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Introducción
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La población rural en Francia corresponde a las personas que residen fuera de las
unidades urbanas así como en los municipios o en los conjuntos de municipios que
constan en su territorio de una población de 2000 habitantes en el cual ninguna habi-
tación está separada de la otra por más de 200 metros. Por lo tanto, no podemos asi-
milar la población rural a la población agrícola. No en vano, durante un largo
periodo, la historia de la población rural se ha confundido con la de la población
agrícola: la gran mayoría de los rurales eran unos agricultores o dependían directa-
mente de la actividad agrícola. De hecho, no es sorprendente ver durante más de un
siglo las dos poblaciones declinar de manera concomitante: la población rural pasa
de 26,6 millones en 1851, lo que representa el 74% de la población total, a 14,3 millo-
nes en 1999, es decir el 23% de la población. La población agrícola, por su parte, ve
sus efectivos pasar a lo largo de este periodo de 19,7 millones a un poco menos de
3 millones.
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jugada con unas medidas nativistas y a los avances de la medicina, se dibuja una recu-
peración demográfica, sobre todo a partir de 1954: Francia aumenta de 10 millones
su población en veinte años, pasando de 42,5 millones en 1954 a 52,6 millones en
1975. Al lado de esta progresión rápida, conviene observar que la estructura de esta
población se modifica considerablemente. La población urbana pasa de 21,6 millones
de habitantes en 1946 a 25,5 millones en 1954, para alcanzar 39,4 millones en 1975.
Mientras que los urbanos solo representan el 53,3% de la población en 1946, consti-
tuyen el 75% treinta años más tarde, lo que, teniendo en cuenta el incremento global
de la población, representa una duplicación de la concentración urbana desde 1945.
Los suburbios urbanos registran la parte fundamental del incremento demográfico de
las aglomeraciones urbanas: su población pasa de 11,8 millones en 1962 a 16 millo-
nes en 1975, mientras que los centros urbanos han visto su población crecer ligera-
mente: de 21 millones en 1962 pasa a 23,5 millones en 1975, según los datos del
INSEE.
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bidos al final del siglo XIX y al inicio del siglo XX, aparecen inadaptados a los nue-
vos desafíos de la modernidad de los años 1960. Por último, los centros urbanos anti-
guos parecen también estar condenados por su incapacidad a hacer frente al incre-
mento de los desplazamientos en automóvil.
Más allá de los suburbios, la ciudad, a lo largo de estos últimos cincuenta años,
se ha extendido considerablemente, ganando terreno cada vez más sobre las zonas
rurales colindantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, para compensar la falta
notable de viviendas, los poderes públicos construyen millones de viviendas en los
espacios periurbanos (política de las zonas a urbanizar en prioridad o ZUP).
Paralelamente, a la periferia de la ciudad densa, numerosas fábricas se instalan, a la
búsqueda de terrenos cada vez más amplios, o cuyas producciones presentaban unas
molestias. Por último, a partir del final de los años 1960, se desarrolla: 1) una política
de construcción de urbanizaciones de viviendas individuales sobre las tierras agríco-
las abandonadas alrededor de las ciudades, 2) una política de habilitación de nuevas
zonas de actividades especializadas (zonas comerciales, campus universitarios, par-
ques de atracción). Todas estas políticas de habilitación, fomentadas por el enrique-
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La Francia de la peri-urbanización
La ciudad difusa
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Además, el desarrollo del turismo rural contribuye sin duda al renacimiento del
campo. Durante un largo periodo, considerado como el turismo de los pobres que
carecían de recursos financieros para permitirse ir a una región turística preciada, el
turismo rural atrae actualmente a las clases medias y superiores. Estas se interesan
cada vez más por el campo, considerado como tranquilo y auténtico. La naturaleza
descubierta de nuevo y a menudo mitificada, aparece como la ventaja principal de
estos espacios. El campo vive de nuevo gracias a la rehabilitación o a la renovación
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Corajoud (2004) avanza la idea de que el campo no puede ser considerado como
el monumento de las ciudades contemporáneas. Este paisajista hace resaltar que en
la ciudad difusa, periférica, existen muy pocos monumentos, “no tanto en el sentido
de edificios-recuerdos, sino en el sentido de edificios fundamentales representativos”.
Hay unos ayuntamientos y unas escuelas, pero están tan diluidas en el tejido urbano
que “su poder de puntuación no existe como en la ciudad sedimentaria”. Puesto que
estos edificios están disueltos en lo urbano, la “monumentalidad”, entendida como
“evento en la ciudad” residiría en el campo. Corajoud muestra que, superando el sen-
tido de edificio monumental, esta última puede ser percibida como un espacio que
hace un llamamiento a la veneración y a la celebración. ¿Es impensable imaginar que
las prácticas, los rituales realizados en los lugares de culto, de asamblea o de memo-
ria colectiva lo sean también en el campo y a su propósito? Prolongando la reflexión
de Corajoud, Pinson (2004) subraya que, incluso si el espacio rural está sometido
actualmente a la dominación de las ciudades y de las redes que lo laceran para vin-
cular las aglomeraciones, aparece como un paraíso perdido que los habitantes de las
ciudades codician y conquistan, con un mayor o menor respeto. Lo urbano está en
demanda de naturaleza y de territorio y el turismo verde gana terreno y adeptos.
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El pueblo recompuesto
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Entre estos dos mundos se multiplican unas mediaciones, tales como el notable
que, viviendo en el campo, posee su red de relaciones en la ciudad. Puede así, en
razón de su posición intermedia, transferir unas informaciones de un mundo a otro.
Esta dualidad entre la ciudad y el campo se ha transformado a lo largo del tiempo en
mito, sirviendo de punto de referencia ideológico. Pero, este mito dualista está a
menudo desfasado con respecto a la realidad histórica. Es suficiente evocar el desa-
rrollo de la industria en el campo a lo largo del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX:
puesto que las fuentes de energía son el agua y la leña, parece lógico implantar las
manufacturas en las zonas rurales.
Para Remy, este mito dualista que estructura dos estilos de vida debe ser cuestio-
nado: se puede vivir en la ciudad con un imaginario urbano e inversamente.
Podemos, por lo tanto, “hablar de los usos rurales del espacio urbano y recíproca-
mente”. Menanteau observa igualmente que el dualismo urbano-rural no es pertinente
para comprender las evoluciones culturales de la sociedad en general. Las diferencias
culturales son superiores aun en el seno de una aglomeración urbana, entre las pobla-
ciones residentes en los centros urbanos y las poblaciones que viven en los barrios
periféricos. De la misma forma, observamos en el seno del universo rural unas dife-
rencias considerables desde el punto de vista cultural entre los centros rurales cuya
población es muy heterogénea, muy móvil, y unos espacios rurales muy anclados,
homogéneos y sobre todo envejecidos.
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Le Monde, 25 octobre 1999.
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de la mayoría de los habitantes del campo (Dibie, 2006). De modo que asistimos al
triunfo de la urbanidad que se extiende al campo, convirtiendo esta última en un
marco de vida, antes de convertirlo en un lugar de trabajo y de producción.
Conclusión
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