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GEOGRAPHICALIA (2010), 58, 141-153

EVOLUCIONES, TENSIONES Y COMPLEMENTARIEDAD


ENTRE LO RURAL Y LO URBANO EN FRANCIA

Eguzki Urteaga Olano


Departamento de Sociología 1
Universidad del País Vasco
eguzki.urteaga@ehu.es

Introducción

Después de la Revolución francesa, Francia es rural en su gran mayoría, puesto que


cerca del 80% de la población reside en zonas rurales. Es también campesina ya que
el 80% de los rurales son agricultores o dependen directamente de la actividad agrí-
cola. Dos siglos más tarde, el mundo rural ha asistido a la pérdida de una gran parte
de su población (solo representa el 23% de la población total) y el sector agrícola ha
abandonado su lugar predominante en la producción nacional, a pesar del incremento
considerable de las cantidades producidas. El éxodo agrícola, a menudo denominado
éxodo rural, ha marcado los espíritus más allá del círculo de los economistas rurales,
especialmente por su connotación bíblica que evoca un desplazamiento masivo de la
población (Daucé, 2003). Se ha producido en un poco más de un siglo, un fenómeno
económico y social de una gran magnitud: el cambio de oficio y a menudo de domi-
cilio de varios millones de familias provenientes del entorno agrícola.

Cada vez menos agricultores

La población agrícola ha empezado a decrecer a partir de la mitad del siglo XIX


(con importantes variaciones según las regiones) y este movimiento de regresión
demográfica no ha cesado desde entonces: la población activa agrícola de sexo mas-
culino ha pasado de 8 millones de trabajadores en 1851 a 750.000 en 1999. Si la
bajada es relativamente lenta en sus inicios, e incluso durante la primera mitad del
siglo XX, el ritmo se acelera considerablemente desde hace unos sesenta años, alcan-
zando a menudo unas tasas medias de disminución anual de entre el 4 y al 5%.

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El movimiento de decrecimiento de esta población se ha desplegado en el tiempo


de manera muy diferente según las categorías de trabajadores agrícolas. Son los jor-
naleros (campesinos sin tierra empleados a la tarea o a la jornada) que, en la mitad
del siglo XIX, serán los primeros en abandonar la agricultura para ocupar unos
empleos en las actividades industriales nacientes. Posteriormente, del final del siglo
XIX al inicio del siglo XX, los obreros agrícolas migraran hacia los sectores industria-
les en expansión. La reducción notable del número de ayudas familiares solo se pro-
duce más tarde, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los hijos de agricul-
tores, las hijas en primer lugar, renuncian masivamente a ejercer el oficio de sus
padres. Los jefes de explotación, por su parte, que asisten a una erosión más tardía
y menos fuerte de sus efectivos, se encuentran en la cabeza de explotaciones que dis-
ponen de menos mano de obra, mientras que, en el mismo tiempo, su superficie
aumenta sensiblemente.

Separación creciente entre la población rural y la población agrícola

La población rural en Francia corresponde a las personas que residen fuera de las
unidades urbanas así como en los municipios o en los conjuntos de municipios que
constan en su territorio de una población de 2000 habitantes en el cual ninguna habi-
tación está separada de la otra por más de 200 metros. Por lo tanto, no podemos asi-
milar la población rural a la población agrícola. No en vano, durante un largo
periodo, la historia de la población rural se ha confundido con la de la población
agrícola: la gran mayoría de los rurales eran unos agricultores o dependían directa-
mente de la actividad agrícola. De hecho, no es sorprendente ver durante más de un
siglo las dos poblaciones declinar de manera concomitante: la población rural pasa
de 26,6 millones en 1851, lo que representa el 74% de la población total, a 14,3 millo-
nes en 1999, es decir el 23% de la población. La población agrícola, por su parte, ve
sus efectivos pasar a lo largo de este periodo de 19,7 millones a un poco menos de
3 millones.

