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Durkheim, E. - Lecciones de Sociología
Durkheim, E. - Lecciones de Sociología
Estudios Durkheimnianos
dirigida por
Ricardo Sidicaro
Émile Durkheim
LECCIONES DE SOCIOLOGÍA
FÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y DEL DERECHO
Tr aducción: FFederico
ederico Lor enc V
Lorenc Vaa lcar ce
lcarce
En Madrid:
Madrid · España
En Buenos Aires:
Miño y Dávila srl
Pje. José M. Giuffra 339 (C1064ADC)
tel-fax: (54 11) 4361-6743
e-mail: minoydavila@infovia.com.ar
Buenos Aires · Argentina
incluyendo fotocopia,
ISBN: 84-95294-38-9
LECCIONES DE SOCIOLOGÍA:
FÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y DEL DERECHO ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 63
Primera Lección
La moral profesional ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 65
Segunda Lección
La moral profesional (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 77
Tercera Lección
La moral profesional (fin) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 91
Cuarta Lección
Moral cívica:
Definición del Estado ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 105
Quinta Lección
Moral cívica (continuación):
Relación entre el Estado y el individuo ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 119
Sexta Lección
Moral cívica (continuación):
El Estado y el individuo. La patria ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 129
Séptima Lección
Moral cívica (continuación):
Formas del Estado. La democracia I ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 139
Octava Lección
Moral cívica (continuación):
Formas del Estado. La democracia II ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 149
Novena Lección
Moral cívica (fin):
Formas del Estado. La democracia III ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 161
Décima Lección
Deberes generales: Independientes
de todo agrupamiento social. El homicidio ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 173
Undécima Lección
La regla prohibitiva
de los atentados contra la propiedad ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 183
Duodécima Lección
El derecho de propiedad (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 195
Decimotercera Lección
El derecho de propiedad (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 207
Decimocuarta Lección
El derecho de propiedad (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 221
Decimoquinta Lección
El derecho contractual ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 233
Decimosexta Lección
La moral contractual (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 245
Decimoséptima Lección
El derecho contractual (fin) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 257
Decimoctava Lección
La moral contractual (continuación) ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 269
ESCRITOS SOBRE EL INDIVIDUALISMO, LOS INTELECTUALES
Y LA DEMOCRACIA ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ 283
12. Al respecto, ver Willie Watts Miller, “Les deux préfaces...” op.cit.
págs. 154-155.
21
Prólogo
Hüseyin Nail Kubali (1950)
Anexo
CARTA DIRIGIDA AL SEÑOR PROFESOR H. NAIL KUBALI,
DOCENTE DE LA FACULTAD DE DERECHO DE ESTAMBUL
Estimado colega:
Georges Davy
PD: Añado que a pesar de mis esfuerzos, secundados por los de la seño
ra Halphen, hija de Émile Durkheim, el manuscrito del curso que
no estaba preparado en un primer momento para la impresión no
ha podido ser leído siempre con una entera certidumbre. Hemos
preferido dejarlo tal como estaba antes que darle aquí o allá una
forma que tal vez el autor no le hubiera dado.
27
Introducción
a la primera edición francesa
de “Lecciones de Sociología”
George Davy (1950)
cial que encarna; también es el caso del gran estadista o del ge
nio, quienes “extraen de los sentimientos colectivos de los que
son objeto, una autoridad que es también una fuerza social y que
ellos pueden poner, en cierta medida, al servicio de sus ideas
personales”. Y como si esta mínima concesión fuera excesiva,
Durkheim se apresura a añadir de un modo un poco desconcer
tante: “Pero estos casos se deben a accidentes individuales y,
por consiguiente, no podrían afectar los rasgos constitutivos de
la especie social que es el objeto exclusivo de la ciencia”7. A fin
de cuentas, para desterrar toda falsa esperanza que haya podi
do suscitar a los simpatizantes del individualismo, confirma esta
advertencia –ya poco alentadora– con esta conclusión que lo es
aún menos: “la restricción al principio enunciado más arriba no
es de gran importancia para el sociólogo”. Y he aquí como, por
el veto de la siempre idéntica censura metodológica, ensañada
contra todo retorno de la llama subjetiva, se ve rechazada toda
inclinación tendiente a moderar el rigor del monopolio acordado
a la explicación puramente social.
El individuo no puede romper la trama de esta explicación
para insertar allí, más no fuera a título de complemento, su pro-
pia causalidad. Su razón no será, sin duda, dejada de lado. Pero
no podrá aportar más que su adhesión esclarecida, y nunca su
eficacia creadora, al esquema explicativo construido con la ayu
da de factores sociales e imperativos estructurales. Éste es el
papel limitado de nuestra autonomía, que definirá –en la misma
línea estrictamente rigurosa– La Educación moral: registro lú
cido y deliberado, pero no legislación. “No sería cuestión de
considerar a la razón humana como la legislación del universo
físico. No es de nosotros que éste recibió sus leyes... no somos
nosotros quienes hemos hecho el plan de la naturaleza: lo hemos
descubierto a través de la ciencia; reflexionamos sobre él y com
prendemos por qué es como es. Por lo tanto, en la medida en
que nos aseguramos de que es lo que debe ser, es decir, tal como
se deduce de la naturaleza de las cosas, podemos someternos a
él no sólo porque estamos constreñidos materialmente, sino por
que lo consideramos apropiado y justo”. Y de esta analogía con
la libre –en tanto racional– adhesión estoica al orden cósmico,
nuestro autor concluye: “en el orden moral hay lugar para este
Émile Durkheim
La Moral profesional
Estos grupos no pueden ser otros que los grupos formados por
la reunión de los individuos de la misma profesión, o grupos pro
fesionales. Mientras que la moral común tiene por sustrato úni
co, por único órgano, al conjunto de la sociedad, los órganos de
la moral profesional son múltiples. Hay tantos como profesiones;
y cada uno de estos órganos goza de una autonomía relativa,
tanto respecto a los otros órganos como al conjunto de la so
ciedad, puesto que es el único competente para reglamentar las
relaciones de las que está encargado. Y de este modo aparece,
con mayor evidencia aún, el carácter particular de esta moral:
implica una verdadera descentralización de la vida moral. Mien
tras la opinión en que se basa la moral común está difusa en toda
la sociedad, sin que uno pueda decir que está aquí más que allí,
la moral de cada profesión está localizada en una región restrin
gida. De este modo, se forman centros de vida moral distintos
aunque solidarios y la diferenciación funcional corresponde a
una suerte de polimorfismo moral.
