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PRINCESAS

Dolo Espinosa

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Esta obra está bajo una licencia Creative Common:

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A las princesas feas, a los príncipes sin color, a las
hadas malas, a las brujas buenas, a los gigantes enanos, a
los enanos gigantes, a los niños grandes y a los grandes
niños.

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Índice

Hada madrina 9

La sonrisa de la princesa 16

La princesa que usaba botas 20

¡Quiero ser un dragón! 26

La princesa aburrida 30

Érase que se era 36

La princesa Theresa 40

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Hada madrina

La princesa Tessa del reino de Cundalán -justo al lado


de Gundapún- tenía, como todas las princesas de cuento,
un hada madrina.
El hada madrina de la princesa Tessa del reino de
Cundalán -justo al lado de Gundapún-, se llamaba Satina.
Satina, el hada madrina de la princesa Tessa del reino
de Cundalán -justo al lado de Gundapún- era un hada
madrina estupenda, buenísima, muy atenta pero, sobre
todo, era un hada cansada, agotada y derrengada porque la
princesa Tessa, del reino de Cundalán -justo a lado de
Gundapún-, era la princesa más caprichosa, perezosa y
latosa de todo el mundo de los cuentos, y tenía a la pobre
Satina todo el día de acá para allá y de allá para acá sin
tiempo ni para hacerse un moño en condiciones.
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! -gritaba la princesa
Tessa por la mañana- ¡Necesito vestidos nuevos!
Y Satina, el hada madrina, se ponía la bata a toda prisa,
se colocaba dos pinzas en el pelo, cogía la varita y salía
corriendo al dormitorio de la princesa para hacer aparecer
unos preciosos vestidos mientras la princesa Tessa, del
reino de Cundalán -justo al lado de Gundapún-
desayunaba tan pancha en la cama.
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! -gritaba la princesa
Tessa durante el desayuno- ¡Quiero unas magdalenas que
no engorden!

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La pobre Satina, medio dormida y sin haber tomado ni
un café, movía tres veces la varita y hacía aparecer unas
magdalenas enormes y riquísimas que no engordaban
nada.
Y así seguía la princesa durante todo el día:
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero un príncipe
que me lleve al baile!
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero aprobar sin
estudiar!
.¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero un dragón que
me rapte pero que me rapte poquito!
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Llévame a la feria!
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero que
transformes en carroza esta calabaza!
Hada madrina esto, hada madrina aquello, hada
madrina por aquí, hada madrina por allá.... La pobre Satina
iba todo el día con la lengua fuera, el moño a medio hacer,
la ropa arrugada y con ojeras hasta los pies.
Estaba el hada madrina tan cansada, tan agotada y tan
derrengada que decidió pedir al Gran Consejo de Hadas
Madrinas un cambio de princesa o, al menos, unas
vacaciones. Pero el Gran Consejo respondió:
-Todas nuestras hadas están ocupadas por lo menos, por
lo menos, hasta dentro de mil años así que tendrás que
seguir siendo el hada madrina de la princesa Tessa del
reino de Cundalán -justo al lado de Gundapún- hasta
nueva orden.
Y a la pobre Satina no le quedó más remedio que seguir
aguantando a la caprichosa princesa.

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-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero zapatitos de
cristal! -gritaba la princesa Tessa del reino de Cundalán
-justo al lado de Gundapún- cuando Satina intentaba
dormir la siesta y el hada, con legañas y despeinada, corría
a dar tres pases de varita para hacer aparecer unos
zapatitos de cristal.
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Quiero que mi pelo
sea rubio como el trigo rubio! -gritaba la princesa Tessa
del reino de Cundalán- justo al lado de Gundapún- cuando
Satina se estaba dando un baño y el hada, empapada y
enfadada, corría a dar tres pases y transformar el cabello
de la princesa en una preciosa melena rubia.
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Este bufón me
aburre, conviértelo en sapo! -gritaba la princesa Tessa del
reino de Cundalán -justo al lado de Gundapún- cuando
Satina acababa de sentarse a comer y el hada, masticando,
con la servilleta al cuello y el tenedor en la mano, corría a
dar tres pases de varita y convertir al pobre bufón en un
gordo sapo.
Pero un día...
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡En mi cama hay un
guisante y quiero que lo hagas desaparecer! -gritó la
princesa Tessa del reino de Cundalán -justo al lado de
Gundapún-.
Pero Satina, el hada madrina, no apareció.
-¡Hada madrina! ¡Hada madrina! ¡Ven, hada madrina!
-volvió a gritar la princesa Tessa del reino de Cundalán
-justo al lado de Gundapún-.
Pero Satina, el hada madrina, siguió sin aparecer.

