

a. El ciudadano está sometido a la ingravidez de lo universal. Visto


cómo se opera ordinariamente en el país, el ciudadano co-
mún no está ni puede estar consciente de que todos son
iguales ante las leyes, que ninguno está por encima de ellas
o que a ninguno se le autoriza a pervivir indemne de sus
consecuencias. Cierto, el orden institucional dominicano
dicta que no existen privilegios e impunidades a favor de
algunos en detrimento del resto de los ciudadanos. Por eso
mismo no es menos cierto que nadie puede estar confia-
do de alguien consciente de un imperativo de conciencia
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 77

universal que termina siendo objetivamente inverificable


en la práctica. Al no comprobarse la universidad de cual-
quier cosa que sea en la vida diaria, tampoco se la puede
reconocer en escritos tenidos por nominalistas o en frases
hechas al vapor y salidas de letras muertas a no ser que las
sostengan con argucias retóricas.

En el espacio dominicano, una de las lecciones históricas


más usuales es que los actores realmente son tan esquizofréni-
cos, debido a su doble moral privada y pública, como estériles,
en razón de la fragmentada institucionalidad de un régimen
político repleto de inconsecuencias y privilegios. Mientras más
protagónicos, más frustrantes. De ahí procede una historia que,
en términos democráticos, avanza preñada de un largo rosario
de sinsabores, desilusiones y frustraciones, hasta verse coronada
por tantas «promesas incumplidas».

a. La disolución de la voluntad general. Segundo indicador, dicha


voluntad viene acompañada de dos fenómenos debido a los
cuales está privada de generalidad. De hecho, en un régimen
democrático se trata de que todos obedezcan por igual las
leyes susceptibles de aprobación general, como si se tratara,
según el pensamiento kantiano, de «un deber imperativo e
incondicionado» (Ob. cit.); por eso mismo es imprescindible
reevaluar dos fenómenos anómalos que en el país desvirtúan
el pragmatismo característico de la voluntad general de la
población.

b. Un primer fenómeno es el establecimiento de normas, re-


glamentos, decretos, protocolos, leyes y constituciones políti-
cas que no expresan el interés general, sino las atribuciones
y privilegios que se arroga quien o quienes las proponen y
aprueban en función de sus mejores intereses y el de ciertos
aliados más poderosos e influyentes. Por esa vía, la condi-
ción civil de cada ciudadano, consubstancial al ideal del con-
trato social, deja de ser la base del ejercicio de la libertad y
del orden público. Esa libertad y ese ordenamiento jurídico
78 Fernando I. Ferrán

expresan los intereses de «los ciudadanos más poderosos y


afortunados» y no la voluntad general de la población.

Esa perversión de propósitos y atribuciones viene acompa-


ñada de un segundo fenómeno.

c. En efecto, la «evidente maldad humana» de la que también


hablaba Kant, la misma que debe ser civilizada por «la coac-
ción del Gobierno» (Ob. cit.), reaparece de nuevo enmar-
cada por medio del irrespeto al derecho y la desobediencia
a las leyes y a la razón práctica de la moral universal. Ante
tal malevolencia, abuso y corrupción28 peligran la concordia
ciudadana y la paz en y entre los pueblos.

En resumidas cuentas, de ambos fenómenos se desprende


que en el mundo real –no confundir con el ideal y utópico– de
los dominicanos no predomina ni se manifiesta una conciencia
ciudadana colectiva capaz de reconocer explícitamente por qué
la libertad objetiva consiste en hacer lo que debemos hacer y no
todo lo que podemos y queremos.

El tema de la corrupción administrativa en los Estados de derecho –sea en


28

forma de fraudes, sobornos, tráfico de influencias, obstrucción de la justi-


cia, enriquecimiento ilícito, nepotismo, uso indebido de información falsa
o verdadera, colusión y otras tantas manifestaciones– ha llegado a ser una
problema moderno común en la geografía mundial. Los datos son tan apa-
bullantes como fueron en el Medioevo el hambre, las plagas y la peste negra.
Para el solo caso del soborno, Transparencia Internacional (2019) reporta
en el año 2017 que en la República Dominicana el 46 % de los encuestados
dijeron que habían pagado algún tipo de soborno para acceder a servicios
públicos, solo superado en América Latina por México con 51 %; y, para los
20 países de la región latinoamericana y del Caribe estudiados, calcularon
que 90 millones de personas, entre 2015-2016, pagaron sobornos. Huelga
ejemplificar esta nueva peste social añadiendo otras modalidades de corrup-
ción harto conocidas, como es el caso de la compañía privada Odebrecht a
nivel americano principalmente y otros similares. Basta con acotar aquí que,
al menos por ahora en la mayoría de los casos de esa envergadura, fuentes
internacionales son las que colaboran revelando en los respectivos países
los hechos de corrupción a ser judicializados, lo cual denota finalmente el
control que los agentes criminales tienen de las estructuras anticrimen de
los países.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 79

La conciencia grávida de civismo no solamente sobrelleva


deseos e impulso o está ligada a valores y leyes morales. La con-
ciencia pública también se religa a la disciplina personal, el orde-
namiento objetivo de la sociedad y la obediencia a la autoridad.
Por aquello de que sin derecho, no hay libertad y sin bien común
tampoco, ambos –derecho y libertad– son inseparables en y para
sí mismos en toda realidad consciente de sí. Están llamados a
ser, en términos teóricos y prácticos, lo que son en la conciencia
y voluntad del sujeto; a saber, causa y efecto de la formación y el
desarrollo de una ciudadanía objetivamente consciente de sí en
la institucionalidad de su propia democracia.

La realidad dominicana

Sin embargo, si algo es evidente en el país es que en general


cada ciudadano sabe, valora y procura por motivos que le son
propios lo que más le conviene según su experiencia y sentido
común. Aunque se desenvuelva en un contexto estatal, cada uno
es responsable solo de sí mismo y apenas de los miembros más
cercanos de su familia. De manera que esto termina siendo lo re-
levante: rara vez uno se preocupa por los demás. Poco le interesa
la moral del cuidado o «el vals de la ética» (Alain Etchegoyen,
1991). En la prosecución de atractivos particulares, todo se excu-
sa y escuda en arreglos e influencias que le permiten disimular lo
que hace y evadir cualquier régimen de consecuencias.
Debido a esa actuación antisocial, cada uno de los ciudada-
nos y la gran mayoría de ellos reconocen, admiran y respetan sin
reservas ni dudas el éxito y, a este, disfrazado de poder y dinero.
Claro está, los individuos no están en perenne guerra por aque-
lla facultad y ese bien. Pero los desean y luchan por ellos, en fiel
remembranza de los trazos dejados en tantos escritos clásicos a
propósito del estado de naturaleza original.29 La cosa termina

La concepción más socorrida últimamente en la literatura especializada me


29

parece ser la de Hobbes y su estado de naturaleza original. Curiosamente, en


80 Fernando I. Ferrán

siendo de tal envergadura que, en la sociedad dominicana, «to e


to y na e na», en función del insuperable e inagotable tráfago de
cada quien en procura de lo suyo («lo mío»).
En esa sociedad desconfiada y falta de ética solidaria no to-
dos tienen por qué imitar el ejemplo de Juancito Rodríguez,
financiando el movimiento antitrujillista hasta el punto de que-
dar arruinado, y mucho menos seguir el de Juan Pablo Duarte,30
sacrificándose personal y familiarmente, voluntaria y conscien-
temente en aras del ideal nacional en la irredenta patria domi-
nicana.
Contrapuesto a esas y otras figuras públicas inobjetables, se
levanta la muralla que ha sido y no deja de ser relevante a lo lar-
go y ancho de toda la democracia dominicana.
Por una parte, la institucionalidad –sea esta colonial o poste-
riormente republicana– fue y sigue siendo por sí sola insuficien-
te para contrarrestar y superar su propia fragilidad operativa.
Por la otra, la conciencia del ciudadano –librada a su condición
original y desprovista de contenido ciudadano que la confronte–
es la que más defrauda y obstaculiza la concepción y surgimiento
de mejores valores democráticos en el terreno de lo público.31

esa escuela de pensamiento se significa al hombre como un lobo en contra


de los otros hombres, desvirtuando así, por completo, la cohesión grupal de
estos canes salvajes. Eso le permite al filósofo inglés preparar su antesala al
Leviatán. Además, con dicha reducción del hombre al lobo feroz y antisocial
queda atrás la visión teológica de san Agustín como otro de los pilares de la
civilización occidental. Para este no es tanto el espíritu agresivo del hombre,
sino la maledicencia de la envidia de Caín la que termina derramando la
sangre de Abel en la ciudad de Dios, marcando así el inicio cíclico de las
generaciones humanas y de los anales de la humanidad. En otras palabras,
el punto de partida de la historia no es la intervención del Estado político,
como pretendieron Hegel y otros pensadores occidentales modernos, tam-
poco la concelebrada lucha de clases prevista por Marx y Engels alrededor
de la acumulación primitiva de riquezas y poder o, todavía más cercana en
el tiempo, la voluntad de poder de tinte nihilista que la lleva a su absurda
disolución e irrealidad.
30
Lejos de cualquier duda sobre su imagen e integridad patriótica, Duarte «ha
representado la idealidad en la aspiración a un orden superior de realiza-
ción nacional, democrático y de justicia» (Cassá, 2016: 304).
31
Incluso lo que en la literatura y en los discursos políticos en general es sin-
dicado como «poder o poderes hegemónicos» podrá doblegar con fuerza la
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 81

En el estado actual de cosas que presencia la sociedad domi-


nicana, si se quisiera algún día llegar a sustentar un mejor régi-
men republicano (división de poderes) y democrático (igualdad
de todos ante la ley y sus consecuencias) que no sea autoritario
(antirrepublicano), despótico (antidemocrático) o faraónico
(fastuoso y despilfarrador), habría que cimentarlo en la forma-
ción de una conciencia ética cuyos valores ciudadanos y conse-
cuentes realizaciones objetivas constituyan la vía más expedita e
idónea para rebasar el predominio de su estado de conciencia
embrionariamente ensimismado e impulsivo.
En su defecto, el presidencialismo, comodín indiscutible en
la mesa de juego de la política dominicana, seguirá imperan-
do en el país. Y continuará imponiéndose como epifenómeno
político en la medida en que de facto contraviene la eticidad de
cualquier propuesta institucional que ose ponerle coto a las in-
consistencias de la ciudadanía y, sobre todo, a la expresión más
desbocada de su individualismo de corte paternalista.

Presidencialismo

La democracia no es fruto de ejercicios arbitrarios, autorita-


rios o dictatoriales. Dado que «las bayonetas sirven para muchas
cosas, menos para sentarse sobre ellas» (Talleyrand), el Estado
democrático de derecho no descansa en la fuerza, tampoco en el
abuso de poder y menos en la ilegitimidad de marañas y conciliá-
bulos no públicos. Ese régimen político se levanta con el consen-
timiento informado de los ciudadanos al orden establecido por
las mayorías e incluso las minorías de la población.
Así entendida, la democracia no se sustenta y tampoco
puede depender de una ciudadanía cuya conciencia individual

voluntad individual, pero no por tanto subyuga mecánicamente la concien-


cia del individuo. Por eso mismo dicho señorío no necesariamente aumenta
el convencimiento interior del sujeto, de modo que cada uno (des)edifique
su propia individualidad y ceda terreno a favor de la institucionalización de la
esfera pública que dicho poderío busca a toda costa cómo imponerle.
82 Fernando I. Ferrán

pretenda reproducirse desligada de preocupaciones y necesida-


des ajenas.
Pero entonces, ¿qué impacta tanto a una conciencia desinte-
resada y desentendida de la vida pública como para aglutinarla
con el resto de la población alrededor de una figura pública en
particular?
En una región del mundo en la que los reyes por la gracia de
Dios y los republicanos más y menos idealistas fueron reemplaza-
dos por más de una despiadada marioneta del fatum romano, el
presidencialismo encarna la pretendida autoridad depositada en
un mismo individuo o pseudomesías incapaz de reconocer –más
allá de su propia voluntad– el bien del conglomerado social que
gobierna de manera autocrática. Como advirtiera certeramente
Bolívar (1819: 2) a propósito de la multitud de caudillos, líderes,
síndicos o gobernantes que pulula por la geografía de nuestra
América tras la caída de los imperios coloniales, «el pueblo se
acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de don-
de se origina la usurpación y la tiranía».32

Si la distancia que va de Napoleón a Louis Bonaparte permitió a Carlos


32

Marx (2003) corregir la frase de Hegel: los grandes hechos y personajes


de la historia aparecen dos veces, agregándole que una vez como tragedia
y la otra como farsa, otro tanto puede decirse del bonapartismo y el presi-
dencialismo. En el primero, se enmascara y preserva el poder de una clase
dominante más estrecha; en el segundo, se deja ver el boato y depravado
culto a una persona sin otro valor e interés que él mismo. El régimen bona-
partista podía ejercer un gran poder, porque no había una clase con sufi-
ciente confianza o dominio para establecer firmemente su autoridad en su
propio nombre y, por eso, un líder que parecía estar por encima de la lucha
de clases (en sentido marxista) podría tomar el bastón de mando y evitar el
caos reinante gracias a su original concepción del orden institucional. Sin
embargo, según Marx esa era una situación esencialmente inestable dado
que el líder aparentemente todopoderoso sería barrido cuando la lucha de
clases se resolviera en la sociedad. Al margen de esa concepción, sin embar-
go, en la versión más pura del presidencialismo –como expresión del poder
político exaltado en sí mismo en un solo individuo que regentea desde el
ejecutivo todos los poderes del Estado– la población no tiene valor alguno,
y aunque ciertos representantes de las clases económicas podrán valerse del
gobierno para adelantar sus propios fines, no por eso dejan de mostrarse
divididos por sus respectivos intereses económicos y es el gobernante de tur-
no –mientras vida y fuerza tenga– el que finaliza arbitrando e imponiendo
su voluntad y capacidad de maniobra y movilización popular.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 83

