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Clase 4: Igualdad y diferencia en el contexto educativo. Inés Dussel.

Sitio: FLACSO Virtual


Curso: Pedagogías de las diferencias Cohorte 6
Clase: Clase 4: Igualdad y diferencia en el contexto educativo. Inés Dussel.
Impreso por: María Ernestina Liebau
Fecha: sábado, 29 de octubre de 2011, 19:54

Tabla de contenidos

 1. Introducción
 2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora
 3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia
 4. Entre la justicia y el amor
 5. Otra vuelta sobre el amor y la educación
 Bibliografía citada

1. Introducción

Inés Dussel

Escribir en medio de un curso tiene ventajas y desventajas. Por una parte, se agradece
que la conversación ya esté iniciada y que algunos acuerdos y desacuerdos hayan sido
alcanzados. Pero por otra parte, sobrevuela la obligación de referir a los textos y las
discusiones de otros, a los jalones que fueron dejándose en este recorrido que lleva ya
algún tiempo. Y, más pedestre, está la sensación de que uno repite algo que ya ha sido
dicho, y que seguramente ha sido dicho de mejores maneras que las que nos sentimos en
condiciones de decir.

Quizás necesito explicitar, a modo de exorcismo, algo de esto, para sentarme a escribir
esta clase. También quiero explicitar que me gustaría intervenir en esta conversación en
curso desde una perspectiva particular: la de la pedagogía escolar. No quiero reducir lo
educativo a lo escolar: ya hubo mucho de eso, y aprendimos sobre las limitaciones y
pobrezas de esas perspectivas. Pero tampoco quisiera sumarme a la línea
desescolarizante y a los discursos sobre la crisis terminal de la institución escolar, que
simplifican situaciones que son bien complejas.

Parto de que la escuela ha supuesto un orden institucional particular, histórico y


contingente, que ha tenido mucho que ver con la producción de profundas exclusiones y
desigualdades. En la primera parte de esta clase, trabajaré ese argumento con más
profundidad. Pero también tengo la convicción de que la escuela sigue siendo un espacio
importante para pensar en políticas plurales, en una expansión de los márgenes de la
libertad o en la construcción de movimientos democráticos. A pesar de todos los
planteos del declive de la escuela como espacio de aprendizajes relevantes, las escuelas
todavía son, por lejos, la institución pública más importante en promover algún tipo de
“sentido común” (definido, más o menos libremente, en relación a la cultura letrada, y
no por el mercado de las industrias culturales) y también son de las pocas (si no de las
únicas) instituciones que se preocupan por los efectos que la cultura y la sociedad
producen en los sujetos. Quiero aclarar que, cuando digo “se preocupan”, me refiero a
cierto tipo de reflexión, y acción, como la que tiene que ver con la definición de un
curriculum como norma pública, y con algún seguimiento, aunque sea laxo, sobre lo que
los sujetos aprenden. Que esto tenga un costado autoritario y de imposición, nadie lo
duda; pero creo que es mejor correr ese riesgo -y en todo discutir y cuestionar esa
autoridad que construye la escuela- que promover el abandono de cualquier discusión
pública sobre qué nos constituye como sociedad, qué lazos queremos mantener en
común, y qué queremos legarles a los que siguen.

El cineasta Alain Bergala, además editor de la famosa revista Cahiers du Cinéma, dice
algo similar en su libro sobre la transmisión del cine en la escuela:

“La escuela es la mejor situada, si no la única, para resistir a la amnesia galopante a la


que nos acostumbran los nuevos modos de consumo de las películas (…). Una de las
principales funciones de la escuela, hoy en día más problemática que nunca, consiste en
tejer algunos hilos conductores entre las obras del presente y del pasado, en urdir lazos,
trazar esbozos de filiaciones sin las que la confrontación con la obra tiene todas las
probabilidades de quedar asfixiada, incluso si la obra es de calidad.” (Bergala, 2007: 69-
70)

En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el arte y
con la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no necesariamente es
inmediato, la escuela puede jugar un papel importante. Lo mismo podría decirse en
relación a otros aspectos de la cultura. Contra la visión espontaneísta y romántica de la
naturaleza humana, uno llega a ser quien es después de muchos avatares en los cuales la
confrontación con la cultura y con los otros son fundamentales. Claro que esto no
implica defender a la escuela tal cual es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas
veces no ayudan a percibir el mundo de manera más plural, ni siempre permiten
encuentros desafiantes e interesantes con los saberes. Lo que quiero sostener es que
pensar en su carácter contingente y histórico habilita a señalar que hay otras
articulaciones posibles, que hay otros caminos o tecnologías que podrían haberse
tomado, y que, tal vez, hubieran supuesto otros recorridos para muchos sujetos, otra
relación con el saber, otra relación con el poder, otras prácticas de libertad.

Al mismo tiempo, me parece importante señalar algunas tensiones presentes en las


nuevas pedagogías que buscan (me incluyo: buscamos) estructurar experiencias
educativas con márgenes más amplios de libertad. No podemos desconocer que la
escuela, en tanto organización burocrática y pedagógica masiva, plantea limitaciones a
las propuestas libertarias. ¿Cómo se hace para promover prácticas de libertad en el
marco de un sistema escolar que tiene que garantizar cierta relación con los saberes a
todos? ¿Cómo convive eso con la condición laboral de los docentes, que quieren –con
toda razón- que haya igual paga por igual trabajo, y cuyos gremios no permiten, las más
de las veces y por buenas razones, la contratación de perfiles no docentes en las
escuelas? ¿Cómo se evalúan experiencias tan disímiles, de modo de mantener algún
horizonte más igualitario? ¿Cualquier propuesta debe ser bienvenida, o habría que
pasarla por algún tamiz, cuyas características se vuelven mucho más difíciles de definir
en cuanto nos ponemos “prácticos” y pensamos quiénes lo definen, cómo lo definen, por
cuánto tiempo, etc.etc.? No tengo respuesta para todas estas preguntas, pero me parece
que son preguntas importantes sobre el cómo se hacen las cosas, sobre las tecnologías
concretas de acción educativa, que no son menospreciables.

Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar en
alguna serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de las escuelas
en el último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante y polémico de un
australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato de hacerse más y más
popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando formas y saberes del entorno
y de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva y hospitalaria se puso en
el centro de su ideario (Hunter, 1998). La escuela se fue familiarizando, y la familia se
fue escolarizando. En palabras de Hunter:

“El carácter burocrático-pastoral de la organización (escolar) significó que la


escolarización pudo transformar a la familia sólo personificando la forma ideal de esta
última. Y eso significó que la normalización escolástica (escolar) de la familia vino
siempre acompañada por una “familiarización” recíproca de la escuela.” (Hunter, 1998:
153).

Quizás ya han visto la película de Abbas Kiarostami, “¿Dónde está la casa de mi


amigo?”(1987). En la primera escena (http://www.youtube.com/watch?
v=efBXQySlaUs), el maestro toma lista y revisa los deberes de los alumnos. Esa es una
típica escena escolar que muestra el control burocrático: el maestro enfatiza que todos
deben llegar temprano y hacer sus deberes para poder avanzar en la escolaridad. El
maestro dice: “Si vives lejos, debes salir antes”. O también habla más o menos en estos
términos: “No me importa si jugaste con tu primo, igual debes hacer la tarea”. Las
sanciones son rígidas y terminantes, iguales para todos, independientemente del mayor o
menor esfuerzo que hacen en venir a la escuela. Nematzadé llora desconsolado ante el
reto, y el maestro no parece conmoverse. Que a todos nos resulte tremendamente
violenta esta escena habla de cuánto hemos cambiado en nuestras imágenes sobre la
escuela: debe ser más hospitalaria, acogedora de las diferencias, valorar los esfuerzos
respectivos y tomar formas más maternales de cuidado.

Vuelvo al argumento de Hunter. El desafío de incluir a todos, de hacerle lugar a los


saberes populares y a las demandas y necesidades locales, puso un límite fuerte a la
igualdad burocrática que planteaba la escuela moderna, y fue conllevando un
desplazamiento del ideal más “burocrático” y abstracto de igualdad educativa hacia un
ideal de inclusión localizada, adaptada, organizada según el gusto del público. No elijo
estas asociaciones por casualidad: me interesa destacar la cadena de asociaciones entre
adaptación local – audiencia – consumo de masas, porque son movimientos que se
fueron dando en paralelo. Quizás Hunter debería incluir un tercer o un cuarto término en
la relación escuelas-familias: el mercado, las industrias culturales de masas, han
transformado profundamente las relaciones sociales, la idea de lo íntimo y lo privado, y
las razones públicas.

Aquí es donde las propuestas libertarias se articulan a aliados impensados como las
industrias capitalistas culturales que promueven como único criterio el gusto o la
satisfacción del cliente. Digo esto, y me asusto un poco, porque el argumento parece
llevar a defender el monopolio del estado en la decisión del bien común. Espero que no
sea leído así. Creo que la comparación más adecuada es con el trabajo de Jacques
Donzelot, “La policía de las familias” (1979), una historia de los saberes y tecnologías
de gobierno de las familias que muestra cómo el feminismo de fines del siglo XIX
terminó aliado al Estado capitalista y a las profesiones burguesas de control de los
cuerpos y las almas (medicina, trabajo social, pedagogía) para desbancar el poder del
Pater Familias. A nadie se le ocurriría (bueno, probablemente a algunos sí, pero no nos
contamos entre ellos) volver al status quo anterior, con el poder del padre sobre la vida y
la muerte de los integrantes de la familia; pero eso no implica dejar de reconocer que la
victoria del feminismo tuvo costos altos en sus propias capacidades de acción, y que
alimentó poderes igualmente peligrosos y dañinos.

Lo que me gustaría argumentar es que sería bueno ubicarnos en estas nuevas


coordenadas histórico-políticas, y tomar posición de forma no ingenua. Lo local y lo
familiar han sido articulados por estrategias políticas distintas, hasta antagónicas, pero
que se encuentran en terrenos similares. La referencia al ideal de igualdad burocrático es
a veces el único espacio en el que se confronta con las dinámicas mercantilistas. No es
que me satisfaga, pero precisamente porque no me satisface me parece que sería bueno
rearticular una propuesta igualitaria con otras connotaciones, con otras alianzas. Es el
tipo de igualdad como punto de partida, como hipótesis a comprobar, que propone
Jacques Rancière en “El maestro ignorante” (1987): un proyecto ético-político que parte
de la dignidad irrevocable de toda vida humana, y de una profunda inquietud moral con
la injusticia y la desigualdad.

Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien resuelta
(debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre igualdad y
diferencia en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría desplegar en esta
clase, en la que seguramente plantee más preguntas que respuestas. Y es quizás por eso
que me decido a incluir un subtítulo que quiere interrumpir esa discusión desde otras
lógicas, las de la justicia y el amor. Que son, y no son, maneras de rondar las mismas
preguntas: qué hacemos en/con la escuela para hacerle lugar a la diferencia y la
singularidad, y cómo lo hacemos para que eso no implique renunciar a la igualdad como
proyecto ético -político democrático.