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-¿Hada madrina? -preguntó la princesa Tessa del reino
de Cundalán -justo al lado de Gundapún- ¿Dónde estás,
hada madrina?
Y en ese momento... ¡PUF! En medio de una nube de
color rosa, apareció un pergamino que decía:

“Cansina Princesa Tessa del reino de Cundalán -justo al


lado de Gundapún-:

Me voy.
Lo dejo.
Me largo.
Abandono mi puesto como Hada Madrina.
Ya no aguanto más tus caprichos y tus tonterías.
No soporto que me llames cada dos por tres, ni cada
tres por cuatro, en cualquier momento del día, de la tarde o
de la noche que a ti se te antoje. Aún tengo la brecha en la
frente que me hice al salir corriendo de la ducha por
atender tu última llamada.
No te aguanto. No te soporto.
Eres una niñata caprichosa, malcriada y mimosa.
A partir de ahora te tendrás que apañar tú solita.
Y como ya no quiero aguantar a más princesas bobas, a
partir de hoy me paso a la brujería.
Así que ahí te quedas.
No vuelvas a llamarme.
Te lo advierto.

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A menos que quieras acabar transformada en gata de
angora, déjame en paz.
Saludos de

Satina, antigua hada madrina y futura bruja piruja”.

La princesa, un tanto perpleja, giró el papel.


Lo puso del revés.
Se lo acercó a la cara.
Lo alejó.
Lo volvió a girar.
Lo miró fijamente durante un rato... y entonces recordó
que ella no sabía leer. No lo necesitaba. Tenía criados,
doncellas, a papá, a mamá y a su hada madrina para que le
leyeran lo que necesitara ser leído.
Así que la princesa Tessa del reino de Cundalán -justo
al lado de Gundapún- abrió la boca.
Tomó aire.
Y gritó a todo gritar:
-¡Hada Madrinaaaaaaaa! ¡Hada Madrinaaaaaaa!
Rrrrr…. Miaaaauuu…. ¿Miau?
Aquella noche notaron en palacio que faltaba la
princesa y que sobraba una gata.
A la princesa nadie la extrañó demasiado.
A la gata todo el mundo le cogió cariño.
Ah, y Satina, el hada madrina, resultó un desastre como
bruja piruja.
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La sonrisa de la princesa

Érase una vez una princesa que siempre, siempre


sonreía.
Sonreía al levantarse.
Sonreía en el desayuno.
Sonreía en la comida, la merienda y la cena.
Sonreía a sus padres.
Sonreía a sus profesores.
Sonreía a los guardias, a la cocinera y a los pajes.
Pero un día, el dragón Zampón apareció de repente en
el castillo y, del susto, a la princesa se le cayó la sonrisa.
Con todo el lío que se armó, la sonrisa se perdió.
La princesa, muy seria, se lo contó a la reina.
La reina, muy preocupada, se lo contó al rey.
El rey, muy real, ordenó:
-¡Hay que encontrar esa sonrisa! ¡Ya!
Y se sentó en su trono con cara de pensar.
Y cuando más pensativo estaba notó que el trono se
agitaba. Se movía. Se meneaba.... Parecía que... ¿Se reía?
El rey se levantó, miró bajo el asiento... y... sí... ¡Ahí
estaba la sonrisa!

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Intentó cogerla pero la sonrisa... ¡PUF!... Salió volando
y, dando volteretas y haciendo piruetas, se metió en la
cocina.
¡Menudo alboroto se armó!
La sonrisa se metió en una cazuela y el guiso comenzó
a gorgotear con ritmo de rock.
La cocinera intentó atraparla pero la sonrisa... ¡PUF!
Salió volando y saltó a una sartén donde hizo bailar la
conga a dos huevos fritos.
El pinche intentó atraparla pero la sonrisa... ¡PUF!
Salió volando y se puso a nadar en un plato de natillas.
El rey saltó sobre ella dispuesto a atraparla y... ¡plaf!...
Acabó con la cara dentro del plato de natillas y la sonrisa...
¡PUF! Salió volando y, dando volteretas y haciendo
piruetas, salió al jardín.
¡Menudo alboroto se armó!
Allí, sentada en un banco, estaba la reina bordando y la
sonrisa saltó sobre ella, le deshizo el moño, le hizo
cosquillas, la tiró al suelo de la risa, se metió entre los
hilos...
La reina quiso atraparla pero la sonrisa... ¡PUF! Salió
volando y se escondió entre las flores que se pusieron a
girar como molinillos de viento.
El jardinero intentó atraparla pero la sonrisa...¡PUF!
Salió volando hasta los árboles.
Los árboles agitaron sus ramas, sus hojas se llenaron de
colores y los pájaros que por allí estaban empezaron a
cantar como locos.