La mejor respuesta a aquella pregunta viene de la mano del


fenómeno presidencialista. En medio de un mundo democrático
lleno de dudas y sospechas por lo hecho y lo dejado de hacer, el
presidencialismo allana el vacío de poder que resulta en preten-
didos regímenes formalistas como el dominicano cuantas veces
el pueblo soberano, agobiado por necesidades e inconforme con
el manejo práctico de las cosas, deserta del terreno de la política
y de su sentido de corresponsabilidad por la cosa pública.
El problema subsecuente reside en que el presidencialismo
es incapaz de preservar un régimen democrático (Linz, 1990).
El peligro de abuso de poder le es compulsivo y connatural, pues
permanece al acecho detrás de cualquier figura presidencial en
la tradición no solo dominicana, sino latinoamericana en gene-
ral.33 Y no puede ser de otra manera. El presidencialismo refuerza
voluntades con el pretexto de remediar arbitrariamente la ausen-
cia de conciencia y ejecutorias públicas. Orden antes que el caos,
eficiencia sobre inhabilidad. No importa el precio que haya que
pagar. El fin, según el arbitrio único del líder, justifica los medios.
De ahí el desafío que enfrenta de manera consuetudinaria la
democracia en el país. «La cuestión fundamental en el régimen
presidencial (dominicano), al igual que en cualquier otro régi-
men político, es evitar que este oscile entre la omnipotencia y la
impotencia, pues lo primero conduce al despotismo y lo segun-
do a la ingobernabilidad» (Espinal, 2012: 65). Todo el ejercicio
del poder estatal dominicano se cifra en la exaltación irrazona-
ble del valioso ejercicio gubernamental que solo ha sido capaz
de realizar el último individuo prominente y prepotente de la
caterva de gobernantes habidos y por haber.

Cien años más tarde de lo advertido por Bolívar, el expresidente colombiano


33

Juan Manuel Santos reconoce que América Latina en general es proclive a la


autoperpetuación del gobernante de turno en el poder (Santos, 2019: 174).
Eso así, bajo «el pretexto de todos los caudillos: que el país se derrumba si
no continúa bajo su liderazgo» (Ibíd., p. 175). Esa realidad, ejemplarizada
por Santos en connotados líderes y presidentes como los hermanos Fidel y
Raúl Castro, Evo Morales, Hugo Chávez y Nicolás Maduro, Daniel Ortega y
otros, destila presidencialismo y, en algunos casos, ha llegado a pretensiones
tales como el establecimiento de verdaderas dinastías de índole familiar tan
recientes como las del pasado siglo en el Caribe y Centroamérica.
84 Fernando I. Ferrán

Con la promulgación de la Constitución dominicana de


1844, el quehacer político quedó marcado por la hipertrofia del
poder ejercido al amparo de un presidencialismo desbordado y
sin control. Ni siquiera en tiempos más recientes, con la Consti-
tución de 2010, se procuró superar ese pasado de letras muertas
trastocado efectivamente por el espíritu convulsionado y revuel-
to de caudillos y gobiernos autoritarios y hasta tiránicos. Esa pe-
núltima modificación constitucional «incorporó» una serie de
derechos fundamentales e importantes novedades relativas a
otros poderes del Estado; no obstante, «estos cambios en el texto
constitucional relativos al presidente de la República se hicieron
sin desnaturalizar la lógica de funcionamiento del régimen pre-
sidencial» (Ob. cit., p. 95).
El fruto más destacado de esa lógica es el «hiperpresiden-
cialismo» dominicano (Oviedo, 2012: 23-29). Este fenómeno co-
rroe el régimen político en la medida en que encarna todo el
poder estatal en el Ejecutivo. Debido a su poderío, la población
no puede más que acompañar el sepelio republicano a su desti-
no final y reconocer que se hace política de estado a través de
la impunidad de actos inconstitucionales y delictivos y del «neo-
patrimonialismo» con el que se defrauda la cosa pública (Ibíd.,
pp. 29-33).
El presidencialismo ha hecho poco más que legar a la de-
mocracia dominicana su larga noche ideológica y de abusos de
poder. En medio de tal oscuridad sobresalen varias sombras que
pueblan el sempiterno pasado que hoy sirve de prólogo a la ter-
cera década del siglo xxi:

1. La ficción. La ficción sojuzga la verdad y domina a los


presentes en la sala principal de ese gran teatro que es la
realidad dominicana. La ficción, que de por sí es menos
universal, exigente y dura de concebir que la verdad, cau-
tiva con su canto de sirenas a un sector de la población
y apela a la lealtad de un público adepto que, por tanta
inventiva teatral, espera algo más del actor principal, per-
sonalizado sucesivamente por personajes presidenciales y
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 85

del resto del elenco principal, los políticos profesio-


nales. 34
2. El estadista. En y alrededor del líder irremplazable
–dirigente y finalmente proclamado estadista de ocasión–
todo se excusa y se borra, incluyendo el orden institucional
del país y su régimen de consecuencias. Un mundo autorita-
rio y construido a base de ficciones e ilusiones se impone al
institucional. Relatos, opiniones, interpretaciones, proezas,
elogios, spots publicitarios, verdades a medias y falsedades,
grandes obras faraónicas o ideologías reencarnadas, todo eso
y más queda petrificado como estatua de sal desprovista de
virtudes morales y valores éticos en el desierto semiárido de
la política dominicana.

3. La confusión. El jerarca de turno y el estamento político tergi-


versan la suma democrática del Estado dominicano. Es cuan-
ta cosa sea pública y su voluntad llega a ser prácticamente
omnímoda en un mundo informal de componendas, trapi-
sondas ocultas y palabras rotas. Desde cualquier silla presi-
dencial o dormilona de mando administrativo o militar el
incumbente se arroga cierto aire de mandamás, sabio a veces
y otras tantas astuto y falso, a conveniencia siempre de su
poder discrecional. Y así tiene que hacerlo, pues se sospecha
que quien no procede así ni él ni sus secretarios, ayudantes y

En cierto sentido, pareciera ser que el mundo actual quiere emular con tanta
34

ficción la narración orweliana. Con su novela 1984, George Orwell describió,


y así denunció, el propósito final de todo proceso autoritario conducido por
un partido político que hace las veces de Estado. Su argumento principal es
que, a largo plazo, el objetivo de cualquier partido de tendencia autoritaria –y
aún peor si es de vocación totalitaria– es establecer la incredulidad en el con-
cepto mismo de verdad objetiva. Tal contradicción en el seno de una realidad
desprovista de conocimiento objetivo deviene potencialmente más peligrosa
que la policía secreta, la vigilancia o la tortura, ya que su efecto final sería no
dejar ningún terreno sólido desde el cual montar una rebelión contra un
partido político–Estado; y por añadidura, evitaría que algún recóndito rincón
de la mente del ciudadano escape a la deformación promovida por efecto
del quehacer político desde un aparato de control meramente estatizado y
antidemocrático Ver, Orwell, 1984; también, Tyller, 2019).
86 Fernando I. Ferrán

adláteres podrán gobernar ni administrar a conveniencia los


asuntos de Estado.

4. La doble moral. Esa doblez curte las convicciones y perturba


la objetividad. En la medida en que autoridades y dirigen-
tes políticos concentran los poderes públicos en sus manos,
así como el poder discrecional para tomar las decisiones
más convenientes y adaptables a sus intereses, toda acción
pública es valorada y juzgada, incluso en los tribunales de
justicia, con el criterio del doble estándar: todo depende
de quien la ejecuta o a quien beneficia/perjudica. Ni es lo
mismo ni se escribe igual ser hijo de un ciudadano anónimo
de los de a pie, que de la prole del político o del «tutum-
potem». Al ciudadano vulgar y corriente, así como a sus
padres, se les reclama con pesada autoridad el más estricto
apego y cumplimiento de las costumbres y la ley; mientras
que al otro y su progenie de nombre sonoro y bien publici-
tado se le borran todas las cuentas, se le preserva inmune de
difíciles deberes e impune de estrictas consecuencias civiles
y penales.

5. La ilusión electoral. El disfraz democrático se aminora a su di-


mensión electoral. El credo del desaliento y la resignación
ofusca la más de las veces la condición ciudadana. Una vez
cerradas las urnas, cada quien comenta y celebra el triun-
fo, o se conduele de su desengaño. Mas, en ambos casos, la
absoluta mayoría de la población sabe que la vida continúa,
atareada y constreñida por el diario vivir. Y por eso se aparta
del activismo político y hasta se desentiende de la supervisión
y rendición de cuentas de las recién electas autoridades. A
partir de ese momento, la política y la cosa pública se aleja
de cualquier dejo de meritocracia y quedan en manos de al-
gunos técnicos y más de «políticos profesionales» engolados
por efectos de su inflada clientela popular y de la incuestio-
nable servidumbre burocrática.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 87

En un medio ambiente institucional teñido de sobresaltos,


abundantes irregularidades y tejemanejes propios de apremian-
tes correcorres, el comodín del presidencialismo domina el
libreto ideológico de los más diversos períodos políticos en el
país. Siempre de espalda a los valores originales de la civilización
occidental liberal con los que se asocia la democracia moderna:
racionalidad, libertad, iniciativa individual, solidaridad, legali-
dad, alternabilidad del poder e igualdad ante la ley y su régimen
de consecuencias.35
De ahí la crítica encrucijada que enfrenta la democracia
dominicana en el presente. Debido a su cara más oscura,
se requiere rescatar críticamente el ideal democrático y
apostar entonces por su restablecimiento y materialización en
condiciones reales so pena de poder suprimir las susodichas
sombras que entenebrecen el presente.

La encrucijada

La actualidad dominicana, por no hablar aquí del istmo


centroamericano y tampoco de las Antillas o de otras zonas de
la América mestiza o de la indígena, desprovista de utopías so-
ciales, padece los efectos de prácticas políticas que terminan
hiriendo y haciendo aún más vulnerable la democracia repre-
sentativa.
Su fetiche es que el jefe del Poder Ejecutivo es prácticamente
omnímodo y omnisapiente. Frente a él, no hay poder de índole
moral o ética que valga ni oposición que lo resista. Por supuesto,
el arraigo de esa convicción es extrema, los discursos no lo

La última vez que en pleno siglo xx esos valores fueron puestos entre parén-
35

tesis por movimientos de masa carentes de apego a su propio «ethos», par-


ticularmente en Europa occidental (Ortega y Gasset, 1927; Furedi, 2018),
surgieron distintos conflictos resueltos por vía de la confrontación bélica y
el enfrentamiento de sus secuelas políticas e ideológicas (nazismo, fascismo,
comunismo, consumismo, populismo).
88 Fernando I. Ferrán

ponen en duda ni lo derrumban.36 A tal punto llega la ficción,


que se confunde la verdad:

El axioma de que el Presidente dominicano lo pue-


de todo ha persistido aunque no se avale en la realidad:
Joaquín Balaguer fracasó en reelegirse en 1978, Antonio
Guzmán no pudo en 1982, Leonel Fernández falló en mo-
dificar la Constitución en 1998 y tuvo que resignarse en el
2012, como también Hipólito Mejía no pudo ganar los comi-
cios del 2004, tras haber reformado la Constitución dos años
antes. (Díaz Santana, 2019).

Puede afirmarse que tal acumulación de ficción en un régi-


men democrático procura que las palabras sirvan no ya para en-
carnar y develar la verdad, sino para ocultar la doble moral y, de
paso, engañar al ciudadano enredándolo en tácticas y estrategias
electorales conducentes a mejor maniatar el acontecer nacional.
Palabra y verdad se funden a los pies de imágenes tramposas
que, como rayo veloz, confunden la vista y fulminan la mente
ciudadana.
Independiente del desenlace final de la tradición política
dominicana, es de importancia capital la percepción que se tie-
ne al analizar el comportamiento de ejecutivos provistos de la
banda presidencial, más próximos todos ellos a los monarcas
absolutos del antiguo régimen francés que a los ejemplos del
primer presidente estadounidense al dejar voluntariamente el
poder presidencial o el de Máximo Gómez al no querer acce-
der a esa cima.
Entretenida en medio del Canal de la Mona y del Paso
de los Vientos, la democracia dominicana atraviesa tiempos

Claro está, a nivel continental, hay excepciones y confirmaciones de lo di-


36

cho; como, por ejemplo, los eventos que recién finalizan en el verano del
año 2019 en suelo puertorriqueño donde desde las calles fue forzada la re-
nuncia del exgobernador Roselló o los que al momento de escribir se siguen
registrando como fallidos a pesar del poder de convocatoria opositor en la
patria bolivariana de Venezuela.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 89

difíciles. Cada ciudadano –«invisible ante el poder del Esta-


do» (Fukuyama, 2018)– se reproduce a sus anchas mientras
deambula acosado de desilusiones, laborando a cuenta y ries-
go propio, y rodeado cada día de más individuos desinteresa-
dos en la cosa pública y desconcertados ante la «invasión de
los idiotas» de la que en su día advirtiera al mundo entero
Umberto Eco (2015).
IV. Talón de Aquiles
de la democracia dominicana
Soberanía y democracia representativa

La democracia, traducida en autoridad y legitimidad en el uso


del poder en función del orden asumido como expresión de la
voluntad popular traza hoy día la línea de Pizarro en suelo domi-
nicano. De un lado, regímenes políticos autoritarios y despóticos
y, del otro, instituciones razonablemente organizadas y asentidas
en libertad.
Esa es, hasta prueba en contrario, la gran transformación po-
lítica entre un orden de cosas más burdo y primitivo y otro más
razonable. La diferencia de ambos polos: el trazo indeleble de
la institucionalidad democrática. Esta y nada más discrimina, de
un lado, la imposición arbitraria de un puñado de voluntades, y,
del otro, el orden democrático. En este orden se manda con el
ejemplo, en aquel abuso con la intimidación.
En democracia todo se justifica objetivamente por la promo-
ción recíproca de los ciudadanos y de la esfera pública. No de
una en detrimento de la otra. La calidad de las instituciones de
derecho democrático se fundamenta en y depende de las facul-
tades volitivas y reflexivas de sujetos éticos, responsables y plenos
de valores ciudadanos. Y viceversa, porque en términos de causa
y efecto, cada una refuerza a la otra con sus atributos respectivos,
la edificación y el desarrollo de esos sujetos están supeditados
al andamiaje normativo e institucional que en comunidad cons-
truyen y soportan. La correlación entre uno y otro lado de la
relación es positiva, si la promoción es recíproca en términos
de bien y superación de ambos extremos; o en caso contrario,

91
92 Fernando I. Ferrán

negativa, en función de mal desempeño, deterioro y corrupción.


