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Tan triste como ella

TAN TRISTE COMO ELLA


(Apuntes de dramaturgia)

Diego Fernando Montoya

1-Vestidos o crisálidas.

“Y, sobre todo, saber que para vos nacía la curiosidad y yo empezaba a perderla.
Es posible que mi matrimonio contigo haya sido mi última curiosidad verdadera”.

I- Vestidos de novia, mudos, como monolitos, como


antiguas tumbas. Vacíos y erectos. Quietos, ven pasar
a los otros, a los que vienen a mirar. Embalajes de la
ilusión. Embalajes del deseo. Envoltorios de la promesa
sexual.
Se estremecen los vestidos, tímidos, con dificultad,
lentamente. Ínfimas hojas de hierba sacudidas. Cámara
lenta una pupa. Crisálida. Algo de dolor hay. Danza de
dolor. Parirse.
A lo lejos, inmune, Esther Borja rechina lágrimas
negras desde una victrola. Herida de aguja sobre
acetato, rasguño en la piel.
No hay pujo, solo breves contorsiones. Nada nace de
ello. O quizá el vacío. Vestidos hueros. Caen o se
deshacen, se desboronan. Queda de ellos un resto de
charco sobre el suelo.

II- Un vestido queda en pie. Vibra. Primero solo la punta


de los dedos, luego las manos que lo sostienen desde el
cuello. De eso se trata, de sostenerse por el cuello para
no caer, no sucumbir, para emerger.
Y lo que emerge es pura piel temblorosa, frágil y
vulnerable como un ternero recién nacido, que apenas
si se puede poner en pie, que intenta no arrastrarse,
que buscará su propia placenta para cubrirse.
Luego sale otro, y otro, y otro… cada uno con un hálito
menor, robado su aire por el otro, más raquítico, más
perdido. Toman los despojos, las frágiles pieles de los
vestidos de novia y se marchan. Quedan los otros en el
piso, como sombras que se marcharán.

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Tan triste como ella

2-Llorar sobre la leche derramada.

“Acurrucada contra el primer frío del alba pensaba en el niño, esperaba el primer
llanto del hambre”.

Ellas. Minúsculos gestos. Se diría que no se mueven,


pero se mueven. Algo en sus dedos, quizá, en su boca,
quizá. Una belleza lejana, insondable, como el último
resplandor de sol sobre una colina. Los vestidos les
cuelgan del cuerpo.
Sus vestidos se deslizan sobre la piel de sus hombros y
caen a un abismo eterno, o no terminan de caer.
La respiración, o el llanto lejano y casi inaudible de un
niño, se pierde antes de ser escuchado.
Los vestidos bajan, liberan los senos, muy despacio, con
desgano, con temor, con morbo.
La leche, a gotas o en chorros, manantial agónico
desbordado, sale de sus pezones y cae al piso.
Y solo queda eso, el golpe de la leche sobre el piso duro.
El sonido de la leche derramada.
Las gotas blancas que salpican sobre el piso duro.
Una lluvia incipiente.
Un aguacero en la madrugada.
Una tormenta.
Un trueno.
Casi un disparo… todavía no.
Dormir.

3-Altares.

“Avanzaba pertinaz en cada bocacalle del sueño y el cerebro deshechos, en cada


momento de fatiga mientras remontaba la cuesta interminable, semidesnuda,
torcida por la valija”.

Soñar.
Dejar que el delirio de los sueños te arrulle.
Una procesión de imágenes, de resplandores
inesperados e indescifrables.
Un organillo de imágenes y una mujer que lo mueve,
proyectando sombras sobre las paredes, el piso y ella

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Tan triste como ella

misma, como una vieja película muda, que precede la


procesión.
Luego una mujer con su acordeón y otra que canta un
viejo tango, y una más que se arrastra sobre una
maleta, o un jardín, o una tumba, o una cama, o todo
eso, y que es observada por un hombre que no es más
que pájaro y jaula, y flores muertas.
Las sigue el jardinero, el obrero, el deseo, lo brutal, lo
que se quiere y se odia con la misma intensidad,
cargando piedras en sus brazos, piedras o troncos que
lo tapan y que dejará caer cada tantos pasos, con un
estruendo inconcebible, para volver a recogerlas.
Y más allá va ella misma, de nuevo, aunque es otra. Ella
con la cara vendada, con el torso atado, herido, con los
senos apretados por delgadas cuerdas, titubeando.
Y luego la sombra, la sombra de todos. La cabeza llena
de ramas erectas que parecen dardos, que le salen
del pelo, como la corona de un santo, o un santo
transfigurado, transfixión de santo mártir con su
cuerpo lleno de flechas.

4-Cardumen.

Ella, horadando la noche con sus pequeños senos resplandecientes y duros como el
zinc, siguió marchando hasta hundirse en la luna desmesurada que la había
esperado, segura, años, no muchos.

Si fuéramos como peces. Si diéramos vueltas, sin


hallarnos, de un lado a otro de una gigante pecera,
intentando salir, creyendo que estamos afuera, y solo
nos golpeáramos la cara contra el vidrio.
Repetirlo hasta olvidar que se repite, como un
cardumen obediente que sigue la corriente sin saber a
dónde.
Hastiarnos de la reiteración cotidiana, pero no
abandonarla.
Repetir cada día, a cada hora, los ritos insulsos en la
pecera. Alimentar o alimentarse, vestirse y desvestirse,
dormir y despertar, y poner la nariz contra la ventana
para esperar, sin saber qué es lo que se espera.
Nuestro ritual más importante es la espera.
Nos mantiene a flote la ilusión de que algo pasara.
Pero no pasa nada.

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Tan triste como ella

Sin embargo hay, adentro, algo que gira, que se mueve,


que no se conforma, ni se vence. Como un guerrero
absurdo que no sabe contra quién pelea, pero no pude
rendirse. La pecera huye de él, más que él de la pecera.
Y el cardumen, impasible, no lo ve.

5-Ahogarse en una pecera.

“Miraba a los hombres, veía erguirse las enormes peceras. Olía el aire, esperaba
la soledad de las cinco de la tarde, el rito diario, el absurdo conquistado, hecho
casi costumbre”.

¡Aire!
¡Maldita sea!
¡Aire!
¿Quién me da aire?
¿Quién me arrastra o me levanta?
¿Quién me saca cuando veo tan cerca a la muerte y
sonrío?
Vuelvo a hundirme. Volveré a hundirme. Mil veces si es
necesario.
Es plácida el agua.
Flotar y caer.
Tocar el fondo, emerger como una burbuja involuntaria.
Recibir la bofetada, la tortura de agua en la cara.

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