2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora

En su clase, José Contreras discute la igualdad homogeneizante tal como fue planteada
por la escuela. Me gustaría retomar y ampliar sus aportes para volver a colocar la
cuestión ética y política de la propuesta escolar, y del acto de educar en general. Voy a
proponerles un breve recorrido histórico de cómo se planteó la cuestión de la igualdad
desde el ideario de la revolución burguesa a las discusiones más recientes sobre
estructurar propuestas heterogéneas.

La idea de igualdad fue uno de los pilares de la expansión de los sistemas educativos
modernos. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la revolución francesa se
llamaban “casas de igualdad”, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la
misma alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado (Chevallier y Gosperrin
1971). En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros miembros de su generación
implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela y
recibiendo la misma educación fue motivo de orgullo para muchas generaciones. Todos
debían ser socializados de la misma forma, sin importar sus orígenes nacionales, la clase
social, su condición masculina o femenina o su religión, y esta forma de escolaridad fue
considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los
habitantes.

En esta expansión, la igualdad se volvió equivalente a la homogeneidad, a la inclusión


indiscriminada e indistinta en una identidad común, que garantizaría la libertad y la
prosperidad general. Si esta identidad común e igualitaria se definía no sólo por la
abstracción legal de nivelar y equiparar a todos los ciudadanos sino también porque
todos se condujeran de la misma manera, hablaran el mismo lenguaje, tuvieran los
mismos héroes y aprendieran las mismas cosas, entonces quien o quienes persistiesen en
afirmar su diversidad serían percibidos como un peligro para esta identidad colectiva, o
como sujetos inferiores que aún no habían alcanzado el mismo grado de civilización.
Con pocas variaciones, éste fue el patrón básico con el que se procesaron las diferencias
en las escuelas. Aparecieron una variedad de jerarquías, clasificaciones y
descalificaciones de los sujetos, cristalizando la diferencia como inferioridad,
discapacidad o incapacidad, ignorancia, incorregibilidad. El curriculum que se diseñó a
fines del siglo XIX estuvo centrado en conceptos como homogeneidad cultural y
neutralización de la diferencia (McCarthy, 1998:19). En el caso argentino, además, no
fue posible dejar espacio para subculturas o culturas alternativas al patrón común, o aún
en “identidades compuestas” (hyphenated identities) como fue el caso estadounidense
(cf. Lesser, 1999). La inclusión propuso una homogeneidad con jerarquías, con
diferenciaciones, incluso con expulsiones, y sobre todo con bases muy limitadas para el
disenso. Quienes fuimos a la escuela pública tenemos anécdotas que ilustran esta
dualidad: por un lado, la convivencia con otros sujetos diferentes a los habituales en el
entorno familiar, pero también la presencia de una pedagogía que sospechaba de la
originalidad, que se sentía amenazada por la libertad, y que escasamente preparaba para
algún debate o discusión plural.

¿Qué pasó con este discurso homogeneizante sobre la igualdad escolar? De nuevo, voy a
remitirme a la Argentina, que es el país que mejor conozco. Este consenso comenzó a
quebrarse en la etapa posterior a la dictadura militar que terminó en 1983, cuando se
hicieron más visibles las marcas más autoritarias de esta forma escolar. Los discursos
democratizadores y participativos de la década del ’80 lograron impactar en articular
otras formas de convivencia y en replantear, con el apoyo de las psicologías
constructivistas, al sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la enseñanza,
aunque fueron menos efectivos en cuestionar la estructura básica del sistema escolar.
Julia Varela (1995) ha escrito agudas reflexiones sobre el peso del constructivismo en la
definición de sujetos ahistóricos y aislados, y la carga de clase (de la pequeña burguesía)
de sus definiciones de actividad, interés y participación. Aunque también debe admitirse
que ayudaron, en algunos casos, a reconocer que niñas y niños eran sujetos dignos de ser
escuchados, y que no eran tablas rasas donde se imprimía sin más el deseo adulto.
Empieza a surgir con fuerza la pregunta ética sobre qué derecho tenemos a pretender
ciertas conductas y conocimientos de la infancia.

Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la
tradición homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-
burocráticas con el eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado Beatriz
Sarlo (2001), la ruptura de un imaginario que se pensaba republicano e igualador es
quizás uno de los legados más fuertes que dejó la década del ´90 en la Argentina. La
aceptación de la diferencia y de los caminos sinuosos y originales en el aprendizaje
empezó a traducirse, para algunos, como resignación frente a la desigualdad. “Nos
acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa” (Sarlo, 2001: 133), afirma la ensayista,
tomando como parte de un paisaje estático e inmodificable lo que fue resultado de
políticas concretas, de la acción humana.

