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María Cristina Rother Hornstein

(compiladora)
Elsa S. Carfcolano • Hugo Lerner
Norma N ajt • Liliana Palazzini
Marisa Punta Rodulfo • Ricardo Rodulfo
Susana Stembach ® Alcira Trilnik de Merea
Virginia Ungar

ADOLESCENCIAS
Trayectorias turbulentas

Paidós
Buenos Aires • Barcelona • México
150.195 :155.5 Adolescencias : trayectorias turbufentas / '
CDD compilado por María Cristina Rother
Hornstein. - 13 ed. 2a reimp. - Buenos Aires :
Paidós, 2008.
272 p. ; 22x14 cm. - {Psicología profunda)

ISBN 978-950-12-4253-9

1. Psicoanálisis 2, Adolescente-Psicología
I. Rother Hornstein, María Cristina, comp.

1 “ edición, 2006
2 a reim presión, 2008

© 2006 de todas las ediciones,


Editorial Paidós SAICF,
Defensa 599, Buenos Aires
e-mail: difusion@areapaidos.eom.ar
www.paidosargentina.com.ar

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723


Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Impreso en Bs. As. Print,


Anatole France 570, Sarandí, en octubre de 2008
Tirada: 1500 ejemplares

ISBN 978-950-12-4253-9
ÍN D IC E

Los au tores....................... .................... ............... 9


Prólogo, p o r M aría Cristina Rother Hornstein .... 15

Parte I
A dolescentes y trama socio -histórica

1. Adolescencia, trauma, identidad,


p o r Hugo L e rn e r............................................ 27
2. Adolescencias, tiempo y cuerpo en la cultura
actual, p o r Susana Sternbach....................... 51
3. La tarea clínica con adolescentes hoy,
p o r Virginia Ungar........................................ 81

Parte II
La turbulencia : tránsito hacia la complejidad

4. Vida, no vida, muerte: dejando la niñez.


Preludio y fuga a tres voces,
p or Ricardo R o d u lfo .................... .................. 99
5. Entre desencantos, apremios e ilusiones:
barajar y dar de nuevo,
p o r M aría Cristina Rother Hornstein............. 117
6. Movilidad, encierros, errancias: avalares
del devenir adolescente,
p or Lilia n a P a la z z in i..................................... 137
7. La terminación de la adolescencia,
p o r A lcira T riln ik de Merea ........................... 161
8. Adolescencia y subjetividad: tiempo ,de tomar
la palabra, p o r Elsa S. C artolano................. 175

Parte III
T urbulencias desorganizantes

9. Dietantes y anoréxícas: una delimitación


necesaria, p o r M arisa Punta R o d u lfo ........... 197
10. Novelas adolescentes, p or Norm a N a j t ......... 211
11. Identidades borrosas,
p or M aría Cristina Rother H ornstein............ 231
12. “Una foto color sepia...” : organización
y desorganización en la tramitación
adolescente, p o r Lilian a P a la z z in i................ 249
E ls aS. Ca r t o l a ñ o . Licenciada en psicología (U niver­
sidad de Buenos Aires -U B A -). Psicoanalista. Ex resi­
dente en Psicología Infantil, dependiente de la Facultad
de Medicina (UBA), con asiento en el Hospital de N i­
ños. Miembro titular e integrante de la comisión direc­
tiva de la Asociación Psicoanalítica Argentina (A PA ).
Socia plenariá de la Asociación Escuela Argentina de
Psicoterapia para Graduados (AEAPG). Docente uni­
versitaria de posgrado en la Facultad de Psicología
(UBA) y profesora titular de la cátedra “Escritos Socia­
les de Freud” (convenio para la Maestría AEAPG-Uni-
versidad Nacional de La Matanza). Autora de numerosos
artículos publicados en revistas de psicoanálisis y pre­
sentados en instituciones científicas, de la Argentina y
el exterior. Premio al mejor trabajo de promoción Celes
Cárcamo, APA, Buenos Aires, 2002. Coautora del libro
Proyecto terapéutico: de Piera Aulagnier al psicoanáli­
sis actual (Paidós, 2004).
e-mail: elsasusanacartono.<§tyahoo.eom.ar

H ug o L erner . Médico psiquiatra y psicoanalista.


Miembro titular y analista didacta de la Asociación
Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA). Miembro ple­
no de la Sociedad Psicoanalítica del Sur (SPS). Vicepre-
sidente de la Fundación para la Investigación de la
Depresión (FU ND EP). Ha sido profesor de las faculta­
des de psicología de la U B A y El Salvador, y docente
libre y director del curso de posgrado del Departamento
de Salud Mental de la Facultad de Medicina de la UBA:
“Teoría y clínica del narcisismo” . Actualmente es profe­
sor de A P d eB A y de la SPS. Ha sido panelista y
disertante en diferentes congresos nacionales e inter­
nacionales. Autor de diversos trabajos publicados en
revistas y presentados en congresos, algunos de ellos
seleccionados para congresos internacionales de la Aso­
ciación Psicoanalítica Internacional. Autor y compilador
del libro: Psicoanálisis: cambios y permanencias (L i­
bros del Zorzal, 2003).
e-mail: hlerner@intramed.nefc.ar

N orma N ajt . Psicoanalista. Profesora titular de la


Universidad Nacional de La Plata (U N L P ) en las cáte­
dras: “Psicología Evolutiva I ” y “Psicología Clínica de
Niños y Adolescentes” . Directora de investigación y pro­
fesora de posgrado en la Carrera de Especialización en
Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes (U N LP),
de la cual es directora y responsable de su diseño y está '
concluyendo la tesis doctoral bajo la dirección de Sophie
de M ijolla-M ellor, sobre el tem a “ L a potentialité
psychotique”, en la École Doctorale de Recherches en
Psychanalyse, Université Paris 7, Denis Diderot (Fran­
cia), Coautora del libro Proyecto terapéutico: de Piera
A ulagnier al psicoanálisis actual (Paidós, 2004).
e-mail: nonajt@isis.unlp.edu.ar

L il ia n a P a l a z z ín i . Psicóloga, egresada de la U n i­
versidad Nacional de Rosario. Psicoanalista. M iem ­
bro Asociado de la SPS. Realizó estudios en diversas
instituciones psicoanalíticas de Buenos Aires. In te­
grante del Servicio de Orientación Vocacional-Ocu-
pacional de la Universidad Nacional de Rosario, como
responsable del Á re a de O rientación Vocacional
(1984-1992). H a sido miembro del Ateneo de Estu­
dios Psicoanalíticos de esta ciudad, donde fue profe­
sora por concurso de “Método Psicoanalítico II y I I I ”
e integró el equipo de Docencia y Científica. Partici­
pa en actividades de formación que se realizan en el
Colegio de Psicólogos de la Provincia de Santa Fe -
segunda circunscripción™. Integró la Secretaría de Do­
cencia y Científica (1996-2001) como coordinadora del
Departamento de Investigación (1998-2000), coordi­
nadora de seminarios de formación y miembro de la
Comisión de Especialidades (2000-2001). Tuvo a su
cargo seminarios y grupos de estudio en distintas ins­
tituciones. Participó como panelista en jornadas y con­
gresos. Actualm ente organiza actividades científicas
en Rosario como miembro de la SPS, además de co­
ordinar seminarios de posgrado.
e~mail: lilianapalazzíni@cablenet.net.ar

M arisa P unta R odulfo . Psicoanalista y doctora en


Psicología por la Universidad del Salvador. Profesora de
la U BA en el grado y en el posgrado, así como en distin­
tas universidades de nuestro país y del exterior. Direc­
tora general y asistencial del proyecto de extensión
“Asesoramiento y asistencia psicológica en niños/as con
dificultades especiales”, Facultad de Psicología, UBA. Sus
desarrollos sobre el dibujo del niño, núcleo de su tesis de
doctorado, constituyen ya hoy una referencia. Autora de
La clínica del niño y su interior. Un estudio en detalle
(Paidós, 2005) y E l niño del dibujo (Paidós, 1992); compi­
ladora y coautora de L a problem ática del síntoma
(Paidós, 1997); coautora de Trastornos narcisistas no
psicóticos (Paidós, 1995); Clínica psicoanalítica con n i­
ños y adolescentes (Ed. Lugar, 1989) y Pagar de más
(Nueva Visión, 1986).
myrrodulfo@amet.com.ar

R icardo R odulfo . Psicoanalista. Doctor en Psicología


por la Universidad del Salvador. Profesor titular de las
cá ted ra s: “ C lín ic a de N iñ os y A d o lescen tes” y
“Psicopatología Infante-juvenil” . Director del Programa
de Posgrado en Clínica Psicoanalítica con Niños y Ado­
lescentes, Facultad de Psicología, UBA.
Presidente y director docente de la Fundación Estu­
dios Clínicos en Psicoanálisis. Es autor, entre otros, de:
E l niño y el significante (Paidós, 1989); Estudios clín i­
cos (Paidós, 1992); Dibujos fuera del papel (Paidós, 1999);
E l psicoanálisis de nuevo. Elementos para la decons­
trucción del psicoanálisis tradicional (Eudeba, 2004).
e-mail: myrrodulfo@arnet.com.ar

M aría Cristina R other Hornstein. Médica psicoana­


lista (U BA). Revalidó su título de médica en 1977 en la
Universidad Central de Venezuela. Miembro fundador
de la SPS y coordinadora del área de formación. Miem­
bro titular de la APA. Directora de la página web '
www.pieraaulagnier.com. Fue profesora de “Teoría y
Clínica Psicoanalítica” en el Centro de Estudios en Psi­
coanálisis (Caracas); en la Asociación Psicoanalítica Ar­
gentina; en el posgrado “Clínica psicoanalítica con niños
y adolescentes” de la Facultad de Psicología de la U BA
y del Colegio de Psicólogos y de la Facultad de Psicología
de la Universidad de La Plata. Docente libre y directora
del curso de posgrado del Departamento de Salud Men­
tal de la Facultad de Medicina de la UBA: “Organizacio­
nes fronterizas: un nuevo paradigma clínico”. Publicó
varios artículos en las revistas de psicoanálisis y es
coautora de varios libros: A A . W : Cuerpo, historia, in­
terpretación (Paidós, 1991); La problemática del síntoma
(Paidós, 1997); Psicoanálisis: cambios y permanencias
(Libros del Zorzal, 2003); Proyecto terapéutico: de Piera
Aulagnier al psicoanálisis actual (Paidós, 2004).
e -m a il: mcrother@amet.com.ar

S u san a S ternbach . Licenciada en Psicología (U B A ) y


en Sociología (UBA). Miembro pleno de la SPS. Miem­
bro titular y ex presidenta de la Asociación Argentina
de Psicología y Psicoterapia de Grupo (AAPPG ). Docen­
te titular de “Psicoanálisis y Macrocontexto” del Insti­
tuto de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares
de la AAPPG . Docente titular de seminarios sobre la
obra de Piera Aulagnier en esa institución. Ha publica­
do diversos artículos en revistas nacionales y extranje­
ras. Es coautora de los siguientes libros: Entre dos siglos:
una lectura psicoanalítica de la posmodernidad (Lugar,
1994); La pareja y sus anudamientos (Lugar, 2001);
Entre hermanos: sentidos y efectos del vínculo fraterno
(Lugar, 2003); Psicoanálisis: cambios y permanencias
(D el Zorzal, 2003); Proyecto terapéutico: de P iera
Aulagnier al psicoanálisis actual (Paidós, 2004).
e-mail: susanastembach@fibertel.com,ar

A lcira T b il n ik de M er ea . Licenciada en Psicología


(U B A ). Ha realizado la especialización en niños y ado­
lescentes en la Escuela Clínica de Niños. Miembro
fundador de la SPS. Ex profesora de la A E A PG . Ha
participado en diversas jornadas y congresos. Ha
escrito y publicado trabajos relativos a las siguientes
temáticas: psicoprofilaxis quirúrgica, vínculo tempra­
no, terapias vinculares y fam iliares, desarrollos a
partir de la'teoría de D. W innicott y la problemática
de la adolescencia.
- e-mail: alciramerea@movi.com.ar

V irginia U ngar . Médica psicoanalista (UBA). Espe­


cialista en niñez y adolescencia. Miembro titular con
función didáctica de la APdeBA. Profesora titular del
In stitu to de la A P d eB A en las m aterias “Teoría
kleiniana”, “Psicoanálisis de niños y adolescentes” y en
Seminarios de Observación de bebés. Dicta clases en el
Curso para Concurrentes del Hospital de Niños Ricar­
do Gutiérrez. Dicta seminarios en Porto Alegre (Bra­
sil), desde el año 2002, para miembros de la Sociedad
Psicoanalítica de Porto Alegre y para el Núcleo dé Infan­
cia y Adolescencia de la Sociedad Brasileña de Psicoaná­
lisis de Porto Alegre. Ha dictado seminarios en el
Psychoanalytic Institute of Northern California. Tiene
trabajos presentados en numerosos congresos
psicoanáliticos internacionales, latinoamericanos y nacio­
nales. Autora de artículos publicados en las revistas de
psicoanálisis de la APA, APdeBÁ, Revista de la Socie­
dad Psicoanalítica de Porto Alegre, Revista de la Sociedad
Psicoanalítica Chilena, Revista Brasileira de Psicotera­
pia y en el International Journal de Psychoanalysis. Es
la actual Co Chair Latinoamericana del Comité de Psi­
coanálisis de Niños y Adolescentes (CO CAP) de la Aso­
ciación Psicoanalítica Internacional,
e-mail: virgungar@fíbertel.com.ar
PRÓLOGO

Quienes compartimos este libro hemos sido púberes,


adolescentes, jóvenes, y hoy somos ya de oti'as genera­
ciones. Vivimos, padecimos, no entendimos, nos senti­
mos incomprendidos, incapaces de sostenernos sin el
apoyo de nuestros mayores y sentimos la necesidad
imperiosa de salir de ese atolladero, soltar amarras y
aventurarnos con herramientas propias, ésas que ad­
quirimos y que cada uno construyó y reprocesó. Tal
vez porque pudimos no olvidar esos tiempos y tampoco
idealizarlos,"como profesionales quisimos caminar jun­
to a las nuevas generaciones. Hicimos el esfuerzo de
entender, no sólo sus sufrimientos, sino ese mundo
diferente que desde el imaginario social inventa códi­
gos, propone nuevos ideales, facilita o deniega proyec­
tos, estimula o apaga ilusiones. Pero, sin duda alguna,
disfrutamos de aprender de esos jóvenes que transita­
ron por nuestros consultorios y que nos ayudaron y
enriquecieron. A veces no los entendimos, pero inten­
tamos compartir sus búsquedas con nuestros recursos
teóricos y técnicos, y con el placer de pensar, de crear,
de fantasear. Buscamos otros modelos para ampliar el
legado freudiano y comprender ese escenario multi-
facético que es la mente, el espacio psíquico, “esa otra
escena” y esa otra realidad que nos pertenece, que
hace lo suyo, que desconocemos pero que intentamos
aprehender. Ellos, con su confianza y el deseo de en­
tender sus conflictos, sus temores, sus angustias, sus
dudas, sus padeceres, sus utopías, sus proyectos, sus
ilusiones, sus culpas, lo hicieron posible.
Entre todos los autores de este libro que, insisto,
compartimos el placer de interrogar las teorías y una
clínica siempre cambiante, iremos planteando y desa­
rrollando algunas particularidades del proceso adoles­
cente. Pensar la adolescencia es indagar los códigos en
que se instituye y que son propios de cada época, de
cada generación, de cada subcultura, entramados siem­
pre en la historia singular.
El psicoanálisis dio cuenta de que el pasaje de la
naturaleza a la cultura deviene en parte de la renun­
cia pulsional; renuncia que nunca es total. El repre­
sentante pulsional sigue produciendo efectos desde el
inconsciente. Como sigue actuando desde el fondo de
una negra noche, demanda satisfacción, genera con­
flictos y, en el mejor dé los casos, hace que el deseo sea
productivo si encuentra vías que transformen la rea­
lidad. De ahí que a veces ese retomo pulsional indo­
mable puede volverse creatividad. Pero la creatividad
del ser humano, privilegio de los niños sanos y de los
adolescentes, lamentablemente se va perdiendo.1 La
complejidad de los contenidos inconscientes, de lo
vivenciado, de los modelos identificatorios devenidos
yo, ideal del yo, superyó, condicionan la diversidad de
intentos de solución. Dado que aquello que el ser
humano ha experimentado durante su vida, y espe­
cialmente durante su infancia, deja sus marcas, la
infinidad de combinaciones posibles de deseos que púg­

il. “Repare usted en el turbador contraste entre la radiante


inteligencia de un niño sano y la endeblez de pensamiento del
adulto promedio.” Freud, S. (1927): El porvenir de una ilusión,
Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu Editores (AE), 1978-1985,
vol. XXI.
nan por su realización le plantean a los sujetos y a la
cultura propuestas siempre novedosas.

Desde que hemos superado el error de creer que el


olvido, habitual en nosotros, implica una destrucción
de la huella mnémica, vale decir su aniquilamiento,
nos inclinamos a suponer lo opuesto, a saber, que en la
vida anímica no puede sepultarse nada de lo que una
vez se formó, que todo se conserva de algún modo y
puede ser traído a la luz de nuevo en circunstancias
apropiadas.2

Desde esta perspectiva en que lo inconsciente se


presenta como un inusitado reservorio de deseos que
pugnan por encontrar formas de transformar la reali­
dad es que la pubertad y el proceso de la adolescencia
cobra particular interés en las así llamadas “culturas
calientes” .3
En la clínica trabajamos y pensamos en las vidas de
los otros, a veces en las propias. En las diferentes eta­
pas tendemos a ver esas vidas como el resultado y el
compendio de lo que ocurrió, de lo que cada sujeto logró
o realizó, como si fuera tan sólo eso lo que conforma su
existencia. Y volvidamos casi siempre que las vidas de
las personas no son sólo eso: cada trayectoria se com­
pone también de pérdidas y desperdicios, de omisiones
y deseos incumplidos, de miserias y traiciones, de lo
que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcan­
zamos, de las numerosas posibilidades que en su mayo­
ría no llegaron a realizarse —todas menos una, a la
postre-, de nuestras vacilaciones y nuestras enso­
ñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos fal­
sos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo

2. Freud, S. (1930): El malestar en la cultura, Buenos Aires, AE,


vol. XXI.
3. Erdheim, M. (1992): ha producción social de inconsciencia, una
introducción al proceso etnopsicoanalítico, México, Siglo XXI, 2003.
que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las per­
sonas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que
somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo com­
probable y cuantificable y recordable como en lo más
incierto, indeciso y difuminado. Quizá estamos hechos
en igual medida de lo que fue y de lo .que pudo ser.

También las concepciones sobre adolescencia han


oscilado entre el subrayado de angustias y duelos con­
comitantes y una acentuada idealización como tiempo
pleno de vida, probable consecuencia de la confusión
entre adolecer y adolescer. Pero crecer y padecer no
son lo mismo; aunque el movimiento adolescente aca­
rrea trastorno y angustia, más lo ocasiona la ausencia
de su despliegue.4

La pregunta por la adolescencia en todo paciente es


insoslayable. Si el proceso analítico es un trabajo de
historización, los trabajos psíquicos que requiere el
devenir adolescente no son intercambiables y nos inci­
tan a acompañar a los pacientes a recorrer algunas de
sus experiencias, a renovar teorías, interpretaciones
sobre lo que les ocurrió o en lo que creyeron. En fin,
ayudarlos a reencontrarse una vez más, y seguramente
siempre de una manera distinta, con los recuerdos y los
fantasmas de esos tiempos. La ausencia de recuerdos,
el exceso de represión o de escisión remiten con fre­
cuencia a fallas en la capacidad de representación. Éstas
se ponen de manifiesto como desórdenes, en particular
excesos, desbordes pulsionales, que se expresan la
m a yoría de las veces por m edio de conductas
sintomáticas, “actos-síntomas” que no son fáciles de
modificar sobre todo cuando (como veremos más ade­
lante) estamos frente a fallas objetales, pulsionales e

4. Palazzini, L.: “Movilidad, encierros y erran cías: avatares de


devenir adolescente”, capítulo 6 de este libro.
identificatorias que dejan profundas heridas primarias
en la organización psíquica.
Pero, sin llegar a extremos, Rodulfo reflexiona sobre
el deseo de ser grande:

[...] grande, de grandeza de greatness más que de


bigness, de desmesura, de exceso, de ínfulas de liber­
tad incondicionada, de colmo de potencia, que palpita
en la rica fantasmática del deseo de ser grande. El
niño se promete todo con él. Y creo que, al respecto, en
la adolescencia ocurre algo del orden del traumatismo.
[,..] hay una cosa terrible para el adolescente, que es
descubrir que los adultos no son grandes, que un tér­
mino no es sinónimo del otro, que donde él creía que
había un grande apenas si hay un adulto o lo que él
llama un viejo. Es una decepción honda, angustiante,
muy difícil de perdonar, y tiene mucho que ver con la
ferocidad de la descalificación que los padres a menudo
sienten, no sin razón, tan injusta, que el adolescente
hace respecto de todo lo de ellos. Pero tarda muchos
años esa herida en cerrar. Pues lo angustiante amena­
za por otro flanco, ya que el adolescente entonces per­
cibe que lo que le espera no es la grandeza sino la
adultez y eso es insoportable. Creo que esto explica
bastante bien una suerte de fobia radical o de radica-
lización de la fobia, fácil de encontrar en esas edades
y que domina por largos períodos: rechazo de todo
proyecto futuro, de toda anticipación.5

Furiosos, se ensañan con esos adultos que fueron sin


duda necesarios objetos de idealización que contribuye­
ron a modelar su yo, su superyó y de los cuales no les
queda otra que desligarse, aunque desasirse “de la au­
toridad parental sea una de las operaciones más nece­
sarias, pero también más dolorosas del desarrollo”.6

5. Rodulfo, R. (2004): El psicoanálisis de nuevo. Elementos para


la deconstrucción del psicoanálisis tradicional, Buenos Aires, Éudeba.
6. Freud, S. (1908): “La novela familiar del neurótico”, AJE, vol. DL
Idealistas, transgresores, irreverentes, estimulantes;
para consolidar la identidad confrontan con las genera­
ciones que van dejando atrás y contribuyen a reformu-
lar sus códigos.

Inmaduros, irresponsables, cambiantes, juguetones,


reivindicadores, en última instancia practicantes in­
cansables de todo aquello que los ubique en un proceso
identificatorio, aunque muchas veces estén al borde
del colapso, la mayoría logrará sortear este tránsito
sin caer en el intento.7

Freud reconoció que en la bitemporalidad del desa­


rrollo sexual radica la “condición de posibilidad” para
producir y conservar nuevas formas de cultura sin
necesidad de que haya una transformación del bagaje
genético. Este entendimiento posibilita ver bajo una
nueva luz la significación de la infancia temprana y de
la adolescencia para el desarrollo de la cultura.
Si el desarrollo sexual llegara a su término con la
fase edípica significaría que solamente la experiencia
de los primeros años sería decisiva para la vida en
sociedad. L a historia ocurriría, entonces, siempre de
una m anera cíclica; cada generación reproduciría de
nuevo las experiencias de los padres. La irrupción
puberal flexibiliza las estructuras psíquicas previa­
mente consolidadas en el seno de la fam ilia, y genera
con ello los presupuestos para una reestructuración
de la subjetividad, no restringida exclusivamente a
los mandatos parentales. La pubertad da al ser hu­
mano otra oportunidad para revisar las soluciones
que halló durante la infancia. Lo vivenciado en ese
tiempo deja sus marcas pero no condena, y la diná­
mica de la adolescencia proporciona un aporte funda­

7. Véase Lerner, H.: “Adolescencia, trauma, identidad”, capítulo 1


de este libro.
mental a la posibilidad de cambios y auto-organiza­
ción del psiquismo. Quizá pueda compararse este pro­
ceso con una transformación que da fluidez a lo que
era sólido. (También pueden observarse en los púberes
rasgos regresivos, pero prefiero destacar la liberación
de fuerzas que estaban ligadas a estructuras, y la
consecuente reorganización en forma de nuevas iden­
tificaciones y de la posesión de nuevos objetos.)

Por consiguiente, nuestra conducta debería inspi­


rarse en el modelo de un pedagogo comprensivo que
no procura contrariar una neoformación inminente,
sino propiciarla y amortiguar la violencia de su esta­
llido.8

Si se considera a los procesos de aprendizaje como


fundamento del desarrollo de la cultura, podemos acep­
tar que estos procesos inducidos en la adolescencia
determinarán importantes aportes del individuo en esta
etapa. Los modelos identifícatorios que propician los
encuentros significativos de los jóvenes en su salida a
la exogamia y en el espacio social ampliado no son
menores en importancia que los encuentros con los
objetos primarios que introdujeron imborrables marcas
desde el comienzo de la vida y la crianza. La construc­
ción permanente del proceso identificatorio y de la
movilidad estructural sólo acaba con la muerte.
Pensar, investir, sufrir.9 Ésa es la tarea que todo
sujeto tiene que asumir para emprender la trayectoria
que. será su vida. Sólo el amor del encuentro, el deseo
de desear ser uno mismo y querer a otro como otro -con
sus soberbias y sus debilidades- los dejará partir y
descubrir la grandeza de tales deseos, interactuar con
ellos y con las experiencias de la realidad.

8. Freud, S.(1927): "El porvenir de una ilusión”, AE, vol. XXI.


9. Aulagnier, P. (1982): “Condenado a investir”, en Un intérprete
en busca de un sentido, México, Siglo XXI, 1994.
La vida se impone, las experiencias que los sujetos
afrontan, tan impredecibles como el día que vamos a
morir, ponen a prueba la capacidad de reorganización
o de desestructuración- Está en la posibilidad de cada
uno poder, saber, querer (parafraseando a Freud) que
allí donde lo traumático era, lo creativQ debe advenir.
Por todo esto, dedicamos el libro a esos adolescentes
que, en la búsqueda de consolidar su identidad, se re­
belan, propician ideales y sufren para apropiarse de las
herramientas que encuentran a su paso -cuando se
enfrentan con experiencias significativas- y confrontan
a los padres, a los educadores, a la sociedad.
A los padres, que no sólo sufren la descalificación -no
siempre ju sta- de los hijos que crecen y buscan diferen­
ciarse sino también sus propias inseguridades que no les
permiten dejar de ser “los ídolos” e insisten en sostener
una ilusoria omnipotencia que no hace más que desacre­
ditarlos ante la mirada perpleja de los hijos.
A los educadores, que lidian con la irreverencia, las
transgresiones, los padeceres, pero también con esa
vitalidad estimulante que transmiten los adolescentes,
y cuya tarea es posibilitarles el despliegue de la crea­
tividad y las inteligencias singulares para amortiguar
así ciertos aspectos de la violencia del estallido juvenil,
contribuyendo a que los procesos de aprendizaje intro­
duzcan solidez en el desarrollo de la cultura.
A los agentes de salud mental, siempre alertas a
esos riesgos que hacen de la adolescencia un tiempo
vulnerable debido a esa mezcla de omnipotencia y
desvalimiento. Alertas, insisto, para contenerlos y acom­
pañarlos con eficacia y empatia en el proceso de encon­
trar cada uno su camino
Intentamos entre todos dejar abiertas cuestiones para
seguir interrogando las problemáticas que hoy aquejan
a padres, hijos, educadores, profesionales de la salud,
que parecen habitar —a veces— mundos tan disímiles
que imposibilitan el diálogo y la comunicación. Pregun­
tarse una vez más: ¿cómo serán las nuevas subjetivida­
des que se instituyen bajo el sesgo de aceleradas trans­
formaciones de valores, de ideales, de modas, de códigos
que impactan recursivamente en la cultura?

M aría C ristina R other H ornstein


Diciembre de 2005
P arte I

Adolescentes y trama socio-histórica


Hugo Lerner

A LG U N A S G ENERALIDADES2

Si bien han cambiado las épocas, la modernidad ha


dejado marcas. Algunas de ellas colocaban al adoles­
cente ante la presión de lo que podríamos llamar su
“normatización”, Éste era uno de los modas, con la po­
laridad implícita de “normatización o transgresión”.
La noción de “normatización” implica tener un pro­
yecto cerrado y acabado (estudios u objetivos laborales,
casarse, formar una familia, etc.), y ese proyecto exige
contar con un mundo dado de antemano que es la meta,
el paraíso que se desea alcanzar.
No obstante, en la actualidad esta polaridad no está
tan marcada. Hoy nos encontramos frecuentemente con
lo que podríamos llamar el adolescente ''navegador”,
dotado de una consistencia yoica o, como hubiese di­
cho Liberman (1983), de una “plasticidad yoica” que le
permite navegar por el mundo y desplegar y expandir

1. Una versión resumida de este capítulo se publicó en Actuali­


dad psicológica, año XXIX, n° 323, Buenos Aires, 2004.
2. En este capítulo me referiré al adolescente tipo de clase media
urbana, ya que éstos son los adolescentes con quienes más dialogo
y a quienes creo conocer mejor. La problemática de la adolescencia
en las clases socialmente sumergidas excede mi m;;.rco observacio-
nal.
diferentes potencialidades creativas. El contexto so­
cial muchas veces le da espacio a este adolescente; no
queda entrampado en el discurso del sistema, que
señala las imposibilidades de desarrollo si se aleja del
ideal del adolescente de la modernidad, y aprende a
surcar diferentes caminos. Cuando hablo de “navegar”
me refiero a que la sola presencia en el mundo justi­
fica la existencia: no importa el puerto al que se arri­
be, la cuestión es moverse, buscar. L a existencia no se
justifica en función de un futuro, sino en función de
aquello que se está haciendo. “Caminante, no hay
camino, se hace camino al andar”, decía Antonio M a­
chado.
Otro tipo de adolescente sería el yuppie (Young Urban
Professional), expresión de la adaptación absoluta al
ideal social de los años ochenta. Hay un tercer tipo al
que podríamos llamar el “adolescente del descarte”, el
adolescente de la anomia. Estos adolescentes no pue­
den navegar ni construir, y sufren un colapso caótico
en cualquier proyecto que inician. (Aquí estaríamos
dentro de una problemática psicopatológica.) Aunque el
contexto permita un uso mayor de la libertad, se per­
cibe en estos últimos la dificultad de usarla.
Como ya dije, la modernidad establecía metas: reci­
birse, casarse, construir una familia, etc, Y el que lle­
gaba, ganaba. Hoy muchos llegan, y lo que era una
meta anhelada y valiosa ya no lo es. Muchos sienten
que ya no se pueden apartar, no pueden navegar. En el
caso de nuestro país el contexto social ha cambiado. La
sociedad funciona como un elemento traumático, en
tanto no permite la navegación o la concreción de pla­
nes, y por ende un proyecto identificatorio.
En este trabajo me propongo revisar y repensar pun­
tualmente algunos conceptos, sin pretender agotarlos,
como las nociones de trauma (¿es la misma que en los
comienzos de nuestra disciplina?) y dé identidad, en un
mundo diferente al de los inicios del psicoanálisis.
...y cuanto más intenso el trauma, tanto más
seguramente exteriorizará su perjuicio, aun bajo
constelaciones pulsionales normales. N o hay
ninguna duda de que la etiología traumática
ofrece al análisis, con mucho, la oportunidad
más favorable. Sólo en el caso con predominio
traumático conseguirá el análisis aquello de
que es magistralmente capaz: merced al fortale­
cimiento del yo, sustituir la decisión deficiente
que viene de la edad temprana por una tramita­
ción correcta. Sólo en un caso así se puede hablar
, de un análisis terminado definitivamente.
(Freud, Análisis terminable e interminable, 1937.)

A l ocuparse de la noción de trauma, Laplanche y


Pontalis (1974) nos dicen lo siguiente:

De un modo más general, puede decirse que el con­


junto de fenómenos clínicos en los que Freud ve actuar
esta compulsión (de repetición), pone en evidencia que
el principio de placer, para poder funcionar, exige que
se cumplan determinadas condiciones, que son aboli­
das por-» la acción del traumatismo, en la medida en
que éste no es una simple perturbación de la economía
libidinal, sino que viene a amenazar más radicalmente
la integridad del sujeto [...]. El yo, al desencadenar la
señal de angustia, intenta evitar verse desbordado por
la aparición de la angustia automática que caracteriza
la situación traumática, en la cual el yo se halla inde­
fenso (...]. Esta concepción lleva a establecer una espe­
cie de simetría entre el peligro externo y el interno: el
yo es atacado desde adentro, es decir, por las excitacio­
nes pulsionales, como lo es desde afuera.

Mi intención no es detenerme en las explicaciones


económicas sino poner el acento en aquello que está
más allá de "una simple perturbación de la economía
libidinal”; me interesa reflexionar acerca de aquellos
“peligros externos” al yo que terminan arrasándolo,
devastándolo. Eso que Laplanche y Pontalis consideran
una amenaza radical a la integridad del sujeto.
¿En qué medida lo social, lo contextual, puede ser
traumático e interferir en la constitución yoica?¿Cómo
interviene la realidad entre los vasallajes del yo?
Consideremos, por ejemplo, lo que ha ocurrido en
nuestro país desde diciembre del 2001 hasta la actuali­
dad. Crisis sociales, devaluación, violencia, desocupación,
sensación de desmembramiento social, imposibilidad de
imaginarse un futuro, de armar un proyecto. La Argen­
tina se había convertido de repente en una gran arena
movediza, no teníamos piso que nos sostuviese.
Abruptamente dejamos de hablar del sujeto globali-
zado, para debatir sobre el sujeto argentino, el de la
crisis actual. ¿Este último es el mismo que aquel que
estaba preocupado por la falta de sentido, aquejado por
la “sinsentiditis” de la vida, ese sujeto vacío que podía­
mos h om olo ga r a cu a lq u ier otro que circu lara,
interactuando con los demás, en cualquier gran urbe
del planeta?
No, no es el mismo. O, en todo caso, lo es en su
esencia pero no en su construcción actual, en la medida
en que el sujeto no es sólo historia congelada, no sólo
repite la historia, ni tampoco es un conjunto de identi­
ficaciones fijas, sino que es el producto de su interac­
ción con su contexto y, por eso mismo, su subjetividad
es cambiante. Como decía Castoriadis (1998), ya quedó
muy atrás “la deliberada ignorancia de los psicoanalis­
tas actuales acerca de la dimensión social de la existen­
cia humana. [...] El individuo con quien se encuentra el
psicoanálisis es siempre un individuo socializado (lo
mismo que quien lo practica). [...) Yo, superyó e ideal
del yo son impensables si no se los concibe como pro­
ductos del proceso de socialización. Los individuos so­
cializados son fragmentos que caminan y hablan en
una sociedad dada”.
Partamos de la idea de que una persona o, si se pre­
fiere, un sujeto se encuentra en un ámbito de intercam­
bio localizado en el espacio-tiempo, donde construye un
mundo y a la vez es construido por ese mundo que cons­
truye. Se puede reservar el nombre de “subjetividad”
para el espacio de libertad de esa creación (Najmanovich,
2000). Es una creación de otro y también de uno.
La subjetividad no tendría otro contenido que ese
proceso. La subjetividad es la posibilidad que tiene un
sujeto de crear al otro, al mundo y a sí mismo. La
condición y el marco para la producción de subjetivida­
des están dados por el intercambio social, y también
están dados estructuralmente. Para un sujeto es impo­
sible no producir subjetividad.
Si es así, frente a diferentes acontecimientos socia­
les, la subjetividad o la producción de la misma serán
diferentes y variarán de acuerdo con los vínculos que se
establezcan o con los diferentes medios sociales en que
se desarrolle un sujeto.
A menudo pienso la constitución del sujeto en fun­
ción de un modelo que toma al narcisismo como eje
central de su desarrollo, pero en el cual el narcisismo
depende del objeto y del medio social para que dicho
desarrollo sea posible. Aunque parezca paradójico, esto
llevaría a concebir un narcisismo intersubjetivo. M i
intención es intentar encontrar diferentes respuestas
para esta pregunta: ¿cómo se construye la subjetividad
en este contexto impredecible, si, como decía, el medio
social es parte fundante de la misma?
Durante la década de 1990, el argentino vivió el sueño
de “todo por dos pesos”, metáfora que validaba la ilusión
de que todo era posible dando muy poco a cambio. Perte­
necíamos al Primer Mundo o teníamos la ilusión de per­
tenecer a él. Todo estaba a nuestro alcance. Como bien
señaló Beatriz Sarlo (1994), si nos sumergíamos en un
mal llamado shoppirtg porteño y nos olvidábamos del idio­
ma que se hablaba a nuestro alrededor, resultaba difícil
discriminar si estábamos én París, Hong Kong, Nueva
York o Londres. Las mismas marcas, la misma música.
De ese “mundo feliz” global en el que teníamos todo
a nuestro alcance pasamos repentinamente a nuestro
mundito latinoamericano lleno de faltas y ausencias.
L a ilusión de que, si no todo, casi todo era posible se ha
desvanecido. Las fantasías omnipotentes qué expandían
nuestro yo y nutrían nuestro narcisismo se interrum­
pieron. La consecuencia ha sido más depresión, más
problemas para mantener el equilibrio narcisista (con
el consecuente tambaleo de la autoestima), más dificul­
tades para discriminar las “responsabilidades propias”
de las “responsabilidades sociales”.
Winnicott señaló inteligentemente, con su concepto del
hoiding, la importancia que tiene contar con un contexto
estable y previsible para que alguien se integre y se
convierta en persona. Las personas que, en medio de
este caos social, con esta ausencia de hoiding social, han
podido construirse y ser corren el riesgo de sufrir todos
los trastornos derivados de las dificultades para la inte­
gración y la personalización. El equilibrio narcisista se
perturba, la estructura de un self cohesivo, vital y dota­
do de un funcionamiento armónico, como diría Kohut
(1971), se pierde. Por supuesto, el grado de alteración
dependerá de la biografía constitutiva de cada uno, pero
podemos estar seguros de que nadie quedará inmune e
invulnerable ante estas sacudidas a nuestro narcisismo
y, por lo tanto, a las oscilaciones de nuestra autoestima,
con las consecuentes manifestaciones de depresión o, a
veces, de su contrapartida, la manía. Y no olvidemos las
hipocondrías, las somatizaciones y los trastornos
vinculares (de pareja, familiares, laborales, etc.).
Si nos detenemos a pensar que el adolescente ha sido
víctima de la amputación de la utopía y la ilusión, no
nos será difícil imaginamos la alteración que ha sufri­
do la creación de ideales capaces de sostener un proyec­
to probable, un proyecto que convierta al adolescente
en un sujeto en el mundo. Como bien nos enseñó
Winnicott, la ilusión (dentro de un espacio lúdico crea­
tivo) necesita un contexto que fomente en el sujeto la
creencia de que él está creando el mundo. Esa expe-
riencia es imprescindible para gestar una realidad psí­
quica y externa confiable, con la concomitante creencia
en esa “omnipotencia” necesaria para que el sujeto se
sienta creador del mundo que lo rodea, o por lo menos
un participante activo en él.
Freud nos señaló que el ideal colectivo deviene de la
convergencia de los ideales del yo individuales, a partir
de lo cual se van generando diferentes grupos. ¿Esto es
posible hoy? Si no lo es, perderá sentido para los ado­
lescentes agruparse y ser solidarios. Si forzamos un
poco la teoría, vemos que el ideal imperante en los
últimos años en nuestro país, transmitido por sus figu­
ras dirigentes, estuvo ligado más bien al egoísmo y a la
falta de solidaridad Estos conceptos son opuestos a los
que históricamente funcionaron como motores del mun­
do del adolescente. El ideal se ha vuelto confuso, ines­
table y lejano para éste. En todo caso, supone que debe
estar del lado de lo ajeno, lejos, en el extranjero.
Quienes han conservado, por inercia, los proyectos
otrora soñados, anhelados, amasados, consideran la sa­
lida de la emigración como una posibilidad de completar
lo que el ideal del yo marcó en algún momento de su
historia. Esto implica un gasto psíquico importante, por
cuanto deben renunciar a su contexto emocional cotidia­
no, que es parte importante del sostén de la identidad.
Se convierten en sujetos que deben variar sus “objetos
especulares” (Kohut) para “seguir siendo” (Winnicott).
Esta tarea no es sencilla en ningún momento de la vida
y menos aún en la adolescencia, período en el que él
sujeto necesita la reconfirmación especular de su “tribu”.
Cambiar de “tribu” implica el encuentro con otros ajenos
que necesariamente imponen un gasto psíquico extra; el
individuo deberá ir tanteando si, en la intersubjetividad
necesaria para ser, esos nuevos visitantes serán los apro­
piados o si deberá seguir buscando. Los otros históricos,
los que fueron estableciéndose como significativos para
la construcción del yo, devinieron de modo natural y
progresivo. Muchos adolescentes que emigran se sienten
urgidos por el afán de pertenencia y rápidamente, a veces
de un modo maníaco, buscan establecer contactos de cual­
quier manera. Otros “eligen” el confinamiento esquizoide
o el encierro depresivo.
Cuando un sujeto adolescente va -construyendo su
identidad, ciertas situaciones contextuales-sociales pue­
den interferir en dicha construcción. Esas interferencias
guardan relación con la idea de trauma. Son traumáti­
cas porque impiden que el individuo sea, que logre con­
quistar el “yo soy” (Aulagnier, 1989; Winnicott, 1971) y
estorban el proceso de llegar a ser lo que quiere.
El adolescente necesita un piso consistente sobre el
cual pueda experimentar; si el suelo es demasiado flui­
do y poco firme, no habrá proceso de desarrollo. Sobre
arenas movedizas no se puede construir. Sin una base
firme no puede pensarse en poner ladrillos. El contexto
social incierto, esfumado, sin horizonte, no permite
construir ningún proyecto.3
Así es como muchos adolescentes piensan en el éxo­
do, en huir con la ilusión de que hay un lugar en el
mundo con un piso firme que va a permitir desarrollar
un proyecto y donde, por lo tanto, la construcción yoica
vuelva a ser una meta posible. Para todos, lo que ha
sucedido en nuestro país durante los últimos años fue
traumático, pero en los adolescentes implicó un plus de
angustia. El problema no era sólo si se podría seguir
siendo; el plus de angustia era provocado por la pre­
gunta: ¿lograré ser?
¿Qué es lo que diferencia a un yo que naufraga de
otro que sigue navegando? La historia de la construc­

3. Elíseo Verón (2004) afirmó que un contexto socioeconómico


inestable genera múltiples rupturas y traumas. Y aunque más tar­
de las condiciones sociales y las variables económicas se recompon­
gan, las marcas psíquicas que dejan en los sujetos tardan mucho
más en resolverse que aquéllas. De ahí la fuerza traumática que
tienen con frecuencia las conmociones sociales.
ción subjetiva del segundo permite que su yo se vuelva
“idealmente plástico” (Líberman, 1983) y recurra a di­
ferentes modalidades de ''navegación” para atravesar
tormentas sin naufragar, mientras que el primero se
sumerge en aguas psicopatológicas (depresiones, enfer­
medades psicosomáticas, fragmentaciones, adicciones,
etc.). El yo no colapsará en la medida en que pueda
seguir estructurando proyectos, armando historia, ge­
nerando un futuro. Aquí entramos en el terreno de cómo
fue “narcisizada” una persona, cómo fue la historia de
sus identificaciones (Aulagnier), en qué contexto emo­
cional y social devino sujeto. Si todo lo anterior fue más
o menos armónico, la usina de proyectos continúa fun­
cionando y por lo tanto el proceso identificatorio sigue
teniendo la vitalidad que ahuyenta el peligro del colap­
so y la fragmentación.
Si un sujeto transitó por vivencias de amparo4 y apego
(Bowlby, 1969), tendrá más recursos que si vivió su­
mergido en el desamparo y el desapego. Los sujetos que
contaron y cuentan con un medio previsible y estable
llevan ventaja para que su ideal del yo no sea siempre
una quimera. Aun cuando la realidad erosiona y soca­
va, muchas veces, la historia de la construcción yoica
de cada uno, algunas estructuras adquiridas conservan
el poder de sortear los tremendos escollos y trabas que
la realidad, por lo menos en estas latitudes, nos pone.
En cambio, quienes hayan padecido una historia llena
de discontinuidades, duelos, traumas severos, o todas
las experiencias que obstaculizan la narcisización del
sujeto en desarrollo, estarán en desventaja con relación
a los primeros. No obstante, soy de los que piensan que
esto último no es una condición que inexorablemente
provocará dificultades y síntomas mayores. Como la his-

4, Recordemos a Freud (1938): “De los peligros con que amenaza


el mundo exterior, el niño es protegido- por la providencia de los
progenitores” (En las traducciones anteriores providencia aparecía
como amparo.)
toría es una construcción constante, el individuo tendrá
innumerables encuentros intersubjetivos (la amistad, el
enamoramiento, los grupos de pares, etc.) que posibilita­
rán reparar ese yo padeciente y averiado. Si hay otro
que refleja, sostiene, y funciona como objeto especular e
idealizado (Kohut), ese otro se convertirá en generador,
por vía intersubjetiva, de estructura psíquica. En la his­
toria de un sujeto no todo es repetición o reedición, el
psiquismo siempre está abierto a lo nuevo, a la edición
original (Lem er, 2001).
McDougall (1982) nos advierte que debemos distin­
guir entre lo que ella llama “catástrofes reales”, que
son individuales, de ‘los traumas universales [...] que son
el drama de la alteridad, de la sexualidad y de la in­
eluctable mortalidad del hombre”. Y continúa dicien­
do que a un suceso sólo puede llamárselo “traumático”
cuando enfrentar y resolver esas “catástrofes” que es­
tructuran el psiquismo se vuelve más complicado que
de costumbre. Esta autora distingue aquellos hechos
traumáticos que transcurrieron antes de la adquisición
del lenguaje, cuando el infans sólo se comunicaba por
signos que sólo eran verdaderas comunicaciones si ha­
bía otro que las oyera, que captase las emociones y
respondiese a las mismas. Atribuye a la madre este rol
de “aparato de pensar”. Vemos claramente que, si no se
la transita bien, esta relación temprana madre-bebé
puede constituir el “suceso traumatizante”.
Cuando nos referimos a situaciones traumáticas pre­
coces que han producido una catástrofe yoica, con sus
consecuentes trastornos identitarios, estamos hablando
de aquellos sujetos en los cuales esos sucesos, aunque
hayan generado símbolos, como diría McDougall, deja­
ron huellas que son sólo “signos inscriptos en el soma”,
cuya presencia se puede intuir a través de “las incohe­
rencias y los blancos que provocan en el registro del
pensamiento”. Los discursos de estos pacientes no tra­
tan de comunicar algo sino que intentan que el otro
pueda sentir, percibir, el terror subyacente. Pese a que
muchas veces ese terror no puede ser nombrado, se
infiere que está asociado al temor a la fragmentación
por revivencia de situaciones traumáticas que han fun­
cionado como terremotos dentro del yo. En estos casos,
el analista no debe esperar, como en el modelo clásico
de las neurosis, que el paciente asocie. Aquí no se trata
de que el analista "pesque” asociaciones cómodamente
sentado al borde del agua; aquí hay que comprometer­
se, meterse dentro del mar y mojarse (Hornstein, 2004),
tratando de construir lo que no ha sido construido, de
editar lo que no se editó. Estos pacientes ponen en
jaque nuestra contratransferencia. Son análisis en los
que el analista siente que no hay tregua y, como dice
McDougall, al mismo tiempo se rechazan las interpre­
taciones porque en realidad se está “a la escucha de
una comunicación primitiva, en el sentido en que se
podría decir que un niño que profiere alaridos está “co­
municando” algo, en la medida en que se haga una
representación de Otro que oye.
Juguemos con la idea de que la constitución yoica es
un paraíso prometido al cual se aspira a llegar, la es­
tación final de un viaje que comienza con el nacimiento
y en algún momento de la vida se arribará a ese des­
tino; el sujeto arribará a un yo, deberá llegar a un yo.
Frente a este modo de pensar, la idea de trauma tiene
más sentido. En cambio, si se conceptualiza al yo como
un proceso en construcción constante, la idea de trau­
ma deja de tener peso porque los diferentes escollos
que el sujeto va esquivando no siempre son traumáticos.
Trauma es una ruptura en la continuidad, pero no todo
trastorno en la continuidad es detención. No se produce
una detención si se puede "seguir siendo” (Winnicott).
La mirada clásica sólo atiende a la historia; esto es
totalmente pertinente pero también debemos contem­
plar lo actual, los vínculos presentes que funcionan como
objetos especulares e idealizadores (Kohut). Lo que
puede ser traumático para algunos no lo será para otros
porque a tra v ie s a n esa situ ación que llam am os
“traumática” con una intersubjetividad sostenedora, que
en ese momento o a posteriori les permitirá usar esas
experiencias como materiales constitutivos de su yo.
En algunos casos al “trauma” sólo tendríamos que
llamarlo “acontecimiento” (Badiou, 1988) en tanto per­
mita la emergencia de algo nuevo, la producción de una
edición original (Lerner, 2001). Un acontecimiento gene­
ra ruido aumentando la complejidad del sistema. Y aun­
que esto podría ser considerado un trauma, un sistema
al complejizarse puede aumentar los grados de autono­
mía de un sujeto. Por lo tanto, “un ruido” puede ser
traumático para unos y generador de cosas nuevas, de
ediciones integradoras para otros; para unos será para­
lizante, en tanto que para otros puede ser una posibili­
dad de creación y de aumento de la complejidad5 yoica,
de enriquecimiento. Ante determinadas dificultades, al­
gunos sujetos no pueden mantener su consistencia o
continuidad yoica, y para hacerles frente complejizan su
yo, mientras que otros detienen la construcción yoica.
En la construcción de la subjetividad, determinadas
circunstancias pueden funcionar como acontecimientos que
un observador quizá catalogue como traumáticos; pero si
esos acontecimientos no producen parálisis en la sensa­
ción de “yo soy” , no deberíamos hablar de trauma -a l
menos en el sentido clásico del término, como elemento
capaz de producir la fractura o ruptura de un proceso—. A
menudo no sólo no producirán ruptura en el proceso de
construcción de la subjetividad, sino que funcionarán como
motores en la complejización y expansión de la identidad.
“Cuesta aceptar ciertos traumas y heridas narcisistas,
la alteridad, la diferencia de los sexos y las generaciones,

5. Uso “complejidad” en el sentido de que todo hecho importante


debe ser analizado en su contexto social, político, humano, ecológico;
es decir, se tiene que tomar en cuenta el mundo todo. Para articular
y organizar la información del mundo, Morin (2004) propone una
reforma del pensamiento. A esta reforma la llama “pensamiento
complejo”.
la muerte inevitable”, nos dirá Homstein (2003). Pero es
producto del trabajo psíquico poder aceptar todo esto, lo
que dará por resultado una mayor complejización yoica,
ima subjetividad y tina identidad más ricas y vivas.

E N B U SC A D E L SENTIDO DE SER,
DE L A IDENTIDAD, D EL “YO SOY”

Porque sé que este relato va a infectarse de olvidos,


omisiones y errores, cuento con ellos. N o pretendo ser
absolutamente veraz o exacto: sé que recordar es
inventar, que el pasado es un material maleable y
que volver sobre él equivale casi siempre a modificar­
lo. Por eso, más que a ser excvcto, aspiro a ser fiel al
pasado, quizá para no traicionar del todo al presente.
Por eso, y porque a menudo la imaginación recuerda
mejor que la memoria, sé también que aquélla
rellenará los vacíos que se abran en ésta. N o importa:
al fin y al cabo, tal vez sea cierto que sólo una
historia inventada, pero verdadera, puede hacer que
olvidemos para siempre lo que realmente ha pasado.
(J. C ercas , El vientre de la ballena, 2 0 0 1J

La identidad se inventa justo cuando colapsa la


comunidad. La identidad es un sucedáneo de la
comunidad, brota del cementerio y promete la
resurrección de los muertos. Las luchas
identitarias están plenas de ruido y furia.
(Z. Bauman, Comunidad, 2003.)