Fuera de la pizarra escolar y los libros universitarios, no puede
haber buenas instituciones y malos ciudadanos ni lo contrario.
En el mundo real del ejercicio democrático, mientras mejor y
más eficiente sea un lado de la balanza, mejor es el otro.
Ahora bien, tambaleándose en medio del autoritarismo y del
libre consentimiento, se construye la democracia dominicana.
Con dos caras, pues en ella no predomina la tolerancia sino
la desconfianza ciudadana y, consecuentemente, abunda la
desinstitucionalización de sus organizaciones y por tanto la falta
de autoridad.
Por tal razón –aunque sin cuestionar la confianza a la que
con razón apela en y por sí misma la democracia–, no por ello
hay que dejar de criticar los límites objetivos de sus regímenes
políticos. Uno de ellos, quizás el más notable de los defectos del
poder político en países como la República Dominicana, consis-
te en esta equivalencia engañosa: democracia=elecciones.
De ese error se sigue en el terreno movedizo de las prácticas
inescrupulosas del mundo político dominicano la exclusión de
la ciudadanía de los asuntos públicos y el imperio de un tipo
de democracia excluyente y de dudosa legitimidad en la que la
representación no entraña participación del representado y el
candidato de ayer y el elegido de hoy mienten por igual con ab-
soluta naturalidad e impunidad.

Es tiempo ya de que los candidatos cesen la práctica de


tener un plan de gobierno con fines electorales, y otro,
en caso de ganar, para gobernar. Es una defraudación
a la ciudadanía difícil de erradicar [...] (Silverio, 2019).

La gravedad del hecho no solo es moral (mentir), pues en


público esta es doble, sino de juicio. Comúnmente se asume que
si hay elecciones (libres) hay democracia. Y en principio es así,
en toda democracia hay elecciones, pero no necesariamente en
el terreno de la práctica donde se registran elecciones no libres
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 93

que por tanto no comprometen la voluntad general de la pobla-


ción.
En adición, todo ambiente electoral presupone que el fun-
cionario público electo, independientemente de su filiación par-
tidaria, es el que representa a los electores o cuando menos a los
suyos en particular. En tanto que representante de la población,
está llamado a garantizar desde la respectiva posición que ocu-
pa la legitimidad, legalidad y autoridad que entrama el ordena-
miento democrático del país para preservar el poder político del
Estado y garantizar el desarrollo y bienestar de la población.
Por consiguiente, la supuesta equivalencia entre democracia
y elecciones en la palestra dominicana termina siendo no nece-
sariamente verídica. El Talón de Aquiles de la democracia en el
país está en el pretendido valor de representación y legitimidad
de quienes resultan electos por medio de fraudes electorales o
de amañados y manipulados procesos de votación por efecto de
intereses y prácticas no confesables.
En otras palabras, la práctica política que circunscribe el régi-
men representativo adolece de no haber superado:

1. Los límites del valor del voto. El principio de «un hombre, un


voto», al margen aquí de fraudulentos conteos de sufragios la
noche de las elecciones, no puede garantizar en ningún ré-
gimen electoral democrático que sean los mejores y más efi-
cientes funcionarios públicos lo que salen electos en las urnas;
lo más que sí puede ser salvaguardado es que los favorecidos
por el voto popular cuenten con la legalidad y la legitimidad
inicial indispensables para representar a la ciudadanía.

2. El lastre de la representación y del representante. Las consecuen-


cias prácticas de la concepción electoralista se evidencian,
principalmente, en el modus operandi de la realpolitik domini-
cana. De acuerdo a esta, políticos partidistas y funcionarios
públicos deliberan a puertas cerradas y en conciliábulos. De
sus decisiones y acciones excluyen a quienquiera que no sea
94 Fernando I. Ferrán

o represente a uno de sus superiores jerárquicos y partidis-


tas, debida excepción cuando se trata de los miembros de
los poderes fácticos de la sociedad dominicana. Pero de ahí
se sigue que, en el transcurso de sus mandatos, incluso la
legitimidad inicial de los funcionarios en el ejercicio de sus
atribuciones quede puesta en entredicho.

3. La ineficiente y deficiente participación ciudadana en las deliberacio-


nes públicas de interés ciudadano. Democracia significa mucho
más que el solo derecho al voto que ejerce el ciudadano cada
cierto período de tiempo. No es una herencia petrificada en
la historia dado que, como alguna vez escribió Habermas, se
trata de un proyecto inacabado que representa el remanen-
te de la utopía y se basa en la deliberación y el intercambio
público que tienen que ser garantizados a todos, no solo a
unos cuantos privilegiados en todo momento y circunstancia.
Sin embargo, con la reducción de la participación política
a su intervención electoral, cada ciudadano y todos juntos
quedan excluidos/excusados de contribuir en los asuntos
públicos y de fiscalización. Por ese atajo político se abre el
camino a los representantes del poder público, así como a
sus allegados, asociados y mentores, a la comisión del mayor
número posible de arbitrariedades administrativas y faltas de
ética pública en el desempeño de sus funciones.

4. La rendición de la soberanía. Por vía de consecuencia, la sobe-


ranía es la palabra clave, como afirma Sztajnszrajber (2019:
281). Si la democracia es un ejercicio de soberanía del pue-
blo, y si esta tiene que ver con el poder de cada uno y de
todos para deliberar y decidir sobre sí mismos en una co-
munidad constituida, entonces, cuantas veces un ciudadano
dominicano y todos juntos a la vez son privados de esa par-
ticipación y deliberación en medio de un tipo de régimen
político excluyente, acontece que la soberanía deja de ser del
pueblo y pasa a ser relicario entregado al libre albedrío de
«sus» representantes.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 95

De no corregirse esas cuatro deficiencias –paradoja de para-


dojas–, la misma democracia que un día se concibe como expre-
sión del pueblo soberano, termina días más tarde arrinconada
en sus antípodas con la rendición de su soberanía en manos de
ficticios servidores y funcionarios públicos. Y, mientras más avan-
zan las manecillas del reloj, los efectos perturbadores de la de-
legación de poder a las autoridades –democráticas– legitimadas
por la vía electoral en el país son los siguientes:

a. Democracia atrapada. La democracia dominicana finaliza atra-


pada en un aparato estatal autónomo que opera al margen
de su propia legalidad y prescindiendo de la multitud acéfala
de ciudadanos corrientes. Estos son movilizados durante las
campañas electorales, pero de inmediato quedan desmovili-
zados, desentendidos y ajenos a cualquiera de los procesos
de toma de decisión, a la espera de la próxima contienda
electoral.

b. Malestar electoral. De ahí se deriva, segundo efecto, el malestar


ocasionado por los certámenes electorales. En estos, como
en todo negocio lucrativo, candidatos, partidos y otros invier-
ten fuertes sumas de dinero que han de recuperar eventual-
mente con creces. De su lado, los candidatos, engalanados
por efecto del «photoshop», aspiran al favor popular des-
provistos de valores e ideologías que no sean defender figu-
ras enardecidas por el omnipresente presidencialismo que,
emulando al célebre rey Sol de Francia, Luis XIV, piensan
poder reencarnarlo utilizando el voto popular. Y del lado de
la ciudadanía yacen los ciudadanos, diferenciados de sus re-
presentantes y grupos de poder, y cada vez más aislados en
medio de una sociedad intrínsecamente desigual y disociada.

Por eso la relevancia de esta observación. Cuando se cree


que los beneficios de la democracia electoral son para los otros
y no para la mayoría, la ira e indignación de la ciudadanía pue-
de ser reconocida en la verdad que avala la célebre frase del
96 Fernando I. Ferrán

expresidente francés Nicolás Sarkozy: «Una de las razones por


las que la mayor parte de la gente percibe que está peor, aunque
el Producto Interior Bruto (PIB) suba, es porque efectivamente
está peor».

c. Apatía ciudadana. A pesar de que dicha tensión pueda mani-


festarse ocasionalmente mediante manifestaciones y estalli-
dos callejeros, la más de las veces se continúa reproduciendo
una ciudadanía ajena al mundo político, a no ser cuando al-
guno de sus miembros procura algún empleo, dádiva o asis-
tencia.37 En general, no obstante permanecer insensible al
quehacer político por largos intervalos de tiempo, la práctica
electoral y representativa en el país renueva su respaldo a las
autoridades de turno cada vez que la población acude mayo-
ritariamente a las urnas.
d. Válvula de escape. Así, último efecto, los sucesivos procesos
electorales hacen las veces de válvula de escape38 en medio de
un sistema político desequilibrado y resentido. En este, la
calidad de la representación ciudadana se degrada progre-
sivamente y, en el espectro indefinido de la vida social que
conduce de la democracia al despotismo, la desigualdad ciu-
dadana atraviesa el puente de la discordia en ruta a las antí-
podas de la igualdad y la fraternidad solidaria que el ideal
democrático enarbola como valores ciudadanos.

37
Aun cuando la legitimación surge ideológicamente de las urnas, expertos
internacionales no dejan de pronosticar y advertir posibles crisis. Este fe-
nómeno no es exclusivo de la vida política dominicana. Cada una de las
sociedades democráticas que operan hoy día en el hemisferio americano y al
menos en la región europea, registran una situación análoga. «Después de
40 años de fundamentalismo de mercado, Estados Unidos y países europeos
con ideas afines están fallando a la gran mayoría de sus ciudadanos. En este
punto, solo un nuevo contrato social, que garantice a los ciudadanos la aten-
ción médica, la educación, la seguridad de jubilación, la vivienda asequible
y el trabajo decente por un salario digno, puede salvar al capitalismo y la
democracia liberal» (Stiglitz, 2019b).
38
A propósito del caso dominicano y la forma en que las elecciones ocurridas
en la época trujillistas han devenido una fuente de escape de la tensión
social, ver Brea del Castillo, 2018.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 97

Desigualdad ciudadana

La desigualdad ciudadana es un fenómeno mundial de infi-


nitas manifestaciones.39 De forma parecida a la Hidra de Lerna,
tiene varias cabezas: la política, la económica, la cultural e in-
cluso también las que yacen bajo los embates de la privación de
oportunidades o por imposiciones ideológicas acerca de la na-
ción, la religión, el sexo o la pigmentación del cuerpo humano.
Dada su complejidad constitutiva, sería absurdo diagnosti-
carla como enfermedad social de un solo medicamento: reducir
a todos los ciudadanos a la igualdad carenciada y empobrecida
de los más, en vez de a la superación de los menos; o viceversa,
como si no fuera realista y razonable que la igualdad ciudadana
fuera de todos por igual –en pleno disfrute de oportunidades
equitativas– ante la ley y su régimen de consecuencias, procuran-
do así la promoción recíproca de ambos extremos.
A falta de esa promoción de bienestar recíproco, la desigual-
dad ciudadana implica que la igualdad de todos los ciudadanos se
manifiesta menos en unos cuantos que en todos los demás. A pesar
del abismo creciente entre aquellos cuantos desiguales y todos esos
que permanecen sumidos entre los iguales, o bien entre los que
más y los que menos tienen injustamente, de quienes cumplen sus
expectativas y los que malviven con magras realizaciones en medio
de oportunidades inequitativas; a pesar de esa creciente grieta mul-
tifactorial, lo significativo es que el ejercicio de la autoridad política
en suelo dominicano no ha sido radicalmente puesto en entredicho

