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Universidad

Nacional de las Artes - Licenciatura en Artes de la Escritura - Poesía universal 1

Roger Caillois. “Prefacio al Tesoro de la Poesía Universal”.


Traducción al español por Arturo Carrera & Gerardo Jorge. Original en francés en: Caillois,
Roger & Lamberg, Jean Clarence. Trésor de la poesie universelle. Paris: Gallimard, 1958.
Material para uso interno de los estudiantes de la asignatura “Poesía universal 1” de la
Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA).

Existe un contraste cierto entre el rol cada vez más restringido que juega hoy la poesía y
la vocación decisiva que vemos se le asigna comúnmente. Parece que a medida que cede
terreno y disminuye su importancia relativa en el conjunto de la cultura, un pequeño número
de entusiastas le otorgan poderes siempre más excepcionales e impresionantes. Condenan la
barbarie nueva que deja tan poco lugar a un lenguaje tan alto, y añoran desesperadamente el
universo sagrado del cual ese lenguaje parece haber obtenido su fuerza original y su vocación
eminente.
Me esforzaré por señalar aquí lo más brevemente posible las dichas y desdichas de esta
larga historia. En los orígenes, tanto como nos sea posible juzgar, la poesía, más que un lenguaje
sagrado, constituía un lenguaje general. Me atrevería a decir que tenía el lugar de la lengua
escrita. Era verso todo lo que deseáramos guardar tal cual en el recuerdo. El resto no eran sino
esas palabras intercambiables, cuyo sentido solo importa y que pueden sin perjuicio volver a
caer en la nada inmediatamente después de haber comunicado su mensaje. Un encantamiento,
una fórmula mágica son considerados, por el contrario, como posibles perdedores de su
eficacia si son mínimamente alterados. La métrica sirve para garantizar en la medida de lo
posible el texto precioso contra un deterioro fatal. Y no es más que un extremo: en ausencia de
escritura, toda enseñanza o discurso que tenga como beneficio conservar y transmitir debe
recibir la forma que lo proteja mejor contra los desfallecimientos de la memoria. De allí el
empleo universal del verso. El dominio de la escritura abarca también el dominio de la
expresión. Si parece ligada más a los encantamientos y a los conjuros, no es de ningún modo
por ninguna complicidad oculta entre ella y la magia, es ante todo porque enunciando los textos
mágicos es importante no equivocarse en una sílaba, y también porque se trata de recetas
secretas, que sus propietarios a propósito no quisieron confiar a lo escrito cuando la escritura
nació, de tal suerte que frecuentemente una magia de los signos, de las runas, surgiendo de
golpe, ha sido contrapuesta a la magia oral.
La poesía comprende igualmente los diferentes géneros literarios, profanos o sagrados,
laicos, mágicos o religiosos. En todas partes, compite con la prosa y casi siempre la precede.
Parménides, Empédocles escriben en verso sus sistemas filosóficos, y más tarde Lucrecio su
tratado de física. El equivalente moderno de La Ilíada no es una epopeya en verso sino una
novela La Guerra y la Paz; el de las fantásticas aventuras de Ulises con el Cíclope, las Sirenas,
las encantadoras, los monstruos marinos y los caballos caníbales, también es un relato en prosa:
los viajes de Simbad. Los Fastos de Ovidio consignan la liturgia y el calendario de las fiestas. En
Los Trabajos y los Días, Hesíodo prolonga una cosmología por un almanaque agrícola.