De esta afirmación se desprende inmediatamente otra, a título
de corolario. Dado que cada moral profesional es la obra del gru
po profesional, no puede haber grandes diferencias entre la una
y el otro. En general, siendo todo lo demás constante, cuanto
más fuertemente constituido está un grupo, más numerosas son
las reglas morales que le son propias y mayor la autoridad que
éstas tienen para imponerse sobre las conciencias. Porque cuan
do el grupo es más coherente, los individuos sostienen un con
tacto más estrecho y frecuente; ahora bien, cuando estos con
tactos son más frecuentes e íntimos, se intercambian más ideas
y sentimientos, la opinión común se extiende a un mayor núme
ro de cosas, precisamente porque hay un mayor número de co
sas en común. Imaginemos, por el contrario, una población es
parcida sobre un vasto territorio, sin que las diferentes fraccio
nes puedan comunicarse fácilmente: cada una vivirá por su lado
y la opinión pública no se formará más que en raras ocasiones,
en las que será necesario un trabajoso ensamblaje entre estas
secciones dispersas. Al mismo tiempo, cuando el grupo es fuer
te, su autoridad se transfiere a la disciplina moral que instituye
y que es, por consiguiente, respetada en la misma medida. Por
el contrario, una sociedad inconsistente, a cuyo control es fácil
escapar y cuya presencia no siempre se siente, no puede comu
nicar más que un muy débil ascendiente a los preceptos que ela
bora. Por consiguiente, podemos decir que la moral profesional
estará más desarrollada y tendrá un funcionamiento más avan
72
Segunda Lección
La Moral profesional
(continuación)
No hay forma de actividad social que pueda existir sin una dis
ciplina moral que le sea propia. En efecto, todo grupo social, sea
extenso o restringido, es un todo formado por partes; el indi
viduo es el elemento último cuya repetición constituye ese to-
do. Ahora bien, para que tal grupo pueda mantenerse, es nece
sario que cada parte no proceda como si estuviera sola, es
decir, como si fuera en sí misma un todo; es necesario, al con
trario, que se comporte de modo tal que el todo pueda subsis
tir. Pero las condiciones de existencia del todo no son las de las
partes, por la sencilla razón de que son dos clases distintas de
cosas. Los intereses del individuo no son los del grupo al que
pertenece y, a menudo, hay entre ellos un verdadero antagonis
mo. Estos intereses sociales que el individuo debe tener en
cuenta, son percibidos confusamente, porque son exteriores a
él. No los tiene siempre presentes, como sí tiene aquello que le
concierne e interesa. Es necesario, entonces, que haya una or
ganización que se los recuerde, que le obligue a respetarlos, y
esta organización no puede ser otra que la disciplina moral. Por
que toda disciplina moral es un cuerpo de reglas que prescri
ben al individuo aquello que debe hacer para no atentar contra
los intereses colectivos, para no desorganizar la sociedad de la
que forma parte. Si se dejara llevar por la inclinación de su na
turaleza, no habría razón para que no se desarrollara –o busca
ra desarrollarse– sin límite en contra de todos, sin preocupar
se por los problemas que puede causar a su alrededor. La
disciplina moral lo contiene, le señala los límites, le dice lo que
78
gios. Lo mismo sucedió con las personas que vivían del comer
cio. En ese mismo momento, los colegios cambian de carácter. Al
principio, eran grupos privados que el Estado sólo reglamenta
ba desde lejos. Pero, en este momento, se transforman en ver
daderos órganos de la vida pública. No pueden constituirse más
que con autorización del gobierno y cumplen verdaderas funcio
nes oficiales. Las corporaciones de la alimentación (carnicería,
panadería, etc.), por ejemplo, son responsables de la alimentación
general. Lo mismo sucedía con otros oficios, aunque en menor
grado. Al tener una carga pública, los miembros de las corpora
ciones gozaban –a cambio de los servicios que prestaban– de
ciertos privilegios que les fueron sucesivamente acordados por
los emperadores. Poco a poco, este carácter oficial, insignifican
te al principio, adquirió mayor relevancia y las corporaciones se
convirtieron en verdaderos engranajes de la administración.
Pero, caídas bajo esta tutela, fueron tan abrumadas de respon
sabilidades que pronto querrían retomar su independencia. Pero
el Estado, devenido todopoderoso, se opuso, convirtiendo a las
profesiones –y a las obligaciones de orden público que implica
ban– en hereditarias. Nadie podía liberarse de su profesión sino
proponiendo a alguien que le reemplazara. De este modo, las cor
poraciones vivieron en la servidumbre hasta la caída del Impe
rio Romano.
