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"Certeza de la ceguera" en El fotógrafo ciego. Evgen Bavcar en México. México: CONACULTA, 2014, Colección DIECISIETE, no.6.,2014.

Chapter · January 2014

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Raymundo Mier
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Certeza de la ceguera

Raymundo Mier

contempladas por primera vez, las imágenes fotográficas de


Bav ar parecen ajenas a la ceguera de la que emergen. No hay signos en la
imagen que revelen el allanamiento de la mirada. Acaso, la invención foto-
gráfica señala sobre la imagen rastros de un trabajo fotográfico que más
que de una captura, o un sacudimiento de la mirada, emergen sólo de una
gesticulación silenciosa, de un trabajo corporal que, sin embargo, ha dejado
rastros tenues en las imágenes. La mirada se enfrenta a esos rasgos de for-
ma inadvertida. Son señales apenas presentidas, al margen de cualquier
categoría, en los bordes del sentido, neutras. Sería quizá posible adivinar en
las figuras las huellas del cuerpo y el lenguaje que las han modelado. Reco-
nocer la sombra de las palabras que inventan la escena, del relato tácito que
las modela como una iluminación de la memoria. Entregarse a la imagen
para recobrar de ella las palabras inaudibles que van señalando la posición
de los cuerpos, orientando la incidencia de la luz, prescribiendo su aleja-
miento a la mirada.
O bien, advertir en el juego de contrastes, en la geometría de las luces,
en la fotografía los gestos que dan forma al acto fotográfico, concebir el cuer-
po del fotógrafo volcado en el trabajo de esculpir con la palabra o el cuerpo
los espacios, los objetos, las atmósferas, transformar la orientación de otros
raymundo mier

202 cuerpos. Las imágenes de Bav ar aparecen entonces como una resistencia a
la fotografía, a sus tiempos, a la precariedad de su espera, a su precipitación.
Una resistencia cuyo indicio se advierte apenas en la atmósfera de contras-
tes, en los tonos densos que insinúan los límites de la luminosidad, en los
pliegues de las fisonomías, y la disposición de los cuerpos. Esas imágenes
parecen surgir a contracorriente de los ritmos maquinales e instantáneos
del ojo fotográfico, rechazando la lógica del acecho. En la obra de Bav ar el
acto fotográfico surge más bien de la lenta sedimentación de los espectros
escénicos, pero también de una entrega de la fotografía a la pendiente ob-
sesionante de los sueños, a las invenciones de la memoria. La imagen foto-
gráfica emerge de un incierto atavismo de las formas. Se va bosquejando,
a través de la serie fotográfica, una pasión por las intensidades lumínicas
que parecen devolvernos los perfiles tangibles de los cuerpos. Ese apego a
la intensidad de la luz parece hacer más intransigente el agobio de las zo-
nas de sombra que se cierran sobre las siluetas y las fisonomías apenas
arrastradas a la visibilidad. La conjugación de contrastes se vislumbra
como una apuesta a la primacía del deslumbramiento. Bav ar parece ex-
plorar esa alianza entre el deslumbramiento y la extinción de la mirada.
Sus imágenes exhiben en la diseminación de los acentos de luz, los trazos
de una constelación de eclipses, la herida tácita de la luz en los objetos. La
incidencia de los resplandores parece multiplicar las sombras esparcidas
por la imagen. Sombras blancas inscritas sobre el fondo de la oscuridad,
sombras de deslumbramiento sobre las otras sombras que cierran el paso
a la mirada.
La luz en los contornos de los objetos y los cuerpos se dispone como un
paisaje de pliegues de la mirada, como cicatrices que señalan la fascinación
equívoca de lo luminoso. Estas sombras de luz, esa claridad limítrofe alienta
la disolvencia de las formas. Los perfiles y la alternancia de las sombras pro-
nunciadas en la fotografía de Bav ar parecen acentuar la búsqueda de una
concordancia paradójica entre la claridad, llevada al paroxismo, al deslum-
bramiento, y las zonas que evocan la extinción de la visibilidad. La fotogra-
fía insinúa un trayecto de la mirada siempre en la inminencia de su límite.
Marcar lo visible con una intensidad luminosa que lo aproxima a la ceguera:
enceguecer de luz, para así, con ese contraste extremo, arrancar a la fotogra-
fía de la evidencia de la presencia visible de los objetos: desprenderla de la
certeza de la ceguera

percepción para entregar las imágenes a la inminencia del recuerdo o de la 203


fantasía. Construir una geología inaccesible de la luz para arrancarnos de
los objetos, para desarraigarnos de la opresión de las identidades que pue-
blan la visión, para suscitar la mirada de la memoria o del deseo.
La fotografía de Bav ar permite entrever el nacimiento de la imagen
desde la negación abismal de la percepción. La mirada se interna en un es-
cenario vacío, reflexivo, vuelto hacia el silencio de la intimidad, levantado
sobre la intuición de las reminiscencias.