Es en esta coyuntura que la “atención a la diversidad” asume un lugar privilegiado en las


políticas educativas. Desde mediados de los ’90, muchas de las políticas educativas se
ejecutaron con la premisa de atender a la diversidad, combinando la focalización de las
prestaciones con ecos del discurso multicultural que proclama la celebración de las
diferencias. Vemos aquí, como lo señalaba al inicio de la clase, alianzas impensadas aún
para sus propios protagonistas. Lo llamativo es que, a diferencia de algunas políticas de
acción afirmativa o discriminación positiva realizadas en otros países en relación con
sectores tradicionalmente excluidos, por ejemplo la integración de las minorías étnicas al
sistema de educación superior en los EEUU a partir de los años ’60, estas políticas
focalizadas no interrogaron las condiciones institucionales y sociales que producen la
exclusión ni se propusieron exceder la forma de la caridad pre-política o del clientelismo
político (Auyero, 2000). La “atención a la diversidad” se volvió muchas veces un
eufemismo de la educación para los pobres, de la distribución compensatoria de recursos
en una situación de desigualdad que se dio por sentada.

Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre los
docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de extrema
pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta en cada uno
de los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco por hacer. “Yo sí
que trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de formación cuando se
comienza a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos
sobre la miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando la apelación a la “diversidad”
cuando se trata de desigualdades e injusticias? Como bien señala José Contreras, la
diversidad es el problema de “los otros”: es claro que esta pedagogía no abre ningún
cuestionamiento a las políticas de normalización y exclusión de las diferencias. Pero
además está el agravante de que “la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe
denunciarse, remediarse o al menos provocar cierto escándalo moral, para convertirse en
una “diversidad” que debe ser tenida en cuenta como los puntos de partida
inmodificables que “traen” ciertos alumnos “porque forma parte de la sociedad”.

3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia

¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para que cada
historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y desplegar otra cosa
que el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a discusión algunas de las
respuestas pedagógicas que se fueron estructurando en estos años para “atender a la
diversidad”.

La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al
“hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante problemático. A
diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía o de pobreza no estaba
bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el tiempo, y no hay más fronteras
claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar. El declive de las instituciones con
programas institucionales fuertes (Dubet, 2003) hace que cobren importancia las
dinámicas particulares, los afectos y las personalidades de quienes las habitan, y que eso
esté en el primer plano todo el tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado
Ian Hunter). Pongo un ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una
escuela muy pobre en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno
le contaba que había participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención,
en la Argentina de hoy, no es que un alumno regular participe de actividades delictivas,
sino más bien que las cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser sancionado
aunque sea moralmente. No está claro qué buscaba ese adolescente al contar esto (¿aval
o sanción? ¿apoyo o freno?), pero lo cierto es que la escuela sigue siendo una de las
pocas instituciones estatales que, aunque débil, sigue en pie, que está obligada a
escuchar dolores, padecimientos y demandas de una manera mucho más abierta que
otras instituciones, y que tiene que navegar en esas turbulencias.

Decimos que la escuela está “obligada a escuchar” porque, al menos en Argentina, la


atención a la diversidad se conjuga con los verbos incluir y asistir. Los “diversos”, los
pobres, los excluidos, deben ser asistidos y contenidos antes que la fractura social se
agrande. La escucha, la contención social, la atención alimentaria, sanitaria y social de
los marginados, son las enormes demandas que se ponen sobre una escuela que ya está
bastante maltrecha en sus recursos materiales y simbólicos. Algunas veces desde los
discursos de la seguridad ciudadana (construir escuelas para evitar que estos chicos se
transformen en delincuentes) y otras veces desde discursos que les reconocen derechos
ciudadanos igualitarios, los docentes se ven compelidos a hacer algo con estos chicos,
algo que la sociedad no ha resuelto en la medida en que no ofrece a las nuevas
generaciones una perspectiva de futuro de pleno derecho, pero que pretende que las
escuelas resuelvan por sí mismas.

No hay dudas que éste no es un problema meramente educativo o que vaya a resolverse
solamente desde la pedagogía. Pero me vienen a la mente algunos ejemplos de acciones
pedagógicas concretas que sí construyen otros espacios y otras políticas a partir de “lo
que escuchan”. Una escuela media en una villa urbana, ante reiterados episodios de
abuso policial a los adolescentes del colegio, se propuso realizar reuniones periódicas
entre las madres activistas y los jefes policiales de la zona para promover más protección
para los alumnos. También reorganizó la enseñanza de la formación ética y ciudadana
alrededor de la idea de sujetos de derecho y derechos vulnerados. Hay otra ética en estas
pedagogías que buscan incluir y asistir de una manera que no desprecie a quienes recibe.

Otras escuelas y docentes, sin embargo, no tienen necesariamente estas estrategias o


actores a mano. Una de las preguntas que nos aparece últimamente es qué escuchan los
docentes “obligados a escuchar” –valga la redundancia- el dolor y la injusticia que
enuncian sus alumnos: ¿escuchan una historia? ¿escuchan un destino? ¿Qué significa
incluir al otro, con todo lo que trae? Más aún, nos preguntamos: ¿qué necesitan saber
hoy los docentes para educar de otra manera? ¿Necesitan saber todo sobre la historia de
sus alumnos, o más bien necesitan saber que pueden educar? Algunos docentes nos
manifestaban hace poco: “prefiero no saber tanto de mis alumnos. Prefiero no enterarme,
si no, no puedo trabajar.” Escuchar, en estos casos, es confirmar un diagnóstico
sociológico ya determinado: un estigma. Es preferible no escuchar, pero también en ese
caso tampoco parece haber lugar para conmoverse, para algún encuentro con el otro.
Otros docentes, con trescientos o quinientos alumnos por semana, literalmente ni saben a
quién tienen enfrente, y, casi anestesiados frente al sufrimiento ajeno, perciben a sus
alumnos como amenaza o como enemigos. El tema de la escucha, por otro lado, viene a
caracterizar cada vez más a las profesiones que están en contacto con poblaciones con
alto grado de padecimiento social. Didier Fassin (2004), en un estudio sociológico sobre
los psicólogos y asistentes sociales que trabajan en zonas marginales, señala la dificultad
en que se encuentran estos profesionales que pueden hacer poco más que escuchar el
dolor de los demás. Es aquí donde la frase de Sarlo sobre la impiedad vuelve a cobrar
sentido: por un lado, la impiedad del desamparo, de los alumnos que portan historias
duras y terribles pero también de los docentes que no saben qué hacer con ellas, muchas
veces igualados en el desamparo.