Una vez desaparecido el Imperio, no sobrevivieron de ellas
más que resabios apenas perceptibles en las ciudades de origen
romano en Galia y en Germania. Por otra parte, las guerras civi
les que asolaron la Galia y luego las invasiones, habían destrui
do el comercio y la industria. Los artesanos, para quienes las
corporaciones se habían convertido en el origen de muy pesa
das cargas que no compensaban con los beneficios necesarios,
habían aprovechado para abandonar las ciudades y dispersar
se en el campo. De este modo, al igual que más tarde en el siglo
XVIII, la vida corporativa había desaparecido casi por comple
to en el primer siglo de nuestra era. Si un teórico hubiera toma
do conciencia de la situación en ese momento, habría conclui
do seguramente que si las corporaciones estaban muertas era
porque ya no tenían razón de ser, si es que alguna vez la habían
tenido; habría podido considerar a toda tentativa de reconstruir
las como una empresa retrógrada, destinada a fracasar, por la
sencilla razón de que los movimientos históricos no pueden de
tenerse. Es así que, a finales del siglo pasado, los economistas,
con el pretexto de que las corporaciones del antiguo régimen no
82
las cosas. Pero, al mismo tiempo, es bueno que esto sea así, tan
to para el individuo como para la sociedad. Es bueno para la so
ciedad, porque sólo puede existir si la actividad así desarrolla
da se socializa, es decir, se regula. Si es abandonada completa
mente a los individuos, no puede ser sino caótica, agotarse en
conflictos, y la sociedad no puede ser sacudida por tantos con
flictos intestinos sin sufrir. Sin embargo, la sociedad está dema
siado lejos de los intereses especiales que se trata de regular, de
los antagonismos que se trata de apaciguar, para poder desem
peñar este papel moderador, sea por sí misma o por medio de los
Poderes públicos. Por eso le interesa dejar que los grupos par
ticulares se constituyan y se encarguen de esta función. Debe
incluso, a su debido tiempo, apresurar, facilitar su formación.
Asimismo, el individuo encuentra grandes ventajas poniéndose
al abrigo de la tutela pacificadora de la colectividad. Porque la
anarquía es dolorosa también para él. Él también sufre estos tiro
neos continuos, estos roces incesantes que se producen cuan
do las relaciones intersubjetivas no están sometidas a una in
fluencia reguladora. Porque para el hombre no es bueno vivir en
pie de guerra con sus compañeros más inmediatos y acampar
permanentemente en medio de sus enemigos. Esta sensación de
hostilidad general, la tensión necesaria para resistirla, esta per
manente desconfianza de unos respecto de los otros, todo esto
es penoso; porque si amamos la guerra, amamos también las ale
grías de la paz, y puede decirse que éstas últimas son más valo
radas cuando los hombres están más profundamente socializados,
es decir –estas dos palabras son equivalentes– civilizados. He
aquí por qué, cuando los individuos que tienen intereses comu
nes se asocian, no es sólo para proteger estos intereses, para
asegurar su desarrollo contra las asociaciones rivales, sino tam
bién por el hecho mismo de asociarse, por el placer de hacer uno
de muchos, de no sentirse perdidos en medio de los adversarios,
por el placer de comulgar, es decir, en definitiva, para poder
compartir una misma vida moral.
La moral doméstica se ha formado de la misma manera. A cau
sa del prestigio que la familia tiene para nosotros, nos parece
que si ha sido y es todavía un centro de moralidad, una escuela
de devoción, de abnegación, de comunión moral, es en virtud de
ciertas características particulares de las que tendría el privilegio
y que no se encontrarían en ningún otro lado. Creemos que hay
en la consanguinidad una causa excepcionalmente poderosa de
acercamiento moral. Pero hemos visto el año pasado que la con
88
La Moral profesional
(fin)
Más allá del prejuicio histórico del que hemos hablado la últi
ma vez, hay otra razón que ha contribuido a desacreditar el sis-
tema corporativo: el rechazo general que inspira la idea de regla
mentación económica. Nos representamos toda reglamentación
de este tipo como una suerte de policía –más o menos moles-
ta, más o menos soportable– que puede obtener de los indivi
duos ciertos actos exteriores, pero que no dice nada a los es
píritus y carece de arraigo en las conciencias. Vemos en ella una
suerte de vasto reglamento de taller, extendido y generalizado,
al que los sujetos que lo padecen pueden someterse material-
mente si es necesario, pero que no desean verdaderamente.
Confundimos, de este modo, la disciplina establecida por un
individuo e impuesta militarmente al resto, con una disciplina
colectiva a la que los miembros del grupo se encuentran suje
tos. Ésta última sólo puede mantenerse si reposa sobre un es
tado de opinión, si está fundada en las costumbres; y son es
tas costumbres las que importan. La reglamentación establecida
no hace, en cierto modo, más que definirlas con mayor precisión
y sancionarlas. Traduce ideas y sentimientos comunes en pre
ceptos, expresa un compromiso común con el mismo objetivo.
Verla sólo desde fuera, reparar sólo en la letra escrita, es con
fundirse respecto a su naturaleza. Considerada así, puede apa
recer como una suerte de consigna molesta, que impide a los
individuos hacer lo que quieren y lo hace invocando un inte
rés que no es el de ellos: por consiguiente, es bastante natural
que se busque eliminar este estorbo o reducirlo al mínimo. Pero
bajo la letra está el espíritu que la anima; están los lazos de todo
tipo que unen al individuo con el grupo del que forma parte y
con todo lo que interesa al grupo; están todos los sentimien
tos sociales, todas las aspiraciones colectivas y las tradiciones
a las que estamos sujetos y que respetamos, que dan sentido
92
3 . Lectura probable.
4 . Tal vez pueda leerse también: “formas de actividad económica de las
partes…”
5 . “Trabajo”, lectura dudosa.
6 . Esta breve frase es de lectura dudosa. Lo mismo sucede con la frase
precedente, al menos en lo que hace a las primeras siete palabras.
7 . “Reservado sin peligro”: lectura incierta, más bien: “dejado sin peligro
en manos del Estado”.
8 . Lectura muy incierta.
9 . Lectura muy incierta.