De deportista a intelectual, de religioso a agnóstico,


de rockero a barroco, de científico a empirista, soñador
al fin: el adolescente no sabe dónde y cómo aterrizará
su yo. De ahí su gran interrogante y Bu gran desafío.
Hasta la infancia la identidad se completaba bastante
con las afirmaciones “yo pertenezco a esta familia”, yo
soy “hijo de mamá y papá”. Rota esta pertenencia, lla­
mémosla así, el adolescente debe salir a conquistar
nuevos territorios, distintas "familias”, enunciados di­
ferentes de los que lo acompañaron y sostuvieron hasta
que hizo su irrupción la sensación y la necesidad -que
lo irá dominando cada vez m ás- de querer ser su propio
constructor o, en todo caso, el co-constructor de sí mis­
mo, de ser él quien elija a sus otros significativos, a sus
compañeros de aventura, a sus compinches.
A l desaparecer un mundo plagado de certezas y estar
inmerso en un mundo de mcertidumbres, en medio de
su búsqueda de identidad, el adolescente construye su
yo de un modo frágil Y, paralelamente, esta situación
lo lleva a aferrarse a todo aquello que lo aleja de la
incertidumbre (fanatismo, convicciones sin alternativa
de reflexión, etc.). Cuando se desvanecen las certidum­
bres, busca abroquelarse en cualquier cosa para alcan­
zar su identidad, y en ello se juega toda su subjetividad.
Ésta parece ser una característica de los adolescentes:
o se abroquelan en una imagen de sí mismos y apare­
cen así los fanáticos, los obsesivos que defienden a
ultranza su identidad frente al temor a la fragmenta­
ción yoica, o su vida se convierte en un cambio o una
búsqueda, permanente, porque para ellos elegir es que­
dar congelados en un bastión sin salida ni posibilidad
de encuentro de su identidad.
El adolescente puede crear una trinchera identitaria,
un búnker en el que se siente a salvo, un refugio que
lo protege de los fuertes temporales de la adolescencia
(lo pulsional, lo social, el vacío, etc.), y a veces defiende
obsesivamente ese refugio para sentirse seguro. Cuan­
to más fuerte sean los vientos, más energía pondrá para
construir esa trinchera.
Hasta hace no tantos años, el adolescente estaba
inmerso en una cultura de búsqueda de su identidad
esencial, suponía que debía encontrar su vocación de
una vez y para siempre. Hoy ese modelo hace agua, los
adolescentes deben aprender a navegar y buscar con la
idea de que el encuentro con su vocación va a ser muchas
veces transitorio. Antes navegar era llegar a puerto,
arribar a un lugar protegido. Hoy la temática pasa por
navegar en sí, pues no hay promesa alguna de alcanzar
un puerto seguro y abrigado. En esto está implícito lo
que Winnicott llamó “el jugar”: lo importante no es
terminar el juego, sino su transcurso; permanecer en la
zona ilusoria, transicional, donde se da la creatividad.
Cuando yo estudiaba medicina no tenía demasiadas
dudas de que mi futuro laboral iba a estar relacionado
con esa profesión; tal vez no sabía aún en qué rama o
especialidad, pero sí que lo que estaba estudiando ser­
viría de base para mi trabajo futuro. Hoy eso no es así.
Y esto no es solo porque no hay posibilidades de desa­
rrollo, sino porque existe una frontera más porosa y la
sociedad permite circular por otros territorios que no
tienen relación con lo elegido con anterioridad.
Podemos pensar sin demasiado temor a equivocarnos
que el adolescente tiene como trabajo psíquico central
la búsqueda de su identidad o, si se quiere, el
delineamiento de su “proyecto identifica torio” (Aulag­
nier, 1977), aunque éste sea cambiante. Como señala
Rother Hornstein (2003), el adolescente deberá sentir
con convicción:

“yo soy éste” (y no aquél). Sentimiento que procede de


la representación de un cuerpo unificado, de la separa­
ción y límite entre él mismo y el otro, de un sentimiento
de propiedad de sí, de su imagen narcisista, de la iden­
tificación con las imágenes, los mandatos y los valores
parentales, del sentimiento de pertenencia a una fami­
lia, a un grupo, a un pueblo, a una cultura, etcétera.

Esta autora nos recuerda que sí bien el concepto de


identidad no es freudiano, poco a poco fue incorporán­
dose al psicoanálisis contemporáneo, y que el sentimien­
to de identidad “es un tejido de lazos complejos y
variables donde se articulan narcisismo, identificacio­
nes, la vida pulsional... y todo aquello que participa en
la constitución del sujeto. [...] La identidad no es un
estado sino un proceso, cuya primera fase es el júbilo
extremo del bebé que se reconoce en el espejo” .
Nos dirá Vecslir (2003): ,
L a identidad del Yo se construye a lo largo de la
vida, sostenida desde una matriz básica de identificacio­
nes que permanece y actúa como sostén y resistencia
frente al impacto de acontecimientos que, sin la existen­
cia de esta forma estable de organización, podrían des­
estructurar al sujeto. E l trabajo de identificación no
acaba nunca, porque el sujeto no sólo se constituye, sino
tam bién se transform a a través de procesos de identifi­
cación. E n su capital identificatorio hay movimiento y
reorganización, y la presencia actual del objeto externo
no sólo es causa de este movimiento sino que pasa a
form ar parte constituyente de su subjetividad.

En las dos citas precedentes podemos visualizar un


modo de pensar la constitución de la identidad que
contempla la idea de intersubjetividad, y entiende que
ésta es un modo de lograr una subjetividad más rica.
Cuando observamos la adolescencia, parece que estu­
viésemos presenciando estos fenómenos con una lente
de aumento. El grupo adolescente, matriz identificatoria
por excelencia, funciona como un marco ínter subjetivo
que sostiene y co-construye subjetividades y muchas
veces permite que “lo traumático” no devenga en deten­
ción y desestructuración sino en enriquecimiento y
mayor complejización psíquica. La especularidad Inter-
subjetiva que aporta el grupo adolescente funciona como
contención y aceptación de que lo traumático, lo inex­
plicable, lo que causa angustia, son experiencias com­
partidas que permiten que el adolescente no se sienta
aislado en sus “rumiaciones”. Le hace saber que hay
unos otros significativos que, al transitar por los mismos
caminos, funcionan como objetos del self especulares
(Kohut) que le devuelven una imagen de poder, y que las
convulsiones emocionales que los inundan son experien­
cias comunes y no los detendrán. En algún momento y
en algún lugar arribarán a un puerto ideal, aunque
mientras están transitando por tales experiencias, el
puerto se halle escondido entre la bruma y la niebla.
Los grupos de pares, algunas veces los padres y otras
veces los analistas permiten que se despliegue, como diría
Castoriadis (1986), la “autonomía de la imaginación”, la
“imaginación radical” que brinda la “capacidad de formu­
lar lo que no está, de ver en cualquier cosa lo que no está
allí”. En última instancia, se posibilita el despliegue de
una potencialidad creadora (Winnicott, 1971).
Si bien situamos la adquisición del enunciado “yo soy”
en los primeros momentos del desarrollo emocional
(Winnicott, 1945), es durante el tránsito adolescente cuan­
do este enunciado confirma la “mismidad” del sujeto. En
pos de este logro subjetivo el adolescente busca reivindi­
car con pasión su derecho a ser un sujeto en el mundo.
Este camino en busca de la “independencia in divi­
dual” (Winnicott, 1971), de poder sentir que es una
unidad autónoma, singular, nunca lo será del todo en
tanto haya una independencia relativa: el logro de la
individualidad y del “yo soy” siempre exige un con­
texto interdependiente. Se da la paradoja de que se
logra ser en función de la presencia de otro, de la
dinámica intersubjetiva que permite al sujeto sentir­
se él mismo. “Mediante las identificaciones cruzadas
se esfuma la tajante línea divisoria del yo y el no-yo”,
decía Winnicott (1971).
El “yo soy”, repitámoslo, sólo se adquiere en un ámbi­
to intersubjetivo. En los comienzos de la constitución de
la subjetividad, el vínculo con otro es fundante e impres­
cindible, aunque en rigor esta necesidad de ser con otro
y “por otro” también tendrá una vigencia absoluta du­
rante todo el transcurso del devenir de la subjetividad.
En los inicios de un sujeto, se ha afirmado que la
subsistencia psíquica es imposible sin la presencia de
un otro significativo que cumpla con los cuidados que
demanda el sujeto adviniente y satisfaga sus necesida­
des (Winnicott, 1988; Bowlby, 1969). Y así como en los
comienzos esta necesidad apunta a proveer lo que el
bebé necesita para no caer en un desamparo traumáti­
co, en una no-integración inicial (Winnicott, 1945), es­
tás provisiones que otorga un otro significativo, serán
indispensables para el sujeto durante todo el transcur­
so de su vida, aunque de una manera distinta y menos
perentoria. Sin otro no hay producción de subjetividad.
Desde su propia perspectiva teórica, Kohut afirmó que
los “objetos del self’ son imprescindibles para la estruc­
turación del self en los inicios, pero remarcó que nunca
se puede prescindir del vínculo con esos objetos, que
reconfirmarán, darán brillo, mejorarán la autoestima.
Sin esas respuestas, el self se precipita al vacío, a una
suerte de inexistencia, de futilidad y temor a caer en
una desestructuración. El otro, el vínculo, aleja la posi­
bilidad de hundirse en esos terrenos cenagosos.
Si un sujeto ha sufrido experiencias que lo llevaron
a caer en un cuadro psicopatológico y está atrapado por
esas memorias traumáticas que lo convierten en un
individuo huidizo, esquivo, temeroso (¿fóbico?, ¿esqui­
zoide, paranoide?), ¿qué puede hacer el psicoanálisis,
qué utilidad tendrá? Tomo prestada la respuesta de
Julia Kristeva (1999):

Se ha repetido insistentemente que el psicoanálisis


sexualiza la esencia del ser humano, pero también que
lo intelectualiza: todo está en el sexo, o bien todo está
en las palabras. Ni lo uno ni lo otro: el descubrimiento
de Freud consiste en dar un sentido amoroso que trans­
forma el recuerdo. Yo he sido herido(a), traicionado(a),
violado(a); te lo cuento a ti; tu atención-confianza-amor
me permite volver a vivir esta herida-traición-violación
en una forma distinta. Yo le otorgo a partir de ese
momento —y en cada nuevo lazo amoroso—un sentido
distinto, soportable. No es que yo borre la herida-trai­
ción-violación, sino que la dono; habría que decir que yo
le perdono otro sentido, que nosotros le perdonamos otro
sentido. Ésta es la alquimia de la transferencia: trans­
formación del recuerdo al abrigo de un nuevo lazo, del
cual esperamos que tenga una intensidad comparable a
la de un vínculo amoroso.

Aquí se instala nuestra intervención como analistas:


posibilitar otra mirada a la historia que el adolescente
nos trae o, como dije en otro trabajo (Lerner, 1998),
ayudarlo a cambiar la narrativa.
Aulagnier (1989) sostiene que la autobiografía de un
adolescente -aunque yo agregaría que esto sucede en
cualquier sujeto y a cualquier edad™ nunca se termina
y que incluso aquellos “capítulos” que se consideraban
terminados deberían prestarse a ser modificados, “aña­
diendo párrafos o haciendo desaparecer otros”. En este
proceso de “construcción-reconstrucción”, agrega, se
deberán conservar “anclajes estables de los cuales nues­
tra memoria nos garantice la permanencia y la fiabili­
dad. He aquí una condición para que el sujeto adquiera
y guarde la certeza de que es el autor de su historia y
que las modificaciones que ella va a sufrir no pondrán
en peligro esa parte permanente, singular, que deberá
transmitirse de capítulo en capítulo, para volver cohe­
rente y pleno de sentido el relato que se escribe”. Dicho
de otro modo, lo que afirma esta autora es que los,
cambios y transformaciones que le sobrevengan al yo
durante la adolescencia no deberían a lte ra r su
“mismidad”; que el adulto que devendrá no será ajeno
al infante que fue, que se ha conservado un “fondo de
memoria”. El futuro de ese infante y luego adolescente
que llegará á adulto es la “realización de una potencia­
lidad” que estaba ya presente en la historia de ese yo.
Si hubo una historia traumática que impidió ligar los
diferentes momentos evolutivos, se producirá una dis­
continuidad en la sensación de “ser uno”, de sentir un
“yo continuo” con historia, con pasado, presente y futu­
ro. Resultado; un self fragmentado, un yo alterado, caldo
de cultivo para patologías graves. El adolescente que
no se siente poseedor de una historia se encuentra en
inferioridad de condiciones para enfrentar lo que puede
tener significado traumático para su yo. En aquellos
que tienen un yo debilitado, los fracasos sexuales, las
dificultades en el estudio, en las relaciones amorosas y
en las amistades pueden abrir las puertas a un episo­
dio psicótico. El fracaso toma la dimensión de un “para
siempre”: no hay futuro que presuponga una saiida o
cambio posible. El tiempo se congela en la experiencia
traumática. Sólo queda la sensación de 'una “compul­
sión a la repetición” irreductible: el karma ya está ins­
cripto.
Este sujeto sólo podrá romper con ese futuro sinies­
tro y firmemente escrito si inicia un vínculo que le
posibilite otra mirada. Una situación de intersubje-
tividad que prometa navegar por otros mares que hasta
ese momento eran demasiado turbulentos, conquistar
tierras nuevas o desconocidas. Los mares seguirán sien­
do turbulentos por momentos, pero habrá posibilidades
de llegar a Itaca. Ese otro que encame la posibilidad de
un cambio podrá ser una pareja, un amigo o un analis­
ta que dé lugar a la creación de una nueva historia y
evite que el adolescente quede colapsado en la búsque­
da de historias culpabilizantes y estériles. Un analista
más ligado a la idea de la constante potencialidad de
constitución de lo nuevo y no sólo prendido a la idea de
repetición; un analista que crea posible una edición
original.

PALABRAS FINALES

Lo principal es que la adolescencia es algo más


que pubertad física, aunque en gran medida se
basa en ella. Implica crecimiento, que exige
tiempo. Y mientras se encuentra en marcha el
crecimiento las figuras paternas deben hacerse
cargo de la responsabilidad. Si abdican, los
adolescentes tienen que saltar a una falsa madu­
rez y perder su máximo bien: la libertad para
tener ideas y para actuar por impulso.
( W i n n ic o t t , Realidad y juego, 1971.)

Como bien describió Winnicott (1971), los infans sa­


len de esta etapa en “forma torpe y excéntrica” para
pasar a la adolescencia, y se apartan de la dependencia
“para encaminarse a tientas hacia su condición de adul­
tos” . También afirmó que crecer no es sólo producto de
una tendencia que se hereda, sino que es, además, “un
entrelazamiento de suma complejidad con el ambiente
facilitador”, con el contexto, ya sea la familia o las
unidades sociales en las que se inserte el adolescente.
En esos contextos el adolescente deberá ser “inmadu­
ro, irresponsable, cambiante, juguetón” y, como nos
recuerda Winnicott, a los adultos nos incumbe acompa­
ñarlos y “que pase el tiempo y traiga lo que llamamos
madurez” .
Muchos adolescentes no pueden ser “inmaduros, irres­
ponsables, cambiantes, juguetones” y no disponen del
tiempo necesario para su tránsito adolescente, no tie­
nen la moratoria social (Erikson, 1982) que se les debe­
ría dar. Por situaciones familiares o sociales (muertes,
desempleo, trastornos en la estructura familiar, etc.),
muchos se deben diplomar de adultos prematuramente,
alejándose —como Winnicott lo dice con tanta claridad-
de “la inmadurez... una parte preciosa de la escena
adolescente [que] contiene los rasgos estimulantes del
pensamiento creador, de sentimientos nuevos y frescos,
de ideas para una nueva vida”. Y continúa de esta
manera brillante:

La sociedad necesita ser sacudida por las aspiracio­


nes de quienes no son responsables. Si los adultos ab­
dican, el adolescente se convierte en un adulto en forma
prematura, y por un proceso falso. Se podría aconsejar
a la sociedad: por el bien de los adolescentes y de su
inmadurez, no les permitan adelantarse y llegar a una
falsa madurez, no les entreguen una responsabilidad
que no íes corresponde, aunque luchen por ella. Con la
condición de que los adultos no abdiquen, no cabe duda
de que los esfuerzos de los adolescentes por encontrar­
se y determinar su destino son lo más alentador que
podemos ver en la vida que nos rodea. El concepto del
adolescente acerca de una sociedad ideal es incitante y
estimulante, pero lo característico de la adolescencia
es su inmadurez y el hecho de no ser responsable. Éste,
su elemento más sagrado, dura apenas unos pocos años,
y es una propiedad que cada individuo debe perder
cuando llega a la madurez (Winnicott, 1971).

Unido a esto último, Aulagnier (1989) afirma que un


adolescente se encuentra embarcado en la apasionada
reivindicación de su “derecho a ser un ciudadano com­
pleto en el mundo de los adultos; muy a menudo, en un
mundo que será reconstruido por él y sus pares en
nombre de nuevos valores, que probarán lo absurdo o
la mentira de los que se pretende imponerle” (Aulagnier,
1991), y que frente a estas condiciones es más impor­
tante la “comprensión” que la “confrontación”.
Inmaduros, irresponsables, cambiantes, juguetones,
reivindicadores, en última instancia practicantes incan­
sables de todo aquello que los ubique en un proceso
identificatorio, aunque muchas veces estén al borde del
colapso, la mayoría logrará sortear este tránsito sin
caer en el intento.
Arribar a la sensación de “yo soy”, y a su consecuente
relación con “yo era” y “yo seré” (construir su historia),
es un trabajo psíquico que se desenvuelve en un entre­
tejido con el mundo. De cómo se entramen esos hilados
sociales, de qué nuevos marcos contextúales surjan en
la vida del adolescente y cómo los transite, dependerá
que los traumas, adversidades, cataclismos emociona­
les, etc. dejen un sedimento, estructuras, y no vacíos.
La lucha se libra entre el proceso identificatorio -pro­
ceso porque la identidad no es algo acabado sino en
movimiento— y el vacío, la futilidad, la sensación de
inexistencia, la patología.
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2. ADOLESCENCIAS: TIE M PO Y CUERPO
E N L A C U LTU R A A C TU A L

Susana Siernbach

No-es novedad que los adolescentes de hoy poco se


parecen a los de algunas décadas atrás. Del mítico
personaje encarnado por el no menos mítico James Dean
en Rebelde sin causa a los televisivos púberes de Rebel­
de Way, muchos y sustanciales cambios han acontecido.
Cambios sociales y culturales que, innegablemente, han
provocado fuertes mutaciones en la producción de sub­
jetividad y por ende también en el tema que habrá de
ocupamos en las siguientes páginas: el de esa etapa de
la vida que recién a mediados del siglo XX se ha deno­
minado adolescencia.
Por lo pronto, la adolescencia no constituye un uni­
versal, sino que resulta definida como tal, es decir,
categorizada, descripta, problematizada según los dis­
cursos de época. Incluso aquellos sujetos que hoy coin­
cidimos en llamar adolescentes no serían considerados
como tales en otros tiempos y lugares. Y, dado que la
cultura produce configuraciones subjetivas mayoritaria-
mente congruentes con sus propuestas identificatorias,
sus ideales, sus prohibiciones y sus imposibles identi-
ficatorios, también los adolescentes personifican, aun
sin saberlo, el dicho cultural acerca de quiénes son o
cómo deben jugar su canon etario. Ni siquiera el cuerpo
permanece ajeno a la atribución identificatoriá. ¿O
podríamos desconocer, acaso, el entretejido actual en­
tre las siluetas desvaídas de las ¿tnoréxicas y ciertos
ideales sociales vigentes? Cuestión que así formulada
podría sonar casi trivial, si no fuera porque nos invita
a dar cuenta de los múltiples modos en que los discur­
sos sociales se enraízan, produciendo, como diría
Castoriadis, sujetos encarnados.
Los ímpetus de la globalización, por lo demás, impo­
nen sus coordenadas al actual tránsito adolescente. Así
es que la tendencia a la homogeneidad atraviesa las
fronteras geográficas e impregna a los adolescentes de
regiones distantes con estilos, modas, músicas, hábitos
de consumo y anclajes identifícatorios que los igualan
tanto como la marca del jean que los enfunda. El tele­
visor, la computadora, el “chateo”, el uso del celular,
comunican e identifican entre sí a los millares de ado­
lescentes que tienen acceso al mundo tecno-medi ático,
habitantes de un mundo en el que las categorías espa­
ciales hasta ahora vigentes han sido trastocadas dando
lugar a nuevas demarcaciones virtuales de las nociones
de cercanía y lejanía.
A l mismo tiempo, la aceleración imprime un sello
inédito al registro cultural de la temporalidad. El incre­
mento de la velocidad, que se expresa en múltiples
aspectos de la vida cotidiana actual, también penetra
en las generaciones y en las diferencias entre ellas. Así
es que, junto con una mayor homogeneidad espacial en
lo que a la adolescencia se refiere, las diferencias
generacionales adoptan modalidades novedosas. A dife­
rencia de otros períodos históricos, en los cuales la
adolescencia se consideraba un tiempo de tránsito que
culminaría en la adultez, actualmente es la juventud y
aun la adolescencia aquello a alcanzar. Por esta razón
el modelo adolescente se impone y convoca al mundo
adulto a intentar permanecer lo más cerca posible -en
imagen, indumentaria, modos y modismos- de esa eta­
pa, actualmente erigida en ideal colectivo.
A la vez, curiosamente, las distancias actuales entre
un púber de 12 años, un adolescente de 17 y otro de 22
no son desdeñables. Es probable que el joven de 22
observe con cierta extrañeza a su hermano de 12 al
recordar su propio ingreso en la adolescencia, apenas
una década atrás. La velocidad de los tiempos y de las
transformaciones socioculturales produce cambios ver­
tiginosos en la producción de subjetividad, al punto tal
que las distancias generacionales se agudizan a veces
dentro de la misma franja etaria que hasta hace poco
quedaba unificada bajo la noción de adolescencia. Así
es que “cada generación es hoy parte de una cultura
diferente” (Margulis, 2003) y, en tanto tal, coexiste con
las restantes con códigos, valores y dialectos a menudo
francamente disímiles. A la vez, dentro de lo que se
definiría como una misma generación, cohabitan moda­
lidades subjetivas que sólo en algunos aspectos se pa­
recen entre sí.
Para complejizar aún más el panorama, diremos que
las adolescencias se ramifican y diversifican en función
de la extracción socioeconómica, el lugar de residencia
o la tribu que conforma el grupo de pertenencia o de
referencia. Tribu que se nuclea en torno a emblemas,
gustos musicales, indumentarias, configurando un no­
sotros de fuerte arraigo en la construcción de la subje­
tividad adolescente.
Partiremos pues de una noción plural: las adoles­
cencias. Múltiples, diversas, siempre surcadas por una
singularidad entretejida con las trazas comunes que la
cultura actual posibilita.
Pero si la adolescencia -aun en su acepción plural­
es una categoría cultural, ¿cuáles serán hoy las signi­
ficaciones imaginarias sociales que esperan a los poten­
ciales in gresan tes a la misma, con su carga de
expectativas, consignas y prohibiciones? Es aquí que la
cuestión de los ideales sociales y del superyó de la
cultura se enlaza con la problemática identificatoria
singular. Tanto en el interjuego entre el yo-ideal y el
ideal del yo como en relación con la vertiente del
superyó.
Surge otra pregunta central: ¿cuál es la frontera entre
el campo de la psicopatología y las actuales y seguramen­
te inéditas modalidades de producción de subjetividad?
Como es sabido, las concepciones culturales acerca de
lo sano y de lo enfermo varían a lo largo de la historia y
de las sociedades. El psicoanálisis, en cuanto producción
científica surgida en el seno de una época de la que ya nos
distancia más de un siglo, no puede dejar de interrogarse
acerca de esto. Nuestra propia clínica, diferente en tantos
aspectos de aquélla de los comienzos del psicoanálisis, nos
impulsa a ello. Y no sólo nos incita a continuar investi­
gando y trabajando textos y autores, teorías y dispositi­
vos, sino que nos insta a acercamos al carozo mismo de
nuestro quehacer. ¿Con qué nociones de psicopatología
nos manejamos hoy? ¿Continúan vigentes los anteriores
paradigmas relativos a las estructuras psicopatológicas
“clásicas5? Si la mayor parte de la consulta clínica, tam­
bién en la práctica con adolescentes, refiere a problemá­
ticas cercanas a lo que se denomina organizaciones
fronterizas o borderline, es claro que deberemos comple-
jizar nuestros instrumentos teórico-clínicos.
Más aún: dado que toda noción de lo patológico remi­
te a cierta idea de salud o normalidad, nuestra práctica
actual no sólo nos obliga a interrogar las categorías
psicopatológicas sino que confronta a éstas con las cam­
biantes modalidades que la producción social de subje­
tividad adopta hoy.
Cabe todavía agregar una dificultad inherente a
nuestra propia indagación: nuestra conformación sub­
jetiva, diferente en muchos aspectos a la de los adoles­
centes que nos consultan. ¿Será que nuestra perspectiva,
aferrada a cánones identificatorios perimidos para las
generaciones actuales, arroja del lado de lo patológico a
aquello que simplemente sería un novedoso modo de la
subjetividad?
Del otro lado, el culto actual de lo joven como emble­
ma ideal podría descalificar cualquier aproximación
crítica bajo el mote invalidante de antigüedad, ¿De­
beríamos, entonces, acomodarnos a los nuevos ideales
vigentes, como analistas dóciles al servicio de las for­
mas actuales de adaptación social? Situación potencia­
da por otra parte por la frecuente devaluación de la
crítica social en la contemporaneidad. A diferencia de
otras, “es ésta una época que le ha dado la espalda a lo
más propio y esencial de la modernidad: la crítica como
herramienta indispensable y como brújula orientadora”.
(Forster, 2003). ¿Cómo plantear un discurso crítico
cuando la adolescencia conforma justamente el ideal
cultural y la crítica social tiende a domesticarse?
Estando advertidos de estos obstáculos, intentare­
mos de todos modos zanjarlos apoyados por vía doble
en la perspectiva freudiana. Por una parte, nos basa­
remos en la universalidad del malestar en la cultura,
malestar irreducible y por ende propio de cualquier
momento sociohistórico. Indagaremos, pues, ciertas
vertientes del malestar en la cultura contemporánea,
en particular en lo que atañe al trayecto adolescente.
Y, por otra parte, haremos pie en la localización freu­
diana del psicoanálisis como “peste”. Es decir, como
herramienta apta para el cuestionamiento de lo so­
cialmente instituido bajo su faceta alienante y produc­
tora de sintomatología singular.
Así como el psicoanálisis contribuye de un modo fun­
damental al análisis de la cultura, uíia lectura psicoa­
nalítica que no tomara en cuenta lo sociohistórico
amputaría su comprensión teórica de la subjetividad
así como la eñcacia clínica de la escucha y la interven­
ción. Va de suyo que esto no implica dejar de lado la
riqueza de los conceptos psicoanalíticos ni se trata de
“sociologizar” el psiquismo o la operatoria clínica. Por
el contrario, se trata de ampliar nuestra lectura de la
subjetividad al incluirla en sus condiciones de época.
Será desde esta lectura que intentaremos agregar
algunos elementos que nos ayuden a acompañar a los
adolescentes, a los adolescentes de hoy, en ese impor­
tante tramo de su trayecto vital.
Comenzaré circunscribiendo el campo: entre los mu­
chos modos de transitar este período de la vida que
transcurre entre la niñez y la adultez, habré de referir­
me a esa franja de adolescentes que pertenecen a los
estratos sociales que suelen llegar a la consulta clínica
tanto institucional como privada. Quedarán excluidos
de estas consideraciones los numerosos jóvenes cuyas
condiciones materiales de existencia los obligan a tran­
sitar esa etapa bajo formas que poco se parecen a lo
que aquí habremos de describir.
Partir de una concepción de la adolescencia como
categoría y nominación cultural, supone que la misma
no queda reducida a sus contundentes e innegables
transformaciones biológicas. No se trata de desesti­
mar la capital importancia del cuerpo sino en todo
caso de ubicar lo corporal como parte central de la sub­
jetividad, una subjetividad hecha de cuerpo, psiquismo
y lazo social.
Debido a los embates de las fuertes transformaciones
corporales, a menudo la adolescencia tiende a aparecer
bajo la pregnancia de lo biológico y lo evolutivo. De este
modo, se la sustancializa olvidando que el cuerpo tam­
bién es hablado desde lo social.
Es este último aspecto el que habrá de interesamos
en particular. Nos permitirá acercarnos a ciertas moda­
lidades frecuentes en los adolescentes actuales desde
una lectura que no desconozca el peso de lo histórico-
social, incluso en sus efectos sobre los cuerpos.
Cabría agregar, aún, que la alienación en los discur­
sos culturales no sólo se manifiesta, en el plano del
pensamiento, en la adhesión acrítica a las propuestas
de época. También, y tal vez de modo todavía más im­
perceptible, acontece en las prácticas sociales, en las
conductas, en las acciones naturalizadas, en los cuer­
pos mismos. Plantear que los discursos sociales se en­
caman en los sujetos es situar, ni más ni menos, la
producción social de subjetividad no sólo como un he­
cho de discurso sino como traza cultural que marca los
cuerpos y la vida cotidiana. Se trata de aquello que en
apariencia se presenta como lo natural
A la vez, las improntas culturales se insertan en una
subjetividad abierta, cuya potencialidad transformado­
ra convierte lo recibido en tierra fértil para la aparición
de lo nuevo. De modo que instituido-instituyente confi­
guran una dinámica en la cual permanencia y cambio
inteijuegan tanto en el plano subjetivo como en el co­
lectivo. El trabajo de los adolescentes actuales es justa­
mente el de plasmar un proyecto identificatorio bajo
coordenadas sociales específicas. N i mejores ni peores
que las de antaño. Pero, sin duda, diferentes.
Luego de estas aclaraciones de carácter general, nos
asomaremos ahora a ciertas características frecuentes
en los adolescentes de hoy. Sobre todo, como hemos
anticipado, las de aquellos que suelen llegar a la con­
sulta clínica.
Es sabido que, al igual que la extensión de la vida
misma, la adolescencia se ha prolongado. Un informe
de la Organización Mundial de la Salud indica que la
duración de la misma se ha ampliado hasta los 25 años
(citado por Margulis, 2003).
Dato revelador, sin duda, que pospone a menudo el
ingreso a la adultez con su carga de responsabilidad e
independencia económica, al menos en lo que concierne
a los jóvenes de clase media.
Paradójicamente, la idealización de los atributos de
la juventud privilegia a ésta como un bien para la in­
serción laboral en ciertos ámbitos, destinando a una
jubilación prematura a los adultos, que quedan expul­
sados del sistema productivo. Como si, curiosamente, la
adultez misma se estuviera angostando, aplastada en­
tre una juventud extendida y una vejez apresurada.
A la vez, la vida familiar se ha modificado notable­
mente en las últimas décadas. La clínica con adolescen­
tes y con familias es elocuente respecto de la inutilidad
de muchos parámetros con los que los analistas nos
manejábamos hasta hace algún tiempo. La fam ilia
burguesa tradicional es una estructuración ya casi
anacrónica. Dentro del enorme abanico de diversidades
fa m ilia res (fa m ilia s ensambladas, hom osexuales,
monoparentales, entre otras) algunas características
comunes las distancian de la familia que hasta hace
poco se consideraba convencional.
Una de estas características es que, fundamentalmen­
te, la familia no es hoy el principal, y mucho menos el
único, agente de socialización y transmisión. La veloci­
dad de las transformaciones, al reemplazar al ritmo de
la moda los códigos, los valores y los modismos, convier­
te a menudo a padres e hijos en habitantes de mundos
disímiles entre los que el intercambio tiende a debilitar­
se. La otredad generacional se acentúa, salvo que los
padres -como ocurre a veces™ adopten las jergas adoles­
centes para fraternizar con sus hijos. Pero cuando esto
no es así la habitual confrontación generacional de otros
períodos históricos cede paso a intercambios diluidos, o
a situaciones de cuasi aislamiento en las que, aun quie­
nes conviven se conectan principalmente con y a través
del universo tecno-mediático.
Desde este punto de vista, es evidente que la trans­
misión intergeneracional cede lugar a modalidades de
transmisión exogámicas que sustituyen las identifica­
ciones otrora centrales por otras extrafamiliares. Para
bien y para mal, es innegable que esto ha de producir
mutaciones sustanciales en las condiciones actuales de
producción subjetiva. Los grupos de pares, los amigos,
las tribus de pertenencia constituyen a menudo un lazo
afectivo y de referencia para adolescentes cuyo univer­
so fam iliar intergeneracional no logra ya acompañar
las fuertes mutaciones subjetivas en curso.
Cabe destacar que la idealización de lo joven tiene su
contrapartida, tal como han señalado algunos autores,
en la gradual dilución de la experiencia como valor
social.
En su libro Infancia e historia, Agamben sostiene
que el hombre contemporáneo ha sido expropiado de la
experiencia. Ésta, siempre singular pero transmisible a
las siguientes generaciones, ha sido hoy reemplazada
por ideales y propuestas identificatorias que transfor­
man el transcurrir temporal en un decurso que no otor­
ga especial significación a la aprehensión subjetivante
de lo vivido,
A partir de esto, podríamos pensar que el “tránsito”
adolescente, clásicamente descripto como una etapa de
duelos por la infancia, cuyo premio, dificultoso pero
atractivo, eran las prerrogativas de la adultez, hoy día
adquiere caracteres diferentes.
¿Hacia qué tipo de adultez se encaminaría el ado­
lescente? A menudo ésta no parece constituir un pun­
to de arribo convocante. Cuando el mundo adulto no
aparece mimetizado con el del joven mismo (y, en tal
caso, ¿para qué continuar el camino hacia adelante?),
lo que oferta como modelo tampoco constituye siempre
un polo atractor. Éste es el caso, frecuente por cierto,
de adultos desorientados, ellos mismos en crisis, con
dificultades económicas y laborales, habitualmente con
poca disponibilidad para el diálogo y el sostén del hijo
adolescente. *No se trata tanto de adultos con quienes
confrontar sino muchas veces de adultos que no alcan­
zan a constituirse en estímulo hacia un futuro que
invite a ser alcanzado.
Sí agregamos a esto que la noción misma de futuro y
sobre todo la de proyecto se han desdibujado en el plano
social, como si fueran un resabio perimido de la moder­
nidad clásica, deberemos reconocer peculiares dificulta­
des en el decurso adolescente actual. Decurso que, al
menos desde la oferta social, por momentos se asemeja
más a un estado o a una condición estable que a una
etapa de búsqueda de inéditos proyectos identifícatorios.
Por otra parte, el lugar idealizado que la cultura pro­
pone respecto de lo joven es, antes que nada, el lugar
del consumidor. Mucho menos definido e investido apa­
rece el lugar del sujeto como productor y como hacedor
de proyectos. Para muestra, basten las publicidades,
mayoritariamente destinadas a los niños y a los jóve­
nes. La alegría, la belleza, el modelo identificatorio
propuesto giran en tom o al perfil del consumidor en
tanto ideal. Entiéndase: no sólo es una obvia estrategia
de venta; también y al unísono es un vehículo ideológi­
co que insta a consumir en tiempos en que la inserción
en el aparato productivo escasea.
Se podrá argüir: ¿cómo es posible consumir sin inser­
ción laboral? Es ciertamente una de las paradojas a las
que los adolescentes —y no sólo ellos- se ven conmina­
dos, paradoja que alienta incansablemente a un consu­
mo al que no todos podrán acceder.
La cultura de la noche (Margulis, 1994) es revela­
dora al respecto. La cultura del consumo oferta las
24 horas. Unas generaciones consumen de día, otras
de noche. El distanciamiento generacional se exterio­
riza en la geografía urbana y el boliche permite que,
mientras los adultos duermen, los adolescentes con­
suman. En este contexto la producción se lim ita al
mentado “producirse” , cuyo sesgo objetalizante es
ocioso resaltar.
Se trata de una oferta social consonante con los aba­
nicos identificatorios a los que se invita a las nuevas
generaciones. Y, tal como sucede en cualquier época,
dicha oferta es congruente con el tipo de sujeto ideal
propuesto desde ese peculiar momento sociocultural.
En este contexto los adolescentes actuales realizan la
salida hacia un mundo muy diferente al de décadas
atrás, con las características generales de la globaliza-
ción y del capitalismo tardío, y con las particularidades
de un país atravesado por una sucesión de crisis y de
situaciones políticas traumáticas, cuyos efectos se ex­
tienden a las nuevas generaciones. A la vez, como ya
hemos mencionado, la salida se efectúa desde tramas
familiares en algunos sentidos más laxas que las de
otrora.
Sería ocioso discutir si esta adolescencia es más fácil
o dificultosa que la de otras épocas, si es mejor o peor.
El adolescente actual tiene abiertas posibilidades que a
sus antecesores generacionales les estaban vedadas: una
menor cerrazón endogámica, menos autoritarismo, ma­
yor cuestionamiento de modelos anteriores, mayor li­
bertad en múltiples aspectos. A la vez, las propuestas
culturales contemporáneas generan formas de males­
tar novedosas y problemáticas inéditas.
Entre los obstáculos a los que hemos hecho referencia,
destacamos la tendencia a una “adolescentización” social,
que se corresponde con la devaluación de la noción de
proyecto. Esto, que puede vaciar de sentido al futuro, al
mismo tiempo constituye una oportunidad para la diver­
sificación de búsquedas no ancladas a un proyecto
identificatorio ya definido de antemano (Lerner, 2004).
La diversidad de modelos identifícatorios exogámicos
y la fortaleza de los vínculos de paridad (el grupo, la
banda, la tribu) a menudo son fuente de identificación.
No sólo eso. También proveen sostén y promueven el
aprendizaje de un lazo social fraterno que incluye la
semejanza y la diferencia entre pares. Además, la ex­
ploración y búsqueda a través de las posibilidades que
el mundo tecno-mediático permite, la misma prolonga­
ción de la adolescencia como moratoria, ofrecen posibi­
lidades anteriormente inexistentes para la subjetivación
del adolescente contemporáneo.
Como en cualquier época, las significaciones imagi­
narias sociales, aun las de carácter más alienante, re­
quieren del consentimiento subjetivo para encarnarse
sin fisuras. Y, tal como acontece en cualquier época, los
jóvenes (y no ellos solamente) podrán tomar senderos
más alienantes o bien efectuar torsiones creativas res­
pecto del instituido social previsto. En este sentido, la
perspectiva aquí esbozada refiere a un adolescente que
no es pasivo y que se halla en autoconstrucción perma­
nente, movimiento complejo respecto de los parámetros
de normalidad y de los ideales ofertados.
Nuestra tarea clínica consistirá, en todo caso, en acom­
pañar al adolescente que nos consulta en ese proceso de
búsqueda que obliga a tramitar duelos e invita a bosque­
jar proyectos para un yo disponible al porvenir.
¿Pero cómo tramitar duelos y proyectos -eso que
Aulagnier denominó construirse un pasado para cons­
tru ir un futuro~~ en una época en que las nociones mis­
mas de pasado, presente y futuro se modifican?
A esta problemática dedicaremos nuestro próximo
apartado.

EL TIEMPO: ENTRE LA VELOCIDAD


Y EL PROYECTO IDENTIFICATORIO

Tiempo y espacio constituyen matrices simbólicas


fundamentales. Su construcción comienza ya en los
primeros instantes de la vida, a partir de los contactos
inaugurales. Los ritmos en la alimentación, los inci­
pientes hábitos y rutinas, imprimen a la dialéctica pre­
sencia/ausencia del vínculo primordial los primeros
esbozos de ciertas escansiones temporales que serán
precursoras de la construcción del tiempo. Como se ve,
los modos de la temporación hunden sus raíces en el
encuentro con el otro, encuentro signado por la antici­
pación dado que el recién nacido se aloja en un mundo
que ya está ahí (Aulagnier, 1977). Es sabido que las
características de los primeros encuentros están modu­
ladas por las significaciones imaginarias y simbólicas
vigentes para cada cultura. Esto también ocurre con la
inscripción del tiempo. El tiempo de ciertas culturas
orientales sin duda se parece poco al vertiginoso ritmo
del fast-food occidental actual; la noción temporal en la
época de las Cruzadas no es igual a la de los Tiempos
Modernos que satirizara la inolvidable película de Cha-
plin.
De modo que abordar la cuestión de la temporalidad
implica referimos a un aspecto central en la construc­
ción de la subjetividad. Una subjetividad que no puede
sino estar marcada por las trazas temporales de su
cultura, a las cuales modifica y recrea a la vez.
Hoy el tiempo parece transcurrir con una mayor
velocidad en comparación con épocas anteriores. El rit­
mo de los cambios propio de la modernidad se ha ido
acentuando, en parte gracias a los enormes avances
tecnológicos, que brindan posibilidades inéditas en cuan­
to al acortamiento de tiempos y distancias. A la vez, y
a diferencia de la modernidad clásica, las nociones de
pasado y de futuro han ido perdiendo relevancia. La
desaparición de los grandes relatos y la caída de las
utopías, ligadas al'fracaso de las promesas que se plan­
teaba'el siglo XX han contribuido sin duda al descrédi­
to del porvenir como guía y al apuntalamiento de la
existencia personal y colectiva. La época nos propone,
pues, constituirnos en “habitantes del puro presente”
(Forster, 2003), lo cual imprime un sello peculiar a la
temporalidad. La velocidad se aúna de modo paradójico
con cierta eternización de un tiempo efímero que no se
dirige hacia un futuro prefijado, transformador del
presente.
Ciertamente, el psicoanálisis otorga una particular
importancia ál proyecto como dimensión necesaria para
la complejización psíquica y las posibilidades abiertas a
un yo en construcción incesante.
Para el adolescente se trata de desasirse de las pro­
puestas identificatorias que le fueron asignadas, para
pasar a plasmar un proyecto identificatorio que, apoya­
do en las coordenadas previas, podrá inventar nuevas
alternativas a un yo abierto al devenir. Buena parte
del trabajo adolescente consiste en esta amalgama de
desprendimientos y búsquedas. Algún tiempo atrás, en
la clínica nos encontrábamos con frecuencia con situa­
ciones en las que el desprendimiento se veía trabado y
la búsqueda tenía poco espacio dado lo férreo de los
mandatos familiares y sociales. La aspiración ya predi-
cha para el joven limitaba el abanico abierto al proyec­
to propio. Había un futuro, sin duda. Pero el punto de
arribo estaba tan anticipado que quedaba poco margen
para un proyecto singular que se desviara de los carri­
les ya previstos.
Esto no es así en la actualidad. La búsqueda está
mucho más permitida. Entre otras cosas, porque los mam-
datos previos han caducado y el porvenir es incierto,
imprevisible o, en última instancia no importa dema­
siado. La consabida pregunta que solía formularse a los
niños pequeños, “¿qué vas a ser cuando seas grande?”,
sonaría hoy fuera .de tiempo y lugar. Y, sin embargo,
como dice Piera Aulagnier, para el yo resulta funda­
mental poder situar un ideal a futuro que no se agote
en la mera reedición de lo ya vivido. El proyecto
identificatorio, parte de la trabajosa elaboración psíqui­
ca de la castración, es esencial para el sujeto humano.
Y recordemos que para Aulagnier angustia de castra-
ción y angustia de identificación son sinónimos.
El pasaje de un posicionamiento en que predomina
el yo Ideal, posicionamiento fundamentalmente narci­
sista según el cual el yo se iguala al ideal, al del Ideal
del yo, incluye la noción de proyecto. La distancia entre
el yo actual y el ideal buscará ser zanjada a futuro.
Futuro que se dibuja como proyecto identificatorio y
como sede de ideales que habrán de funcionar como
horizonte desiderativo para un yo en movimiento ha­
cia lo porvenir.
¿Será la propuesta psicoanalítica también hoy una
teoría en desuso, basada en conformaciones subjetivas
anacrónicas? Es aquí donde la frontera entre las nue­
vas formas de producción de subjetividad “normal” y
las condiciones sociales productoras de patología se
borronea.
¿Será aún válida una fundamentación psicoanalítica
que considera el proyecto identificatorio como sede y
motor de la complejiz ación psíquica propia de Eros?
Por ahora sostendremos la vigencia de estás formu­
laciones. A la vez nos detendremos en ciertos efectos
alienantes que desde la cultura actual pueden promo­
ver peculiares formas de malestar, particulares trastor­
nos psicopatológicos y obstáculos a la subjetivación en
los adolescentes.
A menudo nuestra tarea clínica enfrenta hoy dificul­
tades propias de los efectos de las actuales significacio­
nes sociales que, entramadas en la problem ática
singular, conforman una parte del sufrimiento psíquico
de quienes nos consultan. Y son los propios adolescen­
tes quienes a través de la palabra, el cuerpo o la acción
traen estas dificultades a la consulta.
En la difícil amalgama entre permanencia y cambio,
tarea a la que el adolescente se ve convocado, y que por
otra parte habrá de continuar como trabajo a lo largo
de la vida, la historización simbolizante y la proyección
hacia lo porvenir son fundamentales. El proyecto otor­
ga un sentido provisorio y desiderativo al yo en deve­
nir. Promueve efectos de subjetivación al rescatar al
adolescente de la inercia de las anticipaciones que los
otros plasmaron para su yo. De este modo, lo rescata de
las trampas narcisistas de un yo igualado al ideal en
tiempo presente. O lo que es su reverso melancolizante,
un yo identificado con el no-ideal en un tiempo no trans­
formable a futuro. Detención temporal que, cuando
ocurre, produce coagulaciones de sentido y por ende no
convoca al movimiento. El proyecto es en cambio alte­
ración. Implica la alteridad potencial para un Yo no
condenado meramente a permanecer.
¿Pero cómo referirnos a un tiempo de permanencia
cuando lo que prima es la velocidad? Es que velocidad
no necesariamente implica conciencia del tiempo, cam­
bio o transformación. A l igual que no podríamos ho­
mologar la novedad a lo nuevo, a veces como dice
Feinmann (2004), “la velocidad mata el tiempo”. Así
como el fast-food a menudo no permite degustar, cap­
tar sabores y matices, la cultura del ritmo indetenible
no garantiza que ese tiempo esté al servicio de la trans­
formación.
Con frecuencia la creciente velocidad con la cual los
adolescentes hablan, y que oñcia como contraseña de
pertenencia generacional, está acompañada de un em­
pobrecimiento del lenguaje. El “todo bien” que acompa­
ña el saludo habitual, con su obvia contrapartida del
“todo m al” para dar cuenta ya sea del desánimo, la
angustia, la tristeza o la depresión, constituye una
muestra de dicho empobrecimiento. La respuesta rápi­
da condensa los matices en una frase compacta, sin
sujeto ni verbo, que aplana sentimientos y elude las
múltiples posibilidades de una palabra singular. Lo
mismo ocurre en cierto tipo de comunicaciones escritas,
cuyo lenguaje por momentos parece querer remedar el
de las máquinas. “Slms st nch” apresura una invita­
ción, pero comprime en una formulación impersonal las
infinitas capacidades metafóricas del lenguaje. Se trata
de una velocidad que por momentos parece girar sobre
si misma, sin conducir á diferencia alguna.
Tal vez nuestros adolescentes deban enfrentar hoy
algunas de estas condiciones de época. Los potencia­
les efectos alienantes de una oferta cultural que con­
vierte el pasado y la historia en el trivial “ya fue” y
reduce la posibilidad de lo nuevo, de lo inédito, al
reino de la novedad. Castoriadis se refiere a esta pro­
puesta social como el “avance de la insignificancia”.
Doble dimensión de la insignificancia: la de una subje­
tividad y existencia poco significativas y aquélla del
vacío de sentido.
¿No tendrá que ver el enorme aumento de las depre­
siones, casi epidémicas en la actualidad y en preocu­
pante ascenso entre los adolescentes de la globalización,
con algunas de estas matrices socioculturales? ¿No
podríamos pensar, acaso, que el tedio y el aburrimiento
al que tantos adolescentes parecen ser hoy proclives,
podrían ser expresiones sintomales de cierta vertiente
de la depresión, favorecida desde lo social? En particu­
lar me refiero a la dilución de un lugar asignado a
futuro, es decir, desde el carácter actualmente desvaído
de la idea de proyecto. Situación cuyo reverso es el
reforzamiento de las exigencias del yo-ideal totalizante
y del superyó en su versión insaciable.
En este sentido, nuestro trabajo clínico, en el cual la
noción de proyecto y aun la de proyecto terapéutico no
se encuentran ausentes, puede ofrecer una alternativa
no depresógena, abierta a las múltiples posibilidades
elaborativas y creativas de los adolescentes que nos
consultan.