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Un paje casi la atrapa pero la sonrisa... ¡PUF! salió
volando y se coló por una ventana del castillo.
El capitán, el rey, la cocinera, el pinche, la reina, el
jardinero y el paje corrieron a toda prisa tras ella.
¡Menudo alboroto se armó!
Los vasos tintineaban como locos.
Las armaduras bailaban por los pasillos.
Las paredes se llenaron de colores.
Las alfombras volaban de acá para allá y de allá para
acá.
El perro maullaba.
El gato ladraba.
Los habitantes del castillo corrían y se tropezaban los
unos con los otros....
Pero nadie conseguía atrapar aquella traviesa sonrisa.
Al llegar la noche, estaban todos tan cansados que se
sentaron en medio del salón de baile mientras la sonrisa se
columpiaba en una de las enormes lámparas.
En ese momento, la princesa, muy seria, se acercó a la
sonrisa. La miró sin decir nada. Alargó la mano y la
sonrisa, dando saltos y haciendo piruetas, fue subiendo por
sus dedos, por su brazo, por su cuello y, así, sin más,
volvió a colocarse en la boca de la princesa que, muy
sonriente, dio las buenas noches y se fue a dormir.
En el suelo, el capitán, el rey, la cocinera, el pinche, la
reina, el jardinero y el paje, se miraron y, sin decir nada, se
tumbaron y, allí mismo, se quedaron dormidos.

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La princesa que usaba botas

La princesa Carlotta Margarotta vivía en un precioso


palacio de princesa, dormía en una enorme cama de
princesa, tenía una diminuta corona de princesa, lucía una
preciosa melena de princesa, tenía muchísimos vestidos de
princesa ... y usaba unas enormes botas de color rojo.
Sus padres habían intentado que Carlotta Margarotta
usara los preciosos zapatitos que todas las princesas deben
usar, pero no había manera. La princesa nunca, jamás,
consintió en meter sus pies en aquellos incómodos
zapatitos. Ella sólo quería sus enormes, fuertes y cómodas
botas rojas.
Con esas botas Carlotta Margarotta había recorrido
todo su reino y la mitad del vecino, había subido la
montaña más alta y había trepado a más de un árbol. Y
todas esas cosas no se pueden hacer con zapatitos de
cristal, ni con zapatos de tacón, ni con zapatos con lacitos,
florecitas o cualquier otra cursilada de esas que suelen
gustar a las princesas. No señor, para eso es necesario
llevar unas botas grandes, fuertes... y rojas, muy rojas,
como las de Carlotta Margarotta.
Cierto día llegó a palacio el mensajero real con un
mensaje real del real y magnífico reino de Suuri. El rey
tomó el real mensaje que le traía el mensajero real, se puso
sus reales gafas y leyó muy real y concentradamente.

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El rey de Suuri invitaba a la princesa Carlotta
Margarotta a participar en un concurso para elegir a la
Princesa más Princesa de todas las Princesas. La ganadora
se casaría con el príncipe Arnaldo, hijo de Arnoldo, rey de
Suuri.
Por supuesto, Carlotta Margarotta no quería participar.
Por supuesto, sus padres la obligaron a participar.
Por supuesto, Carlotta Margarotta acabó participando.
Al concurso se presentaron cuatro princesas: Carlotta
Margarotta, la princesa Pitiminí, la princesa Repipí y la
princesa Finolís.
La primera prueba del concurso era una carrera. Una
carrera por un largo pasillo. Un pasillo de suelos
resbaladizos. Un pasillo por el que debían correr usando
unos zapatos de tacones altísimos.
Pitiminí llegó la primera sin ningún problema.
Repipí llegó segunda porque tropezó con una mesita.
Finolís casi, casi -pero sólo casi- se cayó y llegó
tercera.
El cuarto y último lugar fue para Carlotta Margarotta
que resbaló, patinó, se cayó, se volvió a levantar, se volvió
a caer y acabó la carrera gateando.
¡Un desastre!
La segunda prueba era dormir sobre veinte colchones y
un diminuto guisante.
Repipí tardó exactamente tres segundos en notar el
pequeño, diminuto, casi invisible guisante.
Finolís dio cuatro vueltas antes de notarlo.