A partir de 1975, los censos generales de la población ponen de manifiesto una


disociación muy clara entre una población rural que se estabiliza e incluso aumenta
(14,2 millones en 1975, 14,5 millones en 1982 y 14,7 millones en 1990) y una pobla-
ción agrícola que prosigue su regresión. Dicho de otra forma, la “des-campesiniza-
ción” del entorno rural, progresiva anteriormente, se ha acelerado desde hace tres
décadas. Hoy en día, la población de los hogares agrícolas solo representa el 15% del
conjunto de los rurales frente al 50% en 1968 y al 75% en el siglo XIX.

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Revolución y desarrollo de las ciudades

El siglo XIX: un siglo de revolución industrial y urbana

En 1789, Francia consta de una población de apenas 30 millones de habitantes.


Cincuenta años más tarde, tendrá 35 millones y en 1891 alcanzará los 38,3 millones.
Tras varios siglos de estabilidad de los niveles sociológicos y demográficos, el siglo
XIX asiste a unas importantes mutaciones. Incluso si se realizan lentamente, a lo largo
de todo este periodo, Francia se transforma profundamente: los centros urbanos y las
ciudades crecen, mientras que los pueblos se despueblan. El crecimiento urbano
resulta de un triple movimiento (Flamand, 1989). En primer lugar, se produce un cre-
cimiento endógeno, ciertamente limitado, debido a la mejora de las condiciones de
existencia de las poblaciones urbanas. En segundo lugar, encontramos las migracio-
nes internas, del pueblo hacia los centros urbanos y hacia las ciudades, así como de
unas regiones a otras. En tercer y último lugar, hallamos la inmigración extranjera, de
origen europea principalmente: muchos belgas así como alemanes e italianos.

Una correlación entre crecimiento urbano e industrialización no puede ser igno-


rada, aunque deba ser matizada. Existen otros factores que conviene tomar en consi-
deración, tales como las relaciones que se establecen entre la ciudad y el campo cer-
cano, o la importancia de las vías de comunicación. No obstante, la industrialización
ha constituido un poderoso factor de desarrollo y de expansión de los centros urba-
nos y de las ciudades en el siglo XIX. Es preciso recordar que, entre 1851 y 1891, las
ciudades acogen a 5 millones de nuevos habitantes, en su mayoría a la búsqueda de
un empleo.

El siglo XX: un siglo de cambios sociológicos

1. Las consecuencias socio-demográficas y estructurales de las dos guerras mun-


diales. Francia consta al final de la Primera Guerra Mundial 1.350.000 muertos, a los
que conviene añadir 1.100.000 inválidos. Son sobre todo las poblaciones rurales que
constituyen la mayor parte de estas víctimas: el 10% de los activos agrícolas masculi-
nos mueren en los combates. Incluso si las pérdidas en vidas humanas han sido
menos importantes que durante la Gran Guerra, el balance de la Segunda Guerra
Mundial es superior a 563.000 muertos. En 1946, Francia supera apenas los 40 millo-
nes de habitantes, mientras que, en 1936, tenía 42 millones. Ante esta situación, una
política de inmigración es puesta en marcha, que atraerá sobre todo, a partir de los
años 1950, los portugueses y los ciudadanos del Magreb. Gracias a esta política, con-

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jugada con unas medidas nativistas y a los avances de la medicina, se dibuja una recu-
peración demográfica, sobre todo a partir de 1954: Francia aumenta de 10 millones
su población en veinte años, pasando de 42,5 millones en 1954 a 52,6 millones en
1975. Al lado de esta progresión rápida, conviene observar que la estructura de esta
población se modifica considerablemente. La población urbana pasa de 21,6 millones
de habitantes en 1946 a 25,5 millones en 1954, para alcanzar 39,4 millones en 1975.
Mientras que los urbanos solo representan el 53,3% de la población en 1946, consti-
tuyen el 75% treinta años más tarde, lo que, teniendo en cuenta el incremento global
de la población, representa una duplicación de la concentración urbana desde 1945.
Los suburbios urbanos registran la parte fundamental del incremento demográfico de
las aglomeraciones urbanas: su población pasa de 11,8 millones en 1962 a 16 millo-
nes en 1975, mientras que los centros urbanos han visto su población crecer ligera-
mente: de 21 millones en 1962 pasa a 23,5 millones en 1975, según los datos del
INSEE.