EL CUERPO: ENTRE LA DOCILIDAD


Y LA POTENCIALIDAD SUBJETIVANTE

Es sabido que el trayecto adolescente conlleva la ela­


boración de las significativas transformaciones del cuer­
po que signan este tiempo de la vida, a punto tal que
a menudo las problemáticas múltiples, contradictorias
y complejas que pueblan esta etapa quedan circuns­
criptas a los innegables cambios corporales que forman
parte de las turbulencias que conmueven al joven. Nos
propondremos en este apartado tratar el tema del cuer­
po en relación,con la adolescencia contemporánea. Para
ello partiremos, como hemos dicho, de la noción de un
cuerpo que se construye en el seno de los vínculos y del
campo histórico-social.
Este cuerpo, a la vez biológico, sensorial, erógeno,
imaginario y hablado, es por consiguiente índisociable
tanto del psiquismo como del encuentro incesante con
los otros investidos y con el lazo social ampliado. El
cuerpo, afectado desde sus raíces biológicas, es sin
embargo también producto de los discursos sociales. Se
produce desde una realidad cultural y no meramente
natural. El cuerpo biológico con sus improntas, el cuer­
po sensorial que desde el comienzo de la vida metaboliza
en términos de placer-displacer su encuentro con el
mundo, el cuerpo erógeno que sé va plasmando en el
campo relacional, el cuerpo hablado desde los otros y
desde el discurso cultural: todos estos aspectos conver­
gen de modo múltiple y conflictivo en el decurso adoles­
cente.
El cuerpo biológico constituye el basamento material
del cuerpo sensorial y erógeno; pero las vicisitudes afec­
tivas y representacionales revierten a su vez sobre el
funcionamiento biológico corporal. De este modo, el
sufrimiento psíquico produce a menudo sufrimiento
somático. Temática de algún modo ya presente en Freud,
cuando en E l malestar en la cultura nos advierte que
“desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuer­
po propio, que destinado a la ruina y la disolución no
puede prescindir del dolor y la angustia como señales
de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir
sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes,
despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos
con otros seres humanos” Claro está que esta asevera­
ción podría ser hoy complejizada aún más, al proponer
que estas tres dimensiones son indisociables y configu­
ran una trama coproductora tanto del placer como del
sufrimiento.
La dialéctica placer-displacer constituye la prime-
rísima metabolización del encuentro con los otros pri­
mordiales. Como incipiente producción representacional,
codifica en términos del afecto. Un afecto que se expre­
sa y traduce en cuerpo y acción. Investidura, desin­
vestidura, atracción o rechazo serán la respuesta arcaica
frente a las vicisitudes de un encuentro en el que habrá
de entretejerse la dialéctica entre pulsión de vida y
pulsión de muerte. Este proceso representacional ori­
ginario (Aulagnier, 1977) permanece activo a lo largo
de toda la vida. Actúa como fondo representativo, pero
también como registro del afecto que se hace cuerpo y
acción, a veces más allá del mundo fantasmático y
simbólico.
Sin embargo, estos últimos, a través de sus produc­
ciones primarias y secundarias, complejizan la metabo­
lización de los encuentros y enriquecen al psiquismo
con las operatorias del inconsciente y de la representa­
ción simbólica. También el cuerpo es partícipe de esta
complejización, no sólo en el plano de la fantasía sino
también en lo que refiere al funcionamiento del Yo.
El Yo, proyección de superficie corporal, despliega el
múltiple entramado de las identificaciones y los idea­
les. Mera sombra hablada en los inicios, el Yo tendrá a
su cargo reformular los enunciados identifícatorios que
le dieron origen, para enunciar sus propios proyectos.
En la adolescencia todos estos aspectos confluyen y
se reorganizan en un interjuego conflictivo entre per­
manencia y cambio. ¿Qué permanece y qué se modifica
del cuerpo conocido? ¿Qué identificaciones tambalean,
se reformulan, y por cuáles otras se sustituyen? ¿Qué
nuevas identificaciones surgen y en relación con qué
ideales? ¿Cómo se reorganiza el narcisismo, y a trav¡és
de qué encuentros? ¿Qué potencialidades se activan,
cuáles otras son sepultadas?
El cuerpo del adolescente es una sede conflictiva que
responde, sin saberlo, a estas y a otras cuestiones que
son siempre subsidiarias del encuentro con los otros y
con el discurso cultural.
Pero no sólo se trata de cuestiones identificatorias en
la adolescencia. La habilitación sexual activa también
el mundo fantasmático y los más arcaicos modos del
procesamiento afectivo. En la salida a la sexualidad, a
través de las transformaciones corporales y fundamen­
talmente a través del encuentro con los otros, estos
registros se ven conmovidos.
Temáticas tales como la de la investidura/desin­
vestidura, o la del placer/sufrimiento, se ven necesaria­
mente convocadas a partir de esos nuevos encuentros
en que el cuerpo posee un lugar protagónico. En este
sentido, las iniciaciones sexuales, hoy más precoces que
en otras épocas, en particular para las mujeres, ponen
en juego estas diversas facetas desde lo más arcaico
hasta la fantasmática inconsciente, la imagen corporal
y los enunciados identifícatorios e ideales del Yo, en
sus correlaciones con los ideales colectivos. Pero tam­
bién los encuentros, en tanto experiencias inéditas,
producen recomposiciones e innovaciones en el mundo
afectivo y fantasmático del adolescente. Potencialidad,
efecto de encuentro y posibilidad de acontecimiento se
anudan así, produciendo un nuevo' mapa libidinal e
identificatorio.
Una cuestión, sin embargo, es incontrastable. La
relación con el cuerpo propio es inseparable de la rela­
ción con los otros. Temática que se juega de modo pe­
culiar en la adolescencia.
Hemos insistido en una hipótesis: el imaginario so­
cial contribuye fuertemente a la construcción de los
cuerpos. Foucault lo decía a su manera, cuando se re­
fería a los cuerpos disciplinados por los regímenes de
poder y de saber. Situación que nos reconduce a la
función de los ideales y del superyó como formaciones
bifrontes que atañen al sujeto y a la cultura en su
anudamiento indisociable.
¿Cuáles son las características del discurso social
contemporáneo sobre el cuerpo? ¿Qué representa el
cuerpo adolescente hoy para la cultura? ¿Cuáles son las
propuestas identificatorias, los ideales y su negativo, es
decir, aquello que no encaja en el ideal, o que queda
excluido de los discursos sociales en la actualidad?
El cuerpo en general y el cuerpo adolescente en par­
ticular resultan hoy fuertemente investidos desde los
discursos sociales. Habría, sin embargo, que corregir.
No se trata del cuerpo en general. ¿Qué aspectos de lo
corporal se encuentran tan especialmente investidos?
Se trata, antes que nada, del cuerpo en su dimensión
estética. El cuerpo como imagen ocupa un lugar tan
central en la contemporaneidad que llega a constituir
un verdadero capital estético, que opera a menudo como
criterio clasificador y organizador fundamental de las
relaciones afectivas y sociales. Y no sólo de los encuen­
tros eróticos, sino más ampliamente de la participación
social en espacios amistosos o laborales. Tal como ocu­
rre cuando los “talles dos o tres” se avergüenzan de su
volumen corporal hasta restringir sus salidas al exte­
rior. A las dificultades subjetivas se suman obstáculos
objetivos, por ejemplo el de la búsqueda de empleo.
Más allá de la conciencia de los propios participantes,
la buena presencia requiere dos atributos fundamenta­
les: juventud y delgadez. Como se ve, volvemos al tema
del tiempo y del cuerpo.
Involuntariamente los actores sociales se hallan im­
pregnados por códigos de percepción que crean taxono­
mías (Margulis, 2003); códigos desde los cuales, en el
culto del cuerpo hecho imagen, queda denotado el ac­
tual ideal cultural de cuerpo legítimo.
Como es sabido, los cánones de belleza y de cuerpo
socialmente consensuado varían de modo notable se­
gún las épocas y las culturas. El ideal actual, cuando es
erigido en uniforme, se basa en la imagen de un cuerpo
estilizado, delgado a veces hasta diluir las diferencias
sexuales y generacionales tanto como las singularida­
des corporales. Cuerpos prét-á-porter, que rozan lo
unisex e incitan a severas disciplinas dietarias, gim­
násticas o quirúrgicas que logren producir la transmu­
tación anhelada.
Es evidente el modo como esta situación juega en
muchos de los tan habituales trastornos de la alimen­
tación. El disciplinamiento corporal en tom o a los idea­
les imperativos se encama en la adolescente anoréxica
que, aun al borde del desfallecimiento, considera no
haber alcanzado el ideal.
En un trabajo anterior formulé que “el cuerpo obli­
gado es el cuerpo talle uno, actual uniforme para los
cuerpos desnudos. Se requiere, en efecto, una férrea
disciplina para moldear, endurecer, afinar, hasta lo­
grar por fin ingresar en ese bendito talle uno, talle
único” (Sternbach, 2002). Entretanto puedo agregar
un talle más. O menos, según como se lo quiera ver:
el talle cero. Sugerente, sin duda, en su evocación de
la nada, esa nada hacia la que el cuerpo de la añoré-
xica amenaza en ocasiones deslizarse. El ideal iden-
tificatorio concentrado en el yo como imagen espeja
la superficie corporal de modo casi exclusivo, arro­
jando fuera de la escena especular otros atributos
yoicos* Es decir, el yo queda subsumido en la imagen
corporal, siempre relativa al ideal de perfección se­
gún el canon de la época,
A la vez, otros aspectos de la subjetividad quedan
disimulados: el cuerpo arduamente trabajado en el
gimnasio ocupa toda la superficie del espejo, en des­
medro de otros aspectos de la subjetividad que hacen
m ella en lo corporal: el afecto, la emoción, la fantasía,
el pensamiento.
La alienación, destino del yo en relación al pensa­
miento (Aulagnier, 1979) actúa sobre los cuerpos. Cuer­
po y acción se convierten en ejecución práctica de la
alienación en el ideal cultural. Se trata de producir un
cuerpo asimilado a una silueta. L a idealización de la
representación del cuerpo adolescente desoye a menu­
do al cuerpo real, con sus sensaciones de placer y de
sufrim iento. Los cuerpos, dóciles, deben autodis-
ciplinarse, escindiendo aquellos mensajes pulsionales
y fantasmáticos que podrían amenazar el mandato en­
carnado.
¿Qué ocurre con la sexualidad adolescente en este
contexto de significaciones sociales? Sabemos que hoy
día el ejercicio de la sexualidad ha quedado liberado
respecto de restricciones anteriormente vigentes, algu­
nas de las cuales fueron hegemónicas durante siglos.
La sexualidad actual goza de una permisividad crecien­
te. No sólo porque es factible ejercerla fuera de la ins­
titución matrimonial, sino porque el placer en el sexo
forma parte de una validación social que se extiende
tanto a las mujeres como a los varones.
Es sabido que la separación entre sexualidad y re­
producción, ligada a la caída de la indisolubilidad de la
unión conyugal, junto con la gradual desaparición de la
familia tradicional, han contribuido fuertemente a es­
tas transformaciones. A la vez, el imperativo de la vir­
ginidad femenina hace rato qué ha caducado. La inicia­
ción genital es hoy más precoz en las jóvenes que la que
estaba autorizada para sus madres; y la diversidad de
experiencias sexuales no va a la zaga de aquélla permi­
tida a los varones. Mayores libertades, sin duda.
¿Cuáles son las nuevas problemáticas? ¿Cuáles de
las anteriores continúan vigentes? Más libertad no ne­
cesariamente significa ausencia de parámetros, ideales,
restricciones. Por el contrario, en cualquier época circu­
lan ciertos códigos culturales para la regulación del
cuerpo y de la sexualidad.
Asomémonos a algunos de los códigos actuales. Por
lo pronto, la restricción del sida, figura amenazante
que regula los “cuidados” relativos al ejercicio sexual.
En apariencia, no hay muchas más restricciones. A l
contrario, parece existir una creciente tendencia a que
los cuerpos “destrabados” liberen sus ímpetus pulsio-
nales a través de descargas perentorias y directas. Tal
como nuestra propia clínica atestigua, lo pulsional
em erge con frecu en cia con poco recu b rim ien to
fantasmático y simbólico. A la vez, parecería que hoy la
genitalidad no es ya sede primordial de la transgresión.
Ésta se sitúa", antes, en la oralidad. Qué comer, cuántas
calorías, cuándo la tentación puede más que la discipli­
na; los accesos irrefrenables ocupan más los devaneos
de muchas adolescentes que lo referido al ejercicio de
su sexualidad.
Por otra parte, actualmente parece haber pocas ba­
rreras para mostrar y decir aquello que atañe al sexo.
Como si todo, o casi todo, pudiera ser dicho y exhibido.
¿Pura espontaneidad de una palabra liberada, de los
cuerpos por fin destrabados del mandato social? Curio­
samente, algunos autores señalan un cierto desencan­
tamiento del cuerpo y de la sexualidad. ¿Será que la
producción de subjetividad promueve una mayor per­
misividad que sin embargo no puede eludir nuevos
cercenamientos y dificultades?
Hace ya tiempo, en sn Historia de la sexualidad,
Foucault señalaba una tendencia propia de la contem­
poraneidad: la de la incitación a los discursos. Subraya­
ba entonces que el decir “todo” podría, no siempre ser
liberador, sino que también podría estar del lado del
control social. Recordemos que para este pensador la
sexualidad no sería meramente objeto de represión, sino
que fundamentalmente tendría carácter productivo
desde lo social. Es decir, sería productora de conductas,
comportamientos, modalidades subjetivas que alcanza­
rían aún aquello que los sujetos y las sociedades consi­
derarían.como lo más propio y lo más “natural”. En
este sentido, la incitación cultural a los discursos acer­
ca de lo sexual, si bien otorga innegablemente liberta­
des no por eso deja de ejercer efectos normatizantes
ligados al control social.
Como en aquella paradoja que conmina a “ser libre”
esa libertad puede esconder el imperativo del superyó.
En este caso, el del superyó de la cultura. Tal como
decía Freud, éste, “en un todo como el del individuo,
plantea severas exigencias ideales cuyo incumplimien­
to es castigado mediante una angustia de la conciencia
moral” (1930).
¿Cuál es la importancia de estas cuestiones en nues­
tra práctica de todos los días?
Es que justamente las problemáticas clínicas actua­
les incluyen el cuerpo de modo central. Los trastornos
de la alimentación, las adicciones, las impulsiones, las
depresiones asentadas en lo corporal, las implosiones
psicosomáticas, obligan no sólo a incluir al cuerpo como
mensajero fundamental de un dolor que no logra acce­
der a la categoría de sufrimiento psíquico. También
exigen considerar las apelaciones actuales del imagina­
rio colectivo y su tramitación sintomal o creativa en la
singularidad de cada situación clínica.
Esta lectura complejizadora tal vez podrá ayudamos
a acompañar a nuestros pacientes adolescentes en su
camino de subjetivación; posibilidad que se liga a la
puesta en palabra de aquello que no ha logrado estatu­
to de tramitación psíquica. Esto habrá de contribuir a
la reapropiación de la riqueza de una corporalidad no
reductible a la imagen ni a la pulsión desencadenada,
para incluir la potencialidad subjetivante del cuerpo en
su multidimensionalidad.
Esta temática nos acerca a nuestro último apartado:
la clínica actual con adolescentes.

EL ANALISTA EN LOS BORDES

La clínica de los últimos años nos ha obligado a re­


visar y a ampliar nuestras teorías, así como nuestra
escucha y modalidades de intervención. En la práctica
psicoanalítica con adolescentes esto se impone de ma­
nera contundente.
¿Podemos, acaso, continuar trabajando basados en
las problemáticas que aquejaban a esos adolescentes
cuyas sintomatologías parecían ceñirse grosso modo a
los textos psicoanalíticos que habíamos estudiado tiem­
po atrás, o a aquellos que parecían cursar adolescencias
que podían evocar las que habíamos transitado noso­
tros mismos? De intentarlo, semejaríamos esas ma­
dres que, como diría Fiera Aulagnier, fallan en la
distinción entre la representación del hijo que imagi­
naron y el hijo real que las convoca desde su incipien­
te singularidad.
Trabajar hoy con adolescentes implica avanzar en
la eonceptualización de sus problemáticas actuales y
de las modalidades de subjetivación contemporáneas.
Lo cual exige anudar nuestras categorías psicoana-
líticas fundamentales, tales como pulsión, narcisismo,
identificación, castración, Edipo, con la producción
actual de subjetividad y con las improntas de lo his-
tórico-social.
Sugerimos: ni analistas anacrónicos de supuestos ado­
lescentes extemporáneos, ni analistas según la normati-
zación de la moda. Esto nos invita a una tarea tan
ardua como interesante.
En nuestra práctica actual predominan las proble­
máticas de las organizaciones fronterizas. Problemáti­
cas en las que el cuerpo suele tomar la delantera
respecto de una dinámica representaqional de baja com­
plejidad. La acción antecede al “más largo rodeo” y se
desencadena a menudo de modo perentorio. El mundo
imaginario y el simbólico trastabillan y nos encontra­
mos con la dificultad de construir tejidos psíquicos que
dea la palabra a aquello que emerge como ejecución
antes que como representación. También nos encontra­
mos de modo creciente con vacíos y depresiones, temá­
tica aún poco trabajada en la diversidad de sus
manifestaciones.
Cuando ciertas problemáticas o “patologías” se tor­
nan cada vez más frecuentes, su nexo con lo histórico-
social se hace evidente. Tal como hemos enfatizado en
las páginas anteriores, ciertas condiciones de la cultura
actual favorecen la aparición de trastornos que otorgan
al cuerpo un lugar protagónico hasta el punto de que
Green (1990) propone un corpoanálisis, que extendería
las fronteras del psicoanálisis tradicional para albergar
las crecientes manifestaciones que incluyen lo corporal
como sede del conflicto.
En cuanto a lo psíquico, tal como señala el mismo
autor, predominan la escisión y la desmentida como
modalidades de la defensa. La represión, con sus vías
de retorno simbólico, cede paso a estas otras modalida­
des, cuyos retornos acontecen a menudo justamente por
la vía del cuerpo o del accionar.
Junto con el vector del cuerpo hemos privilegiado en
estas páginas el eje de la temporalidad. Esta, estrecha­
mente ligada a la cuestión del proyecto, resulta esen­
cial para el trabajo de subjetivación adolescente. La
temporalidad se halla marcada hoy por una velocidad
bajo la cual las categorías de pasado, presente y futuro
adquieren especificidades inéditas.
Situamos en relación con estas problemáticas nos
convoca a transitar los bordes. Los bordes entre niñez
y adultez, los de la clínica actual, los bordes de nues­
tros saberes previos, finalmente los de nuestra misma
posición analítica.
Uno de los aspectos que hemos enfatizado al res­
pecto refiere a la importancia de diferenciar aquello
que compete a producciones psicopatológicas, por la
índole de los trastornos, síntomas o sufrimiento que
impone, de aquello que corresponde a nuevas modali­
dades de producción de subjetividad. En este sentido,
el presente capítulo sostiene dos hipótesis psicoa-
nalíticas fundamentales: la importancia del proyecto
identificatorio y la complejización psíquica como ob­
jetivo terapéutico.
No obstante, dado que los modos en que estas cues­
tiones se juegan difieren en tal medida de los anterior­
m ente conocidos, nos dem andan un tra b a jo de
interrogación múltiple que nos incluye como analistas
y como sujetos sociales.
¿Cuáles son nuestros propios puntos de certeza, cuá­
les los ideales que subyacen a nuestra lectura clínica
y a nuestro proyecto terapéutico? ¿Qué aspectos del
imaginario social y del superyó de la cultura se han
encamado en nosotros hasta llegar a naturalizarse,
obstaculizando nuestra escucha?
Acompañar a los adolescentes de hoy en su posibili­
dad de exploración y en su tarea de autoconstrucción
requiere de estos y otros interrogantes. En suma, de
nuestra apertura y disponibilidad para el cuestiona-
miento de los sentidos coagulados. Los de nuestros
pacientes y los propios.
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3. L A TAEE A C L ÍN IC A
CON ADOLESCENTES, H O Y

Virginia Ungar

Escribir sobre el análisis actual con adolescentes me


ha permitido desarrollar algunas conceptualizaciones
acerca del trabajo analítico con pacientes que transitan
esa etapa de la vida, centrándome en la experiencia
obtenida en el consultorio.
En primer lugar intentaré hacer un breve recorrido
por la bibliografía psicoanalítica fundamental sobre el
tema. Luego focalizaré en la problemática actual del
adolescente, en los cambios con respecto a las genera­
ciones anteriores, para después referirme a los motivos
más frecuentes de consulta en nuestros días.

ADOLESCENCIA DESDE EL PUNTO DE VISTA


DEL PSICOANÁLISIS

En el campo psicoanalítico, la adolescencia ha sido


abordada desde variados puntos de vista. En este apar­
tado me limitaré a consignar de manera muy sintética
algunos de estos aportes.
Freud (1905) propuso que en la pubertad se subordina
la pregenitalidad -que ha estado “dormida” en el perío­
do de latencia- a la genitalidad. El desarrollo psíquico
impone establecer objetivos sexuales heterosexuales
exogámicos. Anna Freud (1958) incluyó la teoría del duelo
y de la conmoción en el equilibrio narcisista en su com­
prensión de la adolescencia. Cuando Melanie Klein (1932),
estudia temas técnicos en el tratamiento analítico du­
rante la época púber al, faltaban aún un par de años
para que presentara su teoría acerca del proceso de
duelo y de la posición depresiva, completando en 1940
su crucial aporte con la teoría de las posiciones. En la
Argentina es Arminda Aberastury quien retoma el tema
de los duelos y plantea que el adolescente tiene frente
a sí la tarea de tramitar los duelos por el cuerpo de la
infancia, por los padres de la infancia y por la pérdida de
la condición de niño. Peter Blos (1981), por su parte, se
ocupa de las vicisitudes del complejo de Edipo y del ideal
del yo, con el trasfondo de la teoría de Margaret Mahler
en relación con el proceso de separación-individuación. A
su vez, la teoría de la identificación tiene su lugar, ya que
implica un severo cuestionamiento de las identificaciones
previas y también de los procesos de desidentificación.
Finalmente, los aportes de Piera Aulagnier (1991) en
cuanto al proceso de historización que la adolescencia
pone en juego -desarrollado en nuestro país por Janine
Puget (1997), Luis Homstein (1997), Miguel Leivi (1995),
Julio Moreno (1998) e Ignacio Lewkowicz (1997)-, resul­
tan fundamentales a la hora de pensar la pubertad y la
adolescencia.
Cuando un analista lleva muchos años de práctica,
llega a tener su propia posición avalada por las lectu­
ras, supervisiones y el intercambio con colegas, a la vez
que ésta es internalizada como algo que se aprendió de
la experiencia, en términos de Bion. En este punto debe
incluirse la historia de la propia adolescencia y el pro­
pio análisis. Nada llega a conmover tanto a las estruc­
turas infantiles de un analista en el plano de la
contratransferencia como la turbulencia adolescente.1

1. Bion (1976) describe de manera magistral la situación, de


turbulencia así: “Cuando el muchacho amable, tranquilo, coopera­
dor, se vuelve ruidoso, rebelde y problemático, el trastorno emocio­
Los análisis de niños, por supuesto, también movilizan
nuestros aspectos más primitivos e infantiles, pero en
mi experiencia esto es aún más fuerte en la tarea con
adolescentes.
A l momento de ver en consulta a un niño o a un
adolescente, tiendo a considerar una primera ubicación
del paciente desde el punto de vista del desarrollo. En­
tiendo el desarrollo emocional humano como un trabajo
para un yo que, aunque incipiente y no integrado, es
capaz de llevar a cabo tareas como la de experimentar
angustia, relacionarse con sus objetos y desplegar me­
canismos de defensa. Para que pueda llevar adelante
semejante esfuerzo, es preciso que cuente con un medio
familiar —inserto en una estructura social—que permita
un necesario sostén, tanto físico como mental.
La vida psíquica se inicia con un encuentro funda­
cional entre el recién nacido y la madre. Este postulado,
así enunciado, puede parecer simple, pero es de una
enorme complejidad pues cada uno de los términos
involucrados está sujeto a múltiples factores. De modo
que el desarrollo no implica un camino lineal, sino una
compleja red de conflictos que el ser en evolución inevi­
tablemente deberá afrontar. En esa red de problemas
evolutivos, la -neurosis infantil constituye un primer "or­
ganizador” (Ungar, 2004). A l plantearse el conflicto
edípico, dice Freud, todos los niños atraviesan por una
neurosis infantil, que puede ser explícita o pasar de­
sapercibida y ser tomada por el entorno simplemente
como un “mal comportamiento”. Melanie Klein también
se interesó por el concepto de neurosis infantil y lo atri­
buyó de igual manera a la situación edípica, sólo que
ubicó el complejo de Edipo en una etapa mucho más
temprana. En esta línea, podemos establecer una divi­

nal rápidamente deja de estar restringido, por los límites de lo que


llamamos John, Jack, Jill o Jane, al marco corporal de cada uno”.
sión entre niños que ya han ‘logrado” armar una neurosis
infantil, construyendo una latencia, y otros que no han
podido hacerlo y nos ponen frente a una detención del
desarrollo, una psicosis infantil o un cuadro de seudoma-
durez. Esto último implicaría un trabajo aparte, pues se
trata de casos que son mucho más graves de lo que parecen,
al tratarse, en términos metapsicológicos, de una elusión
del conflicto edípico, lo que deja a estos pacientes, a pesar
de su apariencia, muy cerca de las psicosis.
Tal como plantean Freud y Melanie Klein, es necesa­
rio atravesar por una neurosis infantil —a la que consi­
dero un organizador del desarrollo— para armar un
período de latencia que tiene que ser desarmado por el
proceso adolescente, el cual, a su vez, generará nuevas
transformaciones para arribar finalmente a la subjeti­
vidad adulta.
M e parece importante hacerle un lugar al concepto
de trauma, por lo menos para dejar abierto el interro­
gante: ¿sería posible concebir un desarrollo sin trauma
—tomado este concepto en su sentido amplio-? La des­
organización adolescente es un trauma necesario. Tam­
bién es cierto que de la intensidad del mismo va a
depender la posibilidad de su tramitación. Frangoise
Dolto (1988) propone una hermosa imagen al hablar de
la inopia (debilidad adolescente): la de las langostas y
los bogavantes que pierden su concha y se ocultan bajo
las rocas mientras segregan una nueva. La autora se­
ñala que si reciben heridas durante la etapa vulnera­
ble, quedarán marcados para siempre, su caparazón
recubrirá las heridas pero no las borrará. Haciendo un
paralelismo con el ser humano, podría decirse que los
adolescentes hacen lo contrario: salen al mundo y allí
pueden recibir heridas indelebles.
En el terreno de la clínica con niños los trastornos
del desarrollo son cada vez más frecuentes, y lo que
solemos hacer en esos casos es, precisamente, permitir
que "se arme” una neurosis infantil. Pero, por otra parte,
no es menos cierto que muchos adolescentes y adultos
jóvenes se mantienen en cuadros de latencia prolonga­
da sin haber logrado “desarmar” aquella neurosis in­
fantil a través de la necesaria crisis adolescente.
Donald M eltzer (1967) ha iluminado mi comprensión
del trabajo con adolescentes a partir de sus medulares
aportes sobre el proceso y desarrollo de la adolescencia.
Él entiende la adolescencia como un estado mental y
propone que en la pubertad se produce el derrumbe de
la estructura latente, sostenida por un severo y obsesi­
vo splitting del self y de los objetos. Tras esta conmo­
ción, reaparecen las confusiones propias de la etapa
pre-edípica (bueno-malo, femenino-masculino, niño-adul­
to) y también la confusión de zonas erógenas. Esta si­
tuación se agrava con la aparición de los caracteres
sexuales secundarios ~~el vello, los pechos- que hacen
que el/la joven se pregunten: ¿de quién es este cuerpo?
Durante una entrevista con una púber hace algunos
años, le pregunté si ya le habían aparecido “algunos
pelitos”. Rápidamente, y no sin cierto rubor, me respon­
dió que sí y que “lamentablemente los había tenido que
sacrificar”. La niña, muy asustada, había decidido elimi­
nar las evidencias de los cambios que denunciaban la
imposibilidad de sostener la idealización de un cuerpo
infantil con la" suavidad característica de la piel del bebé.
Otra noción de Meltzer, que considero de suma uti­
lidad, es la de la importancia del grupo de pares en el
desarrollo del adolescente. No se refiere con ello sólo al
proceso de socialización, sino a que el grupo sirve fun­
damentalmente para contener las confusiones determi­
nadas por el uso de identificaciones proyectivas en las
que se ponen en juego partes del self con un grado de
fuerza y violencia tal, que llevan inevitablemente a la
acción, tan característico en la conducta de los jóvenes.
Para este autor, el niño atraviesa la pubertad forman­
do parte, en primer lugar, de un grupo que llama “ho­
mosexual” en sentido descriptivo, que tiene como función
la contención de las confusiones y ansiedades paranoi-
des, y como preocupación central, la confrontación con
los grupos del otro sexo y la rivalidad con los del mis­
mo. Durante este período llevan adelante la “guerra de
los sexos” y sus trofeos son las experiencias sexuales,
que exhiben y comparten. Los “traidores” son los que se
hacen amigos del otro sexo.
Si el desarrollo se produce, se pasaría luego al grupo
adolescente heterosexual, de características más depresi­
vas, en términos de la teoría de M. Klein debido al aban­
dono de la actitud egoísta por el destino del self, en favor
de la preocupación por el bienestar y el destino del objeto.
Es así que a partir de los “traidores” del grupo púber se
van a formar las parejas. La idea central es que el grupo
púber-adolescente crea un espacio en el que se puedan
experimentar las relaciones humanas, concretamente en
el mundo externo, y sin la presencia de adultos.
Meltzer (1998) considera que el adolescente se mue­
ve en tres mundos durante el proceso de desarrollo de
su estructura interna: en el de los adultos, en el de los
niños en el ámbito de la familia, y en el de sus pares*
El joven considera que el mundo adulto detenta el
poder y que los niños son sus esclavos. Estos últimos
creen que todo el saber está contenido en sus padres,
que funcionan como garantes. Así, el púber afronta una
aguda pérdida de identidad familiar al descubrir que
sus padres no lo saben todo. Debe, entonces, hacer una
elección crucial: o abraza la idea de que se ha hecho
solo a sí mismo -ese camino lleva a la megalomanía y
a la posible psicosis— o trata de encontrar su lugar en
el mundo. Para inclinarse por esta segunda alternativa
tiene que encontrar primero su lugar en el mundo de
sus pares, en la comunidad adolescente.

LA PROBLEMÁTICA ADOLESCENTE
EN EL MUNDO DE HOY

En este punto me parece importante tratar de delinear


ciertas características del mundo con que el adolescente
actual se encuentra, tan diferente al de las jóvenes trata­
das por Freud, como Dora, Catalina o la joven homo­
sexual. Tampoco el de hoy es el mundo de preguerra y
posguerra ni el de nuestra propia adolescencia.
Caracterizar el mundo que nos rodea nos ayudará a
pensar con qué se encuentra un joven a quien se le impo­
ne la tarea de “emigrar” del mundo “del niño en la fami­
lia” hacia la construcción de su subjetividad adulta. Estoy
absolutamente convencida de que el cuerpo teórico del
psicoanálisis resulta insuficiente a la hora de explicar
esta cuestión y debe necesariamente interactuar con
otras disciplinas, tales como la historia, la sociología, la
antropología y las ciencias de la comunicación.
La llamada transición adolescente implica justamen­
te el pasaje del m jindo del niño en la fa m ilia hacia el
mundo de los pares y de allí al mundo a d u lto . También
es cierto que el modelo de la crisis adolescente ~a la
que ya mencioné como absolutamente necesaria- desde
siempre implicó enfrentamiento a lo establecido.
Las instituciones, desde la familia hasta las instan­
cias educativas, actuaron como fuerzas externas
normatizadoras del sujeto y moldeadoras de identidad,
ayudando a reglamentar el pasaje de la niñez a la
adultez. No se nos escapa que ambas han estado y si­
guen estando, en gran medida, produciendo un imagi­
nario armado con elementos generados a partir de las
ideologías modernas, desde fines del siglo X V III hasta
mediados del siglo XX.
Asistimos a una transformación acelerada de las
instituciones. La entrada en la adolescencia produce
una colisión en el encuentro con un mundo que no está
organizado hoy según las pautas que le imprimían al
niño, y en gran medida lo siguen haciendo, las institu­
ciones. Las familias actuales, que quedan excluidas del
modelo de familia nuclear burguesa en la que la sexua­
lidad de la pareja conyugal monogámica y heterosexual
resultaba el paradigma de la sexualidad norm al , han
abierto un espacio de reflexión.
En este sentido, muchas de las consultas que recibi­
mos tienen que ver con jóvenes que provienen de nue­
vas configuraciones familiares, por ejemplo, el ahora
clásico modelo de las familias ensambladas. También
tenemos que mencionar a las familias monoparentales
en las que una mujer cría sola a £u hijo, o en menor
proporción estadística en las que la crianza está a car­
go del hombre. La crianza de chicos por madres adoles­
centes, que en general se lleva adelante en el hogar
paterno, es parte también de esta nueva situación. Asi­
mismo, los hijos nacidos de tratamientos por fertiliza­
ción asistida nos plantean interrogantes aún abiertos.
Tampoco podemos dejar de lado la crianza de niños por
parte de parejas homosexuales. Estamos ante un mo­
mento de crisis y cambio que, como tal, nos exige a los
psicoanalistas una actitud de profunda observación, de
escucha atenta y de necesidad de reflexión.
Tenemos que ser sumamente cuidadosos para no caer
en posiciones extremas de idealización de los cambios
hacia los que nos presiona la situación actual de crisis
de valores, derrumbe de ideologías y caída de ciertos
ideales. Tampoco tendríamos que adoptar una visión
apocalíptica que resulta ciega frente al desafío que la
aparición de lo nuevo siempre nos plantea.
Veamos algunas diferencias entre lo que pudo ser el
mundo en que transcurrió nuestra adolescencia y aquel
con que se encuentra el joven en la actualidad. No quie­
ro ser nostálgica, pero en mi infancia, se enseñaba acerca
de la importancia del ahorro. ¿Quién podría sostener
hoy esta postura en familias que han perdido sus pocas
reservas, reunidas con el esfuerzo del trabajo diario,
como consecuencia de políticas económicas locales y
mundiales, que redujeron su patrimonio a cero?
Qué decir del concepto de democracia, del valor del
voto a la hora de elegir gobernantes en nuestra sufrida
Latinoamérica que ha visto caer gobiernos rápidamen­
te e implantar regímenes totalitarios con costos huma­
nos que-apenas podemos simbolizar. No parece ser una
noción que el adolescente aprecie en la actualidad. Esto
puede comprobarse por la escasa participación de los
jóvenes en la política.
El mundo externo es amenazador para el joven. No sólo
porque es nuevo y desconocido. Es realmente amenaza­
dor. En las condiciones actuales de inseguridad un ado­
lescente puede sufrir violencia de distintos grados: desde
ser víctima de robo, secuestro o violación hasta morir en
la estación del tren que aguarda para llegar a la univer­
sidad. Y constituye también una amenaza para el joven el
tener un padre desocupado, a su hermano/a drogadicto o
preso, o vivir en un país con altísimas tasas de pobreza o
con sistemas de corrupción que parecen inmodificables.
Frente a este panorama el mundo adolescente expo­
ne nuevas singularidades. Pienso que la vital impor­
tancia del grupo de pares permanece vigente, no
obstante lo cual es cierto que han surgido nuevos agru-
pamientos. Aparecen nueva formas de asociación entre
las personas y nuevos modos de identidad grupal. Pue­
den conformarse grupos por ejemplo alrededor de de­
terminados gustos musicales, o mediante la creación de
clubes de fans, o a partir de la protesta contra la tala
del bosque amazónico. También la asociación puede
tomar la forma de adoración a dioses paganos inspira­
dos en oscuros poetas ingleses del siglo X V III o la cons­
titución de grupos ultrarreligiosos.
La forma de agrupación más vigente parecen ser las
subculturas formadas por grupos de individuos que
comparten afinidades y se reúnen para intercambiar
información sobre graffitis, juegos de roles, tipos de mú­
sica 0dance, electrónica, rap, alternativos, cumbia, etc).
Las ciencias sociales explican que la ruptura con la
cultura joven en la década del setenta aparece cuando
la industria del entretenimiento aprehende los usos y
los modos del punk. La oposición al sistema se transfor­
ma en sistema y se vende precisamente a través del
sistema. El primer indicio parece ser la venta de reme­
ras con la imagen del Che a principios de los años se­
tenta en Londres. ¿Cómo se va a oponer un joven a un
poder representado por los padres y las instituciones si
el sistema se ha apropiado y lucra además con sus
emblemas?
Un tema central lo constituye el papel de los mass
media. Éstos construyen Ideales del yo, a través del
producto que se debe comprar, desde el champú con el
que hay que lavarse, la ropa que hay que usar, hasta el
auto que se debe tener para pertenecer. En este sentido,
los medios estereotipan epifenómenos y los trasforman
en verdades cargadas de una moralidad difusa.
Los medios se imponen de manera directa al niño y
al joven, atravesando toda la barrera protectora que en
otros tiempos podían ofrecer la familia, la escuela, la
religión o el Estado.
A partir de :1a irrupción de los medios masivos de
comunicación, el espacio en que se desarrollan los víncu­
los ha sufrido cambios. Antes, este terreno era la fami­
lia, la escuela, el club. Ahora, se han sobreimpreso los
espacios virtuales. La modalidad en que un adolescente
de hoy atraviesa ese mundo mediático es a través de la
llamada realidad virtual. El intercambio grupal puede
ser en el “ciberespacio”, a través del e-mail, el chat,2 los
juegos en red, los foros. Ahí el joven puede ser quien más
quiere ser. A l mismo tiempo puede ocultarse: una ado­
lescente anoréxica puede ser una chica sana y fuerte, un
chico petiso con acné puede medir 1,80 y ser campeón de
básquet. Una chica fea puede ser linda y exitosa. Por
supuesto, los patrones están dictados por los medios. On
Une, uno es quien quiere ser de acuerdo con el patrón
social y mediático imperante en el momento.
Por otra parte, no es necesario el encuentro personal,
se puede usar la computadora o el celular que cada vez
tienen más funciones.

2. Este software permite formar parte de grupos, configurándose


“ciudades virtuales” con cientos de miles de habitantes, disponibles
las 24 horas.
En este punto resulta más que oportuna la pregunta que
se hace Eizirik (2004): en este escenario, ai que él denomi­
na del “mind sharing”, ¿cómo queda ubicada la clínica
psicoanalítica, espacio íntimo y privado por excelencia?
M i punto de vista -in sisto- es que los psicoanalistas
tenemos que evitar una posición normativa que conde­
ne los modelos de la época. Considero que debemos
reflexionar sobre lo que ocurre y tratar de comprender.
En ese sentido, pienso que el tema de los vínculos on
Une pueden ser una alternativa como espacio de ensayo
(¿sería muy aventurado pensarlo como espacio transi-
cional?) que prepara para la salida al mundo real.
He, dejado para el final de este apartado el tema de
la sexualidad en la adolescencia, pues resulta crucial.
Desde Freud sabemos que el basamento de la subje­
tividad, de la identidad, se encuentra en la sexualidad.
También es cierto que la concepción freudiana de la
misma, nacida en el auge del pensamiento moderno, ha
sufrido cambios. En este sentido, Julio Moreno (1998)
postula, siguiendo a Foucault, que conviene pensar la
sexualidad como un punto de pasaje para acceder a las
relaciones de poder. Estima que no habría que entender
a la sexualidad -deseo inconsciente- como una suerte de
“emanación esencial, pura e inmutable de la carne a la
que simplemente se opone lo simbólico o cultural por vía
de la represión. La sexualidad emerge de la interacción
del cuerpo con la reglamentación social de turno. O sea,
no es el deseo y después la ley; sino que la ley y el deseo
se entraman inseparablemente”.
En esencia, las formas que asume lo sexual remiten
a las estructuras de poder de cada época y cultura. En
este sentido, Moreno postula que en la época de Freud
la familia era el centro de la sensualidad y a la vez la
encargada de prohibir el incesto, mientras que ahora
estos dispositivos se disipan. La idea de represión sexual,
propia de la concepción victoriana de la época de Freud,
en nuestros días parece diluida. Quizás el mayor desa­
fío para nosotros, los psicoanalistas, sea el de encontrar
una descripción metapsicológica para los mecanismos
que prevalecen ahora. Lo que escuchamos en nuestros
consultorios acerca del territorio del amor adolescente
está en parte ligado a sus experiencias, pero también
-h ay que decirlo- a una libertad impostada, e incluso
a formas de tapar lo que podría llamarse “desamor” . Es
cierto que también se ha reformulado el concepto de
amistad y compañerismo. En estos días, por ejemplo,
dos chicas de 15 año? pueden ir de la mano por la calle,
dormir en la misma cama y hasta besarse. ¿Qué quiere
decir esto? ¿Que son dos nenas latentes, que son lesbia­
nas, que juegan a ser amigas adultas, o que se están
apoyando y armando juntas un muro de seguridad en
su cascarón femenino frente al mundo del otro que les
es extraño y amenazador?
Una niña de entre 13 y 15 años, para ser aceptada
por su grupo de pares, debe pasar por ciertas experien­
cias -que bien podrían ser tomadas como equivalentes
a los ritos de iniciación de otras épocas—, tales como
besarse con alguien a quien acaba de conocer (no nece­
sariamente de diferente género), tomar alcohol hasta
vomitar o fumar un cigarrillo de marihuana*
Hasta hace no muchos años el peor insulto que podía
recibir un joven era el de ser tildado de homosexual;
hoy puede no sólo no ser una afrenta, sino más bien un
signo de cierto estatus interesante.

MOTIVOS DE CONSULTA MÁS FRECUENTES

Se ha dudado sobre la posibilidad de tratar psicoana-


líticamente a adolescentes, y por varias razones. La
principal es la difícil convivencia entre el mundo ado­
lescente y el del adulto, al que pertenece el analista*
Otros motivos son los cambiantes estados mentales de
los jóvenes, muchas veces con escasa relación entre sí;
la dificultad de contacto con el mundo interno, dada la
actitud predominante de volcarse al mundo exterior con
acciones; la noción del tiempo, tan diferente de la de los
adultos, que los hace incluso poco incluibles en la nor­
mativa del setting analítico.
Esto ha llevado no solamente a la proliferación de
propuestas de diversa índole, ajenas al psicoanálisis,
que pueden ir desde las terapias alternativas hasta la
formación de subculturas, sino también, ya dentro de
nuestro campo, a que los psicoanalistas muchas veces
se vean en dificultades para sostener la actitud ana­
lítica y se deslicen hacia actitudes de seducción o
“adolescentización” que no permiten sostener un proceso
analítico.
Por otra parte, cuando el análisis se hace posible,
puede constituir una experiencia excepcional para ambos
miembros de la pareja analítica. La disposición al cam­
bio, la valentía para la indagación, la pasión puesta en
la tarea, el agradecimiento frente al alivio de la angus­
tia obtenido hacen del análisis del adolescente una tarea
difícil, estresante y llena de sobresaltos pero grati-
fícadora como pocas para un psicoanalista. Estoy con­
vencida de que la tarea es posible, siempre que seamos
capaces de encontrar el necesario equilibrio entre una
flexibilidad necesaria tanto para el encuadre como para
nuestra manera de pensar, sosteniendo sin concesiones
nuestra actitud analítica.
¿Cómo llegan a la consulta los adolescentes? Muchas
veces son “traídos” por padres preocupados, ya sea por
dificultades en la relación familiar, en la escuela, con
los pares, por consumo de drogas, trastornos en la ali­
mentación, enfermedades corporales o aislamiento. Es
necesario en esos casos hacer una buena evaluación del
adolescente y de la relación familiar, sin apresurarse
en la indicación de tratamiento, pues iniciar un análi­
sis para calmar la angustia de los padres con un chico
que no quiere tratarse puede tener el costo para el
joven de anular una posibilidad futura de pedir ayuda.
Pienso que hay que tomarse el tiempo necesario en esta
etapa, que puede incluir desde entrevistas prolongadas
con el chico para tratar de indagar su motivación para
el análisis hasta entrevistas diversas con los padres o
encuentros del joven con uno o ambos padres, en fin, se
trata de tomar todos los recaudos para hacer una indi­
cación adecuada. A veces, solamente ha sido necesario
tener entrevistas con los padres, para lograr desanudar
algo. Otras veces he decidido prolongar las entrevistas
con el posible paciente hasta detectar la motivación
para el análisis. En otras oportunidades he indicado
esperar hasta que la situación del joven “empeore” en
términos de ansiedad hasta que sienta la necesidad de
pedir ayuda.
U n detalle que debe recordarse es que si bien mu-
chos cuadros son “ruidosos” , expresión de la variable
turbulencia adolescente, otros son mucho más sutiles y
precisan de nuestra experiencia para encontrar los
matices del sufrimiento mental en esta etapa de la vida.
Los que no consultan generalmente en esta etapa,
salvo descompensaciones físicas o duelos, son aquellos
incluibles en los cuadros de seudomadurez, es decir,
aquel adolescente que intenta saltear esta etapa y, mo­
vido por su ambición, intenta entrar despiadadamente
en el mundo de los adultos, para probablemente hacer
un breakdown alrededor de sus 40 años.
Una consulta frecuente de estos tiempos tiene lugar
a propósito de casos muy graves que llegan de la mano
de los padres -cuadros borderline que pueden fácilmen­
te llegar al mundo de la marginalidad (uso de drogas o
violencia de diverso tipo)-, o por latencias prolongadas:
chicos que han quedado fijados en el mundo de los niños
en la familia. Permanecen en un estado de “espera”,
sustentados en la teoría de que todo lo que hay que
hacer es esperar a que los padres los introduzcan en el
mundo adulto.
Otro tipo de consultas es el de los jóvenes que pue­
den o no pedir ellos tratamiento y que llegan a nuestro
consultorio por no poder encontrar un lugar en el mun­
do adolescente.
En esta etapa de la vida, en la que una persona no
es ni un niño ni un adulto, los motivos manifiestos y
profundos de consulta abarcan una gran variedad.
Justamente por ello es necesario que el analista que
trabaja con adolescentes tenga una especial plasticidad
para adaptar su propio estilo a estas variaciones, que
por otra parte son correlativas al proceso mismo que
vive el adolescente. Incluso tiene que estar dispuesto a
cambiar aspectos del encuadre durante el transcurso de
un tratamiento, o en unidades más pequeñas como un
período, semana o dentro de una misma sesión.
De todas maneras, si el proceso de análisis puede
darse, la experiencia suele ser a la vez movilizadora y
de crecimiento para ambos, paciente y analista. El
adolescente suele, encontrar con mucha precisión los
puntos de resistencia -d el analista- a la elaboración de
los conflictivos temas que se presentan en un análisis.

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P arte II

La turbulencia: tránsito hacia la complejidad


4. VIDA, NO VID A, MUERTE:
DEJANDO L A NIÑEZ.
Preludio y fuga a tres voces

Ricardo Rodulfo

PRELUDIO

No por las buenas maneras psicoanalíticas (que a me­


nudo nos atiborran de citas)..., pero no me convence em­
pezar de este modo. ¿Cita el adolescente? ¿Se da cita con
qué? Y probablemente es mejor prescindir de este perso­
naje enteramente ficticio —no por ficticio, sino por conven­
cional—de "el” adolescente y volver a escribir: ¿se cita en
la adolescencia? etc., etc. ¿No se descita más bien con las
referencias mitofamiliares que no dejan de asediarla, ele­
vando no obstante su protesta contra las citas? Y vuelta
a ensayar ser sin citas. ¿Es eso posible? ¿Y qué se haría
con los pedazos de citas disueltas en el torrente
intemeuronal? Pero ésas no son, propiamente hablando,
"citas”,1 se han integrado. Otras muchas veces, la cita es
bien reconocible como tal, pero hay un tipo de integración
dado por su lugar en un texto que dialoga con ella. Cual­
quier libro de Jacques Derrida nos ofrece multiplicidad de
ejemplos de tal orden. Distinta es la situación cuando la
cita ocluye todos los orificios por donde un escrito podría

1. Lugar de la primera cita. Hago referencia a este término se­


gún su uso en Winnicott, T}., Naturaleza Humana, Buenos Aires,
Paidós, 1998.
respirar, y es que su principio de autoridad erecto cierra
las bocas por donde podrían salir las preguntas, al tiempo
que se espera que ella haga andar un texto que ni siquie­
ra podría renguear solo. La propia renguera, apreciamos,
ya es mucho, es el estilo.

Una impresión clínica tan revoloteante como evanes­


cente corre por delante y alrededor de lo que escribo, los
diversos modos en que el estar vivo de un adolescente no
siempre fluye. Una explicación con esta metáfora, vieja,
del flujo de la vida, de la vida como flujo, es ineludible.
Puede o parece adecuarse bastante a los procesos que
nuestra cultura delimita como biológicos -siguiendo los
profundos surcos de una aún más vieja escisión metafísi­
ca-, pero conviene menos a los que denominamos psíqui­
cos, sobre todo en cierta perspectiva psicoanalítica, sobre
la que habremos de explayarnos un poco más. Tampoco
vamos a suscribir, en tren de cuestionar ese flujo, la no
menos metafísicamente cargada oposición en que se apo­
ya Lacan (2001),2 entre una energía cruda y otra cultiva­
da, donde todo se dirimiría entre una concepción de la
existencia como flujo rechazada por “vitalista” o, más
contundentemente, imaginaria, y otra alternativa donde
aquella imagen es tomada a cargo por una simbolización
tanto más imaginaria por su pretensión de exenta. Las
impresiones clínicas que tanteo circunscribir no se bene­
fician en nada de aquella dualidad. ¿Cuándo está viva y
de qué manera no una chica que acostumbra demasiado,
cuando ideas deprimentes la afligen, a pasar las horas
haciendo zapping, sin ver lo que está viendo? ¿Cómo nom­
brar este estado sin inmediatas remisiones a términos
psicopatológicos que nombran sin aclarar?
No por seguir ni respaldar las buenas maneras
psicoanalíticas, pero una referencia a Winnicott (llega­

2. Véase su seminario IV, Buenos Aires, Paidós, 2001, en el que


se hace referencia a la metáfora del imaginario.
da aquí sin haber llegado aún a nada), se impone. Sólo
él se preguntó qué es estar vivo, pregunta paradójica
teniendo en cuenta que Winnicott no temía apoyarse o
confiar en procesos y en hechos “naturales*’ que entre
nosotros enseguida convocan saberes biológicos y, sin
embargo, es largamente el primero en señalar un des­
acople originario entre estar subjetivamente vivo y lo
vivo del “organismo”, por lo cual insistirá en que lo
primero no puede darse sencillamente por sentado.
¿Cómo alguien llega a sentirse vivo, qué cosas tienen
que pasar para ello? Es una de sus preguntas funda­
mentales (y sabemos por Claire Winnicott que es ésa
una interrogación ,que no se detiene ni en las inmedia­
ciones e inminencias de las fronteras con la muerte,
empezando porque él descree y objeta la idea de una
frontera nítida que las oponga; como Heidegger, tiende
a pensar la sobreinclusión de cada una en la otra, ale­
jándose así, y muy categóricamente, del dualismo
pulsional freudiano). Así, cuando señala como trabajo
fundamental de una madre o función-madre el lograr
que su bebé viva y persevere en ello, no lo hace cierta­
mente con la imagen del amamantamiento y cosas de
ese tipo en la cabeza. No se trata de la “anaclisis” po­
sitivista. Lo que de verdad sostendrá a ese bebé como
ser que se siente vivo —“estar vivo” bien puede signar el
plano biológico, “sentirse vivo” lo del self~ a h í- no son
esos cuidados sino poderse envolver en una zona de
juego crecida entre madre e hijo que eventualmente
también se ocupa de contener y dar sentido a aquellos.
Por ejemplo, muy señalado, si la madre puede ju g a r a
que es el bebé quien hace el pezón y no ella la que se
lo da, o si sabe jugar a que no está cuando el mismo
bebé transforma una espátula pediátrica en un jugue­
te percutido, hace su gran aporte para que el pequeño,
movilizando su espontaneidad lúdica, haga la expe­
riencia de “sentirse vivo”. Un sinuoso recorrido acom­
pañando a Winnicott nos llevará a los diversos modos
en que esto se puede enfermar, en diversos sesgos
esquizoides y depresivos, o autísticos más ocasionalmen­
te, así como en complicaciones psicosomáticas.

Por excepción, podemos centralizar nuestras princi­


pales referencias en este tema en un capítulo en parti­
cular de Los procesos de maduración en el niño y el
ambiente facilitador (Winnicott, 1994).3
Ahora bien, aunque ese bebé llegue a sentirse vivo,
cuestión sólo pensable y sólo posible caso por caso (por
eso escribimos “ese”, y no “el” ni “un”, más habituales
y más universales, más propios de la ontología clásica;
ese bebé, contrariamente, denota una singularidad irre­
ductible al “orden simbólico” que invariablemente recu­
rre al artículo definido o indefinido: “el” sujeto, “una”
mujer, etc., cayendo en el equívoco de asimilar “una” a
“esa” . Pasa que los límites de un pensamiento estructu­
ral para acceder a algo de singularidad son inamovi­
bles, como que vienen metafísicamente determinados.
Ninguna “lectura” de Heidegger, que en cambio habla­
ba del ser-ahí, podía remediar esto)4 esto no no termina
en ésta o en alguna otra firme adquisición “evolutiva”;
el asunto sigue en pie, el desacople no se sutura aun­
que largas superposiciones puedan inducir a creerlo.
Sin entrar en patologías, en el plano de la cotidianidad
más cotidiana -pero aquí no se trata tampoco de
“Psicopatología de...”, de “Existenciarios de...”™ no es­
tamos vivos continuamente; experienciar ser vivientes

3. Se trata de “el comunicarse y el no comunicarse que conduce


al estudio de ciertos opuestos”, uno de sus ensayos más originales
y conflictivos.
4. Dedico este párrafo a la “cuestión lacaniana”, por ser ésta la
que en nuestro medio está a la cabeza de los obstáculos para “pensar
de nuevo-pensar lo nuevo”, pese a sus ínfulas “refundacionales” y a
su vocabulario “raro” para los psicoanalistas de formación (neo) po­
sitivista. Sin ir más lejos, la problemática que abordamos está com­
pletamente precluida de su discursiyidad, donde la declararía sin
ambages “imaginaria”, más aún que en el psicoanálisis estilo IPA.
no discurre al modo de una onda sin interrupciones.
Como escribía Virginia W olf (1981) a propósito de la
pareja matrimonial y su convivencia:

.J la vida, digamos cuatro días de cada siete, se hace


automática, pero en el quinto día se forma una gota de
sensación (entre hombre y mujer) que es plena y sen­
tida debido a los días automáticos y consetudinarios
que se dan detrás y delante.