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Pitiminí aguantó un par de horas.
Y Carlotta Margarotta durmió como un tronco toda la
noche.
¡Un desastre!
La última prueba era ser raptada por un dragón y
esperar pacientemente a ser rescatada por un valiente
caballero.
Finolís, mientras esperaba, se dedicó a bordar y se
marchó encantada con su caballero.
Repipí pasó el tiempo mirándose al espejo y el
caballero que fue a rescatarla tuvo que esperar a que
terminara de pintarse las uñas antes de poder rescatarla.
Pitiminí durmió mucho, muchísimo, tantísimo que su
caballero tuvo que llevársela dormida.
Y Carlotta Margarotta leyó y charló con el dragón.
Leyó y jugó con el dragón. Leyó y le contó historias al
dragón. Leyó y se hizo amiga del dragón.
Cuando llegó el caballero que tenía que rescatarla,
Carlotta Margarotta no quiso irse.
¡Un desastre!
Su padre el rey, su madre la reina, el rey Arnaldo y el
príncipe Arnoldo intentaron convencerla de que debía
dejarse rescatar pero ni por esas.
Carlotta Margarotta se sentó en el suelo, se cruzó de
brazos y se negó a moverse.
-¡No quiero ser una princesa tonta! -dijo-- ¡No quiero
ponerme zapatitos de princesa, ni vestidos de princesa, ni
peinarme como una princesa, ni hacer nada de princesa!

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Quiero mis botas rojas, subir a los árboles, correr, pasear,
leer, jugar y estar con mi amigo el dragón.
Tras varios gritos, un gran enfado y dos o tres
amenazas, los padres de Carlotta Margarotta, cansados, se
sentaron en el suelo y hablaron con la princesa. Hablaron
de sus botas, hablaron de ser princesa, hablaron del
dragón, hablaron y hablaron hasta que los reyes aceptaron
que Carlotta Margarotta no era una princesa como las
demás princesas, aceptaron sus botas y aceptaron que el
dragón se fuera a vivir con ellos.
El concurso de princesas acabó en un empate entre
Pitiminí, Repipí y Finolí, así que el rey Arnaldo decidió
que el príncipe Arnoldo eligiera con cuál las tres se
casaría. Pero el príncipe Arnoldo, hijo del rey Arnaldo, se
negó a casarse con ninguna de aquellas princesas cursis y
aburridas:
-Yo quiero vivir aventuras -dijo. Y se fue. Así. Sin más.
Las princesitas volvieron muy enfadadas a sus reinos y,
pasado un tiempo, se casaron con príncipes de los de toda
la vida.
El príncipe Arnoldo se dedicó a vivir aventura tras
aventura hasta que le llegó el momento de convertirse en
rey.
Y Carlotta Margarotta vivó feliz en su reino, con sus
padres, su dragón y sus cómodas y rojas, rojísimas botas.

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¡Quiero un dragón!

Cierta mañana la princesa Tessa se despertó, se estiró,


bostezó y dijo:
-¡Quiero un dragón!
Así, como quien pide magdalenas...
Como estaba sola en su dormitorio sólo la oyó Mimí, su
gato de angora, que sabía mucho de ratones pero nada de
dragones.
Así que Tessa repitió durante el desayuno:
-¡Quiero un dragón! -dijo a sus padres.
La reina, su madre, y su padre, el rey, la miraron, se
miraron, volvieron a mirarla y respondieron:
-¡NO!
Y siguieron desayunando tan tranquilos.
Así que Tessa se puso sus botas rojas, cambió su
vestidito por ropa cómoda, escribió una nota que decía:
“¡QUIERO UN DRAGÓN!” y fue en busca de un dragón.
Volvió casi enseguida porque se dio cuenta de que no
tenía ni idea de dónde encontrar un dragón, cómo atraparlo
y de qué forma traerlo hasta casa.
Se quitó, pues, sus botas rojas, volvió a ponerse su
vestido, guardó la nota que decía: “¡QUIERO UN
DRAGÓN!”, fue a la gran biblioteca del castillo y se pasó
allí días y más días estudiando todo lo que se pudiera

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estudiar sobre los dragones. Cuando supo todo lo que
podía saberse sobre los dragones, se quitó su vestido de
princesa, se puso las botas, sacó la nota que decía:
“¡QUIERO UN DRAGÓN!” y se fue a la montaña más
alta del reino que es donde suelen vivir los dragones.
Siguiendo el olor a azufre, chamusquina y aceite para
escamas marca Dragonia, Tessa encontró la enorme cueva
frente a la cual dormía un enorme dragón que lanzaba
unos enormes ronquidos que ponían los pelos de punta.
Tessa sacó una enorme cuerda, se acercó al enorme
dragón y comenzó a atarla alrededor del enorme cuello. El
dragón despertó, la miró sorprendido, miró la cuerda y
preguntó:
-¿Qué haces?
-Te rapto -dijo Tessa anudando la cuerda.
-¿Raptarme? -preguntó el dragón aún más sorprendido.
-Sí. Quiero un dragón y te rapto.
-Pero yo soy más fuerte, más grande, más... todo -dijo
el dragón con una enorme sonrisa llena de dientes.
-Lo sé -dijo Tessa dando un tirón de la cuerda-.
Al dragón, cuando sintió aquel tironcito y vio aquella
cuerdecita y se fijó en la pequeña princesita, le entró la
risa tonta y ya no pudo parar. Y jijiji por acá, jojojo por
allá, se fue dejando llevar por la princesa Tessa hasta su
palacio.
Cuando quiso darse cuenta... ¡PATAPAM! La puerta de
una enorme jaula de oro se cerró tras él.
La princesa Tessa lo miró muy satisfecha y se fue a
dormir.
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A la mañana siguiente la princesa Tessa se despertó, se
estiró, bostezó y dijo:
-¡Quiero un unicornio!
Así, como quien pide magdalenas... Y todo volvió a
comenzar.