2. Una nueva cartografía urbana. En 1999, la población de las ciudades francesas


es de 44 millones de habitantes. A partir de entonces, las tres cuartas partes de los
franceses viven en unas unidades urbanas que ocupan el 18,4% del territorio. Entre
1990 y 1999, la población urbana se ha incrementado de 2,3 millones de personas.
Es en torno a unos polos urbanos (que son unas unidades urbanas constituidas cada
una de un centro urbano y de su suburbio), en las coronas periurbanas, que esta
población aumenta de manera muy significativa. Este espacio periurbano alberga hoy
en día a 12,3 millones de habitantes. En el inicio del siglo XXI se computan 57 uni-
dades urbanas de más de 100.000 habitantes frente a 60 en 1990. Con 9,9 millones de
habitantes, la aglomeración parisina se sitúa en el segundo lugar detrás de Essen, en
Alemania. En Francia, las aglomeraciones de Lyon, Marsella y Lille se encuentran en
el pelotón de cabeza, con respectivamente una población de 1,7, 1,4 y 1,3 millones
de habitantes. Además, en 2006, 51 áreas urbanas que tienen cada una más de
150.000 habitantes (frente a 37 en 1962) se reparten en el territorio francés. Desde
1990, la población de las áreas urbanas progresa anualmente del 0,4% de media. De
manera general, el INSEE observa que la población continúa concentrándose en torno
a un número cada vez más reducido de ciudades.

3. De la ciudad densa a la ciudad extensa y fragmentada. Durante los años 1950


y 1960, el vigor del crecimiento urbano, las exigencias de la vida moderna, el entu-
siasmo por las teorías funcionalistas, que aspiran a moldear las ciudades para que res-
pondan mejor a algunas de sus funciones fundamentales (producción-distribución,
habitación, ocio, circulación), generan un nuevo cuestionamiento de la ciudad y del
mundo urbano en su conjunto. En primer lugar, en los espacios centrales densos, una
parte del hábitat ya no corresponde a las normas de confort, y numerosos barrios
antiguos se han convertido en insalubres, representando una fuente de preocupación
para los responsables de la salud pública. Además, una multitud de edificios, conce-

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bidos al final del siglo XIX y al inicio del siglo XX, aparecen inadaptados a los nue-
vos desafíos de la modernidad de los años 1960. Por último, los centros urbanos anti-
guos parecen también estar condenados por su incapacidad a hacer frente al incre-
mento de los desplazamientos en automóvil.

Enfrentados a estos problemas, y con el fin de adaptarlos a las mutaciones de la


vida moderna, los poderes públicos se comprometen en la renovación a veces deno-
minada “bulldozer” (Stébé, 2002). En todas las intervenciones de renovación triunfan
las nuevas concepciones urbanísticas que reniegan la calle tradicional: “el espacio se
organiza en torno a unas losas o a unos paseos públicos reservados a los peatones,
acondicionados sobre varios niveles de parking subterráneos, mientras que la circu-
lación automóvil es rechazada en las vías rápidas que rodean el perímetro” (Marconis,
2005). Los numerosos excesos de la renovación urbana han conducido las autorida-
des públicas a desarrollar, a partir del final de los años 1970, las rehabilitaciones de
los cascos históricos con el fin de proteger y de poner en valor el patrimonio histó-
rico. Como la renovación, la rehabilitación se acompaña de una profunda transfor-
mación de la economía y de la vida social: los puestos y los antiguos comercios des-
aparecen, las poblaciones desprovistas se encuentran poco a poco expulsadas por el
incremento del precio de la vivienda, las clases medias y superiores se instalan en los
pisos rehabilitados, y los turistas, atraídos por el encanto reencontrado, invierten las
calles y las nuevas tiendas de los centros históricos.