El tema es complejo. Atención particular merece la enciclopédica produc-


39

ción del economista francés, Thomas Piketty en su obra monumental El


capital en el siglo xxi (2014), en la que detalla de forma enciclopédica los
distintos capítulos y respectivas modalidades de la pobreza a lo largo del
tiempo. Según reseñas de prensa, el autor avanza ahora en una obra recién
publicada en francés y próximamente en castellano: Capital e ideología, una
nueva tesis embrionaria que, por heterodoxa en la tradición marxista, pare-
ce ser desafiante. Luego de haberse concentrado en el capital, el fenómeno
de la desigualdad creciente de ingresos y patrimonio en las diversas socieda-
des humanas pasa a ser básicamente ideológico. A propósito de la tesis en
cuestión: la circulación de bienes como forma de superar el capitalismo, al
menos consultar por el momento a Bassets, 2019.
98 Fernando I. Ferrán

después de finalizada la Revolución de Abril de 1965. Desde aquel


entonces, la población, luego de pasar «el Niágara en bicicleta»,40
vuelve a respaldar su régimen político de democracia representati-
va por medio de la libre participación en cuanto certamen electoral
ha sido convocado con posterioridad a los años trujillistas. Sin em-
bargo, de que hay y se profundiza la desigualdad política y la eco-
nómica y la cultural, por lo menos, en contradicción a lo ordenado
por el estado de derecho dominicano, sin lugar a dudas, la hay.
En el terreno de lo político, los funcionarios públicos –por
elección o por delegación de responsabilidades– reaparecen una
y otra vez gozando de autoridad para ocupar los cargos y nom-
bramientos que se multiplican al infinito. El quid de la cuestión,
empero, es que la autoridad recibida no ata al funcionario con
el elector al que representa y tampoco dispensa ni garantiza al
servidor público la idoneidad necesaria y suficiente para ejercer
el cargo que pasa a ocupar.
En el país reina la infidelidad y el descrédito. Abundan los
pactos incumplidos y la violación de la palabra dada. Desde dis-
tintas aceras se conduce aceleradamente al país hacia un gran
entaponamiento, pues sus conductores se asemejan a los de los
vehículos de motor en las calles públicas cuantas veces adelantan
de manera caótica y desorganizada.
Todo lo cual permite reiterar –a propósito de la idoneidad de
los más votados para regentar el país– que ninguna suma de vo-
tos garantiza por la vía electoral el ascenso de servidores públicos
que realmente sirvan de manera digna, eficiente e irreprocha-
ble a quienes representan. Se trata cada días más de contien-
das engañadizas que, más que la confrontación constructiva
de ideas y proyectos de nación, son un burdo manejo –por no
decir «hackeo»–41 de sentimientos manipulados con propósitos

40
«Me acarició con sus manos de Ben Gay y siguió su destino / y oí claramente
cuando dijo a otro paciente: /«Tranquilo, Bobby, tranquilo» / Bajé los ojos
a media asta y me agarré la cabeza /porque es muy duro /pasar el Niagara
en bicicleta», Juan Luis Guerra.
41
El ciberespacio o cibermundo deviene una realidad cada vez más presente
en la vida social dominicana, al igual que en la de muchas otras sociedades.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 99

no confesos en la hoguera del bien particular y nada común de


unos cuantos.
Es a partir de esa entelequia que trasluce la labor estratégica
de los creadores de imágenes. Estos suelen manipular percepcio-
nes y tendencias e hilvanar entonces en el diseño real de una en-
marañada edificación política la sumatoria de presidencialismo
ideológico, intereses de anillos partidistas y palaciegos, escurri-
dizos aportes económicos de campaña, camuflaje de los poderes
fácticos, pretensiones ideológicas y todo lo demás, siempre fuera
del alcance de la vista de la ciudadanía y de la incidencia de cues-
tiones axiológicas y de interés nacional.
Con ese precedente, del hoyo negro de la conciencia ciuda-
dana dominicana no acaba de surgir la capacidad indispensable
para potenciar e incrementar la calidad efectiva de la represen-
tación democrática. Se requiere aún, no la formalidad de un
régimen político sin más, sino mayor conciencia nacional al mo-
mento de elegir, monitorear y exigir cuentas.
Mientras esa novedad no acontezca, sin embargo, seguirá al
desnudo lo que presagian el fabulista Esopo y el poeta Horacio.
Si de acuerdo al parto de los montes, estos rugieron y parieron
ratones, puede afirmarse en términos nominales que la ensorde-
cedora vocinglería de las campañas electorales en el país dan a
luz un régimen político absolutamente ineficaz para «romper
el vínculo entre el poder económico y la influencia política»
(Stiglitz, 2019).42 En medio de las vacas gordas del crecimiento

Sus beneficios son por ahora infinitos y bienvenidos. Pero de manera con-
comitante, una de sus limitantes más preocupante es el robo o cleptomanía
digital. En el ámbito político electoral, en particular, el problema estriba en
la utilización de las redes sociales y las subsiguientes secuencias algorítmicas
con el propósito final de modificar la conducta de los electores. Esa modi-
ficación consiste en un proceso de inducción que termina manipulando y
haciendo de los ciudadanos seres autómatas cuya supuesta libre elección se
reduce a hacer únicamente lo que ha sido inducido desde el ciberespacio
sin que ni siquiera esté consciente de por qué decide por uno u otro de los
candidatos. A propósito de este nuevo fenómeno cultural en términos gene-
rales, ver el estudio del filósofo de la tecnología Jaron Lanier (2010).
42
En la República Dominicana, ese vínculo lourdeny traban entre sí quienes
ostentan la autoridad del Estado político en sus distintos estamentos y un
100 Fernando I. Ferrán

de la economía, y de gobiernos que acaparan todas las aristas


del estamento estatal, los habitantes del territorio nacional con-
tinúan malviviendo sin siquiera beneficiarse del rompimiento de
dicho vínculo y/o de la solución de al menos uno de sus gran-
des problemas estructurales y sociales: salud, educación, energía
eléctrica, servicio de agua potable, vivienda, transporte, seguri-
dad ciudadana y trabajo digno.
Por todo lo cual, mientras se sigan agigantando las desigual-
dades políticas y económica entre el electorado en general y
quienes usufructúan la autoridad del Estado para avanzar lo
suyo, el día de las elecciones no hay por qué esperar o creer en
milagros. En ellos solo se verifica el parto de los montes como
eterno retorno de más de lo mismo.

Ineptocracia

En la patria de Duarte, Sánchez y Mella, a falta de disyuntivas


axiológicas y/o ideológicas que provengan del estallido del
agujero negro de la conciencia ciudadana, no hay razón objetiva
para confiar que próximamente será realizado lo que solo se
tiene por un sueño ideal.

sector privado controlado por estructuras oligopolistas que concentran no


solo los mercados, sino importantes agendas públicas vinculadas a sus in-
tereses. La ausencia de responsabilidad social de los unos y de ética social
de todos está en la base de que el país se haya convertido en el cuarto de
América Latina «con peores resultados en instituciones privadas después de
El Salvador, Paraguay y Venezuela según el Índice Global de Competitividad
del Foro Económico Mundial de 2017–2018». Tal y como analiza José Luis
Taveras (2019 b), esos centros de poder «consienten, por omisión, la co-
rrupción pública a cambio de mantener intacto el cuadro de sus privilegios y
la fortaleza de sus relaciones y negocios con los gobiernos. Hubo un tiempo
en que los políticos se plegaban a sus dominios; hoy son ellos los que sus-
tentan a los políticos en una simbiosis de concertada sumisión. Una alianza
para que las cosas sigan como están. «Silencio por progreso»: es la ecuación
de complicidad que rige, como pacto implícito, los vínculos corporativos
con los centros públicos de poder. Esas élites usan sus gremios como teatro y
los aposentos para los tratos. Una moral doblada que ya no genera confianza
ni entre ellos mismos».
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 101

Lo ideal sería el surgimiento de un proceso que realmente


quiebre el ejercicio de «el poder por el poder» y supere un am-
biente cultural en el que «to e to y na e na». Por tanto, solo al
despertar de aquel sueño se podrá proseguir un camino de reali-
zaciones que finalmente llegue a suprimir el sinsentido colectivo
que hoy por hoy es la política dominicana.
Pero atrapados en el ya mencionado reino del descrédito y la
desconfianza, ese cambio de rumbo es muy improbable que re-
sulte de meros retoques cosméticos de «marketing» estratégico
y discursos correctos, de abultadas promesas y afirmaciones de
figuras públicas durante sus arengas de campaña o mientras leen
sus apologías adornadas por el ribete de la rendición de cuentas.
El régimen democrático dominicano, visto desde su lado
más tenebroso y oscuro, seguirá retenido por la inconciencia
ciudadana, el partidismo político, el presidencialismo y la im-
potencia –a veces temerosa y otras cansada y desilusionada– del
ciudadano. Sentimientos, imágenes, datos, anhelos y expectati-
vas, principios, proyectos, acuerdos, verdades, falsedades y los re-
cién importados «fake news», son utilizados y exagerados, como
caricaturas que salen del lápiz del artista o títeres que mueven los
cordeles del titiritero, por agrupaciones, consultores nacionales
y extranjeros y partidos pseudoprofesionales de la política. Ellos
y sus patrocinadores ponen a marchar mayorías enteras al ritmo
de sus maniobras electorales. Mientras prosperan los más afor-
tunados de ellos, todos fingen seguir a paso de vencedores sin
que sus prolongadas cornetas ni siquiera adviertan o anuncien
–como en el Jericó bíblico– el inminente derribo del asediado
y supuesto estado social y democrático de derecho del pueblo
dominicano.
Independiente de interpretaciones y calificativos idóneos
para caracterizar la realidad que se vive en el mundo domini-
cano, lo innegable es que su alegada democracia está sobrepo-
blada hoy día por émulos del rey Midas, pues desvirtúan todo lo
que tocan. Sobresalientes gobernantes y prohombres de esa Fri-
gia caribeña corrompen todo lo que administran con el mismo
oro que compra la modernización y desinstitucionalización de
102 Fernando I. Ferrán

un país entero. Mientras tanto, sus habitantes pasan vergüenza


ajena y, desde hace ya varias décadas, buscan visas y hasta yolas
para emprender rumbo a otros destinos en los que realizar sus
sueños.
Así, del reino de ese mundo –hechura de la realpolitik crio-
lla secuestrada por infinidad de artimañas políticas manipula-
das por los nuevos saduceos del poder– es menester rescatar la
conciencia crítica de la ciudadanía. Ese estado de conciencia es
el que se enseñorea de ciudadanos valederos por las ideas, prin-
cipios, valores y lealtades que los llevan a sacrificarse voluntaria y
conscientemente por la patria grande, así como a ser razonables,
secundar la palabra empeñada, implementar mejores políticas
públicas, rendir cuentas por la última mota y chele, apartarse
de legítimos intereses particulares, confirmar el ordenamiento
jurídico del país y por fin abonar –con su ejemplo– la promoción
recíproca de cada miembro de la población como principio y fin
último de una sociedad dominicana cada día más recta y demo-
crática.
En aquel escenario político y ante ese desafío de formación,
no se trata de ser optimista, realista o pesimista, sino de recono-
cer veraz y objetivamente si en medio del proceso dominicano
de composición nacional se sigue reproduciendo el antiguo ré-
gimen bautizado por la población en general como el del «más
de lo mismo».
Dicho régimen estaría repleto de mediocres dedicados a
la «mediocracia» política del extremo centro, en palabras de
Deneault (2015); o bien, de ineptos y corruptos entregados a
la «ineptocracia», según la terminología supuestamente em-
pleada por el filósofo francés Jean d’ Ormesson (ver, Muñoz
Pardo, 2018) y que el profesor de Georgetown Jason Brennan
advierte que atenta «contra la democracia» (2016).43 Si ese

43
La tesis del autor es que la democracia ha llegado a ser una tragedia. So-
licita a ciudadanos ignorantes, mal informados, impulsivos y miopes que
tomen decisiones públicas fatídicas. En realidad, sin embargo, todos
se engañan. La democracia no empodera a las personas y no resuelve
conflictos. Esas afirmaciones provocadoras Brennan (2016) las respalda
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 103

fuere el caso, tal y como parece ser, la democracia dominicana,


en tanto que convertida durante poco menos de 60 años en
una caricatura ineptocrática o mediocrática, se asemejaría a
un régimen títere en el que los mediocres más dispuestos para
mandar son elegidos por los que disimulan ser menos ineptos
eligiendo representantes y produciendo bienes y servicios. Es
por tanta ineficiencia que el estado de cosas resultante ex-
plicaría e ilustraría la espiral decadente de una variante de-
mocrática desvirtuada intrínsecamente, pues en ella trepan,
mandan y progresan ineptos y mediocres en la medida en que
se venden y compran como si nada votos, voluntades y con-
ciencias.
Ante tal eventualidad, imposible no esclarecer la vincula-
ción trazada entre democracia dominicana y su probable va-
riante en manos de ineptos y mediocres. Para ello hay que
partir de lo que es evidente en sí mismo: la Constitución, las
leyes e incluso la gran mayoría de las instituciones dominicanas
no son débiles en sí mismas a pesar de ser transgredidas todas
ellas con tan alta frecuencia que las violaciones han llegado a
ser consuetudinarias.
Entonces, ¿dónde radica el quid de la cuestión? ¿Cómo expli-
car la existencia de entidades objetivas en sí mismas constituidas
de manera formal y, en términos generales, satisfactoria, pero
extremadamente vulnerables para ser ellas mismas realmente
efectivas y eficientes?

con una gran cantidad de datos de encuestas y psicología cognoscitiva.


