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Tabla de contenidos
1. Introducción
2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora
3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia
4. Entre la justicia y el amor
5. Otra vuelta sobre el amor y la educación
Bibliografía citada
1. Introducción
Inés Dussel
Escribir en medio de un curso tiene ventajas y desventajas. Por una parte, se agradece
que la conversación ya esté iniciada y que algunos acuerdos y desacuerdos hayan sido
alcanzados. Pero por otra parte, sobrevuela la obligación de referir a los textos y las
discusiones de otros, a los jalones que fueron dejándose en este recorrido que lleva ya
algún tiempo. Y, más pedestre, está la sensación de que uno repite algo que ya ha sido
dicho, y que seguramente ha sido dicho de mejores maneras que las que nos sentimos en
condiciones de decir.
Quizás necesito explicitar, a modo de exorcismo, algo de esto, para sentarme a escribir
esta clase. También quiero explicitar que me gustaría intervenir en esta conversación en
curso desde una perspectiva particular: la de la pedagogía escolar. No quiero reducir lo
educativo a lo escolar: ya hubo mucho de eso, y aprendimos sobre las limitaciones y
pobrezas de esas perspectivas. Pero tampoco quisiera sumarme a la línea
desescolarizante y a los discursos sobre la crisis terminal de la institución escolar, que
simplifican situaciones que son bien complejas.
El cineasta Alain Bergala, además editor de la famosa revista Cahiers du Cinéma, dice
algo similar en su libro sobre la transmisión del cine en la escuela:
En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el arte y
con la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no necesariamente es
inmediato, la escuela puede jugar un papel importante. Lo mismo podría decirse en
relación a otros aspectos de la cultura. Contra la visión espontaneísta y romántica de la
naturaleza humana, uno llega a ser quien es después de muchos avatares en los cuales la
confrontación con la cultura y con los otros son fundamentales. Claro que esto no
implica defender a la escuela tal cual es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas
veces no ayudan a percibir el mundo de manera más plural, ni siempre permiten
encuentros desafiantes e interesantes con los saberes. Lo que quiero sostener es que
pensar en su carácter contingente y histórico habilita a señalar que hay otras
articulaciones posibles, que hay otros caminos o tecnologías que podrían haberse
tomado, y que, tal vez, hubieran supuesto otros recorridos para muchos sujetos, otra
relación con el saber, otra relación con el poder, otras prácticas de libertad.
Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar en
alguna serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de las escuelas
en el último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante y polémico de un
australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato de hacerse más y más
popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando formas y saberes del entorno
y de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva y hospitalaria se puso en
el centro de su ideario (Hunter, 1998). La escuela se fue familiarizando, y la familia se
fue escolarizando. En palabras de Hunter:
Aquí es donde las propuestas libertarias se articulan a aliados impensados como las
industrias capitalistas culturales que promueven como único criterio el gusto o la
satisfacción del cliente. Digo esto, y me asusto un poco, porque el argumento parece
llevar a defender el monopolio del estado en la decisión del bien común. Espero que no
sea leído así. Creo que la comparación más adecuada es con el trabajo de Jacques
Donzelot, “La policía de las familias” (1979), una historia de los saberes y tecnologías
de gobierno de las familias que muestra cómo el feminismo de fines del siglo XIX
terminó aliado al Estado capitalista y a las profesiones burguesas de control de los
cuerpos y las almas (medicina, trabajo social, pedagogía) para desbancar el poder del
Pater Familias. A nadie se le ocurriría (bueno, probablemente a algunos sí, pero no nos
contamos entre ellos) volver al status quo anterior, con el poder del padre sobre la vida y
la muerte de los integrantes de la familia; pero eso no implica dejar de reconocer que la
victoria del feminismo tuvo costos altos en sus propias capacidades de acción, y que
alimentó poderes igualmente peligrosos y dañinos.
Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien resuelta
(debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre igualdad y
diferencia en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría desplegar en esta
clase, en la que seguramente plantee más preguntas que respuestas. Y es quizás por eso
que me decido a incluir un subtítulo que quiere interrumpir esa discusión desde otras
lógicas, las de la justicia y el amor. Que son, y no son, maneras de rondar las mismas
preguntas: qué hacemos en/con la escuela para hacerle lugar a la diferencia y la
singularidad, y cómo lo hacemos para que eso no implique renunciar a la igualdad como
proyecto ético -político democrático.