En la inmediata periferia de los espacios céntricos, los antiguos suburbios, a


menudo marcados por la industria y las funciones de almacén que se han desarro-
llado al final del siglo XIX y durante las dos guerras, se ven afectadas igualmente por
unas profundas mutaciones: declive de las antiguas industrias, desplazamiento de las
fábricas y de los almacenes en unas periferias más alejadas, desafección de los obre-
ros por las viviendas poco confortables. Con menos coacciones que en los espacios
céntricos, los antiguos suburbios son rehabilitados, conduciendo a integrar el subur-
bio próximo en una centralidad ampliada y a veces multipolar.

Más allá de los suburbios, la ciudad, a lo largo de estos últimos cincuenta años,
se ha extendido considerablemente, ganando terreno cada vez más sobre las zonas
rurales colindantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, para compensar la falta
notable de viviendas, los poderes públicos construyen millones de viviendas en los
espacios periurbanos (política de las zonas a urbanizar en prioridad o ZUP).
Paralelamente, a la periferia de la ciudad densa, numerosas fábricas se instalan, a la
búsqueda de terrenos cada vez más amplios, o cuyas producciones presentaban unas
molestias. Por último, a partir del final de los años 1960, se desarrolla: 1) una política
de construcción de urbanizaciones de viviendas individuales sobre las tierras agríco-
las abandonadas alrededor de las ciudades, 2) una política de habilitación de nuevas
zonas de actividades especializadas (zonas comerciales, campus universitarios, par-
ques de atracción). Todas estas políticas de habilitación, fomentadas por el enrique-

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cimiento de ciertas categorías de población y por la generalización del automóvil,


reforzaran la ideología del urbanismo funcionalista (especialización de los espacios)
y darán lugar a unas nuevas formas de crecimiento espacial de las ciudades, cuyos
límites se convierten en imprecisas, hasta el punto de que se hablará de “urbaniza-
ción del campo” e incluso de “renacimiento rural”. Así, más allá de los suburbios de
proximidad, en el inicio del siglo XXI, se dibuja una “ciudad extensa” que parece frag-
mentarse cada vez más.

La Francia de la peri-urbanización

La ciudad difusa

La peri-urbanización: de lo urbano a lo periurbano. El crecimiento de las áreas


urbanas se traduce desde hace algunas décadas por la extensión del hábitat en las
zonas periurbanas mientras que sus centros se estabilizan e incluso disminuyen
demográficamente. Este proceso de peri-urbanización se fundamenta en la voluntad
de un pabellón individual y en el uso generalizado del automóvil (más del 80% de
los ciudadanos galos posee un coche hoy en día, frente al 20% en 1953) (Offner,
2005).

En lo que se refiere a las zonas a dominante rural, mientras que registraban un


claro retroceso antes de 1975, han conocido un cambio progresivo de su situación,
conociendo a partir de entonces una tasa de crecimiento comparable a la de los polos
urbanos. Esta situación se debe a la inversión de la balanza migratoria, que se ha con-
vertido en positiva en las zonas a dominante rural: actualmente computamos más lle-
gadas que salidas en el 70% del espacio rural, e incluso en lo rural “aislado”. Este
cambio tiene unos orígenes múltiples: nuevo despliegue del empleo, migraciones de
jubilados, neo-ruralismo, empobrecimiento y exclusión de ciertas poblaciones urba-
nas, llegadas de extranjeros de Europa central.

