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¿Por qué los estadounidenses le temen a los dragones?

Ursula K. Le Guin

Traducción de Alonso Núñez Utrilla

Esto iba a ser una charla sobre la fantasía. Pero últimamente no me he sentido muy inspirada y
no podía decidir qué decir; así que fui a consultar a algunas personas para obtener ideas. "¿Qué
pasa con la fantasía? Dime algo sobre ella." Y un amigo me dijo: "Está bien, te diré algo
fantástico. Hace diez años, fui al área para niños de la biblioteca de tal y tal ciudad, y pregunté
por El hobbit; y la bibliotecaria me dijo: 'Oh, lo conservamos sólo en el área para adultos; no
creemos que el escapismo sea bueno para los niños.'”

Mi amigo y yo nos reímos y estremecimos ante eso, y reconocimos que las cosas han cambiado
mucho en estos últimos diez años. Esa clase de censura moralista de las obras de fantasía es
muy poco común ahora, en las bibliotecas infantiles. Pero el hecho de que éstas se hayan
convertido en oasis en el desierto no significa que haya dejado de haber un desierto. El punto de
vista desde el cual la bibliotecaria habló todavía existe. Ella simplemente estaba reflejando, con
toda la buena fe, algo que va muy profundo en el carácter americano: una desaprobación moral
de la fantasía, un rechazo tan intenso, y a menudo tan agresivo, que no puedo dejar de verlo
como algo surgido, fundamentalmente, del miedo.

Así que: ¿por qué los estadounidenses le temen a los dragones?

Antes de intentar responder a mi pregunta, permítanme decir que no son sólo los
estadounidenses los que les temen a los dragones. Sospecho que casi todas las naciones
tecnológicamente avanzadas son, en menor o mayor medida, antifantasía. Hay varias literaturas
nacionales que, como la nuestra, no han tenido ninguna tradición de fantasía para adultos
durante los últimos cientos de años: los franceses, por ejemplo. Pero entonces ahí tiene usted a
los alemanes, que tienen mucha; y los ingleses, que la tienen y la aman, y la hacen mejor que
nadie. Así que este miedo a los dragones no es meramente un fenómeno occidental o
tecnológico. Pero no quiero entrar en estas vastas cuestiones históricas; hablaré de los
estadounidenses modernos, de los únicos que conozco lo suficiente como para hablar.

Al preguntarme por qué los estadounidenses tienen miedo de los dragones comencé a darme
cuenta de que muchos norteamericanos no sólo son antifantasía, sino también antificción.
Tendemos, como pueblo, a considerar todas las obras de género como sospechosas o
despreciables.

"Mi esposa lee novelas. Yo no tengo el tiempo."

"Yo solía leer cosas de ciencia ficción cuando era adolescente, pero por supuesto que ahora ya
no lo hago."

"Las historias de hadas son para niños. Yo vivo en el mundo real."

¿Quién habla así? ¿Quién es el que descarta Guerra y Paz, La máquina del tiempo y Sueño de
una noche de verano con esta perfecta autoconfianza? Es, me temo, el hombre de a pie —el
hombre americano trabajador mayor de treinta años—, los hombres que dirigen este país.

Tal rechazo de todo el arte de ficción se relaciona con varias características americanas: nuestro
puritanismo, nuestra ética de trabajo, nuestro ánimo de lucro, e incluso nuestras costumbres
sexuales.

Leer Guerra y Paz o El Señor de los Anillos claramente no es "trabajo" —lo haces por placer—.
Y si no puede ser justificado como "educativo" o como "automejoramiento", entonces, en el
sistema de valores puritano, sólo puede ser autocompasión o escapismo. Porque el placer no es
un valor para el puritano; por el contrario, es un pecado.

Del mismo modo, en el sistema de valores del empresario, si un acto no aporta un beneficio
inmediato y tangible, no tiene ninguna justificación. Así, la única persona que tiene una excusa
para leer a Tolstoi o a Tolkien es el profesor de inglés, porque se le paga por ello. Pero nuestro
empresario podría permitirse leer un best seller de vez en cuando: no porque sea un buen libro,
sino porque es un best seller —es un éxito, ha ganado dinero—. Para la mente extrañamente
mística del capitalista, esto justifica su existencia; y al leerlo puede participar, un poco, del poder
y el maná de su éxito. Por cierto, si esto no es magia no sé qué es.

El último elemento, el sexual, es más complejo. Espero no ser vista como sexista si digo que,
dentro de nuestra cultura, creo que esta actitud de antifantasía es básicamente masculina. El
joven y el hombre estadounidenses se ven forzados a definir su masculinidad rechazando ciertos
rasgos, ciertos dones humanos y capacidades que nuestra cultura define como "afeminados" o
"pueriles". Y uno de estos rasgos o capacidades es, dicho en forma somera, la absolutamente
esencial facultad humana de la imaginación.

Habiendo llegado tan lejos, fui rápidamente al diccionario.

