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UN REINADO DESCARNADO

herodes el grande, el rey que


escandalizó a los judíos
Aupado al trono de Judea con el apoyo de los romanos, Herodes se
entregó a una vida de placeres y de intrigas que ofendió a los judíos más
piadosos, agrupados en el templo de Jerusalén

Redacción

9 de septiembre de 2020

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Herodes el Grande reinó sobre el pueblo judío durante prácticamente


las cuatro últimas décadas del siglo I a.C. Destacó por su e!caz gestión
administrativa, por el lustre que dio a Judea, por grandes obras como la
reconstrucción del templo de Jerusalén, e incluso por gestos humanitarios
como el reparto de grano, comprado de su propio peculio, en una terrible
habruna. Pero Herodes no supo, o no pudo, conquistar el corazón de sus
súbditos judíos: para ellos fue siempre una piedra de escándalo y un
motivo de rencor.

En cambio, Roma, que desde el año 63 a.C. había hecho de la antigua Judea
un reino vasallo (que abarcaba Samaria, al norte, y Edom, al sur), adoraba a
Herodes. Pocos monarcas se mostraron tan complacientes con el naciente
Imperio romano y tan solícitos en colaborar con él. Esto se hizo patente
cuando Octavio Augusto, tras vencer a Marco Antonio y Cleopatra en la
batalla de Actium (31 a.C.), llamó a su presencia a Herodes. Éste temió
seriamente por su vida, pues hasta entonces había sido un activo partidario
del enemigo mortal de Octavio, Marco Antonio. Pero cuenta Josefo que el
nuevo mandatario del Imperio supo apreciar la !delidad del rey de Judea a su
enemigo como prueba de su lealtad sin !suras a Roma. No sólo lo dejó con
vida, sino que le declaró su profundo aprecio. Augusto mantuvo excelentes
relaciones con Herodes, pues éste se comportaba como un subordinado
ideal: sus informes periódicos eran precisos y sabía que cualquier deseo que
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se expresara desde Roma era al punto ejecutado en su reino.
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Por el contrario, a los ojos de sus súbditos, la mayoría piadosos, un monarca


como Herodes era precisamente lo que no necesitaba Israel. De él les
molestaban muchas cosas, empezando porque su reinado había sido
impuesto con mucho derramamiento de sangre por las armas romanas,
y siguiendo por el hecho de que el monarca no tenía orígenes puros
judíos, ni mucho menos; su padre descendía de una familia de Edom,
enemiga tradicional de los judíos, y su madre era árabe. Pero lo peor de todo
era que Herodes mostraba muy poco respeto por las costumbres y leyes de
la religión judía, para indignación de los judíos piadosos y observantes, que
en su mayoría estaban radicados en Jerusalén, espejo de la nación.

MÁS GRIEGO QUE JUDÍO


El rey hacía ostentación de ser un príncipe de cultura grecorromana. Bastaba
ser griego, o romano, culto y bien educado, para pasar unos días,
regaladamente, en el palacio de la capital o en el de Jericó. Los aposentos
para invitados de la corte real estaban siempre ocupados. Como si Herodes
tuviera horror a que hubiera un vacío en su entorno, nobles extranjeros –
!lósofos, historia​do​res, poetas y hombres de teatro– des!laban in​-
cesantemente por la corte, y eran invitados asiduamente a comer y a dormir
a costa de las !nanzas reales. Herodes se comportaba en Jerusalén del
mismo modo que Mecenas, el !el colaborador de Augusto, protector de
artistas y poetas, lo hacía en Roma. Este des!lar de gentiles irritaba
principalmente a fari​seos y esenios, numerosos en Jerusalén y alrededores;
los primeros ostentaban altos cargos religiosos, como sumos sacerdotes del
Templo, mientras que los esenios eran una secta apocalíptica que quería
puri!car el judaísmo. Todos creían que el rey estaba corrompiendo a
propósito las costumbres de su corte, y que esa indecencia se estaba
expandiendo por la ciudad y sus alrededores. Como ejemplo pusieron la
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construcción de un teatro y un hipódromo, símbolos de la cultura pagana de
griegos y romanos.