el advenimiento de la ceguera

La ceguera le acaece a las imágenes de Bav ar como una catástrofe ajena. Es


en todo caso algo que sobreviene a la contemplación, como un terror pri-
mordial capaz de impregnarla, como una ansiedad que asedia la memoria
para anunciar la inminencia del duelo. Con el advenimiento de la ceguera
la imagen se presenta ya en su rostro inequívoco: el testimonio de la desa-
parición, de la pérdida, de la fragilidad de la mirada, de su extrañeza habi-
tual, de su condena al exilio sin tregua de los objetos. Es el sobresalto de la
ceguera, implantada en la imagen como un desarraigo, lo que hace visible
la metamorfosis del sentido de la mirada, esa metamorfosis que habita in-
trínsecamente el acto fotográfico. Es una condición cifrada que se revela
siempre antes o después de mirar la fotografía, cuando se empuja a la vista
a desbordar el sentido de la percepción. Ocurre como un sentido adyacente,
suplementario. Se erige como un trasfondo que repentinamente agobiara
la imagen, para acogerla como una estridencia en los sentidos, para hacer
visible otros tiempos de la fotografía, otra forma de significar.
Las fotografías de Bav ar revelan no solamente la trama de silencios en
la génesis de la fotografía, sino también los tiempos y las estrategias del
diálogo desigual que enlaza el acto fotográfico y la mirada que se interna en
la escena de la imagen. Pero esa mirada permanece indiferente ante la evi-
dencia de la ceguera. La fisonomía de la imagen se trastoca por la certeza de
la extinción de la mirada en el origen del acto fotográfico. Si esa certeza
existe o no, si prepara la mirada o surge después, como un sobresalto, el
sentido de lo mirado se transforma. En las fotografías de Bav ar la evidencia
de la ceguera, su violencia, sobreviene a la imagen. Ante el advenimiento de
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204 esa evidencia, la fotografía se puebla de un espectro de resonancias. La ima-


gen se vuelve un repertorio de vestigios, no una figura de los cuerpos, sino
el presagio de una voluntad de sentido; los objetos dejan de exhibirse como
meras fisonomías, para convertirse en huellas o invenciones de un impulso
íntimo. Imagen y objeto se separan, se ahonda la opacidad de lo visible. La
mirada sufre una inflexión: las figuras se vuelven invocaciones, indicios de
reminiscencias súbitamente convocadas por roces o palabras. La superficie
fotográfica parece nombrar en su figura el latido de los cuerpos y la dura-
ción de la epidermis. Despliega un relato que radica solamente en la intimi-
dad de la evocación, en la persistencia intransferible, fantasmal, del
recuerdo del tacto, de la exaltación conjetural de los olores.
Así, cuando la certeza de la ceguera sucede a la fotografía, inscribe en-
tre la imagen y la mirada un tiempo de vacilación, un movimiento en que
la evidencia de la mirada se disipa. La visión se vuelve contra sí misma, re-
chaza sus objetos. Se vuelve también sobre sí misma, se entrega a un enra-
recimiento súbito de lo mirado. Se quebrantan la memoria y la certeza de lo
visto. La mirada se repliega. Se precipita en un aturdimiento que se vuelve
contra lo mirado. Lo marca con la violencia de una imaginación que desdi-
buja en la medida en que niega también la presencia de lo mirado.

la fotografía: señal residual de los deseos

En el momento más radical de su reflexión sobre el vínculo entre la muerte


y la fotografía, Barthes escribió que el noema de la fotografía, el fundamen-
to de su sentido, es el “eso ha sido”. La imagen fotográfica es la señal que nos
advierte al mismo tiempo de la presencia inobjetable de lo otro, pero tam-
bién de la inminencia de su desaparición, de la colindancia de su presencia
con la muerte. Es ese lazo de sentido el vínculo intrínseco entre la imagen y
el mundo hecho de ese tiempo dual que fija la imagen en el instante mismo
en que aprehende su desaparición, el que define esencialmente la fotogra-
fía. Esa señal muda, sin signos, sin marcas, inherente a la imagen misma es
lo que hace posible la fotografía y le confiere su vértigo, su perturbador halo
de sentido. Barthes subraya esa fuerza indicativa de la fotografía que es más
bien un gesto, un movimiento destinado a hacer visible el instante cuando
se encuentra el ojo fotográfico con la presencia siempre crepuscular de lo
certeza de la ceguera

fotografiado. El acto fotográfico es ese diálogo silencioso con la inminencia 205


