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Un caso que quema y reabre las heridas de los años 70

Laura Di Marco SEGUIR


PARA LA NACION

La decisión de la Justicia de revisar el caso Larrabure para determinar si se


trata de un crimen de lesa humanidad motivó una respuesta que muestra las
limitaciones con que todavía se piensa la historia reciente Fuente: LA NACION
- Crédito: Alfredo Sabat

6 de abril de 2018 486


"Matar por un ideal es crimen", afirma el autor de Patria, Fernando Aramburu, una
idea que parece obvia y que, sin embargo, resulta profundamente perturbadora para
un sector de la política y la intelectualidad que, en secreto, la relativiza. O intenta
contextualizarla. En esa dimensión, la de lo indecible, la Justicia decidió revisar
nuevamente el caso Larrabure -un secuestro del PRT-ERP, seguido de muerte- y
determinar si se trata o no de un crimen de lesa humanidad y, por ende, perseguible
toda la vida. Esa posibilidad (que podría llevar a juicio a Luis Mattini, único jefe
perretista sobreviviente) unió, en una solicitada, a un heterogéneo grupo de
intelectuales -prestigiosos, la mayoría de ellos-, que pide clausurar ese debate y
sacarles la etiqueta de "crímenes contra la humanidad" a los asesinatos cometidos
por las organizaciones armadas revolucionarias. Y lo imponen, casi al borde del
patrullaje ideológico, como marcando el camino "correcto" de lo que se debe y no se
debe pensar acerca los años 70.

¿Es la culpa la que bloquea la mente? ¿Es la culpa de una sociedad que eligió mirar
para el costado, mientras la dictadura torturaba, masacraba a escondidas y robaba
bebés, la que decidió que era mejor barrer debajo de la alfombra otras cuestiones
"menores", como los crímenes del terrorismo setentista? ¿Acaso la violencia política
que precedió el 76 no explica, en parte, lo que sucedió después? Si, como afirma Luis
Moreno Ocampo, los asesinatos de las FARC pueden encuadrarse entre los delitos
de lesa de humanidad (los que no prescriben), ¿por qué, entonces, no podría
aplicarse el mismo criterio para juzgar las matanzas de Montoneros y el ERP?
Preguntas sin respuesta, deduce Norma Morandini, quien, con una enorme valentía
moral, declinó firmar la solicitada -rubricada por gran parte del establishment
intelectual (unas mil firmas)- más que nada por la ausencia de reflexión en torno a
tantas dudas. "¿Qué evita que un delito prescriba, quien lo comete o su atrocidad?
¿Por qué mi dolor es distinto al del hijo de Larrabure?". Tal vez llegó el momento de
reconocer a las otras víctimas, las que no han tenido escucha ni monumentos.

El debate es jurídico, pero también ético, político y humano. En términos


estrictamente jurídicos, hay un choque de jurisprudencias entre la que rige en la
Argentina y la ley penal internacional. La solicitada afirma que el plan sistemático de
aniquilación, orquestado desde el Estado, no puede equipararse con la violencia
guerrillera. Esto es indudable: no solo es infinitamente más grave usar el Estado
para matar, sino que el número de víctimas del genocidio perpetrado por la
dictadura es abrumadoramente superior. En el libro Los combatientes -una rigurosa
investigación sobre el PRT-ERP-, la historiadora Vera Carnovale contabiliza 62
ejecuciones entre 1972 y 1977. En tanto, desde el centro que representa a las
víctimas del terrorismo, Victoria Villarruel calcula que, entre 1973 y 1976, la
guerrilla asesinó a 778 personas. Moreno Ocampo registra que, desde el asesinato de
Aramburu en adelante, el terrorismo se cobró 782 vidas. Sin embargo, la tesis del
exfiscal de la Corte Penal Internacional es que tanto desde el Estado como desde las
organizaciones armadas se configuraron formas criminales. Dicho de otro modo: lo
que se condena es la violencia como práctica política, más allá de la ideología.