10. Lectura muy incierta.
103
Moral Cívica:
Definición del Estado
estos fines que le superan. Esta tesis merece que nos detenga
mos en ella, en tanto no tiene sólo un interés especulativo e his
tórico, sino que –aprovechándose de la confusión en que se
hallan actualmente las ideas– está en vías de comenzar una suer-
te de renacimiento. Nuestro país, que le ha sido refractario has-
ta ahora, muestra cierta disposición a acogerla con complacen
cia. Porque los viejos fines individuales que acabo de explicar
han dejado de ser suficientes, nos lanzamos desesperadamente
hacia la fe contraria, y renunciando al culto del individuo que
bastaba a nuestros padres, intentamos restaurar bajo una forma
nueva el culto de la Ciudad.
Quinta Lección
Séptima Lección
tenga lugar a plena luz del día; que las palabras que se inter
cambian sean pronunciadas de manera tal que puedan ser oídas
por todos. Todo el mundo puede, entonces, darse cuenta de los
problemas que allí se plantean y de las condiciones en que se
plantean, de las razones –al menos aparentes– que determinan
las soluciones adoptadas. De este modo, las ideas, los senti
mientos, las resoluciones que se elaboran en el seno de los ór
ganos gubernamentales no quedan encerrados allí; esta vida
psicológica, a medida que se desenvuelve, repercute en todo el
país. Todo el mundo participa en esta conciencia sui generis,
todo el mundo se plantea las cuestiones que se plantean los go
bernantes, todo el mundo reflexiona o puede reflexionar sobre
ellas. A su vez, como consecuencia de un rebote natural, todas
las reflexiones que se producen en la sociedad inciden nueva-
mente sobre este pensamiento gubernamental del que habían
surgido originalmente. Desde el momento en que el pueblo se
plantea las mismas cuestiones que el Estado, el Estado debe
–para resolverlos– tener en cuenta lo que el pueblo piensa. De
allí la necesidad de consultas más o menos regulares, más o me-
nos periódicas. No es que el uso de estas consultas haya per
mitido que la vida gubernamental se comunicara cada vez más
con la masa de los ciudadanos sino que, dado que esta comu
nicación se había establecido previamente por sí misma, las con
sultas se volvieron indispensables. Y lo que ha dado nacimien
to a esta comunicación, es que el Estado ha dejado de ser lo que
había sido durante mucho tiempo, una suerte de ser misterioso
sobre el que el vulgo no osaba elevar sus ojos y que no era re
presentado a menudo más que bajo la forma de símbolo religio
so. Los representantes del Estado estaban marcados por un ca
rácter sagrado y, como tales, separados del común. Pero, poco
a poco, por el movimiento general de las ideas, el Estado ha per
dido paulatinamente esta suerte de trascendencia que lo aisla
ba. Se ha acercado a los hombres y los hombres se han acerca
do a él. Las comunicaciones se volvieron más íntimas, y es así
que se ha establecido este circuito que describiremos luego. El
poder gubernamental, en lugar de seguir replegado sobre sí
mismo, ha descendido a las capas profundas de la sociedad,
recibe allí una elaboración nueva y regresa al punto de parti
da. Lo que sucede en los medios llamados políticos es obser
vado, controlado por todo el mundo, y el resultado de estas
observaciones, de este control, de las reflexiones que de allí
resultan, vuelve a influir sobre los medios gubernamentales.
145
cubrir las nuevas prácticas que son útiles, porque sólo ella puede
anticipar el futuro. Las asambleas deliberativas se convierten en
una institución cada vez más general, debido a que son el órga
no a través del cual las sociedades reflexionan sobre sí mismas
y, por consiguiente, el instrumento de las transformaciones casi
ininterrumpidas que requieren las condiciones actuales de la exis
tencia colectiva. Para poder vivir actualmente, es necesario que
los órganos sociales cambien a tiempo y, para que cambien a
tiempo y rápidamente, es necesario que la reflexión social siga
atentamente los cambios que se producen en las circunstancias
y organice los medios para adaptarse a ellas. Los progresos de
la democracia son requeridos por el estado del medio social, pero
también por nuestras principales ideas morales. Tal como la he-
mos definido, la democracia es el régimen político más adecua
do a nuestra concepción actual del individuo. El valor que atri
buimos a la personalidad individual hace que nos repugne con
vertirla en un instrumento material que la autoridad social mueve
desde fuera. Ésta no es ella misma sino en la medida en que es
una sociedad autónoma de acción. Sin duda, en un sentido, re
cibe todo desde fuera: tanto sus fuerzas morales como sus fuer
zas físicas. Del mismo modo que conservamos nuestra vida ma
terial gracias a la ayuda de los alimentos que tomamos del me
dio cósmico, nutrimos nuestra vida mental con la ayuda de ideas
y sentimientos que nos vienen del medio social. Nada surge de
la nada, y el individuo abandonado a sí mismo no podría elevar
se por encima de su propia condición. Lo que hace que se su
pere, lo que permite que haya rebasado el nivel de la animalidad,
es que la vida colectiva repercute en él, lo penetra; son elemen
tos adventicios los que producen en él una nueva naturaleza.
Pero hay dos maneras en que un ser puede incorporar estas fuer
zas exteriores. O bien las recibe pasivamente, inconscientemen
te, sin saber por qué (y, en este caso, no es más que una cosa).
O bien las recibe con plena conciencia de las razones que justi
fican que se someta a ellas, que se abra a ellas y, entonces, no
recibe pasivamente su influencia, actúa conscientemente, volun
tariamente, comprende lo que hace. La acción no es, en este sen
tido, más que un estado pasivo cuya razón de ser conocemos y
comprendemos. La autonomía de la que el individuo puede go
zar no consiste en revelarse contra la naturaleza; tal insurrección
es absurda, estéril, sea que se oriente contra las fuerzas del mun
do material o contra las del mundo social. Ser autónomo, para el
hombre, es comprender las necesidades a las que debe plegar
155
Novena Lección
Deberes generales:
Independientes de todo
Undécima Lección
La regla prohibitiva
de los atentados contra la propiedad
1° del intercambio;
3° de la herencia.