de la muerte del otro, a la que responde con la extinción de la mirada.
No obstante, la fotografía de Bav ar impone una torsión y una extrañe-
za al “eso ha sido” de la fotografía: los cuerpos que se exhiben no son testi-
monios de una presencia plena. “Eso” que se despliega como imagen no es
sólo lo que se ofrece a la mirada. Lo que muestran las imágenes fotográficas
de Bav ar no es solamente un grupo ocasional de presencias en el filo del
derrumbe, sino la persistencia de algo ausente, una escena dramática donde
lo que está en juego es algo irreductible a lo mirado. Los objetos, los cuerpos,
los espacios se convierten en el espectro de lo otro, eso que aparece en la
imagen fotográfica como la sola resonancia de un vacío. Así, el “eso” no se-
ñala un objeto singular, ni siquiera una escena o un acontecimiento, sino
una trama intrincada de memorias, de tiempos que se traslapan, de som-
bras de episodios que desaparecen después de resurgir desde el olvido. Lo
que exhibe la fotografía de Bav ar es el “eso”, un objeto neutro, sin identi-
dad, sin perfil, que escapa a la mirada. La imagen no es otra cosa entonces
que una escenificación de lo neutro. El tejido y los relieves de la escena no
son sino los cuerpos inertes en que el impulso del deseo se multiplica. Son
espectros del deseo, formas del fantasma distorsionadas en el juego de una
escena que se despliega, se transforma, se intensifica y se disipa en la inmo-
vilidad de la imagen.
El “eso ha sido” señala entonces una dualidad del tiempo del objeto
fotográfico: en la inminencia de la muerte del objeto se inscribe la fuerza
escénica, la aparición obstinada de lo otro, ese rastro mudo de la intimidad.
La distancia entre la imagen que se contempla y eso que señala la presencia
fotográfica es la que separa el tiempo de la muerte y la perseverancia del
juego fantasmal del deseo. El gesto que señala, el “eso”, que apunta al objeto
y lo inaccesible de la intimidad de quien mira, lo arraiga al nudo intransi-
gente de todos los deseos. El acto fotográfico parece emanar así de cuerpos
neutros, arrancados del sentido habitual de la percepción por la quietud
escénica labrada en la imagen fotográfica. La primacía del fantasma sus-
pende la fuerza designativa de la imagen fotográfica.
No obstante, esa fuerza indicativa de la fotografía parece estar inscrita
íntimamente en el diálogo de las miradas. El acto fotográfico parece arras-
trado por un impulso singular del deseo: arrancar el sentido del rostro, la
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206 invocación del mundo, sólo al reconocerse en la mirada del otro. Sartre había
aludido ya a la violencia de este deseo. El juego de las identidades, sugería,
se arraiga en el enigma de la mirada: en la imposibilidad de ver en los ojos
del otro algo más que la presencia intangible de la mirada. Cuando fijamos
nuestra mirada en los ojos que nos miran, lo que reconocemos no es la for-
ma o los rasgos de las pupilas, sino la intensidad y el sentido del mirar. Es
esa fuerza vacía de la mirada del otro la que nos otorga la posibilidad de
identidad, es de este don inadvertido y vacío de donde construimos nuestro
sentido y el de nuestro entorno. Es en la intensidad pura de esa mirada que
nos interroga en su intangibilidad, su dureza y su fragilidad, su sustanciali-
dad y su evanescencia donde encontramos la clave de nuestra identidad. Es
quizá en el entrecruzamiento de lo intangible del mirar donde se gesta el
don de la identidad.
La fotografía se inscribe en la conjugación de estos rasgos opuestos de
la mirada, donde se alimenta el profundo vértigo que surge de la mirada
de los otros, de su fuerza sofocante, sin reposo. La mirada de los otros con-
vertida en la raíz de una presencia, un objeto, una opacidad al mismo tiem-
po inmaterial e indefectible.
Y, sin embargo, ese reclamo de la mirada parece diseminarse más allá
de las pupilas e incorporarse en la dureza del mundo. No es sólo de otros
ojos, sino también de los objetos mismos que fluye la mirada. Klee había
alguna vez subrayado esa sensación en el origen de la aprehensión figura-
tiva: son los objetos los que me miran, escribió. Para Klee, es el imperativo
de responder a esa mirada que el mundo nos impone lo que parece encon-
trarse en el impulso y la urgencia del acto estético, de la pintura. El impul-
so de la recreación figurativa del mundo emerge de un mirar que no es el
nuestro, que emerge siempre del otro, de las cosas como un gesto de dona-
ción sin retorno, sin retribución. Como una expresión oscura de generosi-
dad sin sujeto, sin origen. No obstante, esa recreación surge ya de la
desaparición de esa mirada. La invención de la imagen es ya la transforma-
ción de esa mirada del mundo en memoria de esa mirada. La invención de
la figura fotográfica no es quizá la exploración de la propia mirada, sino la
tentativa de recuperar la memoria de la mirada de las cosas, los restos del
reclamo obstinado del mundo, la demanda insistente de los cuerpos en su
soledad o su arraigo mudo en el mundo. Es trocar el sacudimiento de la
certeza de la ceguera

experiencia por la serenidad de una certidumbre a la que acompaña la ur- 207


gencia del vínculo, de la donación.