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La poesía es inseparable de las otras artes: música, danza, canto, teatro. Al mismo
tiempo y por eso mismo, está ligada a todo momento destacable de la vida colectiva o
individual: los epitalamios para el casamiento; las nenias y los trenos para los funerales; los
peanes para la victoria; los ditirambos para los elogios; los poemas de gala para las genealogías;
los himnos, los salmos, las letanías para la adoración de los dioses, la enumeración de sus
nombres, el catálogo de sus atributos. Para la enseñanza del saber, la poesía didáctica; para los
consejos de sabiduría, la poesía gnómica; para las hazañas fabulosas que fundan la nobleza de
una nación, la poesía épica; para los deseos y tentaciones del corazón, la poesía lírica. A las que
se agregan la oda triunfal, la elegía, la égloga, la sátira, el epigrama. Podríamos extender la lista.
Estos géneros no son, o no son en primer lugar o únicamente, formas. Son definidos
por su contenido antes que por su estructura métrica. A lo sumo presuponen una connivencia
entre un metro y un sentimiento: la tristeza y el dístico elegíaco, el yambo y la indignación. Pero
la correlación no es rigurosa. Nada comparable entre dicha correspondencia y la definición del
soneto o de la balada, del rondó o de la décima o del (poema malayo llamado) pantoum o del
Hai-kai.
Sólo queda decir que la poesía, en el comienzo, es definida por el verso. Esta lengua,
por definición, tiene otras intenciones además de la significación únicamente. Aparece
sometida a leyes que no la ayudan a nombrar las cosas con precisión, sino a domesticar la
memoria. Cada idioma usa los procedimientos que mejor le convienen. El artificio, la
convención siempre tienen allí un gran lugar. Reglas casi arbitrarias crean una expectativa, una
necesidad. El retorno regular de los tiempos fuertes, el número de sílabas, la disposición de
largas y breves imponen una cadencia que esclaviza el oído. Por su lado, el ritmo, las rimas
anuncian un eco que, en el sitio prometido, colma una deliciosa impaciencia. Ritmo y armonía
son los recursos ordinarios de un discurso jalonado en el que abundan las referencias sonoras.
Ellas aseguran a la vez el prestigio y la eficacia. Contribuyen a hacer de la poesía un lenguaje
difícil e impresionante.
Llega después la escritura que fija y que conserva el discurso; llega sobre todo la
imprenta que la pone a disposición de todos y de cada uno. Ya no es tan útil el corsé de la
métrica. El verso es un lujo. De hecho, no deja de perder terreno. Se halla al mismo tiempo
constreñido a demostrar que al menos en ciertos casos es irremplazable. La poesía elige con
más cuidado su dominio. Evita de ahora en más lo que la prosa podría expresar con más
soltura y precisión. Renuncia especialmente a instruir y a contar. Se dedica preferentemente,
casi exclusivamente, a evocar, es decir, a hacer escuchar más que de costumbre lo que no dice
el sentido de las palabras.
Las obras escritas en verso se enrarecen. Sólo quedan los poemas, es decir, los pedazos
de largo a veces considerable, pero que alcanzan raramente las dimensiones de un volumen. El
volumen de versos es entonces una recopilación que contiene muchos poemas. Estos son más
cuidados especialmente porque son más cortos. La evolución que conduce la pintura de frescos
al cuadro de caballete parece valer lo mismo para la poesía.
La antigua oposición entre la prosa y los versos viene acompañada de una oposición
entre la poesía y la versificación. Generalmente admitimos, es casi una evidencia, que existen
versos que no son de la poesía y que al contrario hay poesía fuera de los versos. El que no
escribió nunca más que en prosa pasa por ser un poeta más grande y más auténtico que un
hábil versificador, en cuyos versos uno percibe una prosa sumisa sometida a reglas que no le

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aportan nada. De ahí la sospecha de que la métrica, no solamente no ayuda en nada a la