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De la mano de su consejero Nicolás de Damasco, parecía que el monarca


descuidaba los deberes de Estado y se había entregado demasiado al
aprendizaje de la !losofía, la retórica y la historia griega y romana. Pero no a
la Ley, la única fuente de sabiduría. La administración de los asuntos de
Estado recaía en gentes de educación griega, situadas en puestos clave. Así,
la exhibición de la pompa romana y griega en ciertas ciudades del reino,
como Cesarea, era absolutamente inaceptable para los judíos. Ante los
piadosos de Israel todas estas realidades tenían un peso mucho más
negativo que algunos actos aparentes de devoción, escasos, por parte del
rey, y también más que algunas concesiones aisladas a los fariseos, a quienes
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el rey tenía políticamente en cuenta como maestros que eran del pueblo.

GLADIADORES EN EL TEMPLO
La construcción de templos paganos en zonas como Sebaste (Samaria), y en
especial el dedicado a la diosa Roma y al genio de Augusto en Cesarea, era un
insulto público a la Ley. Para colmo, Herodes había preparado grandes
festejos paganos para la inauguración de Cesarea, la gran capital que había
hecho construir en la costa, entre las actuales Tel Aviv y Haifa, provista de un
puerto arti!cial y diversos anexos, además del templo. Herodes organizó
luchas de gladiadores y otros juegos durante la dedicación del templo;
todo el conjunto estaba ofrendado al emperador Augusto y a Livia, su
esposa, que contribuyó a la ocasión con magní"cos dones como premio
para los vencedores. Pero para los judíos, las luchas de gladiadores eran
profundamente inmorales, pues consideraban que el único dueño de la
vida humana era el Altísimo. Además, por la noche se multiplicaban los
festines y las bailarinas extranjeras eran casi más abundantes que los
comensales.

Y con ellas, las orgías y el desenfreno. El pueblo lo sabía y se escandalizaba


profundamente.


A los ojos de sus súbditos, un monarca como Herodes
era precisamente lo que no necesitaba Israel

Otras dos acciones de Herodes ofendieron la sensibilidad religiosa israelita:


su sórdido manejo del sumo sacerdocio del templo de Jerusalén y la
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profanación de la tumba de David. Lo primero se remontaba a inicios del
reinado. El "amante monarca tuvo la osadía de nombrar como sumo
sacerdote a Hananel, un hombre os​curo y desco​no​cido, aunque descen​-
diente auténtico de Sadoc (el sacerdote de tiempos del rey David que dio
origen al linaje de los saduceos); por lo tanto, estaba, en sí, legítimamente
capacitado para el cargo. Pero que el rey hiciera tal nombramiento no era de
recibo, ni mucho menos. La cosa no quedó ahí. Pronto, sin previo aviso, el
monarca lo depuso y nombró sumo sacerdote a Aristóbulo, hermano de su
esposa Mariamne, descendiente por tanto de los macabeos, el linaje que
había encabezado la lucha por la independencia de los judíos en el siglo
anterior. Pero antes de un año ordenó su asesinato. O!cialmente, Aristóbulo
murió ahogado accidentalmente mientras se bañaba en una alberca del
palacio, pero todos sabían que la mano del rey estaba detrás.

EL TESORO DEL REY DAVID


El segundo motivo de escándalo fue la expoliación de la tumba del rey David,
en Belén. Según noticias que habían pasado de boca en boca, décadas antes,
el rey Juan Hircano había conseguido tres mil talentos bajando al sepulcro de
David y apoderándose de parte de las monedas y objetos preciosos que allí
había como ofrenda funeraria. ¡Y corrían lenguas de que aún quedaba
mucho más!

Herodes decidió imitar el ejemplo de su antecesor a causa, sobre todo, de los


dispendios de Cesarea, que habían exigido cuantiosas sumas. Como la
presión de los impuestos y tributos era ya considerable, al rey se le ocurrió
que tal sistema de conseguir dinero era fácil. Pero lo único que consiguió fue
enajenarse la voluntad de los pocos piadosos que de entre los ciudadanos
judíos aún lo defendían. El hecho era terrible y Herodes lo sabía; no sólo
signi!caba la profanación de un símbolo venerado, sino que comportaba
algo que la religión judía prohibía terminantemente: el contacto con
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cadáveres, que conllevaba impureza e impedía acercarse al Templo.
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El rey quiso llevar la acción en secreto. De noche, con una guardia escogida y
algunos obreros armados con picos de hierro y otros útiles, bajó él en
persona para violar el sepulcro, pero allí no quedaba casi nada. Esto,
aderezado con la novelesca historia de que tanto el rey como sus cómplices
habían huido despavoridos ante una serpiente gigantesca que moraba en la
tumba, fue lo que se divulgó entre la población, que se rati!có en su odio
hacia el rey. Y aumentó la distancia, cada vez más infranqueable, entre
Herodes y su pueblo.