La palabra clave a lo largo de su libro es «competencia». Los votantes
carecen de competencia para tomar decisiones políticas, no obstante,
paradójicamente, los ciudadanos tienen derecho y exigen algo llamado
«gobierno competente». Esa es la tragicómica realidad de la democracia
contemporánea. Incompetentes eligen a sus pares, igualmente ineptos
que ellos, y los electos pasan a ofrecer soluciones no aptas ni para ser
ensayadas en ningún contexto. De modo que habría que afirmar que
la población no tiene a los gobernantes que se merece, sino a los que
se les parecen. Y por eso estos no generan soluciones para todos, sino
conveniencias y beneficios particulares, como debió de asumirse desde
el mismo inicio del proceso electoral.
104 Fernando I. Ferrán

La ineficiencia y la fragilidad del orden característico de la


sociedad dominicana se debe a dos instancias complementarias:

1.ra Gobernantes y altos funcionarios públicos. Integrantes de ese gru-


po ponen sus ojos en el poder y en la administración o mejor
dicho en la política del presupuesto de la Nación. Primando
ese interés de beneficio propio, desempeñan sus funciones
atados a convicciones y conveniencias más individuales y
grupales o partidarias que nacionales e institucionales. Por
eso dirigen vulnerando y/o dejando vulnerar impunemente
cuanto representan, gerencian, manipulan y administran.

2.da Población. Ella se encuentra en un círculo sin aparente sali-


da. Elige, sanciona y tolera en sus funciones a los servidores
que ocupan cargos públicos, al igual que a todos los que se
les permite abultar una nómina pública saturada de jefes,
superiores jerárquicos, profesionales, consultores, analistas,
técnicos, ayudantes, auxiliares y demás cargos al presupuesto
nacional, como si fueran actores autónomos e independien-
tes de un conglomerado poblacional invertebrado que ma-
nejan con destreza espectacular.

Así se explica que, en medio de tantos nobles y eficientes


servidores estatales, se perpetúen unos menos que aquí hacen
las veces de la manzana podrida advertida en el prólogo de este
ensayo. Esos permanecen en sus funciones corroídos, pero im-
punes a la justicia. No son sometidos a la dureza de la ley y se
saben inmunes a cualquier proyecto y ética social que no sean
los que mandan su libre arbitrio y/o el albedrío de aquel o de
aquellos a quienes tienen por superiores.
Por tal motivo, siempre podrá debatirse si el régimen elec-
toral de democracia representativa practicado en el país tras el
tiranicidio de Trujillo la noche del 30 de mayo de 1961 puede
ser calificado como democrático o no. En verdad, ¿es una de-
mocracia o solo finge ser un régimen democrático en medio del
autoengaño colectivo al que somete a la ciudadanía?
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 105

Diversos son los argumentos a favor o en contra de la exis-


tencia real de la democracia dominicana.
Unos aducen que en el país sí se ha instaurado un régimen
democrático, pues al fin y al cabo la titularidad del poder des-
cansa en el pueblo soberano, tal y como se reconoce por la vía
constitucional, y esto queda confirmado por las reiteradas con-
vocatorias a la población a participar en un sinnúmero de certá-
menes electorales en todos los cuales ha participado libremente.
Otros, por el contrario, contraargumentan que a lo más, la de-
mocracia dominicana, de existir, está zurcida por arreglos de
aposentos antidemocráticos. Las decisiones públicas son adopta-
das por una oligarquía de funcionarios en consonancia exclusiva
con sus organizaciones políticas, intereses particulares, alianzas
clientelares y, sobre todo, los grupos de poder fáctico. En ese
conjunto no cuenta ni interviene el ciudadano ordinario, la opi-
nión pública, las intenciones o los intereses de los representados
en particular y de la población en general.
En la historia política de un país donde por costumbre
sobran compradores y –exagerando– todo, por no decir todos, se
vende,44 lo juicioso consiste en consignar que la última pregunta
–a propósito de si la democracia prima o no en el país– habrán de
contestarla a su debido tiempo quienes aporten los argumentos
de prueba.
A la espera de mejores conclusiones debidamente avaladas,
sin embargo, reconozco que el ideal de democracia no predomi-
na en el suelo patrio y por eso procede hacer dos aclaraciones
de rigor:

a. El binomio dominicano. Usualmente, los electores dominica-


nos terminan siendo inducidos a escoger ciudadanos peores,
pues estos siguen vulnerando la institucionalidad democrá-
tica del país, mientras burlan su justicia y enturbian el desa-
rrollo democrático. Cada vez que en ese binomio sus actores
interactúan y asumen el papel de vendedor o comprador,

Ver, supra, nota 14.


44
106 Fernando I. Ferrán

ambos pasan a acaparar en la medida de sus habilidades los


bienes –públicos y privados– corrompiendo todo: concien-
cias, voluntades, instituciones, memoria histórica, erario y
proyectos públicos, a la mejor usanza de Othar, el caballo de
Atila, el huno que arruinaba todo a su paso.
b. La ruptura radical. El anterior contexto de deterioro institu-
cional es eficiente en su labor de corrupción, pero incapaz
de impedir que en él irrumpa su propio vector de disloca-
ción y por fin de gran transformación. Puede hostigar y con-
denar a cuanto ciudadano idealmente formado, consciente
y participativo lo enfrente. Pero no por ello la concepción
ciudadana deja de ser consubstancial a la población domini-
cana. De modo que, así como el cuerpo humano es portador
de un mapa genético propio e inconfundible cuyos elemen-
tos constitutivos mutan en el tiempo, así mismo el cuerpo
social dominicano porta activamente su propio legado, có-
digo o ADN cultural y con él se adapta a su medio ambiente
natural y cultural o, mutando, rompe con él y lo transforma.
Ese cuerpo social no está maniatado ni condenado por nin-
gún sino, determinismo o fatalidad para repetir en el futuro
cuanto haya acontecido en su pasado.

De hecho, «el ADN cultural del dominicano» (Ferrán, 2019:


28-30, 298-303) es mutable, no inmutable. No es una substancia
material carente de transubstanciación y tampoco una figura de
sal petrificada mientras mira hacia atrás en un desierto de sin-
sabores. Al contrario, su legado cultural muta y no deja de mu-
tar. Hoy domina en él el talante azucarero que originó la gran
transformación por medio de la cual se concibió y materializó
la alianza política-económica como gen dominante del compor-
tamiento público dominicano. Mas eso no implica y tampoco
significa que, por la combinación de múltiples memes culturales
característico de la población dominicana,45 otra formación más

En función del legado dominicano, identifico el mapa cultural del domi-


45

nicano contemporáneo a partir de cuatro de sus memes constitutivos: el


La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 107

democrática no pueda resurgir y comenzar a denotar mejor ni-


vel de adaptación a un entorno más complejo que los del pasado
y que por tanto requiere de aún más empuje, iniciativa personal,
corresponsabilidad y disposición consciente a sacrificarse por un
proyecto común (Ibíd., pp. 264-271).46
Debido a esa periódica ruptura radical, en la historia la pa-
tria siempre es agonía y redención. Su transformación no es solo
cuestión de «quítate tú para ponerme yo», pues cada mutación
cultural en el tiempo es más profunda y radical que un cambio
epidérmico de autoridades cada cierto lapso.
Como consecuencia del binomio ciudadano–funcionario
peor, y de su herencia cultural, la nación dominicana podrá ser
defendida de una modernidad avasallante como la estadouni-
dense, apelando por ejemplo a la tradición hispánica –«volvien-
do la mirada al pasado»– «como principio fundacional de la
nación dominicana» (León Olivares, 2019: 232; ver pp. 227-247).
Pero desde el punto de vista antropológico y conceptual, el ob-
jetivo primordial no es volver los ojos. Es otro. La fiebre no está
en la sábana. No basta con reivindicar su principio fundacional y
utilizarlo para arropar el cuerpo social, sin antes verificar cómo
su ADN cultural deviene y transmuta en medio de rupturas en-
trelazadas a tiempo.
Es por eso que en el terreno de la política dominicana, lo
fundamental de ese devenir y recomposición consiste en los
cambios y mutaciones que experimenta la población. Esta (no

del atavismo cultural, en el ámbito del sentimiento dramático de la exis-


tencia dominicana; el de la contradicción, en función de los patrones de
comportamiento de la población; el de la paradoja, debido a su historia
incongruente, y el escéptico, que corona la conciencia dominicana (Ferrán,
2019: capítulo V.5.2).
46
Como afirmo en otro escrito, eso es posible porque «la sociedad dominicana
cuenta con su propia reserva histórica. Siempre ha podido contar con ella»
(Ferrán, 2019: 301) gracias entre otros a lo que denomino el gen tabacalero
(Ibíd., pp. 159-164), no confundir con manejar una vega de tabaco. De no
ser así, difícilmente se podrá salir airoso de la ya larga noche de un mundo
democrático donde el rasgo cultural dominante es el que bautizo como el
talante azucarero (Ibíd., pp. 147-156), en reconocimiento a la gran ruptura
cultural acontecida en el país a finales del siglo xix y hasta principios de la
década de los 70 del siglo xx.
108 Fernando I. Ferrán

sus cosas adquiridas ni sus aspiraciones irrealizadas), al igual que


cada uno de los grupos y sujetos que la componen, están ex-
puestos en cualquier momento a mutar de conformidad con su
legado cultural.47
Claro está, hay resplandores y resplandores, relámpagos y re-
lámpagos. Cualquiera que sea el electrificante resplandor demo-
crático que se admire y valore, a la sociedad dominicana le queda
buen trecho por andar para recomponer el mal funcionamiento
de su ordenamiento político y reforzar lo mejor del camino an-
dado. En función de la razón práctica de todo un pueblo, como
evidencia el legado cultural dominicano, empero, no es cuestión
de apostar y poner las esperanzas en algún nuevo benefactor de
la patria. Cualquier réplica, amoldada del original, está conde-
nada a ser despótica e indigna de una democracia ennoblecida
en la que los ciudadanos y los estamentos de poder respeten al
unísono el estado de derecho democrático avalado por el siste-
ma republicano ideal propuesto para la República Dominicana.
En resumen, en medio de tantas creencias y desconciertos,
por ahora se reproduce el malestar ciudadano de diversas cla-
ses sociales. Con sus expectativas insatisfechas en medio de una
burocracia estatal ineficiente y obsesionada con la corruptela de
la cosa pública, la población en general despierta cada mañana
del sueño de la ruta de las yolas, en lo que busca opciones más
realistas para escapar de una profunda y progresiva desilusión
democrática.

De ahí el peso relativo que podría significar lo acontecido a mediados del


47

año 2019 cuando se escudriña la encrucijada a la que fue conducido el pro-


pósito de enmendar la Constitución de 2015 para reconsiderar el tema de la
repostulación presidencial. A este propósito puede consultarse entre otros
escritos, el de Andrés Mateo (2019) y Díaz Santana (2019) donde razonan
por caminos complementarios que la voluntad popular se hizo oír.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 109

En la postrimería de la democracia dominicana

El presente

Desde el siglo xviii hasta los albores del xix, un Estado-Nación


que como el dominicano quiera ser reconocido como moderno
ha de ser concebido de manera orgánica como actor necesario
y autónomo en tanto que no dependiente de los intereses que
priman en la sociedad civil y en la familiar. Y por eso se le justifica
y otorga autoridad como ordenador imparcial de los intereses
de cada ciudadano y sus familias, clases sociales y económicas,
agrupaciones, instituciones y costumbres particulares.
Pero, ¿cómo queda ese ideal occidental una vez traspuesto en
el mundo objetivo –poco teórico y menos conceptual– en el que
transcurre el ejercicio cotidiano del poder político dominicano?
En un reciente estudio del PNUD a propósito del estado de
derecho en la República Dominicana se lee este resumen:

La República Dominicana presenta calificaciones bajas


y muy bajas en lo relativo a los límites y controles de los
Poderes Legislativo y Judicial sobre el Ejecutivo, la inde-
pendencia del Poder Judicial, la lucha contra la corrup-
ción y la rendición de cuentas del funcionariado público.
Asimismo, el país se encuentra entre los 40 más insegu-
ros a nivel mundial, pese a avances importantes en este
ámbito.

Se observa que el Poder Ejecutivo tiene un amplio mar-


gen de discrecionalidad, lo que afecta negativamente el
imperio de la Ley y el respeto a los derechos fundamenta-
les. Esta circunstancia se refleja asimismo en los niveles de
confianza ciudadana en las instituciones, como el Poder
Judicial, el Congreso Nacional y la Policía Nacional, que
en la última década han descendido significativamente,
y más rápido que la media regional (PNUD, 2019: 140).
110 Fernando I. Ferrán

Como acontece en una fotografía instantánea, ese flash


corresponde al presente político dominicano,48 uno alejado de
cualquier realización republicana, a pesar del nombre del país, y
de sus más connotadas manifestaciones democráticas.
Sin rodeos, el presente de la democracia dominicana aparece pues-
to en entredicho por su propio lado oculto, fúnebre y tenebroso.
Está entenebrecido con hebras sombrías de presidencialis-
mo, autoritarismo, patrimonialismo, populismo, hiperburocra-
tización de todos los procesos, desigualdad e inequidad social,
desilusión colectiva, abuso de poder, sobreabundante ilegalidad
e ilegitimidad por doquier, desatención al ciudadano y desen-
tendimiento de este del funcionamiento y corrupción de la
cosa pública. Todo lo cual aparece como colofón zurcido por la
mano artesanal de una costurera –la conciencia natural de cada
quien–, que deja sus huellas dactilares en el vestido de moda po-
lítica que mejor talla su incapacidad e ineptitud.
No abundan los argumentos para poner en duda tanta al-
gazara como extravagancia en esa pasarela de moda política.
Tantas deformaciones malogran cualquier asomo del espíritu
democrático dominicano, por ahora incapaz incluso de reani-
mar la letra natimuerta de sus pactos constitutivos, tener control
del territorio y de lo que en él se trafica, hacer que se respete el
uso de suelo y la luz roja de cualquier esquina del país.
En toda hipótesis que se quiera pesquisar, dicha instantánea
es la de una sociedad con muy bajos niveles de educación49 y, por

48
En honor a la verdad cualquiera se ve tentado a poner sobre el tapete si ese
veredicto no es comparable con la realidad política de otras sociedades de
la región y del resto de nuestra América. Por mi lado, me siento incitado a
decir que sí es verificable en otros tantos países de la región centroamerica-
na y antillana, con la posible excepción relativa –desde hace poco más de
medio siglo– de Costa Rica que, tras el movimiento revolucionario de don
Pepe Figueres en 1948 y sus subsiguientes avatares, parece disfrutar de un
relativo contrapeso de los poderes estatales y, sobre todo, de un Poder Judi-
cial inusual en esa zona geográfica del mundo atribuible según expertos al
nivel educacional de la población «tica» (costarricense).
49
El tema de la educación, junto al de la vida y organización matrimonial, son
dos de los temas más difíciles de ilustrar y resolver de la vida dominicana en
democracia. Ambos escapan del lindero político dentro del cual se inscribe
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 111

vía de consecuencia, atada a esa condición, la vida democrática


de la población difícilmente puede reflejar un mejor nivel de
calidad y tipo de interacción ciudadana que la que consigna el
citado informe.