poesía, sino que la entorpece; que las reglas de la versificación no hacen más que introducir la
coerción y la monotonía; que la rima es un adorno llamativo que todo poeta verdadero debe
desdeñar.
Al final aparece el verso libre, que es una contradicción en los términos. Un subterfugio
tipográfico es todo lo que lo diferencia de la prosa. Puede compartir las eventuales virtudes
poéticas. Pero no es poesía en tanto verso libre. No habría mencionado jamás esta aberración
efímera, si ella no planteara al extremo el divorcio del arte del verso y la cualidad misteriosa
designada bajo el nombre de poesía, si ella no hubiera ayudado a distinguir a ésta de los simples
recursos de la prosodia. Si no hay identidad entre poesía y métrica, es evidente que la poesía
puede surgir de otra cosa que de las ventajas mecánicas nacidas de la versificación. Es preciso
buscar ahora lo que primitivamente y universalmente caracteriza la poesía, y que no sea sin
embargo ni el ritmo, ni la cadencia, ni la armonía de las sílabas, ni la aliteración, ni los llamados
de sonoridades, ni ninguna de las regularidades o correspondencias formales que, a través de la
variedad de las lenguas y de las prosodias, siempre y por todas partes han procurado el
aumento del poder de los versos.
El empleo de la imagen me parece aportar esta segunda y permanente presencia.
Donde hay imagen, sea en prosa o en verso, aparece una nueva manera de usar el lenguaje. Ella
lo desvía de su modo ordinario de significación. Agrega a su capacidad de designar, la
propiedad de evocar. Esta virtud inédita entra con derecho en los caracteres fundamentales de
la poesía. Tiene sus títulos de nobleza y de ancianidad. Toda palabra, a la vez, designa y evoca.
En la prosa, su función es primero designar; en la poesía, desde el origen, su función es evocar.
Vale la pena insistir sobre este punto.
Las palabras sirven para nombrar, para designar. Son signos que corresponden a
hechos, a los que tienen como razón hacer presentes para el que escucha. En la medida de lo
posible, deben designarlos de forma precisa, inmediata, unívoca. Pero no todo se puede
designar con las palabras. Éstas definen mejor las cosas que las emociones, los sentimientos o
las impresiones, que son fluidas e imperceptibles a los sentidos. Héte aquí una clase de hechos
que no se pueden nombrar más que muy aproximativamente.
El vocabulario no ayuda sino con etiquetas también generales como dolor, violencia,
majestuosidad, deseo, encanto: todos puntos de referencia que uno se ve a fin de cuentas
forzado a interpretar, a llenar a partir de sus experiencias personales. Esbelto no significa nada,
o por lo menos no es un término muy elocuente, al menos mientras no hay ninguna imagen
sosteniendo su sentido. Pero si yo digo esbelta como una palmera, toda persona que haya visto
una palmera o que desee ver una ahí, entiende lo que quiero comunicar. Hasta es ventajoso
sugerir la idea de esbelteza, sin nombrarla, hablando solamente de una hoja de palmera,
porque es el oyente mismo quien descubre entonces, que se representa, agotando sus reservas
de sueños y recuerdos, las calidades de gracia, de ligereza y de elegancia que yo me proponía
suscitar en él. Así lo hace Homero para evocar Nausicaa o para hacer ver las almas, que nadie
ha visto, y que él describe como racimos de murciélagos que se escapan de una gruta chillando.
El proceso es todo natural. Incluso inevitable.
Se trata menos de nombrar que de aliviar la indigencia de la denominación. La
designación exacta – el sustantivo- es completada, diferida u omitida. El poeta expresa sin
designar, designa sin nombrar. Usa relaciones, símiles, analogías, todo tipo de aproximaciones y