¿Se dirá que la herencia, cualquiera sea el modo en que esté re
glamentada, es una supervivencia del pasado que debe desapa
recer de nuestros códigos? Quedan aún las donaciones, las li
beralidades testamentarias y otras. Stuart Mill reconoce que la
herencia contradice la noción moral de propiedad, pero cree que
el derecho de testar o de disponer por medida graciosa está ló
gicamente implicado en ella: “El derecho de propiedad, dice, im
plica el derecho de entregar el producto del propio trabajo a otro
individuo y el derecho, para éste, de recibirlo y gozar de él”.
Pero si la propiedad no es respetable y normal más que cuando
se funda en el trabajo, ¿cómo podría ser legítima cuando se fun-
da en la donación? Y si es inmoral que se adquiera por vía de la
donación graciosa, la práctica de la donación se halla por ello
mismo condenada. Pero, se dice, ¿el derecho de poseer no con
tiene lógicamente el derecho de donar? La proposición no tiene
nada de evidente; el derecho de gozar de las cosas que uno posee
no ha sido nunca absoluto; está siempre rodeado de restriccio
nes. ¿Por qué no habría de aplicarse una de estas restricciones
sobre el derecho de donar? Y, de hecho, el derecho de donar es
limitado. No se permite que un individuo disponga de sus bie
nes, fijando por adelantado a quienes serán confiados después
de la muerte del donatario actual. El derecho de donación no
puede ejercerse más que en beneficio de una generación. No tie-
ne nada de intangible. Pero no hay ninguna incoherencia inter-
na en que esté aún más estrechamente limitado. Y el mismo Mill
reconoce que una limitación es necesaria precisamente porque
no es ni moral ni socialmente útil que los hombres se enriquez
can sin hacer nada. Propone determinar la cantidad de lo que
cada uno podría recibir como legado: “No veo nada que pueda
reprocharse en el hecho de fijar un límite a lo que un individuo
puede adquirir gracias al simple favor de sus semejantes sin ha
ber utilizado sus facultades”. Esto es un reconocimiento de que
la donación contradice el principio según el cual la propiedad
resulta del trabajo.
De esta manera, si se admite el principio, hay que decir que
la propiedad, tal como existe actualmente y tal como ha existido
desde que hay sociedades, es en gran parte injustificable. Cier
tamente, es infinitamente probable que la propiedad no sea en
el futuro lo que ha sido hasta ahora; pero para tener el derecho
de decir que tales o cuales de estas formas están condenadas a
desaparecer, no es suficiente mostrar que están en contradicción
con un principio preestablecido; hay que mostrar de qué modo
187
El derecho de propiedad
(continuación)
1 . Restitución conjetural.
2 . Interpretación probable.
202
Decimotercera Lección
El derecho de propiedad
(continuación)
Ahora bien, el rasgo que hace que una cosa sea la propie
dad de tal sujeto presenta el mismo carácter contagioso. Tien-
de siempre a pasar de los objetos en los que reside a todos aque
llos que entran en contacto con los primeros. La propiedad es
contagiosa. La cosa apropiada, como la cosa religiosa, atrae ha-
cia sí a todas las cosas que la tocan y se las apropia. La existen
cia de esta singular aptitud está testimoniada por un conjunto
de reglas jurídicas que han desconcertado a menudo a los juris
consultos: las que determinan lo que se llama derecho de acce
sión. El principio puede expresarse de este modo: una cosa a la
que se agrega (accedit) otra de menor importancia, le comunica
su propia condición jurídica. El dominio que abarcaba la prime-
ra se extiende ipso facto a la segunda y la comprende. Se con
vierte en objeto del mismo propietario que aquella. De este
modo, los productos de la cosa pertenecen al propietario de ésta,
incluso cuando hayan sido separados de ella. En virtud de este
principio, las crías de los animales pertenecen al propietario de
la madre; la misma regla de aplica a los esclavos. Hay un con
tacto inmediato entre la madre y el pequeño, y no entre éste úl
timo y el padre. De la misma manera, todo lo que gana el escla
vo vuelve al fondo del que depende, al amo que es propietario
de este fondo. Como hemos visto, el pater familias posee al hijo
de la familia. Los derechos del pater familias se extienden por
contagio del hijo a todo lo que éste gana. Construyo una casa
con mis materiales sobre el terreno de otro, la casa se convierte
en propiedad del dueño de la tierra. Podrá obligársele a que me
indemnice, pero es él quien adquiere el derecho de propiedad. Es
él quien disfruta de la casa; si muere, sus herederos la heredan.
El aluvión que se deposita sobre mis tierras se agrega a ellas y
mi derecho de propiedad se extiende sobre las cosas así anexa
das. Lo que muestra que se trata de un contagio producido por
el contacto es que cuando hay separación, cuando el campo está
limitado, por consiguiente aislado jurídicamente y psicológica
mente de todo lo que lo rodea, el derecho de accesión no se ejer
ce. De la misma manera, cuando los árboles de mi vecino echan
sus raíces en el terreno que poseo, se establece una comunidad
y mi derecho de propietario se extiende a estos árboles. En to-
dos los casos, es la cosa más importante la que atrae hacía sí a
la cosa menos importante; esto se debe a que, como estos dos
derechos de propiedad están en conflicto, es naturalmente aquel
que tiene más fuerza el que ejerce el mayor poder de atracción.
No sólo el derecho se propaga así de una manera general, sino
211
expulsada hacia los límites del terreno, éste se halla ipso facto
rodeado de un círculo de santidad que lo protege contra las in
cursiones y las ocupaciones que puedan provenir del exterior.