¿Hay maneras de “escuchar” o “ver” la diferencia de otro modo? Tomo, por ejemplo,
una imagen tomada por un fotógrafo francés, Olivier Culmann, que tiene un ensayo
fotográfico sobre las “escuelas del mundo”.

BOLIVIA. Esta mañana, en un rincón de la clase, fotografié a un alumno que se aburre.


Es el hermano de un alumno mayor. Se encuentra allí porque sus padres trabajan en el
campo. Está esperando a ser más grande para poder aprender. Le han dado un papel.
Quizás, para que se acostumbre. Este chico es bello como una postal de América del Sur.
Tengo miedo de esta foto, y de la ambigüedad de esta forma de estetización. Tengo
miedo de que en otros lugares, la gente no vea más que un niño pobre de otro país pobre
de una América del Sur forzosamente pobre. Sin embargo, yo no quise más que
fotografiar a un alumno que se aburre. (Olivier Culmann, Les mondes de l’école)

Trabajo esa foto en actividades de formación docente, y frente a la pregunta de qué ven
en esta foto, aparecen los siguientes descriptores: pobreza (precariedad del entorno,
chuyo del niño, banquito en vez de banco y silla escolar), cansancio (la posición del
lápiz), espera (idem), soledad (tendría que haber un otro que no hay en esa imagen, la
educación siempre tiene que ver con más de uno), opresión. También algunos,
generalmente una minoría, “ven” belleza, felicidad, una situación extraordinaria y hasta
violenta (invierte la disposición habitual de los cuerpos en el aula, al estar de espaldas al
pizarrón), esperanza, “a pesar de”. En un encuentro reciente, surgió también la cuestión
del artificio de la representación, lo forzado de la composición, y hasta la bronca porque
aparece la misma mirada “antropológica” de la diferencia y la pobreza.

En mi opinión, lo valioso, o hasta lo extraordinario de esta foto, no es lo que muestra,


sino el epígrafe que la acompaña. Veamos lo que dice.

BOLIVIA. Esta mañana, en un rincón de la clase, fotografié a un alumno que se aburre.


Es el hermano de un alumno mayor. Se encuentra allí porque sus padres trabajan en el
campo. Está esperando a ser más grande para poder aprender. Le han dado un papel.
Quizás, para que se acostumbre.
Este chico es bello como una postal de América del Sur. Tengo miedo de esta foto, y de
la ambigüedad de esta forma de estetización. Tengo miedo de que en otros lugares, la
gente no vea más que un niño pobre de otro país pobre de una América del Sur
forzosamente pobre.
Sin embargo, yo no quise más que fotografiar a un alumno que se aburre.
(Olivier Culmann, Les mondes de l’école)

Este epígrafe, en cierta manera, desmiente la foto, y trae nuevos sentidos que abren otras
preguntas. El ejercicio de ver la foto y discutir su epígrafe permite una primera entrada a
lo que “vemos” cuando “vemos” imágenes de niños pobres. ¿Qué sentidos estamos
acostumbrados a poner, y a encontrar, en esas imágenes de infancia? ¿Puede un niño
pobre aburrirse? ¿Puede estar cuidado aunque esté solo? Y también, en línea con lo que
dice Jorge Larrosa en su clase, ¿puede esa violencia de la representación artística ser, sin
embargo, más amable y más hospitalaria que el pretendido realismo?

Habría mucho más para decir, y para traer al debate, sobre el “escuchar” y el “ver” que
se despliega en nuestras pedagogías de las diferencias. Digamos por ahora que, como ha
venido sosteniéndose a lo largo de este curso, son dos verbos que no habría que tomar a
la ligera.

La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo de
respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de vincularse
a los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca como iguales. La
compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por Aristóteles en su Retórica, y
que asume otras connotaciones desde su articulación al discurso religioso del
cristianismo. Lo que es menos habitual es considerarla parte de las políticas
“progresistas”, inauguradas con la Revolución Francesa. Recurro aquí al texto de
Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, donde ella describe la política de la compasión
que estructuró los lazos sociales sobre las premisas del sufrimiento y la conmiseración
(Arendt, 1990). La emergencia de la esfera pública burguesa centrada alrededor del
“espectáculo del sufrimiento” (les malheureux, los infelices/pobres cuyo dolor debe ser
reparado por la revolución) establece un modo de relación con los otros que privilegia
una política de la compasión (Arendt, 1990). Arendt oponía una política de la compasión
(conmiserar a los pobres, y hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto
de vista “del espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la
justicia, que se centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.

Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del
respeto y la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión por los
pobres conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la justicia (Sennett,
2003: 146 y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el discurso de la diversidad
desde la pregunta por la justicia. Esta es una pregunta política y ética que atraviesa al
conjunto de la organización escolar y al curriculum, que no se resuelve en el espacio de
la “educación para los pobres” sino que exige que nos replanteemos el horizonte de
igualdad ciudadana que estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al
sistema en su conjunto. Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada,
sacarlo del coto de “los otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico
sobre el conjunto, y sobre cada uno de nosotros.