la asimetría del don en el acto fotográfico

Pero el advenimiento de la ceguera hace evidente un gesto inherente al acto


fotográfico. La fotografía se exhibe plenamente como un dar a ver. No obs-
tante, en Bav ar ese acto de don, ese dar a ver de la fotografía, revoca la ilu-
sión de que la imagen se inscribe en el vértice de miradas compartidas;
priva de su inocencia a la quimera de la simetría de la visión. Hace vacilar
la certeza de que la fotografía es un diálogo entre identidades de la mirada.
Surge la clara asimetría del ojo comprometido en el acto fotográfico y el
lugar de la mirada que se encuentra con la imagen. Esa asimetría se revela
plenamente cuando la imagen fotográfica exige a la mirada que desborde
sus límites, cuando le exige mirar la ausencia, cuando la sombra de lo no
visto recobra su lugar y se proyecta en la congregación de las figuras. El don
singular que otorgan las imágenes de Bav ar a la mirada que las contempla,
la experiencia de sus límites y la exigencia de quebrantarlos.
Es bajo el imperativo de este don, de este intercambio desigual de la
mirada —impulsada por este deseo de dar a ver y cuyo valor no es otro que
esa experiencia corporal de los límites—, que el sentido de las imágenes
experimenta una metamorfosis. La fuerza indicativa de la fotografía hace
patente que el acto fotográfico no sólo da a ver esa imagen accesible como
quimera o conjetura para el acto fotográfico, para el acto creador, sino tam-
bién convierte en materia del don la sombra del deseo de ese dar a ver como
un impulso tras la imagen. Así, más que meras imágenes, lo que da a ver la
fotografía de Bav ar son juegos escénicos que desbordan la esfera cerrada
de la materia gráfica y se expanden para incorporar la materia de los cuer-
pos, los actos de lenguaje, la mirada que contempla capturada en la tensión
limítrofe ante la fuerza de lo no visto que emerge en las figuras. Las series
fotográficas de Bav ar exhiben escenarios, lugares donde se despliegan los
signos residuales de un deseo sin anclaje, capaz de transitar de una mirada
y un cuerpo al otro, de una mirada que, transformada en impulso de crea-
ción de formas, transita hasta los ojos y las palabras de quienes se congre-
gan en ese escenario. Los deseos se entrelazan y se entregan a una
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208 metamorfosis que involucra cuerpos múltiples, se desplazan de un gesto a


una mirada, de un movimiento del cuerpo a un acento o un juego de len-
guaje, el trayecto de ese impulso del deseo carece de destino, un mero des-
plazamiento sin duración, sin cauces, sin objeto, desplegando un drama
inmaterial, haciendo de la imagen un cuerpo residual, íntimo, investido de
una pura intensidad que irrumpe en la mirada de los cuerpos, para ofrecer
la clave de un sentido. No hay en esa trama de deseos un desenlace privile-
giado. El escenario se vuelve el lugar donde se trasluce la resonancia de ese
cúmulo de deseos. La imagen fotográfica se proyecta entonces como juego
escénico: señala el escenario, imagina la constelación de cuerpos y de ob-
jetos, los ofrece ya como imagen, distantes de su propia figura imaginaria,
como sedimentos de una historia íntima y silenciada del deseo implantado
en la mirada. Los cuerpos, la trama lumínica, la materia misma del escena-
rio son sólo espectros, testimonios de esa alianza entre memoria y deseo.
La escenificación se construye como acto y narración. Compuesta por tra-
zos corporales, la escena son las huellas del gesto, del tacto que talla esas
figuras desde el vacío de la luz, que convoca desde la memoria la presencia
en la epidermis del eco de los cuerpos que ofrece a la mirada de los otros
como resguardo de su propia memoria. El acto fotográfico engendra en el
impulso de ese dar a ver este universo escénico al mismo tiempo confinado
a los márgenes del acto fotográfico, pero arrastrado por la memoria y las
imaginaciones del cuerpo y el lenguaje a exceder incesantemente sus fron-
teras. Es esa memoria de la disrupción de los límites de los sentidos, de los
entrecruzamientos del deseo, lo que se nos otorga en la fotografía como un
don imposible.
No obstante, en las imágenes de Bav ar la evidencia plena de la percep-
ción visual se extingue. Los ojos nos ofrecen no sólo un mapa de presencias,
sino la respuesta a una incitación desmesurada a mirar lo radicalmente in-
visible, contemplar el desarraigo que impone al sujeto la gravitación de las
imágenes que se gestan en la trama de su silencio. Contemplar la fotografía,
para extinguir en ella la elocuencia de la mirada. Negar también una forma
de la certeza que surge de la primacía de la mirada. Sólo las sonoridades, la
dureza, la aspereza, los rastros en el tacto de los encuentros en la intimidad
de la piel. La presencia distante es una imaginación de la mirada y de la
escucha. La intimidad de la distancia, por el contrario, es una invención del
certeza de la ceguera