Por lo demás, es probable que los sacrificios que se hacían en
estas circunstancias tuviesen más de una finalidad. Como, a pe
sar de todo, el agricultor había lesionado la posesión de los dio
ses, había cometido una falta que lo dejaba expuesto, y era con
veniente que se redimiese. El sacrificio le permitía obtener el per
dón. La víctima cargaba con la falta cometida y la expiaba en
lugar de los culpables. Y, como consecuencia, gracias a las ope
raciones así realizadas, no sólo las divinidades eran desarmadas,
sino que eran transformadas en poderes protectores. Velaban
sobre el campo, lo defendían, aseguraban su prosperidad. Po
dríamos repetir las mismas explicaciones a propósito de las prác
ticas que se empleaban en ocasión de la construcción de una
casa. Para construir una casa, ha sido necesario molestar a los
genios del suelo. Se los ha irritado y ellos se han puesto en con
tra de sus ofensores. De este modo, toda casa nos está prohi
bida; es tabú. Para poder penetrar en ella, es necesario un sacri
ficio preliminar. Se inmola a las víctimas sobre el umbral, o sobre
las piedras fundamentales. De esta manera se repara el sacrile
gio cometido al mismo tiempo que se cambia la venganza a la
que se estaría expuesto por disposiciones favorables, se con
vierte a los demonios enfurecidos en genios protectores.
Pero sólo quienes han cumplido los ritos necesarios de los
que acabamos de hablar pueden servirse del campo y de la casa.
Sólo ellos han redimido el sacrilegio cometido, sólo ellos han
conciliado la buena gracia de los principios divinos con los que
han entrado en relación. Las divinidades tenían un derecho ab
soluto sobre las cosas; ellos las han reemplazado en todo lo que
concierne a este derecho, pero sólo aquellos que han participa
do de este reemplazo pueden beneficiarse de ellas. Por consi
guiente, sólo ellos pueden ejercer el derecho así conquistado
ante los dioses. El poder de usar y de utilizar les pertenece de
manera exclusiva. Antes de que la operación fuese efectuada,
todo el mundo debía permanecer separado de las cosas que es
taban completamente retiradas del uso profano; ahora, todo el
mundo está obligado a la misma abstención, salvo quienes han
sido exceptuados. La virtud religiosa que hasta aquí protegía el
dominio divino contra toda ocupación y toda invasión se ejer
ce, de aquí en adelante, en su propio beneficio; y es ella la que
constituye el derecho de propiedad. Se han convertido en due
219
ños de este dominio gracias a que lograron poner esta virtud re
ligiosa a su servicio. A través del sacrificio se ha formado un lazo
moral entre estos dioses y el campo, la tierra se ha visto unida
a los hombres por un lazo sagrado.
Así ha surgido este derecho de propiedad. El derecho de pro
piedad de los hombres no es más que un sucedáneo del dere
cho de propiedad de los dioses. Las cosas han podido ser apro
piadas por los profanos debido a que son naturalmente sagra
das, es decir, apropiadas por los dioses. El carácter que hace
respetable e inviolable a la propiedad –y, por consiguiente, la
constituye– no es transferido desde los hombres hacia la tierra;
no es algo inherente a los primeros que desde allí haya descen
dido sobre las cosas. Reside originalmente en las cosas y desde
ellas se remonta hacia los hombres. Las cosas eran inviolables
por sí mismas, en virtud de las ideas religiosas, y sólo secunda
riamente esta inviolabilidad –previamente atenuada, moderada,
canalizada– ha pasado a manos de los hombres. El respeto de la
propiedad no es, como se dice a menudo, una extensión hacia
las cosas del respeto que impone la personalidad humana, sea
individual o colectiva. Tiene una fuente totalmente distinta, ex
terior a la persona. Para saber de dónde proviene, hay que in
dagar cómo las cosas o los hombres adquieren un carácter sa
grado.
Decimocuarta Lección
El derecho de propiedad
(continuación)
El derecho contractual
las de la nada; son el precio del trabajo, al mismo tiempo que sus
condiciones. El trabajo no puede engendrar la propiedad más
que por vía del intercambio y todo intercambio es un contrato
explícito o implícito.