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complicidades que hacen de cada uno su colaborador y que lo vuelven a poeta a su vez, quiero
decir que le brindan uno de los mayores placeres de la poesía.
La imagen se relaciona con el enigma. Tal vez viene de él. No pronuncia la palabra en
sí, sino que la deja adivinar. Con frecuencia, suelta de un golpe la pregunta y la respuesta,
porque no se trata tanto de resolver un problema como de apreciar una relación. El enigma no
está menos presente en eso. Uno de los textos más antiguos que se conoce –data del tercer
milenio anterior a la era cristiana- es un duelo de enigmas. Enmerkar, rey sumerio de Uruk,
asistido por la diosa Inini, “experta en el arte de las palabras”, le hace preguntas irresolubles al
Señor de Aratta, al que aconseja Ishkur, hijo de Enlil, dios de la guerra. El himno X, 151, del
Rig-Véda también es una enumeración de enigmas. Más tarde, el Heidreksmal, en la Saga
Hervarar, no es más que una sucesión de cincuenta y seis enigmas que Odín disfrazado le
propone al rey Heidrek el Sabio. Las metáforas tradicionales o Kenning de la poesía escáldica
son definiciones de enigmas, congeladas, inmutables, sin valor, al límite del desgaste, que
reemplazan a la palabra sin despertar nada en el espíritu. Pero hubo un tiempo en el que fue
preciso inventar esos rodeos sorprendentes.
En las veladas en África, alrededor de un fuego hecho con maleza, el juego consiste con
frecuencia en un combate de enigmas. Generalmente, todos conocen las respuestas, no se trata
de encontrar la solución sino de innovar, de descubrir otras respuestas capaces de satisfacer la
definición propuesta. Cada uno busca analogías inéditas y sin embargo aceptables para todos.
Es solo por desesperación que, avergonzado y declarándose vencido, el último, corto de
imaginación, da la solución tradicional. En un ejercicio de este tipo, no puedo evitar atisbar uno
de los pasajes posibles del enigma propiamente dicho a la imagen poética.
El interés se encuentra invertido: no es más en el conocimiento de un secreto, de una
especie de contraseña quizás transmitida a los principiantes por el iniciador, sino en el hallazgo
original que un espíritu atento a asir las relaciones lejanas entre las cosas reemplaza una
respuesta esperada.
La poesía, tan lejos como nos remontemos en su historia, no es por lo tanto solamente
el arte de usar los sonidos y las cadencias, por así decir de todas las propiedades físicas del
lenguaje, sino que es igualmente el de descubrir y escoger las referencias más sugestivas,
aquellas que suscitan ecos persuasivos y conmovedores en la sensibilidad y en el recuerdo.
Cada palabra es un anzuelo, una semilla, un fermento, un punto de partida para el alma y no
un punto de llegada para la inteligencia, como sucede cuando usamos las palabras para definir
con precisión el sentido de un concepto.
La poesía es a la vez el arte del verso y el arte de la imagen. Puede ser una o la otra o las
dos cosas al mismo tiempo. A través del verso, intenta ser inalterable; a través de la imagen,
inagotable. Cuando las dos virtudes coinciden, se logra la gran poesía, simultáneamente
voluptuosidad auditiva y juego encantatorio, que expone al hombre a lo más profundo, lo
enriquece y lo calma. Nos damos cuenta al mismo tiempo porque no es posible traducir los
poemas, sino sólo recrearlos: los sistemas sonoros de dos lenguas no pueden abarcarse, ni las
asociaciones de ideas y de emociones, de símbolos y de correspondencias que son el sino de
cada cultura y que se deben tanto a la naturaleza del sol, al régimen de las lluvias o los vientos,
como a las reglas seculares de la cortesía y a los usos más modestos de la vida cotidiana.
Entendemos también que la prosa –el discurso sin reglas- puede contener más poesía
que el verso. Nada impide, en efecto, que sus ritmos, más flexibles o más discretos, seduzcan a

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la memoria de un modo más sutil y, al fin, más eficaz que una cadencia demasiado marcada y
pronto inoportuna. Nada le impide a sus imágenes revelarse más justas y más poderosas que las
comparaciones exageradas o banales que se pueden encontrar en el verso y que desinflan tanto
todo, unas por su arbitrariedad, otras por su evidencia.
Podemos por fin imaginar una poesía que no fuera más que ritmo o melodía, o que no
sería más que imágenes. En el extremo, ni una ni otra tendrían sentido. Un puro ensamblaje de
sonoridades no puede más que aspirar a la música o hacerla extrañar. Unas palabras dispares,
reunidas sin nada en la experiencia humana que justifique su puesta en relación, desconciertan
sin satisfacer.
La imprenta salvó al verso del peligro de ser un simple recurso mnemotécnico. Lo hizo
aplicarse a la poesía. Paralelamente, el desarrollo del pensamiento discursivo y abstracto
permitió circunscribir mejor el dominio en el cual el valor de la imagen es irremplazable. De
modo tal que, al mismo tiempo que la poesía se veía cada día más restringida a un espacio más
breve, se encontraba, cada día también, obligada a ser más pura y más densa. Debió prohibirse
ser difusa y mezclada, volcada y apegada por todas partes a los terrenos más ingratos. No
parecía ahora admirable sino enroscada, concentrada y sin embargo de una total transparencia,
al extremo de sus poderes y en su perfecta desnudez.