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La princesa aburrida

En un reino muy, muy lejos de aquí, allí donde están


todos los lejanos reinos de cuentos, vivía una princesa
llamada Lina Marina, tan hermosa como todas la hermosas
princesas de cuentos que viven en lejanos reinos de
cuentos.
Lina Marina tenía todo lo que una hermosa
princesa de cuento podía desear: un precioso castillo,
unos padres que la querían, preciosos vestidos, miles de
zapatos, doncellas que le hacían compañía, juglares,
bufones para hacerla reír, un precioso jardín en el que
pasear, príncipes que la visitaban continuamente y hasta
un dragón que, de vez en cuando, la secuestraba y la
llevaba a su cueva que es lo que suelen hacer los fieros
dragones de los cuentos con las hermosas princesas de
cuento que viven en lejanos reinos de cuentos.
Y, sin embargo, la princesa Lina Marina se aburría.
Se aburría muchísimo. Y se lo decía a todo el mundo.
-Mamá, me aburro -le decía a su madre, la reina del
reino de cuento, cada mañana en el desayuno.
Y la reina la mandaba al jardín a jugar con los
pajes de palacio. Y Lina Marina iba. Y jugaba... un rato y
con tan poca gana, que hasta los pajes acababan
bostezando contagiados de aburrimiento.
-Papá, me aburro -se quejaba a su padre, el rey del
reino de cuento, cada mediodía en la comida.

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Y el rey la enviaba a cabalgar por los bosques con
sus damas y sus caballeros. Y Lina Marina iba. Y
cabalgaba, y exploraba el bosque... pero sólo un rato, y
con tan pocas ganas que caballeros y damas acababan
quedándose dormidos sobre sus caballos.
-Aya, me aburro -se quejaba a su aya, el aya de la
princesa de cuento, cada noche en la cena.
Y el aya la llevaba junto a otras niñas del palacio a
charlar un rato antes de ir a dormir. Y Lina Marina iba Y
charlaba, y hasta reía con ellas... pero sólo un rato, y con
tan pocas ganas que las niñas bostezaban y caían dormidas
antes de llegar a sus camas.
Porque no es sólo que Lina Marina se aburrierra
mucho, muchísimo, sino que, además, conseguía que todo
el que se encontraba a su alrededor acabara también
bostezando aburrido porque su aburrimiento era tan pero
tan grande que se había vuelto contagioso, pero tan
contagioso, que los habitantes de aquel lejano reino
comenzaron a huir de Lina Marina por temor a acabar,
ellos también, enfermos de aburrimiento.
Y así pasaban los días en aquel lejano reino de cuento
para esta hermosa princesa de cuento: de aburrimiento en
aburrimiento, de bostezo en bostezo y de queja en queja.
Cada día más aburrida y cada día más sola.
Sus padres, los reyes de cuento de aquel reino de
cuento, preocupados, reunieron a los más sabios de los
sabios de cuento de todos los reinos de cuento de los
alrededores y de un poco más lejos. Pero ninguno fue
capaz de encontrar un remedio para el aburrimiento de la
princesa que, entre bostezo y bostezo, se dejaba auscultar,