Ahora bien, una de estas dos fuentes actuales de la propie
dad parece estar en contradicción con el principio mismo sobre
el que se funda la propiedad actual, es decir, la propiedad indi
vidual. En efecto, la propiedad individual es aquella que tiene su
origen en el individuo que posee y sólo en él. Ahora bien, por
definición, la propiedad que resulta de la herencia proviene de
otros individuos. Se ha formado fuera del propietario; no es su
obra; sólo puede tener con él una relación exterior. Hemos vis-
to que la propiedad individual es lo contrario de la propiedad
colectiva. Ahora bien, la herencia es una supervivencia de esta
última. Cuando la familia, antaño indivisa, se fragmenta, la indi
visión primitiva subsiste bajo otra forma. Los derechos que cada
miembro del grupo tenía sobre las propiedades de los otros fue
ron como paralizados y como mantenidos a raya mientras ellos
vivieran. Cada uno gozaba de sus propios bienes; pero cuando
su detentor moría, el derecho de sus antiguos copropietarios re
cobraba toda su energía y toda su eficacia. De este modo, se es
tableció el derecho sucesorio. Durante mucho tiempo, el derecho
de copropiedad familiar fue tan fuerte y respetado que, aunque
la familia ya no viviera en comunidad, se oponía a que cada de
tentor pudiese disponer de sus bienes a través de donación tes
tamentaria o de cualquier otra forma. No tenía más que un
derecho de gozo; la familia era la propietaria. Pero como la fami
lia, debido a su dispersión, no podía ejercer colectivamente este
derecho, era el pariente más próximo del difunto quien recibía sus
derechos. La herencia es, entonces, solidaria de ideas y prácti
cas arcaicas que carecen de base en nuestras costumbres actua
les. Este señalamiento no autoriza por sí solo a que podamos
concluir que esta institución debe desaparecer completamente;
a veces, hay supervivencias necesarias. El pasado se mantiene
en el presente aun cuando contraste con él. Toda organización
social está llena de estos contrastes. No podemos hacer que lo
que ha sido ya no sea; el pasado es real, y no podemos hacer
que no haya sido. Las formas sociales más antiguas han servi
do de base a las más recientes y, a menudo, se produce tal soli
daridad entre ambas que es necesario conservar algo de las pri
meras para mantener las segundas. Pero las consideraciones pre
cedentes bastan, al menos, para demostrar que –de estos dos
237
DEL CONTRATO
Decimosexta Lección
La moral contractual
(continuación)
que sólo la palabra religiosa puede ejercer esta acción sobre los
hombres y sobre las cosas. El formalismo jurídico no es más que
un sucedáneo del formalismo religioso. Por lo demás, en lo que
atañe a los germanos, la palabra que designa el hecho de celebrar
un contrato solemne es adhramire o arramire, que se ha tradu
cido por fidem jurejurendo facere. En otras partes, se halla com
binada con sacramentum: Sacramenta quae ad palatium fuerunt
adramita. Adramire es hacer una promesa solemne con juramen
to. Es altamente probable que, en sus orígenes, la stipulation ro
mana tuviese el mismo carácter. Era un contrato que se celebra
ba verbis, es decir, por medio de fórmulas determinadas. Ahora
bien, para quien sabe hasta qué punto el derecho romano era, en
el principio, algo religioso y pontificio, casi no hay dudas de que
estas verba fueron inicialmente fórmulas rituales destinadas a
dotar al compromiso de un carácter sagrado. Ciertamente, estas
palabras eran pronunciadas en presencia de sacerdotes y, tal
vez, en lugares sagrados. Por lo demás, ¿no se llamaba palabras
sacramentales a estas palabras solemnes?
Pero es probable que, muy a menudo cuando no siempre,
estos ritos verbales no bastasen para consagrar las palabras
intercambiadas, para hacerlas irrevocables; también se emplea
ban ritos manuales. Tal vez ese sea el origen del denario a Dios,
que consistía en una moneda que uno de los contratantes en
tregaba al otro una vez que el negocio estaba concluido. No era
un anticipo que se descontaba luego del precio total, una suer-
te de seña, sino un suplemento que proveía una de las partes y
que no afectaba a la suma que debía entregarse ulteriormente.
No parece posible observar aquí una ejecución parcial como la
que encontramos en los contratos reales. Debe tener un senti-
do. Ahora bien, generalmente era empleada para fines piadosos,
tal como indica su nombre: denario a Dios. ¿No sería, entonces,
más bien una supervivencia de alguna ofrenda destinada a in
teresar a la divinidad en el contrato, a convertirla en participan
te del convenio, lo que constituye un medio tan eficaz como la
palabra para invocar y consagrar los compromisos formulados?
Lo mismo sucede con el rito de la brizna de paja. En la lec
ción precedente, habíamos creído ver en él una supervivencia
del contrato real. Pero es un error. En efecto, nada autoriza a
creer que sea menos antiguo que éste último; por consiguiente,
no hay pruebas de que haya derivado de él. Lo que más se opo
ne a esta interpretación, es que la brizna de paja, o festuca, cuya
entrega consagraba el compromiso contraído, no era entregada
249
Decimoséptima Lección
El derecho contractual
(fin)
aquí que surge el contrato consensual. Ahora bien, una vez que
se ha dado el contrato solemne, esta reducción y esta simplifi
cación debían realizarse por sí mismas. Por un lado, una regre
sión de las solemnidades verbales u otras se producía, al mis-
mo tiempo, por una suerte de decadencia espontánea y bajo la
presión de las necesidades sociales que reclamaban una mayor
rapidez en los intercambios; por otro lado, los efectos útiles del
contrato solemne podían ser obtenidos (en una medida sufi
ciente) por un medio distinto que las solemnidades; bastaba
que la ley declarara irrevocable toda declaración de la voluntad
que se presentase como tal: esta simplificación fue admitida con
mayor facilidad cuando, con el transcurso natural del tiempo,
las prácticas económicas perdieron gran parte de su sentido y
su autoridad originaria. Sin duda, este contrato reducido no
podía tener la misma fuerza obligatoria que el contrato solem
ne, porque en éste último los individuos establecían un doble
vínculo: uno que ligaba a las partes contratantes, el otro que
las unía con el poder moral que intervenía en el contrato. Pero
la vida económica requería que los vínculos contractuales per
diesen parte de su rigidez; para que pudiesen celebrarse con
facilidad, era necesario que presentaran un carácter más tempo
ral, que el acto que tenía por objeto establecer el compromiso
dejara de estar impregnado de una gravedad religiosa. Bastaba
con reservar el contrato solemne para los casos en que la rela
ción contractual presentara una particular importancia.
Éste es el principio del contrato consensual: consiste en sus
tituir la transferencia material que tiene lugar en el contrato real
por una simple cesión oral e incluso, más exactamente, mental y
psíquica, como veremos. Una vez establecido, sustituye total-
mente al contrato real, que desde entonces no tenía ya ninguna
razón de ser. Su fuerza obligatoria no era más intensa y, por otra
parte, sus formas eran inútilmente complicadas y generales. Por
esta razón no ha dejado huellas en nuestro derecho actual, mien
tras que el contrato solemne subsiste junto con el contrato con
sensual que ha surgido de él.
A medida que este principio se establece, determina diversas
modificaciones en la institución contractual, que cambiarán pau
latinamente su fisonomía.