En su clase, José Contreras discute la igualdad homogeneizante tal como fue planteada
por la escuela. Me gustaría retomar y ampliar sus aportes para volver a colocar la
cuestión ética y política de la propuesta escolar, y del acto de educar en general. Voy a
proponerles un breve recorrido histórico de cómo se planteó la cuestión de la igualdad
desde el ideario de la revolución burguesa a las discusiones más recientes sobre
estructurar propuestas heterogéneas.
La idea de igualdad fue uno de los pilares de la expansión de los sistemas educativos
modernos. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la revolución francesa se
llamaban “casas de igualdad”, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la
misma alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado (Chevallier y Gosperrin
1971). En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros miembros de su generación
implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela y
recibiendo la misma educación fue motivo de orgullo para muchas generaciones. Todos
debían ser socializados de la misma forma, sin importar sus orígenes nacionales, la clase
social, su condición masculina o femenina o su religión, y esta forma de escolaridad fue
considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los
habitantes.
¿Qué pasó con este discurso homogeneizante sobre la igualdad escolar? De nuevo, voy a
remitirme a la Argentina, que es el país que mejor conozco. Este consenso comenzó a
quebrarse en la etapa posterior a la dictadura militar que terminó en 1983, cuando se
hicieron más visibles las marcas más autoritarias de esta forma escolar. Los discursos
democratizadores y participativos de la década del ’80 lograron impactar en articular
otras formas de convivencia y en replantear, con el apoyo de las psicologías
constructivistas, al sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la enseñanza,
aunque fueron menos efectivos en cuestionar la estructura básica del sistema escolar.
Julia Varela (1995) ha escrito agudas reflexiones sobre el peso del constructivismo en la
definición de sujetos ahistóricos y aislados, y la carga de clase (de la pequeña burguesía)
de sus definiciones de actividad, interés y participación. Aunque también debe admitirse
que ayudaron, en algunos casos, a reconocer que niñas y niños eran sujetos dignos de ser
escuchados, y que no eran tablas rasas donde se imprimía sin más el deseo adulto.
Empieza a surgir con fuerza la pregunta ética sobre qué derecho tenemos a pretender
ciertas conductas y conocimientos de la infancia.
Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la
tradición homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-
burocráticas con el eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado Beatriz
Sarlo (2001), la ruptura de un imaginario que se pensaba republicano e igualador es
quizás uno de los legados más fuertes que dejó la década del ´90 en la Argentina. La
aceptación de la diferencia y de los caminos sinuosos y originales en el aprendizaje
empezó a traducirse, para algunos, como resignación frente a la desigualdad. “Nos
acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa” (Sarlo, 2001: 133), afirma la ensayista,
tomando como parte de un paisaje estático e inmodificable lo que fue resultado de
políticas concretas, de la acción humana.
Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre los
docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de extrema
pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta en cada uno
de los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco por hacer. “Yo sí
que trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de formación cuando se
comienza a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos
sobre la miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando la apelación a la “diversidad”
cuando se trata de desigualdades e injusticias? Como bien señala José Contreras, la
diversidad es el problema de “los otros”: es claro que esta pedagogía no abre ningún
cuestionamiento a las políticas de normalización y exclusión de las diferencias. Pero
además está el agravante de que “la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe
denunciarse, remediarse o al menos provocar cierto escándalo moral, para convertirse en
una “diversidad” que debe ser tenida en cuenta como los puntos de partida
inmodificables que “traen” ciertos alumnos “porque forma parte de la sociedad”.
¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para que cada
historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y desplegar otra cosa
que el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a discusión algunas de las
respuestas pedagógicas que se fueron estructurando en estos años para “atender a la
diversidad”.
La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al
“hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante problemático. A
diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía o de pobreza no estaba
bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el tiempo, y no hay más fronteras
claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar. El declive de las instituciones con
programas institucionales fuertes (Dubet, 2003) hace que cobren importancia las
dinámicas particulares, los afectos y las personalidades de quienes las habitan, y que eso
esté en el primer plano todo el tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado
Ian Hunter). Pongo un ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una
escuela muy pobre en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno
le contaba que había participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención,
en la Argentina de hoy, no es que un alumno regular participe de actividades delictivas,
sino más bien que las cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser sancionado
aunque sea moralmente. No está claro qué buscaba ese adolescente al contar esto (¿aval
o sanción? ¿apoyo o freno?), pero lo cierto es que la escuela sigue siendo una de las
pocas instituciones estatales que, aunque débil, sigue en pie, que está obligada a
escuchar dolores, padecimientos y demandas de una manera mucho más abierta que
otras instituciones, y que tiene que navegar en esas turbulencias.