Lo que W oolf llama “automático” describe de algún


modo algún ángulo un estado que, aunque no es en
absoluto caracterizable como de muerte, no es de pleni­
tud e intensidad vital; un estado en el que, propiamente
hablando, no estoy ni vivo ni muerto desde el punto de
vista que por el momento no queda otro remedio que
llamar “psíquico”, a fin de desglosarlo del uso más co­
rriente del término vida. “Automático”: estoy sin estar,
no-presente,5 descontinuado en cierto plano, lo cual, apre­
surémonos a decirlo, es perfectamente “normal” y nece­
sario, pues esta alternancia no sólo no excluye un estado
básico de “salud mental” sino que lo posibilita. Un pa­
ciente daba testimonio de momentos así, hablando de
ratos en que se veía quieto y suspenso, con la boca
abierta (por relajada) y sin registro de pensamientos o
emociones (en su caso era un descanso de períodos don-
de su mente, en el sentido de Winnicott, lo torturaba con
hiperideaciones obsesiónales). Ciertos estados de - y cier­
tos recursos a l- aburrimiento constituyen los mejores
indicadores clínicos de ese bache en la supuesta conti­
nuidad de la existencia (si Winnicott hubiera sido un

5. Categoría introducida por Jacques Derrida en el binarísmo


presencia/ausencia típico de la ontología clásica, y de mucha utili­
dad para el psicoanalista, tanto en su clínica como en la teorización.
Puede decirse que, en textos como al que me refiero principalmente
aquí, Winnicott lo introdujo de hecho (por ejemplo, también, como
“estar a solas en presencia de otro”, presencia que no lo es exacta­
mente y necesita ser interrogada).
poco más convencionalmente sistemático, habría diferen­
ciado, no sin ventajas, vida biológica de existencia sub­
jetiva o sélfíca, y nos referiríamos a existencia y a no
existencia -además de a la muerte psíquica- evitando
malentendidos. Pero aunque rozó la ..cuestión en Playing
and Reality, no se decidió a avanzar por allí. Podemos
decidirnos nosotros, violando el abrigo del paréntesis).
Extraemos del entre paréntesis anterior esta propuesta
y la derramamos sobre el cuerpo principal de ahora en
adelante. Mediante este recurso a sentirse aburrido en
determinadas situaciones, alguien se sustrae silenciosa­
mente de donde parece que está. Ciertas breves modo­
rras cumplen idéntica función, sin entrar en los diversos
matices de desfallecimientos depresivos que hacen sen­
tir a su portador, a menudo con intensidades mínimas
y de escasa relevancia para una psicopatología oficial, no
exactamente vivo, aunque a años luz de postraciones,
ideas suicidas, vivencias de intoxicación corporal y cosas
así; a lo sumo, un poco “caído” o “bajoneado” o “para
atrás”. “Conseguí mantenerme vivo”, decía refiriéndose
a su fin de semana otro paciente con propensiones de­
presivas definidas, a las que se añadían ataques de asma.
En otros casos, alguien puede fu ncionar “ automá­
ticamente” un día entero, con la sensación, llena de ver­
dad, de que en rigor no se ha despertado, que sigue en
cierto estado de sueño por debajo y por lo bajo. Algunos
silencios en sesión no son ni los de una resistencia ni los
de la elaboración-a-través ni los del bienestar de una
fusión lograda en transferencia (una “comunión”, al de­
cir de Stem, 2003); corresponden, en cambio, a una fase
de no-existencia de la cual emergerá luego la existencia
renovada del paciente.

En todo caso, no es como lo pensaba Descartes, cuan­


do suponía que si Dios dejaba por un instante de pensar
el universo, éste se derrumbaría sin remedio; cada cual
reencuentra “su” mundo cuando retoma de estos ciclos,
breves o no tanto, y además, eso ayuda a que algo fun-

-t r \ a
cione con la ritmación del volver-a-impulsar. Estoy
sugiriendo la idea de que los estados de no existencia,
cuando no sufren alteraciones que los distorsionen, con­
tribuyen de modo altamente positivo a sentirse vivo, sobre
el cual Winnicott se y nos interroga. Clínicamente for­
mulado, “hacen bien” . Quienes tengan su self fóbicamente
coloreado (no la enfermedad de la fobia) son susceptibles
de manifestaciones levemente claustrofóbicas cuando algo
en una situación determinada estorba el ingreso al modo
de existir de la no-existencia, obligándolos a permanecer
‘Vivos” más de la cuenta.
Estos estados de no-existencia se vinculan en el texto
de Winnicott a su .concepto de no-integración, que sabe­
mos es algo totalmente diferente de la desintegración,
en primer lugar porque en su pensamiento la integra­
ción como proceso.se da a partir de aquella no integra­
ción, mientras que no podría surgir de la desintegración
defensiva. Ésta no conduce espontáneamente a aquel
proceso, tiende a perseverar en sí de un modo circular o
a ampliarse en círculos concéntricos en expansión. La no
integración es una idea difícil de entender para una mente
“occidental”, formada en una metafísica que lo que mejor
sabe es armar pares opositivos (lo que, acertadamente,
Laplanche [1994] designó lógica fálica, basándose en que
los términos de cada par nunca son equivalentes; según
el caso, uno de esos términos queda marcado siempre
como el de más valor), por lo que vale aprovechar expe­
riencias y observaciones clínicas que nos proporcionan
un atajo: ¿dónde está, por ejemplo, un bebé cuando ter­
mina de atender al estar con nosotros y su mirada se
desvía y se pierde?, ¿y cómo está?

FUGA A TRES

Para empezar, la muerte. El sentirse vivo en la ado­


lescencia parece implicar nuevas relaciones con ella.
1) La posición de “segundo deambulador”6 frecuente­
mente arroja a exploraciones con cierto grado de pe-
ligro; estas exploraciones buscan sobrepasar la
medida de lo que era estar vivo hasta entonces, por
el expediente de hipertroñar sensaciones y estados
afectivos del orden, por ejemplo, de una exaltación
“maníaca” . Pero esta búsqueda pjiede acercarse a la
muerte, no sólo en los hechos: una mayor conciencia
de la fínitud atrae muchas veces hasta el borde, no
siempre tanto, pero sí más cerca. La omnipotencia y
la negación que tradicionalmente se achacan a este
tiempo de la vida deben leerse como los signos indi­
cadores de esa nueva conciencia. Es la primera épo­
ca de la vida en que se puede ju g a r con la muerte.
A n tes de a p resu ra rse a conju rar fantasm as
psicopatológicos, convendría hacerse a la idea, es
decir aceptar, que esta exploración que a veces lleva
por alguna cornisa, por alguna cuerda floja, es nece­
saria para no quedar del lado de acá de las fobias
universales (que incluyen el “caer para siempre” de
Winnicott [1994], pues participan con pleno derecho
de lo innom brable ) y de la niñez. Que las estadísti­
cas nos cuenten que los adolescentes están al tope
de las víctimas de la violencia en las calles de una
ciudad como Buenos Aires es una confirmación, u
otra de que, en promedio, viven más próximos a
aquel borde.
2) La muerte es además un motivo “literario”, imagi­
nativo, no menos que el amor. Fácilmente invoca­
da. ¿Es esto pura retórica? (¿Hay algo en el orden
subjetivo que se lim ite a serlo?) ¿Qué otra concien­
cia del desamparo que nos sostiene incita a hablar
y a escribir acerca de la muerte, a jugar con la
fantasía del propio suicidio y cosas así? (El propio,

6. Véase mi libro El psicoanálisis de nuevo, Buenos Aires, Eudeba


cap XIV, 2004.
sí, porque es un modo particular de experimentar
lo propio como no fam iliar. El suicidio de un niño
no tendría esta característica.) ¿No hay en esto una
muy inconsciente práctica de apropiación de la vida
en su singularidad sin concesiones, una vida que
ya no es la de un ser “de” los padres, pues ahora
le pertenece? (Notaríamos aquí la ambivalencia por
el peso que le cae encima al "propietario”: lo prime­
ro que hago para escriturar mi pertenencia, para
subrayar que esto es mío, es arrojarlo y destruirlo.)
Tampoco olvidemos que "yo no les pedí nacer” es
un reproche ó "factura” que se pasa, informulable
antes de los acontecimientos de la pubertad. En
toda esa producción "literaria”, con la muerte mi
vida es más mi vida. Y además, es bastante regu­
lar que haya trabajos de la fantasía que se repre­
sentan la muerte bajo modos y formas de la no-vida,
como cuando la ausencia radical se atenúa al pun­
to de que asisto, como fantasma, a la escena donde
otros me lloran.
3) Sin llegar a la descripción de enfermedades, la ex­
ploración de los límites de la existencia (si hay al­
guien apasionado del límite, es alguien a estas
edades) entraña cierta cuota de comportamientos
destructivos y autodestructivos. Sin destruir algo,
¿hay verdadera adolescencia? ¿Cómo marcar el pun­
to exacto en que se pasa de la travesura al vanda­
lismo o a la actuación “delincuente”? ¿Cómo, si es
un punto y un paso indecidible?
4) De formaciones más abiertamente patológicas me
abstengo de tratar aquí, para no salir de la vida
cotidiana..', de la no-existencia y de la muerte.

Es una suerte que la vida disponga de los estados de


no-vida para recurrir a ellos cuando no se la soporta,
dado que sería imposible soportarla sin soluciones de
continuidad que den respiro. La adolescencia requiere
como nunca de ellos. Detengámonos un poco aquí:
¿Qué es ese requerimiento de dormir y dormir —y si
es. posible, durante las horas de mayor actividad gene­
ral—del que no se sale, además, abruptamente, se pro­
longa en larvadas modorras de vigilia, durmiendo en
clase con los ojos abiertos, por ejemplo? La clínica con
adolescentes no se conforma con remitirse a requeri­
mientos biológicos que son indiscutibles. Diríamos que,
en muchos casos, hay períodos de la adolescencia en
que se aguanta poco tiempo diario el sentirse vivo, y
ello sin que medre depresión alguna; en tales casos, el
chico o la chica tiende a un estado de alteración de la
conciencia (y de una función esencial de ésta, la aten­
ción) que da esa apariencia de “zornbie” a ciertos ado­
lescentes. U na asociación no menor; los zombies
participan de ese “automatismo” que decía Virginia
W oolf (quien sabía mucho, según su diario lo muestra,
de estados de no-vida y estados de muerte) y de un
estatuto emparentado con el del fantasma, siendo éste
el paradigma de lo que no está ni vivo ni muerto (Derrida
y Stiegler, 1979). Este “zambie” no está lo suficientemen­
te integrado como para hacerse responsable de tareas,
colaborar con los demás en algo, acordarse de lo que se
le ha dicho o enseñado, sostener una sesión por sus
propios medios, etc., etc. En no pocos casos, parece co­
brar vida sólo viernes y sábado por la noche. En no pocos
casos, de la misma manera, estos estados extremos se
apagan espontáneamente, dando lugar a otra cosa, a
otra relación con el estar vivo y con la vida social.
Si en el caso del bebé fácilmente reconocemos cuán
imposible sería -am én de contraproducente, como en
los casos en que un medio muy alterado, muy inestable
y muy impredecible obliga a mantenerse demasiado
atento a él, demasiado en “comunicación”—que estuvie­
ra sintiéndose vivo permanentemente, dada la magni­
tud de los trabajos de integración y de los procesos de
maduración que se están llevando a cabo —el run run
de máquinas silenciosas, como en una sala de compu­
tación—, no es para nada menor lo qué se enfrenta en
la adolescencia, aunque prejuicios acendrados podrían,
fácilmente también, subestimarlo. Para empezar, se
están perdiendo aceleradamente los trabajos de fusión
logrados y en buen funcionamiento durante varios años,
más de una década. No siempre esto se compensa en
medida suficiente a través de una fusión con ese amigo
o amiga íntimos —traslado, desplazamiento y metamor­
fosis de la intimidad con, especialmente, la madre, sin
línea directa por lo antedicho; no nos quedemos enreda­
dos en la banal y anticuada noción de “sustituto”-,
porque tampoco es raro que no se acceda a una dimen­
sión así, y que lo máximo sea un grupo de pares, que
es importante, pero que no es lo mismo. La pérdida de
fusión no es raro que se traduzca en desintegraciones
defensivas, como cierta disociación que hace parecer a
este adolescente sumido en la indiferencia afectiva. Con
estas opciones a la vista, el ensanchamiento de estados
de no-existencia alejados de cualquier tarea de integra­
ción del tipo de los trabajos de duelo -que, por otra
parte, aguardan pendientes de realización- es clara­
mente preferible, y no compromete a la adolescencia en
operaciones defensivas patógenas o potencialmente
patógenas; entre la vida y la no-vida no hay escisión ni
disociación7 sino un entrar y salir sin cortes. No se de­
ben pensar como uno de esos pares opositivos metafísi­
camente engalanados, y lo mismo vale con relación a la
muerte. Cuando algo de esto ingresa en lo oposicional es
indicador de enfermedad.8

7. Adopto aquí la terminología de Bolwby, quien habla de esci­


sión cuando cada split es suceptible de conciencia, y reserva diso­
ciación para cuando un amplio aspecto de la vida psíquica permanece
inconsciente de una manera crónica.
8. El filme de Alejandro Amenábar Mar adentro (2004, España)
nos ofrece una excelente ocasión de verificar esto con la ayuda, una
vez más, del arte. Se trata de un hombre que goza de plena salud
psíquica, tetrapléjico durante más de un cuarto de siglo, que ha
tomado la decisión de recurrir a la eutanasia, entablando para ello
Esa situación nueva que contribuye a generar, hace
que en la adolescencia la intuición del desamparo sea
“inédita”, como diría Gutton (1999).9 La vocación exce­
sivamente arqueológica de mucho psicoanálisis no ha
hecho mucho, sin embargo, por traer más a primer plano
aquel término, que, bien enunciado por Freud, fue de­
jado en un horizonte, más como condición que como
concepto a poner en juego. Una interrogación clínica no
empirista ni conductista de nuestra existencia obliga­
ría a sacarlo de allí atrás, como lo viene haciendo en los
últimos años Ana Berezín en su investigación de cier­
tas raíces de la violencia y la crueldad.10 Podría decirse
que es quizá el concepto más existencial de Freud, y en
ese sentido le tocó el honroso olvido de nombrarlo para
mantenerlo en ese atrás, cuando no aguado en un
evolutivismo pueril que lo querría propio del bebé y del
niño muy pequeño: desamparo no de su mamá por ejem­
plo, cuando su lugar propio es el del existenciario, un
elemento invariante de la vida humana; invariante no

una batalla legal. Lo que el filme da a ver de modo admirable y con


invariable belleza es cómo esta búsqueda de su muerte es un acto
plenamente vital y parte integrante de su existencia. No lo hace
porque esté deprimido y la vida haya dejado de interesarle; al con­
trario, lo motiva su amor a la vida y a un elemento esencial, el más
esencial, para que esa vida asuma el estatuto de existencia singu­
lar: la libertad. Nada de “tanático” aquí. De lo que resulta que, si
doloroso, el filme no por eso se priva de una dimensión de alegría
fundamental. U n análisis ulterior pendiente deriva aquí: la relación
estrecha, inextricable, entre alegría y libertad.
9. La expresión cobra todo su relieve, claro, al replantear el
modelo estático del cliché, de lo ya impreso, con que Freud inten­
taba pensar cosas tan dinámicas como la transferencia y los sucesos
consecutivos a la pubertad.
10. Consúltese La oscuridad en los ojos: ensayo psicoanalítico
sobre la crueldad. El primero, pero no único, mérito de esta obra,
que tiene continuación, es alejarse de toda reducción “pulsional” de
la crueldad, que tanto daño ha hecho para pensar estos temas de
un modo no sustancialista.
invariable en cuanto a como se manifieste y a qué re­
lación se plantee cada sujeto con respecto a él: su pri­
mera eclosión clínica violenta perceptible la constituyen
las diversas angustias del deambulador, girando en
tomo a la separación y las fobias universales que le
conciernen (Rodulfo, 1992). En el bebé, es más un ma­
lestar pictogramático o principio de sobreadaptación. A
partir de la pubertad se confirma y amplía una percep­
ción que en la niñez sólo se daba de manera fugaz y
discontinua, la de que los grandes son “grandes” y sólo
amparan en muy escasa medida, porque no tienen ni
para ellos, lo que enfurece y angustia. Desafiar esa
base frágil y expuesta a la contingencia de la vida
humana se vuelve entonces una de esas inversiones
características donde el truco es hacer omnipotencia de
la impotencia, lo cual impele a jugar con el riesgo, si no
hay patología que lleve más allá del juego, al acting out
o aun al acto de pura impulsión.
En la adolescencia no se quiere saber nada del des­
amparo, precisamente porque se adviene a una intui­
ción mucho más exhaustiva de él, y los padres o la
familia ya no funcionan como una barrera protectora.
(De ahí que alguien que de niño o de niña se vio con­
frontado rudamente a ese no sentirse protegido, se saltee
la adolescenciá; ésta queda precluida de hecho.) La rabia
se extiende fácilmente a un ordenamiento social que
más propaga el desamparo con su multiplicidad y mul­
tiplicación de injusticias que lo contiene en algo. En
términos de Winnicott, la adolescencia se duele -n e­
gándolo- con el descubrimiento de que no hay holding
para el holding. Numerosos textos “ de protesta” en la
literatura del rock nacional dejan leer entre líneas sin
demasiado esfuerzo que la protesta protesta, ante todo,
por la falta de garantías de la existencia humana: en
venganza, es posible entregarse a un hedónico cinismo-
escepticismo rara vez tan radical como parece, porque
tan fuerte es la nostalgia que hasta la droga puede
idealizarse como medio de amparo absoluto que amor-
fcigüe el sordo rumor de la necesidad y la contingencia.
Bastante más lúcido, el protagonista adolescente de
Gente que llama a la puerta de Patricia Highsmith
(1994), le agradece al azar de circunstancias afortuna­
das de su vida que lo han liberado de la tiranía y la
locura del orden patriarcal. A l fin de cuentas, el azar es
lo único que nos ampara y las leyes, de la estadística
suelen ser el único viento que sopla a nuestro favor.
Mientras tanto, es bien frecuente y regular que se de­
diquen algunos años a poner a todos los V iejos” en
ridículo sistemáticamente. “Ecco il leonel” (¡He aquí a
los protectores!)

Cierto coqueteo con la muerte —lúdico pero con to­


ques “negros” de muerte “en serio” colorean a esos jue­
gos de un matiz inquietante o siniestro- es pensable
así como una suerte de sinceramiento: veamos las cosas
como son, no como las creía de chico. No que “los Reyes
son los padres” -lo cual les otorgó aún más poder™ sino
que los padres no son los Reyes.
(Lo anterior también para llamar la atención sobre
la fecundidad clínica del concepto de desamparo, que
nos incita a introducirlo con más protagonismo recu­
rriendo a él con mayor asiduidad. Toda la centración
del psicoanálisis “ortodoxo” en el complejo de castra­
ción y en “el” Edipo como significante “nuclear” despla­
zó el tema del desamparo a un telón de fondo de donde
se lo sacaba apenas para una cortés mención al pasar,
generalmente al principio de un relato psicoanalítico,
asociándolo casi exclusivamente a la primerísima in­
fancia y a necesidades “biológicas” invocadas como com­
plemento necesario del logocentrismo tradicional. Así,
formaba parte de él el no poder hablar aún. El idealis­
mo lacaniano lo enhebró a una supuesta falta biológica
responsable de la apelación al Otro primordial -trans­
formando curiosamente la formidable ventaja biológica
que abre la dimensión del entre en un fallo a ser palia­
do por una “cultura” metafísicamente contrapuesta a la
“naturaleza”- cuando lo esencial del desamparo es que
no tiene edad predilecta para radicarse ni limita su
impacto al hambre y a la sed.)11
Volvamos al sentirse no-vivo. Ésta es una expresión
más pertinente que la de “no sentirse vivo”; no sentir­
se vivo tiene más que ver con la muerte psíquica, mien­
tras que experimentarse no-vivo emprende un rumbo
diferente. Clínicamente, la ventaja es sorprenderlo en
situaciones-micro, impalpables, de esas que el psicoa­
nalista trabajando atraviesa o asiste permanentemen­
te, pero sobre las que raras veces se escribe por la
dificultad de su traducción. La música, la danza -p ien ­
so en tantas coreografías del ballet contemporáneo, en
esas secuencias donde vemos cuerpos apagados dis­
puestos en el escenario, apenas móviles, hasta que
surgen o resurgen de allí, rompiendo esa quietud
hipnótica— las tienen más a mano. Una canción como
I ’m sleepy, de Lennon y McCartney, es un ejemplo tan
bueno como tantos otros. Entre paréntesis, en sus épo­
cas más retráctiles, donde no hay nada que parezca
gustarle ni interesarle ni moverlo de esa atonía cerra­
da, por lo general lo único que no sucumbe es la música,
en la que ese adolescente se zambulle sin cesar; nueva
prueba, si hace falta, del lugar y del papel fundamen­
tal de lo m uéical —ritmos, intensidades, acentos, tim ­
bres, espaciam ientos, secuencias de sonido y de
silencio™ en la formación de la subjetividad humana,
en lo más propiamente “inconsciente”, si queremos
decirlo así; dicho de otra manera una archiescritura
que entrama el cuerpo en lo que éste tiene de subjetivo
o en términos más tradicionales de afectivo. En esos
lapsos de no existencia, no sería lo más exacto decir
que ese adolescente “escucha” la música como se supo­
ne que lo hace alguien que asiste a un concierto o a un
recital (si bien estas dos posiciones distan de ser idén­

11. Véanse más detalles de esta argumentación en los dos últi­


mos capítulos de El psicoanálisis de nuevo de R. Rodulfo.
ticas); es otra cosa la relación entre esa música — ahí
y él o ella: podría uno aproximarse más diciendo que
la música lo (la ) sostiene, envuelve, acompaña, prote­
ge ese tiempo de no estar exactamente "vivo”; se hace
cargo de la suspensión de toda ‘Vida interior” defini­
da, transcurriendo en el lugar donde no encontraría­
mos “representaciones” ni “afectos” ,., allí cuando nos
contesta, si está con nosotros, “nada” (y no por evitar­
nos, o no sólo por eso, no por una táctica de “no sabe,
no contesta”).

Estar pensando-sintiendo “nada” no tiene nada que


ver con “pensar en la muerte”; a lo mejor un rato des­
pués, garabateando una poesía se conecta con la oscu­
ridad de la muerte, pero eso va a suscitar emociones, y
metáforas, más ruidosas.
Es interesante la comprobación clínica de que, en
adolescentes molestados por procesos de interferencia
mental -aquí es donde todos los desarrollos de Winnicott
ampliaron decisivamente el esquema más restringido de
las “ideas obsesivas”, restricción que repite el DSM IV
con su trastorno obsesivo compulsivo (T O C )- este “ro­
llo”, esta sobreverbalización intrapsíquica que enlentece
y sobrecarga tanto el movimiento de los pensamientos
como el funcionamiento subjetivo general, afecta e in­
terfiere particularmente lo concerniente a los estados
de no-vida, impidiéndoles constituirse si su intensidad
es mayor. Es que estos estados requieren de silencio,
específicamente silencio en lo verbal (no así en lo mu­
sical);12 por eso no cabe pedirle allí “asociaciones” al
adolescente, ni fabular “resistencias” -aunque se trata

12. En su bello libro A face estética do self, Gilberto Safra (1999


se extiende sobre la importancia decisiva de promover y, sobre todo,
respetar este silencio en las sesiones de psicoanálisis, criticando el
imperio irrestricto -no la pertinencia acotada- del motivo psicoana-
lítico del “poner en palabras”, que puede llevar a malograr procesos
del paciente que llevarían a liberarlo, mucho o poco pero algo, de su
de una cierta resistencia, pero de otro nivel y destino,
no “al inconsciente” ni al “Ello” ni a la “situación ana­
lítica” ni “del analista”: resistencias en el self a ser
desapropiado de su existencia por una especie de “glo-
balización” que expropie lo más silencioso y la fuente
de su intimidad (su “nada en el centro”, dirá Winnicott
[1990]) en beneficio de una socialización sin reservas
(lo cual resuena hoy hasta el cansancio en el impera­
tivo mediático de “comunicarse” veinticuatro horas al
día). Cuando el analista sabe acompañar con su silen­
cio —que estructuralmente nunca es simétrico al del
paciente, hay que recordarlo-, el silencio de su posición,
lo que no significa estar literalmente callado, al modo
de una técnica, antes bien, implica otras comunicacio­
nes silenciosas (posturales, gestuales, visuales, cenes-
tésicas) así como un hablar oblicuo, a veces de “nada en
particular” o de temas relativa y/o aparentemente neu­
tros, desprovisto del look de “psicoanalista” consagrado
por las instituciones profesionales y por las historietas.
Un modo de hablar, de estar y de intervenir que no
obligue al paciente a estar vivo, a estar en vivo, que le
facilite diferir su presencia (estamos hablando en otro
tono de aspectos esenciales de la función “ambiente
facilitador” en psicoterapia). Con ello, además, sortea­
mos una auténtica fuente de resistencia a consultar,
pues si a algo se es sensible en la adolescencia es a la
presión de “tener que hablar” de cosas “importantes” y
para colmo íntimas; cuando el consultante o paciente
advierte que no debe llenar con el analista el requisito
social de una conversación adecuada al contexto y que

mente. Que todo pretende llevarlo a lo verbal, coincidiendo con las


tendencias más profundas y arraigadas de la cultura occidental,
cuya desaforada “incitación a los discursos” (véase Foucault, 1985)
esconde el temor al silencio. Allí donde precisamente Foucault pone
la lupa sobre la genealogía del logocentrismo en el psicoanálisis.
aquel no se incomoda por su no-estar vivo, ipso fa d o se
siente cómodo o mucho más cómodo y anota en su re­
gistro que no está con un “viejo” como los de siempre,
pendiente de sus boletines y de ese tipo de cosas, lo
cual favorece cierto respeto y cierta apertura (al menos,
da una oportunidad). A veces esto lleva hasta al uso
ocasional del diván... para dormitar un rato, antes,
mucho antes, de utilizarlo “como es debido” .

Por este camino se desemboca en el sentimiento de


existencia del adolescente, en el estado que aquel esté.

BIBLIO GRAFÍA

Berezín, Ana (1998): La oscuridad en los ojos. Ensayo psicoa-


nalítico sobre la crueldad, Rosario, Homo Sapiens.
Derrida J. y Stiegíer J, (1997): Ecografías de la televisión,
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Woolf, V. (1981): Diario de una escritora, Barcelona, Lumen,
pág. 127.
5. EN TRE DESENCANTOS, APREM IO S
E ILU SIO N E S
Barajar y dar de nuevo

María Cristina Rother Hornstein

Querido y remoto muchacho: [...] además del


talento o del genio necesitarás de otros atributos
espirituales: el coraje para decir tu verdad, la
tenacidad para seguir adelante, una curiosa
mezcla de fe en lo que tenes que decir y de
reiterado descreimiento en tus fuerzas, una
combinación de modestia ante los gigantes y
arrogancia ante los imbéciles.
E r n e s t o S á b a t o , Abbadón, el exterminador.

Para repensar los avatares de la pubertad y de la


adolescencia privilegio ciertos ejes:

* el complejo de Edipo como organización fundante;


* las pulsiones, la sexualidad infantil;
* el descubrimiento de la diferencia de los sexos;
* la constitución de las tópicas, la irreductibilidad del
conflicto psíquico;
* el narcisismo en su doble carácter: trófico y patológico;
* la problemática identificatoria;
* la historia de las elecciones de objeto, los traumas,
las series complementarias, la realidad y el contexto
histórico social.

El niño es producto de la historia de las tramas


relaciónales y su subjetividad “desde el primer sorbo
de leche” lleva las marcas de la cultura. Una boca se
encuentra con un pecho que da alimento y sexualiza,
que contiene una historia, ideales, proyectos y com­
plejas relaciones con lo corporal, lo social y lo histó­
rico. Yo, ideales, superyó devienen como resultado de
identificaciones con los otros en un proceso que sólo
acaba con el últim o suspiro. L a adolescencia es par­
te de ese trayecto; en ella predominan las dudas, los
interrogantes, los temores, las incertidumbres, los
sufrimientos, pero, sobre todo, la capacidad de trans­
formación. Una encrucijada de fragilidades y de po­
tencialidades que cuestiona la identidad y el devenir,
pone en juego la organización psíquica al renovarse
los conflictos, en prim er lugar entre el yo y el ideal
del yo. E l “cuando sea grande seré...” va siendo, y el
superyó acompaña y apuntala (o condena desde su
severidad).1Todas las instancias renuevan sus con­
tratos, se reorganizan o se resisten al cambio. En
este caso la amenaza es un abanico de patologías
posibles o puede provocar que la ilusión de ser “gran­
de” caiga en el abismo de la desilusión porque esos
“grandes no existen”, descubrimiento tan insoporta­
ble como plagado de consecuencias: fobia a ser gran­
de, no realiza ció n de los duelos de la infancia,
actuaciones repetitivas con riesgos de vida, compor­
tamientos evasivos, rechazo del desear, descalifica­
ción a rro g a n te de cu a lq u ie r pasión, in tereses,
responsabilidades o compromisos. Todo esto no es sin
consecuencias, ya que cuestiona la continuidad de las
funciones del yo. La relativa inestabilidad del yo ado­
lescente está en relación con el desasimiento de las
relaciones primarias y la tramitación del conñicto de

1. “El superyó es para nosotros la subrogación de todas las limi­


taciones morales, el abogado del afán de perfección; en suma, lo que
se nos ha vuelto psicológicamente palpable de lo que se llama lo
superior en la vida humana. Como él mismo se remonta al inñujo
de los padres, educadores y similares [...] Así, el superyó del niño
no se edifica en verdad según el modelo de sus progenitores, sino
según el superyó de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene
portador de la tradición, de todas las valoraciones perdurables que
se han reproducido por este camino a lo largo de las generaciones”
(Freud, 1933).
separación, desilusión y fin de la omnipotencia infan­
til, duelos que, bien tramitados permiten crear nue­
vas relaciones de objeto.
La adolescencia entrama el cuerpo, lo psíquico y lo
social. Es un complejo que resignifica la historia, la
sexualidad, el narcisismo, las pulsiones, las relacio­
nes, el armado identificatorio y autoorganiza la sub­
jetividad. E l protagonismo corporal de la pubertad
impone un trabajo de simbolización inédito en busca
de opciones para relacionarse con los otros, con el
entorno y con lo que el imaginario social propone,
preludio de la inscripción del joven en el espacio social
ampliado.
H ay una “exigencia de trabajo” psíquica que implica
esfuerzo, energía y creación de algo nuevo. Si el adoles­
cente puede reapropiarse de su historia infantil esta­
bleciendo nuevas alianzas con su cuerpo, con la realidad,
con su mundo relacional y con las distintas instancias
psíquicas, habrá transformación y creación subjetiva.
Es un proceso histórico singular y no una etapa pre­
determinada. Los inevitables cambios corporales, los
duelos y las exigencias socioculturales pueden producir
efectos estructurantes o desestructurantes en el pro­
yecto identificatorio. Sucesivas re transcripciones de
vivencias exigen otros nexos y la resignificación de lo
previo: de los enunciados maternos, de las marcas que
dejaron sus cuidados y atenciones. Un replanteo global
de la economía objetal e identificatoria.
A la familia le cuesta desprenderse del individuo, y
cuanto más cohesionados sean sus miembros, tanto más
se inclinarán a segregarse de otros individuos, y más
difícil se les hará ingresar en el círculo más vasto de la
vida. El modo de convivencia más antiguo predominan­
te en la infancia se resiste a ser relevado por modos de
convivencia cu ltu ral de adquisición más tard ía.
Desasirse de la familia deviene para cada joven una
tarea que la sociedad suele ayudarlo a resolver median­
te ritos de pubertad e iniciación. El primer avance
pulsional, que es asumido por la fase edípica, conduce
a la inserción en la estructura familiar estable, conserva­
dora; el segundo, que se inicia en la pubertad, en la inser­
ción en la cultura. Ambos procesos son diferentes entre sí.
En el primero se trata de la apropiación de los modelos
identifícatorios que los objetos primarios proponen al niño.
En el segundo proceso, innovador-para el proyecto
identificatorio, el joven debe procurarse sus objetos amo­
rosos, desarrollar las capacidades que le permitirán, al
superar el antagonismo entre familia y cultura, respon­
der al principal impulso de la cultura de “reunir a los
humanos en grandes unidades” (Erdheim, 1992).
Recordaba en otro texto (Rother Hornstein, 2003) el
papel creador de lo imaginario, su injerencia transfor­
madora en los códigos simbólicos. Lo simbólico y lo
imaginario son irreductibles pero cualquier transfor­
mación de las representaciones simbólicas conllevan la
reorganización de la subjetividad.
Según lo antedicho, la adolescencia es también un
momento crucial para la eclosión de cuadros psicopa-
tológicos. severos: esquizofrenia, patologías borderline,
neo-sexualidades, depresiones, trastornos bipolares.2Los
factores de riesgo y de protección, así como las respues­
tas del entorno, tanto las de orden terapéutico como las
otras, tienen un lugar fundamental en la organización
predominante y en el carácter duradero o transitorio de
cada modo de funcionamiento. Esto es particularmente
cierto en la adolescencia.

HISTORIA, ACO N TEC IM IEN TO Y TEMPORALIDAD

Tenemos una biografía y distintas versiones de


nuestra historia, que se construye y reconstruye conti-

2. Me extenderé sobre las organizaciones fronterizas en “Identi­


dades borrosas”, capítulo 11 de este libro.
nuamente, consciente e inconscientemente, a través
de nuestras percepciones, nuestros sentim ientos,
nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestros
discursos y los de los otros. Ésta, nuestra historia,
que remodela en el tiempo las múltiples identifica­
ciones que nos constituyen, es lo que nos hace sentir
únicos sin impedir que nos vinculemos a diversos lazos
colectivos.
El encuentro entre madre e hijo confronta al niño
con un discurso que se le impone, el cual, aunque lo
rechace, será parte de su historia. Cuando el niño
escucha a su madre se impregna de sentidos de lo
que oye. Eso ocurre antes de comprender la significa­
ción. El niño es pensado, hablado y deseado por sus
progenitores que lo incluyen en sus historias, marca­
das por su cultura. En los comienzos de la vida, se
nutre de un “baño sonoro” de afectos y entiende que
lo que recibe de la madre es tam bién una respuesta
a lo que él le da. Cuando finalm ente deviene el yo, el
niño puede pensar sus propios pensamientos, guar­
dar sus secretos, mostrar sus diferencias, y garanti­
zarle a la rjaadre que ha cumplido con su función
como madre.
En el devenir sujeto, el carácter de inacabamiento
del recién nacido es lo que promueve el pasaje de la
naturaleza a la cultura. La intersubjetividad tiene un
lugar central en la constitución del psiquismo al posi­
bilitar la singularidad de cada historia. Las historias
con las que nos encontramos en los consultorios no son
crónicas de hechos que se suceden .linealmente, son
historias pobladas de idas y venidas, a veces deshi­
lacliadas, desentramadas, en las que los acontecimien­
tos que se entretejen en un juego de interpretación
sucesiva y simultánea conforman una trama que obli­
gan al yo a un trabajo de elaboración, interpretación y
reconstrucción permanente. El trabajo de historización
que éste realiza posibilita el acceso a la temporalidad y
a pensar su proyecto identificatorio. De eso se trata, de
acceder al futuro.3
Freud (1896) pensó al psiquismo constituido por
estratificaciones. Se establecen nexos entre las hue­
llas mnémicas y las impresiones inscriptas en distin­
tos tiem p os que fa v o re c e n reo rd en a m ien to s y
retranscripciones. El concepto de a posteriori pone en
juego el tiempo y la historia en las producciones psí­
quicas. El pasado deja de ser un tiempo congelado si
en la repetición y en el recuerdo actualizado se logra
un trabajo transformador.
La adolescencia es una trama signada por una serie
de experiencias que se materializan en su inicio con
los cambios corporales de la pubertad, con la serie de
duelos, traumas y con las vicisitudes azarosas de la
vida. Si hay retranscripciones y se establecen “nuevos
nexos” y resignificaciones de lo vivido, de lo fantaseado,
de lo interpretado, lo traumático deja lugar a un tra­
bajo de elaboración que posibilita el crecimiento. La
adolescencia reorganiza el proceso identificatorio, el
yo tiene como tarea religar ciertas emociones presen­
tes con aquellas experiencias vividas en un lejano pa­
sado, a las cuales no tiene acceso directo. La conciencia
es la única antorcha en la oscuridad para acceder a
esas representaciones y afectos que condensan las vi­
vencias de los primeros encuentros de placer o sufri­
miento entre dos cuerpos, dos psiquis y dos sujetos.
(Rother Hornstein, 1989)
En algún sentido lo infantil debe concluir para acce­
der a un proyecto adolescente. Tiene que haber nuevas

3. “El problema del tiempo no puede quedar separado del proble­


ma del yo, en cuanto agente y efecto del sujeto como ser histórico,
por lo tanto temporal,, ni. del problema del ello como instancia que
se halla bajo la égida dé la atemporalidad de un deseo indestructi­
ble, dirigida a repetir y a preservar la fijeza de sus puestas en
escena” (Aulagnier, 1971).
elecciones de objeto, consolidación de mecanismos de
defensa, y la puesta en juego de potencialidades. Nue­
vamente viene en nuestra ayuda la noción de series
complementarias4y la posibilidad de emergencia de lo
nuevo, de lo imprevisto, en medio de turbulencias, “en­
cierros y errancias”,5 de una subjetividad atravesada
por conflictos, instituida e instítuyente, en la cual se
entrecruzan la realidad material, el discurso histórico-
social y la amalgama de afectos que resultan de los
encuentros significativos.
Historizar es no quedar nunca cerrado ni encerrado
en los miedos y en la incertidumbre del cambio. Poder
anclar en un punto de partida certero, aquel que el
vínculo amoroso con los padres instituye (narcisismo
primario), es condición necesaria para transitar por la
vida, descubrir el .sentido de la trayectoria, y saber de
dónde viene cada uno, dónde se está detenido y hacia
dónde se va.
Diríamos que nuestra existencia transcurre de duelo
en duelo, momentos, sensaciones y rostros que se borran
apenas entrevistos. Algunas pérdidas reales pueden con­
densar duelos encubridores y otras desapariciones
repetitivas del vivir.

4- “Pocos psicoanalistas serían tan osados como para declararse en


contra de la sobredeterminación y de las series complementarias. Si
hurgamos un poco, si discutimos qué estatuto teórico y qué eficacia
terapéutica le atribuimos a cada uno de los elementos de la serie,
¡adiós acuerdo básico! La retroacción es central en la concepción
freudiana de la temporalidad y de la causalidad psíquica, ya que
experiencias inscritas como huellas mnémicas son modificadas por lo
actual. Es a partir de lo actual que adquieren un sentido nuevo y
eficacia psíquica. Ello supone superposiciones y deslindes entre his­
toria reciente e historia infantil. ¿Qué efectos de reestructuración,
resignificación, recuperación, produce lo actual: los duelos, los acon­
tecimientos significativos, las crisis, los logros?”. Hornstein, L., Pai­
dós, 1993).
5. Véase el trabajo de L. Palazzini, capítulo 6 de este libro.
El cuerpo goza, el cuerpo habla, el cuerpo duele, el
cuerpo grita. Ese cuerpo que habla y es hablado por la
madre, se muestra y reaparece con toda su fuerza en el
púber que también lo goza, lo sufre, lo piensa y lo en­
tiende desde su historia y desde eMmaginario social.
Este cuerpo marca a los jóvenes (y a todas las etapas
etarias) sus pautas, sus legalidades, sus desafíos.
La vida corporal y las representaciones psíquicas más
arcaicas son anteriores a la existencia del yo. Éste, una
vez que adviene, es el encargado de interpretar lo v ivi­
do y conformar una trama relacional. La textura psí­
quica enhebra el conjunto de fantasías producto de lo
experimentado como impresiones de “lo visto y lo oído”,
reinterpretadas permanentemente.
En la clínica actual nos encontramos con cierta
so b re in ve stid u ra d el cuerpo y una crecien te
desinvestidura de la representación. Los cuerpos toman
la delantera, requieren esfuerzo y dedicación en lo que
respecta al perfeccionamiento de la imagen corporal
ideal, y producen sufrimiento ante las discordancias
entre el cuerpo anticipado y propuesto desde el imagi­
nario social y el cuerpo real, a veces rebelde frente a la
violencia secundaria de la que es objeto. Sufrimiento
que a veces desencadena ataques al propio cuerpo.
(Stembach, 2002).
Freud decía que el yo es ante todo una “esencia-cuer­
po” . Piera Aulagnier (1975) agrega que los órganos sen­
soriales son receptores y puente entre el soma y la psiquis.
La sexualidad no sólo se apuntala en el cuerpo, sino que
éste es una necesidad para la vida psíquica. De igual
manera que lo autoconservativo se apuntala en la sexua­
lidad. Sin esa libido de la madre que sostiene al niño el
narcisismo primario no se constituye. El cuerpo es la
primera organización que sirve de punto de referencia
para que el niño tenga algún sentido de sí mismo. Su
coherencia, sus acciones, sus estados internos y el re­
cuerdo de todo esto llevan al aprendizaje de la relación
entre las diversas experiencias sensoriales, relación que
contribuye a la emergencia de un sí mismo.
Las zonas erógenas -cuerpo psíquico- condensan un
mundo de afectos, de discursos, de mandatos identifí-
catorios que la madre transmite en sus anhelos cons­
cientes, sus deseos inconscientes, sus represiones, sus
defensas, sus rasgos de carácter. Todo esto se entreteje
para configurar la historia de un devenir niño, púber,
adolescente, adulto, anciano.
¿Y si consideráramos la pubertad como otro punto
nodal, punto que puede ser surgimiento de novedad
(tanto estructurante como desestructurante), en tanto
la pubertad es un “sistema alejado del equilibrio”?
(Prigogine y Stengers, 1979). Sistema abierto que inte-
ractúa con sus vivencias, su mundo pulsional, sus due­
los, sus placeres y sufrimientos, sus relaciones objetales
y con los múltiples espacios de investimiento. La pu­
bertad irrumpe desde el cuerpo, instala el “caos” en un
aparente equilibrio anterior, la latencia, que procesa en
sordina la sexualidad infantil. Y la pubertad reabre el
protagonismo pulsional. El púber, desde su propia his­
toria, desde sus anhelos, ilusiones y deseos, desde los
sostenes identifica torios de los otros, de la cultura y
sobre todo de sus pares, escucha a ese cuerpo, lo des­
cubre, lo ignora, lo contiene, lo odia, lo maltrata, lo usa,
lo enferma (Rother Hornstein, 1992). Y en cada una de
esas posibilidades se condensan los sueños, los
padeceres, los placeres y los desvelos de una vida. Como
en el contenido manifiesto del sueño, podemos ir en
busca de fragmentos de historia, porque cada una de
estas expresiones son eslabones que revelan diferentes
formas de simbolizar los avatares que suscitan.
Si ayudamos a nuestros pacientes a poner en pala­
bras esos afectos, podemos establecer nuevos nexos, ligar
representaciones. La adolescencia deviene proceso, rehis-
torización, recomposición narcisista, identificatoria y
libidinaL Identidades que se remodelan desde encuen­
tros múltiples.
En un psiquismo abierto siempre es posible recibir
elementos de lo real exterior -elementos “traumáticos”,
capaces de producir aflujos energéticos que deben ser
“domeñados” o expulsados para mantener su constan­
cia—y a su vez que las representaciones ya existentes,
aun cuando permanezcan como tales en su singulari­
dad, se entrelacen de manera diferente organizando
nuevas texturas (Bleichmar, 1993).
Durante el tiempo de la infancia se constituye el
capital fantasmático, defensivo e identifica torio. Las
constelaciones fantasmáticas son efecto de la unión entre
lo vivido afectivo y una huella específica de objeto y de
la situación que desencadenó ese afecto en las distintas
fases relaciónales por las que atravesó el niño. El yo
posibilita el pasaje de afecto a sentimiento cuando apa­
rece la palabra y lo nombra.
Lo infantil en parte concluye cerrando las cuentas con
el tiempo de la infancia invistiendo los recuerdos de ese
tiempo antes de sepultarlo de otra manera en el olvido.
La pubertad, con los cambios corporales y el embate
pulsional como momento “caótico disipativo”, es un “punto
de bifurcación” que abre una serie de posibilidades. La
pulsión encuentra su fin pero está todavía lejos de en­
contrar sus objetos sexuales, trabajo propio de la adoles­
cencia. La adolescencia no implica un acabamiento de
los procesos iniciados en la pubertad pero sí una trami­
tación en el pasaje de los objetos prohibidos hacia obje­
tos exogámicos. Desde el punto de vista biológico es la
adquisición de nuevas reacciones fisiológicas, y desde el
punto de vista psíquico, la adquisición de nuevas repre­
sentaciones y afectos que le permiten otras posibilida­
des. Cada estadio aporta un lenguaje nuevo, diferentes
modos de elaboración, una nueva “batería de signifi­
cantes” (Laplanche, 1981a). Estos trabajos simbólicos son
propios de la adolescencia, reorganizaciones que coronan
la constitución de lo reprimido que llevan las marcas de
la historia y que intervienen en la consolidación del
narcisismo y del espacio identificatorio. El adolescente
asume determinado tipo de defensas, pero necesita tener
la certeza de ciertas posiciones identificatorias que le
garanticen un sentimiento de continuidad de sí para luego
encarar nuevas relaciones objétales que (al igual que los
objetos primordiales) le reaseguren ser sostén de deseos,
placeres y proyectos.
La historia es un juego dinámico entre pasado, pre­
sente y futuro. Depende de los éxitos o fracasos del tra­
bajo de la represión y de la capacidad de la psiquis de
elaborar, a partir de las representaciones a las que tuvo
que renunciar, otras representaciones a las cuales ligar
el afecto. Sólo si el trabajo de represión es exitoso habrá
un “tiempo de conclusión” para cada fase libidinal y un
tránsito logrado entre una fase y otra: lactante-niño-
púber-adolescente-adulto. Con el advenimiento del yo y
la adquisición del lenguaje, el trabajo de pensamiento
adquiere mayor complejidad para resignificar los hechos,
las escenas fantasmáticas y las interpretaciones de las
fases anteriores, de las particularidades que tuvieron las
relaciones objetales y las posiciones identificatorias pro­
pias del ser hiño. Por el contrario, si la represión fraca­
sa, dificulta el establecimiento de nuevas relaciones, de
nuevos intereses. Porque lo que no pudo ser reprimido
de las representaciones de las primeras relaciones de
objeto insiste como el trauma, intentando retornar a un
tiempo anterior que no se quiere modificar y que altera
el trabajo de historización. En ese caso, lo que el niño,
adolescente o adulto viven encuentra un sentido para
ellos si el otro con el que se relacionan ocupa un lugar
equivalente al de los personajes de la infancia. Si por el
contrario hay un exceso de represión, es posible que se
incremente la amnesia y el desinvestimiento de recuer­
dos reprimidos y que el evocarlos se transforme en una
amenaza para el yo porque pueden disparar otros re­
cuerdos insoportables, excesivamente traumáticos en caso
de que remitan a indiferencia libidinal o sentimientos de
odio por parte de las figuras primordiales (Aulagnier,
1984a),

LOS PADRES, LOS EDUCADORES Y LO HISTÓRICO-SOCIAL6

La consolidación identificatoria requiere la transmi­


sión de lo reprimido en los padres. El discurso de éstos
lleva la marca de la represión, la repetición, el discurso
social y el retomo de lo reprimido, y promueve el tra­
bajo de resignificación. La alianza con un núcleo simbó­
lico que permanezca como referencia insoslayable de
un sí-mismo es condición necesaria para soportar los
cambios que exige el devenir, si bien nadie está exento
de enfrentarse con experiencias que demanden posicio­
nes identificatorias que pongan en riesgo estabilidades
alcanzadas (duelos, enfermedades, catástrofes). La ado­
lescencia es particularmente un tiempo de ruptura que
requiere de una serie de trabajos simbólicos para reor­
ganizaciones compatibles con una "matriz” relacional
permanente y con un acceso a elecciones de objetos
posibles. Hay un límite para estas operaciones, cuya
mayor riqueza es la libertad para resolver los conflictos
identificatorios, afectivos y vinculares. Elementos úti­
les como herramienta diagnóstica para evaluar la posi­
bilidad del púber-adolescente de beneficiarse con un
proceso analítico.
La movilidad identificatoria y la movilidad de las
relaciones son inseparables del movimiento temporal

6. “En el posterior circuito del desarrollo, maestros y autoridades


fueron retomando el papel del padre; sus mandatos y prohibiciones
han permanecido vigentes en el ideal del yo y ahora ejercen, como
conciencia moral, la censura moral. La tensión entre las exigencias
de la conciencia moral y las operaciones del yo es sentida como
sentimiento de culpa. Los sentimientos sociales descansan en iden­
tificaciones con otros sobre el fundamento de un idéntico ideal del
yo” (Freud, 1923).
que funciona como un hilo conductor, un nexo entre las
diversas posiciones identificatorias asumidas y las elec­
ciones de objetos sucesivamente investidos.
Las experiencias significativas que posibilitan el
pasaje de una forma de relación a otra enfrentan al
adolescente con lo que hasta ese momento ignoraba
respecto a sí mismo, porque el reconocimiento de que se
ha cambiado es siempre posterior al cambio y a veces
pone en evidencia el ser lo que nunca se quiso ser, o la
distancia entre el propio sueño narcisista y la diferen­
cia con la realidad actual. Momento crucial porque si
esta diferencia es insostenible para el yo, éste corre
riesgos de conflictos identificatorios con resultados im~
predecibles pero que pueden poner en evidencia patolo­
gías narcisistas diversas: (1) esquizofrenia, paranoia,
cuadros borderline, si lo que está en juego es la identi­
dad, el sentimiento de sí, la consistencia del yo; (2)
depresiones, si predomina el déficit en la estima de sí;
(3) indiscriminación con el otro cuando se tiende a con­
fundir al objeto fantaseado con el objeto real y final­
mente (4) la así llamada ‘‘clínica del vacío” que refiere
a la no constitución de ciertas funciones yoicas o su
pérdida cuando hubo exceso de sufrimiento.7
La adolescencia es un momento propicio por los cam­
bios a los que obliga, para la eclosión de cuadros psicó-
ticos, depresiones o trastornos fronterizos, pero debemos
ser cuidadosos cuando estamos frente a ciertas desor­
ganizaciones yoicas: hay que comprenderlas de manera
diferente de las de la infancia y de las de la vida adul­
ta. Es la particularidad de la pubertad, de la metamor­
fosis corporal, de la nueva fuerza pulsional, del trabajo
de duelo por los objetos primarios, del cuestionamiento
del narcisismo infantil y las consecuentes elaboraciones

7. “Los cuatro modelos tienen que ver con el yo: consistencia,


valor, indiscriminación con el objeto, pérdida o no constitución de
funciones y remiten a conflictos distintos” (Homstein, 2000 y 2003).
te específicas se sometieran a una especie de compul­
sión repetitiva que actúa más allá de las generaciones.
Sin embargo, no dejan de actuar sobre la madre y las
familias las relaciones de producción y de poder macro
estructural, de acuerdo con el valor psicológico, las ne­
cesidades y frustraciones que de ellas se derivan. La
adolescencia está en medio de los ámbitos progresistas
de la sociedad, tendientes a la transformación, y de los
conservadores, reproductores de la familia. El devenir
mostrará si el adolescente logró el distanciamiento
necesario para acceder a nuevos impulsos subjetivantes
y qué consecuencias adecuadas se entrevé para el desa­
rrollo cultural.9
Nos preocupa cuando estamos ante un adolescente
cuyo discurso reitera la escena del conflicto familiar y
los reproches a los padres que no pueden dejar de ser
sus personajes primordialmente investidos. Transitan
un presente desvitalizado al ser rumiadores de aconte­
cimientos, de historias vividas que llevan la marca de
un magro proceso de elaboración.
Estas situaciones tienen como sustrato padres que
no entendieron el sufrimiento de los hijos sino que, por
el contrario, no pueden dejar de ser los actores princi­
pales, mostrando sus conflictos, en lugar de sostener y
escuchar los de sus hijos. Los retienen obligándolos a
ser espectadores pasivos de sus conflictos de pareja y
familiares aún no resueltos. Situación que incrementa
en el joven el temor al afuera, a largarse a encontrar
nuevas rutas, a investir sus proyectos, a tropezar, a
enfrentarse con “la dura realidad”. En suma: el temor
a crecer.

9. “La humanidad nunca vive por completo en el presente; en las


ideologías del superyó perviven el pasado, la tradición de la raza y
del pueblo, que sólo poco a poco ceden a los influjos del presente, a
los nuevos cambios; y en tanto ese pasado opera a través del superyó,
desempeña en la vida humana un pápél poderoso, independiente de
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6 . M O VILID AD , ENCIERROS, ERRANCIAS:
A VA TA R E S DEL D EVEN IR ADOLESCENTE

Liliana Palazzini

Y ya sabéis lo que pasa, que el papel que uno


asume acaba por convertirse en verdadero, la
vida es una experta en esclerotizar las cosas y las
actitudes se convierten en opciones.
A n t o n io T a b u c c h i , Pequeños equívocos
sin importancia.