Aquí comienza una nueva época en la historia de la poesía. La poesía ya no está más
atada a los trabajos y los días. No relata ni enseña. Sigue su propia vocación, al margen de otras
vías por las cuales el hombre puede inscribir su búsqueda y su pasión por la excelencia. La
poesía es solitaria, emancipada de toda obligación exterior, señora de su destino, y no le debe
rendir cuentas a la ciudad, ni a la moral, ni a los credos ni al saber. Erigida en disciplina
absoluta y no teniendo que temer a nada excepto al exceso mismo de su libertad, expuesta
quizás a fatigarse a fuerza de pobrezas voluntarias, de ostracismos repetidos, hela aquí librada a
sí misma,

soberana de los mares que la deben sostener,

Sí, para ella, los primeros tiempos están cumplidos, en los cuales podía impregnarlo
todo, pero sin que se la llamara a existir en estado puro. Otra aventura comienza, una extraña
alquimia obstinada en la destilación de un elixir supremo. Están lejos los tiempos en los que un
aedo ciego y errante contaba en las mansiones jónicas las guerras de los pueblos y las querellas
de los reyes. Pronto, el poeta ansioso ante la página en blanco temerá a cada instante la
contaminación de la palabra vil o perniciosa.
A veces imagino que creer en la poesía es estimar que pese a todo existe algo en común
entre Homero y Mallarmé.

II

¿Cómo concebir una antología de la poesía universal? El proyecto es fácil de formular.


Las dificultades surgen no bien se comienza a reunir los poemas. ¿En qué orden presentarlos?

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¿Siguiendo las épocas? ¿Siguiendo la lengua y la cultura? ¿Siguiendo sus afinidades internas, sin
preocupación alguna por su origen?
El orden cronológico, que parece el más natural, es también el más impracticable, el
que acarrea la mayor dosis de absurdo y confusión. Un gran número de poemas no tienen una
datación precisa. Transmitidos oralmente, quizás no fueron recopilados hasta el siglo pasado,
después de una larga existencia, difícil de mensurar. Por otra parte, las diferentes culturas no
empezaron el mismo día, ni el mismo siglo. No se desarrollaron simultáneamente ni de una
manera uniforme. En una misma fecha, no tienen la misma edad y producen poemas sin
parentesco. De modo que seguir las milésimas no es mucho mejor que el azar: conduce, en
lugar de al orden, a un desorden extremo en el cual los textos más dispares, venidos de
horizontes opuestos y de ambientes sin relación, se chocan en una extraordinaria e
incomprensible promiscuidad.
El orden geográfico ya parece más satisfactorio. Pero, si las diversas culturas no han
tenido, al mismo tiempo, la misma edad, tampoco pasan por etapas paralelas en las que su
poesía, al menos una parte de su poesía, revele acaso una inspiración común, que no carece de
interés resaltar. Sobre todo, adoptar una clasificación puramente geográfica equivaldría a
yuxtaponer sin grandes ventajas en un único volumen antologías reducidas de cada literatura
que mejor valdría, en estas condiciones, dejar cada una por separado con toda su extensión
deseable.
Queda el agrupamiento por géneros, compuesto, al interior de cada género, por una
clasificación por época y por origen. Me decidí por esta última solución. No desconozco
totalmente las dificultades que entraña, ni acaso lo arbitrario, pero estoy seguro de que fuera de
ella una antología mundial de la poesía no tiene mucho sentido. Para eso, una colección de
antologías nacionales valdría infinitamente más. Admitido el principio, queda todo por hacer,
porque es necesario establecer una sistema de categorías que sea universalmente aplicable, una
nomenclatura que, a la vez, abarque el dominio entero de la poesía y que se adapte mal que
bien a cada cultura particular.
Hay aproximaciones que, de inmediato, llaman la atención: las máximas del Tao-te-
King se juntan con los Versos dorados atribuidos a Pitágoras. Hay muchas similitudes en el
reclutamiento, el cometido, los métodos y la acción política de las sectas taoístas y pitagóricas,
para que se trate de una simple coincidencia. La distancia de los siglos y los meridianos es débil
frente a tal manojo de semejanzas término a término. Las cosmogonías forman por igual una
familia coherente y bien definida. El tema lo requiere, lo hace esperar, y esto no es tanto una
prueba de la unidad profunda de la poesía como de las formas de visión. No me sorprende
demasiado que polinesios, asirios, egipcios hayan experimentado la misma necesidad, ni que lo
hayan hecho el griego Hesíodo y el anónimo indio quitché que compuso el Popol Vuh. En
cambio, una poesía pastoral, alegórica, de interpretación mística, parecía más difícil de
encontrar en civilizaciones que desarrolladas en una casi ignorancia mutua: y allí la
aproximación del Cantar de los Cantares y de la Gîta Govinda luce llena de significado. Hay
también otros encuentros: los rituales en verso, los elogios de los monarcas, los epinicios, los
lamentos, los panegíricos… Responden al paralelismo de las situaciones y las costumbres, a la
estabilidad relativa de las emociones humanas.
Esta antología opone el Libro Sagrado al Libro Lírico. El primero reúne los textos
mágicos o religiosos, que acompañan los encantamientos de la hechicería, los apocalipsis de los