La ciudadanía dominicana

Resulta comprensible –aunque no justificable– que en los


asuntos públicos la ciudadanía dominicana termine arrinconada y
a veces arrodillada a causa de su desorganización e impotencia
operativa ante una maquinaria estatal y clase política a las que,
paradojalmente, le sigue brindando periódicamente su respaldo
y aval.
A todo eso se añade el macuto que soporta a su espalda car-
gado de patrimonialismo estatal, ineficiencia de los servicios
públicos, mala calidad del gasto, escándalos de corrupción y de
otras índoles. A pesar del peso de ese fardo, sin embargo, en él
no entra ni por asomo la mano de la justicia para establecer res-
ponsabilidades y aplicar consecuencias a todos por igual. Quizás
embelecados por el canto de sirenas del cambio y el crecimiento
económico, los miembros de la sociedad dominicana, por no ha-
cer, se conforman con el emblemático «borrón y cuenta nueva»;
y, por esta u otra razón, ni siquiera emulan el abandonado ostra-
cismo social al que se recurría en la prístina democracia griega
cuantas veces uno de los ciudadanos traicionaba las leyes y la
confianza de los demás.
Aunque no faltan habitantes que se internan en el atajo de
la indignación con las mejores intenciones y propósitos, en el
país no se avizora a ciencia cierta una fecha probable en la que

este ensayo. Sin embargo, con el solo propósito de atisbar la radicalidad


del siempre actual problema de la educación, pueden consultarse Gonzá-
lez, 2007; también la documentada exposición sobre la enseñanza escolar y
los círculos culturales a principios del siglo pasado en León Olivares, 2019:
34-86; y, en la actualidad, para los niveles preuniversitario y universitario
respectivamente, EDUCA, 2019 y Ferrán, 2019b.
112 Fernando I. Ferrán

finalice la tradición farisaica de un estado de cosas revestido de


formalidades, ofuscado por el embrujo del engaño y carente de
ejemplos ciudadanos de cortes republicanos y democráticos.
Aun cuando difícilmente haya alguien que no reconozca en su
foro interno lo que acontece, hasta prueba en contrario, atrás
queda el tiempo en el que desde el Ágora ateniense o el Gólgota
cristiano se predicaba con mejores ejemplos y más dignidad. Los
mismos hombres públicos –hoy incrustados por medio de sus
respectivas agrupaciones y partidos políticos en la partidocracia
y poderes fácticos dominicanos o en otros señoríos de pasaporte
extranjero– son los primeros en violar la legitimidad de un sis-
tema cuya lógica oculta indica que cuanto más poder y bienes
acaparen mejor.

La cara más oculta

Eso y mucho más podrá decirse de la democracia dominicana


atrapada en su cara más oculta. En tanto que antípodas de lo que
idealmente debe ser, ese reverso del mundo político real no pro-
viene de la democracia concebida en sí misma, sino de un apara-
taje institucional que mal puede funcionar, pues está supeditado
a individuos que interactúan en la oscuridad sin conciencia cí-
vica, desprovistos de valores morales y éticos, amén de avanzar
ajenos a cualquier proyecto o causa nacional común.
Por esas condiciones –tanto humana como cultural,50 con-
viene asumir el grito de combate intelectual de Krauze (2017):
«Con la democracia todo, contra la democracia nada», 51 y

50
Me valgo aquí de la referencia cultural, no para referirme a sus frutos en
términos de derechos humanos, conocimientos científicos y útiles tecnoló-
gicos indispensables para que una población se adapte al medioambiente
social y natural, sino para darle vigencia a la cultura en el sentido de «lo que
queda cuando has olvidado todo lo que definitivamente quisiste aprender»
(Barzun, 2001: 19), es decir, su cualidad más primitiva.
51
A propósito del pasado mexicano, Enrique Krauze concluye que «la única
legitimidad para acceder al poder, y para ejercerlo, era la democracia.
Respetando sus reglas (en particular la del respeto a las minorías), honrando
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 113

reconocer sus deficiencias e imperfecciones. Entonces, una vez


situados en medio de la carrera de relevo que es la historia de
los pueblos, procede recibir el testimonio de testigo de cargo de
la obra de Habermas: la democracia es un proyecto inacabado y
utópico al servicio de una mejor interacción y deliberación dis-
cursiva entre ciudadanos activos y autoridades legítimas.
En el hipotético caso de que en el terruño patrio se opte por
olvidar lo precedente, su régimen político seguirá indefectible-
mente en las tinieblas. Siendo más electoral que representativo,
yacerá rodeado de una serie de inescrupulosas manipulaciones
por medio de las cuales, «pensando a través de otras mentes»
(Veisièrre, 2019), se infieran y encaucen periódicamente los re-
sultados de las urnas hasta acomodarlos a los intereses particu-
lares de quienes en verdad ostentan las manos y los poderes del
Estado.
Pero que tanta oscuridad no hagan desvariar y perder de vis-
ta el propósito original de cualquier democracia.
La finalidad de la democracia –incluyendo, claro está, la do-
minicana– no es ni puede llegar a ser monopolio de algún indi-
viduo, grupo de estos, fuerza gubernamental o poder de uno de
los estamentos del Estado.
Lejos de ser una parodia y deformación farisaica y leguleya,
la democracia es toda una cultura en la que interactúan y
deliberan, no solo los representantes de los electores, sino
los ciudadanos todos en tanto que provistos de un cuerpo de
concepciones, valores, intereses, costumbres, actitudes, normas,
tradiciones y memoria en común. A causa de esa visión y
concepción compartida, la colectividad ciudadana llega a valorar
de manera consciente y objetiva la libertad, la dignidad humana,
los derechos y los deberes de cada quien y de todos por igual.
Y lo hace de forma tal que los ciudadanos –dotados de una

las leyes, las instituciones y las libertades, la competencia ideológica podía ser
despiadada. Pero la violación de esas reglas era absolutamente inadmisible.
Con la democracia todo, contra la democracia nada» (Krauze, 2017). Esa
es una lección ejemplar que lega el historiador a las próximas generaciones
mexicanas y de sus fronteras.
114 Fernando I. Ferrán

conciencia y memoria común, mejores mientras más formadas e


informadas parezcan ser–, están de acuerdo y conformes con que
deben abnegarse y deponer sus propios intereses, incluyendo los
más propios y egoístas, si resultan ser malsanos, pues saben que
contravienen el bienestar común de toda la sociedad y atentan en
contra de la institucionalidad democrática que se da y consiente
la colectividad.
Por demás, cuando cristalice esa realidad, cada habitante –y no
ya únicamente un resto democrático de la población– podrá sa-
crificarse y velar por el buen funcionamiento del ordenamiento
y de la participación ciudadana en el dominio público, ampa-
rado por la universalidad del pacto político constitutivo de la
ciudadanía dominicana.
Ahora bien, mientras el presente de la democracia dominica-
na queda plasmado en su aciago pasado y de espaldas a lo mejor
de la cultura democrática universal, ¿qué decir de su imprevisi-
ble futuro que no sea que hay que allanarle el camino por medio
una crítica certera a su estado presente?

Apuesta democrática

Antes de desafiar los arcanos del tiempo con esa crítica y ha-
cer una apuesta democrática cara al futuro,52 conviene reconocer
que los humanos rara vez nos planteamos preguntas y afronta-
mos problemas que no podamos responder y solucionar. Por
ejemplo, ¿cuánto tiempo más resistirá la modalidad democrática
del pueblo dominicano los embates de una conciencia atrofiada
por su propia impericia y (des)(in)formación?; o bien, ¿hasta
dónde llegará su capacidad de resistencia por efecto del desequi-
librio disfuncional que la hace favorecer continuamente al po-
der del Ejecutivo en detrimento de todo y de todos los demás?

Si bien el futuro no está escrito, preverlo para casos como el domi-


52

nicano es factible gracias a excelentes trabajos como el de Muñiz


et al., 2017.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 115

¿Cómo se descarrilará esa ansia y voluntad de poder del tren


administrativo percibido así mientras corrompe y vulnera todo,
cada día más escandalosamente, desde las cumbres del Estado?
Esas y otras preguntas igualmente pesadas se justifican cuan-
do se sabe que los pobres índices de desarrollo humano del
pueblo dominicano transcurren en medio de una inequitativa
diferenciación de los ciudadanos entre sí, de un crecimiento
económico que no deja de generar dudas e indignación social,
y de un ejercicio político cuya dependencia de poderes fácticos
atenta contra la institucionalización democrática del país e in-
cluso del cambio generacional.
Por añadidura, si el derrotero dominicano fuera ubicado en un
contexto continental, imposible desconocer la razón por la cual el
porvenir parece «retroceder» no solo en América Latina, sino tam-
bién aquí, porque rehusamos preguntar «por las razones profundas
tanto de los fracasos como de los éxitos» (Sorman, 2018).53
Así, pues, toca responder cómo contribuir a que en el país
prevalezca una cultura en función de la cual, dado que la demo-
cracia es el nuevo reino de la libertad, sobre los hombros de esta
no se levante ningún gobierno que diga ser legítimo y democrá-
tico sin salvaguardar el eficiente funcionamiento de sus institu-
ciones y el desarrollo humano de sus ciudadanos.

En términos generales, merecen atención las reflexiones de Guy Sorman


53

(2018) cuando advierte, en comparación con Europa, que una de las ca-
racterísticas más extravagantes en el mundo latinoamericano «[…] es la
divergencia de las naciones. En Europa, las naciones antiguas, muy
diferentes entre sí desde hace siglos, están llegando gradualmente a un
acuerdo sobre el mejor régimen posible, la democracia liberal al por
mayor y la cooperación; en Europa, todos aprenden más o menos de
los otros. En Latinoamérica, a pesar de que las naciones son recientes,
surgidas de una distribución aleatoria entre caudillos, síndicos de quie-
bra de las colonizaciones española y portuguesa, cada uno cultiva su
singularidad, no aprende nada del vecino y los intercambios son prác-
ticamente inexistentes. Sin duda, este culto narcisista a la singularidad
nacional se explica precisamente por el carácter reciente e improvisa-
do de estas naciones latinoamericanas». Sería interesante verificar por
añadidura esa comprensión y contraponerla en el Caribe «en general
–que con la excepción de Cuba– ha escogido libremente el pluralismo
político y cultural de origen occidental» (Maingot, 2018: 36).
116 Fernando I. Ferrán

Sin para ello olvidar que «el filósofo es un pobre diablo


condenado a citarse a sí mismo continuamente», según la
afortunada expresión de Peter Sloterdijk (Antón, 2019), des-
de el punto de vista filosófico respondo reiterando ante el
porvenir lo que desde el presente asumo críticamente como
bueno y válido; esto es, que se debe o mejor dicho debemos
modificar la formación del ciudadano, institucionalizar sus
realizaciones acorde al derecho democrático y a su participa-
ción en los asuntos públicos, y enriquecer por ende el código
cultural dominicano.