tacto. El tacto es duración y trayecto: es la invención del otro a través de la 209


duración de los roces. Las imágenes de Bav ar invocan la elocuencia y la
demora del tacto, de su trayecto paulatino hacia la invención del cuerpo
narrativo de las figuras. El tacto ignora la certeza de los cuerpos distantes. La
distancia es una imaginación de la mirada, su intimidad es una invención
del tacto. Las imágenes de Bav ar invocan la elocuencia, el tiempo y la de-
mora de los cuerpos que se deslizan sobre otros, de su trayecto paulatino
hacia la invención de la fisonomía progresiva de las figuras, de esa narración
sin lenguaje en la memoria del tacto. El tacto ignora la distancia. Es quizá,
de todos los sentidos, el único que nos ofrece el testimonio radical de la pre-
sencia. Antes y después del contacto el cuerpo ajeno se extingue, queda sólo
como memoria de ese signo implantado en la epidermis. El tacto es ajeno a
las conjeturas remotas de la mirada, a las presencias sin peso y de duración
incalculable, a la intuición de los horizontes. La duración de la caricia o del
roce es también la progresiva revelación del otro, su existencia está hecha
de tiempo, tiene la consistencia de la narración. Y sin embargo, el tacto nos
provee de esta permanente hospitalidad de lo intempestivo. La alianza de
los cuerpos en el tacto es súbita, sin el anuncio intangible de una presencia
que se desprende paulatina de la vaguedad distante de las formas. El con-
tacto de los cuerpos es solamente la evidente presencia de un cuerpo que ha
transgredido los linderos de todo resguardo. Convoca entonces el sentido
mudo, la turbación del encuentro súbito con otro cuerpo. El tacto finca toda
identidad en la demora, en el trayecto sobre las superficies de los cuerpos. El
tacto construye una narración silenciosa de la identidad de la presencia, es
un desciframiento paulatino que hace habitable con el roce el cuerpo del
otro y la alianza de las identidades. La intimidad de la fotografía de Bav ar
no reside en la revelación de sí mismo, sino de estos tiempos de la espera y
la larga marcha hacia la construcción de los cuerpos y un diálogo en que la
mirada fotográfica ha construido su autonomía.
El oído habla también de lo distante pero sólo a partir de la extenuación
de la sonoridad, de esa huella, frágil. Pero quizá en el oído se encuentra ya
un germen del vértigo de la fotografía de Bav ar: la distancia de lo invisible
y las figuras que se anuncian en su sonoridad, la fuerza evocativa y la vio-
lencia identificadora del lenguaje. La fotografía construye esa operación
imposible: mirar una ausencia arrancada a la sonoridad del lenguaje y la
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210 disciplina del tacto, para hacerla resonar en la escena y la fisonomía de las
imágenes. No hay confusión en el espectro de los sentidos: no surge el es-
cándalo de la trama sinestésica. No se mira con la escucha ni con el tacto.
La fotografía de Bav ar priva de sentido esa retórica de la piedad. Pero, al
mismo tiempo, esa intimidad revela la intransigente inhumanidad, la cru-
deza de su lenguaje. Esa inhumanidad reside en su alianza íntima con el
silencio de la memoria corporal, en su capacidad para recuperar de la mera
memoria de la piel, de los rasgos paulatinos de los cuerpos, las historias
vivas hechas de un silencio palpable, sofocado, retirado a los márgenes de
un trayecto inútil de la mirada. La imagen despierta el mito de la memoria
táctil de los cuerpos. Es una confesión de la fuerza silenciosa de los ritmos
y la invención de las fisonomías. La vocación de las imágenes de Bav ar es
alimentar con la evocación de los roces la residencia fértil en el silencio de
la palabra y el crepúsculo de las figuras.
Así, el acto fotográfico se convierte en un rechazo de la plenitud de
mirar, en un repliegue de la mirada hacia su propio deseo, hacia el vacío,
hacia la invisibilidad misma. Recobrar la mirada sólo como conmoción,
despojarla de su capacidad figurativa, convertirla en una vía precaria y
transitoria hacia la plenitud del estremecimiento: el deseo y el fantasma.
Recobrar la capacidad explícita de la imagen para extinguirse como figura
y convertirse en un relieve de la mirada, engendrado desde el movimiento
del deseo de quien mira. La fotografía no conjura la ceguera sino que pro-
paga su violencia, su hábito, su fascinación.
La fotografía deja de ser una consonancia de figuras, para ser una serie
de vestigios que multiplican y propagan las incitaciones a un repliegue de
la mirada a los espectros de la memoria. El don del acto fotográfico en Bav-
ar es ofrecer la metamorfosis de los límites de la mirada. Su fotografía in-
venta los relieves del mundo a través de una metáfora: la luz despojada de
su visibilidad. Ahí donde los ojos sólo pueden ofrecernos como respuesta a
lo contemplado una complicidad al replegarse al silencio y la intensidad de
sus fantasmas. La luz como el signo de la sola intensidad que surge de la
virulencia afectiva arrastrada por los deseos. La intimidad de la fotografía
de Bav ar no reside en la revelación de sí mismo, sino de estos tiempos de la
espera y la larga marcha hacia la construcción de los cuerpos y su diálogo.
Es una confesión de la fuerza silenciosa de los ritmos y la invención de las
certeza de la ceguera