CONSIDERACIONES INICIALES

En el fenómeno adolescente biología, cultura y


psiquismo constituyen registros de definición insepara­
bles en la medida que se hallan imbricados en su con­
formación. Históricamente la adolescencia se asienta
en la transformación cultural surgida como expresión
social luego de los cambios socioeconómicos que intro­
duce la Revolución Industrial. Esta evolución producirá
una ligadura definitiva con la inserción al mundo del
trabajo. En las sociedades precapitalistas la adolescen­
cia no existía, al menos como la conocemos hoy; el pasaje
de la infancia a la adultez quedaba facilitado por ritua­
les de iniciación. Así, en un abrir y cerrar de ojos, y
celebración de por medio, los niños se convertían en
adultos. La vigencia de esta marca primaria de consti­
tución indica a la adolescencia como superficie cultural
en la que se estampa, como en un grabado, las condi­
ciones sociales de una época.
Ubicada como lugar de tránsito entre infancia y
adultez, la adolescencia se apuntala en el emergente
somático que indica la hora de un cambio: crecimiento
del. cuerpo, desarrollo de los caracteres sexuales secun­
darios, aparición de la capacidad reproductiva. El desa­
rrollo biológico de la pubertad constituye un estado de
perturbación que obliga al niño a re-situarse fuera de
la posición infantil, careciendo, a su vez, de tiempo su­
ficiente para construir representaciones acordes. Ex­
ceso y vacío que reclaman una adecuación.
Las concepciones sobre adolescencia han oscilado en­
tre el subrayado de angustias y duelos concomitantes y
una acentuada idealización como tiempo pleno de vida,
probable consecuencia de la confusión entre adolecer y
adolescer. Pero crecer y padecer no son lo mismo; aun­
que el movimiento adolescente acarrea trastorno y an­
gustia, más lo ocasiona la ausencia de su despliegue. El
sentido de potencialidad que aloja en sí la adolescencia
se enlaza a la tramitación psíquica activada con los cam­
bios corporales pues, al mismo tiempo que hace recom­
posición de lo existente, instala funciones nuevas: crece
la capacidad de pensar, se complejiza el universo emo­
cional, el encuentro sexual es orientado por la genitalidad,
instalando nuevos sentidos y formas de vinculación, se
potencia la creatividad junto a la apropiación simbólica
de la capacidad re-productiva y se afirma la identidad
sexual. De allí, la consecuencia de trastorno o patología
cuando este proceso no encuentra espacio y condiciones
apropiadas para su instauración. Es decisivo haber po­
dido ser adolescente. Frangoise Dolto lo destaca al des­
cribir la adolescencia como un segundo nacimiento en el
que individuación y vulnerabilidad van de la mano.
La metamorfosis corporal inaugura una centralidad
genital del cuerpo erógeno, consecuencia del despliegue
biológico en la organización libidinal constituida hasta
entonces. Lo púber al indica un anclaje biológico pero a
su vez crea el acontecimiento adolescente de estructu­
ración y re-estructuración psíquica como trabajo
elaborativo de este tiempo. Todo cambia: junto a la
transformación del cuerpo, también se produce la del
psiquismo. El psicoanálisis ha especificado estas trans­
formaciones describiendo el movimiento de la libido
hacia la primacía genital y el cambio en la elección de
objeto exogámíco, además de ofrecer un marco de com­
prensión profunda de la subjetividad adolescente y de
la articulación entre psiquismo, cuerpo, pulsión y rea­
lidad. Aunque el adolescente se vale de instancias y
operatorias ya habilitadas en la infancia, basadas en la
identificación y el Ideal del yo, su tramitación incluye
modalidades nuevas. Su fin es una desexualización de
las representaciones incestuosas conducentes a la elec­
ción de un objeto potencialmente adecuado (Gutton,
1993). La llegada de la pubertad indica que i a sexuali­
dad no puede ser diferida, lo cual reinstala la depen­
dencia del objeto y el sentido de complementariedad de
los sexos. La incómpletud va dando lugar a la ilusión.
Recortada como especificidad del psicoanálisis, mucho
después y con mayores dificultades que el psicoanálisis de
niños, la adolescencia es una constelación compleja de teo­
rizar. El múltiple anudamiento que la constituye -cuerpo,
cultura y psiquismo- se halla atravesado por el sentido de
espera y preparación para el cambio. Recuerdo el concepto
de Erickson de moratoria psico-social como espacio y tiem­
po de tránsito insumido en la organización de soportes
asentados en el campo social. Este concepto ha perdido la
placidez contenida en la idea de una espera descansada;
lejos de ello, Ik adolescencia se basa en la conquista de una
condición subjetiva estructurante que sólo es alcanzable
con trabajo. La noción de trabajo es medular en la teoría
psicoanalítica: contiene la idea de movimiento pulsional, de
construcción representacional, de dinámica en juego, de
creación, de elaboración. Lleva implícita la noción de fuer­
zas en el interior del aparato, que de ningún modo es vir­
tual sino que se hace tangible en la producción de
pensamiento, acto y discurso, capaz de investir un espacio
diferente y una representación de sí diferente.

El crecimiento presupone nuevas necesidades e in­


terpela la participación del individuo en su propia his­
toria. Lo que has heredado de tus padres para poseerlo,
gánalo. Este punto lleva a considerar tanto el tema de
la transmisión y de la herencia como la participación
del sujeto en un campo intersubjetivo. En tal sentido
hay una exigencia de trabajo impuesta al psiquismo
por el hecho de estar en juego la sujeción a las relacio­
nes de generación como la necesaria individuación”
(Faimberg, 1993).

Como tiempo de tramitación psíquica constitutiva la


adolescencia promueve composiciones y recomposiciones
libidinales, fantasmáticas, identificatorias y vinculares.
La movilidad del funcionamiento psíquico y sus deriva­
dos quedará en el centro de la observación clínica a fin
de avizorar los puntos de obturación o anudamiento en
la exigencia de procesamiento; observación necesaria a
fin de abordar otro trabajo, el trabajo analítico.
La adolescencia se define más por la movilidad de
funcionamiento psíquico que conlleva —constituyendo
una estructura psíquica abierta, como dice Julia Kris-
teva - que por una categoría de edad. Tal ubicación se
perfila lejos del sentido cronológico/evolutivo y se acer­
ca al de tramitación constitutiva que puede advenir
más allá de la edad de la persona. Esta consideración,
que emerge con fuerza desde el campo clínico, lleva a
interrogar el sentido de la intervención analítica a fin
de abrir condiciones de cambio, entendiendo la adoles­
cencia en el sentido de oportunidad, antes de que lo
cartilaginoso se vuelva óseo. Pero el tiempo real tiene
importancia: no es lo mismo una tramitación adoles­
cente acontecida en una franja evolutiva acorde que
una tramitación en un tiempo posterior. Algo se perde­
rá si no se vive en forma acompasada con ios cambios
corporales, ausencia que será presencia entre los plie­
gues de futuros malestares.
Considero que, para el analista, la labor de pensar la
adolescencia compromete una sensible articulación en­
tre la propia vivencia adolescente, la experiencia del
propio análisis y aquella que proviene dél ejercicio clíni­
co. Este último interroga de modo singular una de las
posiciones clásicas del psicoanálisis, la de resigniíicar lo
existente. En la medida que está en juego la instalación
del sujeto en posiciones inéditas, una de las labores cen­
trales del analista consistirá en ser testigo, y partícipe
transferencial, de la creación de nuevas condiciones psí­
quicas, capaces de generar representaciones acordes.
Me interesa describir en este trabajo algunas de las
tramitaciones involucradas en la transformación ado­
lescente que posibilitan un despliegue en el campo de
la salud y, por lo tanto, son verdaderas construcciones
psíquicas que hacen posible la inscripción de la noción
de cambio.

TRABAJO QE SUSTITUCIÓN G ENERACIONAL

El movimiento de sustitución generacional es un tema


complejo que moviliza toda la estructura vincular entre
hijos y progenitores, tiene a la confrontación como ope­
ración de impugnación y crítica de lo heredado, y si
bien no puede transitarse sin desafío ni apremio tam­
poco esta exenta de angustia.

En el individuo que crece, el desasimiento de la


autoridad parental es una de las operaciones más ne­
cesarias, pero también más dolorosas del desarrollo.
Es absolutamente necesario que se cumpla, y es lícito
suponer que todo hombre devenido normal lo ha lleva­
do a cabo en cierta medida. Más todavía: el progreso
. de la sociedad descansa, todo en él, en esa oposición
entre ambas generaciones (Freud, 1909).

Freud ubica el fracaso en esta tarea dentro de los lími­


tes de la neurosis. Pero la confrontación no alude a una
batalla aunque el odio esté enjuego, y no se trata de una
guerra aunque las trincheras sean necesarias: es una
operación resultante de un tipo de vinculo entre padres e
hijos basado en el reconocimiento mutuo, en el que la
autoridad de los padres ha sido un hecho como también
lo ha sido la apuesta de capital libidinal sobre los hijos.
La paradoja es que si todo ha ido bien, se instalará un
campo de malestar insoslayable ya que sus efectos bené­
ficos no son visibles de manera directa .ni inmediata.
Winnicott se ha referido ampliamente a la confronta­
ción general y sus connotaciones en la organización ado­
lescente destacando en ella la presencia de componentes
agresivos y de ternura. Parte de la idea de inmadurez
adolescente como elemento esencial de la salud, que no
requiere otra cura que el paso del tiempo, aunque re­
sulte indispensable la función de sostén de la familia y
la sociedad.

Si existe aún una familia que puedan usar, los ado­


lescentes la usarán intensamente, y si la familia no
está allí para ser usada o dejada de lado (uso negativo),
se les deberá proporcionar pequeñas unidades sociales
para contener el proceso de crecimiento adolescente
(Winnicott, 1968).

Crecer es un acto agresivo de posesión de un lugar


que se gana al otro, a través de la pelea. Cuando el
niño se transforma en adulto lo hace sobre el cadáver
de un adulto. La propuesta winnicottiana de asesinato
consolida un pasaje simbólico que promueve el encuen­
tro con la propia potencialidad y con el sentimiento d.e
vitalidad. Sin la desidealización de los padres no es
posible acceder a la instalación de la brecha generacio­
nal, y para ello es necesario el cuestionamiento de las
certezas de los enunciados adultos.

Con la condición de que los adultos no abdiquen,


podemos considerar los esfuerzos de los adolescentes
por encontrarse a sí mismos y determinar su destino
como lo más estimulante que nos ofrece la vida
(Winnicott, 1968).

En esta operatoria de confrontación se hace evidente la


importancia radical del otro en la constitución subjetiva,
nada más ni nada menos que la presencia como precon-
dición de la investidura de un tiempo futuro que pueda
comenzar a imaginarse, a anhelarse, a construirse.
La evitación de la confrontación a través de la toleran­
cia o el autoritarismo equivale a la claudicación e implica
el desmantelamiento del sentido de oportunidad. Si los
adultos resignan la oposición, al adolescente no le queda
otra alternativa que volverse adulto en forma prematura,
falsa madurez por cierto no exenta de consecuencias. La
supervivencia, en cambio, permite la paradoja de que sólo
un padre vivo se deja matar. Lo sustancial de esta opera­
ción es que una sustitución acontezca sin cerrar el acceso
simbólico a una nueva posición subjetiva que busca el
adolescente. Por eso se cura con el paso del tiempo, una
vez jugado este juego el saldo que arroja tiene contenidos
superlativos: el odio da paso a la creación y la manipula­
ción da lugar al uso del objeto.
En este contexto altamente libidinal, la agresividad
es inherente al proceso de estructuración subjetiva, en
la medida que hay corte y separación, el objeto se vuelve
real y externo. La adolescencia reactualiza la fluctua­
ción entre unión y separación, pérdidas y adquisicio­
nes, y a la vez el encuentro con la exterioridad y la
diferencia requiere el impulso agresivo. Estos encuen­
tros y desencuentros irán dibujando el derrotero
identificatorio. Para René Rousillon la paradoja de la
destructividad sería a la vez originaria y terminal en la
medida que inaugura el ingreso a la problemática
edípica pero también marca su disolución. El padre
muerto en la fantasía sobrevive en la función.
Tiempo tumultuoso, tanto para los hijos que crecen
como para los padres en quienes se reactivan algunos
puntos olvidados de su propio transcurrir adolescente.
El proceso de uno cabalga sobre las huellas del otro.
Según Filippe Gutton, los padres deben afrontar el con­
vertirse en objetos inadecuados. Introduce así el con­
cepto de obsolescencia, defin ien do el proceso de
desinvestidura parental en beneficio de la búsqueda de
nuevos objetos. Como la capacidad para estar solo, la
obsolescencia es posible en interacción, es una defensa
que permite la elaboración de conflictos frente a un
objeto incestuoso -cuyo deseo es un obstáculo- y ade­
más se opone a lo residual adolescente de los propios
padres. Implica superación y renuncia del deseo y del
objeto incestuoso, provoca caducidad* establece la dife­
renciación entre el tiempo de la infancia que conduce a
la represión del deseo y la madurez que conduce a su
dominación, vía factible de conducción hacia el encuen­
tro con un objeto potencialmente adecuado. Este deve­
nir confronta a los progenitores con circunstancias
difíciles de metabolizar: la genitalización del hijo, su
desprendimiento y el propio envejecimiento. Es una
verdadera puesta a prueba de la regulación narcisística
del conjunto, debido a que el hijo pierde el sentido
majestuoso de la infancia, pero también hay una pérdi­
da que opera en la fantasmática narcisística parental
respecto del hijo como expectativa de continuidad
indiferenciada o de oportunidad reparatoria.
El tránsito que describimos se verá perturbado por el
competitivo afán de juventud de los padres, tan fre­
cuente en los códigos de la cultura posmoderna. La
adultez pierde peso como modelo y la sociedad propone
la adolescentización, no sin producir algo del orden de
lo corrupto: los adolescentes quedan obligados a ser pa­
dres de sí mismos. Esta situación más que aportar
sentido de libertad arroja un sentimiento de abandono.
También las respuestas autoritarias de los padres sofo­
carán su alcance, dejando tras de sí estados de someti­
miento y hostilidad incapaces de transformarse en
potencia. Si se eclipsa su resultado -por cualquiera de
las vías posibles— el adolescente no reconoce un lugar
ganado sino que se queda con un lugar perdido; la ins­
cripción del crecimiento no tendrá cabida. Sin posibili­
dad de confrontación en un marco saludable el
adolescente no alcanzará el plus que acarrea su trami­
tación: por un lado hacer una brecha —marcando se­
paración de territorios- por otro, apropiarse de la fuer­
za vital que aporta el ejercicio de la hostilidad como
capacidad, no sólo como fuerza destructiva, sino como
base de sentimientos de individuación y de cohesión
que aportan confianza y seguridad -las que nunca se­
rán ciegas ni absolutas™.
L a confrontación suministra entonces un capital
libidinal: además de aportar un sentido organizador del
psiquismo, separa y a la vez conserva la articulación de
espacios. El adolescente que se diferencia no pierde el
sentido de pertenencia ni el reconocimiento de los demás,
de modo que su tránsito, además de promover alteridad
™trabajo que nunca se asegurará definitivamente- abona
el terreno para la remodelación identificatoria.

REORGANIZACIÓN IDENTIFICATORIA

La adolescencia constituye un lugar de interrogantes


e incertidumbre respecto de la representación de sí
mismo y de la relación con los demás. El pasaje por la
duda es inevitable, especialmente en cuanto al valor y
sentido de la§ referencias identificatorias. La necesidad
de diferenciación conduce al abandono del objeto paren-
tai -como objeto y como modelo- estableciéndose la
organización de una propia cosmovisión adolescente que
reclamará nuevos identificantes y nuevas metas.

La identificación constituye un pívot central en la


constitución del psiquismo como operatoria a partir de
la cual se constituye y se transforma una persona, es­
tablece una articulación exterior-interior dando cuenta
de la cualidad abierta del psiquismo y su posibilidad
de reorganización continua (Vecslir, 2001).

La adolescencia es un momento clave de reorganiza­


ción identificatoria, ya que las nuevas significaciones
desencadenan movimientos en su trama, movimientos
que determinan cambios en la subjetividad. Éste es un
trabajo que insume tiempo y exige el vencimiento de
las propias resistencias.
La remodelación identificatoria permite un progreso,
desde la primacía del yo ideal del tiempo de la infancia
a la construcción de ideales propios vinculados con la
categoría del ideal del yo, categoría que también deberá
ser despejada de las condiciones infantiles de estructu­
ración, tarea primordial para un nuevo diseño. La forma­
ción del ideal del yo tiene importancia teórica como
así también visibilidad clínica en la medida que invo­
lucra las vicisitu des alrededor de la creación de
apoyaturas transicionales que, separando al adoles­
cente de la posición de hijo, abren la dimensión de la
posición paterna.
Inmerso el adolescente en la tarea de resignificación,
se abrirá un juego entre la dimensión narcisista y la
dimensión relacional. El jugar a ser otro será con otros
y estará movido por ideales, ilusiones y fantasías como
propiedad de un yo que empieza construir su propio
proyecto identificatorio. Piera Aulagnier (1986) designa
de este modo a:

[...] los enunciados sucesivos por los cuales el sujeto


define (para él y para los otros) su anhelo identificatorio,
es decir, su ideal. El “proyecto” es lo que, en la escena
de lo conciente, se manifiesta como efectos de mecanis­
mos inconscientes propios de la identificación; repre­
senta, en cada etapa, el compromiso en acción.

Proyecto que quedará definido como

la autoconstrucción continua del Yo por el Yo, necesaria


para que esta instancia pueda proyectarse en un movi­
miento temporal, proyección de la que depende la propia
existencia del Yo. Acceso a la temporalidad y acceso a la
historización de lo experimentado van de la mano: la en­
trada en escena del Yo es, al mismo tiempo, entrada en
escena de un tiempo historizado (Aulagnier, 1975).
Queda planteada una reformulación de la historia a
partir de la cual el adolescente puede desprenderse del
niño que fue y del ideal infantil constituido en super­
posición de su deseo con el de sus padres. El proyecto
identificatorio incluye la idea de un cambio y conlleva
una distancia temporal en su alcance o consecución.
A l incluir la brecha del tiempo favorece la resignifica­
ción de la temporalidad, se abre la dimensión de futu­
ro -que ya no es “hoy” como en el tiempo de la infancia-.
Además de contener una promesa de placer como con­
dición necesaria para la remodelación del yo, el proyec­
to identificatorio implica movilidad psíquica y acciones
específicas. Por definición ofrecerá una salida, y en su
tránsito el campo social alcanzará otra significación: la
de imprescindible. Efectivamente, sostener un proyecto
y desplegarlo requiere de la creación de soportes
vinculares exogámicos que comprenden la libidinización
del encuentro con otros. Ningún proyecto se realiza en
aislamiento.
Sabemos que las identificaciones son portadoras de una
historia que no sólo se ciñe al entorno de advenimiento
del sujeto sino que transmite la historia de las generacio­
nes que le precedieron. Plantea en su seno la paradoja
inevitable de“ constitución y alienación al mismo tiempo,
y es por este doble carácter que la remodelación
identificatoria estará atravesada necesariamente por el
trabajo de desidentificación, tarea que sólo es posible
emprender dentro de un sostenido trabajo de historización
del yo. Desidentificarse tiene un registro de desgarro y
encierra la amenaza de pérdida del amor y del reconoci­
miento en términos identitarios, pero su instrumentación
deviene en oxígeno vital para el psiquismo. El complejo
interjuego identificación-desidentificación tiene un papel
preponderante en la tramitación adolescente aunque no
es privativo de ella. Una vez habilitado, este inteijuego se
convierte en posibilidad permanente del psiquismo que
aporta complejización y produce rearticulación continua
entre pasado, presente y futuro.
Haydeé Fairaberg acuñó el término “telescopage” de
las generaciones para describir la condensación
identificatoria que produce alienación del yo: describe la
existencia de identificaciones condensadas e inconscien­
tes por las que el sujeto se somete a la historia de otro.
La identidad guarda un sentimiento de extrañeza y la
diferencia generacional enlazada a la remodelación
identificatoria muestra su ausencia en los signos de la
psicosis. La historia no vivida por el sujeto mismo pero
encriptada en él, promueve un tiempo repetitivo, resul­
tado de un proceso de intrusión que no dio lugar a ser.
Este anudamiento identificatorio contiene un mudo
secreto y constituye un vínculo entre generaciones in­
capaz de ser representado. El pasaje a su representa­
ción sólo será p o sib le a tra vés de un tra b a jo
interpretativo que -habilitando la desidentificación--' re-
establezca la liberación del deseo y la constitución del
futuro.
El trabajo de historización en la adolescencia per­
mite la operación de construcción del pasado, la cons­
trucción de un fondo de memoria que hará posible
poner al amparo del olvido al tiempo de la infancia, el
cual fu n cion a como g a ra n tía de certid u m b re
identificatoria. La posibilidad de investir el futuro que­
da en interdependencia con la investidura dél pasado
y la historia personal suficientemente retenida deviene
garantía de la apuesta en el espacio relacional. No se
define aquí a los contenidos representacionales pre-
conscientes ni a aquellos que están bajo el efecto de la
represión sino que este fondo de memoria no llega a
ser percibido —ni por el sujeto ni por los otros— como
un elemento de su pasado, pero tampoco está separa­
do del tiempo presente del cual forma parte (Hornstein,
1993). Está en juego entonces la construcción de una
memoria que resguarda un capital, no solamente como
continente de recuerdos, sino como verdadero organi­
zador psíquico que facilita el sentido de integración y
continuidad.
La historización en la adolescencia tiene una ampli­
tud y un ritmo un tanto vertiginoso en la medida que,
si todo ha ido bien, el adolescente tiene que efectuar un
reprocesamiento de todas sus representaciones: su cuer­
po cambia, sus referentes cambian, su relación con los
otros se modifica, su relación con la sociedad también.
La inclusión de las diferencias tiene un sentido organi­
zador para el psiquismo y si no hubiera referencias
identificatorias estables tendríamos como saldo un Yo
severamente afectado, pero si nada cambia no habría
adolescencia (Hornstein, 1993).
Identidad y adolescencia guardan una vinculación
de parentesco que se hace evidente en el desconcierto
que cán frecuencia se observa frente a la pregunta que
la interroga: ¿quién soy yo? Definir la identidad re­
quiere cierta traducción al lenguaje psicoanalítico ya
que no pertenece a su bagaje teórico. La identidad es
imagen y sentimiento. Por un lado es una operación
intelectual que describe existencia, pertenencia, acti­
tud corporal; por otro, es un sentimiento, un estado
del ser, una experiencia interior que corresponde a un
reconocimiento de sí que se modifica con el devenir
(Rother Hornstein, 2003). Sin duda la identidad es un
concepto fuertemente enlazado al narcisismo y a las
identificaciones, al propio cuerpo como cápsula que
contiene el autoerotismo residual, y a todo aquello que
la historia aportó al estado actual de una persona.
Señala él investimiento positivo de la representación
de sí al que se alude con el término “autoestima”.
Incluye la idea de continuidad temporal y por lo tanto
requiere ciertos anclajes inalienables que permitan el
reconocimiento a través de los cambios, reconocimien­
to de sí mismo y de los demás.

El sentimiento de identidad manifiesta en superfi­


cie la conjugación identificatoria de profundidad, es la
punta del iceberg -visible y conciente- y el desconcier­
to identitario a menudo señala el trabajo de reorgani-
tanda psíquica es la posición de protagonismo que
deberá asumir el adolescente en la consecución de la
salida exogámica. También aquí se hace presente la
d e s id e n tific a c ió n con los objetos de la cu ltu ra
endogámica. Podemos pensar la inserción del adoles­
cente en los grupos de pares como apoyaturas necesa­
rias para la remodelación identificatoria; el grupo es un
campo de concreción y elaboración con otros. Sin la
interferencia de los adultos el adolescente podrá crear,
pensar, imaginar y jugar poniendo en evidencia la in­
vestidura de espacios y objetos en este nuevo ámbito,
recorrido en el cual queda subrayado el valor de la
amistad como entramado de sustento vincular. Además
de ser un escenario privilegiado de circulación libidinal,
la creación de lazos amistosos facilita la salida del
ámbito familiar, soporte por excelencia en el tiempo de
la infancia.
Piera Aulagnier introduce la noción de contrato nar-
cisista para indicar que cada sujeto viene al mundo
como portador de la misión de asegurar la continuidad
generacional y, así, la del conjunto social al que perte­
nece. Tiene un lugar en el grupo y a su vez. éste lo
inviste narcisísticamente. Esta voz comunitaria incluye
ideales y valores, transmite la cultura y los enunciados
que la identifican. Cada sujeto tomará eso para sí, de
manera que se pone en evidencia la función identifican­
te que el contrato tiene. Un primer contrato emerge de
los vínculos primarios e inviste al sujeto antes de na­
cer, pero hay otro contrato que se establece en los vín­
culos secundarios, ya sea en relaciones de continuidad,
de complementariedad, de cooperación, de producción,
de oposición, que siempre reactivará las condiciones en
que fue instaurado el primero aunque constituyan ver­
daderas posibilidades de apertura en el encuentro con
nuevos soportes identificatorios, situaciones eficaces
para investir la grupalidad, el compromiso, el estudio y
demás funciones valorizadas de lo social.
El trabajo psíquico en el espacio de la intersub-
jetividad es el de hacer vínculos. El vínculo impone un
trabajo al psiquismo, como lo es la creación de operacio­
nes comunes, ya sean defensivas o de producción. Esto
sólo es posible si se logra investir un “nosotros” fuera
de las gamias de pertenencia como dimensión en la que
acción, pensamiento y erotismo encuentren destinata­
rios habilitados para el intercambio. Inclusión que com­
prometerá un cuerpo erotizado y erotizante capaz de
involucrarse llegada la ocasión. Surgirán así nuevos
consignatarios que garanticen a su vez el retorno de
una cuota de placer como moneda circulante. Siempre
y cuando estos anclajes referenciales mantengan este
“nosotros” investido, la noción de libertad podrá consti­
tuirse como motivación de sostén de estos espacios so­
ciales, verdaderas plataformas para la acción con
sentido, con afecto y con principios. Acción que se dife­
rencia de la actuación.
El desarrollo del pensamiento abstracto, propio del
momento adolescente, contribuye a dar mayor profun­
didad a los cuestionamientos y planteos de este tramo,
favoreciendo la búsqueda de nuevos tránsitos. Pero
este desarrollo es gradual e inacabado, por lo que nos
obliga a distinguir el andar exploratorio -en el que el
pensamiento transcurre muchas veces por la acción-
de aquellas conductas vacías que no tienen fin ni prin­
cipio. Filippe Guitón señala aquí un fracaso en la
subjetivación adolescente en tanto el vagar reemplaza
los vínculos intersubjetivos, y el lugar concreto -andar
de aquí para allá- no da espacio al lugar emocional La
acción así concebida desaloja la imaginación, despoja de
la posibilidad de fantasear, desviste al pensamiento de
la capacidad desiderativa que contiene. El movimiento
sobreinvestido constituye una defensa contra sensa­
ciones de inquietud o momentos de des-integración que
amenazan la continuidad del ser y pueden constituir
la base de ciertos actos de fuga -actos bulímicos,
adicciones severas, accidentes reiterados, etc.— ya sea
con sentido de descarga o como medidas extremas de
encuentro con un cuerpo al que no se siente propio.
Errancias de acción que justamente señalan lo opues­
to a la construcción del afuera como lugar emocional
de existencia compartida.
Pero debemos señalar que el pasaje a la exogamia
requiere condiciones para su instauración, siendo una
labor que lleva una extensión considerable en el tiem­
po, extensión hecha de ensayo y error y no siempre
alcanzada. En la transición adolescente el medio tiene
por función ofrecer oportunidades que transformen al
espacio social en un campo de ensayo apto para la
exploración, en una zona transicional definida esencial­
mente por la coexistencia de lo existente y lo aún no
advenido. Recordemos que la adolescencia también re-
presenta un intervalo entre una pérdida segura y una
incierta adquisición, un momento en que todavía no se
han establecido lazos seguros y confiables que hagan
posible la sustitución del ambiente endogámico. Como
ningún espacio social articula tan rápido ni tan bien lo
antiguo con lo nuevo se produce a menudo la vivencia
de un tiempo en cierto modo suspendido.
El espacio del afuera es proveedor continuo de matri­
ces identificatorias, marcas de la cultura portadoras de
ideales y valores instituidos en cada momento histórico,
de modo tal que se establece un proceso identificatorio
social. Pero la situación de crisis de las significaciones
imaginarias sociales (Castoriadis, 1997) señala la dilu­
ción de los apuntalamientos y la peligrosidad de un
vaciamiento de sentido bajo la primacía de la imagen,
de la inmediatez y la banalidad. El trabajo analítico
con adolescentes, más que ninguno, instala la vigencia
del interrogante acerca de las condiciones bajo las cua­
les es posible investir el futuro como categoría de aper­
tura y continuidad y el “nosotros” como modo de
producción en la realidad compartida.
Los conceptos señalados han sido formulados separa­
damente sólo a los efectos de su descripción. Considero
que permiten comprender algunos aspectos de la singu­
laridad de un proceso complejo como así mismo obser­
var el alcance que permite su desenvolvimiento y la
importancia de los obstáculos que puedan suponer su
fracaso.
Las operaciones aludidas tienen como, base un fun­
cionamiento diferenciado de los sistemas psíquicos por
lo que requieren una organización alcanzada a través
del pasaje por el complejo de Edipo. En la medida que
el padre excluye al niño -exclusión que se reactiva en
la adolescencia—, se constituye al mismo tiempo en ri­
val y modelo. Esta interdicción produce la diferencia­
ción de funciones y de instancias; es a través del Edipo
que se instalará la proyección hacia el rol de futuro
genitor (Homstein, 2000). Estos movimientos constitu­
tivos del psiquismo son reafirmados en la adolescencia,
de modo que encuentran una nueva oportunidad de
tramitación. De hecho, la confrontación involucra as­
pectos de rivalidad edípica; la remodelación identifica-
toria y la constitución del afuera son también tributarias
de su alcance. Podría decirse que el trabajo psíquico en
la adolescencia opera como segundo tiempo en la orga­
nización del psiquismo, tiempo que promueve una cons­
trucción subjetiva en el sentido de aquello que remite
al atravesamiento histórico-social y se abre al espacio
exterior en donde se vuelcan los pensamientos y las
producciones de un sujeto.
La intervención analítica en el campo del conflicto
corre con la ventaja de una construcción yoica y una
narcisización suficiente, sostiene una movilidad psí­
quica hecha de hilván y registro que facilita la bús­
queda de nuevos sentidos. La idea de conflicto alude
a la existencia de un sentido de ser como unidad que
aleja el fantasma de la disgregación psíquica. En tal
caso el trabajo analítico podrá apuntalar la expansión,
la conquista de nuevos territorios, la modulación de
los alcances. Transicionalidad y juego serán un hecho
en un campo donde la acción no está excluida, ya que
el adolescente en la medida que “hace” , construye pen­
samientos, elabora ideas, procesa emociones, inscribe
representaciones. En cambio, aquellos adolescentes que
han tenido una historia de déficit, de traumas, de obs­
táculos en la narcisización -con afectación en la con­
tinuidad del existir, en términos de Winnicott™ están
en desventaja para realizar el trabajo que supone este
tiempo, aunque ello no signifique —en el sentido tera­
péutico- una situación sin salida. Veremos a adoles­
centes en términos cronológicos pero no en cuanto a la
movilidad psíquica propia de la tramitación reseñada.
Es menester reconocer en estos casos una clínica dife­
rente, tanto en la modalidad del paciente como en la
intervención del analista. Aquí, la labor terapéutica
transita por el lím ite sinuoso entre restitución y .pér­
dida de la organización psíquica, lo que puede ser ex­
presado de muy diversas maneras, por ejemplo, con
silencio sostenido, ruptura de la cadena asociativa,
ausencia de recuerdos o de producción onírica, déficit
en la simbolización, indiferencia hecha de aislamien­
to, acciones de riesgo, etc., en combinatorias diversas,
singulares. El problema de la identidad es reflejado en
la organización misma del sentimiento de sí, esto es,
en el ser, más que en los vaivenes del hacer o del
tener. El analista ocupa un lugar central en la reorga­
nización subjetiva, según Winnicott queda comprome­
tido en persona. Esto incluye el aporte de su propio
potencial simbolizante para hacer el enlace de repre­
sentaciones de las que el paciente no dispone, es decir
implica que funcione como su fondo de memoria, aun­
que el paciente sea el único que posea el registro de su
historia. Sólo espacio y tiempo en el trabajo de análi­
sis podrán quizás iluminar las facetas del rompecabe­
zas identificatorio, no sin incluir períodos en los que
analista y paciente estarán en espera, como dice Piera
Aulagnier (1984),

de las palabras, los afectos, los recuerdos, los sueños


que pudieran permitir a uno y otro recuperar los iden­
tificados perdidos, reprimidos, hasta nunca poseídos, y
empero representan momentos y partes de la vida y
del ser del Yo, que debe poder recuperarlos para no
vivir como un mutilado, un “disminuido”, definitivo.

Las últimas palabras de esta cita se juntan con el


epígrafe inicial. Ambos advierten riesgos y destacan la
importancia de reflexionar acerca de la organización
identjtaria en la adolescencia, ya que, si se produce su
obturación, es capaz de fijar las modalidades persona­
les en armados caracterológicos que toman bastante
improbable la realización del trabajo psíquico propio de
este tiempo.
Si la operación de confrontación no se habilita, el
riesgo es que el adolescente, en vez de adquirir una
madurez que sienta real, sostenga una vida adaptativa,
pagando el costo de perder creatividad. Si la agresión
implícita no halla vías de tramitación, nos encontrare­
mos con sujetos reactivos que viven entre el someti­
miento y el hostigamiento. Si la tramitación de un
proyecto identificatorio no se alcanza, el adolescente
podrá quedarse en quietud, alimentando el vacío, tal
vez la depresión, o un “llenado” artificial, como las
adicciones o los embarazos prematuros. El futuro que
no se inviste como un tiempo prometedor se vive como
una promesa de vacío. Si la inclusión en la grupalidad
no se logra, la consecuencia es el encierro, la inhibición
de la movilidad social y la sensación ligada es la de no
ser joven o no estar provisto para el intercambio. Inhi­
bidos, aislados, erráticos o errantes, a menudo los sín­
tomas se anudan a la organización del intelecto
(estancamientos educativos, desconcentráción, parálisis
vocacionales) o se enlazan al cuerpo propio (obesidad,
bulimia/anorexia) cuando no hay acceso al cuerpo so­
cial. El riesgo, en definitiva, es el de vivir en encierros
o en errancias.
He querido destacar el trabajo psíquico comprometi­
do en la búsqueda y la inclusión de lo nuevo —como
marca inédita o transformación de Ip existente— que
ubica a la adolescencia en su carácter de tramitación
psíquica, subrayando en la misma el sentido de resignifi­
cación y advenimiento necesarios para la instalación en
un espacio-tiempo que permita el placer que deviene
del cuerpo en intercambio y del pensamiento cuando es
propio. En tal sentido, la adolescencia lleva implícita la
idea de permeabilidad y movimiento, de modo que pue­
de decirse que no es adolescente quien llega sino quien
puede llegar a ser.

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Alcira Trilnik de Merea

Pero no es malo comenzar con esta rebelión


desnuda: en el origen de todo, está, primero, el
rechazo, Ahora que se alejen los viejos, que dejen
a este adolescente hablar a sus hermanos: "Tenía
veinte años y no permitiré que nadie diga que es
la edad más hermosa de la vida"
J e a n P a u l S a r t r e , prólogo a Aden Arabia,
de Paul Nizan.

¿Concluye la adolescencia? Mucho se ha dicho sobre


los prolegómenos y el advenimiento de la misma, su
prototípica conflictiva, su fuerza pulsional, la ambiva­
lencia y el sufrimiento afectivo de los adolescentes.
Relativamente menos se ha hablado sobre las condicio­
nes que permiten su conclusión. Hay un hecho que
resulta contundente y que quiero considerar aquí: con
la terminación de la adolescencia, termina la infancia.
Nuestra cultura propicia y tiene expectativas acerca
de que un niñó deje de serlo; el comienzo psicofísico de
la pubertad, con los notables cambios corporales y
actitudinales, es muy esperado. ¿Pero ocurre lo mismo
con el fin de la adolescencia? ¿Cuándo se observa dicho
fin? En este caso el lím ite no es tan preciso y no es
solamente por atenemos a la singularidad de cada pro­
ceso, a sus circunstancias, a las tramas familiar y so­
cial en las que están insertos. Pareciera que, junto con
los descubrimientos científicos que alientan un prome­
dio de vida más elevado, la adolescencia se equipara a
un ideal de juventud y no solamente a un período vital
y evolutivo que va a dar lugar a la misma.
¿Cómo propiciar y alentar su conclusión si la imagen
adolescente impone su estética, marca las tendencias,
los gustos, el lenguaje y su particular jerga, la moda,
los éxitos musicales y deportivos? ¿Cómo promover su
fin si deja el sufrimiento para el interior de las familias
y reserva para el adolescente el desparpajo, la omnipo­
tencia, el desafío, si se impone el ideal de cuerpos
sexuados perfectos en detrimento de adolescentes con
una genitalidad desarrollada, pero con una psicosexua-
lidad incipiente y grandes desafíos por delante? ¿Cómo
encarar el desafío que implica, en una etapa de conmo­
vedora crisis vital, integrar pasado y presente hacia un
futuro con identidad y proyecto personales?
A pesar de estas dificultades, consideraré algunos
parámetros que permitan vislumbrar el pasaje de la
adolescencia hacia la adultez, con la convicción de que
es el abandono de la infancia la circunstancia más con­
movedora de este período de la vida.

BRECHA G ENER ACIONAL

El conflicto generacional surge como problemática de


muchas de las consultas, debido a que los espacios
psíquicos, lugares y roles asignados se trastocan y se
confunden, junto con estados de ánimo también muy
cambiantes. Si los padres se conducen como padres
excesivamente “amigueros”, situación en la que todo es
aceptado, estimulado y compartido, impiden la lucha
necesaria, que deparará el desprenderse y consolidar
su propio estilo y manera de ser, a partir de - y a su vez
dejando de ser- el niño que se ha ido.
En momentos en los que la confusión y las posibilida­
des yoicas son tan extremas -ausencia de límites o lími­
tes infranqueables, padres como amigos o padres como
enemigos -que tienen una actitud poco amistosa o que
constituyen una rivalidad estimulante- son los que impi­
den que el conflicto generacional sea la vía del logro de
una psicosexualidad en continua revisión y desarrollo.
La confrontación generacional es, así, estructurante.
Si no confrontan con sus hijos, ya sea porque los pa-
dres, temerosos de perder la juventud, lo evitan, o por­
que temen perder el amor infantil de sus hijos y no se
animan a poner límites, actúan, en ambos casos, como
cómplices, idealizando la fuerza de los adolescentes pero
impidiendo la natural necesidad de ser “matados” por
ellos. El miedo a poner límites por parte de los padres,
contrastará con la búsqueda de los adolescentes de di­
chos límites, a veces “sea como sea” , porque es la posi­
bilidad de crecer.
Por otra parte, la necesidad que tiene el adolescente
de encontrar nuevos parámetros identifícatorios, de
romper ataduras con los estilos relaciónales previos (sin
“romperse” en el intento), creando un estilo personal y
original, genera a veces en los padres tal fuerza de
oposición, de rigidez, de incomprensión y de intoleran­
cia, que los lleva a ver a esta etapa de crisis positiva
como una afrenta a los modelos y pautas familiares y
sociales establecidos. Por ende, los padres la conside­
ran digna de coartar o de limitar, no con la autoridad
adulta que renueva y alienta el cambio, sino con un
autoritarismo vejatorio de la búsqueda que implica la
adolescencia.
La sociedad, con sus particulares políticas educati­
vas y laborales, tiene una fuerte responsabilidad en la
necesidad de establecer un límite afectuoso, un límite
que, reconociendo su propia necesidad, no mande “al
frente” (¡tantas veces es y ha sido así!) al adolescente,
creyendo que, como suele “enfrentar”, puede todo ilim i­
tadamente.

En la siguiente viñeta clínica, alguno de los aspectos


señalados dificultan el proceso de conclusión de la ado­
lescencia-infancia.
Mariel, de 22 años, excelente estudiante de abogacía
próxima a graduarse, consulta debido a que desde hace
un par de meses, y por primera vez en toda su carrera,
no puede estudiar, ni concentrarse, sufriendo palpita­
ciones y sensación de ahogo (angustia). Es muy eviden­
te, tanto para la inteligente joven como para su entor­
no, que estos síntomas se relacionan con su próxima
graduación, ya que nunca tuvo dificultades en el estu­
dio, siempre supo lo que quería hacer, y por influencias
familiares tiene buenas posibilidades laborales. Se pien­
sa independizar próximamente, hecho que toda su fa­
milia toma con “naturalidad”. Todas estas explicaciones
que se da a sí misma y comparte con otros, no alivian
su malestar. Dice que esto que siente (angustia) quisie­
ra sacárselo de encima, pero que, a su vez, le hace
poder decir “no sé”. Éste es un pensamiento que mu­
chas veces escuchó en otros, pero nunca lo había podido
sentir como propio.
A l indagar sobre el comienzo del síntoma, recuerda una
situación que la conmocionó intensamente. Estaba en un
bar cercano a la facultad, con un grupo de amigos, y de
casualidad entraron sus padres; al verla se acercaron a la
mesa y saludaron a todos. Uno de los amigos, al volver del
baño, le preguntó: ¿Esa pareja son amigos tuyos? Risas,
comentarios... Mariel recuerda que tras las risas, sintió
como una puñalada en el pecho (angustia). ¿Cómo los
padres van a parecer amigos? O ellos son “demasiado”
chicos o Mariel es “demasiado” grande... ¿¡Confundirlos
con compañeros!! Si son iguales a ella, seguirán siendo
siempre iguales... ¿Y la brecha generacional que los dife­
rencia? ¿A quién se parece ella? ¿Tiene algún proyecto
“distinto y propio”? ¿Qué va a dejar o cambiar?
Si bien Mariel, en el comienzo de la adolescencia,
alrededor de los 14 o 15 años, tuvo fuertes peleas y
rebeldías y cree verse a la distancia como una “perfec­
ta” adolescente, ahora piensa que para dejar de serlo,
tiene que pasar —y desea hacerlo- por ciertos cambios,
pero especialmente tiene que transitar incertidumbres
mayores que las perfecciones acostumbradas. Está en
juego algo tan vital como concluir la exogamia. Recono­
ce que si sus padres parecen una pareja tan joven, es
un tema de ellos y no implica que Mariel deba ubicarse
en el medio o a su lado, replicando la triangularidad
vivida en su infancia. La alienta la juventud que pre­
servan, pero ella no puede permanecer como una nena
para impedir su envejecimiento: debe armar su propio
y verdadero proyecto de vida y de realización personal.
Éste es una “graduación” que le resulta más ardua
que su graduación universitaria, pero ambos procesos
concluyen con formas de procesamiento más personales
y auténticas.

LA CONFLICTIVA EDÍPICA, CAMBIOS


EN LA MODALIDAD DE DEPENDENCIA

La "conflictiva edípica se reactualiza en esta etapa en


toda su magnitud, pero también se reactualiza en la
generación de los padres. El Edipo no es un conflicto
cerrado, como no es cerrada su resolución; interjuega
en las distintas etapas de las relaciones familiares.
El nacimiento de un hijo - y esencialmente el prime­
ro*" es conmocionante y tiene un sentido iniciático: se
“aprende” a ser padre con el hijo, con la casi única e
importante experiencia del hijo que uno ha sido y de la
atención, cuidados y expectativas que aquella situación
ha generado.'Es como si existiera una “marca” corpo­
ral, una disposición, un estilo acuñado.
No estoy dejando de considerar todas las modificacio­
nes, alternativas, búsquedas, oposiciones y remodela­
ciones que la vida —en sentido amplio- y el propio sujeto
han modelado a partir de dicho comienzo particular.
También la adolescencia, y las modificaciones en el
psiquismo que ésta acarrea, tienen un carácter iniciático
para el sujeto, para el entorno y la familia. ¿Iniciático en
qué sentido? Para el adolescente, en la medida en que él
ya tiene un corto pero delimitado pasado, un presente
contradictorio y cambiante, con plenitud genital (pero no
psicosexualidad), con un yo pletórico y con un “incon­
mensurable” futuro en donde podrá forjar al adulto que
desee y el mundo de sus expectativas. El adolescente
relaciona (además de sus pares) con adultos en los que
la proporción entre el pasado y el futuro es opuesta a la
suya, teniendo en cuenta que el presente de sus padres
es habitual que coincida con la edad media de la vida.
En ambos polos, las estructuras triangulares se conmue­
ven. Los adolescentes comienzan a ver a sus padres no
solamente desde esta perspectiva, sino como hombre y
mujer, con todas las fantasías, deseos, conflictos y temo­
res, y son mirados por ellos como hijos que ya son tam­
bién hombre y mujer, y que deben preservarse del incesto
y lograr la exogamia, eligiendo a otro hombre o mujer.
Los padres también reactualizan dicha conflictiva edípica,
tanto frente a la renuncia del deseo sexual sobre sus
hijos adolescentes como del que debieron ejercer, en su
adolescencia, frente a sus propios padres.
Puede parecer una falacia el hecho de que esté plan­
teando que, para dejar atrás la adolescencia, en rea­
lidad lo que hay que concluir es la infancia, esa infancia
que contenía todas las expectativas largamente acu­
ñadas para cuando “uno fuera grande". ¿Quiénes son
los “grandes” de la infancia? Los padres y los que des­
empeñen una función y/o rol que permita una depen­
dencia afectiva que sostenga y a su vez dé posibilidades
de crecimiento yoico. La dependencia afectiva respecto
de los objetos de amor no cede en el curso de toda la
vida. Cambia en cuanto a su función, su singularidad
y su potencial estructurante. Pero, si hablamos de
concluir la infancia, es una particular dependencia
afectiva la que se interrumpe. Podríamos pensar que,
al promediar la adolescencia, el joven está en condi­
ciones afectivas favorables para acoger a otro en esta­
do de dependencia, tal como él lo fue en sus orígenes.
Esto puede implicar llegar a un estado mental en donde
la paternidad es posible, o todo tipo de relación en
donde el joven-adulto puede sostener a alguien (o al­
guna actividad o proyecto) qu§ dependa de él.
Estoy propiciando, entonces, considerar esta posibili­
dad como un parámetro de terminación de la adoles-
cencía -con la relativividad que se debe considerar di­
cha superación— y, esto sí es más taxativo, la infancia
y el particular vínculo de dependencia con las figuras
parentales. A su vez, es necesario recordar -de acuerdo
con lo conceptualizado por Peter Blos (1980) al hablar
de la transición adolescente™ que este gran movimien­
to, con adhesiones y rechazos tan marcados, con cuer­
pos que se desarrollan y se mueven llenando el espacio,
imponiéndose y haciéndose notar, produce el sufrimiento
que conlleva la contradicción entre la grandiosidad nar-
cisista y el sentimiento contrario de "no ser nadie”, con
vivencias de impotencia, de no ser comprendido y de
desesperación en tanto existe la perentoriedad de la
pérdida objetal. Así, los cambios de estados de ánimo
son intensos y frecuentes, a veces sienten que se puede
modificar el mundo y confiar en el cambio que pueden
proponer y realizar, y en otros momentos creen que
nada ni nadie es posible, sienten tristeza, sensación de
vacío y de falta de sostén benévolo, como la pérdida de
un medio ambiente -parafraseando a Winnicott- “sufi­
cientemente bueno”.
Promediando este período, hay un trabajo que cede,
que cambia el estilo de dependencia infantil y promue­
ve un humor,-y estado de ánimo con menos “sobresal­
tos”. Con los proyectos, se comienza a armar una nueva
versión de la historia infantil, es frecuente el interés
por los antepasados, las polaridades se atenúan y se
empieza a “ser grande” con el dolor y la fuerza de de­
pender más de las propias posibilidades. En aquella
ambivalencia y lucha —dejar de ser el niño que depen-
dé, ser el grande con proyectos de independencia- el
conflicto deí>e ser externalizado, lo qué por otra parte,
al igual que acontece en la infancia, da posibilidades
de' resolverlo. La agresión se dirige a las instituciones,
a la sociedad, como otrora fue predominantemente con
respecto a las figuras parentales. S$ comienza a conso­
lidar la visión del mundo y de sí mismo, la manera de
ser y el conocimiento de los “puntos débiles”, y así,
poder tolerar, esperar, confiar, conocer la vulnerabili­
dad y falencias propias y ajenas es otro “gran” y posible
desafío.
Miguel, de 24 años, acude a la consulta muy angus­
tiado, luego de que su novia Claudia, dos años menor,
le plantea el deseo de terminar la relación que tenían
desde h acía más de dos años. E l jo v e n re la ta
pormenorizadamente la diferencia entre las dos fami­
lias, la suya y la de Claudia. La propia, con pautas de
exigencia, esfuerzo, orden, realización personal y ma­
yor bienestar económico. Miguel es un reciente gradua­
do en ingeniería y ya ha comenzado a trabajar, luego
de algunas pasantías. La familia de Claudia es un
“desbole”, a veces no hay comida, no se organizan, no
respetan horarios. Claudia a su vez es irregular en el
estudio, empieza y deja actividades, no parece ser res­
ponsable. Miguel señala cómo la ha ayudado a estu­
diar, a que se organizara mejor, incluso proponiéndole
ayuda económica frente a dificultades de su familia y
regalándole cosas que pudiera necesitar. Hace un rela­
to minucioso -casi reiterativo- de la familia, y de Clau­
dia como parte de ella. ¿De quién está enamorado?,
¿quién lo deja? Claudia lo quiere como novio, si bien a
veces le resulta facilitador que Miguel le resuelva sus
necesidades. Pero Miguel se ubica casi siempre en un
rol fam iliar patemo-matemo y evita así su propia ur­
gencia de “ruptura” filial y de armado del proyecto
personal de su posible familia, con su propio estilo.
Siente que su madre y padre dadores, "ordenados” (or­
denadores) le reclaman una fidelidad que vulnera la
conclusión de una modalidad de dependencia infantil.
La angustia que ha generado lo inesperado de esta
ruptura, dará posibilidades a Miguel de revisar que,
como novio, se ubica en el lugar de un padre o madre
“dador”, reactualizando esa misma ubicación para sí
mismo y por lo tanto evitando su propio “rompimiento”
con las figuras parentales, hacia la exogamia. Poder
tolerar que en dicha ruptura hay un acopio afectivo y
no un desligamiento implica el dolor de dejar de ser el
chico protegido y sustentado por sus padres, en pos de
su propio proyecto afectivo.