Los investigadores en sociología urbana observan que el espacio periurbano,


desde su aparición y en poco más de treinta años, se ha convertido a lo largo del
tiempo en un “universo para las clases medias”, un espacio en el cual los extremos
están casi ausentes (Jaillet, 2004). Chalas (2005) pone de manifiesto la “autonomía del
habitar”: el habitante de lo periurbano no huye la ciudad, puesto que quiere compa-
ginar las ventajas tanto de la ciudad como del campo. Lo periurbano sería incluso el
revelador del nuevo urbano, para el cual la movilidad no es una coacción, porque las
periferias se dotan de equipamientos escolares, comerciales, culturales. Puede gozar

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de los placeres de lo urbano vivir en una ciudad. Es la “ciudad a la carta” de la que


habla Wyvekens (2005). Pero, para algunos, el desplazamiento hacia las periferias
está considerado como el resultado de una obligación, vinculada al precio de la
vivienda (Guilluy y Noyé, 2006), mientras que, para otros, el “patrón urbano” es el
fruto de datos que se refieren a la vez a la oferta y a la demanda de vivienda (Estèbe,
2004).

Lo periurbano no constituye un universo socialmente homogéneo: es descrito a


menudo como un “espacio-mosaico”, especie de “subdivisión” social del espacio que
resulta de la combinación de varias lógicas: lógica de aureola, de eje y de sede (Jaillet,
2004). A un nivel más sociológico, y tomando en consideración la evolución del con-
texto socioeconómico, observamos que a las generaciones de las clases medias con-
quistadores se han añadido unas clases medias más frágiles. Estas, que tienen unas
capacidades insuficientes de endeudamiento, se instalan en las urbanizaciones de
gama inferior, alejadas de los centros urbanos. El menor accidente de trayectoria
puede resultar fatal: el sueño del acceso a la propiedad se transforma entonces en
una pesadilla. Las últimas estadísticas muestran que, en realidad, la mitad de la pobla-
ción de las periferias urbanas forma parte de las clases populares. Si existen unas tra-
yectorias periurbanas de relegación, lo periurbano consigue sin embargo tranquilizar
las clases medias preocupadas por su potencial desclasificación, tanto por la distan-
cia que instaura como por el entre sí mismo que desarrolla.

El renacimiento rural. Conviene precisar que la peri-urbanización no es sinónimo


de creación de empleo en entorno rural. Se trata, lo más a menudo, de instalaciones
residenciales que provocan un incremento demográfico, pero sin grandes conse-
cuencias sobre la evolución de los efectivos de los activos. No en vano, el proceso
de renacimiento rural no se limita a las aureolas urbanas: unos espacios, alejados de
las ciudades, registran ellos también, en una menor medida, un aumento de su pobla-
ción. Pueden ser atractivos, porque ofrecen unos empleos industriales o terciarios. La
industria ligera, mucho más flexible que la industria pesada, encuentra a menudo
unas ventajas a instalarse en el campo: los salarios son inferiores así como los pre-
cios de los terrenos y de la construcción. El entorno rural goza igualmente de una
imagen positiva entre los asalariados, especialmente en términos de ausencia de con-
taminación y de estrés.

Además, el desarrollo del turismo rural contribuye sin duda al renacimiento del
campo. Durante un largo periodo, considerado como el turismo de los pobres que
carecían de recursos financieros para permitirse ir a una región turística preciada, el
turismo rural atrae actualmente a las clases medias y superiores. Estas se interesan
cada vez más por el campo, considerado como tranquilo y auténtico. La naturaleza
descubierta de nuevo y a menudo mitificada, aparece como la ventaja principal de
estos espacios. El campo vive de nuevo gracias a la rehabilitación o a la renovación

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de viejas viviendas rurales, transformadas en residencias secundarias. Frecuentadas


durante los fines de semana o las vacaciones, se convertirán eventualmente en resi-
dencias permanentes durante la jubilación.