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profetas y de los inspirados, los salmos, las letanías, las acciones de gracia de los sacrificadores,
las imprecaciones de los exorcistas, los relatos augustos que contabilizan las generaciones
divinas o que narran la aurora de los tiempos y el nacimiento del hombre.
Del otro lado, el Libro Lírico se presenta como el libro humano por excelencia. Una
verdadera revolución se ha llevado a cabo. De aquí en más, la poesía es efusión, confidencia y
murmullo. Cada poeta canta sus penas y alegrías, los placeres y las tristezas del amor, la
esperanza y el remordimiento, los sentimientos que los hombres experimentan al menos una
vez en su vida. Los versos sirven ahora para sortear la pena de un corazón herido o
desengañado, para saborear mejor una felicidad, para eternizar un éxtasis fugitivo, para consolar
una separación. Este poesía es totalmente profana y personal. No existe casi cultura que, en una
época determinada de su historia, no haya conocido una magnífica plenitud en esta materia.
Por otra parte, por el lirismo, la poesía pertenece ahora francamente a la literatura y al arte y a
nada más que ellos. Libre de su función religiosa y política, limpia de solemnidades oficiales,
pierde sin duda algún esplendor, pero gana en libertad, en pureza, en plenitud. Al interior de
este Libro, que no incluye más que un género, la distribución sigue deliberadamente la
geografía y la historia.
Entre estos dos extremos, que conforman para mí los dos registros principales de la
poesía, he reunido los géneros intermediarios que componen el Libro de la Tradición y la
Sabiduría. A través de las epopeyas, este libro toca todavía a la literatura sagrada, porque
algunas son religiosas y otras de guerra; por los romances y las canciones, se une a la expresión
lírica de las emociones bajo una forma espontánea y familiar que prueba que la delicadeza del
corazón no está menos presente y compartida universalmente en los proverbios y el sentido
común, la malicia y el don de observar. El Libro comprende, por un lado, la poesía heroica y
las canciones de gesta, la alabanza de los grandes y la poesía de pompa; por otro, la poesía
metafísica, hermética y gnómica, es decir toda aquella que crea la historia perpetuando el
pasado y la que transmite los frutos de la reflexión y la experiencia.

Es cierto que semejante distribución se expone a graves y numerosas críticas. Es más,


sin duda, podría cuestionarse el lugar de tal o tal poema dentro de tal o tal categoría. Está claro
que las superposiciones son inevitables. La Égloga Cuarta de Virgilio se presenta como un
resurgimiento accidental del profetismo dentro de un género típicamente profano: ¿dónde
convendría ubicarla? Entre la canción de amor y la elegía, la división no es siempre fácil de
hacer. Un canto fúnebre, que es a menudo poesía litúrgica, puede ser al mismo tiempo poesía
de pompa, si el difunto es un monarca y si el texto está consagrado a su gloria. Con frecuencia
harían falta una ciencia y una infalibilidad sobrehumanas para distinguir con certeza aquello que
es texto canónico de aquello que ya no es más que un cliché literario. De la misma manera, la
magia amorosa puede constituir un simple tema pintoresco para un poeta lírico. Sé bien que es
el caso de Las magas de Teócrito. Pero me inclinaría sin duda a creer lo contrario frente a un
texto bantú, esquimal o iroqués, donde el pretendido encantamiento no sería, también, más
que un tema tradicional, ingeniosamente rejuvenecido.
La poesía oral plantea problemas particulares: me ha obligado a mezclar textos
milenarios con poemas que, recopilados ayer, se cantan todavía hoy. Son aquellos que me