IDENTIDAD SEXUAL

La posibilidad de establecer una identidad sexual


definitiva se suele considerar como otro criterio de ter­
minación de la adolescencia. ¿Es definitiva? Me in­
teresa considerar algunas ideas, desde lo individual, lo
intersubjetivo y lo social, para el replanteo de este
parámetro.
En primera instancia, el concepto de identidad sexual
proviene de la asynción de la identidad sexual “origi­
nar’ que todo chico debe aceptar, luego de tener que
descartar la bisexualidad tan complaciente de los pri­
meros años de vida. La actividad sexual a la que el
adolescente accede no ofrece ninguna garantía de que
se haya logrado una identidad sexual definitiva. H a­
ciendo un rodeo y tomando el término “definitivo”,
observamos que en esta edad las relaciones tienden a
que haya muchos amores “definitivos”, muchas veces
“definitivos”, pero con temor a implicarse en un com-
promiso afectivo “definitivo”.
Si cotejamos esta situación con consultas por niños a
los que la salida de la bisexualidad les resulta muy
dificultosa, con vivencias catastróficas de pérdida, pa­
reciera que en el adolescente (y los que persisten atra­
pados en esta problemática), frente a la perentoriedad
de satisfacer la pulsión, la búsqueda del otro es inten­
sa, pero también suscita temor y ansiedad de castra­
ción vinculados con el del atrapamiento afectivo.
Sabemos que en el comienzo de la pubertad es habi­
tual que los chicos “ensayen” con un par de su mismo
sexo en la búsqueda del ejercicio de su propia
genitalidad, pero esto no implica, de ninguna manera,
desviación ni conflicto de identidad sexual. Con los
medios que se obtienen en la infancia, el proyecto de
vida se hace en la adolescencia y, por ende, la
psicosexualidad en su sentido más amplio también se
concreta y se apuntala en dicha etapa.
Pareciera que nuestra sociedad está tendiendo a
“infantilizar” —en tanto se exalta la ambigüedad en de­
trimento de los hitos que marcan la diferenciación de
identidad sexual— en la medida en que sobrevalora el
cuerpo y el estilo adolescente. Esto lleva a una tendencia
a lo “indefinido”, que se halla cargado, a su vez, de men­
sajes ambivalentes: por un lado, la permanencia de una
identidad de niño, idealizada pero fallida, y, por otro, la
exigencia de desempeños y logros acordes con lo “espe­
rado”, lo cual no propicia proyectos identiñcatorios que
vehiculicen el pasaje de la adolescencia hacia la adultez.
El permanecer adolescente da garantía de no diferencia­
ción, de no cambio, en un momento en que el logro de
una remozada identidad otorga, a su vez, la posibilidad
de establecer un propio proyecto de vida afectiva.
Los chicos, hasta alrededor de los 3 años y debido a
que la represión aún no está enteramente instalada, no
asumen la identidad del sexo con el que han sido dota­
dos, y es así como pueden ser alternativamente nena o
nene, que “tiene” y “hace” bebés. Y es en este sentido
que hablo de una perpetuación social de lo infantil, de
la cual los medios y la publicidad son sus más fuertes
transmisores, dado que vierten mensajes de ambigüe­
dad y de valorización de este rasgo, el “vale todo” que
indica los fallos de la represión necesaria para concre­
tar, en la adultez, los proyectos adolescentes. Porque
los proyectos se van tejiendo en esta etapa, pero se
necesita un medio (familia, sociedad) que los avale y
que permita su concreción. Esto resulta tan válido y
necesario en el aspecto de la identidad sexual como en
el plano de las oportunidades del desarrollo educativo
y laboral. El mecanismo de la represión, que implica un
importante logro yoico y de identificación con el proge­
nitor del mismo sexo, requiere, por supuesto, ciertas
condiciones vinculares y, de manera fundamental, la
aceptación y el dolor, en tanto duelo, por “no tener todo” .
Es por esto que, cuando se “infantiliza” u, opuesta­
mente, se “adultiza” al adolescente, poniéndolo en el
pedestal del que todo lo puede o en la ignominia de
carecer de todo, en referencia a las posibilidades que la
sociedad le restringe, no se lo ayuda a dilucidar uno de
los dilemas que más lo acechan, esto es, tener que elegir,
y elegir supone desechar y perder. Esto se refiere tanto
a la asunción de la identidad sexual como a la elección
de pareja, o a la elección vocacional. Esa elección es una
posibilidad, un logro y una concreción que, en la instan­
cia de la asunción de la identidad sexual, requiere, como
ya ocürrió a temprana edad, una adecuada represión. Y
también requiere una sociedad y un marco familiar in­
serto en ella que acepte la brecha generacional y la
pérdida - y el logro™ que implica la terminación de la
infancia-adolescencia en el camino hacia la adultez. Si­
tuación que se engarza con el otro parámetro que consi­
deré como salida de esta etapa: la posibilidad de ejercer,
con y hacia otros, un vínculo de dependencia afectiva.

CONCLUSIONES

En el comienzo de la adolescencia, es habitual obser­


var fantasías de autoengendramiento que permiten el
importante proceso de consolidación de la identidad y
que, promediando aquélla, da lugar a reconocer y reco­
nocerse en el propio estilo y manera de ser. Aunque, si
dichas fantasías son muy intensas, llevan a que el
adolescente se sienta críticamente incomprendido, a que
no encuentre lazos que lo liguen a su familia, a sus
progenitores. Y su entorno familiar se siente sorprendi­
do e inexperto frente al desconocimiento de alguien tan
abruptamente “distinto”.
Este movimiento afectivo vehiculiza la salida a la
exogamia y la necesidad del reconocimiento del armado
de su propio proyecto vital. Por supuesto que, en este
recorrido, suelen acontecer muchos temblores y terremo­
tos. Esta metáfora intenta reflejar la intensidad y la
ambivalencia de las emociones que se transitan: omnipo­
tencia-impotencia, certeza-incertidumbre, fortaleza-debi­
lidad, plenitud-vacío, reconocimiento-desconocimiento,
soberbia-inocencia, ternura-odio. A l concluir la adolescen­
cia, este tembladeral de oposiciones y cambios permanen­
tes va cediendo, en la medida en que el adolescente se
consolida en su identidad y se reconoce a sí mismo y a
los demás en su propio estilo y manera de ser.
Quisiera resaltar acá que la facultad del adolescente
de “pensar” a otro dependiendo de él, instala en la sub­
jetividad la posibilidad de ser padre o madre. Ello no
implica que él/ella necesite esa concreción, pero sí le
permite salirse del lugar “único” de hijo y tener la viven­
cia de reconocer a los padres, con sus fallas y sus acier­
tos, sus carencias, sus posibilidades, su presencia y su
ausencia. Tal vez sea por esta causa que la conclusión de
la adolescencia traiga muchas veces tanta “calma” frente
a la turbulencia pasada, pero también tanto dolor de
dejar de ser el hijo y el chico que se ha sido. Proceso
arduo y doloroso en el que a veces permanecen algunos
adultos, lejos ya de la edad de la adolescencia, en la
perpetua ilusión, reclamo, demanda o eterna espera del
encuentro con los padres anhelados de la infancia, ya
sea por su previa bonhomía o benevolencia, o por la
experiencia opuesta de distorsiones o carencias vinculares,
reales o imaginarias.

BIBLIOGRAFÍA

Balint, M. (1982): La falta básica, Buenos Aires, Paidós.


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Salinger, J.D. (1961): El cazador oculto, Buenos Aires, Com­
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Winnicott, D.W. (1979): El proceso de maduración en el niño,
Barcelona, Editorial Laia.
— (1979): Escritos de pediatría y psicoanálisis, Barcelona,
Editorial Laia.
— (1993): La naturaleza humana, Buenos Aires, Paidós.
8. AD O LESCEN CIA Y SUBJETIVIDAD:
TIEM PO DE TO M AR L A PA LA B R A

Elsa Susana Cartolano

ALGUNAS CONSIDERACIONES GENERALES


ACERCA DE LA ADOLESCENCIA

La interrogación, la búsqueda de autenticidad, la


cuestión de la verdad y el admitir la muerte como po­
sibilidad propia son cuestiones que el adolescente ate­
sora en su interior o despliega a través de la escritura
o alguna otra manifestación, aun las que efectúa sobre
su propio cuerpo. Los numerosos escritores adolescen­
tes dan cuenta de este momento trascendente en la
vida de un sujeto.
La problemática del ser-en-el-mundo, la implicación
en la experiencia, la desposesión y la pérdida de sí
mismo, son todas cuestiones que hallamos en la filoso­
fía y que constituyen problemas e interrogantes para el
adolescente. Podríamos decir que es en la adolescencia
cuando el sujeto comienza a plantearse cuestiones refe­
ridas a su existencia en el mundo. No sólo se trata de
una cuestión acerca de la sexualidad y de una pregunta
por el origen, sino que el adolescente ya ha atravesado
ciertas formas de pensamiento que le permiten, en el
mejor de los casos, iniciar un trayecto especulativo al­
rededor del existir. No es un asunto casual que proble­
máticas propias de la filosofía nos permitan acercamos
al tiempo de la adolescencia, ya que tal vez podríamos
afirmar que, salvo los poetas, no hay en el hombre una
época más proclive a interrogar su existencia como la
adolescencia, sin los beneficios de haber tenido una larga
experiencia en el existir.
La adolescencia constituye un período cada vez más
extendido en la vida humana. ¿Constituye sólo un pe­
ríodo?*
La adolescencia se ubica en un tiempo en el cual,
bajo la instancia de un argumento culturalmente esta­
blecido, se ponen en marcha aspiraciones que en gene­
ral sobrepasan la posibilidad del adolescente. Éste se
ve entonces compelido a responder a los deseos paren­
tales y a los ideales que la cultura le impone, en un
momento en que la tramitación adolescente tiene que
articular el empuje pulsional, la búsqueda de objeto
sexual -atendiendo a las coordenadas psíquicas que se
establecieron en la temprana infancia y en los tiempos
del Edipo- y el apremio de la realidad. Podemos decir
que el adolescente tiene que implementar una serie de
operaciones consigo mismo y con el mundo externo, que
lo llevan a posicionarse de un modo diferente a cuando
era un niño. Una de esas operaciones es la confronta­
ción con la insuficiencia de la figura paterna y la con­
siguiente vivencia de desamparo. El eventual aumento
de su capacidad de introspección y, al mismo tiempo, el
experimentarse como alguien desconocido para sí mismo
-situación que en la adolescencia a veces toma un matiz
“trágico”™lleva al sujeto adolescente a momentos de bús­
queda, de apertura, de interrogación. No se trata sólo de
la confrontación con el mundo de los adultos sino del
descubrimiento de un universo de paradojas. Es la ac­
ción de la paradoja lo que mueve al adolescente a inte­
rrogarse sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea.

* Retomaremos más adelante esta idea ligada a la noción de


temporalidad y a las diversas concepciones que el hombre y la cultura
tejen en relación con el tiempo de su existencia.
Tal vez no hace falta decir que estas tramitaciones
ponen en juego la subjetividad del adolescente, dado
que estas nuevas operaciones que le son demandadas,
comprometen su psique, su estar en el mundo, su rela­
ción con los otros y con el lenguaje.

PSICOANÁLISIS Y EL TÉRMINO “SUBJETIVIDAD”

Poner en cuestión el tema de la subjetividad, indagar


sobre las condiciones de su constitución, sus impasses,
sus manifestaciones o su disolución, ocupa un lugar' de
interés en el trabajo con adolescentes. Pero pensar en
adolescencia y subjetividad es enlazar dos términos que
se nos presentan de un modo muy general. Como pri­
mera impresión, todo lo que tendríamos para decir de
la adolescencia implica la noción de subjetividad. Es
precisamente esta noción tan amplia la que deseamos
interrogar o, al menos, dejar planteadas algunas cues­
tiones acerca de lo que llamamos subjetividad en psi­
coanálisis.
El pensamiento contemporáneo ha puesto en primer
lugar el debate de temas relacionados con la subjetividad.
En psicoanálisis, este término es definido de modos
diversos, distinto de como lo hacen en otras disciplinas,
y esta múltiple significación ha generado interesantes
cruces conceptuales. Contar con un panorama amplio
acerca de estas cuestiones llevaría a investigar metódi­
camente las producciones de las otras disciplinas y ello
demandaría efectuar un recorrido del concepto de “su­
jeto” y "subjetividad”, objetivo que por el momento ex­
cede el propósito de este trabajo.
El empleo del término "subjetividad” en psicoanálisis
abre interrogantes: ¿A que nos referimos cuando habla­
mos de subjetividad? ¿Es una manera de aludir a los
procesos de la constitución psíquica? ¿Se trata de algo
más? ¿Cómo concebimos la subjetividad? ¿Cómo un
proceso, un estado, una posición, una afirmación de sí?
¿Cuál es su vinculación con los conceptos de identidad,
yo e inconsciente? ¿Cuál es la relación de la subjetivi­
dad con la temporalidad? ¿De qué modo la complejidad
interdisciplinaria afecta a las teorías del psicoanálisis?
La metapsicología freudiana, el modelo de los tres
registros de Lacan, la propuesta teórica de Winnicott
y de Melanie Klein, las producciones de los autores
posfreudianos y poslacanianos, a los que se agregan
los trabajos del pensamiento psicoanalítíco contempo­
ráneo, constituyen una importante fuente de investi­
gación para la formalización de los conceptos con los
cuales el psicoanálisis aborda el tema de la subjetivi­
dad. Desde la perspectiva de esta disciplina, el estudio
del sujeto y la subjetividad lleva necesariamente al
diálogo con otras disciplinas. No se trata solo de un
requerimiento metodológico, sino que esta propuesta
responde a la necesidad de situar la lógica del psicoa­
nálisis a luz de los nuevos desarrollos que se van
produciendo en otras disciplinas, y conocer en qué
difiere y en qué se asemeja en relación con la estruc­
tura de otras ciencias.
Como dijimos, en psicoanálisis encontramos diferen­
tes modos de abordar el concepto de subjetividad. El
panorama es extenso y depende de las posiciones
epistemológicas de las diversas teorías. En un sentido
amplio, podemos encontrar dos tipos de abordajes:

a) Algunos autores toman la idea de subjetividad como


resultado de los procesos de significación e interpre­
tación por parte de un otro significativo. Aquí se
inscriben aquellos que trabajan en la temprana cons­
titución del psiquismo, en patologías del narcisismo
y en las problemáticas vinculares, quienes ponen el
acento en la dimensión intersubjetiva de las proble­
máticas psíquicas.
b) Otra forma de atender a la dimensión subjetiva re­
quiere el sostén de las ciencias del lenguaje, desta­
cándose en estas teorías la articulación del sujeto al
discurso. A llí el lenguaje constituye la condición de
subjetividad, es decir que en el lenguaje se encuen­
tra la matriz de la subjetividad.

El problema se plantea cuando se hace necesario re­


cortar el campo en el cual se pretende investigar un
tema como la subjetividad y la adolescencia, ambos tan
ligados a la noción de temporalidad. Estos temas se
pueden describir y estudiar desde distintas perspectivas,
por ejemplo, tomando como instrumento de análisis cor­
tes diacrónicos y sincrónicos. En un estudio sincrónico se
tendrá en cuenta el fenómeno que se quiere investigar
en un determinado período, atendiendo a un eje de
simultaneidades y no de sucesiones. Si se trata de una
perspectiva diacrónica o evolutiva, se tendrán en cuenta
los factores de cambio que se manifiestan en un eje de
sucesiones. Si bien sincronía y diacronía constituyen dos
métodos pasibles de ser aplicados a un mismo objeto, en
Saussure la relación diacronía/sineronía se constituyó en
una dicotomía radical en la cual toda perspectiva histó­
rica quedaba subordinada a la mirada sincrónica. A l
alejarse de la lingüística como ciencia histórica, Saussure,
en su Curso de lingüística general introduce un nuevo
enfoque, donde ambas, diacronía y sincronía, subsisten
en su verdad sin que una excluya a la otra.
La actualidad de esta cuestión nos lleva a pensar en­
tonces en los métodos de abordaje de temas como la ado­
lescencia y la subjetividad, conocer en qué perspectiva nos
alineamos y cuáles son los aportes que otras ciencias han
traído al psicoanálisis, no sólo desde el punto de vista
teórico sino también como posibilidad de contemplar los
cambios que diversas rupturas epistemológicas de nues­
tra época, provenientes incluso de otras disciplinas, han
traído al corpus teórico y clínico del psicoanálisis.
Volvamos a una de las preguntas iniciales: ¿cómo
pensamos la adolescencia? ¿La consideramos un mo­
mento en el desarrollo del hombre, una etapa que pre­
cede y antecede a otras? ¿Podría equipararse a un
estado, a un tiempo en la vida de un sujeto, que esta­
blece diferencias con aquel momento originario pero
capaz de reproducir en otro tiempo algunos de sus con­
tenidos?
En relación con la subjetividad, tal vez sería posible
pensar que emerge en un sujeto inmerso en la trama
discursiva, de modo discontinuo. También podría pen­
sarse como un efecto que se reconoce a posteriori, resul­
tante de la constitución psíquica, del trabajo de la
memoria y de experiencias contingentes y azarosas.
Es decir que el término “subjetividad” deja de ser un
concepto homogéneo y abre paso a variadas significa­
ciones. Desde esta perspectiva podríamos pensar en la
doble faz de la subjetividad: un aspecto ligado a la cons­
titución, a la memoria, al azar, y otro ligado al discur­
so. Esta últim a perspectiva trae para el sujeto la
posibilidad de reconocerse en el efecto disruptivo de la
palabra como acto o del acto como palabra. En este
sentido, el término “subjetividad” estaría más ligado a
las producciones del inconsciente.

EL ADOLESCENTE, ENTRE LA INICIACIÓN Y EL ACTO

Lo anteriormente tratado en relación con la subjeti­


vidad, nos coloca en un lugar favorable para trabajar
una idea que nos puede resultar de utilidad. Se trata
de la temporalidad y la relación entre las ceremonias
de iniciación y el acto. Con el término “iniciación” nos
referimos a las ceremonias y configuraciones sociales
que acompañan momentos de pasaje de particular tras­
cendencia en la vida del adolescente. Ceremonias y ri­
tos religiosos en los cuales el adolescente se vuelve
protagonista en un quehacer participativo que connota
un signo de habilitación por parte de la comunidad,
una ceremoniosa investidura que oficializa un pasaje y
que constriñe al adolescente a la participación reglada
de la vida en sociedad. Lo paradójico del asunto es que,
en la mayoría de los casos, tal participación no deja de
ser una mera fórmula vacía de contenidos verdadera­
mente significativos para el adolescente. Por un lado,
porque éste se encuentra en un estado interior poco com­
patible para hacer frente a las supuestas ofertas que la
sociedad le tiende, y por otro, porque el cuerpo social
mismo le retacea la posibilidad de una genuina partici­
pación en la toma de decisiones. La capacidad social de
reflexión se sustituye por operadores de opinión.
Es en este pasaje o en esta transición donde el ado­
lescente recurre al “acto”, como un modo de singulari­
zar esta experiencia e instalar una marca en el cuerpo
o en la ley que vehiculice su propio decir. El adoles­
cente se presenta muchas veces como un “transgre-
sor” , y esa transgresión tiene diversas implicancias.
Una de ellas es la de recuperar cierta singularidad, ya
que las regias sociales aspiran a igualar a los hombres
por sus hechos. En su acto se dirige al Otro social,
representado por las instituciones y también por el
medio familiar.
En la organización familiar o en las instituciones
educativas es donde habitualmente el adolescente in­
terpela de este modo al Otro. Si la interpelación condu­
ce a un acto delictivo contemplado en un sistema
jurídico, queda pendiente la posibilidad de que esa es­
cena pueda ser posteriormente develada, con la consi­
deración de que el sujeto se ha entregado a su acto
como un modo de dirigirse al Otro.
El acto puede ser un valor en tanto el Otro - ‘encar­
nado” en distintas figuras- retome su correlato signi­
ficante o el propio sujeto se reconozca como productor
del acto. Algunos actos son mudos o solitarios y no hay
en ellos ninguna apelación; en estos casos puede tratar­
se del acto delictivo o del suicidio. La forma en que el
acto se manifiesta en la adolescencia nos permite en­
trever el grado de eficacia de las "ceremonias de inicia­
ción” que la cultura ofrece. En un casó, éstas quedan
recubiertas por una dimensión significante que el ado­
lescente necesita penetrar para recrear, devaluar o
contradecir en un acto, implicándose subjetivamente en
el mismo. En otros, estas ceremonias han resultado
ineficaces en su mediación simbólica y el acto en sí
aparece desprovisto de palabra, sin posibilidad de li­
garse en la cadena asociativa.
Iniciación y acto aparecen entonces estrechamente
vinculados en la etapa adolescente. Casi podríamos
atrevernos a decir que constituyen dos de sus especi­
ficidades. El acto señala una discontinuidad en una
serie continua de sucesos, y allí se produce una se­
gregación o una violentación, que interrumpe la se­
cuencia de la tradición y posibilita la emergencia de
cambios estructurales. Estos cambios pueden ser nue­
vam ente absorbidos por el sistema y generar “nuevas
tradiciones” .
La problemática del acto en la adolescencia ha sido
regularmente tratada, pero ligada sobre todo al pathos o
a la condena. Tradicionalmente se ha pensado el acto
como opuesto al pensamiento, y tal vez sea necesario
revalorizar su función o interrogamos sobre su ausencia.

LA PRODUCCIÓN DISCURSIVA
ACERCA DE LA ADOLESCENCIA

Consideremos la adolescencia como un tiempo donde


se relanzan cuestiones fundamentales para el sujeto.
Este relanzamiento implica no sólo al sujeto adolescen­
te sino que también, al incluir la apelación al semejan­
te y al Otro social, la demanda, la acción o la inhibición
del adolescente impone al cuerpo social - la política, la
economía y las ciencias- la necesidad de algún tipo de
respuesta.
Suele considerarse a la adolescencia como un tiempo
de crisis, conforme a una lectura regida por la observa­
ción de manifestaciones y trastornos, comúnmente ubi­
cados como “típicos de la adolescencia”. Desde esta
perspectiva la adolescencia parece configurar una im ­
passe, una detención, lo conocido habitualmente como
“la moratoria adolescente”. Esta noción lleva implícita
la idea de una espera y un trabajo psíquico que final­
mente llevaría al adolescente a poner en marcha una
serie de anudamientos, a favor de su inclusión en un
orden establecido. No es difícil escuchar este tipo de
oferta en el discurso imperante, tanto de parte de los
padres, de los ámbitos educativos, de los medios de
comunicación como del mercado. El adolescente debe
integrarse lo más rápido posible al sistema, a la vez
que paradójicamente se instalan mecanismos sociales
de exclusión. Este doble discurso genera en el adoles­
cente un sentimiento de falsa pertenencia.
Situar la dimensión social en el estudio del proceso
adolescente se torna un hecho necesario. Sin embargo,
sustentar la explicación del surgimiento del malestar
en la adolescencia por la presencia de una organización
social vacilante e indiferente, o por el desfallecimiento
del lugar del padre, son explicaciones necesarias aun­
que no suficientes.
En todo caso podríamos preguntarnos acerca de las
razones por las cuales la sociedad y la cultura contie­
nen estos rasgos ambivalentes, rasgos que, por otro lado,
remiten a los fundamentos de las más primitivas for­
mas de regulación social. La respuesta no puede estar
sólo del lado del adolescente sino en aquello que la
adolescencia -como afirmación y como destitución—pone
de relieve en relación con lo ya instituido: el fin de la
infancia, los efectos de la confrontación que el adoles­
cente pone en marcha, la puesta en duda, y fundamen­
talmente la particular emergencia de lo pulsional.
Desde los inicios de la obra freudiana se destaca una
oposición entre la naturaleza (podríamos decir la
pulsión) y la cultura. El estudio de las neurosis pone de
manifiesto los efectos que esta oposición trae a la vida
anímica, sobre todo en Occidente, donde la oposición
naturaleza-cultura pone en evidencia el modo en que la
cultura se despliega como sofocación de las pulsiones
que paradójicamente contribuyen a su fundación. Esta
oposición entre la vida pulsional y la cultura se mani­
fiesta aún más en la adolescencia, y desde esta perspec­
tiva nos resulta posible entender algunas de las
sofisticadas formas en que el discurso social puede lle­
var a excluir al adolescente. Ciertos proyectos actuales
de investigación pretenden estudiar los deslizamientos
presentes en algunos enunciados de la ciencia, con el
objetivo de constatar el modo en que el discurso de una
disciplina científica puede identificarse con formas de
exclusión. En muchos casos, la producción psicoanalítica
de la clínica con adolescentes -atravesada inevitable­
mente por los discursos vigentes— manifiesta a veces
efectos residuales de ese deslizamiento.
La existencia de condiciones perversas “ políticas,
sociales, económicas—, la coartación de la libertad y el
desprecio de la condición humana constituyen el ger­
men de la destitución de lo humano en el hombre en
cualquier edad, época o circunstancia en que éste se
encuentre. En ese sentido, los efectos de la manipula­
ción política y económica pueden menoscabar las condi­
ciones de subjetividad. La educación, las empresas de
salud, el mercado, la política tienen en la adolescencia
una población interesante de captar. Ahora bien, ¿cuá­
les son los mensajes que la sociedad le dirige? Un Es­
tado indiferente o autoritario potencia situaciones
traumáticas de diversa índole, tanto en el adolescente
como en el sujeto adulto.
El adolescente cuenta con una ventaja: aun sin sa­
berlo, en muchas circunstancias inaugura una expe­
riencia, no sólo individual sino también social. Si las
condiciones psíquicas y el medio le son relativamente
favorables, y la represión como defensa no lo ha limi­
tado demasiado, contará con la posibilidad de dar a
conocer su capacidad transformadora, de modo tal que
la resonancia de estos embates del cuerpo social sobre
su existencia posibilitará en él la ejecución de respues­
tas muchas veces olvidadas por el sujeto adulto. Quizás
esta capacidad transformadora constituya su mayor
protagonismo, su revuelta y su “metamorfosis”.
Sin duda, en esta etapa y en nuestra cultura, hay
dos cuestiones básicas que enfrentan al adolescente a
una toma de decisión: una de ellas es la elección de
objeto sexual y, en consecuencia, su posibilidad de pa­
ternidad o maternidad, situación que simbólicamente
lo/a re-sitúa en una cadena de generaciones. Otro mo­
mento de especial gravitación, y que obliga al adoles­
cente a proyectarse en un tiempo futuro, es la elección
vocacional. Estas dos cuestiones -paradigmáticas de la
adolescencia como tiempo de iniciación- con frecuencia
se vén afectadas en su realización. La posibilidad de
embarazo y el sida, entre otros, representan para el
adolescente obstáculos reales por los cuales los caminos
de la sexualidad pueden verse amenazados. Otras de­
moras corresponden a inhibiciones o a un deseo indeci­
so. De todos modos, el adolescente se encuentra regido
por marcas biológicas sobre las cuales se revisten sig­
nificaciones sociales. Respecto de la elección de una
vocación o de un oficio, también allí nos encontramos
con significaciones sociales que, por un lado, empujan
al adolescente a absorber esa apuesta que la sociedad
le tiende y, por otro, la realidad pone en evidencia un
amplio espectro de jóvenes que padecen una política de
exclusión social, marginalidad y condiciones ilegales de
trabajo. En un gran número de casos el adolescente no
tiene posibilidad de elegir.
Lá adolescencia no parece ser entonces un momento
propicio para definir estabilidades, aun cuando el me­
dio ambiental así lo exija o él mismo se vea compelido
a contar con esa clase de respuestas. Tengamos presen­
te que las operatorias psíquicas que hasta ese momento
resultaron de utilidad, tales como la fuerza de los idea­
les y las identificaciones propuestas desde su temprana
infancia, caen en su función referencial, son fuertemen­
te combatidas o bien pierden su carga libidinal. En este
desmoronamiento, que a veces transcurre silenciosa­
mente, el adolescente puede ir buscando espacios que
dan lugar a nuevos posicíonamientos de carácter más
perdurable o transitorio.
En el mejor de los casos se trata de avances en el
terreno del saber, mediados por la curiosidad -s i es que
ésta se ha mantenido intacta desde su vida infantil-.
El adolescente también puede entregarse a una posi­
ción sacrificial -si persiste el sometimiento al ideal-
bajo los disfraces del misticismo o el heroísmo, o bien
quedar acotado en las barreras del carácter -posible
tramitación de la persistencia de una identificación-.
Éstos son algunos potenciales escenarios de lo no dicho
o de aquello que no pudo ser tramitado por otras vías.

Estas situaciones llevan a explicar por qué bajo estas


condiciones la operatoria psíquica propia de la adoles­
cencia se ve confrontada con una realidad interna y
externa que demanda otro tiempo y otra lógica de tra­
mitación. Se relanzan, podríamos decir, nuevas cuestio­
nes fundamentales: por ejemplo, cómo tram itar la
demanda cuando la inhibición o la angustia impiden la
producción de nuevos recursos; cómo soslayar la lógica
sacrificial subyacente en los mandatos e ideales, y cuya
presencia se ha puesto en evidencia en diferentes tiem­
pos y culturas; cómo sostener la ilusión de un porvenir
cuando el adolescente queda a la deriva de un Estado
vacilante.
Ésta es, a mi entender y en términos generales, la
cualidad de la subjetividad adolescente: tiempo de inte­
rrogación sobre el ser, tiempo de interrogación sobre el
otro semejante, tiempo de desencuentro con el otro sexo
y de fallido intercambio social. Sin embargo, la des­
ilusión de las nobles promesas de la infancia y lo vaci­
lante del discurso del Otro constituyen las nuevas
condiciones en las cuales se tendrá que relanzar el deseo.
Creo que hoy, Con los desarrollos teóricos que tene­
mos a nuestro alcance, limitarnos a la idea clásica de
crisis en la adolescencia se torna insuficiente porque
ella se contradice con los efectos de discontinuidad,
propios de la vida psíquica y del acontecer humano,
que deja en suspenso una supuesta adecuación. Tal
“adecuación” no se produce si no es por la vía del
síntoma que inevitablemente surge del choque entre
la pulsión y la cultura. Tendríamos que remitirnos
entonces al término original krisis, término que nos
permite discernir la diferencia: krisis, cuyo significado
remite a ju ic io , sentencia y determinación, en el sen­
tido de llegar a un momento crítico en el tiempo que
requiere una decisión.

ADOLESCENCIA Y ALTERIDAD

Esta nueva apertura al discurso social es uno de los


temas tradicionalmente debatidos a propósito de la ado­
lescencia, que se sitúa entre la ilusión de la autonomía
y la retranscripción de los lazos sociales y colectivos.
Sabemos de la importancia otorgada a la figura del
líder, el ideal del yo, las articulaciones entre lo singular
y lo colectivo, el encuentro con el otro y la dimensión
del amor, la agresividad y también del humor. En esta
trama, retomar el tema de la alteridad y el prójimo es
un modo de continuar con aquello que Freud denominó
“el complejo del semejante”. Tener presente el papel dél
otro y sus vicisitudes, sus posiciones -a la manera en
que Freud lo trabaja en “Psicología de las masas”-, nos
permite:

1) entrever los caminos del deseo y de la angustia que


complejizan la relación con el semejante;
2) explorar el tema del doble (con su derivación hacia
lo siniestro);
3) retomar con el adolescente la incertidumbre que ge­
nera la imposibilidad del otro de responder las pre­
guntas “¿qué deseo? ¿quién soy?” Este punto interpela
la posición del analista, ya que el adolescente, si
bien juega con equívocos, todavía exige “respuestas
verdaderas”.

La interacción de los discursos y las prácticas socia­


les generan sujetos que se vinculan-entre sí. Este en­
tramado está presente en la dimensión social y colectiva
en que el adolescente está inmerso. Quizás sea necesa­
rio recordar que en este contexto la referencia al otro
lleva implícita la idea de otro habitado por el discurso.
La presencia o ausencia del otro posibilita experien­
cias, pero el otro semejante es también un ser contin­
gente. La transferencia al otro, a su discurso, y los
alternados movimientos de encuentros y desencuentros
son los elementos clave que permitirán al adolescente
neutralizar los efectos de la autorreferencia narcisista
y poner en juego sus determinaciones y contingencias,
ya sea para afirmarlas o transformarlas.
Esta perspectiva lleva al adolescente a la posibilidad
de recorrer los caminos que lo conducen al reconocí-
miento del otro como un exterior a sí, dando lugar a lo
que podríamos denominar experiencias de subjetividad
y alteridad. En las múltiples experiencias transferen-
ciales que se generan en el encuentro del adolescente
con el otro (su par, su maestro, el otro coexistente), éste
puede adquirir para él diferentes dimensiones ya que
algunas vivencias serán más importantes que otras.
Cuando en el acontecer con el otro no se logra estable­
cer un lazo que perm ita el juego identificatorio y
proyectivo, es posible que se manifiesten estados como
el aburrimiento —tan frecuente en la adolescencia-, la
melancolía y aun el acto del suicidio. Es que ese otro
como semejante es indispensable en el sostenimiento
del deseo, porque aporta cuerpo y palabra, es decir,
permite al adolescente ubicar su objeto (de amor, de
hostilidad, de rivalidad) e instala una dimensión ima­
ginaria que produce un intervalo con lo real del cuerpo
que puede emerger en el encuentro/desencuentro con el
otro sexo. En la adolescencia se reestablecen relaciones
de intimidad física y de intimidad psíquica, y es enton­
ces cuando el adolescente se encuentra con la posibili­
dad de compartir experiencias y comunicar estados
afectivos. Pero la relación con el otro no es sólo de in­
tercambio sino que en su revés también revela una
otredad inquietante- Este reconocimiento, junto a la
imposible autonomía del sujeto, puede llevar al adoles­
cente a un despliegue de angustia difícil de tolerar.

LA ADOLESCENCIA Y LA INTERPELACIÓN

El ^adolescente es un ser interpelado, y es en esta


interpelación y sus modos de respuesta donde podría­
mos decir que “emerge” su subjetividad. Si todo va bien,
el sujeto adolescente estará en condiciones de tomar la
palabra. Pero el adolescente también puede quedar en
silencio.
Veamos lo que sucede en el ámbito familiar, teniendo
en cuenta la forma contestataria del adolescente res­
pecto de sus padres. En su libro E l pasaje adolescente,
J. J. Rassial (1999) menciona que es habitual que los
padres califiquen a sus hijos adolescentes como inso­
lentes y “contestadores” y afirma que éste es un modo
de reivindicar su soledad, de apartarse del juego social.
4¿Qué es ser insolente?”, se pregunta el autor. “Es afir­
mar su soledad, incluso reivindicarla.” Sostiene que se
trata de “sacar partido de esta insolencia, puesto que es
uno de los motores mismos del proceso adolescente”. En
lugar de permanecer allí donde es colocado por el dis­
curso de los padres y obedecer, el adolescente contesta,
y habitualmente contesta de más. Frente a este hecho
el hijo puede mostrarse perplejo y sorprendido ante el
impacto de su réplica.
Ahora bien, ¿acaso en este fuera de lugar, la palabra
no está aludiendo a un espacio no conquistado aún?
Espacio social, espacio de los adultos; el adolescente se
encuentra excluido de un saber y de un poder-hacer
que a la vez se le presenta sin garantías.
Podríamos decir que la adolescencia transcurre en el
incierto pasaje entre la repetición de la palabra de los
padres y la tentativa de la palabra conquistada- Un
segundo paso consistirá en el reconocimiento de que su
decir, como respuesta, también se muestra incierto
respecto de la realidad a la que alude. La coherencia
del “yo pienso”, propio del imperativo del ideal racional
y del ordenamiento latente que abandona en la puber­
tad, manifiesta su fragilidad y aun su disolución. El
adolescente transita su ser como sujeto entre la caída
de los ideales de los padres y la angustia de su propio
desasimiento.

EL DISCURSO DEL ADOLESCENTE


Y LA POSICIÓN DEL ANALISTA

Tengamos en cuenta qué sucede con el adolescente y


su discurso. A partir de la pubertad se produce una
ruptura de las condiciones que en la infancia se man­
tenían con relativa fluidez: el diálogo con los padres.
En la adolescencia, la palabra del padre ya es sometida
a la prueba de verdad y el adolescente estará más aten­
to a las contradicciones internas del discurso de los
padres.
Podemos referirnos entonces a lo que sucede en la
práctica analítica. ¿Cuáles son las condiciones de pala­
bra que el analista puede dar al adolescente? En pri­
mer lugar, el analista, a causa del dispositivo, puede
reconocerlo como sujeto responsable de su palabra. Para
analizar a un adolescente es indispensable mantener
en alguna medida el diálogo e instalar el campo del
sentido que se da en una relación yo a yo. Esto que
muchas veces fracasa en la familia es necesario insta­
larlo en el marco analítico. En Adolescencia. Una lectu­
ra psicoanalítica, Silvia Wainsztein (2000) trabaja el
tema del diálogo como un instrumento que ayuda a
establecer las condiciones que refuerzan la acción co­
municativa en el adolescente. Sostiene que si en las
condiciones del análisis, el analista interviene de en­
trada, abriendo significantes, produciendo algo del sin-
sentido -sin mediación o en forma abrupta, podríamos
agregar—el adolescente puede verse “expuesto a su pro­
pio discurso” y esto generar una tensión agresiva difícil
de soportar. En este caso, establecer un diálogo tiene la
función de disminuir dicha tensión y reforzar mientras
tanto un acuerdo que permita sobrevivir a los temores
de fragmentación.
La condición de diálogo es constitutiva del sujeto. Es
una r&alidad dialéctica que reúne los dos términos (el
Myo” y el “tú”). Esta construcción discursiva del yo es de
fundamental importancia para el adolescente. La enun­
ciación del “yo soy”, su construcción y su deconstrucción
se sostiene en las condiciones dialógicas de un análisis.
El yo entra en existencia, y la apuesta del analista al
deseo de estar allí restablece en el adolescente el inte­
rés por su propia jugada.

ESCRIBIR AL REVÉS

Hace tres años me llama D., 21 años, huérfana de


padre desde sus 10 años. En una entrevista conjunta,
la madre comenta que el padre murió en un acciden­
te. Ellos ya estaban separados desde hacía diez m e­
ses por episodios de violencia. La madre dice que Di
había presenciado muchas de esas escenas y que “en
el fondo quería que su padre se m uriera. Fue lo mejor
que nos pudo haber pasado” dice la madre. Según la
madre, por ese tiempo, entrando en la adolescencia,
D. se afeaba, y a pesar de las altas temperaturas
usaba enormes buzos. La madre lleva a su hija a un
analista, quien dice que D. “no parecía afectada por
los sucesos fam iliares” . La madre define a D. “como
alguien que no ama la vida”. D. comenta que tiene
varios tatuajes y que uno de ellos es su nombre “en
espejo, para poder m ira rlo en el espejo y leerlo yo
t a m b i é n La situación que motiva la consulta es que
D. plantea dejar "momentáneamente” sus estudios e
irse a trabajar a México.
La primera vez que D. viene sola me muestra algu­
nos de sus tatuajes, uno de ellos con su nombre escrito
al revés y situado en la parte posterior de la base del
cuello. Su nombre es de origen extranjero. Escrito de
este modo, en las dos últimas letras se lee “es” . Le
pregunto si su nombre tiene algún significado. Dice:
“Como que te llamaras *Lind a’ y fueras fea" “Antes
escribía al revés. Cosas para mí. Una historia, dos
p a l a b r a s “Cuando nací era relinda, rosadita.”
D. también tiene un tatuaje alrededor de la cintura, .
como si fuera una cadena pero hecha con letras que
parecen formar algunas palabras. “Es el tatuaje que
más llama la atención. Antes tenía la frase escrita en el
p la c a rá *
Cuando habla del padre dice: “Me suena raro decir
*m i papá\ no lo asocio. Muchas veces me dieron ganas
de que L (actual pareja de la madre) fuese m i papá”.
“Quería decirte que en quinto año me empecé a cor­
tar. Tenía una amiga que se cortaba. Bueno, no era tan
amiga. Una manera de entenderla era haciéndolo yo
misma. Sacar el dolor para que sea físico y no te duela
adentro. Para llam ar la atención o que te ayuden. En
m i caso, más para sentir... el cuerpo. Dejé de cortarme,
empecé a tatuarme
Su última entrevista:
*Tengo una tía que vive en F. y que me invitó a tra­
bajar a llí, pero dice m i abuela que m i tía es medio
jodida. Como ahora estoy demasiado confundida, pre­
fiero quedarme en un trabajo que encontré aquí. Es un
negocio de ropa. Pasé y dije: lío , en este local podría
trabajar. Tenía m i look. E l trabajo lo encontré p or mis
propios medios. M e ocupo de la atención al cliente y me
va bien’ ” (El trabajo es de 8 a 20 hs, con 1 hora dispo­
nible para comer, o sea, un día sin variaciones.)
D. vino unas pocas entrevistas. Tal vez, para hablar
de su búsqueda del padre, y para escuchar decir a su
madre que ella pensaba que D. no amaba la vida.
Seguramente también vino para mostrar los tatuajes
y que alguien pudiera “leerlos”, marcas atesoradas en
su cuerpo, que antes habían sido cortes sangrantes,
palabras escondidas en el interior de un placard o
"signos de amor” por una amiga. También pensé que
tal vez ella sólo necesitaba que alguien mirara y pre­
guntara, sin adjudicarle ninguna intención ni ningún
deseo. No había mucho para descifrar porque hasta
ahí toílo estaba a la vista y ella parecía saberlo, una
especie de exceso de historia relatada en su cuerpo.
En mí perduró la impresión de que esas entrevistas
probablemente tuvieron para D. la función de ser un
eslabón que le permitió acceder al paso siguiente, re­
presentado por la salida de su casa y la búsqueda de
un trabajo. Especialmente pensé cómo una adolescen­
te enlaza palabra y cuerpo, a la búsqueda de un nom­
bre que la represente.

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Parte III

Turbulencias desorganizantes
9. D IE TA N TE S Y ANORÉXICAS:
U N A D E LIM ITA C IÓ N N E C E S A R IA

Marisa Punta Roclulfo

INTROD UCCIÓN

La clínica sostenida con pacientes púberes, adoles­


centes y mujeres jóvenes me ha impuesto una diferen­
cia que considero fundamental para el establecimiento
del diagnóstico, pronóstico y recomendaciones terapéu­
ticas. Una cosa es hablar de “trastornos de la conducta
alimentaria” (Jeammet, 1990), “dietantes”1o “anorexias
blandas”, y otra muy distinta es hablar de “anorexia”.
Prefiero reservar esta última denominación, anorexia
(vera),2 para los trastornos que implican un agujero en
el cuerpo, lo que en la conceptualización de P. Aulagnier
llamaríamos una inscripción pictogramática de recha­
zo: en la superficie continua del cuerpo algo ha sido
inscripto en su negatividad. El aporte del pictograma
de rechazo nos permite pensar de una manera más
sutil ía diferencia entre una inscripción pictogramática
positiva y una negativa, sin considerar a ésta como
mera falta de inscripción. Es muy distinto conceptual!-
zar algo en términos de ausencia (a-estructura, agujero
como simple hueco) que hacerse cargo de la positividad

1. Término acuñado por A. Bonsignore para referirse a quienes


realizan constantemente dietas.
2. Anorexia vera o anorexia nerviosa.
de lo negativo: por ejemplo, la existencia de una desli­
gadura que trae como consecuencia el desmantelamien-
to de una zona erógena. El agujero es y su positividad
se despliega en el hecho de que constituye o bien una
pérdida de zona o bien una pérdida de la actividad
ligada a ella y por consiguiente una pérdida de cuerpo.
Este agujero no es meramente una metáfora, sino que
forma parte de la experiencia de la depresión psicótica”
(Winnicott, 1979) o “depresión elemental” (Tustin). Esta
pérdida de cuerpo puede alcanzar dimensiones masi­
vas, como en el caso del autismo, o comprender forma­
ciones más sectorizadas, más puntuales (preclusión local,
en términos de Nasio, 1988; R. Rodulfo, 2004).
Francés Tustin (1989) establece una relación entre
procesos autísticos y anorexia (vera); y al referirse al
historial de Margaret3 manifiesta la autora que por ese
entonces no había detectado las profundas relaciones
entre ambos grupos. Las ideas de esta autora nos han
permitido profundizar en la conceptualización del obje­
to sensación y reflexionar con respecto a que, para cier­
tos pacien tes a fectad os por un proceso de
agujereamiento, los objetos sensación parecen obturar
dicho agujero. Pero, la seudoprotección que prestan
impide que la púber utilice y desarrolle medios de pro­
tección más genuinos. En particular, le impide o por lo
menos l e ,dificulta entrar en contacto con los seres
humanos que la cuidan y podrían ayudarla a modificar
sus temores. Desde mi enfoque, éste es uno de los pun­
tos diferenciales con otras patologías somáticas: el ta­
ponam iento del agujero con el recurso al objeto
sensación, lo que otros autores denominan autoerotismo
negativo (Jeammet).
Mientras que la anorexia (vera) se deriva de lo que
Nasio ha denominado formaciones del objeto a, las

3. Paciente analizada por Tustin en 1958.


problemáticas no anoréxicas de la modalidad alimen­
taria son derivaciones de las formaciones del incons­
ciente. He de sostener como hipótesis que éstas últimas
son las que han sufrido un incremento considerable en
los últimos años, mientras que la anorexia (vera),
aquella que llevó a la muerte a M argarita de Hungría,
es una afección tan poco frecuente como el autismo, y
debemos diferenciarla claramente de otros problemas
ligados al ‘‘no comer”. Para estos últimos derivados de
formaciones sintomáticas, utilizaré la denominación
“problemáticas en la modalidad alimentaria” o equiva­
lentes.
En adelante, he de referirme exclusivamente a estas
últimas en el tiempo específico de la pubertad y adoles­
cencia femeninas.
En segundo lugar, mi objetivo es intentar ahondar
en la relación existente entre este tema y la prevalen-
cia del mismo en la población femenina. He observado
que, si bien la mayoría de los autores hacen mención a
la alta incidencia de estas afecciones en pacientes
mujeres, luego de esta constatación no realizan ulterio­
res desarrollos sobre el punto.

DEL AMOR IDENTIFICATORIO


Y EL DESEO DE RECONOCIMIENTO

La identificación es el modo principal en que el niño


pequeño puede reconocer la subjetividad de otra per­
sona y para Freud (1921) constituye el primer lazo
emocional con un objeto. Según J. Benjamín (1997), en
cuyos desarrollos nos apoyaremos, la noción de género
encama la diferencia genital, pero no está motivada
en ella. El desarrollo de la identidad de género, lejos
de simplificar las cosas, hace más justicia a las com­
plejidades de la problemática en juego al involucrar
en ella las vicisitudes narcisistas de la separación-
individuación. Esto me ofreció la posibilidad de
rein terp reta r las preocupaciones inherentes a la
genitalización a la luz de conflictos en el desarrollo de
la. subjetividad y de las relaciones intersubjetivas. El
padre se convierte en el punto de partida para nues­
tra reflexión. Es en el momento de mayor conflicto de
separación donde emerge una representación del pa­
dre que es significativa tanto para las niñas como para
los niños. Ambos necesitan en esta encrucijada ser
reconocidos por el padre como sujetos deseantes, es
decir, como verdaderas alteridades.
En la teoría psicoanalítica debemos seguir enfatizan­
do la importancia del lugar paterno en la estructura»
ción del narcisismo de la niña, ya que si se le ha otorgado
importancia, ha sido casi siempre refiriéndola al varón.
Freud, en Psicología de la masas y análisis del yo, res­
tablece la función del padre diádico en el proceso de
identificación del varón; en cambio, cuando se trata de
la niña, no se ha atendido de la misma manera a la
singularidad de esta relación.
Dada la distribución del trabajo, en nuestra cultura
la madre representa los cuidados para la niña y el niño,
mientras que el padre representa el mundo exterior;
debido a ello, el padre se transforma en una pieza fun­
damental en esta nueva etapa del proceso de la sepa­
ración-individuación.
El amor de identificación, característico de estos
tiempos, es el contexto en que acontecen para los
humanos la separación y la identificación de género.
Por lo tanto, el affaire amoroso con el mundo en la
deambuladora, en definitiva implica un affaire amoro­
so con el padre. E ste proceso de iden tificación
homoerótico está al servicio en la niña de establecer
su identidad femenina. ¿Pero qué es lo que sucede si
fracasa la necesaria reciprocidad de su cumplimiento?
Por lo general, los padres suelen responder con mucho
más énfasis a las necesidades de reconocimiento
identificatorio de sus hijos varones que a las de sus
hijas, desarrollando con ellos lazos un poco más inten­
sos. El efecto de esta desigualdad es que la identifica­
ción con el padre no tiene un lugar propio claramente
diferenciado y jerarquizado en el desarrollo narcisísti-
co de la niña, en comparación al que tiene la madre
con el varón.
En el psicoanálisis clásico, la envidia del pene emerge
como respuesta a la diferencia sexual anatómica. La
hipótesis de trabajo de los autores contemporáneos
dedicados a esta temática es justamente la opuesta.
Específicamente, Benjamín (1997), sostiene que la niña
desea ser reconocida por su padre porque está luchan­
do por subjetivarse-autonomizarse y esta búsqueda en
estos tiempos tempranos se realiza a través de la
identificación: “afirmarse a sí misma, reconociendo su
propio deseo”. Además, para la niña, el padre frecuen­
temente es elegido porque representa un otro diferen­
te a la madre, en quien reconocer su propia alteridad.
Precisamente, cuando no encuentra disponible al pa­
dre en la posición de identificarse con ella, esta no
disponibilidad obstaculiza su propia identificación y
a partir de allí se suceden diversos destinos psicopa-
tológicos.
Desde ya que todos los psicoanalistas que trabaja­
mos las cuestiones de género aspiramos a alcanzar un
contexto cultural en el que existan constelaciones fami­
liares que permitan tanto a las niñas como a los niños
identificarse con una madre que va y viene entre el
adentro y el afuera y que pueda representar la subje­
tividad y la agencia tan bien como el padre. Pero en la
cultura familiar, que está caracterizada por una divi­
sión del trabajo tradicional, donde el padre representa
el afuera, las hijas tratan de usar la identificación con
el padre de esta manera.
La identificación de género se debe a una pluralidad
de posiciones más que a una línea única remitida a la
diferencia sexual. Los niños y las niñas en los procesos
narcisistas son hiperinclusivos, creen que pueden tener
y ser todo. Para ambos, esto continúa hasta el momen­
to edípico del descubrimiento de la complementariedad
sexual y el miedo a la castración, que en este contexto
significa para cada uno ser privado de lo que el otro
sexo tiene.
Erróneamente se ha reducido el interés temprano
de las n iñ as por el p a d re a un am or edípico
heterosexual, mientras que lo que prima es un deseo
de semejanza, un deseo homoerótico. Esta relación
ha sido o&curecida por la errónea asimilación de lo
erótico a lo heterosexual. Que un objeto amado sea
percibido como diferente o semejante no está deter­
minado por el sexo del objeto como Harris le hiciera
notar a Freud (Harris, citado por Benjamín, 1997).
La falta de reconocimiento y la negación del lazo
id en tifica to rio daña el sentido de ser un sujeto
sexuado y conduce a la mujer a buscar ese deseo de
reconocimiento a través de modalidades alternativas
más o menos patológicas.