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medir, pesar y pinchar sin decir ni mú, mientras los sabios,
uno tras otro, iban cayendo dormidos.
Llamaron, también, a las mejores hadas madrinas de
cuento de todos los reinos de cuento que estuvieran más
acá o que estuvieran más allá. Pero no hubo ni una capaz
de curar el aburrimiento de la princesa que, entre bostezo
y bostezo, soportaba el polvo de hadas sin estornudar, los
movimientos de varita sin bizquear y el aleteo continuo sin
constiparse, mientras que las hadas hacían esfuerzos por
no dormirse.
Finalmente, fueron llamadas a palacio, las brujas de
cuento más poderosas de todos los reinos de cuento tanto
vecinos como lejanos. Pero ninguna de ellas logró curar el
aburrimiento de la princesa que, entre bostezo y bostezo,
aguantó sin quejarse el calor de las ollas, el maullido de
los gatos, los ojos de rana y hasta los pies de lagarto,
mientras que las brujas se hechizaban unas a otras para no
caer dormidas.
Comenzaban ya a desesperar los padres de Lina Marina
cuando, cierta mañana, muy temprano, llegó al castillo una
niña no mayor que la princesa asegurando que ella podría
curarle el aburrimiento sólo con el contenido de una
enorme y misteriosa bolsa que llevaba al hombro. Y,
aunque nadie creía que una pequeña niña pudiera
conseguir lo que ni sabios, ni hadas, ni brujas habían
conseguido, los reyes la dejaron intentarlo.
La pequeña niña fue al gran dormitorio y se encerró con
ella.
Pasó ese día. En la habitación no se oía nada.

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Y pasó el día siguiente. Los reyes, nerviosos, pegaban
la oreja a la puerta pero no se oía nada.
Y pasó el tercer día. Los reyes, el aya, los pajes, los
caballeros y las damas se mordían las uñas, nerviosos y
preocupados. Del dormitorio no salía ni el menor sonido.
Por fin, al cuarto día, cuando los reyes estaban a punto
de ordenar que se echara la puerta abajo, del dormitorio de
la princesa surgió una carcajada. Primero, pequeña y
tímida, y luego enorme y sin miedo.
¡La princesa se estaba riendo! ¿Cómo era eso posible?
Entonces se abrió la puerta y, efectivamente, allí estaba
la princesa con un libro en las manos y muerta de risa.
-¿Cómo lo has hecho? -preguntaron los reyes- ¿Cómo
has curado su aburrimiento?
-Fácil -respondió, sonriente, la pequeña niña- Primero
le he enseñado a usar su imaginación, que es un gran arma
contra el aburrimiento y luego, con los libros de mi bolsa,
le he mostrado que, con ellos, sin moverse de aquí, puede
viajar, vivir aventuras, reír, descubrir lugares asombrosos,
conocer gente maravillosa... A partir de hoy, majestades,
les aseguro que la princesa nunca volverá a aburrirse.
Y, efectivamente, así fue.
Lina Marina, la hermosa princesa de cuento, de aquel
lejano reino de cuento, se hizo traer cientos de libros y se
construyó una enorme biblioteca donde pasaba muchas
horas, divirtiéndose y aprendiendo. Y cuando se cansaba
de leer, usaba su imaginación para inventar juegos e
historias. Y nunca, jamás de los jamases volvió a estar
aburrida.

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Érase que se era

Érase que se era una princesa fea, un príncipe tonto y


un hada mala.
Érase que se era un rey malvado, una madrastra sabia y
una bruja buena.
Érase que se era un dragón sin fuego, un pirata sin
parche y un vampiro desdentado.
Érase que se era un lobo inocente, una oveja feroz, un
león muy tímido y un cerdito muy flaco.
Erase que se era --en fin- un país de cuento en donde
nada funcionaba como funciona en los cuentos.
Y ocurrió en este curioso país de cuentos que la
princesa fea se enamoró del príncipe tonto que fue
secuestrado por un unicornio loco y llevado a un bosque
oscuro y tenebroso.
Y pasó que la princesa fea quiso rescatar al príncipe
tonto y fue en busca de una bruja buena que le diera algún
hechizo, o una espada mágica, o un arpa encantada, o
cualquier otra cosa que sirviera para vencer al loco
unicornio y salvar al tonto príncipe.
Pero la pobre bruja -que era un poco despistada- le
entregó al fea princesa una espada sin filo, una pócima
para hacerse invisible que le producía picores y una capa
voladora que sólo volaba a ratos. Y con estas tres cosas,

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más su valor, se fue la princesa fea al rescate del príncipe
tonto.
Como la capa voladora sólo funcionaba una vez de
cada diez -aproximadamente-, la princesa fea tardó varios
días en llegar al bosque tenebroso y oscuro.
Como la pócima para hacerse invisible le provocaba
muchos picores, la princesa fea lo pasó fatal pero
consiguió llegar hasta la guarida del unicornio loco sin que
nadie la viera.
Y como la espada que le dio la bruja no tenía filo, la
princesa fea comenzó a cortar las cuerdas que ataban al
príncipe tonto con los dientes.
Justo cuando comenzaba a morder las cuerdas llegó a la
guarida el unicornio loco que, furioso, corrió hacia la
princesa. Ella -la princesa- en lugar de asustarse y salir
corriendo, esperó a que él -el unicornio- llegara muy cerca
y tomando la espada sin filo con las dos manos, le dio un
golpe tan fuerte que el unicornio estuvo mareado una
semana entera.
Entonces se giró hacia el príncipe, sonriente e
imaginando que le daría las gracias y -a lo mejor- hasta se
enamoraba de ella. Pero el príncipe tonto, cuando vio a la
princesa fea, en lugar de darle las gracias dijo:
-¡Qué fea eres! ¡Con todas las princesas guapas que hay
por el mundo y me ha rescatado la única fea! ¡Menudo
rollo!
Y la princesa fea, dándose cuenta de que aquel era el
príncipe más tonto, re tonto y super mega tonto que había
conocido, decidió dejar que se apañara con el unicornio