El régimen del contrato real y del contrato solemne corres
ponde a una fase de la evolución social en la que el derecho de
los individuos era débilmente respetado. De allí resultaba que
los derechos individuales comprometidos en todo contrato no
259
Decimoctava Lección
La moral contractual
(fin)
1 . Esta última frase es una restitución evidente del sentido, puesto que su
lectura es imposible.
280
2 . Aquí falta una frase de tres líneas absolutamente ilegible y que no pa
rece romper la continuidad del desarrollo.
ESCRITOS
SOBRE EL INDIVIDUALISMO,
LOS INTELECTUALES
Y LA DEMOCRACIA
Émile Durkheim
El individualismo
y los intelectuales*
—I—
uno y para el otro, las únicas maneras de hacer que son mora
les son aquellas que pueden convenir a todos los hombres in
distintamente, es decir que están implicadas en la noción de hom
bre en general.
Henos aquí bien lejos de esta apoteosis del bienestar y el in
terés privados, de este culto egoísta del sí mismo que se ha po-
dido con justicia reprochar al individualismo utilitario. Al contra-
rio, según estos moralistas, el deber consiste en desviar nues
tras miradas de aquello que nos concierne personalmente, de
todo aquello ligado a nuestra individualidad empírica, para bus-
car únicamente lo que reclama nuestra condición de hombres,
aquello que tenemos en común con todos nuestros semejantes.
Asimismo, este ideal desborda de tal modo el nivel de los fines
utilitarios que aparece a las conciencias que aspiran a él como
completamente marcado de religiosidad. Esta persona humana,
cuya definición es como la piedra de toque a partir de la cual el
bien se debe distinguir del mal, es considerada como sagrada, en
el sentido ritual de la palabra. Ella tiene algo de esa majestad tras
cendente que las iglesias de todos los tiempos asignan a sus
dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misterio
sa que crea un espacio vacío alrededor de las cosas santas, que
las sustrae de los contactos vulgares y las retira de la circulación
ordinaria. Y es precisamente de allí que proviene el respeto del
cual es objeto. Todo el que atente contra una vida humana, con
tra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de horror,
análogo desde todo punto de vista al que experimenta el creyen
te que ve profanar su ídolo. Una moral de este tipo no es sim
plemente una disciplina higiénica o una sabia economía de la
existencia; es una religión en la que el hombre es, al mismo tiem
po, fiel y Dios.
Pero esta religión es individualista, puesto que tiene al hom
bre por objeto y dado que el hombre es un individuo por defi
nición. Incluso no hay sistema en el que el individualismo sea
más intransigente. En ningún lugar los derechos del individuo
son afirmados con más energía, puesto que el individuo es aquí
colocado en el rango de las cosas sacrosantas; en ninguna parte
el individuo es más celosamente protegido contra las usurpacio
nes provenientes del exterior, de donde quiera que vengan. La
doctrina de lo útil puede fácilmente aceptar toda suerte de com
promisos y transacciones sin renegar de su axioma fundamen
tal; puede admitir que las libertades individuales sean suspen
didas todas las veces que el interés del mayor número exija este
289
— II —
— III —
— IV —
se hizo más fuerte día a día y que debía terminar por abatir a los
ánimos menos resistentes.
De este modo, no podemos conformarnos con este ideal ne
gativo. Es necesario ir más allá de los resultados conseguidos,
más no sea para conservarlos. Si no aprendemos de una vez por
todas a utilizar los medios de acción que tenemos entre las ma-
nos, es inevitable que se deprecien. Usemos entonces nuestras
libertades para averiguar qué hay que hacer y para hacerlo, para
aceitar el funcionamiento de la máquina social, tan ruda aún con
los individuos, para poner a su servicio todos los medios posi
bles para que se desarrollen sus facultades sin obstáculos, para
trabajar finalmente en la realización del famoso precepto: ¡A cada
uno según sus obras! Reconozcamos asimismo que, de una ma
nera general, la libertad es un instrumento delicado cuyo mane-
jo deben aprender y ejercitar nuestros niños; toda la educación
moral debería estar orientada en esta dirección. Vemos que nues
tra actividad no corre riesgos de que le falten objetos. Sólo que,
si es cierto que nos hará falta de aquí en adelante proponernos
nuevos fines más allá de los que hoy nos conciernen, sería in
sensato renunciar a los segundos para perseguir mejor los pri
meros: porque los progresos necesarios no son posibles más
que gracias a los progresos ya realizados. Se trata de completar,
de extender, de organizar el individualismo, no de restringirlo y
combatirlo. Se trata de utilizar la reflexión, no de imponerle silen
cio. Sólo ella puede ayudarnos a salir de las dificultades presen
tes; no vemos aquello que pueda reemplazarla. ¡No es meditando
la Política tomada de las santas escrituras que encontraremos
los medios para organizar la vida económica y para introducir
más justicia en las relaciones contractuales!
En estas condiciones, ¿no aparece completamente delineado
cuál es el deber? Todos aquellos que creen en la utilidad, o in
cluso simplemente en la necesidad de las transformaciones mo
rales consumadas desde hace un siglo, tienen el mismo interés:
deben olvidar las divergencias que les separan y mancomunar
sus esfuerzos para mantener las posiciones adquiridas. Una vez
atravesada la crisis, habrá ciertamente lugar para recordar las
enseñanzas de la experiencia, a fin de no recaer en esta inacción
esterilizante que nos trae actualmente tanto pesar; pero eso es
trabajo para mañana. Para hoy, la tarea urgente y que debe rea
lizarse antes que todas las otras, es la de salvar nuestro patrimo
nio moral; una vez que esté sano y salvo, veremos cómo hacer
lo prosperar. ¡Que el peligro común nos sirva al menos para sa
299
y la democracia *