PUBERTAD Y DESEO DE RECONOCIMIENTO

Según Gutton (1993), las metamorfosis puberales se


desarrollan bajo el signo de la exterioridad. Las trans­
formaciones del cuerpo son percibidas con extrañeza y
asombro. Uno de los destinos patológicos lo constituye
la neutralización de la erogeneidad genital del cuerpo;
y en los casos de las problemáticas de la modalidad
alimentaria esta neutralización llega al ataque biológi­
co donde el cuerpo entero se hace víctima. Contrainvestir
el cuerpo erógeno conduce a la construcción de un
contracuerpo o cuerpo estético sublime (Miller, Hekier)
y este desplazamiento sobre otras zonas no implicadas
por la erogeneidad genital constituye una defensa pri­
vilegiada en la pubertad.
A la vez, estas prácticas ponen de manifiesto el fra­
caso de una identiñcación, entrañando al mismo tiem­
po una dimensión identificante: la puesta en acto de
una autofiliación. Todo esto se ensambla con una multi­
plicidad de operaciones del imaginario social que pro­
mueve al cuerpo como objeto de culto, dándose,
paradójicamente, una idolatría corporal que despoja al
cuerpo de su alteridad. Allí funcionan las imágenes te­
levisivas, por ejemplo, convirtiendo lo que hubieran sido
cuerpos libidinales en cuerpos de muñecas, muñecas de
porcelana de similar espectralidad, planas y angostas,
que no comen, ni menstrúan, ni evacúan. El cuerpo
propio queda apresado en los procedimientos de una
estética-dietética racionalizada por un discurso de lo
saludable, bajo la égida de modelos imperativamente
directivos.
A diferencia del deseo de reconocimiento que se pone
en juego en el amor identificatorio, que es sobre todo
deseo de alteridad, este segundo reconocimiento por
aproximación a un ideal despótico conduce al sacrificio
de dicha alteridad: hay un punto en que todas las
muñecas son iguales entre sí.
En esta época resulta difícil recibir en nuestra con­
sulta una paciente púber o adolescente que no presente
perturbaciones más o menos significativas en la moda­
lidad alimentaria. Algunas de ellas llegan con antece­
dentes de tratamientos en instituciones cuya política es
la de sojuzgar el síntoma desde una perspectiva neta­
mente conductista. Es decir, reproducen el procedimiento
anteriormente descripto en una dirección inversa, con
el supuesto objetivo de curar a estas jóvenes. La clínica
psicoanalítica apunta, en cambio, a descifrar el lugar
del síntoma en la subjetividad.
No es mi intención en este trabajo realizar una sín­
tesis del estado actual de la cuestión; lejos de ello, el
único aspecto en que quisiera detenerme es en la ma­
yoría estadística irrefutable de estos padecimientos en
la mujer.
UN DESTINO POSIBLE ENTRE LA PUBERTAD
Y LA ADOLESCENCIA

Claudia tiene 19 años y hace uno llega a la consulta


con de; irías obsesivas. La culpa, el sacrificio del cuerpo,
el hacer el bien, el ayuno de purificación y el ayuno de
renuncia, el liberarse de la maldad, “el agradecer a
Dios, el guardar a Dios, el amar a Dios y el rogar a
Dios” caracterizan no sólo su discurso sino su vida
misma en el momento en que la conozco. Tres años
antes había sido rotulada como anoréxica y había per­
manecido internada varios meses en una de las clínicas
de corte sado-conductista que proliferan en nuestro país
con la correspondiente promesa a las familias de una
domesticación del cuerpo y del psiquismo de nuestras
jóvenes niñas. Vigilada y castigada, su vida, como la de
otras, había perdido la dimensión del espacio privado:
día y noche, y aun en el baño, era acompañada por una
cuidadora. Era alimentada por la fuerza y debía seguir
un rígido plan alimentario que le había sido entregado
en forma impresa, después del diagnóstico inicial de
anorexia. En algún momento en que se provocó el vó­
mito, fue obligada a ingerirlo nuevamente como parte
del plan de tratamiento. No pudiendo soportar seme­
jante maltrato, su fam ilia y ella misma decidieron,
saludablemente, dejar esta institución.
Recurrieron, en segundo lugar, a otra clínica de carac­
terísticas más humanitarias, pero en la cual volvieron a
confundir síndrome con formación clínica y tomaron la
parte por el todo, o sea, no la tomaron en cuenta como
subjetividad deseante, sino que se dedicaron a trabajar
sobre la perturbación de la conducta. Como los métodos
fueron menos cruentos, al cabo de un tiempo de este
trabajo acotado lograron doblegar al síntoma.
A l igual que otras púberes y adolescentes, al cabo de
dos o tres años llega a la consulta psicoanalítica con su
patología intacta y aun agravada en sus manifestacio­
nes clínicas, lo cual no es de extrañar teniendo en cuen­
ta tantas intervenciones iatrogénicas y 3a contribución
de éstas a la cronifícación de sus malestares. Interven­
ciones que obturan toda posibilidad de hacer lugar y
prestar atención a la emergencia y el despliegue de una
patología, a la larga inevitable, que provoca retomos
más violentos y agravados.
Puesto en marcha el proceso analítico y hallándose la
paciente en lucha por “dominar la carne” -como dice el
Evangelio con el cual concurre a sus sesiones- se queja
por no llegar a la realización perfecta del “sacrificio del
ayuno”. ¿Qué descubrimos entonces? Nada menos que el
deseo de comer que no logra ser suficientemente domina­
do por la formación reactiva. Claudia evoca que en el
tiempo de la llamada “anorexia”, se moría de hambre,
pero su convicción de no comer era tan grande y su
deseo de “flacura’5'tan pregnante que “sacaba fuerzas de
cualquier parte”, mecanismo de contrainvestidura con el
cual logra reprimir y controlar su apetencia objetal. Tanta
perseverancia en este acto negativo le provoca un estado
de inanición, a partir de lo cual y sólo allí, como conse­
cuencia y no como causa, pierde finalmente el apetito.
Junto con el apetito perdió la menstruación y una ade­
cuada regulación térmica del cuerpo, trastornos que la
llevaron a afectar la escolaridad al punto de perder el
año lectivo. La fluidez intestinal fue reemplazada por
una constipación pertinaz y un espeso vello la recubrió.
Sin embargo, Claudia cuenta que pasaba hambre y
que para ella era un éxito “gobernar su boca”; ahora, en
cambio, “quiere dedicar su ayuno a Dios y fracasa”,
sintiéndose culpable y desdichada.
En ese entonces tuvo ocasión, a través de revistas y
programas televisivos, de acceder al. listado de sínto­
mas que compondrían la “anorexia” . Pudo aprenderlos,
y aprender a tenerlos, identificándose así con el retrato
de anorexia propuesto y difundido por los medios de
circulación masiva. Este proceso se va dando, en Clau­
dia, a través de una serie de pasos: el primero concier­
ne al rechazo de un cuerpo cuyo exceso de peso le
acarrearía displacer o repulsa al compararlo con el de
“las modelos9 (Zirlinger) que encaman en aquellos mis­
mos medios el ideal del cuerpo como cuerpo-ideal. Pue­
de invocarse en este punto el concepto de “cuerpo
espectral” de R. Rodulfo, sobre todo porque de esas
modelos ella no tiene una visión de carne y hueso, sino la
mediada y filtrada por dichos medios.'Todo esto desem­
boca en el segundo paso, que consiste en la introducción
de una dieta estricta y rígida como corresponde a tama­
ña idealización del cuerpo-ideal. Finalmente -tercer
paso— recibe nueva ayuda, otra vez de los medios, al
enterarse de que si vomita, la extrema severidad de la
dieta deja de ser una condición tan necesaria. A l com­
probar que “poner en acto” este descubrimiento le da
resultado, convoca a una “reunión de amigas en el baño”
en la que todas juntas por contagio identificatorio co­
menzaron a provocarse el vómito ante la nueva consig­
na: “vomitás y vomitas y así de nuevo podés volver a
comer de todo sin engordar” (sic).
Recordemos el carácter grupal y de contagio con que
Freud (1978) definió la identificación al modo histéri­
co: “no es una simple imitación sino una apropiación
sobre la base de la misma reivindicación etiológica,
que expresa un igual que y se refiere a algo común que
permanece en el inconsciente” . Sostiene que “la identi­
ficación expresa comunidad: dos amantes son uno”.
El coro dé chicas vomitando se vuelve todo un para­
digma de esta patología contemporánea y de su difu­
sión social. Se produce una suerte de efecto circular; la
identificación por contagio, potenciada al máximo por
los comunicadores instituidos, genera un incremento
del contagio de la enfermedad, lo cual a su vez retorna
e incrementa el carácter grupal que ya tenía, una suer­
te de culto de imitadoras o fanáticas de la anoréxica-
ideal, cuyo retrato concreto bien puede estar a cargo de
la “modelo” de turno. Es decir, que el grupo de las
dietantes, siguiendo la conceptualización de Freud, com­
partiría el mismo ideal del yo anoréxico.
Recapitulando, la hipótesis que sostengo es que la
preeminencia de mujeres en los trastornos de la moda­
lidad alimentaria en la pubertad y adolescencia está
ligada al impacto que la genitalización produce sobre la
subjetividad, que desencadena una regresión por mala
resolución en el momento narcisista del amor identi-
ficatorio en la relación homoerótica con el padre.
En este punto, la búsqueda de la identidad es una pieza
no negociable y la misma contiene facetas caracteriales e
imágenes corporales. Esta búsqueda de la identidad se
da sólo a partir del reconocimiento del otro y por trámi­
tes de identificación que siguen las vías de facilitación
que ofrecen los dispositivos sociales, encontrando su re­
ferencia ejemplar en “las modelos” publicitarias.
La búsqueda del ideal se objetiviza a través de la
búsqueda del cuerpo-ideal, que de esta manera se cons­
tituye en soporte del ideal del yo. Es aquí, según R.
Rodulfo (2004) donde se produce “el atamiento de lo tele-
tecno-mediático a lo espectral [...] de cuerpo sin cuerpo,
al extremo diet, al extremo light, al extremo cero calo­
rías... ¿Qué mgjor cuerpo que el sin volumen? ... cuerpo
idiotizado, que circula en este espacio tele-tecno-mediático
sin espesor. Vida desprovista de sustancia tocable [que
se articula con] las necesidades y deseos pospuberales de
deshacerse de lo genital [...], rechazando ese excedenté
asimilable a la sexualidad infantil”.
Pero, a la vez, el alcanzar un ideal respondería a un
estereotipo, a una uniformidad, lo que D. Lippe (1994)
conceptualiza como una pérdida de identidad. Sin
embargo, desde el punto de vista que sostengo, esta
alienación en la imagen ideal debe entenderse como
una tentativa de curación de la púber o adolescente,
pues, por su sesgo, realizaría el intento de ser recono­
cida por el otro. O sea que se alcanza el Ideal a riesgo
de perder la identidad en tanto diferencial, pero de esta
manera, por identificación, se puede obtener el reco­
nocimiento del otro. Renunciar al ideal podría exponer
a la joven a la pérdida de este reconocimiento, y de esa
manera puede correr el riesgo de un derrumbe narcisis-
ta. Esto coincide con lo sostenido por autores como Golbe
y Melfe, quienes afirman que se produce en este tipo de
pacientes una descalificación del verse, en favor del ser
vista (deseo de reconocimiento).
Es aquí donde regresamos al momento en que la
falta de reconocimiento por parte del padre desembo­
ca en la negación del lazo identificatorio y daña el
sentido de ser una subjetividad afirmada en su dife­
rencia: su ser de niña. En cambio, esta búsqueda de
reconocimiento parecería centrarse en este momento
-de la pubertad- vía identificación en este cuerpo-
idolizado: “las m o d e l o s El contagio identificatorio
(garantía de reconocimiento) hace que todas hagan
dietas, vayan al gimnasio, cuenten calorías, ingieran
laxantes y diuréticos, padezcan disfunciones menstrua­
les, etc.
Todas se reconocen en este cuerpo sin cuerpo: estéti­
co-dietético, sublime, disciplinado. Todas se reconocen
en este ser sin carne, sin formas, uni-forme (Lippe,
1994), que, desde mi punto de vista, es consecuencia
del fracaso del amor identificatorio y lleva al borramien-
to de la diferencia de los sexos, así como a la conserva­
ción de la bisexualidad psíquica, como derivación
psicopatológica y no como punto de partida.
Cuerpo contra-seña, que es a la vez cuerpo-con-
tracuerpo. Nuevas formas -sin formas—de exorcizar los
demonios, nuevas formas de control de la carne sin
carne. Éste es el precio que la púber paga “con más de
una libra” para ser reconocida en su ser de mujer —en
tanto diferencia- que a la vez le implica, por otro lado
la renuncia a su diferencia. He aquí una trampa en la
que suele caer fácilmente.
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la histeria?”, trabajo presentado en él Primer Congreso
Latinoamericano de Adolescencia, mayo de 1994, mención
especial en la Jomada de “Niños y Adolescentes”, Asocia­
ción Escuela Psicoterapia para Graduados, noviembre de
1994.
Norma Najt

INTEODUCCIÓN

¿Por qué muchos niños/niñas que presentaron una


organización psíquica cuya problemática fue considera­
da grave, logran defensas y formulaciones identifica-
torias que organizan su novela familiar?
Los materiales clínicos, que conforman un exquisito
legado recibido, nos abren el abanico de posibilidades
para transitar por las teorías que ofrecerán siempre
una explicación sobre tal o cual cuestión que la clínica
nos plantee; •clínica y teoría constituyen aspectos indiso-
ciables de nuestra práctica.
Nos encontraremos con opciones metapsicológicas y ele­
giremos, según nuestra posición, un modelo de la psicopa-
tología para explicar el trayecto terapéutico a construir.
Los ejemplos en el trabajo analítico nos ayudan a
conocer cómo se organiza el psiquismo, y el “caso clíni­
co” cuya problemática es el sufrimiento extremo resulta
esencial para nuestro conocimiento.

PRESENTACIÓN DEL TEMA

¿Cómo es que el advenimiento adolescente, en el curso


del trabajo analítico, puede conseguir “figuras identi-
fícatorias” que le faciliten la construcción de una histo­
ria y participen en “el encuentro de sentido en su bio­
grafía”? Éste es un interrogante que nos envía a los
fundamentos teóricos que explican el fenómeno puberal-
adolescente, es decir, la posibilidad de concebir una
propuesta metapsicológica acerca de la organización del
psiquismo y la metapsicología de las formaciones pato­
lógicas. Fundamentos que según nuestra posición con
relación a la práctica siempre serán teórico-clínicos.
Con el recorrido de “La construcción de una biogra­
fía: Frankenstein” relectura de un trabajo realizado en
el año 1992 (Najt, 1993), organizamos la presentación
del tema ubicando la posición del psiquismo de un niño
que llega a la adolescencia pudiendo dar sentido al
sufrimiento “ya vivido” a través de sucesivas identifica­
ciones. En estas identificaciones que este adolescente
logra a partir de figuras terroríficas de la literatura
universal (publicadas en novelas, vistas en el cine, etc.)
consigue encontrar un personaje con sentido y que cap­
turó toda su atención: el de Frankenstein.
Todas las propuestas teóricas posibilitarán alguna
aproximación a la explicación del psiquismo y sus posi­
bles psicopatológicos, desde la interacción; en las nove­
las encontramos la creación literaria, que enriquece y
confirma esas teorías (Freud, 1907-1908).

FRANKENSTEIN

¿Y por qué Frankenstein resultó el estímulo, la fuente


identificatoria, para este joven adolescente? La indaga­
ción sobre este personaje de la literatura fantástica nos
permite conocer que no es sólo una criatura creada para
asustar, sino que también nos ubica ante una figura que
desafía a “las ciencias” y a la lógica de las creencias que
se interrogan acerca de la vida y la muerte.
Quienes recuperan la historia de esta novela dan
cuenta de que su autora, Mary Shelley, en los tiempos
de su creación literaria tenía 19 años y pasaba las
vacaciones en una villa veraniega de Suiza (1816), con
su esposo y un grupo de escritores. Una noche de tor­
menta, el grupo decidió jugar una apuesta que consis­
tió en proponer quién era capaz de escribir la historia
más aterradora que se conociera. Esto es lo que se sabe
sobre cuál fue el estímulo de la autora para iniciar
“este juego literario”.
En la novela, la joven escritora ubica “la pasión por
el conocimiento” del lado de Victor Frankenstein, des­
dichado personaje en la vida afectiva familiar, quien en
la búsqueda afanosa por satisfacer muchos de sus inte­
rrogantes (sobre los orígenes de la vida, sobre la muerte,
el amor, el sexo); se dedica a las ciencias experimenta­
les, y crea a este ser, "su obra”, hecho de pedazos de
seres humanos muertos, tan horroroso, según la auto­
ra, que ni Dante lo hubiera podido concebir (Shelley,
1816).

EL PACIENTE Y LA CONSTRUCCIÓN
DE SU BIOGRAFÍA

Cuando el' paciente comienza con los dibujos de


Frankenstein. (veáse anexo, págs. 230, 231) ya había cum­
plido los 10 años y su talla correspondía a la de un niño
de 14. La persistencia del tema nos invitó a cotejar la
búsqueda de sentido ya iniciada por el paciente, y a
reunir los materiales gráficos que producía desde los 6
años, con la elaboración de su "novela familiar” a partir
de un personaje que le resultaba sumamente atractivo.
Un breve resumen de las condiciones de presenta­
ción del caso nos permitirán comprender mejor el por­
qué de esta búsqueda identificatoria para explicar su
historia.

A los 2 años y medio, M. comenzó a hablar con


una jerga ininteligible, hecho que llamó la atención
y propició la consulta. Parecía comprender al adulto
pero sus respuestas (verbales y no verbales) eran en
general discordantes con la lógica del entorno que
compartía. Y a en el jardín de infantes (entre los 3 y
6 años) los problemas que presentaba se compleji-
zaron porque a la dificultad expresiva oral se suma­
ba una modalidad psicomotora muy torpe con un
estilo relacional agresivo. Siempre fue un niño apa­
rentem ente interesado en la comunicación verbal,
pero su discurso nutrido de m ateriales de la activi­
dad p rim aria resultaba muy extraño para quien
esperaba un estilo discursivo acorde con su aparien­
cia física (por ejemplo, a los 4 años le preguntaban
de qué cuadro de fútbol era, y el niño, que no evita­
ba dar una respuesta, armaba un discurso con apa­
rien cia form al y entonación adecuada, pero sus
contenidos eran ininteligibles). No se relacionaba con
niños de su edad, nunca demostraba demasiado in­
terés por las posibilidades de alteridad con sus pa­
res. Comenzó a dibujar al mismo tiempo de iniciar
la actividad de la lecto-escritura (recibía estim ula­
ción pedagógica, lo que explica su interés). En la
escuela presentaba dificultades con el ritm o del
aprendizaje (era muy lento) y los problemas que
los docentes remarcaban eran de tipo relaciónala Era
señalado como inquieto, torpe y muy agresivo; pare­
cía experim entar gran placer al pegar a sus compa­
ñeros y que éstos lloraran.
Sus dibujos en sesión formaban parte de la actividad
lúdica, y resultaban una vía de acceso al sentido, lo que
permitía ir delineando la conducción del tratamiento.
Dibujó a su personaje a lo largo de tres años.
Durante el tratamiento no se encontró una historia
ligada al “deseo de hijo” en los padres. Los aportes que
ellos realizaron estuvieron centrados en la queja por
las dificultades del hijo, la gran torpeza, la lentitud, la
falta de comprensión, las burlas que recibía de sus
pares, etc. El material referido a los padres es el re­
sultado de “las construcciones” que se consiguieron con
los elementos transferenciales y contratransferenciales
obtenidos durante el tratamiento.

ALGUNAS CUESTIONES TEÓRICAS


QUE SOSTIENEN LA CLÍNICA

Desde la teoría

En la práctica con niños y adolescentes son las pro­


blemáticas severas las que nos remiten a revisar las
opciones teóricas que las explican. Una teoría que fun­
damente los primeros tiempos de la vida psíquica con­
seguirá ubicar los tiempos cronológicos y los tiempos
lógicos en un modelo que apoye la investigación clínica.
A la vez, es la experiencia clínica la que permitirá cons­
tatar o refutar aquello que la teoría propuso.
Desde esta posición trabajamos con los fundamentos
que ofrece la propuesta de Piera Aulagnier. Esta auto­
ra explica que fue el discurso psicótico lo que le exigió
pensar en una metapsicología que pudiera dar cuenta
de éste, y a partir de ahí elaboró aportes teóricos para
el conocimiento de la organización de los procesos psí­
quicos desde los orígenes, y un modelo de los cuadros
que conforman la psicopatología. En La violencia de la
interpretación, incluye novedades respecto a la activi­
dad de representación; conceptos originales como en­
cuentro y violencia, el espacio del yo, el contrato
narcisista. Cuestiones teóricas que se incluyen en nues­
tra propuesta de muchos años de trabajo en la clínica
con niños y adolescentes.
Con relación a la psicopatología dice Aulagnier (1986):
“el concepto de potencialidad engloba los posibles del
funcionamiento del Yo y de sus posiciones identifi-
catorias, una vez concluida la infancia.” Y en referencia
a la “psicopatología” infantil sostiene:
[...] lo que sucede en ese tiempo infantil en que se
decide no el devenir del Yo, siempre dependiente de
los encuentros conflictuales que los otros y la reali­
dad le lleguen a imponer, sino de los “posibles” que
tiene a su disposición para afrontar y, llegado el caso,
superar el conflicto Mecanismos de somatización,
fóbicos, rituales obsesivos, reconstrucciones de un
momento y de un fragmento de la realidad, el
priviligio acordado a tal o cual pulsión parcial, for­
man parte integrante de1 funcionamiento psíquico
de todo niño.

Hasta aquí una breve presentación de nociones tales


como discurso psicótico y potencialidad, que son "orga­
nizadoras” del pensamiento teórico para la clínica. Será
necesario definir el concepto de “potencialidad psicótica”
que vertebra en este trabajo la concepción psicopato-
lógica acerca del paciente e incluye la problemática
parental.
Veamos cómo logra su posición identificatoria una
vez concluida la infancia el sujeto que ha tenido que
soportar el exceso de violencia que inundó su psique de
odio y sufrimiento, y a pesar de todo esto logró defensas
para sobrevivir.

Construcción de un Yo que pretende preservar su


relación con el discurso pero que, al hacerlo inventa,
como aprendiz de brujo de la historia, una fórmula
mágica que conserva su poder de autonomizarse y de
imponerle una derrota radical (Aulagnier, 1977J.

El pensamiento “delirante primario” (potencialidad


psicótica) es la interpretación que el sujeto producirá
en respuesta al exceso de violencia provocado por el
portavoz, y con frecuencia por la pareja parental.
Encontramos así un tipo de organización en la psique,
la “potencialidad psicótica”, que no siempre se mani­
fiesta a través de síntomas, y sí aparece cuando le
ofrecemos la posibilidad de análisis. De este modo,
será revelado a nuestra escucha el “pensamiento deli­
rante primario”, que en las condiciones de potencial
permanecerá enquistado y no reprimido. ¿Cómo expli­
camos los tiempos inaugurales en este tipo de organi­
zación del pensamiento?
El trabajo analítico con niños y adolescentes da lugar
a la observación e inferencia de las actividades psíqui­
cas primerísimas. En estos primeros tiempos de la vida,
el infante realiza una intensa actividad de investiga­
ción. Una de las preocupaciones que lo lleva a formular
teorías explicativas, es la referida a “sus orígenes”, en
particular si “fue deseado en los orígenes”, es decir que
necesita materiales provenientes del mundo psíquico
exteirno que enuncien los contenidos de su historia
originaria sobre cómo nace el yo. Es éste el comienzo
histórico que dará sentido a todas los posiciones
identificatorias que va a poseer ese yo. Este es el tiem­
po de la función de un m ito que es siempre un mito
sobre los orígenes.

Sobre el mito

M ary Shelley denomina a su novela Frankenstein o


E l moderno Prometeo. Como lo demostraremos más
adelante, Frankenstein resultó un mito sobre los oríge­
nes en la construcción de la historia del paciente que
presentamos.
La ingeniosa escritora recupera el mito de Prometeo
para organizar los contenidos de la “escena dramática”
del personaje en la historia a rela ta rr El mito de
Prometeo remite al significado sobre aquel que por
“burlar a los dioses y robarles la sabiduría y el fuego
para entregárselos a los humanos” es encadenado y
condenado a “sufrir eternamente”, condena que se cum­
ple con el padecimiento diario de que su hígado sea el
alimento de las águilas,,y que cada día vuelva á crecer
para que éstas lo decoren.
Podemos confirmar retomando a Freud, Aulagnier y
Sophie de Mijolla que “el fantasma originario tiene la
posibilidad de crear los mitos”.

Desde la clínica

Si no hay un primer enunciado en el discurso externo


a la psique que explique el origen de su historia, o si el
enunciado resulta inaceptable, ei yo se encuentra en es­
tado de riesgo, en peligro constante. También es decisiva
para la vida psíquica la interrogación del yo sobre cuál es,
en sus orígenes, la causa del placer y el displacer.
En la historia analítica de M., no encontramos enun­
ciados parentales que se refirieran al “deseo de hijo", a
un deseo del deseo, a un deseo de dar vida en el placer.
El “pensamiento delirante primario” dará forma a
aquello que le fue impuesto y que Piera Aulagnier (1977)
lo explica como:

1) al encuentro con la madre que manifiesta y


expresa que la causa del origen del sujeto no es ni el
deseo de la pareja que le ha dado vida, ni un placer
de “crear algo nuevo” que ella podría reconocer y
valorizar; 2) al encuentro con experiencias corpora­
les, fuente de sufrimiento, que confirman que el que
ha nacido en el dolor sólo puede encontrar un mundo
con dolor; 3) al encuentro con algo aprendido en el
discurso materno que, o bien se niega a reconocer
que el displacer forma parte de la vivencia del suje­
to, o bien impone un comentario acerca de él que
priva de sentido a esa experiencia y a todo sufri­
miento eventual.

Nuestra investigación clínica se orientó, desde los


comienzos del trabajo, en la senda de estas hipótesis
teóricas. El niño que conocimos hubiera podido explicar
sus orígenes míticos como Prometeo; según esta me­
táfora que utilizamos, él estaba condenado al eterno su­
frimiento, mientras que su “función” era la de dar vida,
ser el sostén de la vida de la pareja parental. Cuando
consideremos el lugar de esta pareja de padres, tam­
bién se podrá encontrar la metáfora del alimento per­
manente que debe producir el hijo dentro del modelo
relacional que a ellos los sostiene.

La investigación adolescente

En los tiempos infantiles, siempre que no encontre­


mos bien delimitada una forma de presentación autista,
nos manejamos con los “posibles” del conflicto psíquico.
Claro que la permanencia de determinados mecanis­
mos del funcionamiento psíquico sumados a la particu­
lar organización del discurso, actitudes corporales, etc.,
van a perm itir enmarcar la conducción terapéutica
dentro de hipótesis diagnósticas que se podrán confir­
mar o no en los tiempos de la adolescencia. Nos referi­
mos a la hipótesis que nos orientó a pensar en “la
potencialidad psicótica” y, en particular, en “la poten­
cialidad esquizofrénica” en este joven.
La “novela iam ilia r” realizará una tarea de recupera­
ción con una nueva puesta en sentido del trabajo de
investigación (actividad pulsional) iniciado en épocas
pretéritas. La novela orienta al joven adolescente en la
actividad de historiador para conocer su propia histo­
ria, labor que se inició en los tiempos de la “duda”. Este
derecho a la duda lo lleva a cuestionar las afirmaciones
recibidas de sus padres, incluida la legitimidad de sus
orígenes.
En el artículo “La novela fam iliar del neurótico”
(1908-1909) Freud argumenta las condiciones del re­
chazo a la autoridad parental (doloroso y necesario).
Retoma sus intercambios con Fliess (1897) en relación
con el tema en el contexto de la paranoia: “el reverso
de la medalla” que se encuentra entre el delirio de
grandeza e invención poética (novela) de una enajena­
ción con respecto al linaje” . Vemos necesaria para
nuestra elaboración la mención de esta nota, que for­
ma parte de las elaboraciones teórico-clínicas freudia-
nas re ferid a s a la diferen ciación en tre neurosis
histéricas y psicosis.
Quizá una manera de prolongar aquello que se ha
construido en la “novela familiar” será con la escritura
de “las novelas” en las que se incluyen los materiales
que proporciona la propia historia; un trabajo de sínte­
sis de la propia vida afectiva, que han realizado nove­
listas por todos conocidos. Para nuestro interés Mary
Shelley, tiene una historia personal llena de dolor: perdió
a su madre siendo muy joven, madre que fue ejemplo
para su educación en las ideas de libertad. Ella a los 17
años se fugó con un hombre casado, Percy Shelley. A
los 19 años asistió a dos suicidios: el de Fanny, su
media hermana, y el de Harriet, esposa de Percy... Su
historia dolorosa persiste a posteriori de la creación de
la novela aquí trabajada.
Nuestro paciente metaforiza sus representaciones
originarias poniendo los materiales figurativos en per­
sonajes e historias que recupera de los relatos popula­
res vistos y escuchados (cuentos de terror). Si en su
“fondo representativo” se encuentra un predominio del
rechazo, del displacer (representaciones pictográficas de
rechazo), ¿cómo le resultaría posible el tener la repre­
sentación de un cuerpo unificado concebido en el amor,
investido en el placer? Porque de esta manera la ima­
gen corporal que sobrevendrá será la de pedazos de
cuerpo unidos sólo por el dolor. La representación de la
imagen corporal será la de “un cuerpo en pedazos”.
“Fondo representativo”, orígenes del conflicto psíquico
que acompañará al sujeto durante toda su vida.
Dicho brevemente: el lugar de Frankenstein en las
producciones gráficas de M. podría representar un frag­
mento de los orígenes de la historia. En la recuperación
novelada de su tarea investigativa se produjo la coinci-
ciencia entre lo conocido de la literatura y las experien­
cias “ya sufridas” por él en épocas tempranísimas.

Los padres

Con "La novela familiar del neurótico”, Freud se pro­


puso explicar la desestimación de los padres, única au­
toridad y fuente de toda creencia de los tempranos
tiempos de la vida. También al concluir ese breve artí­
culo, ubica el lugar que mantienen los padres en el
pensamiento de todo sujeto y lo hace refiriéndose con
contenidos de los sueños:

Por tanto, la sobrestimación de los primeros años


de la infancia vuelve a campear por sus fueros en estas
fantasías. Una interesante contribución a este tema
proviene de los sueños. En efecto, su interpretación
enseña que aun en años posteriores el emperador y la
emperatriz, esas augustas personalidades, significan
en los sueños padre y madre (Freud, 1908-1909).

La pareja de los padres es co-autora de la historia


que presentamós porque su participación confirma aque­
llo que busca el hijo sobre las características monstruo­
sas que él se atribuye. La madre solía referir con relación
a las condiciones sociales del hijo: “es el hazmerreír del
grupo”; “están mal todos los que creen en él, nunca va
a lograr aprender en la escuela”. Confirmación del no
deseo de deseo del hijo.
El contrato narcisista definirá la manera de catectizar
al hijo por parte de los padres, cómo cada uno de los
progenitores le proporcionará el medio ambiente psí­
quico al que se incorporará el nino.
Este contrato expresa las condiciones históricas de
los padres, cómo cada uno posee la “herencia” que ha
marcado el estilo de concebir sus proyectos de vida, los
modos de intercambio social, condiciones incorporadas
sin mediación en el nuevo ser, que resultarán fuente de
sus propias construcciones psíquicas.
P iera A u lagn ier (1985) define <cla potencialidad
psícotizante del medio ambiente psíquico”. Este concep­
to se refiere al poder de inducir por parte de la madre
o ambos padres la fantasmatización que actuará en la
psique del hijo. El niño pequeño reacciona a sus mani­
festaciones, con expresiones cargadas con intensidad de
displacer. De modo manifiesto se puede conocer el odio
expresado abiertamente en sus discursos, odio que ca­
racterizará a la relación de ciertas parejas.
El trabajo terapéutico tuvo continuidad con el paciente
y siempre fue provisorio con los padres: resultaba necesa­
rio actualizar el contrato periódicamente. En el tiempo
transcurrido, primero se pudo conocer el odio en el ejer­
cicio de la pulsión de muerte hecho efectivo sobre el hijo.
Pasados varios años la madre comenzó a manifestar la
unión en el odio que sostenía a la pareja. En esa época se
confirmó la condición “de prótesis de la vida materna” por
parte del hijo y también el significado del fracaso de la
represión materna, donde la ‘locura” y el sufrimiento del
hijo hacían de argamasa al encuentro parental. Fracaso
de la represión en la organización psíquica de la madre
que es taponada con la psicosis del hijo: el hijo resulta
prótesis de la psique materna. El paciente M. no delira
(por el momento), pero su búsqueda de sentido en los
orígenes lo lleva a encontrar a la figura identifícatoria
que es modelo de su sufrimiento en Frankenstein.
Conceptos teóricos como pulsión de muerte o fracaso
de la represión se encuentran con una clínica que gene­
ra el estado ilusorio en la que cada novedad que se
formule tendrá necesariamente su correlato en el caso.
Aquí debemos reiterar que la problemática psicótica
nos enseña sobre los funcionamientos posibles del
psiquismo desde los orígenes. Es en la experiencia con
niños-adolescentes y sus padres donde tenemos el pri­
vilegio de asistir al conocimiento directo de aquello que
la teoría buscó explicar.
Un breve recorrido por las producciones que selec­
cionamos nos permite constatar que M. produjo una
“serie de Frankenstein”; sesión a sesión, dibujó con
placer al personaje, tema que fue iniciado por el relato
de la novela. Fueron más de veinte sesiones en las que
elaboró los orígenes de la creación monstruosa, que­
dando en el registro de los dibujos las diferentes op­
ciones que su organización psíquica en ese tiempo le
ofrecía. Se ve en los detalles que incorpora la tarea
artesanal del yo, une pedazos con costuras destaca­
das; pone apósitos para sellar heridas y hasta llega a
definir la condición puberal, en un dibujo donde el
personaje presenta barba como expresión de la nueva
etapa, en su sexualidad.
En la figura 1 (pág. 226) que presentamos, se obser­
va a un niño latente relatando una historia que tiene
carácter popular, la que puede ser interpretada como
proyección y elaboración de miedos propios de la edad,
confluencia de factores externos (cultura religiosa ame­
nazante) y procesos psíquicos subyacentes que renue­
van la posición edípica y la consecuente amenaza de
castración. No es ésta la problemática de M. Lo afirma­
mos aquí porque ya conocemos cuál fue el destino de
esta investigación, y también porque, antes de iniciar
la búsqueda con Frankenstein, había realizado ensayos
con otras figuras monstruosas de la literatura y de su
producción original, figuras representantes de su extre­
mó sufrimiento en el cual el “no desear” era la condi­
ción de continuar con vida.
La persistencia en la representación de figuras de
monstruos, figuras amenazantes, personajes sometidos
a efectos de deformación nos permiten conocer la repre­
sentación de un “temor al derrumbe” (Winnicott, 1963)
por algo que ya ha ocurrido. K. Eissler (1961) en su
estudio sobre Leonardo da Vinci nos dice que en la
creación gráfica de este artista está fuertemente impli­
cada la defensa contra la muerte (con referencia a la
deformación en algunos dibujos, los grotescos, la repre­
sentación del diluvio, etc.).
Los rostros de Frankenstein

Aquí presentamos sólo algunos dibujos, pero en todos


los que produjo en sesión apareció el claro afecto trans­
ferencia!: era él mismo quien se representaba en ellos.
La intervenciones estuvieron dirigidas en ese sentido.
Una respuesta es un dibujo de un rostro de monstruo,
mezcla de su figura elegida con la de otro monstruo
popular, Drácula, que presenta grandes colmillos, y un
hilo de sangre que surca su boca luego de alimentarse
de su víctima (veáse fig. 5, pág. 228). Como se lee en
esta producción, “para Norma con cariño” El joven de­
dica a su analista, en el espacio de la sesión, “con ca­
riño” la prueba de vida conseguida. El paciente constata
que los mecanismos logrados le ofrecen significación al
horror ya vivido, y también que el alimento (sangre)
simboliza sus nuevas formas de intercambio.
El mismo M., autor del relato gráfico, le dio continui­
dad a su tarea. En los inicios (fig. 1, pág. 226) presenta
la historia que busca descifrar, en la que se incluye
junto con los personajes heterogéneos de su terror.
En la figura 2 (pág. 226) aparecen con claridad las
formas de unión que el autor conoce: tomillos que sos­
tienen partes del dibujo, costuras para cerrar, apósitos...
En las figuras 3 y 4 (pág. 227) persiste con los ensayos
de unión, y marca las expresiones del rostro con los
ojos, la boca. Estos dibujos, abundantes en este tiempo,
nos permitían dar sentido a estas expresiones de asom­
bro, sorpresa, enojo, sentimientos de su propiedad que
no recibían repuestas discursivas violentas y le otorga­
ban derecho de privacidad.
En las producciones presentadas se evidencia el tra­
yecto terapéutico recorrido (recordemos que pasaron
varios años sin que el paciente utilizara el papel y lápiz
como recurso de intercambio).
En la figura 6 (pág. 228) aparece él mismo represen­
tado, mezcla de monstruo y adolescente que se inquieta
por encontrar sentido a su biografía y con ella conse­
guir armar un proyecto para su vida futura.

Con esta breve presentación del sentido interpretado


en los gráficos concluiremos este trabajo. Comprende­
mos que el análisis del material permitirá a cada ob­
servador-autor encontrar novedades que no se han dicho,
y también que habrá coincidencias y discrepancias so­
bre lo interpretado. Mantengo la convicción, efecto del
espacio transferencial sostenido con el paciente, de que
el propósito de su historia (construida en sesión) fue
éste, es decir, encontrar acompañantes atentos y com­
prometidos que con acuerdos y desacuerdos lo ayuden
a conseguir la unión de esos pedazos que en los inicios
de su vida le proporcionaron el solo afecto de la angus­
tia de mutilación.
Novelas adolescentes... Una formulada por una mu­
je r con un relato de horror en el que proyecta parte de
su deseo de saber acerca de los orígenes y sobre el
sufrimiento, y otra que se organiza en el trayecto .te­
rapéutico con los materiales de la ya conocida y popu­
lar historia, utilizándolos para sus representaciones y
dando significación a los procesos originarios que sella­
ron para siempre el estado de rechazo y displacer que
está presente en el origen de su vida.
Aulagnier, P. (1977): La violencia de la interpretación, Bue­
nos Aires, Amorrortu.
— (1985): Un intérprete en busca de sentido, Buenos Aires,
Siglo XXI, 1994.
— (1986): El aprendiz de historiador-maestro brujo, Buenos
Aires, Amorrortu.
De Mijolla Mellor, S. (2004): Le besoin de croire, París, Dunod.
Eissler, K. (1980): Léonard de Vinci. Étude psychanalytique,
París, PUF.
Freud, S. (1908 [1907]): “El creador literario y el fantaseo”,
Buenos Aires, AE, vol. IX.
— (1909 [1908]): “La xiovela familiar de los neuróticos”, Bue­
nos Aires, AE, vol. XX.
Najt, N. (1993): “L’enfant en quéte de sens”, en Uenfant et la
psychanalyse, París, Editions Esquisses Psychanalityques.
Shelley, M. (1971): Frankenstein, México, Juan Pablo
Editor S.A.
Winnicott, Donald W. (1991): Exploraciones psicoanalíticas I ,
Buenos Aires, Paidós.
M aría Cristina Rother Hornstein

El médico (a diferencia del naturalista) se ocupa


de un solo organismo, el sujeto humano, que
lucha por mantener su identidad en. circunstancias
adversas.
Iv y M c k e n z ie .

ADOLESCENCIA Y ORGANIZACIONES FRONTERIZAS

Toda vez que la patología evidencia una ruptura o


desgarradura, es posible que normalmente preexistiera
una articulación (Freud, 1932). Las organizaciones fron­
terizas ilustran la complejidad del yo, sus límites bo­
rrosos con los otros y con la realidad interna y externa.
Los adolescentes nos enfrentan con situaciones lím i­
tes. Algunos autores consideran a la adolescencia como
estado lím ite ^cuando el embate pulsional y las exigen­
cias de la realidad dificultan la salida hacia la exogamia,
manifestando —a veces- “fragilidades del yo”, “potencia-
lidades psíeótieas”, y estados depresivos cuando se pier­
den espacios u objetos que eran importantes sostenes
narcisístas, ya sea como “posesión narcisista” o como
“objeto de la actividad narcisísta” (Bleíchmar, 1997). Si
estas manifestaciones son transitorias, como el duelo
normal, posibilitan reorganizaciones fecundas de la
estructura psíquica.
En la adolescencia y la primera juventud, no es fácil
diferenciar entre organizaciones fronterizas, el comien­
zo de la esquizofrenia o de una enfermedad bipolar.
Prudencia y precisión en el diagnóstico se imponen ya
que se requieren diferentes abordajes terapéuticos: in­
dividuales, familiares y psicofamiacológicos, y la deci-
sión o no de una internación transitoria que, a mi ju i­
cio, sólo debe estar al servicio de evitar un intento de
suicidio, de regular el nivel de psicofármacos, o encau­
zar la reinserción del paciente en su ambiente familiar
y social evitando etiquetas nosográficas que para el pro­
pio paciente y/o para su entorno pueden actuar como
mandatos identificatorios, lo cual contribuiría a incre­
mentar modalidades sintomáticas, rasgos de carácter,
actitudes defensivas que, como profecías autocumplidas,
se transformen en enfermedad.
La frecuencia de las organizaciones fronterizas en la
consulta actual constituye una proporción cada vez más
importante en relación con los “buenos y leales neuró­
ticos” de antes. En estos casos, las disfunciones del yo
ponen en evidencia las falencias, carencias o violencias
del objeto primario (madre, padre, cuidadores), no sin
intensificar las razones para seguir fijado a él, cuestio­
nes que se reproducen en la transferencia.
El trauma cambió de sentido. Ahora, menos sexual,
afecta al psiquismo de una manera más global, y se
caracteriza a menudo más por la ausencia de respues­
ta que por el efecto directo de ésta, resultando de ello
afecciones más o menos serias, generadoras de. angus­
tias intensas, de repeticiones mortíferas, que ponen a
prueba la contratransferencia del analista, quien se
ve obligado a variaciones técnicas y a utilizar diferen­
tes estrategias a veces en el transcurso de una misma
sesión. Porque son pacientes que muestran una sus­
ceptibilidad extrema al rechazo, a la herida narcisista
y a las pérdidas, y no toleran el alejamiento del otro.
Ese otro que nunca los satisface. Que haga lo que
hiciere nunca alcanza a cubrir lo que se espera de él
como respuesta deseable. H ay una imposibilidad de
reconocer la alteridad, no sólo en el ámbito de la re­
lación terapéutica sino en casi todas las relaciones:
pareja, amigos, familiares, laborales. Son pacientes que
sufrieron severas privaciones en su desarrollo, las
cuales los predisponen a la desconfianza, a las reaccio­
nes afectivas violentas, a un intenso tabicamiento
defensivo.1
Con un fragmento del relato de una paciente ilustro
un aspecto de lo antedicho,

L: (Con dolor y rabia disimulados.) Nunca una mirada de


aprobación, de valorización, de confianza. Lo que más me
angustia es que lo sigo esperando. M i padre me llamó para
decirme que no quería vivir más. No soporta la humillación
que siente por no estar allí, en el pedestal. Lo miré llorando,
llorando (llora cuando lo cuenta); ni aun así se conmovió. Lo
único que me dijo es “cuidámela a ella" -refiriéndose a mi
madre- “no la dejes sola”. Y luego agregó “ocúpate de mis cosas
que pueden ser una mina de oro”. Se miraban entre ellos ¿y
sabe lo que me di cuenta? De que siempre fue así. Toda la vida
solo se miraron sólo entre ellos. Sólo se quieren ellos dos.
Terapeuta: ¿Y no es una manera de mirarla y valorarla
cuando le pide que sea usted la que se ocupe de sus cosas (sus
amores)?
P.: No (con un gesto de desencanto y tristeza). Nunca,
jamás me felicitó por nada. Y hoy, que supuestamente se des­
pedía no me pudo decir te quiero.

Solemos ver que a lo largo de la vida estos pacientes


repiten formas de relacionarse que tienen finales
traumáticos y que (a diferencia de lo que ocurre en
sujetos neuróticos) son con frecuencia predecibles, pero
casi siempre inevitables. Estas repeticiones les confir­
man que, en cada nuevo encuentro, serán rechazados,
denigrados, abandonados, traicionados. Entran enton­

1. “En tales pacientes hay tinos principios organizadores, in­


conscientes e invariantes, a través de los cuales se organiza toda
la experiencia. Desde muy pronto, en su historia, ha cristalizado la
convicción de que nada bueno puede suceder en relación con otra
persona, que no existe ninguna posibilidad de que alguien cuide de
ellos, y que, en definitiva, están condenados a vivir y a morir solos,
y cualquier esperanza de llevar una vida con sentido basada en sus
propios designios internos es sólo una ilusión y una invitación al
desastre” (Stolorow y Atwood, 1992).
ces en un círculo que comienza con la idealización del
objeto que aportaría supuestamente la satisfacción to­
tal, seguida de furia y fantasmas asesinos cuando so­
breviene el desfallecimiento del otro. Obstinados por
establecer una relación indisoluble y eterna, crean un
lazo fusiona!, imaginario, que inevitablemente se reve­
lará inadecuado e imposible (McDougall, 1982).
Es frecuente la reacción terapéutica negativa o esa
compulsión a repetir que aparece como la subversión
del principio de placer cuando fracasaron las condicio­
nes de instauración que implica la participación del
objeto. Fracaso que puede atribuirse a un conflicto cuya
solución no pudo ser hallada entre el funcionamiento
pulsional por un lado y la relación con el objeto por el
otro, al fracaso de esa madre que no pudo sostener
libidinalmente al niño -no lo miró, no lo escuchó, no lo
entendió- y ofrecerle su psiquismo para ayudarlo a
constituir el propio dejando de ser único objeto de amor
y placer, y proporcionar libre acceso a otros para que el
niño pueda instaurar así la relación con la realidad.
Las organizaciones fronterizas siguen siendo un in­
terrogante para los psicoanalistas. Diversos autores
agruparon bajo la categoría de fronterizos o borderline
a pacientes que presentan cierta clínica, considerando
lo afectivo, lo cognitivo, lo relacional y el predominio
defensivo más próximo a las psicosis que a las neurosis.
Sólo menciono algunos: Kernberg (1967, 1975) y Kohut
(1971), en los Estados Unidos; en otras latitudes, Balint
(1968) y Bouvet (1966) plantearon como característico
de los estados límite un modo de relación dual que no
es la relación fusional ni la indiferenciación yo-otro de
las psicosis. Aquí, el sujeto y el objeto permanecen di­
ferenciados, pero se da una dependencia fundamental
del primero con respecto del segundo, de forma que el
sujeto no puede conservar su integridad si pierde al
otro. Esta dependencia en la relación culmina en una
especie de escisión de la personalidad en dos sectores,
típica de los estados límite: un sector adaptativo con lo
real (de ahí la aparente normalidad) y un sector que
implementa defensas arcaicas de tipo psicótico.
Winnicott es para muchos “el analista de lo fronteri­
zo” . Acentúa la importancia del “ambiente facilitador”,
“la preocupación materna primaria” y el uholding\ así
como el lugar de un buen “objeto transicional” y el área
de lo intermediario, interesándose por el juego recípro ­
co entre lo interno y lo externo. Proporcionó un modelo
conjunto de encuadre clínico y de funcionamiento psí­
quico en donde, ante el sentimiento de vacío del pacien­
te, para quien el analista no representa la madre sino
“es la madre”, la contratransferencia es el instrumento
privilegiado. Tanto que a veces es desde ahí que hace­
mos el diagnóstico.
Green (1972) dice que, como en Francia entre 1953 y
1970 estaba prohibido interesarse en el yo, sólo tenerlo
en cuenta era ser tildado de “ego-psycologist”, puesto
que Lacarx dictaminó que el yo sólo era producto de las
identificaciones especulares del sujeto.
El yo es mucho más que lo que propone Lacan. De ahí
la importancia de revisitar la segunda tópica y autores
posfreudianos como Aulagnier, Green, Castoriadis,
Pontalis, McDougalI y otros, que retomaron el estudio
del yo y su conform ación com pleja, pulsional,
identificatoria y sede del pensamiento. Y que invitan a
pensar no sólo en el trauma desestructurante que tiene
su origen en el “abuso sexual” de los comienzos del psi­
coanálisis sino también en lo traumático de la falla y la
carencia libidinal, ñarcisista; la falta de respuesta del
objeto primario; la madre en duelo, deprimida y sin ac­
titud amorosa hacia su niño, lo cual puede dejar secue­
las desastrosas, heridas no fáciles de cicatrizar o nunca
cicatrizables siendo su consecuencia en la esfera sexual
menos importante que los desgarros a nivel del yo y las
diferentes formas sintomáticas que producen.
Vemos que, ni bien profundizamos en las propuestas
metapsicológicas, encontramos grandes divergencias que
se acentúan en las técnicas de abordaje. Para evitar
teorizaciones o pragmatismos no conviene desarticular
la metapsicología de la práctica clínica y viceversa.
Las diversas organizaciones psicopatológicas pueden
ser abordadas por el psicoanálisis, con más o menos
éxito. Los éxitos o fracasos de cada tratamiento depen­
derán de la propuesta de cada analista, de su solidez y
amplitud teórica y práctica, y de un proyecto específico
para cada persona en el que intervienen la ética en el
manejo de la transferencia y la contratransferencia, que
apunta a investir un proyecto de autonomía.

Repasemos lo conocido

En los comienzos del psicoanálisis, Freud separó las


psiconeurosis de las neurosis actuales. Luego, una vez
circunscripto el campo de las psiconeurosis, separó los
diversos tipos de organización —neurosis obsesiva, his­
térica, fóbica-, no tanto por los síntomas visibles sino
más bien por el descubrimiento de los mecanismos
psíquicos en acción. Diferenció el modo de funciona­
miento neurótico, de la perversión y la psicosis. Definió
los cuadros clínicos, no por prurito nosográfico, sino
como respuesta a la clínica y a los nuevos desarrollos
de la teoría. No se trata de hacer entrar por la fuerza
a los fenómenos en las estrecheces de un cuadro, sino,
a la inversa, se trata de “crear un cuadro” para que se
constituya como objeto psicoanalítico (Pontalis, 1977).
Sostener una posición crítica acerca de los efectos
que produce la manera como pensamos y abordamos el
trabajo con los pacientes, mantener una escucha abierta
a las nuevas formas que toma el padecimiento humano,
reconocer las nuevas manifestaciones sintomáticas, nos
lleva a crear diversas formas d e' abordaje clínico y a
revisar la manera en que quedan conmovidos los concep­
tos teóricos fundamentales (Vecslir, 2003).
Freud, que se topó “a su pesar” con la transferencia,
que tropezó con la “reacción terapéutica negativa”, tal
vez por ello pudo hacer operativos los tropiezos y los
fracasos. Sometió su propia disciplina al principio que
la hizo nacer; no negar lo irracional, lo incoherente, lo
inquietante, lo negativo. Por el contrario, interrogar y
pensar lo que se presenta como obstáculo. Hoy los “ca­
sos-límite” no pueden ya ser considerados la excepción.

Estar al día

Suele afirmarse que los pacientes ya no son lo que


eran; que la población analítica está menos compuesta
de neurosis “clásicas”', precisamente aquellas que Freud
llamaba "neurosis de transferencia. Se ven cada vez más
“formas mixtas” en las cuales, tras la fachada neurótica,
se revela la intensa actividad proyectiva esquizo-para-
noide o una fragilid a d narcisista que lleva a la
disociación entre la psiquis y el soma o a lo que Freud
identificaba como “alteraciones del yo”,2 que marcan el
comportamiento de una suerte de locura sin delirio. El
hecho es que a partir de las personalidades “as if*
descriptas por Helen Deutsch en 1942, las organizacio­
nes “falso self ’ descubiertas por Winnicott (1972), y la
falta básica propuesta por Balint, los cuadros clínicos
etiquetados como neurosis puras son cada vez más raros.
En la clínica habitual ya no predominan tanto los
síntomas neuróticos, la inhibición, la represión, los con­
flictos internos apuntalados en conflictos sexuales o en
las dependencias familiares e ideológicas, sino que asis­

2. “Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos


designarlo ‘alteración del yo’, siempre que por tal comprendamos la
divergencia respecto de un yo normal ficticio que aseguraría al tra­
bajo psicoanalítico una alianza de fidelidad inconmovible. Ahora es
fácil creer lo que la experiencia cotidiana enseña: tratándose del
desenlace de una cura analítica, éste depende en lo esencial de la
intensidad y profundidad de arraigo de estas resistencias de la
alteración del yo” (Freud, 1937).
timos cada vez más a las dificultades en las relaciones
con los otros y con uno mismo, a la depresión, a los
comportamientos autodestructivos y a las somatizaciones.
Podemos preguntamos si los que han cambiado son
los pacientes o los analistas. Los analistas por estar
más atentos a lo “profundo” —lo que explicaría por una
parte la duración de las curas- o más interesados por
los efectos de la realidad, del entorno, de la historia; los
pacientes cada vez menos estructurados, en función de
una evolución sociocultural que conmueve la construc­
ción identificatoria, como si la “crisis de identidad” no
estuviese sólo ligada a la fase adolescente de la vida
sino que constituyese un estado permanente. Nos en­
frentamos así a lo que diferentes autores llaman esta­
dos fronterizos, organizaciones fronterizas, trastornos
límite de la personalidad, pacientes borderline, tenien­
do que dilucidar si son distintas maneras de referirse
a una misma problemática o de agrupar pacientes di­
fíciles de diagnosticar.

¿QUÉ ENTEND EM O S POR LÍMITE?