No hay dudas que éste no es un problema meramente educativo o que vaya a resolverse
solamente desde la pedagogía. Pero me vienen a la mente algunos ejemplos de acciones
pedagógicas concretas que sí construyen otros espacios y otras políticas a partir de “lo
que escuchan”. Una escuela media en una villa urbana, ante reiterados episodios de
abuso policial a los adolescentes del colegio, se propuso realizar reuniones periódicas
entre las madres activistas y los jefes policiales de la zona para promover más protección
para los alumnos. También reorganizó la enseñanza de la formación ética y ciudadana
alrededor de la idea de sujetos de derecho y derechos vulnerados. Hay otra ética en estas
pedagogías que buscan incluir y asistir de una manera que no desprecie a quienes recibe.
¿Hay maneras de “escuchar” o “ver” la diferencia de otro modo? Tomo, por ejemplo,
una imagen tomada por un fotógrafo francés, Olivier Culmann, que tiene un ensayo
fotográfico sobre las “escuelas del mundo”.
Trabajo esa foto en actividades de formación docente, y frente a la pregunta de qué ven
en esta foto, aparecen los siguientes descriptores: pobreza (precariedad del entorno,
chuyo del niño, banquito en vez de banco y silla escolar), cansancio (la posición del
lápiz), espera (idem), soledad (tendría que haber un otro que no hay en esa imagen, la
educación siempre tiene que ver con más de uno), opresión. También algunos,
generalmente una minoría, “ven” belleza, felicidad, una situación extraordinaria y hasta
violenta (invierte la disposición habitual de los cuerpos en el aula, al estar de espaldas al
pizarrón), esperanza, “a pesar de”. En un encuentro reciente, surgió también la cuestión
del artificio de la representación, lo forzado de la composición, y hasta la bronca porque
aparece la misma mirada “antropológica” de la diferencia y la pobreza.
Este epígrafe, en cierta manera, desmiente la foto, y trae nuevos sentidos que abren otras
preguntas. El ejercicio de ver la foto y discutir su epígrafe permite una primera entrada a
lo que “vemos” cuando “vemos” imágenes de niños pobres. ¿Qué sentidos estamos
acostumbrados a poner, y a encontrar, en esas imágenes de infancia? ¿Puede un niño
pobre aburrirse? ¿Puede estar cuidado aunque esté solo? Y también, en línea con lo que
dice Jorge Larrosa en su clase, ¿puede esa violencia de la representación artística ser, sin
embargo, más amable y más hospitalaria que el pretendido realismo?
Habría mucho más para decir, y para traer al debate, sobre el “escuchar” y el “ver” que
se despliega en nuestras pedagogías de las diferencias. Digamos por ahora que, como ha
venido sosteniéndose a lo largo de este curso, son dos verbos que no habría que tomar a
la ligera.
La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo de
respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de vincularse
a los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca como iguales. La
compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por Aristóteles en su Retórica, y
que asume otras connotaciones desde su articulación al discurso religioso del
cristianismo. Lo que es menos habitual es considerarla parte de las políticas
“progresistas”, inauguradas con la Revolución Francesa. Recurro aquí al texto de
Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, donde ella describe la política de la compasión
que estructuró los lazos sociales sobre las premisas del sufrimiento y la conmiseración
(Arendt, 1990). La emergencia de la esfera pública burguesa centrada alrededor del
“espectáculo del sufrimiento” (les malheureux, los infelices/pobres cuyo dolor debe ser
reparado por la revolución) establece un modo de relación con los otros que privilegia
una política de la compasión (Arendt, 1990). Arendt oponía una política de la compasión
(conmiserar a los pobres, y hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto
de vista “del espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la
justicia, que se centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.
Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del
respeto y la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión por los
pobres conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la justicia (Sennett,
2003: 146 y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el discurso de la diversidad
desde la pregunta por la justicia. Esta es una pregunta política y ética que atraviesa al
conjunto de la organización escolar y al curriculum, que no se resuelve en el espacio de
la “educación para los pobres” sino que exige que nos replanteemos el horizonte de
igualdad ciudadana que estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al
sistema en su conjunto. Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada,
sacarlo del coto de “los otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico
sobre el conjunto, y sobre cada uno de nosotros.