Si el turismo genera numerosos empleos en ciertas regiones rurales, las nuevas


tecnologías, especialmente la informática, se convierten cada vez más en fuentes de
empleo en el mundo rural. Ciertos cuadros, ciertas profesiones (en el mundo de la
edición, de la creación por ordenador, de la secretaría) permanecen a sus domicilios
(en el campo), manteniendo un vínculo constante (gracias a las nuevas tecnologías
de la información y de la comunicación) con la empresa o el socio comanditario.

El campo: el monumento de las ciudades contemporáneas

Corajoud (2004) avanza la idea de que el campo no puede ser considerado como
el monumento de las ciudades contemporáneas. Este paisajista hace resaltar que en
la ciudad difusa, periférica, existen muy pocos monumentos, “no tanto en el sentido
de edificios-recuerdos, sino en el sentido de edificios fundamentales representativos”.
Hay unos ayuntamientos y unas escuelas, pero están tan diluidas en el tejido urbano
que “su poder de puntuación no existe como en la ciudad sedimentaria”. Puesto que
estos edificios están disueltos en lo urbano, la “monumentalidad”, entendida como
“evento en la ciudad” residiría en el campo. Corajoud muestra que, superando el sen-
tido de edificio monumental, esta última puede ser percibida como un espacio que
hace un llamamiento a la veneración y a la celebración. ¿Es impensable imaginar que
las prácticas, los rituales realizados en los lugares de culto, de asamblea o de memo-
ria colectiva lo sean también en el campo y a su propósito? Prolongando la reflexión
de Corajoud, Pinson (2004) subraya que, incluso si el espacio rural está sometido
actualmente a la dominación de las ciudades y de las redes que lo laceran para vin-
cular las aglomeraciones, aparece como un paraíso perdido que los habitantes de las
ciudades codician y conquistan, con un mayor o menor respeto. Lo urbano está en
demanda de naturaleza y de territorio y el turismo verde gana terreno y adeptos.

Para Estèbe, el campo, en su dimensión productiva agrícola, no es el monumento


de las ciudades contemporáneas, incluso si constituye su granero. Al contrario, para
este geógrafo, el cuestionamiento del productivismo agrícola es un fenómeno típica-
mente urbano, incluso si algunos agricultores se convierten lentamente a este pensa-
miento, y es ilusorio pensar que las formas de agricultura razonada, menos contami-
nantes y menos destructivas del paisaje natural, experimentan un regreso
sustancialmente a corto e incluso medio plazo: “el empobrecimiento agrícola se ha
convertido a la vez en necesario y posible por la concentración urbana y la disminu-
ción del número de agricultores”. De cierta forma, la agricultura y la ciudad están

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comprometidas en una tensión muy paradójica: se alimentan mutuamente y se hallan


encerradas en un antagonismo permanente. Además, según Estèbe, en los espacios
residenciales poco densos, el campo no puede considerarse como monumental, ya
que está considerado como domesticada y trabajada, y no encontramos en este espa-
cio rural esta forma de bien común que se impone a todos así como esta obra domi-
nante e identificatoria que caracteriza la monumentalidad. Pero, si, por campo, enten-
demos los espacios protegidos, de tipo reservas naturales o parques nacionales,
entonces parece ser que el término “monumentalidad” cobra todo su sentido.

El cuestionamiento de la relación ciudad-campo

No podemos considerar la sociedad urbana y la sociedad rural como dos mundos


claramente separados una de otra. La transformación de los intercambios entre uno y
otro universo, su integración social y económica creciente, conducen a una nueva
interrogación de la oposición ciudad-campo. A partir de las evoluciones societales,
dos series de transformaciones pueden ser identificadas: por una parte, la sociedad
aldeana se convierte, para un número cada vez más consecuente de individuos, en
una escena social secundaria, complementaria de la escena urbana; y, por otra parte,
el campo redefinido como marco natural, es cada vez más percibido como un equi-
pamiento urbano.