fisonomías. Es el don de lo irreconocible del deseo del otro en el vacío del 211
propio deseo lo que impulsa ese dar a ver de las imágenes de Bav ar. La
materia del don se transforma en una figura opaca y transitoria: mera indi-
cación de una imagen interior, ausente, fantasmal.
La asimetría singular de esa donación se revela no sólo como el rasgo
que define la fotografía de Bav ar sino, al mismo tiempo, como constitutiva
del acto fotográfico. La fotografía es, así, el don de lo no visto. Con la imagen
fotografiada se da a ver lo que escapa por principio a la propia visibilidad,
lo que permaneció en los contornos de la mirada del fotógrafo, velado a su
aprehensión. Es la irrupción fulgurante de lo que atraviesa y perturba la fi-
gura, los objetos plenamente identificables. Es un acontecimiento que
acompaña imperceptiblemente la fuerza de lo presente, para emerger súbi-
tamente del fondo y someter la mirada del otro, de quien mira la imagen
fotográfica. El ojo mecánico y la sensibilidad inerte de la cámara acogen lo
que ha escapado a la conciencia para hacer de la trama de la imagen una
vocación autónoma de lo mirado. Los límites de la mirada del fotógrafo en-
cuentran su resonancia en la conjugación de invisibilidad y olvido que ex-
perimenta quien contempla la fotografía. Walter Benjamin había ya puesto
de relieve esta fuerza constructiva de la imagen fotográfica que surge del
olvido y la invisibilidad en la fotografía, pero que surge de la propia historia,
de la propia existencia de lo fotografiado para propagar esa historia, para
inseminar con ella los rostros, las geografías, los objetos. En la fotografía
emerge la súbita memoria material, evanescente, que desaparece con el
eclipse del objeto fotografiado. La fuerza imperativa de lo inadvertido es lo
que Benjamin llamó el inconsciente visual. Ese impulso inconsciente que
atraviesa la imagen y que hace visible un rasgo, un objeto, un destello de la
mirada, una textura en los volúmenes, ese acecho de la mirada del fotógra-
fo que pesa desde el origen de la figura fotografiada.
Y, sin embargo, lo no visto ejerce una fuerza permanente en la imagen
fotográfica, la revela como lo inacabado. No hay límite para la exploración de
la mirada. Se abandona una fotografía por debilidad o por fatiga, su totalidad
aparentemente accesible se escapa a medida en que la mirada se interna en
el entrelazamiento del detalle. Hay algo en esa mera resonancia de lo no
visto que fascina a la mirada. Las inclinaciones del ojo parecen referirse a ese
juego de límites como si encontraran ahí el testimonio de la gravitación del
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212 deseo. La imagen repentina abandona su plenitud, deja de ser un objeto en-
tregado enteramente a la visión. Y, sin embargo, la fuerza de las imágenes
parece velar ese vacío, protegernos de él, cancelar su crueldad, esa fuerza de
atracción de ese vacío que se ofrece como un fondo que convoca a la mirada,
su demora, sus tiempos, hasta doblegarla. Los contornos de ese vacío, de lo
no visto en la fotografía, se asumen en el silencio de la mirada. La exuberan-
cia de la imagen los encubre. La mirada se detiene sobre los objetos, sobre las
identidades. Se arraiga en el placer de las imágenes. La seducción de las figu-
ras mitiga la violencia de lo que se ha desdibujado, los contornos de ese vacío
que da su densidad a la imagen fotográfica. No obstante, la fotografía toma
su fuerza de esta sombra marginal, de la violencia tácita del olvido de la
mirada. Es solamente por la fuerza del olvido que los objetos se arraigan en
la intimidad de la experiencia, con la fuerza enigmática del deseo. Lo olvida-
do se inscribe entonces como presencia plena aunque imperceptible, no
como una falta o una inexistencia sino como una densidad, un cuerpo cuya
opacidad reside en una intimidad vedada. Lo no visto se implanta frente a la
mirada para invocar la pasión, sin reclamar sentido alguno.
Con la fotografía de Bav ar advertimos el surgimiento de lo fotográfico.
La fotografía rompe con el espejismo de su sometimiento al objeto o a la
percepción. La imagen deja de ser ese simulacro de transparencia que ga-
rantiza el acceso a la identidad del objeto. Los objetos y los cuerpos en las
imágenes de Bav ar se exhiben como materia neutra sometida por el acto
fotográfico. El tiempo del acto fotográfico se ahonda, se basta a sí mismo,
indiferente ya a la cosa fotografiada. La identidad de los objetos puede ex-
tinguirse, vacilar. Se vuelve inhóspita al sentido. No sabemos lo que vemos.
La fotografía se vuelve augurio, conjetura, desciframiento, vuelco hacia el
silencio íntimo de las imágenes. La fotografía quebranta la identidad de la
mirada. No soy yo quien mira. El hundimiento de la identidad de los objetos
arrastra consigo la certeza de mi propia identidad. El ojo se vuelve el sopor-
te de la evidencia de un mirar puro, a la vez pleno e indistinto. Todas las
miradas acuden. El ojo se disipa y se multiplica al infinito. Todas las miradas,
los deseos, son posibles e indiferentes, pero, al mismo tiempo, en la medida
en que esas imágenes convocan mis propios fantasmas, reclaman mi me-
moria, la expresión muda de mi intimidad, cada mirada se hace singular,
incomparable. La experiencia de lo visto se hace intransferible.
certeza de la ceguera

