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16/11/2020
Que levante la mano quien haya leído al menos una vez el documento de
la Comisión Teológica Internacional, titulado ‘La sinodalidad en la vida y
en la misión de la Iglesia’. Tranquilos, doy un poco de tiempo para
refrescar la memoria… ¿Ya? ¿Alguien lo ha leído dos veces? ¿Alguien lo
ha estudiado, que no es lo mismo que leerlo? Si, ya sé que llevamos muy
mal año, pero este documento está entre nosotros desde mayo de 2018
y lo podemos ver en internet.
Actualizar la estructura
Benedicto XVI, siendo profesor de teología, ya advirtió a finales de la
década de los 60 que nos encaminábamos a una Iglesia pequeña, sin
privilegios, sin relevancia, donde muchas comunidades no tendrían ni
sacerdotes. Da la sensación de que a ninguno de los tres se les ha hecho
caso y, eso que algunas intuiciones del profesor Ratzinger ya son
realidades.
La sinodalidad no está hecha ya. Francisco lo sabe y, por eso, nos dice
que esa forma de Iglesia es la que Dios quiere para el tercer milenio. ¡Qué
exagerado, pensarán algunos! No, nada de eso. Porque llevará mucho
tiempo cambiar algunas estructuras, deshacerse de otras que llevan
milenios entre nosotros y, sobre todo, variar la mentalidad que nos lleve, a
todos, a una conversión de la mentalidad –es decir, una conversión
personal– y de la práctica pastoral.
Aunque el concilio Vaticano II no habla de la sinodalidad tal y como la
vemos hoy en su conjunto, todo él está imbuido de esa idea. El documento
que citaba al inicio de este artículo, nos presenta la sinodalidad como
una “dimensión constitutiva de la Iglesia” que nos lanza al reto del
discernimiento como Pueblo de Dios que somos todos, incluidos los
obispos y el papa. Y esto solo puede ser calificado como apasionante.
Para que esto llegue a ser una realidad, tenemos que creer que es posible;
tenemos que creernos sujetos de ese cambio, todos; tenemos que estar
convencidos de que juntos, y con el Espíritu indicando la dirección con
su soplo, podremos hacer realidad la Iglesia sinodal que nunca debió de
perder ese rumbo. Cambiemos la pirámide por un círculo para rediseñar
esa nueva estructura eclesial a la que nos invita Francisco. No porque lo
diga él, sino porque es la Iglesia de la Buena Noticia.