1. Formación. Colaborar en la educación y formación de los miem-


bros del cuerpo social dominicano por medio de la edificación
de la conciencia ciudadana. Esta ha de ser, no crédula ni es-
céptica, sino libre, justa y solidaria en tanto que imbuida de va-
lores éticos en los que prima el bien –y mejor si es el– común.
Así, el diario vivir de la población se levantará del fango de lo
más cerril, tosco, egoísta y connatural de la naturaleza huma-
na, pero de manera consciente y voluntaria por medio de la
confianza recíproca, la disciplina, la tolerancia, la compasión,
el respeto a las leyes y el amor al conocimiento y al trabajo,
sin dejar de escuchar y aprender de los demás y de los errores
propios, respetando la dignidad de todos y de cada uno sin
reservas ni prejuicios;

2. Participación. Impedir que –a falta de conciencia y volun-


tad ciudadana– el declive del ciudadano dominicano y su
régimen de gobierno político trillen las puertas a la frus-
tración pública y el autoritarismo. Quizás por ahora no se
llega a tocar las puertas del infierno tiránico, aunque la
ciudadanía en general resienta estar en el pórtico del abu-
so de poder de una clase política tildada de profesional
desde hace ya más de una centuria, pues se especializa en
incrementar y prolongar al infinito las redes clientelares,
la burocratización del aparato estatal, el patrimonialismo
y los más novedosos y sofisticados métodos de corrupción
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 117

y engaño a la moral, el presupuesto de la nación y el


derecho que sea.54

3. Código cultural. Reconocer finalmente el enriquecimien-


to y consecuente mutación de la dotación o ADN cultural
dominicano y corregir, por consiguiente, el estrabismo que
ocasiona que desde las esferas del poder político u otros se
perciba la sociedad dominicana contemporánea como si si-
guiera siendo «un paisito» pueblerino y parroquial que hay
que entender y manipular del mismo modo que se hacía an-
taño, cuando se creía que todo está forzado a seguir siendo
igual que antes. En función de esa interpretación fuera de
tiempo de la realidad dominicana el ciudadano menos espe-
rado, de un día al otro, hace de su figura un esperpento a la
cara de los demás y asume que por eso mismo puede violar
o burlar sin mayores consecuencias la voluntad general de
toda una nación en construcción. Mientras se quiera seguir
reproduciendo un mapa cultural dominado por tan malsano
e inconsecuente individualismo,55 se continuará percibiendo

54
Conviene dejar por sentado que pertenecer a la clase política o a un partido
político no es perverso ni negativo per se. Es abominable y censurable, sin
embargo, cuando uno merece un Doctorado Honoris Causa por haber con-
ducido a la ruina a toda una población, además de expoliar la riqueza de los
recursos de la nación. Igualmente censurable son quienes hacen méritos y
ganan galones políticos, pero sin arriesgarse a impedir el vía crucis de tanta
abominación y escarnio.
55
El individualismo dominicano es de larga data. Una forma magistral y válida
de sintetizar el asunto lo presenta el historiador Roberto Cassá cuando ana-
liza la obra de José Ramón López. De acuerdo a la interpretación de Cassá,
para López el eje del conflicto social se ubicaba «en la contraposición del
pueblo y el Estado, en la medida en que en este último se plasmaba la síntesis
del personalismo de los jefes políticos, los supremos explotadores y los agen-
tes portadores de la enfermedad social […]. El resultado del individualismo,
plasmado en la acción gubernamental, venía a ser la reacción anárquica de la
gente del pueblo, mediante alzamientos en los montes, para protegerse de la
inseguridad, y del comportamiento de los medios dirigentes sustentado en la
ilegalidad. El gran problema, por ende, radicaba en cómo detonar la acción
del pueblo, con la finalidad de que superase el estado de dispersión que lo
situaba en la indefensión» (Cassá, 2019: 435). Un análisis paralelo al ante-
rior, aunque a mi entender significativamente coincidente en su conclusión,
118 Fernando I. Ferrán

y padeciendo como inevitable destino fatal de toda la pobla-


ción la ignorancia de sus ciudadanos y la vulnerabilidad de su
recíproco ordenamiento institucional.

Revalorizar el interés político de la población y redimen-


sionar el valor y la materialización de la cultura democrática sig-
nifican un desafío crítico para las nuevas generaciones. Muy en
particular cuando ese desafío hay que asumirlo en medio del
desánimo e impotencia que ocasiona una democracia electoral
en vías de acabar siendo un perfecto «hackeo» de conciencias y
una manipulación de sentimientos y voluntades estudiadas. Eso
así, gracias no solo a la connotada era de la globalización y del
conocimiento, sino también al tiempo de la doble idiotez.
Es de asumir que no es necesario especificar aquí qué se en-
tiende por globalización y revolución científico-tecnológica (por
ejemplo, Stiglitz, 2002 y 2013; Rossi, 2002); tampoco, detallar
dónde han ido a parar la comunicación y la publicidad en el
ciberespacio de la era digital (Merejo, 2018 y 2019). Se trata de
temas y realidades harto debatidos y aireados en y fuera del país.
Sin embargo, sí es menester aclarar a qué realidad se refiere el
tiempo de la doble idiotez democrática al que se ha arribado.
La referida idiotez une, pero sin confundir sus tres
acepciones:

1.ra El significado primero y más original proviene de la Edad de


Oro en Grecia. Desde aquel entonces los autores calificaron

lo establezco induciendo el individualismo como uno de los memes culturales


del dominicano, tanto del gobernante como del gobernado. Ese legado indi-
vidualista se deja ver en la columna vertebral del cuerpo social dominicano.
Su línea recta temporal va –en contravención al arbitrario y errático ejercicio
político desde el Estado–, del cimarronaje y el accionar de los contrabandistas
en tiempos coloniales previos a las devastaciones de Osorio en el siglo xvii
hasta los empresarios del sector informal de la economía contemporánea,
pasando entre otros por los tabacaleros del siglo decimonónico cuya iniciati-
va abrió el país al capitalismo mercantilista y expulsó definitivamente la mo-
narquía española al restaurar el (des)orden constitucional dominicano; a ese
propósito, ver Ferrán, 2019: 99-109.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 119

como idiotas a cuanto ciudadano dejaba de preocuparse y


atender los asuntos de interés general en la Ciudad-Estado,
pues así se ponían a un lado de la comunidad, no ejercían su
ciudadanía y menospreciaban la volatilidad institucional y la
corrupción que siempre está al acecho del régimen demo-
crático.56
2.da La segunda acepción, de conformidad con uno de los signi-
ficados atribuidos por el Diccionario de la Lengua Española al
término «idiota», se le imputa a esa falange de profesionales
de la política y autoridades públicas que se presentan engreí-
dos ante los ciudadanos, pero desprovistos de méritos y fun-
damentos democráticos para ello. Abren las compuertas a la
simulación, el autoengaño y la vanidad en plena civilización
contemporánea. Ya no les importa buscar la verdad y hacer el
bien sirviendo, sino encubrirse y adornarse con la apariencia
de poder y saber en un mundo en el que se valora más tener,
aparentar y producir que ser, saber y contemplar. A partir de
tanta teatralidad, que siga el espectáculo y continúe el juego,
y que aprendamos a seguírselo a todos los demás.

3.ra Y la tercera acepción endilga la idiotez a esa legión abruma-


doramente mayoritaria de sujetos que en la actualidad, fie-
les adeptos a expresar opiniones de manera no verificada ni
contrastada objetivamente con mejores pruebas e ideas, im-
ponen el dominio de la falta de entendimiento y de instruc-
ción a sus interlocutores, abriendo así, en plena civilización
contemporánea, las compuertas a la sumisión del intelecto a
la doxa platónica. Se trata de un fenómeno renovado, pues,
aunque decimos haber salido de la cueva de la República de
Platón y de la oscuridad de la Edad Media, gracias a la Ilus-
tración y las sucesivas cuatro revoluciones industriales, ahora

En la historia se han dado dos modelos de ciudadanía, hablando grosso modo: el


56

griego y el romano, o si se prefiere el activo y el pasivo. La ciudadanía griega impli-


caba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones. Quien
no participaba en política era considerado un «idiota», es decir, alguien reducido
simplemente a su particularidad y, por tanto, incapaz de comprender su condición
necesariamente social y vivirla como una forma de libertad (Savater, 2007: 12-13).
120 Fernando I. Ferrán

las percepciones y pareceres vienen promocionados por las


nuevas tecnologías de la comunicación,57 por la maledicen-
cia del tonto culto58 o por el engaño económico del mercado

57
«Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que
primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino sin dañar a la
comunidad. Rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo de-
recho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles». Según
las declaraciones periodísticas no desmentidas de Umberto Eco (2015), «si
la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador
se sentía superior», el «drama de Internet es que ha promovido al tonto del
pueblo como el portador de la verdad». Obviamente, Eco bien sabe que el
avance de la Internet es irreversible, que en cierta medida al menos hace sen-
tir empoderados a usuarios que antes permanecían simplemente desprovistos
de palabra ante autoridades de intelecto más desarrollado, y por eso advierte
que el problema de la Red «no es solo reconocer los riesgos evidentes, sino
también decidir cómo acostumbrar y educar a los jóvenes a usarlo de una
manera crítica» (Ibíd.). El consejo es prudente pues, si bien las redes sociales
«empoderan» en el mundo de la «ciberpolítica» poblada de «ciberactivismo»,
«hacktivismo político» e incluso de poltrón «slacktivismo» (Merejo, 2019b),
no por tanto dejan de inducir la opinión pública hacia intuiciones y pensa-
mientos sociales circunscritos a los fugaces y limitados caracteres de un tuit
y las sentencias de «influencers» que reciben y/o reclaman para sí el título
de duchos y expertos en los más variados e intrincados temas del saber y el
comportamiento humano. Ante la distracción de infinidad de mensajes y la
premura de los acontecimientos significados, no hay tiempo para detenerse
a desmenuzar y reflexionar detenidamente cuestiones difíciles. El estudio y
el análisis molestan, aburren, fastidian, importunan o, por el correcorre de
la vida diaria llena de urgencias e inmediateces, se posponen a las calendas
griegas. Van contracorriente, como el debate sustantivo en cualquier socie-
dad, al momento de tomar decisiones decisivas a quienes creen o dicen vivir
en democracia. Y por eso también el espejismo por ahora insuperable de los
tiempos de la idiotez, sea esta política o simplemente sociocultural. No solo
en el Congreso se pide a los ilustres participantes que voten, sin leer ni saber
qué votan.
58
Fue Shakespeare el primero que acuñó la expresión «tonto culto» en su
obra: Afanes de amor en vano (Acto V, escena II). El rey de Navarra y sus
amigos han prometido prescindir de los placeres de la mesa y el amor
para encerrarse a estudiar, aunque su pasión por el saber es «tan
postiza» –según la feliz expresión de Javier Cuevas (2019)– que rom-
pen su promesa en cuanto aparece la primera falda, y la princesa
de Francia y sus damas se burlan de ellos con estas palabras: «Nadie
queda atrapado con tanta fuerza / como el ingenioso convertido en
tonto. Pero la estupidez, cuando nace de la sabiduría, /tiene la auto-
rización de la sabiduría, la ayuda del estudio /y la gracia del ingenio
para perdonar al tonto culto». Se trata de un falso sabio, alguien cuya
pasión por conocer es frágil, pasajera y ornamental, más chispeante
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 121

consumista.59 Es algo así como si lo que de verdad importara


hoy día no sea evitar la idiotez, sino adornarla con la aparien-
cia –solo eso, lustre– de poder y de saber en un mundo en
el que se valora más tener que ser y saber. Y a partir de esa
teatralidad, que siga el juego y se aprenda seguírselo a todos
los demás.

Habiendo traspasado los umbrales de dicho tiempo, empe-


ro, no puedo más que finalizar este ensayo sobre la democracia
dominicana abogando porque evitemos tres males identificables
en ella: el autoritarismo político a que nos conduce el espíritu
del tiempo presente, la desinstitucionalización social heredada
y la indiferencia que progresa en el lar patrio a propósito de la
cultura democrática.

que profunda, porque la concibe como algo para brillar y lucirse en


cualquier pasillo cortesano, juego de salón o vitrina de mercado. Des-
conozco si fue a la luz de esa obra o auscultando la realidad diaria,
que surgió la expresión de Hans Magnus Enzenberger: los «analfabe-
tos secundarios». Este nuevo sujeto, producido en masa por instituciones
educativas y centros de investigación, se precia de poseer todo un acervo
de conocimiento útil que, sin embargo, no lo lleva a cuestionarse sus fun-
damentos intelectuales. En cualquier hipótesis, esa falencia del analfabeto
y aquella doblez del tonto perjudican siempre y negativamente la calidad
social del ciudadano, verdadero y único principio y fundamento original de
cualquier régimen democrático contemporáneo.
59
Al tiempo que se hablaba de la victoria del «yo» y su potencia innovadora, sur-
gió con fuerza el mercado con su versión consumista, esa misma que extraña
y avasalla como sujeto al «nosotros». El mercado, con el señuelo del cambio y
la prosperidad de un sujeto puesto a consumir con el espejismo de su osten-
sible progreso y mejoría, construye la realidad social contemporánea. Por
basamento tiene las infinitas innovaciones tecnológicas y el derroche de cam-
biantes objetos puestos a la venta. Su intrépido ritmo de invención, crecimien-
to y avance viene dado por un simulado escaparate comercial de ambiente
siempre accesible, dada la similitud seductora de artículos originales o bien
imitados y al alcance del bolsillo de todos. Individuos y grupos humanos van
y vienen, y todos mueren agotados, buscando cómo mantenerse al día y lucir
su prosperidad y cara más feliz. Entretenidos así, se anima y mantiene vivo
un mercado que apuesta a la irracionalidad superficial de cada consumidor
–mientras rige una economía de excesos y vanidades que no deja de embau-
car a todos por igual–, evidenciándose por ende el vulgar y ligero sentido
democrático de la existencia humana que tienen quienes pretenden mane-
jarla.
122 Fernando I. Ferrán

a. Autoritarismo. Hago alusión a la tendencia autoritaria, pues el in-


forme del PNUD (2019) acerca de la calidad de la democracia
dominicana afirma que es previsible el «riesgo de profundiza-
ción del autoritarismo en el país» como consecuencia de la con-
centración de los poderes estatales en el ejecutivo. De hecho, el
tema es de discusión obligada en el momento en que escribo.

Si bien quedan atrás las declaraciones dadas por diversos repre-


sentantes de la Iglesia católica60 a propósito de la «dictadura», o pre-
servan su actualidad ponderaciones jurídicas como las de Taveras
(2019a), Rodríguez (2019) o Finjus (2019 y 2019b), entre tantas otras
tantas a propósito de la abortada reforma constitucional en 2019,
no menos cierto es que «la tentación de regresar al pasado» como
advirtiera hace algunos años Emam-Zadé (2017) sigue latente.61

b. Institucionalización. Prevenidos de aquella tentación y cons-


cientes de posibles remembranzas históricas, segundo, se jus-
tifica objetivamente abogar por la alternancia en el poder y
permitir así el cambio de perspectivas y generaciones.