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loco. Así que, en lugar de desatarlo, se dio la media vuelta
y salió de la guarida.
Por supuesto, el príncipe tonto gritó y pataleó pero la
princesa fea ni se volvió a mirarlo y no paró hasta estar de
nuevo en casa.
El príncipe tonto se quedó con el unicornio loco
durante mucho, mucho tiempo.
El unicornio loco se volvió aún más loco por pasar
tanto tiempo junto al príncipe tonto.
Y, pasado un tiempo, la princesa fea conoció a un
príncipe listo que se enamoró de ella por ser tan inteligente
y tan valiente.
Y es que en este país de cuentos donde nada
funciona como funciona en los cuentos, también hay
finales felices aunque no sean como los felices finales de
los otros cuentos.

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La princesa Theresa

Theresa no quería ser princesa y así se lo había dicho al


rey -su padre- y a la reina -su madre- unas seis mil
setecientas veces -vez arriba, vez abajo-.
Su padre, el rey, cada vez que oía a su hija decir esas
“tonterías”, como él las llamaba, se enojaba, se enfadaba y
hasta se enfurruñaba, pero Theresa insistía:
-Papi, es que es un rollo ser princesa. Un rollo bien
rollazo y un aburrimiento bien aburrido, y yo no quiero, no
quiero y no quiero.
El rey se exasperaba, se encojarinaba y el cerebro se
estrujaba intentando comprender tan grave situación.
-Pero algo tendrás que hacer cuando seas mayor -dijo a
Theresa cierto día en que estaba de mejor humor- y, si no
es la de princesa ¿Qué profesión te interesa?
Y, sin dudarlo un instante, con una sonrisa de oreja a
oreja, Theresa respondió radiante:
-¡Bruja, papi! Quiero ser bruja, de las de escoba y
verruga, sombrero puntiagudo y vuelos a la luz de la luna.
Bruja con gato y con sapo, con vestido negro y un libro de
embrujos, hechizos y conjuros. Bruja, bruja y
requetebruja, eso es lo que quiero ser, sin duda.
-¿Pero dónde se ha visto semejante bobada? –gritaba el
rey– ¿Una princesa metida a bruja? ¡Ni lo sueñes! ¡Qué

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ocurrencia! ¡Qué tontería! ¡Qué… qué… qué
impertinencia!
Y aunque el rey la envió sin dilación y con convicción a
la Universidad para Princesas B.B.C. (Bella Durmiente –
Blancanieves – Cenicienta), Theresa –que era más terca
que la más terca de las mulas tercas– no desistió en su
empeño y se dedicó a asistir a aquelarres, a visitar a todas
las brujas de los alrededores y a buscar información sobre
la Gran Universidad a Distancia Baba Yaga para Brujas
Principiantas, en la que, finalmente, se matriculó en
secreto.
Además de eso, por si no fuera bastante con semejante
transgresión, Theresa se negó a vestir los vaporosos,
incómodos y cursis vestidos que llevaban el resto de sus
compañeras princesitas -todos, sin excepción, de color
rosa- y usaba siempre ropajes negros negrísimos -y,
cuando le apetecía algo de colorido, morado-. En lugar de
zapatitos de cristal, usaba unas enormes y cómodas botas.
Y no dudó en cambiar la delicada y diminuta coronita que
todas debían usar de la mañana a la noch, por un enorme,
sombrío y puntiagudo sombrero negro.
Es fácil imaginarse que, yendo de semejante guisa, la
princesa destacaba entre sus delicadas y elegantes
compañeras como una… como una… bueno, como una
enorme verruga en un hermoso y terso rostro.
Su padre, el rey, se desesperaba cuando leía los
informes que le enviaban desde la Universidad.
Su hija, como princesa -le escribía la rectora de la
universidad -, era un auténtico desastre. Iba mal en
vestuario, iba aún peor en protocolo y diplomacia, fatal en