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pareció tenían la misma antigüedad, el mismo destino, la misma apariencia. Creo que vale la
pena intentar esta confrontación, así como la mayor parte de las múltiples aproximaciones que
están en el principio mismo de la empresa. Muchos lectores, al menos tengo la esperanza, le
reconocerán a este grueso volumen el aporte de una suerte de prueba concreta de la unidad de
la poesía a través de las civilizaciones, los climas, épocas y continentes. Otros pueden
escandalizarse por una tentativa evidentemente temeraria.
Antes de aprobar o de condenar, deseo que unos y otros piensen en la razón profunda
de los errores cometidos y que les hayan ameritado, según su humor, la indulgencia o la
indignación. Era imposible hacer coincidir absolutamente dos órdenes de hechos a la vez
esenciales y contradictorios: por un lado, la influencia determinante de la tradición, de la época
y del ambiente que tienden a encerrar a los poemas de cada literatura en sus particularidades
históricas y locales; por el otro, el hecho de que no existe distancia en el tiempo o en el espacio
suficientemente desmesurada para impedir que los poemas que pertenecen a un mismo género
manifiesten un parentesco de inspiración e incluso de estilo más estrecho que los poemas de
géneros alejados, nacidos de la misma cultura y del mismo tiempo.
Cada vez que le daba preferencia a uno de estos dos criterios, contravenía
obligatoriamente las exigencias del otro. De lo cual surge una gran parte de mis faltas más
llamativas. Asimismo, si decidía plegarme lo más posible a la segunda solicitud, no podía sin
embargo dispersar al infinito los poemas de una misma escuela, de un mismo origen o de un
mismo autor.
Queda un último punto sobre el que tengo algunas explicaciones para dar. De común
acuerdo, Jean-Clarence Lambert y yo detuvimos su magnífica cosecha en el siglo XVI para
Occidente, mientras que, para Oriente, nos pareció que debíamos continuarla sensiblemente
hasta más tarde. Esta decisión está fundada en una razón teórica y en un motivo de simple
comodidad.
No convenía inflar exageradamente el volumen: no obstante, existen numerosas
antologías, accesibles, excelentes, de las diferentes poesías europeas, de la poesía
norteamericana, de la poesía iberoamericana. No había ventaja alguna en, para ofrecer de ellas
magras muestras, restringir la parte verdaderamente original y nueva de la antología proyectada.
Quien aprecia a Racine y Baudelaire, a Goethe y Novalis, a Shakespeare y Keats, a Pushkin y
Lermontov, a Ariosto y Leopardi, a Góngora y Quevedo, a Poe y Whitman, a Rubén Darío y
Gabriela Mistral, no se contentaría con algunos versos ridículamente limitados que, solos,
podrían haber encontrado lugar aquí. Era preferible fijar un límite, que eliminara de un golpe
las obras que están en todas las bibliotecas. Al final, esos autores excluidos resultan ilustrar un
ciclo nuevo en la historia de la poesía: una poesía que no conoce más géneros, a la cual se
aplica cada vez menos la clasificación que rige la economía del Tesoro universal. Nos pareció
que el final de la Edad Media–también en la poesía- marcaba una transformación decisiva.
Como lo he dicho en la primera parte de esta introducción, la poesía de aquí en más se
embarca en caminos diferentes. En Oriente, parece que las formas tradicionales se
mantuvieron por más tiempo: de allí el desfasaje en las fechas.
Hoy en día, después de Tagore, después de Iqbal, con las interferencias que, desde el
final del siglo XIX, se multiplicaron entre las dos tradiciones, con la reciente evolución de la
poesía japonesa y la metamorfosis de la China milenaria, esa dilación para haber llegado a su
fin. Pero sigue siendo indispensable tenerla en cuenta. Por lo demás, presumo que estas

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abundantes e hipócritas excusas no convencerán a nadie. Nuestra verdadera justificación está en


otra parte: en la audacia de la empresa, en la opulencia del Tesoro, en la justicia hecha a cada
pueblo que presenta aquí –con honor- el testimonio incontestable de su potencia creadora y de
su dignidad.

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