POLÍGAMO Y CRIMINAL
La vida privada del rey era, además, un ejemplo de lujuria, crueldad y
perversión. Sus muchas mujeres y concubinas fueron, sin duda, motivo de
repulsa. Herodes tuvo nueve o diez esposas –dos de ellas pudieron ser,
quizás, una sola, debido a que el parentesco no queda claro–. La mayoría
fueron esposas sucesivas, aunque no siempre.

El que un monarca fuera polígamo podría parecer que no era motivo de gran
escándalo para los judíos en general, que en las Sagradas Escrituras veían
ejemplos de reyes de Israel que poseían incluso harenes. Sin embargo, la
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poligamia apenas existía ya en el Israel del siglo I a.C., a pesar de que la
leyenda cuente algún que otro caso escandaloso como el del rabino Tarfón
(que vivió entre los siglos I y II), quien tuvo trescientas esposas sucesivas. En
esa época la monogamia era considerada por la mayoría de los judíos como
el estado natural del varón. Entre los esenios (incluidos los que vivían en
Qumrán) y la mayoría de los fariseos tener una única esposa era doctrina
común. Por tanto, la poligamia de Herodes era escandalosa.


La familia del rey era también motivo de escándalo
por las intrigas palaciegas

Suponemos, además, que el rey tenía a su disposición un buen número de


concubinas que provenían, sobre todo, de las mujeres de servicio en palacio
y de los contactos en los frecuentes banquetes. El excesivo número de
concubinas era muy mal visto entre los judíos, pues se recordaba que incluso
un buen monarca, pero dado al sexo, como Salomón al !nal de su vida, era
una persona alejada de Dios y de su Ley.

La familia del rey era también motivo de escándalo por las intrigas
palaciegas, plasmadas en complots contra su persona o su gobierno,
maquinaciones fundadas o simplemente imaginadas por la temerosa
fantasía del rey, pero que hicieron correr sangre en abundancia. De entre los
asmoneos, que vivían en palacio, murieron a manos de Herodes el hermano
de Mariamne, Aristóbulo el Joven, nombrado sumo sacerdote; el etnarca
Hircano II, antecesor suyo en el trono; Mariamne, segunda esposa del
monarca; dos hijos de ésta, Alejandro y Aristóbulo, y Antípatro, primogénito
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del rey, hijo de Doris, su primera mujer, probable forjador de una
conspiración contra su padre.

A todo ello se unían los asesinatos de civiles, muchos de ellos ocurridos


en las mazmorras de palacio ya desde inicios de su reinado, que se
caracterizó por la eliminación sistemática de enemigos afectos al
régimen asmoneo anterior. Por ejemplo, los diez ajusticiados por conspirar
para matar al rey a la salida del teatro; los trescientos asesinados junto con
Terón, antiguo alto o!cial del ejército herodiano, que murieron por apoyar a
sus hijos Alejandro y Aristóbulo; las muertes selectivas de fariseos al !nal del
reinado, y, en especial, la muerte de bastantes jóvenes y sus maestros,
también fariseos, que habían destrozado el águila de oro que adornaba una
de las puertas del Templo.

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La vida y acciones escandalosas del monarca –o en todo caso ofensivas para


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la Ley y costumbres judías– continuaron hasta su muerte. Herodes jamás se
arrepintió de su gobierno absoluto sobre sus súbditos. Josefo cuenta que
cuando ya se sabía mortalmente enfermo dio orden a su hermana Salomé de
que tras su muerte se liquidara a "echazos a los trescientos nobles más
importantes del país, previamente encerrados en el an!teatro de Jericó. La
orden no se cumplió, pero la fama de su crueldad y libertinaje, coronada por
esta intención, fue la responsable de la inverosímil leyenda de la matanza de
inocentes de Belén narrada en el capítulo 2 del Evangelio de Mateo.

PA R A S A B E R M Á S

La destrucción del templo de Jerusalén

Leer artículo

PARA SABER MÁS


Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús. Emil Schürer. Cristiandad, Madrid,
1985.

Herodes el Grande. Antonio Piñero. Esquilo, Badajoz, 2007 (novela).


:
Antigüedades judías. Flavio Josejo (trad. J. Vara). Akal, Madrid, 2008.
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