El Shorter Oxford Dictionary dice: "Imaginación. 1. Acción de imaginar, o formar un concepto


mental de lo que no está realmente presente a los sentidos; 2. Consideración mental de acciones
o eventos que todavía no existen."

Muy bien; ciertamente puedo conservar lo de "facultad humana absolutamente esencial". Pero
debo restringir la definición para que se ajuste a nuestro tema actual. Entonces, por
"imaginación", en lo personal, me refiero al juego libre de la mente, tanto intelectual como
sensorial. Por "juego" quiero decir recreación, re-creación, la recombinación de lo que se conoce
para formar algo nuevo. Por "libre" quiero decir que la acción se realiza sin un objetivo inmediato
—espontáneamente—. Eso no significa, sin embargo, que no haya un propósito detrás del juego
libre de la mente, una meta; y la meta puede ser un objeto muy serio. El juego imaginativo de los
niños es claramente una práctica de los actos y emociones de la edad adulta; un niño que no
juegue no llegaría a madurar. En cuanto al juego libre de una mente adulta, su resultado puede
ser Guerra y Paz, o la teoría de la relatividad.

Ser libre, después de todo, no es ser indisciplinado. Debo decir que la disciplina de la imaginación
puede de hecho ser el método o técnica esencial del arte y la ciencia. Es nuestro puritanismo,
insistiendo en que la disciplina significa represión o castigo, lo que confunde al sujeto. Disciplinar
algo, en el sentido propio de la palabra, no significa reprimirlo, sino entrenarlo, animarlo a crecer,
actuar y ser fecundo, ya sea un melocotón o una mente humana.

Creo que a muchos hombres norteamericanos se les ha enseñado todo lo contrario. Han
aprendido a reprimir su imaginación, a rechazarla como algo infantil o afeminado, inútil y
probablemente pecaminoso.

Han aprendido a temerle. Pero nunca han aprendido a disciplinarla en absoluto.

Ahora, dudo que la imaginación pueda ser suprimida. Si realmente la erradicaras en un niño éste
crecería para ser una berenjena. Como todas nuestras malas inclinaciones, la imaginación
saldrá. Pero, si es rechazada y despreciada, crecerá en formas salvajes y como las malas
hierbas; se deformará. En el mejor de los casos, será un mero soñar despierto centrado en el
ego; en el peor, será un delirio, que es una ocupación muy peligrosa cuando se la toma en serio.
En lo que respecta a la literatura, en los viejos, verdaderamente puritanos tiempos, la única
lectura permitida era la Biblia. Hoy en día, con nuestro puritanismo secular, el hombre que se
niega a leer novelas porque hacerlo es poco masculino, o porque no son verdad, lo más probable
es que termine viendo thrillers sangrientos de detectives en la televisión, o leyendo westerns o
historias deportivas, o yendo a la pornografía, de Playboy para abajo. Es su imaginación
hambrienta, el deseo de alimento, lo que lo obliga a hacerlo. Pero él puede justificar tal
entretenimiento diciendo que es realista —después de todo, el sexo existe, y hay criminales, y
hay jugadores de béisbol, y solía haber vaqueros— y también diciendo que es viril, con lo que
quiere decir que son cosas que no le interesan a la mayoría de las mujeres.

Que todos estos géneros sean estériles, desesperadamente estériles, es un alivio para él, más
que un defecto. Si fueran genuinamente realistas, es decir, genuinamente imaginados e
imaginativos, tendría miedo de ellos. El falso realismo es la literatura escapista de nuestro tiempo.
Y probablemente la lectura escapista definitiva es esa obra maestra de la irrealidad total, el
informe diario de la bolsa.

¿Y qué pasa con la esposa de nuestro hombre? Probablemente no está obligada a sofocar su
imaginación para desempeñar su papel esperado en la vida, pero tampoco ha sido entrenada
para disciplinarla. Se le permite leer novelas, e incluso de fantasía. Pero, a falta de entrenamiento
y estímulo, es probable que su fantasía se acerque a forrajes enfermizos, tales como telenovelas,
"romances verdaderos", novelas de enfermeras, novelas histórico-sentimentales y toda esa
basura digerida para reemplazar obras genuinamente imaginativas por la de esos talleres de
explotación artística de una sociedad que desconfía profundamente de los beneficios de la
imaginación.

¿Cuáles son estos beneficios?

Verán, creo que aquí tenemos algo terrible: un ciudadano trabajador, recto, responsable, una
persona madura y educada que le teme a los dragones, le teme a los hobbits y las hadas le dan
terror. Es gracioso, pero también es terrible. Algo ha ido muy mal. No sé qué hacer al respecto,
excepto intentar dar una respuesta honesta a la pregunta de esa persona, aunque a menudo la
haga con un tono de voz agresivo y despectivo. "¿Cuál es la utilidad de todo esto?", dice.
"Dragones y hobbits y hombrecitos verdes —¿de qué sirve?"

La verdadera respuesta, por desgracia, ni siquiera la escuchará. No la oirá. La auténtica


respuesta es, "Proporcionar placer y deleite."