Con la autonomía de lo fotográfico, la fotografía de Bav ar impone una 213


inflexión radical a la tiranía tecnológica que impregna progresivamente los
hábitos del fotógrafo. El acto fotográfico no puede ser ya una búsqueda ex-
presiva. Parece entonces surgir de un mecanismo radicalmente indiferente
al deseo que lo impulsa. En la fotografía de Bav ar los ritmos del encuentro
son irreconciliables con los que rigen la voluntad de imagen del fotógrafo.
El dispositivo fotográfico se asemeja a un universo soberano. Parecería que
se ahonda la distancia entre la escenificación del objeto y el acto fotográfico,
entregado a los recursos y los márgenes de la máquina óptica. Así, el acto
fotográfico se arranca de la urgencia de la mirada para desplegarse en una
soledad intransferible, propia, para entregarse a su impaciencia que no es
otra que el deseo de recobrar el relieve y los ritmos de la escenificación y que
ignora los tiempos del dispositivo fotográfico.
El don inherente al acto fotográfico aparece entonces como una ano-
malía. Dar eso irreconocible para quien da y que es incalificable para quien
recibe: un don al margen de todo simbolismo, de toda convención de senti-
do y de todo valor, dar algo que ha sido engendrado desde el deseo, y se sabe,
no obstante, ajeno a éste. Dar ese objeto ajeno al lenguaje, a la mirada, al
tacto. Hecho sólo un halo sin bordes que emerge de la escena fotográfica
como una evidencia. Es algo más allá de toda voluntad de significación. Ma-
teria pura del vínculo a través de la alianza del deseo de mirada, enteramen-
te inscrita en sus márgenes.

la mirada del otro: el voyeur, los trayectos del deseo

El acto fotográfico liberado del acontecimiento, de la sucesión de las pre-


sencias, capaz de construir por sí mismo sus propios escenarios, de inventar
a su arbitrio los cuerpos y las luminosidades construye la esfera virtual de
la perversión. El acto fotográfico como dar a ver sugiere la figura plena del
voyeur. La escena construida incorpora la mirada del otro, como si fuera
una presencia interior a la trama del fantasma. El acto fotográfico anticipa
el ojo que habrá de mirar la escena para incluirlo como una mera huella, la
huella del otro que hace posible el tránsito febril del deseo en la perversión.
La mirada del voyeur construye un mundo, una escena en la que se inscribe
como sujeto que mira. Esa mirada reclama el reconocimiento, un cierto
raymundo mier