Veamos, entonces, algo de lo que quería traer con mi subtítulo. Las lógicas de la justicia
y del amor en la educación, ¿podrán decirnos algo nuevo sobre la escuela y sobre la
pedagogía de la diferencia? En el curso, ya se ha discutido sobre la relación educativa
como relación amorosa y su relación con el “don”, el “dar” como elemento intrínseco al
acto de educar. También se habló de la justicia, porque las pedagogías de las diferencias
se articulan fundamentalmente a partir de la voluntad de una educación más justa.
En lo que sigue, me gustaría tratar de poner juntas las lógicas de la justicia y las del
amor, para ver si pueden ayudarnos en esta tensión entre igualdad y diferencia en la
pedagogía escolar. El filósofo Paul Ricoeur, en un agudo ensayo sobre ambos términos,
dice que el amor tiene que ver con la dinámica desproporcionada del dar, del
preocuparse por el bienestar del otro sin esperar nada a cambio; la justicia, a su vez, se
vincula a una dinámica del distribuir, de pensar en el reparto, de la reparación y de la
igualdad de los seres humanos (Ricoeur, 2001).
Propongo, para eso, revisar una serie de imágenes de la justicia, porque quizás haya que
volver a abrir esos términos para poder pensarlos conjuntamente. Tomo como base el
trabajo del historiador de la cultura Martin Jay (1999), que con una gran erudición
recorre la iconografía de la justicia en la cultura occidental. Empieza por una imagen
romana de la diosa Justitia, personaje femenino que tenía una espada en una mano,
representando al poder del Estado, y la balanza en la otra, imagen que- señala Jay- ya
estaba presente en el Libro de los Muertos de los egipcios y que simbolizaba la claridad
de juicio sopesando los méritos de ambas partes.
La segunda imagen, “La erupción de la Justicia en causas imaginarias: El juicio a Satán
y la Reina Ratio”, es una representación del siglo XV. La justicia sigue siendo un ícono
femenino, como hasta nuestros días; lo que llama la atención es que esta justicia basa su
habilidad en la evidencia visual que puede recolectar, en su capacidad de vincularse a lo
sensible.
Una tercera imagen, de 1494, muestra a la Justicia con los ojos vendados, en lo que Jay
refiere como “el modo más enigmático de los atributos de la Justicia”. Esta imagen está
tomada de un libro en alemán, El barco de los locos, y se hizo muy popular rápidamente.
Lo curioso es que en esta versión, el hecho de estar tapados sus ojos significa que le han
robado la capacidad de entender bien las cosas, de sostener bien su espada y de ver qué
hay en su balanza.
Jay señala la relación entre este vendaje en los ojos y la iconografía de muchas otras
figuras medievales, igualmente vendadas: la Muerte, la Ambición, la Ignorancia, la Ira.
Incluso Cupido era representado como un niño con ojos vendados, “no sólo porque el
amor oscurece el juicio sino porque Cupido estaba en el lado equivocado del mundo
moral” (Jay, 1999:20). Un caso emblemático es la representación de los judíos. En una
escultura de la Catedral de Estrasburgo, del siglo XIII, llamada “La sinagoga”, puede
observarse cómo la ceguera o incapacidad de ver es connotada negativamente como “la
resistencia a la iluminación de la luz divina, (…) contrastada con la Iglesia de ojos
abiertos.” (Jay, 1999:21)
Jay sigue la pista de esta asociación y encuentra un cambio con la Reforma protestante,
que toma seriamente la prohibición de las imágenes y se vuelve iconofóbica. “Ahora era
nuevamente una virtud resistirse a lo que San Agustín había llamado célebremente “la
lujuria de los ojos”. Una justicia vendada podía evitar así las seducciones de las
imágenes y alcanzar la distancia desapasionada necesaria para dictar veredictos
imparcialmente.” (Jay, 1999:22). La ceguera de la justicia es la forma en que se la piensa
neutral e imparcial, resistente a las tentaciones de la debilidad de la carne, y para no
perderse en el mundo. Pero parece que eso se hubiera logrado a costa de invalidar una
parte de la humanidad, de dejar de lado la sensibilidad, de no ver el rostro de los otros.