El límite es un concepto muy importante en psicoa­


nálisis y en otras ciencias. ¿Pulsión no es acaso un
concepto límite, fronterizo? Consciente, inconsciente,
preconsciente, yo, ello, superyó y realidad. Los límites
son zonas de intenso trabajo que posibilita modificacio­
nes en las diferentes instancias psíquicas. Como ocurre
con la membrana, en biología, que es la zona más im­
portante de la célula: límite, filtro y lugar de intercam­
bio es garante de la individualidad3 y de la vida de la
célula. Si es demasiado cerrada se ahoga, demasiado

3. Individualidad no es independencia. Preservar la individuali­


dad, la autonomía requiere dependencia recíproca con el entorno.
Condición de sujeto y también de todo organismo vivo.
porosa deja pasar los elementos tóxicos produciendo
también una alteración de su núcleo. Un sistema autó­
nomo, tiene una legalidad interna y una fuerte interde­
pendencia. Siguiendo con la metáfora: ¿qué sería del
inconsciente si no tuviera él mismo una membrana
páraexcitación interna y externa? ¿Y qué sería del psi­
coanálisis sin esa membrana que le permita tanto pro­
fundizar sus pilares conceptuales fundamentales como
la porosidad necesaria para apropiarse de metáforas
procedentes de otras disciplinas y transformarlas de
acuerdo con sus necesidades para la comprensión de
algunos hechos? (Rother Homstein, 2003).
En las organizaciones fronterizas dijimos que el pro­
blema -se da a nivel de los límites y sobre todo con
respecto a los límites del yo. En estos pacientes, o hay
una gran porosidad y escuchamos con frecuencia las
expresiones “soy una esponja; todo lo absorbo”, "soy
maleable, tengo el sí fá cil”, o por el contrario hay una
gran distancia con el otro, extrema desconfianza, todo
lo cual da cuenta de la enorme sensibilidad y del miedo
a la intrusión y también la contrapartida: deseo de
fusión y exceso de intrusión.
Cuando el papel del yo auxiliar, la madre que contie­
ne, la madre que metaboliza los ruidos, la madre espe­
jo, no está garantizado, las posibilidades de elaboración
del niño se ven sobrepasadas y el yo debe hacer frente
a la doble angustia: de intrusión y de separación. Estas ,
fallas de los lazos libidinales o de excesos que pertur­
ban el surgimiento del yo propician marcadas heridas
narcisistas que se manifiestan en la clínica como pro­
fundo desprecio de los otros y de todo lo que ellos apor­
tan. Actuación que es reflejo de una desvalorización de
sí mismo originada en la débil constitución del yo ideal,
“pobre Majestad ,tan desamparado”. Si el rechazo se
despliega -como es habitual- en la transferencia, gene­
ra un sentimiento contratransferencial de desaliento,
desesperanza y frustración que no es fácil de remontar
y que puede llevar a contraactuaciones nefastas.
La clínica “lím ite” evidencia la porosidad de los lími­
tes entre el otro y el sí mismo (sin que ambos espacios
lleguen a confundirse como en la psicosis) y la utiliza­
ción de lo externo para representar y representarse lo
interno, lo que hace todo aún más borroso.
La interpenetración momentánea del adentro y el
afuera y la tendencia a lo instantáneo conducen a cier­
tos pacientes límite a tomarse muchas libertades con
las categorías del espacio y del tiempo, así como con la
causalidad, aproximándose su discurso y su pensamiento
al de los psicóticos. Pero el sentido no se altera para el
destinatario. L a relación con la realidad sigue relativa­
mente preservada y si bien el pensamiento parece ‘loco”,
es susceptible de corrección inmediata cuando los de­
más, no sólo el terapeuta, le marcan al joven que no lo
entienden (pensamientos o ideas paranoides transito-
rías). Esta dificultad, que el sujeto percibe como su
dificultad para hacerse entender, a menudo es causa de
inhibición y de desinvestidura narcisista o lleva a reac­
ciones y manifestaciones de odio verbales y de compor­
tamientos desbordantes.
Con estos pacientes los analistas también trabajan en
los límites. Aportar un yo que no desfallezca por la pro­
yección de la desesperanza y encuentre la manera de
que el paciente acceda a incrementar la capacidad sim­
bólica disminuida o invitar a un paréntesis en el trabajo
analítico sin que el paciente caiga en angustia de desin­
tegración es un juego delicado que debe evitar generar el
sentimiento de abandono e incrementar así el profundo
sentimiento de vacío. A l mismo tiempo es necesario pro­
poner un límite al “avasallamiento”, producto y produc­
tor de una angustia masiva que reedita el encuentro con
esa madre que no pudo dosificar y regular los estímulos
(externos e internos) y proponer un proceso de elabora­
ción y de simbolización que impida un desborde traumá­
tico, con fallas en el sentimiento de identidad y de
existencia. Entender las necesidades psíquicas de un pa­
ciente no significa quedar apresados en sus demandas.
En pacientes severamente perturbados, algunas situa­
ciones regresivas y repetitivas pueden ser la única for­
ma de salvaguardar el derecho de existir. La dependencia
afectiva puede servirles como reparo contra la pérdida
de identidad o la desestmcturación.4
Como analistas nos enfrentamos al difícil equilibrio
entre una actitud no intrusiva y el tener que suplir
verbalmente carencias sufridas en los primeros tiem­
pos de la vida (Rother Hornstein, 2003).

POLIMORFISMO SINTOM ÁTICO Y DEFENSAS

El polimorfismo sintomático es clave. Por eso debemos


estar atentos, en la clínica, a la problemática depresiva,
a las conductas adictivas, a las tentativas de suicidio, a
los pasajes al acto, a los trastornos del sentimiento de sí
y a los arranques delirantes que propician ansiedad flo­
tante y difusa, a los síntomas obsesivo-compulsivos, a
las fobias múltiples, a las reacciones disociativas y a
las preocupaciones hipocondríacas, a las mutilaciones
del cuerpo (tajos y cortes de brazo y antebrazo).
Con frecuencia los pacientes borderline dan cuenta
de una carencia de interioridad, de desinvestidura del
propio espacio psíquico, de dificultad para estar solos y
de dependencia adjetiva. Predominan la tonalidad de­
presiva, las preocupaciones somáticas, el clivaje más
que la represión, el acto más que la fantasía, “el ataque

4. L a experiencia personal y de profesionales que trabajan con


estos pacientes es que se requiere un ámbito institucional donde el
paciente encuentre una red de sostén y pueda ser internado por
breves períodos si el caso lo precisa, sobre todo cuando hay amena­
za de suicidio. En casos menos graves, la asistencia por parte de
una pareja terapéutica (psiquiatra y psicoterapeuta) posibilita que
el paciente diversifique su relación trans ferencial y tenga menor
vivencia de desamparo. Ilustra particularmente lo expuesto el tra­
bajo clínico que desarrolla Liliana Palazzini en el próximo capítulo.
contra el pensamiento” (Aulagnier, 1975) más que la
evitación del pensar, la diñcuitad en encontrar sentido
a sus actos y pensamientos, la promiscuidad sexual, la
indiscriminación frente al otro más que su reconoci­
miento. Es intensa la inestabilidad afectiva, relacional,
y es ese mismo desequilibrio el que a veces desencade­
na una “locura” pasajera (como las tormentas de vera­
no o, más grave, como los huracanes que dejan tendales
a su paso). Entre un torbellino y otro, hay períodos de
cierta estabilidad en todos los niveles, con un reintegro
de la capacidad de pensar sobre sí mismos que a veces
nos sorprende.
En términos más teóricos diremos que en la neurosis
predomina la angustia de castración y en las organiza­
ciones fronterizas, la angustia ante la separación-intru-
sión. En estos pacientes la problemática primordial es
la inseguridad en cuanto a su propia existencia, a su
supervivencia, a su identidad. Cuestiones que remiten
a la fragilidad de la organización yoica (Green, 1972;
Hornstein, 2003), que pone al descubierto la alternan­
cia en la primera infancia de relaciones gratificadoras
y frustrantes, experiencias de abandono, de perversión,
de enfermedad, de muerte, que contribuyeron a hundir
al niño en duelos imposibles y a poner en peligro su
vida psíquica.
En 1914, cuando Preud introduce el narcisismo, inau­
gura otra manera de concebir el yo. El yo es “reservorio
lib id in a l” y es en su intrincada relación con un otro
que lo piensa, lo desea, lo instituye, que transita su
devenir. Por eso las fallas en la constitución del nar­
cisismo promueven desorganizaciones del yo, falso self,
fragilidad del yo. La privación afectiva y el no recono­
cim iento de las diferencias que padecieron estos
pacintes puede dar lugar a un narcisismo en el que
predomina el sufrimiento por no haber sido, de niños,
únicos y valiosos.
Ese yo afectado en su “unidad”, para no hundirse,
sufre fisuras, grietas, cicatrices que “corresponden a la
extravagancia y la locura de los hombres5’ (Freud, 1924b)
y que son para el yo el equivalente de las perversiones
para la sexualidad. Equivalentes que dan cuenta de
esos cuadros que Freud no definió pero en los que pre­
dominan la escisión, la desmentida, la proyección, la
actuación más que la simbolización. En estas formas
clínicas los pacientes elaboran poco, no se conforman
con reprimir sino que necesitan actuar, expulsar, eva­
cuar, por eso se defienden mediante la renegación y la
escisión. De esta manera luchan intensamente por pre­
servar el sentimiento de sí. A veces el mundo parece
desaparecer, perder sentido, esfumarse. Las tabulacio­
nes, los delirios, las elaboraciones que hacen los pacien­
tes y nosotros mismos tendiéndoles puentes de sentido
para salvar esos abismos de insensatez, el caos en el
sentimiento de sí, son necesarios pero seguramente
nunca suficientes.
Sin una referencia a las instancias, el discurso ana­
lítico no es más que charlatanería, peor que la de un
chamán.5
La utilización de las dos tópicas es uno de los pivotes
del enfoque psicoanalítico en psicopatologxa, principal­
mente para diferenciar las neurosis de las organizacio­
nes límite. Eñ relación a la primera tópica, los autores
coinciden en pensar que el trabajo del preconsciente,
efectivo en la neurosis, es insuficiente en las organiza­
ciones límites. En la neurosis hay una clara diferencia­
ción de los lugares psíquicos, en comparación con
aquellos que muestran desbordes, invasiones entre sis­
temas, testimonio de la porosidad entre las fronteras
internas y externas, y en los que predomina un trabajo
de figuración y de puesta en palabras que es propio del
preconsciente, que es precario e inestable. Esto explica
las dificultades para transformar las representaciones

5, El sujeto freudiano, dice Pontalis (1977) “se define de entrada


como una serie de lugares funcionalmente espacializados”.
de cosa en representaciones de palabra. El preconsciente
como sistema intermedio se revela frágil en las organi­
zaciones límites, sus funciones de contención son poco
seguras y la excitación es desbordante. La realidad
externa suele invadir la realidad interna que aparece
empobrecida.

La neurosis es el resultado de un conflicto entre el


yo y su ello, en tanto que la psicosis es el desenlace
análogo de una similar perturbación entre el yo y el
mundo exterior. Las neurosis de transferencia se gene­
ran porque el yo no quiere acoger ni dar trámite motor
a una moción puMonal del ello, o le impugna el objeto
que tiene por meta. En tales casos, el yo se defiende de
aquella mediante el mecanismo de la represión que
intenta no saber de lo reprimido, que sólo por la vía
del compromiso y el camino del síntoma amenaza y
menoscaba la unicidad del yo. Éste lueha contra el
síntoma como se liabía defendido de la moción pulsio-
nal originaria (Freud, 1924b).

En la psicosis el yo se rehúsa a admitir nuevas per­


cepciones y también le quita valor psíquico (investidu­
ra) al mundo interior, creando neorrealidades externas
e internas como si fueran mociones del ello. E l delirio
es como un parche colocado en el lugar donde origina­
riamente se produjo una desgarradura en el vínculo del
yo con el mundo exterior.
La etiología común para el estallido de la psiconeurosis
o de una psicosis sigue siendo la frustración, y sobre
todo en relación con los objetos investidos. Hoy sabemos
de la importancia del lugar que ocupa el otro como cons­
titutivo de subjetividad. Es en este sentido que habla­
mos de un nuevo paradigma. Lo que en un paciente
neurótico aparece como referente a la identificación con
tal o cual, un paciente fronterizo lo vive como confusión
a nivel de la identidad, y más que pensarse como mamá,
papá o hermano, no les es fá d l discriminarse de los
otros con los que se relaciona.
Las organizaciones fronterizas abarcan un amplio
espectro; de ahí la dificultad para acotar sus fronteras.
Es más fácil definir los estados fronterizos por lo que
no son —ni neurosis, ni psicosis— que por lo que son.
Repetimos: en el nivel tópico, se trata del borramiento
de los límites internos y externos que desdibujan los
espacios psíquicos; en el nivel dinámico, del fracaso de
la represión en favor de los mecanismos de negación y
de escisión; en el nivel económico, de la debilidad del
trabajo de elaboración y de simbolización y del riesgo
de desbordamiento traumático, de hundimiento depre­
sivo, de la pérdida del sentimiento de idealidad y, más
precisamente, del sentimiento de continuidad y del valor
de lá experiencia de sí. Finalmente, en el nivel de las
relaciones con los objetos, la escisión, la proyección y la
identificación se conjugan en el campo de la identifica­
ción proyectiva.
El psicoanálisis como cuerpo de conocimientos posi­
bilita pensar la diferencia entre neurosis y casos fron­
terizos, lo que no refiere sólo a una diferencia nosográfica
sino a la pertinencia de las referencias teóricas. N o es
lo mismo una neurosis grave que un caso fronterizo. En
el primer caso la gravedad tiene que ver con la tenaci­
dad de las fijaciones, con el carácter resistente de la
angustia, con la poca movilidad de los síntomas para el
análisis y la rigidez de los mecanismos de defensa.
La problemática borderline o fronteriza arrastra las
huellas de su condición de nacimiento aún no resuelta que
nos lleva a preguntamos si se trata de una nueva entidad
nosográfica o de fronteras de lo analizable; y en este caso,
como en todo paciente en el que se pone en duda su posi­
bilidad de analizarse, la pregunta es si los recursos que nos
dio el psicoanálisis freudiano nos son suficientes.6

6. Algunos colegas en nombre de un Freud y de un psicoanálisis


clásico mal entendido cerraron sus propias fronteras al conocimien­
to y a la indagación tanto de la obra de Freud como de otros autores
Obligados a seguir interrogando estas problemáticas
complejas y cada vez más frecuentes insisto en pensar
que entre la adaptación y la creación, entre el azar y la
necesidad, entre las turbulencias que llevan a mayor
complejidad de la organización psíquica y aquellas que,
por lo contrario, son dísruptivas, la evolución del joven
es una aventura abierta y continua que crea sus pro­
pios objetivos en un proceso cuyos resultados son rela­
tivamente imprevisibles.

para encontrar en'la teoría y en las herramientas técnicas recursos


para trabajar con estos pacientes. En este caso se hace del psicoa­
nálisis “clásico” un análisis restringido, limitado y simplificante.
Como dicen Stolorow y Atwood (1992): “A menudo se ha hecho
también la crítica errónea de que la investigación empática sólo
alcanza los elementos conscientes de la experiencia subjetiva. En
cambio una parte indispensable del trabajo analítico consiste en
investigar cómo la experiencia consciente se organiza a partir de las
jerarquías de los principios inconscientes. Estos determinan las
maneras en que las experiencias del paciente se organizan, recu­
rrentemente, según ciertas temáticas y sentidos que se han ido
formando a lo largo del desarrollo. Es en el esclarecimiento de estos
sentidos y de las verdades subjetivas que éstos codifican, que la
alianza terapéutica y el psicoanálisis mismo encuentran su objetivo
más fecundo”.
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12. “U N A FOTO COLOR S E P IA ...”
Organización y desorganización
en la tramitación adolescente1

Liliana Palazzini

Sé que he perdido tantas cosas que no podría


contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo
que es mío...
J o r g e L . B o r g e s , Posesión del ayer

INTRODUCCIÓN

Sabemos que la adolescencia es portadora de un sen­


tido transformador en tanto que su tránsito aporta un
caudal de potencialidad psíquica. La significación que
adquiere aquí la noción de tiempo no es la de la crono­
logía tradicional, sino la de carácter de oportunidad
para una tramitación psíquica2 que, si bien no nos
equivocaríamos al decir que puede ser prorrogable, en
el campo de la salud es evidente su condición de inelu­
dible. Así, podría pensarse que una persona que no
vivió los avatares del transcurrir adolescente -en el
momento en que se ubica culturalmente a la adolescen­
cia— pueda llegar a vivirlos mediante acontecimientos
que faciliten su despliegue. Subrayo este aspecto de la

1. U na primera versión de este trabajo fue presentada en el IV


Encuentro Clínico, organizado por el Instituto de Adolescencia del
Colegio de Psicólogos de Rosario, septiembre de 2004.
2. En otro escrito he abordado tres ejes de análisis que consti­
tuyen operatorias involucradas en la tramitación adolescente (Véa­
se capítulo 6), trabajos que aportan con su alcance una modificación
concreta en el manejo de la realidad, en el modo de operar desde
pensamiento, cuerpo y vínculo.
cuestión sin afán de negar las dificultades que conlleva
ni los conflictos que se abren a su paso, sino porque a
menudo la adolescencia ha tenido mala prensa, hecho que
resulta evidente toda vez que se la incluye en referencias
peyorativas. Claro que lo evidenciable es que el ejercicio
clínico no nos da demasiadas ocasiones para ver adoles­
centes en plenitud de trabajo, en el sentido de trabajo
psíquico (véase capítulo 6), sino que el pan nuestro de
cada día se organiza más bien alrededor de situaciones
agudas cuando no urgentes. Convocados en la inunda­
ción, intervenimos cuando las aguas llegan al borde.
El material clínico que trataré de sintetizar refleja
un contexto frecuente en el marco del trabajo con ado­
lescentes, cuyo motivo de consulta inicial está dentro
del campo neurótico, pero el desarrollo posterior se
inclina hacia la descompensación de la organización
psíquica alcanzada. En tales circunstancias el tiempo
de la adolescencia deja de ser una ocasión para la tra­
mitación del cambio y se convierte en una exigencia de
trabajo que desborda las posibilidades de elaboración
comprometidas. Como la adolescencia no es un estado,
y no es posible recurrir a mapas que orienten la explo­
ración de su territorio, necesitamos entrar en los labe­
rintos de la historia —y perdemos en ellos, si viene al
caso— como único camino posible para la (re) construc­
ción de un proceso. Esto no difiere en la clínica con
pacientes adultos o niños; lo que probablemente sea
más específico de la tramitación adolescente es su ca­
rácter de pendiente o, dicho de otro modo, que se
encapsula como “algo” que queda “en espera” cuando no
tuvo espacio psíquico para acontecer. Puede envasarse
en peligrosa quietud o desatarse desfasada en el tiem­
po no sin estridencias -aunque no podamos conocer por
anticipado la fisonomía que adquirirá su expresión, ni
sean clasificables las alternativas clínicas bajo las que
pueda manifestarse-. Recordar en este punto el concep­
to freudiano de series complementarias es acentuar la
dimensión de filigrana del sufrimiento humano.
Llamaré Angelina a la paciente que consulta —a los
19 años— en medio de una intensa angustia provocada
por la duda acerca de la continuidad de sus estudios.
La demanda inicialmente sostenida era la de “orienta­
ción vocacional”. Estaba cursando la carrera de medi­
cina y cada vez que preparaba un examen lo aprobaba
sin diñcultad pero no podía sostener la continuidad en
el estudio ni en el cursado. El contenido de las prime­
ras entrevistas giraba alrededor de cierta incongruen­
cia: le gustaba la carrera, aprobaba las materias que
rendía, pero cada vez iba menos a la facultad y cada
ve# lloraba más. La duda, entre seguir o abandonar,
tenía un carácter punzante y persistente que resistía
-justamente con llanto interminable- toda invitación a
la reflexión. Algo hacía agua. Parecía que la finaliza­
ción del secundario le había llegado demasiado pronto,
necesitaba estar en su casa cerca de su madre y su
padre, en quienes ubicaba -proyectivamente—la intole­
rancia de su ausencia. Lejos de quejarse, idealizaba esa
proximidad, debía estar donde (la) necesitaba(n). Plan­
teadas las cosas de tal modo, los movimientos fam ilia­
res no dsfban m argen para la sin gu laridad, las
necesidades del conjunto tenían primacía y la historia
familiar se desplegó desde el inicio como manifestación
de aquello que inundaba todo el campo: su devaluada
constitución subjetiva. Necesitaba expresar lo vivido en/
por y para la familia, una deuda que mucho después
Angelina buscaría saldar.
Ubicada como la menor en la escala de cinco hijos, se
describe muy apegada a sus hermanos. La hermana
mayor era la única que había completado estudios ter­
ciarios y se había casado joven, dos varones trabajaban
junto al padre y una hermana trabajaba con su pareja,
con quien había iniciado un noviazgo a los 12 años.
Avanzadas las primeras entrevistas relata con deta­
lles la enfermedad que padecía el padre, de larga data
y por cierto de gravedad, que emergía a la superficie de
su pensamiento como espada de Damocles, interfirien­
do cada día en su cabeza y en sus actos. N o había
tregua para el temor que esto le provocaba desde los 3
años, edad en que su padre había sido operado por
primera vez, pero no por única vez. Si bien no contaba
con recuerdos concretos, relata episodios fenomeno-
lógieamente obsesivos que ubica más o menos alrede­
dor de los 4 o 5 años: tenía que tocar los objetos de
determinada manera, caminar dando pasos de tal for­
ma, rezar en tal posición, entre otros, para que su padre
no muriera, hasta que “un buen día, como era una tor­
tura” (sic) encontró una idea mejor: sí lo seguía hacien­
do, su padre moriría, de modo que terminó rápidamente
con sus rituales de obsesión. El estado de salud del
padre implicó largos períodos de ausencia de él y de su
madre, que debieron trasladarse a otra ciudad por ne­
cesidades terapéuticas. Cada hijo fue provisoriamente
a la casa de un familiar diferente. No recuerda por
cuánto tiempo eran esas separaciones, lo que recuerda
es que extrañaba mucho a sus hermanos. Su padre había
requerido intervenciones quirúrgicas en distintos mo­
mentos y, con el paso del tiempo, Angelina había adqui­
rido un papel protagónico a la hora de efectuar consultas
médicas. A menudo viajaba para entrevistarse con es­
pecialistas que iban opinando sobre las posibilidades
terapéuticas de su padre, al que siempre dibujaba al
borde del abismo.
La madre de Angelina había sufrido la pérdida de su
madre hacía dos años, tiempo que no había sido sufi­
ciente para aliviar ese sufrimiento. Aparecía revestida
de cierta fragilidad, siendo más bien una “hija” en duelo
por la muerte de la “única madre” que aparecía en el
horizonte de esta historia; se apuntalaba en sus hijos,
lo que dejaba una vacancia que Angelina ocupaba po­
niéndose en el lugar de pareja de su padre, único lugar
de un Edipo sin bases para una tramitación más logra­
da. Se hacía evidente que Angelina funcionaba como
“la” mujer del padre, no era “como” su mamá (identifi­
cación secundaria) sino que por momentos era su mamá
(identificación especular). Esta configuración alienante
señalaba las huellas de un proceso identificatorio falli­
do que no habilitaba de modo suficiente la vida de una
joven estudiante con su economía psíquica comprome­
tida en procesos incorporativos, como lo son la capaci­
dad de estudiar y la instalación de lazos de amistad,
verdaderas investiduras del encuentro con lo nuevo.
El aniversario del fallecimiento de su abuela daba
lugar a reuniones familiares que se efectuaban en la
casa de la misma, que permanecía sin ninguna modifi­
cación ambiental, incluso aún vivía allí la señora que la
había cuidado hasta su muerte. Angelina pasaba con
frecuencia por la casa, conversaba con esta señora e
instalaba un juego imaginario por el cual revivía a su
abuela contándole cosas de su vida mientras acariciaba
su ropa, le pedía ayuda y finalmente lloraba sin con­
suelo, rendida ante la evidencia de su ausencia. Los
hermanos de la madre contribuían a la manutención
económica del grupo familiar, porque su padre, tras un
traspié económico —confuso para la paciente— había
tenido serias pérdidas patrimoniales, incluso la casa en
la que vivían estaba bajo remate judicial. La crisis
económica del 2001 se desata poco después de la con­
sulta agravando la situación. De las entrevistas inicia­
les transcribo esta viñeta:

“M i papá empezó a decir que se van a ir a... (lugar de


Europa al que había emigrado parte de la familia paterna),
allá está una hermana de él que compró una hostería y quie­
re que él se encargue... M i mamá no quiere pero no dice
nada... Desde que mi tía lo llamó no hay un solo día que no
hable de eso, todo el tiempo me digo ‘los tengo que disfru­
tar!..., los tengo que disfrutar!..’. Me ata un montón, no me
puedo ir de casa, a veces me molesta, también me cansa, me
dan ganas de decirle ‘¡¡decidite de una vez!!’. Yo no te conté,
pero esto empezó hace bastante... tengo un nudo en la gar­
ganta, toda la familia está tensa... Quién se va, quién se
queda; mi hermano dice que se va con ellos, mi hermana se
va a ir a vivir definitivamente con el novio... M i mamá me
dijo que llamó mi tía (tía materna residente en la ciudad)
para decir que yo me puedo ir a vivir a la casa de ellos si me
quedo... N. (novio) dice que puedo ir a la casa de él...” (llora).

Dije algo así como... ¿Y vos qué decís?"... Sería bueno


en momentos como éste tomar en cuenta lo que vos
pensás. Palabras cargadas de la intención de'restituir
el frágil tejido que tabicaba su existencia de la de los
otros, para que hiciera de dique a la angustia excesiva
frente al desamparo y la amenaza de una nueva disgre­
gación familiar.

“No sé... No sé qué quiero...No puedo pensar... (silencio)


El martes se empezaron a pelear... se dijeron de todo, mi
papá se sacó el anillo? se encerró, era una actitud egoísta
porque era el cumpleaños de mí hermana. Yo fui como cinco
veces a decirle que salga... salió pero se fue... Ayer fue el
cumpleaños de mi mamá y él no la saludó, lo único que dijo
fue “ya me voy a ir yo, yá me voy a ir... me voy a ir a morir
allá con mi mamá y mi familia”... Mi mamá parecía una
marioneta... Yo ya tengo ganas de que se vayan... pero no
quiero que se vayan, no voy a poder disfrutar de mis papás...
Quiero estudiar pero no puedo... ayer tenía una bronca bár­
bara porque quería estudiar y no podía...”

La impotencia de los padres para encontrar salidas


se plasmaba en impotencia propia, sin funcionamientos
exogámicos, sin tabicamientos posibles en un grupo
fam iliar en el que no se distinguían las funciones
parentales, sin ordenamiento, sin padres, sin cabeza.
Quedaba en jaque la organización que hasta entonces
se había alcanzado. En momentos de mucha tensión
Angelina llamaba a su novio, le contaba lo sucedido,
lloraba y encontraba la calma como resultado de una
experiencia de sostén, frecuente de hallar en la adoles­
cencia en los vínculos de tipo fusional. Relación de
noviazgo desde los 14 años, bastante fratern al y
endogamizada (“en mi casa es un hijo m á s Durante
cuatro años se había negado a tener relaciones sexua­
les pero finalmente había accedido, para no perderlo.
Se refería al tema en tono de resignación, con resulta­
dos muy frustrantes: “ ...no siento nada, no siento nada
y no se lo puedo decir no quiero que me toque, no lo
soporto, pero lo quiero mucho, lo quiero un montón, si
no lo tengo me muero
Tener o no tener... lejos estaba del arribo a una
genitalidad sostenida en la diferencia; al contrario,
cuando el otro era otro, se rompía el hechizo...

ORGANIZACIÓN EN LA ACCIÓN

Voy a sintetizar brevemente el tiempo de análisis que


se extendió, aproximadamente unos diez meses. Angelina
fue probando distintas actividades en una búsqueda un
tanto azarosa, mientras procesaba que la carrera de
medicina había estado al servicio de la fantasía curativa
de la enfermedad, del padre en principio y de su abuela
después, fantasía terapéutica de un grupo familiar ende­
ble, en riesgo, frágil. Los vaivenes de sus padres entre
irse o quedarse^ siguieron presentes como una novela con
un "continuará” permanente. A pesar de todo, Angelina
se dedica a variadas actividades, como repostería, orga­
nización de una huerta comunitaria, tareas de colabora­
ción en un hogar para chicos carenciados, hasta que
consigue trabajo como empleada de una empresa duran­
te unos meses, experiencia que resultó un aporte a su
estima personal, además de ser una salida de su hogar
habilitada por sí misma y por el entorno familiar.
Las dudas por la carrera dejaron paso a una contro­
versia de pareja (seguir o abandonar) a partir de un
interés por otro muchacho, que le ocasionaba intensa
culpa y fantasías de ruptura, y cuya comunicación pa­
recía imposible: “me cuesta un montón hablarlo, me doy
cuenta de que ni acá puedo hablarlo. me siento re-mal,
no sé qué hacer, las alternativas que pienso me asustan,
tengo el tema en la cabeza todo el tiempo... N o me sien­
to bien con nada, me da miedo hablar (llora) lo pienso
muchísimo y no me siento del todo feliz, sexualmente
arranqué m al de entrada pero tampoco lo puedo decir*1.
Angelina, en lugar de relaciones, hacía entregas; en
lugar de encuentros, adhesiones, y su visión del amor
era de crucifixión, renuncia y sacrificio, modos de anes­
tesiar la urgencia por la necesidad de otro que, lejos de
acercarse a la satisfacción de un deseo erótico, repre­
sentaba una oportunidad de fusión para contener
desvalimientos yoicos de larga data.
Poco después comenzó a trabajar en la producción
artesanal de indumentaria invitada por una de sus
hermanas. Avanzado el año comienza una carrera ter­
ciaria vinculada a esta nueva actividad. Lo que em­
pieza casi como hobby se transform a en una pequeña
empresa: expone en ferias de diseñadores, viaja para
elegir m ateriales y para vender, y vende más de lo
imaginado. Su hermana decide irse a v iv ir a otra
provincia con un proyecto de pareja y Angelina que­
da con el esfuerzo de hacerse cargo del empren-
dimiento, en una sucesión bastante veloz. Cada vez
le quedaba menos tiempo para ven ir a sesión, faltaba
con frecuencia. El aceleramiento de su vida, el tiem ­
po lleno, el éxito sumado a las ausencias eran expre­
siones claras de una organización del yo basada en la
acción. Como corsé del self, el acto exitoso aleja de­
presiones y ahuyenta vacíos, claro que como precon-
dición requiere un intelecto capaz de tom ar a su cargo
el liderazgo. A n alizarse era vivido como un riesgo de
aproximación a los vacíos existentes y, en tanto tal,
muy poco motivador; vacíos tantas veces expresados
en el form ato de la duda: qué estudiar, qué hacer,
qué decir, qué relaciones sostener... A sí las cosas,
Angelina puso un paréntesis en su análisis antes de
fin alizar el año.
Angelina pide una entrevista a la que llega con sig­
nos evidentes de agitación y angustia. Está visiblemen­
te demacrada y más delgada, habla mezclando las
palabras con el llanto.

*Necesito que me ayudes en mi vida sentimental. M i her­


mana volvió de... separada de su novio, conoció a otro chico,
mi cuñado se enteró... Un desastre, él la vino a buscar pero
nada... ella no quiso saber nada, se separó. Estamos de nue­
vo trabajando juntas...
Después de la exposición de invierno tuve un accidente con
el auto,.no me pasó nada a m í pero el auto se hizo torta... Yo
estaba a full, medio loca, aceleradísima con tanto trabajo...
Después la hermana de mi mamá se quiso suicidar, se subió
al techo y se quería tirar... la vieron unos vecinos y la baja­
ron... Me afectó mucho porque yo descubrí que mi abuelo no
se murió de enfermedad sino que se suicidó y jamás nadie
nos había dicho nada. Me enojé con mi mamá porque lo
ocultó, me enojé muchísimo y ahora esto... Después la abuela
de N. se enfermó', estuvo internada en el mismo sanatorio que
mi abuela (se refiere a la abuela materna) y con la misma
enfermedad, en el velorio me puse a pensar en mi papá y me
tuve que ir... m# descompuse, me dio pánico...
Después mi papá tuvo un dolor de pecho muy fuerte, estuvo
internado, la enfermedad había avanzado más rápido, ade­
más había hecho un infarto bajito... Consulté en Buenos Aires
con el mejor cirujano, dijo que había que operar porque era
riesgoso pero se podía morir en la operación... Él tiene un
aneurisma que no se puede tocar. Le planteamos todo a mi
papá, él no quería saber nada, no quería operarse... no había
manera... Vino su médico para convencerlo de que se opere, le
rogamos, todos le rogamos hasta que dijo que sí. Pagamos la
operación entre todos mis hermanos porque la obra social no
se la cubría. Hace un mes que lo operaron, la operación fue
muy dura, pasaron cuatro horas y no salía nadie, fue horrible,
duró mucho más de lo que pensaban... Para mí la espera fue
insoportable, más tiempo pasaba más pensaba lo peor...
Después...; verlo a mi papá lleno de drenajes, tubos y
máscara de oxígeno me hizo pelota!... No podía parar de
lloj'ar. En esos días mi abuela tuvo un infarto cerebral así
que no le dijimos nada de papá, pero se sentía abandonada
porque supuestamente papá y mamá estaban paseando en
Córdoba... eso le dijimos.
Ahora se remató la otra parte de la casa pero también
llega una cédula con una citación para mi hermano... (había
tenido problemas por cuestiones financieras -y estaba pen­
diente un juicio).
...Sigo con despelotes con mi novio, fuimos de viaje y no
quería que me tocara, no quería estar ahí. Después empeza­
mos a hablar... tenía miedo de peraerlo, miedo de que se
entere... En mayo volví a ver a S., estuve con él... Me decía
que no me entendía, todo el tiempo diciéndole que no lo quie­
ro más a N. y sin embargo no lo puedo dejar...
Tengo gastritis y principio de úlcera, la médica que me atiende
me dice que necesito ayuda psicológica, dejé la facultad (se refiere
así al estudio terciario), quiero retomar, pero no estoy bien, estoy
asustada... Con mi hermana nos mudamos a una casa y pusi­
mos el taller de trabajo ahí, mi hermana no quería vivir de nuevo
con mis viejos... Alquilamos una casa en el centro...
Intenté hablar con mi mamá, intenté explicarle lo que me
pasa pero no me entiende, nadie me entiende, siento que no
tengo ganas de vivir, yo no me quiero...Si yo no me quiero, no
puedo quererlo ni a él ni a nadie... Intenté decírselo a N. y
empecé a temblar y a llorar...
(tiembla y llora en ése momento).
... Pensé lo de mi tía... era la tía que me había invitado a
vivir con ella, pensé lo que hizo... ¡¡no lo entiendo!!... Sé que no
lo voy a hacer pero tengo miedo... mi mamá lo único que dijo
fue: “que nadie se entere, no se lo cuentes a nadie”... Empecé a
sentir un odio que jamás había sentido, me enojé con todos,
llamé a un psiquiatra, llamé a los hijos, se lo dije a ellos, les
grité lo que había pasado...; que la ayuden de una buena vez!...
Ahora siento que yo no estoy... yo estoy vacía... me agarra
una angustia y lloro, lloro y lloro... No puedo dormir, mamá
me ve así y llora, mañana es el remate de la segunda parte
de la casa... no siento nada. E l sábado se cumplen cuatro
años de la muerte de mi abuela y vienen todos dé Buenos
Aires (se refiere a los tíos maternos) y yo ni me acordé... Fue
el cumpleaños de mi papá y yo no tuve ganas de comprarle
un regalo... sólo pienso que no tengo ganas de vivir... yo estoy
pero no estoy...
M i mamá me dice “discúlpame por los padres que tuviste”,
odio ese papel de víctima que asume mi padre me dice “ahora
hay que disfrutar porque se acaban los problemas”... Son
egoístas, ninguno piensa en las necesidades que tengo yo
ahora... Mamá me dice “quiero que vuelvas a ser joven otra
vez”... y yo no tengo ¿raízas, sólo pienso en que no quiero estar
acá, sólo pienso en que me quiero morir...”

En la segunda entrevista el contenido fue similar pero


las ideas suicidas fueron en aumento, el llanto y el tem­
blor también, indicios de una descompensación que no
daba tiempo para el trabajo analítico como único dispo­
sitivo. Los pensamientos culpógenos respecto de la pa­
reja no alcanzaban a tener una organización lograda en
el campo neurótico. Todo estaba al borde... Sus movi­
mientos sin control y su capacidad defensiva quebran­
tada generaron la indicación de una interconsulta
psiquiátrica que fue efectuada al día siguiente dando
como resultado la indicación de internación.
En el transcurso de la internación, Angelina intentó
dañarse con fantasías de suicidio en tres ocasiones, dos
de las cuales tuvieron poca peligrosidad y una de ma­
yor riesgo (utiliza un cuchillo para cortarse ambas mu­
ñecas sin profundidad). La percepción de sus brazos
vendados le producía gran angustia:

“...Cuando me miro tengo la idea de terminar lo que


empecé y no puedo pensar de otra manera, tengo que
terminar lo que empecé... eso me asusta mucho... Si me
voy de acá, sé que lo voy a volver a intentar...”

La internación se extendió mucho más de lo contem­


plado por los médicos. A l principio la medicación no
producía una mejoría. Tenía fuertes crisis de angustia
diarias, con episodios en los que se lastimaba el pecho
con sus uñas para poder quitarse la angustia, según
explicaba. En esas ocasiones expresaba su sufrimiento
de modo suplicante:
“N o soporto lo que siento, ¡¡quiero que me duerman
p o r favor!! Tengo miedo de matarme, quiero sacarme
esta sensación de vacío enorme que tengo, ¡quiero mo­
rirm e!... Estoy vacía, yo no estoy, no existo...”.
Cuando su estado se fue estabilizando Angelina se
negaba de manera terminante a la indicación de alta
médica, fuera del encuadre institucional-asistencial no
se sentía a salvo de sí misma ni sostenida con firmeza
por las figuras de su entorno.
Durante la internación se observó un despliegue de
omnipotencia y hostilidad combinadas, entraba en es­
tados de ferocidad, exigía definiciones diagnósticas,
pedía cambios de fármacos a los médicos de guardia,
modificaba las indicaciones respecto de las condiciones
de internación (acompañamiento, visitas, etc.), quería
hacer lo contrario de lo que se establecía y, desplegó un
hostigamiento verbal inusitado hacia la familia, los agotó
con reproches y exigencias de todo tipo, diciendo a sus
padres que los odiaba por no haber “podido” con ella,
seguramente en referencia a un tiempo pretérito refle­
jado en el presente.
La asistencia quedó exigida por la tensión existente
entre los intentos de suicidio de Angelina y los hosti­
gamientos que producía —esbozos de una confrontación
que no alcanzaba a consolidarse—, y el desconcierto
familiar también reclamaba un espacio. Se incluyeron
durante la internación entrevistas con el psiquiatra a
cargo, sesiones individuales en el establecimiento, en­
trevistas con la fam ilia que estaba “al borde” (le doy a
esta expresión el sentido de una ruptura de condiciones
que hacen posible el sustento del acto con sentido y del
pensamiento conservado) y que apelaba a innumera­
bles llam ados telefónicos a quienes asistíamos a
Angelina para preguntar qué hacer en las más varia­
das circunstancias que la misma les iba planteando. La
familia evidenciaba una precariedad de pensamiento y
una generalizada inseguridad, con excepción de una de
las hermanas, que se hacía cargo de las indicaciones
posteriores a la extemación: medicación con consulta
semanal, dos sesiones de análisis en la semana, asis­
tencia a talleres de un Centro de Día, y allí mismo dos
sesiones de terapia grupal en la semana. Este progra­
ma fue concebido como trama de sostén, a los efectos de
ayudarla a dejar la institución que -en su fantasía— se
había convertido en un seguro refugio, hecho a la me­
dida de sus ansiedades pero carente de sentido tera­
péutico si no se establecía un límite.

A LG U N A S CONSIDERACIONES CLÍNICAS

La historia del padre había ocupado tanto espacio que


había sido difícil hallar un lugar para pensarse a sí
misma. La decisión inicial de estudiar medicina se ori­
gina en ese contexto donde todo quedaba referenciado a
situaciones de muerte o enfermedad. Angelina se enlaza
al padre asumiéndose como responsable, y el padre se
sostiene en ella. La grave y prolongada enfermedad
subrayó la necesidad de cuidado, provocando una inver­
sión de sostén —algo de un orden corrupto-. Angelina
adviene al mundo como hija menor en una situación de
adversidad que ocupa el centro de la escena familiar, con
una mamá afectada por la salud de su esposo, segura­
mente también desbordante para su propio psiquismo.
Una familia sin separaciones, sin salidas exogámicas
en la cadena generacional, llena de pérdidas, se refleja
en la organización yoica de Angelina en principio sos­
tenida - a modo de falso self- en la adaptación, en la
acción exitosa, en el despliegue intelectual puesto al
servicio de otros, en la híper-responsabilidad, la religio­
sidad y cierto puritanismo que devela un deseo de ser
eternamente niña, sin acceso a la genitalidad, sin reco­
nocimiento de la temporalidad. También era una fami­
lia que guardaba un secreto, el del suicidio. Los intentos
de repetición constituyen manifestaciones de lo oculto a
la vez que guardan la esperanza de inscribir una repre­
sentación que haga posible su elaboración. Serge
Tisseron2 (1992) nos habla de los clivajes en la prehis­
toria que condicionan la historia personal de las gene­
raciones venideras y señala la im portancia de la
vergüenza familiar encubierta por el silencio. Pense­
mos en lo que significa el suicidio en una familia de
profesada religiosidad: la abuela lo encubre, la madre
lo silencia, la tía lo actúa, Angelina lo denuncia como
eslabón de una cadena generacional que había sosteni­
do un suceso de manera innombrable, impensable y,
por lo tanto, inelaborable. Pero entonces el acto —en el
contexto de sostén terapéutico que acontece- ya contie­
ne una búsqueda de simbolización.
Las dificultades para armar relaciones vinculares
de distinto orden por fuera de la fam ilia creaban un
cerco en donde la vida transcurría en cierta artificia-
lidad, sin distinción adentro-afuera, ayer-hoy, propios
y extraños. Los movimientos de diferenciación y cons­
titución de la privacidad propios de la adolescencia
estaban ausentes, por eso Angelina reclamaba ser
comprendida por su madre de la misma manera que
una adolescente busca y pretende ser comprendida por
su amiga más cercana. Lo vincular estaba sustituido
por movimientos adhesivos y el vínculo con su novio
era el equivalente a un cordón umbilical que la com­
pensaba de fusiones fallidas; era lo más parecido al
amor de una madre, aportando un sostén permanente
y garantido. Como saldo de esta configuración la am­
bivalencia se asomaba en el horizonte, Angelina pasa­
ba de la fusión al rechazo en un instante, marcando el
punto de acciones incongruentes y contradictorias que
resistían el proceso secundario mismo. De alguna
manera el odio era el par dialéctico necesario para la
separación en el sentido de diferenciación, pues el

2. Tisseron, S. y otros: El psiquismo ante la prueba de las gen


raciones, París, Dunod, 1995.
anhelo de unión en. el otro también es una amenaza
continua para la individuación del yo. En este sentido,
la ruptura de la pareja constituía una posibilidad de
salida o despegue de los objetos primarios, desplaza­
dos en representantes secundarios.
En el primer tramo del tratamiento Insensibilidades
del ámbito laboral la organizaron rápidamente. Era evi­
dente que, junto a un psiquismo frágilmente constitui­
do y a la labilidad afectiva, podía hacer uso de un
desarrollo intelectual con el sentido de auto-sostén.
En el segundo tramo del análisis se observaba un andar
en zigzag, su funcionamiento psíquico daba un paso
con el proceso secundario, pero el siguiente lo hacía
con el proceso primario, entonces había mucha confu­
sión —tanto en ella como en mí, que registraba el des­
concierto en la contratransferencia-. Aparecían ideas
delirantes sin delirios acabados, y pensamientos naci­
dos de la realidad compartida pero dirigidos a crear
una realidad paralela. Su funcionamiento sexual, inte­
lectual y biológico estaba afectado por esta dificultad
para representar. Si representar es aquello a lo que
está compelido el psiquismo y aquello que lo constituye,
las expresiones de “muerte” y “vacío” bien podían seña­
lar la pobreza" existente. ¿Qué ofrece el análisis al res­
pecto? Todo el tiempo ofrecemos representaciones, en
cada intervención, en cada interpretación, habilitamos
la palabra en su función erotízante del pensamiento.
Quizás... si en la vida de Angelina todo hubiera ido
bien, si no se hubieran ido desatando uno a uno los hilos
que sostenían este armado, probablemente no hubiera
vuelto a la consulta. Sabemos que esto es frecuente en
pacientes que se encuentran compensados por organiza­
ciones exitosas, pero en esta historia volvió a la super­
ficie psíquica el trauma primario con la amenaza de
muerte del padre, surgió la endeblez de la familia ma­
terna en las historias de suicidios consumados e inten­
tados, se desacreditó la pareja en su valor fusiona!, y se
avizoró el deseo genital frente a un superyó revestido
aún de cualidades infantiles. El sentimiento de culpa
escribió las líneas siguientes del guión: la fantasía de la
propia desaparición expresada en el supuesto deseo de
morir, pero claro... no quería morir. Y a lo decía Winnicott,
hay pacientes que se matan antes de develar que los
desastres por venir son vivencias propias de los derrum­
bes del pasado. Angelina transmitía la sensación de que
todo se había desabrochado, sus afectos, sus personajes
de ligadura libidina! cosidos con hilos de hilván... Nada
alcanzaba para sostener una caída con efecto dominó. N i
el lugar de acción ni la identidad de “empresaria” ni los
éxitos económicos que habían sido un hecho eran sufi­
cientes para sostenerse, por eso nada más cierto que las
primeras palabras que pronuncia en la entrevista donde
todo su cuerpo claudica en temor, en temblor y en llanto:
“necesito que me ayudes en m i vida sentimental.,. Aquí
aparece en un plano amplificado la fragilidad de estas
figuras que no pudieron darle la posibilidad de consti­
tuirse lo suficientemente fortalecida, es decir, aparece
en un primer plano su tan temida fragilidad.
En el transcurso de la internación se intensifica la
rabia contra todo y contra todos en un primer esbozo
indiscriminado de contacto con una hostilidad que recla­
maba su tramitación para devenir potencia. Hubo perío­
dos cortos de furia transferencial junto al deseo de
permanecer internada: la institución le brindaba la re­
presentación de sitio seguro antepuesto a la inseguridad
como registro infantil. L a terapia grupal y los distintos
talleres que se programaron para su asistencia (además
de ofrecer un anidamiento sustitutivo al de la interna­
ción) constituyeron el espacio que introdujo poco a poco
una dimensión de la que necesitaba nutrirse, para poner
en ejercicio el pensamiento que se construye en la trama
vincular, a partir del necesario espej amiento con otros..
Tiempo después diría:

“Veo mi cumpleaños anterior como una foto en color


sepia, toda mí familia, mi novio, mis tíos, mis primos,
dos amigas de la prim aria y los padres de mi novio..,
¡¡Qué aburrimientoIL.. (ríe) En cambio hoy mé pongo a
pensar cómo voy a organizar mi próximo cumpleaños:
quiero un bar, nada de familia ni novios, quiero a todos
los amigos, los que recuperé y los que me hice ahora...”

Expresión que señalaba un avance del pensamiento


simbólico; la imagen de la fotografía era metáfora de
un tiempo que había estado detenido, sin promover la
inclusión de lo nuevo, un tiempo desvitalizado, siendo
posible que el color sepia aludiera a las generaciones
precedentes y a sus dramas silenciados.
La evolución de Angelina incluyó episodios de crisis
de angustia intensa, fundamentalmente los fines de se-
mana, en momentos de soledad o de rechazo amoroso.
Surgía la necesidad de marcar sus muñecas con algo
cortante sin llegar a herirse demasiado, sucedió en más
de una ocasión estando sola en su casa. La angustia
posterior era mayor aún. Después de la primera vez,
comenzó a ponerle un nombre a cada marca, y así, dis­
minuía la angustia. Generalmente el nombre era el de
aquellos que la habían desairado con una negativa —y
desamparado con la ausencia-. No encontraba otro modo
de tramitar la hostilidad despertada que se tomaba en
crueldad sobre sí misma, a la vez que era un modo de
evitar la falta, el vacío: en cada marca los llevaba pues­
tos, al alcance de la mano podía tocarlos y al alcance de
los ojos podía mirarlos. A medida que el sentido simbó­
lico del acto fue puesto en trabajo, las crisis disminuye­
ron y las repeticiones de las marcas perdieron frecuencia
hasta desaparecer. Incluyó en su vida innumerables
romances que oscilaban entre seducción y adicción, se
volvió dependiente de los mensajes telefónicos, salía to­
das las noches, no tenía ganas de trabajar, discutía con
sus padres a menudo frente al deseo de sostener nuevas
amistades que eran consideradas “sospechosas” por ellos,
simplemente porque no pertenecían al entorno conocido.
Después de esos enfrentamientos fantaseaba con irse de
su casa. En suma, ss fue aliviando el sufrimiento encar­
nado con creciente re-ubicación en su condición de suje­
to, de modo que la problemática fue tomando un matiz
más neurótico. Una sesión comenzó preguntándose por
qué no estudiaba si era tan inteligente y construyó una
reflexión que le resultó un verdadero hallazgo: necesita­
ba llenar los vacíos con afectos y con proyectos. Ella
misma elaboró esta interpretación que repetía con cierto
placer, disfrutando de la creación de un “contenido” que,
como ilusión de omnipotencia (Winnicott), creaba en lo
hallado. Claro que todo análisis significa un trabajo sos­
tenido de ligadura y lleva tiempo, pero esta vez Angelina
pudo permanecer.
Los poetas siempre se adelantan y el psicoanálisis
va detrás de su huella. Así como estamos hechos de
tiempo también somos lo que hemos perdido, como dice
Borges, y creo que dentro de las pérdidas también son
computables aquellos estados emocionales que, habien­
do sido necesarios, nunca se alcanzaron. En la concep­
ción clásica del psicoanálisis estamos acostumbrados a
pensar en un “lleno” de lo que se va extrayendo (hacer
consciente lo inconsciente), que se va restaurando (lle­
nar las lagunas mnémicas), o que se va rescatando (le­
vantar las barreras de la represión), pero, ¿qué destino
tienen las carencias, lo inexistente, lo no advenido?...
Son ausencias que se presentifican de alguna forma en
algún momento de la vida. Se alojan en agujeros de
representación que no facilitan la simbolización y por
ende la enunciación discursiva, se guardan en sensacio­
nes corporales como el vacío que ocupaba en Angelina
el centro de su pecho, vivencias seguramente anterio­
res a la posibilidad de elaboración yoica.3 Recuerdo aquí
las conceptualizaciones que hablan del debilitamiento
del espesor del preconciente —situación por la cual los

3. D. Winnicott ubicaría su registro “en la parte de la psiqui


muy cercana al funcionamiento heurofisiológico” (Cf. Exploraciones
psicoanalíticas, B astio s Aires, Paidós, 1993.)
actos “hablan” más que las palabras—. Si bien no hay
psicosis, el yo se organiza falsamente pero no plástica­
mente, y en la adolescencia, a la hora de tramitar el
paso del tiempo, el cambio de objeto amoroso, de abor­
dar la finalidad central del intercambio con el mismo,
de dejarse seducir por el afuera, surgen en la superficie
los signos de quebranto.

M i interés en la presentación de este material ha


girado alrededor de los interrogantes que la labor me
fue planteando, por ejemplo:

— las cuestiones ligadas al trabajo de interpretación,


cuando el análisis no pasa precisamente por des­
componer los elementos sino por componer;
— la valoración clínica presuntiva de los hechos, cuan­
do el diagnóstico en adolescencia -más allá de su
valor de brújula para muchos- imprime riesgos de
rotulación a la vez que condiciona la construcción de
un ambiente propicio para el surgimiento de lo nue­
vo;
- las “sorpresas” en la clínica con adolescentes, cuan­
do la emergencia de conflictivas larvadas —compen­
sadas en eF transcurso de la infancia— irrumpen
creando estados de caos;
~ la observación de las operaciones simbólicas constitu­
tivas que inscriben el crecimiento en el devenir ado­
lescente, ya que su ausencia o fallida instauración
configura un derrotero problemático (en la medida en
qué requiere de una exigencia de trabajo no siempre
acorde con las capacidades yoicas existentes);
- las complejidades transferenciales, cuando se esta­
blece un trabajo interdisciplinario con inclusión de
dispositivos de emergencia y de otros dispositivos
no-analíticos, a fin de crear condiciones terapéuti­
cas;
— y podríamos agregar aquí un “etcétera” que repre­
sente los emergentes posibles de su debate.

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