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Sinodalidad (I): permanecer cambiando

16/11/2020

Cristina Inogés Sanz

  

Que levante la mano quien haya leído al menos una vez el documento de
la Comisión Teológica Internacional, titulado ‘La sinodalidad en la vida y
en la misión de la Iglesia’. Tranquilos, doy un poco de tiempo para
refrescar la memoria… ¿Ya? ¿Alguien lo ha leído dos veces? ¿Alguien lo
ha estudiado, que no es lo mismo que leerlo? Si, ya sé que llevamos muy
mal año, pero este documento está entre nosotros desde mayo de 2018
y lo podemos ver en internet.

¿Por qué es importante conocer y saber de qué va la sinodalidad? Porque


nos estamos jugando el futuro de la Iglesia. Que la Iglesia siga en pie
no significa que no necesite cambios y estos han de ser muy profundos. La
cuestión es decidir si damos una mano de pintura y retejamos para
suprimir goteras, o emprendemos una reestructuración a fondo que sanee
a toda la institución.

Quien prefiera la primera solución se arriesga a que se haga verdad


aquello de lo que, ya en el siglo XIV, advirtió y comentó por escrito una de
las mujeres más inteligentes que la Iglesia ha desaprovechado, Margarita
Porete. Ella habló de una “Iglesia pequeña” formada por gente con
vivencias profundas del evangelio y de estructura circular, y de una
“Iglesia grande” donde primaba lo institucional y lo jerárquico. Margarita
fue tachada de hereje y quemada en la hoguera. En el siglo XVI, Lutero,
retomó con algunos cambios la idea. También fue declarado hereje y
excomulgado, y costó años que fuera rehabilitado. Ella sigue siendo hereje
a los ojos de la Iglesia…

Actualizar la estructura
Benedicto XVI, siendo profesor de teología, ya advirtió a finales de la
década de los 60 que nos encaminábamos a una Iglesia pequeña, sin
privilegios, sin relevancia, donde muchas comunidades no tendrían ni
sacerdotes. Da la sensación de que a ninguno de los tres se les ha hecho
caso y, eso que algunas intuiciones del profesor Ratzinger ya son
realidades.

A quienes vivimos en este momento con un sentido de compromiso en la


Iglesia –y quiero pensar que somos muchos– no se nos puede pasar por
alto que la fidelidad y el cambio no están reñidos; que no seguimos
vistiendo como en los primeros siglos de nuestra era, ni comiendo lo
mismo; que hemos buscado y aceptado avances médicos insospechados
hace siglos; que nuestra forma de vivir, en general, no tiene nada que ver
con la de siglos pasados; y que nuestras celebraciones, por ejemplo, no se
parecen en nada a las de los primeros siglos. Entonces, ¿por qué no
actualizar la estructura eclesial?

No se trata de crear una Iglesia nueva, sino de recuperar la Iglesia de los


primeros años, y resalto de los primeros años, porque aquella frescura y
sinodalidad inicial, solo duró hasta finales del siglo I. En aquellos años
iniciales lo que era asunto de todos se trataba por todos, se hablaba
con todos, y se decidía por todos; y todo ello se esfumó cuando la Iglesia
se empezó a institucionalizar, jerarquizar, y sacralizó a las figuras de los
obispos y de los presbíteros.

Dimensión constitutiva de la Iglesia

La sinodalidad no está hecha ya. Francisco lo sabe y, por eso, nos dice
que esa forma de Iglesia es la que Dios quiere para el tercer milenio. ¡Qué
exagerado, pensarán algunos! No, nada de eso. Porque llevará mucho
tiempo cambiar algunas estructuras, deshacerse de otras que llevan
milenios entre nosotros y, sobre todo, variar la mentalidad que nos lleve, a
todos, a una conversión de la mentalidad –es decir, una conversión
personal– y de la práctica pastoral.
Aunque el concilio Vaticano II no habla de la sinodalidad tal y como la
vemos hoy en su conjunto, todo él está imbuido de esa idea. El documento
que citaba al inicio de este artículo, nos presenta la sinodalidad como
una “dimensión constitutiva de la Iglesia” que nos lanza al reto del
discernimiento como Pueblo de Dios que somos todos, incluidos los
obispos y el papa. Y esto solo puede ser calificado como apasionante.

La sinodalidad nos enseña que el cambio en la Iglesia es un signo de


fidelidad porque permanecer cambiando, como dice una amiga mía,
significa que el peligro de la atrofia muscular –y podemos decir
espiritual, pastoral, litúrgica, dogmática, o canónica– se aleja de nuestra
Iglesia, que no puede encarar el cambio de época que estamos viviendo
como si no pasara nada.

La Iglesia de la Buena Noticia

Los laicos, que siempre hemos sido en la Iglesia más importantes de lo


que nos han hecho creer, en este momento vamos a ser todavía más
esenciales; nuestra voz, con peticiones y propuestas, ha de ser clara y
saber que no pedimos para nosotros, sino para la Iglesia que somos todos;
también tenemos que tener muy claro que nuestros obispos en este
momento gozan de una autonomía frente a Roma como pocas veces han
tenido. Francisco lo ha hecho posible y las iglesias locales con sus
obispos al frente, ya no tienen que esperar a que el Papa diga, haga un
gesto, o autorice ciertas acciones. Ellos pueden hacerlo y algunos,
¡benditos sean!, ya lo están haciendo.

Para que esto llegue a ser una realidad, tenemos que creer que es posible;
tenemos que creernos sujetos de ese cambio, todos; tenemos que estar
convencidos de que juntos, y con el Espíritu indicando la dirección con
su soplo, podremos hacer realidad la Iglesia sinodal que nunca debió de
perder ese rumbo. Cambiemos la pirámide por un círculo para rediseñar
esa nueva estructura eclesial a la que nos invita Francisco. No porque lo
diga él, sino porque es la Iglesia de la Buena Noticia.

Aunque a simple vista parezca que no hay mucho “entusiasmo sinodal” a


nuestro alrededor, y puede que sea cierto, pensemos si queremos pasar
a la historia –con la responsabilidad que eso conlleva– como los que
tuvimos la posibilidad de sentar las bases del cambio y no lo hicimos, o
como los que creímos que era posible y con la fuerza del Espíritu nos
pusimos manos a la obra.

No olvidemos que dos formas de Iglesia se están evidenciando; una, la


inamovible que nos ha llevado a la situación que tenemos ahora, donde
conviven personalismos, jerarquías y clericalismos varios; y, otra, la que
quiere poner en el centro a Jesucristo y su evangelio. ¿Con cual nos
quedamos? ¡Aprovechemos el momento y a permanecer cambiando!

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