Martin Jay reconoce que esta imagen de los ojos vendados tenía algunos antecedentes en
Plutarco y en otras imágenes egipcias donde la ceguera implicaba neutralidad; esa serie,
sin embargo, había sido minoritaria por muchos siglos. A partir de la reforma
protestante, la iconografía –incluso en los países católicos- empieza a ser más austera, y
la imagen de la justicia comienza a ser emplazada dentro o cerca de los edificios
públicos, invistiendo al emergente Estado de los valores ético-políticos del
protestantismo. La justicia empieza a ser subsumida por la ley, que quiere reducirla a
una cantidad perfectamente mensurable, dominada por un principio de intercambios
equivalentes -como si la ética y la política pudieran reducirse a eso-.
Cabe aclarar que Jay sigue de cerca, en estas reflexiones, la “Dialéctica del Iluminismo”
de Adorno y Horkheimer. Un enunciado me parece particularmente interesante para la
reflexión en este curso:
“El vendaje sobre los ojos de Justitia no sólo significa que no debería haber ningún
asalto sobre la justicia, sino que la justicia no se origina en la libertad…” (citado por Jay,
p. 25)
Jay termina abogando por una justicia que pueda habitar una tensión creativa entre las
particularidades concretas y contingentes y algunos criterios prescriptivos abstractos que
nos protejan de los “malos legisladores y juristas”. Lanzados al libre arbitrio de los
jueces, es probable que mucha injusticia sucediera; pero una justicia ciega a lo singular
es también pasible de tremendas injusticias –como expresamos en la primera parte de
esta clase-. La erudición de Martin Jay viene al rescate para proponer una imagen de la
justicia que combine “el rigor de la subsunción conceptual con la sensibilidad a la
particularidad individual” (a la singularidad, diríamos nosotros). Es una imagen de los
Países Bajos, de 1567, tomada de un libro de J. de Damhoudere, “Praxis rerum
civilium”, y muestra a la justicia con dos caras.
“La primera cara tiene los ojos abiertos, capaz de discernir la diferencia, la alteridad y la
no identidad, mirando hacia la mano que sostiene la espada, mientras que la otra,
mirando hacia la mano que tiene la balanza de la imparcialidad de las reglas, tiene los
ojos vendados. Porque sólo la imagen de una deidad de dos caras, una criatura híbrida y
monstruosa, una alegoría que resiste la subsunción en un concepto general, sólo esa
imagen puede hacer, por así decirlo, justicia a la dialéctica negativa, quizás incluso
aporética, que vincula a la ley y la justicia.” (Jay, 1999:35).
Esta imagen de la justicia, entonces, asume algo de la lógica del amor de la que habla
Ricoeur en la cita mencionada al principio de este apartado. Es una lógica que no es sólo
la de las equivalencias, aunque las tenga que incluir en tensión permanente. Es una
mirada atenta a lo singular, una mirada sensible y una mirada implicada en el mundo. En
ese sentido, me parece evidente que es una mirada amorosa. Es una justicia que se
pregunta por la igualdad sin desatender la diferencia.
Llego, entonces, al último punto del recorrido que quiero proponerles aquí, y que se
suma a las conversaciones que vienen sosteniendo en el curso sobre la cuestión del amor.
Recurro a la literatura: se trata de un ensayo de palabras e imágenes escrito a dúo por las
chilenas Diamela Eltit (escritora) y Paz Errázuriz (fotógrafa), sobre la experiencia del
amor entre los enfermos mentales del hospital chileno de Putaendo1 : Cito (disculpen la
extensión):
(Eltit, Diamela y Errázuriz, Paz, El infarto del alma, Francisco Zeigers Editor, Santiago
de Chile, 1999)
Este extracto seguramente podría organizar otra clase, pero no resistí a la tentación de
ponerlo básicamente porque creo que es muy sugerente para pensar en una ética y una
estética del amor no sentimentalista, por fuera de los clichés que suelen acompañar al
discurso amoroso. Creo que habla de la posibilidad de “escuchar” y “ver” algo más que
pobreza, marginación, soledad (la serie que se asocia a los discursos sobre la diversidad),
y encontrar la fuerza vital que nos sostiene a todos, en muy distintas circunstancias. Me
gusta, sobre todo, esa idea de arriesgarse a perder la calidad ciudadana en la entrega
amorosa. No es una lógica de equivalencias la que se pone en acto en una relación
afectiva, y la educación tiene que ser un acto de implicación con el otro y con uno
mismo. El lenguaje de la justicia es muy importante en la educación, y creemos, como
venimos sosteniendo desde el principio de la clase, que la preocupación por las
injusticias y la desigualdad no tendría que abandonarse. Pero también es importante
empezar a hablar algún lenguaje del amor (ojalá nos saliera tan bien como a Diamela
Eltit), donde la “calidad ciudadana”, los discursos de los deberes y los derechos, no lo
son todo, porque se juegan otras cosas: la dependencia mutua, lo irracional, la risa, el
llanto, el estómago, el placer, en fin: las pasiones menos gobernables pero más
poderosas.