214 contrato de complicidad, un mutuo reconocimiento de las identidades cuya


alianza hace posibles las vertientes de ese dar a ver, el destino del placer o
su vértigo. Por el contrario, quien mira la fotografía permanece ajeno a ese
juego. La fotografía de Bav ar hace visible el diálogo intenso entre las mi-
radas, sus sombras, sus simulacros y sus límites. La fotografía de Bav ar no
puede ser la mímesis de esa fantasía, sino sólo su emanación, su huella.
Quien mire permanecerá extraño a la escenificación de Bav ar que perte-
nece a un silencio íntimo, intransigente. Las figuras se fraguan para quien
las mira, como un espectáculo o, cuando más, como un acto estético. No
involucran nítidamente a quien mira en esa escena absorbente de la per-
versión. La mirada que se fija en las imágenes de Bav ar lo hace siempre
desde los bordes de esa esfera de lo perverso, quebranta el tiempo absoluto
y clausurado de la fantasía. No hay contrato de complicidad en la mirada.
La escena es, acaso, una incitación a quien mira para que trace en esos ves-
tigios la silueta de sus fantasmas. Hay una discordancia íntima en el juego
de las miradas. Son escenas inconmensurables las que se gestan en ese
encuentro. La mirada que contempla la fotografía es intrínsecamente aje-
na a la lógica de la escenificación deseante. A su vez, el acto fotográfico no
puede construir con las imágenes sino un juego de espejos: la imagen será
sólo la sombra del deseo de edificar la escena de la mirada deseante. Así, la
mirada que contempla las imágenes de Bav ar completa y, paradójicamen-
te, perturba la trama cerrada de ese universo deseante. La fotografía de Bav-
ar construye así la plenitud de la fantasía y su derrota. La imagen refleja la
forma de la fantasía, pero espectro de señales irreconocible, distorsionado,
se inscribe en el régimen del sueño y quizá lo encarna plenamente. Es uno
de los rostros de lo siniestro y, también, un resplandor en el que se vislum-
bra el placer. La imagen fotográfica es la evidencia de un enfrentamiento
con lo que prefigura la plenitud del destino de la mirada, alcanzada por el
vértigo de la seducción.
La figura fotográfica, sin embargo, no surge de la supremacía de un
deseo, sino de su multiplicidad. En la fotografía concurren y se anudan una
gama profusa de deseos: el deseo de imagen, el deseo de mirada, el deseo
de un trazo y una memoria sin tiempo del objeto, el deseo de ofrecer a los
otros la materia para la pulsación y la fijeza de los ojos, y el deseo de con-
jurar la muerte propia en el eco indeleble, en una materia para la memoria
certeza de la ceguera

del otro, el deseo de recobrar la fijeza ritual de las efigies, el deseo de aden- 215
trarse en el juego de espejos de la mirada —mirarse mirar, mirar la propia
mirada en los ojos del otro doblegados por la fuerza de la seña fotográfica.
Todos los deseos se fusionan en el acto fotográfico. Los deseos se conjugan,
se enlazan, se convierten en focos para la investidura afectiva del mundo.
Es esta presencia de la multiplicidad de los deseos la que dota a las escenas
de un relieve, la que hace posible el desdén y la orientación de la mirada.
Estos deseos hacen visible un mapa de los impulsos, de los afectos. Éste
ofrece al otro la máscara quimérica de esa encrucijada de deseos, la huella
imposible de su desenlace y su desembocadura en el vacío del objeto. Así,
en la fotografía de Bav ar, advertimos la fuerza de esa arborescencia de los
deseos múltiples, inextricables que se entrelazan ajenos a toda disputa por
una supremacía oscura, tácita: no hay nada que revelar, no hay secreto de
esa tensión sin alivio que se expresa en la fisura que separa la imagen de la
trama inquietante de deseos.

final: contra la fotografía

Así, la fotografía de Bav ar hace patente una estética inusual de la fotogra-


fía. Su estética es menos la de la aprehensión simultánea de la imagen, que
la de la forma abierta de la serie, el desdoblamiento, la progresión, la lenti-
tud: la figura hace adivinable un ritmo, la concatenación sucesiva de la com-
posición, la constelación de las narraciones, la congregación de las miradas
y su incorporación sucesiva en el movimiento de la fotografía. Sus imáge-
nes fotográficas toman los ritmos del tacto, las intensidades, los timbres y
las estridencias del oído; el desdoblamiento temporal de las voces y la ca-
dencia de las palabras, la coreografía secreta de la edificación escénica y el
despliegue sucesivo de la arquitectura. Sugiere la insignificancia de la apre-
hensión simultánea de la imagen. No obstante, la fotografía es imagen en
su pureza. Ni modelada ni narrada, la imagen fotográfica es el despliegue
visible de esa historia espectral hecha, no obstante, del juego y la disposi-
ción escénica de los cuerpos y una narración silenciosa que se nutre del
lenguaje que inventa el escenario sobre el relato de la memoria y el deseo.
La imagen no es sino la encarnación de una narración tácita que acoge
la convergencia inusitada de múltiples materias: espacio, cuerpos, habla,
raymundo mier

216 silencios. La fotografía se convierte menos en un retablo o en una estampa


que en la condensación de una metamorfosis escénica: una disposición se-
rial de los objetos, de los rostros, de las luminosidades, un desplazamiento
sucesivo de las sombras. La fotografía de Bav ar alimenta la sospecha de que
la imagen, más que una propuesta conceptual, es la faz visible del trayecto,
del desplazamiento figurativo, de la pendiente onírica o fantasmática que
circunda los objetos para señalar la emergencia de los contornos del tras-
fondo de la oscuridad. Las imágenes de Bav ar hacen visibles los rostros
transitorios de una escritura hecha de una multiplicidad de signos, perdida,
ilegible. Es también la afirmación tácita de un límite de la interpretación, de
una discreción invencible de la imagen, de una capacidad de la fotografía
para recobrar la fuerza del secreto.

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