"No tengo el tiempo", dice bruscamente, tragando una píldora de Maalox para su úlcera y
corriendo hacia el campo de golf.

Así que probamos con la siguiente respuesta. Probablemente no le irá mucho mejor que a la
anterior, pero debe ser dicha: "La ficción sirve para profundizar en la comprensión de su mundo,
de sus semejantes, y sus propios sentimientos, y su destino."

A lo que me temo que replicará: "Mira, he conseguido un aumento el año pasado, y le doy lo
mejor a mi familia, tenemos dos coches y una televisión a color. ¡Entiendo lo suficiente del
mundo!"

Y él tiene razón, toda la razón, si eso es lo que quiere y nada más.

La clase de cosas que aprendes al leer acerca de los problemas de un hobbit que está tratando
de dejar caer un anillo mágico en un volcán imaginario tiene muy poco que ver con tu estatus
social, o el éxito material o los ingresos. De hecho, si hay alguna relación, es negativa. Existe
una correlación inversa entre la fantasía y el dinero. Es una ley, conocida por los economistas
como la Ley de Le Guin. Si quieren un ejemplo llamativo de la Ley de Le Guin, sólo denle aventón
a una de esas personas en la carretera que no llevan nada más que una mochila, una guitarra,
una gran cabellera, una sonrisa y un pulgar. Háganlo una y otra vez, descubrirán que estos
desamparados han leído El Señor de los Anillos —algunos de ellos prácticamente pueden
recitarlo de memoria—. Ahora vean a Aristóteles Onassis o a J. Paul Getty: ¿podrían creer que
esos hombres tuvieron algo que ver, a cualquier edad, bajo ninguna circunstancia, con un hobbit?

Pero, para llevar mi ejemplo un poco más lejos, y fuera de la esfera de la economía, ¿notaron
alguna vez la forma tan sombría con que el señor Onassis y el señor Getty y todos esos
multimillonarios miran en sus fotografías? Tienen esta extraña y decaída apariencia, como si
estuvieran hambrientos. Como si estuvieran hambrientos de algo, como si hubieran perdido algo
y estuvieran tratando de pensar dónde podría estar, o acaso lo que podría ser, lo que perdieron.
¿Podría eso ser su infancia?

Así que llego a mi defensa personal de los beneficios de la imaginación, especialmente en la


ficción, y sobre todo en los cuentos de hadas, leyendas, fantasía, ciencia ficción y el resto del
catálogo. Creo que la madurez no es un crecimiento, sino un desarrollo; que un adulto no es un
niño muerto, sino un niño que sobrevivió. Creo que todas las mejores facultades de un ser
humano maduro existen en el niño, y que si estas facultades se estimulan en la juventud,
actuarán bien y sabiamente en el adulto, pero si son reprimidas y se les niega en la infancia,
refrenarán y estropearán la personalidad adulta. Y, por último, creo que una de las más
profundamente humanas y humanitarias de estas facultades es el poder de la imaginación, de
modo que es nuestro grato deber, como bibliotecarios, maestros, padres o escritores, o
simplemente como adultos, alentar la capacidad imaginativa de nuestros hijos, animarla a crecer
libremente, a florecer como el laurel, dándole el mejor, simplemente el mejor y más puro alimento
que pueda absorber. Y nunca, bajo ninguna circunstancia, suprimirla, ni burlarse de ella, ni
tacharla de infantil, afeminada, o falsa.

Porque la fantasía es verdadera, por supuesto. No es fáctica, pero es verdadera. Los niños lo
saben. Los adultos también lo saben, y es precisamente por eso que muchos de ellos le temen.
Saben que su verdad desafía, incluso amenaza, todo lo que es falso, todo lo que es fingido,
innecesario y trivial en la vida que se han dejado forzar a vivir. Le temen a los dragones porque
le temen a la libertad.

Así que creo que debemos confiar en nuestros niños. Los niños normales no confunden la
realidad y la fantasía —las confunden con mucha menos frecuencia que los adultos (como un
gran fantasista señaló en una historia llamada "El traje nuevo del emperador")—. Los niños saben
perfectamente que los unicornios no son reales, pero también saben que los libros sobre
unicornios, si son buenos libros, son libros verdaderos. A menudo, y eso es más de lo que mamá
y papá saben, al negar su niñez, los adultos niegan la mitad de su conocimiento, y se quedan
con el triste y estéril hecho: "Los unicornios no son reales". Y ese hecho nunca llevó a nadie a
ninguna parte (excepto en la historia "El Unicornio en el Jardín", de otro gran fantasista, en el
que se muestra que una devoción a la irrealidad de los unicornios puede llevarte directamente al
manicomio). Es por enunciados tales como: "Érase una vez un dragón", o "En un agujero en el
suelo vivía un hobbit" —es por tan hermosas mentiras— que los seres humanos fantásticos
pueden llegar, en su peculiar estilo, a la verdad.

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