Ahora bien, ¿es eso todo? No es que sea poco, por supuesto; pero me da la impresión
que a veces nos instalamos demasiado cómodamente en los discursos amorosos, y parece
suficiente con “amar a los niños”, “amar al diferente”. Insisto con la sensación de
incomodidad e inquietud del principio, y a la idea de que hay que vivirla como “tensión
creativa” –en las palabras de Martin Jay-.
El punto es que creo que en la educación, junto al aprendizaje amoroso, se trata del
aprendizaje de las distancias, de las reglas, de algunos criterios o principios más
abstractos y generales con los cuales poner en tensión (sopesar, como los balancines de
la justicia) nuestras decisiones. Y vuelvo a las preocupaciones iniciales explicitadas en
esta clase, en torno a las condiciones histórico-políticas en las que estamos. La cuestión
de la distancia aparece valorada, crecientemente, como un contrapeso valioso a la hora
de despegarnos de tanto impacto directo que generan las industrias culturales. La
distancia sería, para una línea que reconoce en Bertoldt Brecht a uno de sus mejores
teorizadores, la posibilidad de la singularidad, del “disculpe, pero preferiría no hacerlo”,
al decir de Carlos Skliar/Bartleby-Melville. La posibilidad de la libertad, nada más y
nada menos.
El tema de la distancia ya había aparecido en esta clase cuando hablamos de los docentes
que pedían “saber menos” de sus alumnos, o cuando, ante el abuso policial,
estructuraban espacios protegidos y mediados por la palabra (esto es, por la construcción
de una cierta distancia) entre policías y las familias de los adolescentes en conflicto con
la ley. Creo que tenemos que trabajar más en esta dirección. Muchas veces, en la
urgencia del trabajo escolar y también urgidos por la demanda amorosa (la propia y la
ajena), cuesta tomar esta distancia justa, que no es negligencia ni es indiferencia, sino es
precisamente la posibilidad de ser uno y ser otro dentro de una relación amorosa. De
paso, volvería a leer al escrito de Diamela Eltit, que dice que al enamorarse se arriesga a
perder su calidad ciudadana, no que se pierde del todo. Toma ese riesgo, y en esa
decisión, reafirma su libertad. Algo de ese gesto debería repetirse en la pedagogía
escolar, para que la tensión entre igualdad y diferencia se mantenga como espacio
incómodo pero productivo en la búsqueda de distancias amorosas, de justicias sensibles.
Referencias:
1-
Bibliografía citada
Arendt, H. (1996). “La crisis de la educación”, en: Entre el pasado y el futuro. Seis
ensayos de filosofía política. Madrid, Paidós.
Auyero, J. (2000), Poor People´s Politics. Peronist Survival Networks and the Legacy of
Evita. Durham, NC & London, Duke University Press.
Bergala, A. (2007). La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del cine
en la escuela y fuera de ella. Barcelona, Laertes.
Corea, C., y Lewkowicz, I. (1999). ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución
de la niñez. Buenos Aires, Lumen-Humanitas.
Eltit, D. y Errázuriz, P. (1999).El infarto del alma. Santiago de Chile, Francisco Zeigers
Editor.
Fassin, D. (2004). Des maux indicibles. Sociologie des lieux d’écoute. Paris, La
Découverte.
Jay, M., “Must Justice Be Blind? The Challenge of Images to the Law”, en: Douzinas, C.
N., Lynda, Ed. (1999). Law and the Image. The Authority of Art and the Aesthetics of
Law. Chicago & London, The University of Chicago Press.
McCarthy, C. (1998). The Uses of Culture. Education and the Limits of Ethnic
Affiliation. New York, Routledge.
Sarlo, B. (2001), Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura, Buenos Aires,
Siglo XXI Editores Argentina.