La segunda afirmación de los intelectuales es que el terrorismo de la izquierda


revolucionaria no puede catalogarse como de lesa humanidad por "irrefutables
razones jurídicas". Pocas cosas son irrefutables, y muchos menos las razones
jurídicas, que, de un modo u otro, siempre están enlazadas con las razones políticas.
En fallos de 2004 y 2005, la Corte Suprema de Justicia, con la composición de la era
K, sentó jurisprudencia en el sentido de que solo el Estado puede cometer crímenes
de lesa humanidad. Para que un delito no prescriba, dice nuestra legislación, el
autor debe ser el Estado, dominando un territorio y desplegando un ataque general y
sistemático contra la población.

Ahora bien, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional dictamina que los
grupos no estatales también pueden cometer crímenes contra la humanidad. Lo
describe así: "Un ataque masivo o sistemático a la población civil, cometido por una
organización, de acuerdo con un plan". Moreno Ocampo destaca que no hace falta
que una organización armada maneje un territorio para ser enjuiciada bajo esa
categorización. ¿Qué hace falta, entonces? Un plan sistemático. Y el ERP lo tenía:
tomar el poder.

La organización de Santucho había diseñado ese objetivo táctico mediante una


estrategia militar y política: secuestrar empresarios (para financiarse) y matar
militares, señalados como opresores y "enemigos del pueblo". A esos "enemigos"
habría que sumar los "daños colaterales", como el asesinato de María Cristina, de
tres años, hija del capitán Viola. Una paradoja triste: la izquierda de los años 70
luchaba por una sociedad más justa, en una Argentina que tenía, apenas, un 4% de
pobres y una de las clases medias más envidiables de América Latina.

Una pequeña anécdota personal: en los años del alfonsinismo estudiaba Sociología
en la Universidad de Buenos Aires. A esa UBA politizada habían retornado del exilio
muchos integrantes y dirigentes de las organizaciones armadas de los 70. A fines de
los años ochenta, aquellos leones herbívoros practicaban una militancia casi
personalizada asumiéndose (en el pasado) como "orgullosos combatientes de una
guerra revolucionaria"; jamás como víctimas. Lo de víctimas vino después, como un
discurso elaborado desde las organizaciones de DD.HH. Carnovale confirma ese
dato, no menor.

Algunos de aquellos veteranos habían integrado el PRT-ERP, que en 1974 estaba en


su apogeo, según destaca Marcelo Larraquy. Así es que, en agosto de aquel año,
producen dos golpes, casi en forma simultánea: el copamiento del cuartel de Villa
María, Córdoba, y el asalto al Regimiento 17 de Infantería Aerotransportada, en
Catamarca. En Villa María secuestran al mayor Argentino del Valle Larrabure, un
ingeniero químico, subdirector de la Fábrica Militar de Explosivos. Lo mantienen
cautivo 375 días, en condiciones infrahumanas. El cadáver aparece en una ruta de
Rosario, con 48 kilos menos y signos de tortura. La familia afirma que lo asesinaron;
el ERP, que se suicidó. La Justicia nunca investigó su muerte. Lo que se condenó fue
el copamiento del cuartel.

Sentimos escozor ante la posibilidad de que Astiz, que padece cáncer, obtenga la
prisión domiciliaria. Y con razón: el "ángel de la muerte" es un emblema siniestro de
la noche más oscura de la Argentina. Sin embargo, esas emociones cambian, en un
sector del mundo político y académico, cuando se trata de que Mattini se haga cargo
de sus crímenes. "Es que está enfermo", lo protegen. Parece que hay algunos más
enfermos que otros.

Algunos psicoanalistas ligados a la izquierda cuentan que varios exmilitantes


guerrilleros lloran en privado por sus crímenes. ¿Llorará Mattini por los suyos?
¿Sentirá culpa? ¿Anhelará pedirles disculpas a sus víctimas, como el etarra
de Patria? Demasiadas preguntas para gambetear un debate sin prejuicios y
clausurar la historia.

Por: Laura Di Marco

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