4. Entre la justicia y el amor

Veamos, entonces, algo de lo que quería traer con mi subtítulo. Las lógicas de la justicia
y del amor en la educación, ¿podrán decirnos algo nuevo sobre la escuela y sobre la
pedagogía de la diferencia? En el curso, ya se ha discutido sobre la relación educativa
como relación amorosa y su relación con el “don”, el “dar” como elemento intrínseco al
acto de educar. También se habló de la justicia, porque las pedagogías de las diferencias
se articulan fundamentalmente a partir de la voluntad de una educación más justa.

En lo que sigue, me gustaría tratar de poner juntas las lógicas de la justicia y las del
amor, para ver si pueden ayudarnos en esta tensión entre igualdad y diferencia en la
pedagogía escolar. El filósofo Paul Ricoeur, en un agudo ensayo sobre ambos términos,
dice que el amor tiene que ver con la dinámica desproporcionada del dar, del
preocuparse por el bienestar del otro sin esperar nada a cambio; la justicia, a su vez, se
vincula a una dinámica del distribuir, de pensar en el reparto, de la reparación y de la
igualdad de los seres humanos (Ricoeur, 2001).

Propongo, para eso, revisar una serie de imágenes de la justicia, porque quizás haya que
volver a abrir esos términos para poder pensarlos conjuntamente. Tomo como base el
trabajo del historiador de la cultura Martin Jay (1999), que con una gran erudición
recorre la iconografía de la justicia en la cultura occidental. Empieza por una imagen
romana de la diosa Justitia, personaje femenino que tenía una espada en una mano,
representando al poder del Estado, y la balanza en la otra, imagen que- señala Jay- ya
estaba presente en el Libro de los Muertos de los egipcios y que simbolizaba la claridad
de juicio sopesando los méritos de ambas partes.
La segunda imagen, “La erupción de la Justicia en causas imaginarias: El juicio a Satán
y la Reina Ratio”, es una representación del siglo XV. La justicia sigue siendo un ícono
femenino, como hasta nuestros días; lo que llama la atención es que esta justicia basa su
habilidad en la evidencia visual que puede recolectar, en su capacidad de vincularse a lo
sensible.
Una tercera imagen, de 1494, muestra a la Justicia con los ojos vendados, en lo que Jay
refiere como “el modo más enigmático de los atributos de la Justicia”. Esta imagen está
tomada de un libro en alemán, El barco de los locos, y se hizo muy popular rápidamente.
Lo curioso es que en esta versión, el hecho de estar tapados sus ojos significa que le han
robado la capacidad de entender bien las cosas, de sostener bien su espada y de ver qué
hay en su balanza.

Jay señala la relación entre este vendaje en los ojos y la iconografía de muchas otras
figuras medievales, igualmente vendadas: la Muerte, la Ambición, la Ignorancia, la Ira.
Incluso Cupido era representado como un niño con ojos vendados, “no sólo porque el
amor oscurece el juicio sino porque Cupido estaba en el lado equivocado del mundo
moral” (Jay, 1999:20). Un caso emblemático es la representación de los judíos. En una
escultura de la Catedral de Estrasburgo, del siglo XIII, llamada “La sinagoga”, puede
observarse cómo la ceguera o incapacidad de ver es connotada negativamente como “la
resistencia a la iluminación de la luz divina, (…) contrastada con la Iglesia de ojos
abiertos.” (Jay, 1999:21)

Jay sigue la pista de esta asociación y encuentra un cambio con la Reforma protestante,
que toma seriamente la prohibición de las imágenes y se vuelve iconofóbica. “Ahora era
nuevamente una virtud resistirse a lo que San Agustín había llamado célebremente “la
lujuria de los ojos”. Una justicia vendada podía evitar así las seducciones de las
imágenes y alcanzar la distancia desapasionada necesaria para dictar veredictos
imparcialmente.” (Jay, 1999:22). La ceguera de la justicia es la forma en que se la piensa
neutral e  imparcial, resistente a las tentaciones de la debilidad de la carne, y para no
perderse en el mundo. Pero parece que eso se hubiera logrado a costa de invalidar una
parte de la humanidad, de dejar de lado la sensibilidad, de no ver el rostro de los otros.

Martin Jay reconoce que esta imagen de los ojos vendados tenía algunos antecedentes en
Plutarco y en otras imágenes egipcias donde la ceguera implicaba neutralidad; esa serie,
sin embargo, había sido minoritaria por muchos siglos. A partir de la reforma
protestante, la iconografía –incluso en los países católicos- empieza a ser más austera, y
la imagen de la justicia comienza a ser emplazada dentro o cerca de los edificios
públicos, invistiendo al emergente Estado de los valores ético-políticos del
protestantismo. La justicia empieza a ser subsumida por la ley, que quiere reducirla a
una cantidad perfectamente mensurable, dominada por un principio de intercambios
equivalentes -como si la ética y la política pudieran reducirse a eso-.