El pueblo recompuesto

La nueva sociedad rural, el pueblo recompuesto, cuya población está constituida


por rurales parcialmente “des-ruralizados”, de urbanos parcialmente “re-ruralizados”,
tiene dos características fundamentales desde el punto de visto que nos interesa: por
un lado, el grupo de los agricultores es minoritario en la población, y, por otro lado,
el pueblo se ha convertido, para un número cada vez más importante de individuos
provenientes de grupos sociales diferentes, en un lugar de residencia, de diversión,
de espectáculo y no en un lugar de trabajo y de producción.

La aparición de nuevos grupos suplanta en una posición de liderazgo político y


de legitimidad social una categoría social relativamente adinerada (comerciantes,
miembros de las profesiones liberales, ricos agricultores) que ha ofrecido tradicional-
mente los notables de la sociedad rural. Un cambio es efectivamente perceptible en
la composición interna de los grupos: los arquitectos y los cuadros superiores del ter-
ciario se imponen cada vez más a las antiguas profesiones de farmacéuticos, médicos

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y notarios. Incluso el grupo de los agricultores conoce unos cambios complejos. Se


estructura cada vez más en torno a una categoría central de agricultores moderniza-
dos que se definen como unos técnicos de un tipo de agricultura y, por lo tanto, por
unos oficios comparables a los oficios de los urbanos, y no como la condición de
campesino.

El nuevo pueblo, espacio de residencia y/o de recreación para la mayoría de sus


habitantes (neo-rurales a tiempo parcial), de trabajo para una minoría (rurales a jor-
nada completa), es el lugar de “contactos interculturales” originales. Pero, es también
el lugar de conflictos para la definición de los espacios y de su uso, y para el control
de las asociaciones, de la vida municipal.

Lo rural como equipamiento urbano

La frecuentación del espacio rural por un número creciente de utilizadores esta en


el origen de una transformación de la definición social del espacio, constituido como
“pura naturaleza” por una puesta a distancia de la definición campesina del espacio
rural. Esta nueva definición de la naturaleza se inscribe en unas prácticas de fre-
cuentación y de utilización diferentes, en unas instituciones (parques regionales,
nacionales, etc.) y en unas prácticas jurídicas. Se produce una “museificación” de la
naturaleza como patrimonio científico y estético. Esta museificación es el resultado
del largo proceso de “des-agriculturización” iniciado en el siglo XIX. El espacio rural
transformado en espacio protegido de recreación y de ocio se convierte en el objeto
de un consumo urbano.

A través de este cambio, la función simbólica del campo se modifica: hemos


pasado progresivamente de una situación donde el campo funcionaba como una
reserva social, estructurando la sociedad y organizando las relaciones sociales, los
modelos éticos y las creencias, a una situación donde funciona como una reserva cul-
tural, librada de las costumbres de consumo urbano, respetuosa de los ritmos y de
los equilibrios naturales. Todo ello se ha realizado pagando el precio de una desca-
lificación simbólica del agricultor, condenado a modernizarse, y, por lo tanto, a ale-
jarse de esta definición urbana organizada en torno a la simplicidad, la rusticidad y
el aspecto natural de la vida campesina.

La visión dualista ciudad-campo

Es frecuente oponer el campo a la ciudad a partir de la dicotomía naturaleza-cul-


tura. El territorio del campo sería un mundo naturalizado, dotado de una inferioridad

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moral, y el territorio urbano sería característico de un mundo cultivado, teatro de la


superioridad técnica y del refinamiento. En esta confrontación, el campo desarrolla-
ría unos mecanismos centrífugos que conducen a unos distanciamientos hacia lo
extranjero (Rémy, 1998). Al contrario, la ciudad se fortalece como espacio de poder
a través de las actitudes centrípetas, que le permiten reunir unas informaciones sobre
el exterior y tener tanto el control como la iniciativa. De manera complementaria,
pero opuesta, el campo aparece como el espacio de la tradición y de la estabilidad,
mientras que la ciudad es percibida como girada hacia el futuro.