La práctica democrática occidental recela esos dos primeros


males. Según esa práctica, el poder no se hereda, a diferencia
de los antiguos regímenes monárquicos en los que se dependía
de la biología para la sucesión por línea de sangre; tampoco se
arrebata, como acontece en la más prístina tradición de caudi-
llos y dictadores latinoamericanos y dominicanos en particular.
Nunca se manipula por medio de imposturas electorales, tal y
como se sigue de disimulos y fraudes que inducen la indefinida
perpetuación de los mismos al frente de la cosa pública; y menos

60
Por ejemplo, el arzobispo de Santo Domingo, Francisco Ozoria, y los obispos
Mejía, Masalles, Espinal, además de clérigos como el rector de la PUCMM
y también los predicadores del Sermón de las Siete Palabras al iniciar la
Semana Santa de 2019.
61
Eventos como la decisión de cercar el Congreso Nacional a finales de junio y
primeros días de julio de 2019 llevaron a más de uno a evocar el paradigma
del general Santana en 1844 cuando impuso su voluntad e interés personal
a los primeros constituyentes dominicanos en San Cristóbal.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 123

se delega al mejor criterio de profesionales de la política, como


si en tiempo de idiotez la población requiriera ser manejada por
la nobleza de alguna aristocracia partidista.
A mi generación –que unas veces hizo de actora y otras tantas
de testigo de excepción de la Revolución Cubana, de la de Abril
del 65 y de otras tantas en el hemisferio americano y de más
allá de los mares en ciudades y países de habla extraña; a esa
misma generación que ha experimentado la huracanada trans-
formación impulsada por la ciencia y sus productivos derivados
tecnológicos le tocó luchar por la democracia, hurgar verdades
objetivas y criticar el abuso de poder y el despotismo omnipre-
sente en los más diversos estamentos de distintos regímenes po-
líticos e institucionales contemporáneos.
Dado que el fin de tantos afanes y pesares es la libertad, la jus-
ticia, la conmiseración y la solidaridad, resulta incuestionable que
«la democracia es un medio» (Krauze, 2014). Su proceso es como
todo en la vida, tedioso y largo. Por eso mismo, la tarea de los here-
deros del legado de nuestro quehacer histórico termina siendo no
desencantarse ni desentenderse de tanto trajinar. Deben apren-
der a trabajar con astucia y sabiduría, valiéndose de la Palabra y la
Verdad, reconociendo que, dada su condición y herencia cultural,
la existencia humana tanto a nivel privado y familiar como público
y colectivo, es una intrincada odisea y su término la felicidad de
cada uno y el desarrollo y bienestar de toda la población.
Pero no todo es lo que acontece y se consolida en el territo-
rio nacional. Por eso mismo, hay que erradicar un último mal.

c. Escepticismo. Superar tanto el escepticismo y la desconfianza


que impera en la conciencia dominicana (Ferrán, 2019: 231-
239) como la que suscita el ámbito internacional al que ha
estado expuesto el pueblo dominicano a lo largo de toda su
historia, dado que de fuera han venido y siguen llegando
influencias de diverso tenor.62

En efecto, han llegado desde sometimientos coloniales e invasiones,


62

ocupaciones militares e intervenciones aduanales por parte de potencias


124 Fernando I. Ferrán

En ese contexto, la población tiene mucho que aportar y


aprender. Brindar su calidad humana, capacidad de acogida y
aprecio por la vida pacífica, expresadas siempre en términos
eminentemente interpersonales y cercanos más que grupales y
anónimos. Aprender a evaluar y adaptar para sus fines propios
no solo el impacto de coterráneos y la más amplia gama de nue-
vas tecnologías e ideas y productos extranjeros, sino por igual las
mejores contribuciones de otros pueblos al estilo de vida y las
prácticas democráticas de convivencia civilizada del conglome-
rado dominicano.
Ese doble proceso implica necesariamente discriminar y en-
juiciar críticamente qué lleva, qué trae y qué conlleva la variable
internacional en un mundo globalizado del que somos una parte
por la que debemos seguir apostando y laborando aquí y ahora,
en todo momento y circunstancia so pena de empobrecer aún
más la esencia misma de nuestro espíritu ciudadano y lealtad
democrática.

Formación ciudadana

En la postrimería de la democracia dominicana, todo se aúna


y asienta –a modo de resumen y conclusión de este ensayo– en
términos de educación y formación ciudadana. Estas implican supe-
rar nuestros propios errores en aquello en lo que decidamos ser
superiormente mejores. No somos ni máquinas ni algoritmos.
Erramos y aprendemos de las faltas y deficiencias anteriores.

extranjeras, hasta flujos migratorios y estilos de vida igualmente foráneos.


De ese conjunto de fenómenos se sigue un rico proceso de socialización
y transculturación que pasa desde información puntual, como la relativa
a descubrimientos científicos y revelaciones de crímen trasnacional, hasta
influencias y modismos culturales o presiones sobre mejores prácticas
democráticas, todo lo cual deja bien atrás la edad de la inocencia y el
maniqueísmo del bien por aquí y el mal por allá. Por supuesto, no todo es
necesariamente bueno, pero tampoco malo. Ambos coexisten en el mismo
terreno, como el trigo y la cizaña, y por eso no se puede claudicar el valor crítico
de la razón y el sentido común a la hora de discernir el reinado de este mundo.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 125

Entre los principales yerros y lecciones a partir de los que de-


bemos superarnos sobresalen a nivel hemisférico los indicados
por Guy Sorman (2018) al referirse a nuestra América:63

El continente, colonizado y posteriormente descoloniza-


do, era una tábula rasa, la gente era maleable, no tenía
memoria del pasado, lenguaje o religión, y tampoco una
cultura de larga duración. Todo estaba por construir y la
imaginación de las nuevas élites, militares, eclesiásticas y
económicas, todas llegadas de Europa, no estaba constre-
ñida por ningún límite histórico […].

En cualquier caso, se trata de alcanzar, incluso sobrepasar, a


Europa: en este sentido, el lema de Brasil, Orden y Progreso, to-
mado del filósofo francés Auguste Comte, podría ser la bandera
de todo el continente. Pero sin lograr nunca los resultados espe-
rados. Estas naciones, como se dice irónicamente en Brasil, «son
países de futuro y lo seguirán siendo». Una vez más: ¿por qué?
Sin duda porque las élites políticas, exceptuando las de Chile,
Uruguay y Colombia, adoptaron una mentalidad depredadora,
heredada de los colonizadores a los que reemplazaron. A menu-
do se añade un desprecio racista de las élites blancas hacia los
indios, negros y mestizos; este es el gran secreto del continente,
el esqueleto en el armario. Esto, por extensión, incita a los pro-
letarios de sangre impura a elegir la violencia revolucionaria.64

63
Antes de iniciar la lectura de la siguiente cita hago constar que Sorman, al
escribir «descolonizado» no parece referirse a algo que a mi entender no
debe significar; me refiero a que estamos ya de hecho y de derecho descolo-
nizados cultural, social, tecnológica y económicamente. A lo más, descoloni-
zados políticamente.
64
Claro está, podrán aducirse decenas de contraejemplos para el caso do-
minicano, además del antillano y el iberoamericano. No hay dos pue-
blos y épocas históricas idénticas, solo análogas. Pero por eso mismo
adelanto y esbozo hipótesis y teorías, no certezas, y menos alguna de
ellas eterna. Por ejemplo, sería interesante verificar la hipótesis de Sor-
man y contraponerla en las Antillas «en general –que con la excepción
de Cuba– ha escogido libremente el pluralismo político y cultural de
origen occidental» (Maingot, 2018: 36). Pero esa sería sin lugar a duda
126 Fernando I. Ferrán

Concluyo, por fin, proponiendo que hagamos del orden social


del futuro algo más creativo y artístico, y no solo un pasatiempo
necesario, represivo u opresor.
Si «todo cuanto hoy funciona en el mundo real lo hace bajo
una estricta lógica de control y dominio del pensamiento y la ac-
ción», dado que «se somete al criterio de lo útil y lo conveniente,
de lo eficaz y lo eficiente», tal y como sentencia a contracorriente
Fidel Munnigh (2019), consigamos por último romper las cade-
nas de esa lógica opresora e incentivar el advenimiento del tiempo
en el que aunados en una comunidad de pensamiento y acción
reconozcamos al abrigo del logos poeticon la verdadera actualidad
histórica de la única metafísica digna de la República Dominica-
na, y añado a vuelo de pluma, de las Antillas y del gran Caribe. Me
refiero a la de ese utensilio, tanto del hogar, como de la plaza pú-
blica: la escoba. Su necesidad es indispensable. «Todo hasta ayer
estaba dentro del átomo, pero el átomo ha estallado», de forma
tal que solo ella «construye cuando barre» (Manuel del Cabral).
Por eso, al lavar con la ayuda de la escoba crítica la cara
más sucia y oscura de la democracia dominicana, apelo a la
actualidad y vigencia de la cultura democrática en el mun-
do occidental, única capaz de liberarnos en el reino de este
mundo de una lógica política reduccionista y propia a la era
de la ineptocracia y de las idioteces que nos acosan y hasta
subyugan. Y eso así, porque si la palabra «democracia» vale en
y fuera del hogar, la conciencia ciudadana de cada dominica-
no está llamada a construirla con el mismo ánimo con que un
día el pueblo rompe con Los Miserables del antiguo régimen y,
al final de la versión musical de la novela decimonónica de
Víctor Hugo, legó su canto imperecedero y universal:65

Te unirás a nuestra causa,


ven y lucha junto a mí.
Tras esa barricada

otra tarea complementaria, aunque distante del análisis crítico de la


democracia dominicana.
65
Fragmento de La canción del pueblo basado en la versión francesa disponible
en: https://lyricstranslate.com/fr/les-mis%C3%A9rables-la-volonte-du-peuple-
lyrics.html
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana 127

hay una mañana que vivir.


¡Si somos esclavos o libres
depende de ti!

Canta el pueblo su canción


nada la puede detener.
Esta es la música del pueblo
no se deja someter.

Te unirás a nuestra fe,


te necesito junto a mí,
porque tras esa barricada
hay un mañana que vivir.

Canta el pueblo su canción


oyes el eco del tambor,
son los redobles del futuro
que comienza hoy.
Bibliografía del autor

Libros

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Publicaciones recientes
del Archivo General de la Nación

Vol. CCCXLVII. La geografía y su impacto sobre la Guerra Restauradora


en el frente este, Miguel Ángel Díaz Herrera y Álvaro Caamaño
Santana, 2018.
Vol. CCCXLIX. El último expedicionario de Maimón, Ernesto Jáquez
Trejo, 2019.
Vol. CCCLIII. Pensadores decimonónicos, Roberto Cassá, 2019.
Vol. CCCLIV. Defender la Nación: Intelectuales dominicanos frente a la
primera intervención estadounidense, 1916-1924, Isabel de León
Olivares, 2019.
Vol. CCCLV. Oscar Torres. El cine con mirada universal, Luis Beiro
Álvarez, 2019.
Vol. CCCLVI. Cartas de los obispos y arzobispos de la isla Española (1529-
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Vol. CCCLVII. Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1587-
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Vol. CCCLVIII. Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1597-
1605), Genaro Rodríguez Morel, 2019.
Vol. CCCLIX. Cuba en la anexión de Santo Domingo a España, Olga
Portuondo, 2019.
Vol. CCCLIX. Cuba en la anexión de Santo Domingo a España.
Documentos, Olga Portuondo, 2019.
Vol. CCCLX. José Almoina y sus artículos publicados durante el exilio en
República Dominicana, Constancio Cassá Bernaldo de Quirós,
2019.
Vol. CCCLXV. El exilio español en República Dominicana, 1939-1940,
Natalia González Tejera, Montserrat Prats García y Constancio
Cassá Bernaldo de Quirós, 2019.

144
Publicaciones del Archivo General de la Nación 145

Vol. CCCLXVI. 101 escritos de Toussaint Louverture, Carlos Esteban


Deive, 2019.
Vol. CCCLXVIII. Diplomacia dominicana con Haití a principios del siglo
XX, Pastor Vásquez Frías. Tomo I, 2019.
Vol. CCCLXIX. Diplomacia dominicana con Haití a principios del siglo
XX, Pastor Vásquez Frías. Tomo II, 2019.
Vol. CCCLXX. Cronológico de oficios de la Secretaría de Estado de la
Presidencia (enero-abril, 1963), Eliades Acosta Matos, 2019.

Colección Juvenil

Vol. XIII. Loscivilizadores, Horacio Read, 2019.


Vol. XIV. Ay de los vencidos, Rafael Damirón, 2019.

Colección Cuadernos Populares

Vol. 5. Aspectos de la metodología de la investigación, Roberto Cassá,


2019.
Vol. 6. El espíritu de España en la liberación de República Dominicana,
1916-1924, Enrique Deschamps, 2019.
Vol. 7. Causa número 1225-1950 por el secuestro y desaparición de
Mauricio Báez, Eliades Acosta Matos, 2019.

Boletín del Archivo General de la Nación (BAGN)

Vol. XLIII. Número152. Septiembre-diciembre 2018.


Vol. XLIV. Número 153. Enero-abril 2019.
La gran apuesta. Crítica a la democracia dominicana
de Fernando I. Ferrán, se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de editora SERD-NET SRL
en noviembre de 2019, Santo Domingo, R. D.,
con una tirada de mil ejemplares

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