Cabe aclarar que Jay sigue de cerca, en estas reflexiones, la “Dialéctica del Iluminismo”
de Adorno y Horkheimer. Un enunciado me parece particularmente interesante para la
reflexión en este curso:

“El vendaje sobre los ojos de Justitia no sólo significa que no debería haber ningún
asalto sobre la justicia, sino que la justicia no se origina en la libertad…” (citado por Jay,
p. 25)

La libertad está vinculada, en opinión de Adorno y Horkheimer, a la capacidad de ver. Y


Jay cree que en esta capacidad de ver, el hecho de que la Justicia sea un ícono femenino
no es un dato aleatorio. Sin esencializar las diferencias de género, remarca que hay una
construcción histórica en torno a la forma de dominación patriarcal y la abstracción
visual, que contrasta con la mirada “femenina” en las asociaciones que la cultura
occidental ha construido en torno a ella, esto es, con una sensibilidad más aguda y
refinada a los detalles y los contextos específicos. Es esta sensibilidad lo que la visión
legalista de la justicia quiere tapar o apagar, y por eso le venda los ojos.

5. Otra vuelta sobre el amor y la educación

Jay termina abogando por una justicia que pueda habitar una tensión creativa entre las
particularidades concretas y contingentes y algunos criterios prescriptivos abstractos que
nos protejan de los “malos legisladores y juristas”. Lanzados al libre arbitrio de los
jueces, es probable que mucha injusticia sucediera; pero una justicia ciega a lo singular
es también pasible de tremendas injusticias –como expresamos en la primera parte de
esta clase-. La erudición de Martin Jay viene al rescate para proponer una imagen de la
justicia que combine “el rigor de la subsunción conceptual con la sensibilidad a la
particularidad individual” (a la singularidad, diríamos nosotros). Es una imagen de los
Países Bajos, de 1567, tomada de un libro de J. de Damhoudere, “Praxis rerum
civilium”, y muestra a la justicia con dos caras.

Jay la describe así:

“La primera cara tiene los ojos abiertos, capaz de discernir la diferencia, la alteridad y la
no identidad, mirando hacia la mano que sostiene la espada, mientras que la otra,
mirando hacia la mano que tiene la balanza de la imparcialidad de las reglas, tiene los
ojos vendados. Porque sólo la imagen de una deidad de dos caras, una criatura híbrida y
monstruosa, una alegoría que resiste la subsunción en un concepto general, sólo esa
imagen puede hacer, por así decirlo, justicia a la dialéctica negativa, quizás incluso
aporética, que vincula a la ley y la justicia.” (Jay, 1999:35).

Esta imagen de la justicia, entonces, asume algo de la lógica del amor de la que habla
Ricoeur en la cita mencionada al principio de este apartado. Es una lógica que no es sólo
la de las equivalencias, aunque las tenga que incluir en tensión permanente. Es una
mirada atenta a lo singular, una mirada sensible y una mirada implicada en el mundo. En
ese sentido, me parece evidente que es una mirada amorosa. Es una justicia que se
pregunta por la igualdad sin desatender la diferencia.

Llego, entonces, al último punto del recorrido que quiero proponerles aquí, y que se
suma a las conversaciones que vienen sosteniendo en el curso sobre la cuestión del amor.
Recurro a la literatura: se trata de un ensayo de palabras e imágenes escrito a dúo por las
chilenas Diamela Eltit (escritora) y Paz Errázuriz (fotógrafa), sobre la experiencia del
amor entre los enfermos mentales del hospital chileno de Putaendo1 : Cito (disculpen la
extensión):

“Las parejas se me confunden. Hay gran cantidad de enamorados. ¿Hay enamorados?


Margarita con Antonio, Claudia con Bartolomé, Sonia con Pedro, Isabel y Ricardo, y así
y así y así. ¿Cuál es el lenguaje de este amor?, me pregunto cuando los observo, pues ni
palabras completas tienen, sólo poseen acaso el extravío de una sílaba terriblemente
fracturada. Entonces, ¿en qué acuerdo?, ¿desde cuál instante?, ¿qué estética amorosa los
moviliza? Veo ante mí la materia de la desigualdad cuando ellos rompen los moldes
establecidos, presencio la belleza aliada a la fealdad, la vejez anexada a la juventud, la
relación paradójica del cojo con la tuerta, de la letrada con el iletrado. Y ahí, en esa
descompostura, encuentro el centro del amor. Comprendo ejemplarmente que el objeto
amado es siempre un invento, la máxima desprogramación de lo real y, en ese mismo
instante, debo aceptar que los enamorados poseen otra visión, una visión misteriosa y
subjetiva, Después de todo los seres humanos se enamoran como locos. Como locos...
“Anteanoche y anoche y esta mañana... Anteanoche y anoche y esta mañana” canta una
de las asiladas por los pasillos del corredor de una de las secciones. Canta una tonada,
una tonada que me parece simétrica a su cuerpo que se dilata, que se tuerce por una
parálisis lateral, un cuerpo parcialmente impedido pero no por eso menos afectuoso.
Canta con una voz sentimental que me sobrecoge. Sobrecogida por su canto, saludo a la
última pareja de la mañana. No se acuerdan cuánto tiempo están juntos: “Mucho...
mucho”, dicen. No saben ver la hora, no saben leer, no saben cuántos años están
internados en el hospital, no saben nada de sus familiares. Pero él le da el té y el pan con
mantequilla. Ella lo cuida.
.....
El amor aparece en el hospital del pueblo de Putaendo apenas como una cita
tercermundista de un modelo ya cesado. Resurge entre los cuerpos que transportan las
más ásperas huellas carnales de su desamparo social. Revoltosos, ágrafos, confinados,
los pacientes del hospital atrapan y birlan el mito depositado en el lugar, para poner en
movimiento la poderosa máquina amorosa, con la certeza de apelar a un modelo ya
irreconciliable porque está anclado únicamente en la imposibilidad, un modelo que está
aferrado a las ruinas de una arquitectura dada de baja por el consenso que produce el
amplio acuerdo de todos los diversos tiempos.
Pero obstinadamente reaparece.
Entonces, hablemos pues del amor:
Me enamoro. Me arriesgo a perder mi calidad ciudadana.
Ah, un día tú y yo habremos de llegar como enfermos hasta el gran cementerio del
amor. Las montañas serán las carceleras.”