Entre estos dos mundos se multiplican unas mediaciones, tales como el notable
que, viviendo en el campo, posee su red de relaciones en la ciudad. Puede así, en
razón de su posición intermedia, transferir unas informaciones de un mundo a otro.
Esta dualidad entre la ciudad y el campo se ha transformado a lo largo del tiempo en
mito, sirviendo de punto de referencia ideológico. Pero, este mito dualista está a
menudo desfasado con respecto a la realidad histórica. Es suficiente evocar el desa-
rrollo de la industria en el campo a lo largo del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX:
puesto que las fuentes de energía son el agua y la leña, parece lógico implantar las
manufacturas en las zonas rurales.

Para Remy, este mito dualista que estructura dos estilos de vida debe ser cuestio-
nado: se puede vivir en la ciudad con un imaginario urbano e inversamente.
Podemos, por lo tanto, “hablar de los usos rurales del espacio urbano y recíproca-
mente”. Menanteau observa igualmente que el dualismo urbano-rural no es pertinente
para comprender las evoluciones culturales de la sociedad en general. Las diferencias
culturales son superiores aun en el seno de una aglomeración urbana, entre las pobla-
ciones residentes en los centros urbanos y las poblaciones que viven en los barrios
periféricos. De la misma forma, observamos en el seno del universo rural unas dife-
rencias considerables desde el punto de vista cultural entre los centros rurales cuya
población es muy heterogénea, muy móvil, y unos espacios rurales muy anclados,
homogéneos y sobre todo envejecidos.

¿Los factores generacionales, de renta, de nivel de formación no son más perti-


nentes que la oposición ciudad-campo? Ciertamente, existen unos reflejos de des-
confianza que continúan estructurando les relaciones entre los rurales de origen y los
nuevos residentes. Menanteau1 se pregunta si nos preguntamos sobre las relaciones
de los nuevos residentes con los “antiguos habitantes” de un edificio o de un barrio
urbano. Además, tanto en la ciudad como en el campo, las responsabilidades públi-
cas han dejado de ser el monopolio de los nativos, poniendo de manifiesto la difu-
sión de una cultura de la movilidad. Lo que está pensado a menudo como la cultura
rural típica, es decir la estabilidad y el enraizamiento, ya no es la cultura dominante

1
Le Monde, 25 octobre 1999.

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de la mayoría de los habitantes del campo (Dibie, 2006). De modo que asistimos al
triunfo de la urbanidad que se extiende al campo, convirtiendo esta última en un
marco de vida, antes de convertirlo en un lugar de trabajo y de producción.

Conclusión

Recordemos que este artículo ha abordado el problema de las evoluciones, de las


tensiones y de la complementariedad entre lo rural y lo urbano, especialmente en
Francia. Efectivamente, el Hexágono del campo ha conocido unas metamorfosis y
unos cambios notables desde la Revolución francesa de 1789, sobre todo con la dis-
minución del número de agricultores y la separación creciente entre la población
rural y la población agrícola. Si el siglo XIX es el periodo de las revoluciones indus-
triales y urbanas, el siglo XX asiste a unas mutaciones sociológicas con las conse-
cuencias socio-demográficas y estructurales de las dos guerras mundiales, una nueva
cartografía urbana y el tránsito de la ciudad densa a la ciudad extensa y fragmentada.
Con el transcurso del tiempo, se ha producido la aparición y la posterior difusión de
la peri-urbanización, ya que se produce un paso de lo urbano a lo peri-urbano, lo
que coincide con el renacimiento de lo rural. Más aún, el campo se convierte en el
monumento de las ciudades contemporáneas, lo que nos obliga a replantearnos las
relaciones entre la ciudad y el campo. Se produce una recomposición de los pueblos,
lo rural se convierte en un equipamiento urbano y rompe con la visión dualista ciu-
dad-campo.

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