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sumisión y dulzura, un horror en canto, algo mejor en el
trato con animales (aunque lamentable e
incomprensiblemente se entendiera mejor con gatos,
murciélagos y sapos que con conejitos, pajaritos y
ardillitas) y en cuanto a la pérdida de zapatos de cristal
Theresa resultó una auténtica calamidad. Ni perder una
humilde zapatilla de felpa sabía. No había modo de que
trenzara sus cabellos en una larga y dorada trenza -por
aquello de permitir que un apuesto príncipe trepara por
ella en caso de necesidad- y se peinaba siempre con moño.
Se negaba a comer manzanas, a usar ruecas y a acostarse
sobre guisantes.
La princesa, continuaba la buena señora, era una inútil
en maquillaje y una atrocidad haciendo encajes. No había
forma de enseñarle modestia y recato. Se negaba a callar y
siempre tenía que mostrar su desacuerdo con aquello que
no le gustaba. No mostraba ni el más mínimo interés en
aprender a llevar un castillo y prefería las discusiones
sobre política antes que el amable intercambio de
exquisitas recetas... En fin, seguía la rectora, la princesa
Theresa no mostraba ni un ápice de la feminidad, la gracia
y el encanto que cualquier princesa que se precie debe
poseer. Era tal el grado de inutilidad principesca que ni tan
siquiera el Consejo Superior de Hadas Madrinas (CSHM)
sabía qué hacer con ella.
Su padre, desesperado, ordenó su retorno inmediato al
reino para intentar -una vez más- encontrar la manera de
llevar a su hija por el buen camino.
Lo primero que hizo fue presentarle a un valiente y
apuesto príncipe… y Theresa, sin dudarlo un segundo, lo
transformó en sapo.

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Le presentó un segundo príncipe atractivo y educado...
y la princesa, tras escucharlo un rato, lo transformó en
filósofo.
A continuación el rey, como castigo, la encerró en una
mazmorra… y Theresa se escapó volando por la ventana
tras robarle la escoba al carcelero.
Pensó su Majestad en darle a comer una manzana
envenenada pero, tras pensarlo un instante y consultarlo
con su esposa (y madre de Theresa), llegó a la conclusión
de que aquello era excesivamente dramático y peligroso...
además de recordar que a la princesa no le gustaban las
manzanas.
Se le pasó por la cabeza, también, conseguir que un
hada la durmiera durante un siglo pero tener un reino
parado y llenándose de polvo durante tantos años le
pareció muy poco productivo.
Alguien -no se sabe quién- le sugirió que buscara un
dragón que secuestrara a la princesa y luego encontrar a un
príncipe que la rescatara. Esa idea también fue
rápidamente desechada: los dragones eran cada vez más
escasos -y muchísimo más caros que cuando el rey era
joven-, y la mayoría de los príncipes se habían puesto
insufribles y muy intransigentes con eso del ecologismo.
Otro alguien -éste sí se sabe quién pero da igual- le
insinuó que, quizás, la princesa necesitaba la mano dura de
una madrastra malvada. Curiosamente este alguien acabó
pasando unas largas vacaciones en las mazmorras gracias
a la amabilidad y generosidad de su Majestad la Reina
quien se encargó en persona de tirar luego la llave al pozo
más profundo que encontró en el reino.

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El rey, pobrecito, intentó todo lo que se le ocurrió, más
todo lo que se le ocurrió a su esposa -la reina y madre de
Theresa-, más todo lo que se le ocurrió a cualquiera que se
le pudiera ocurrir algo e incluso llegó a convocar un
concurso de ideas que le ayudaran a lograr hacer entrar en
razón a la princesa pero nada, no había forma ni manera...
Theresa, estaba más que claro, no quería ser princesa.
Y tras mucho pelear y discutir.
Tras portazos y porrazos.
Tras gritos y disgustos.
Tras muchos ayunos y desayunos.
Tras días y semanas de tiras y aflojas.
Tras meses de castigos y lágrimas.
Tras horas y más horas de pataletas y rabietas.
Después de todo eso y algunas cosa más, finalmente -y
por puro cansancio-, el rey se rindió.
Dialogó.
Negoció.
Y, finalmente, se decidió que Theresa no sería princesa,
que es lo que Theresa había decidido hacía mucho tiempo.
O, más bien, no sería una princesa como todas las
princesas.
El rey lo aceptó o, sería mejor decir que se resignó y, al
final, hasta se alegró. Al menos no tendría que dar su
corona a ese tonto solemne del Príncipe Encantador, su
sobrino.

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Theresa seguiría los pasos de las malvadas reinas
hechiceras… sería independiente, sería inteligente, sería
elegante, glamourosa y haría rabiar a las princesas sosas.
No sabemos si Theresa fue feliz para siempre pero sí
sabemos que siempre, siempre, hizo lo que quiso.

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