(Eltit, Diamela y Errázuriz, Paz, El infarto del alma, Francisco Zeigers Editor, Santiago
de Chile, 1999)

Este extracto seguramente podría organizar otra clase, pero no resistí a la tentación de
ponerlo básicamente porque creo que es muy sugerente para pensar en una ética y una
estética del amor no sentimentalista, por fuera de los clichés que suelen acompañar al
discurso amoroso. Creo que habla de la posibilidad de “escuchar” y “ver” algo más que
pobreza, marginación, soledad (la serie que se asocia a los discursos sobre la diversidad),
y encontrar la fuerza vital que nos sostiene a todos, en muy distintas circunstancias. Me
gusta, sobre todo, esa idea de arriesgarse a perder la calidad ciudadana en la entrega
amorosa. No es una lógica de equivalencias la que se pone en acto en una relación
afectiva, y la educación tiene que ser un acto de implicación con el otro y con uno
mismo. El lenguaje de la justicia es muy importante en la educación, y creemos, como
venimos sosteniendo desde el principio de la clase, que la preocupación por las
injusticias y la desigualdad no tendría que abandonarse. Pero también es importante
empezar a hablar algún lenguaje del amor (ojalá nos saliera tan bien como a Diamela
Eltit), donde la “calidad ciudadana”, los discursos de los deberes y los derechos, no lo
son todo, porque se juegan otras cosas: la dependencia mutua, lo irracional, la risa, el
llanto, el estómago, el placer, en fin: las pasiones menos gobernables pero más
poderosas.

Ahora bien, ¿es eso todo? No es que sea poco, por supuesto; pero me da la impresión
que a veces nos instalamos demasiado cómodamente en los discursos amorosos, y parece
suficiente con “amar a los niños”, “amar al diferente”. Insisto con la sensación de
incomodidad e inquietud del principio, y a la idea de que hay que vivirla como “tensión
creativa” –en las palabras de Martin Jay-.

El punto es que creo que en la educación, junto al aprendizaje amoroso, se trata del
aprendizaje de las distancias, de las reglas, de algunos criterios o principios más
abstractos y generales con los cuales poner en tensión (sopesar, como los balancines de
la justicia) nuestras decisiones. Y vuelvo a las preocupaciones iniciales explicitadas en
esta clase, en torno a las condiciones histórico-políticas en las que estamos. La cuestión
de la distancia aparece valorada, crecientemente, como un contrapeso valioso a la hora
de despegarnos de tanto impacto directo que generan las industrias culturales. La
distancia sería, para una línea que reconoce en Bertoldt Brecht a uno de sus mejores
teorizadores, la posibilidad de la singularidad, del “disculpe, pero preferiría no hacerlo”,
al decir de Carlos Skliar/Bartleby-Melville. La posibilidad de la libertad, nada más y
nada menos.

Pienso, por ejemplo, y no es un tema menor, en el “efecto fusional y confusional” de las


pantallas de hoy. Para una analista francesa, Marie-José Mondzain, la violencia de los
medios reside precisamente en “la violación sistemática de la distancia. Esta violación
resulta de estrategias espectaculares que embarullan, voluntariamente o no, la distinción
de los espacios y los cuerpos para producir un continuum confuso donde se borra toda
chance de alteridad. La violencia de la pantalla comienza cuando no hace más pantalla.”
(Mondzain, 2002: 53-4). Me parece que este aspecto es algo a tener en cuenta para
discutir qué debería enseñar hoy la escuela, porque ése es un saber que no está
disponible en otros lados. Como dice el crítico de cine Angel Quintana, la escuela
debería promover menos directo televisivo y más distancia crítica, que tiene que ver con
que todos tengamos más posibilidades de tener una aproximación justa, que no es una
aproximación indiscriminada. La alteridad tiene que ver con la distancia. El encuentro
con otros tiene que ver con la distancia entre ellos y uno mismo, distancia que debo
recorrer de maneras siempre nuevas e impredecibles.

El tema de la distancia ya había aparecido en esta clase cuando hablamos de los docentes
que pedían “saber menos” de sus alumnos, o cuando, ante el abuso policial,
estructuraban espacios protegidos y mediados por la palabra (esto es, por la construcción
de una cierta distancia) entre policías y las familias de los adolescentes en conflicto con
la ley. Creo que tenemos que trabajar más en esta dirección. Muchas veces, en la
urgencia del trabajo escolar y también urgidos por la demanda amorosa (la propia y la
ajena), cuesta tomar esta distancia justa, que no es negligencia ni es indiferencia, sino es
precisamente la posibilidad de ser uno y ser otro dentro de una relación amorosa. De
paso, volvería a leer al escrito de Diamela Eltit, que dice que al enamorarse se arriesga a
perder su calidad ciudadana, no que se pierde del todo. Toma ese riesgo, y en esa
decisión, reafirma su libertad. Algo de ese gesto debería repetirse en la pedagogía
escolar, para que la tensión entre igualdad y diferencia se mantenga como espacio
incómodo pero productivo en la búsqueda de distancias amorosas, de justicias sensibles.

Referencias:

1-

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