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La Máscara, La Transparencia, de Guillermo Sucre
La Máscara, La Transparencia, de Guillermo Sucre
LA MÁSCARA, LA TRANSPARENCIA
I. DENTRO DEL CRISTAL
II. LA SENSIBILIDAD AMERICANA
IV. LA IMAGEN COMO CENTRO
V. UN SISTEMA CRITICO
BIBLIOGRAFÍA
notes
LA MÁSCARA, LA
TRANSPARENCIA
El día El árbol
Si este último verso puede sugerir que la identidad
separa a los dos términos, es una falsa impresión, que,
además, estaría contra toda la visión de Paz. Por ello el
poema se titula sunyata: la plenitud que es también vacuidad,
que es también plenitud. El poema sigue esta dialéctica: el
árbol hace aparecer al día, así como éste, en el verso final,
precede a la presencia del árbol. Por la desaparición se llega,
pues, a la aparición. O como lo sugiere Paz en otro poema de
Ladera: por la realidad se llega a la revelación.
Ese poema se titula "Felicidad en Herat", y ya he
hablado de él en otro capítulo. Me falta decir lo más
significativo. El poema desarrolla en su estructura misma y de
manera más nítida (o más visible por más simple) que
"Cuentos de dos jardines", lo que Paz llama la "metamorfosis
de lo idéntico". En efecto, mediante una técnica casi notativa,
Paz fija, en la primera parte del poema, la realidad: la tumba
de un místico sufí, los mausoleos de los descendientes de
Tamerlán, el paisaje de Herat, el hotel en que vive en medio
de pensamientos y cavilaciones "insustanciales"; antes, al
comienzo, ha dicho: "Vine aquí / Como escribo estas líneas, /
Sin idea fija". Sin solución de continuidad, siente entonces
que "una tarde pactaron las alturas" y ve cómo aquella
realidad inmediata comienza a transfigurarse: "Sin cambiar de
lugar / Caminaron los chopos. / Sol en los azulejos / Súbitas
primaveras"; "La escritura cúfica, más allá de la letra, / Se
volvió transparente". Así sobreviene la revelación, pero no
como experiencia religiosa —sufí o budista—, sino como
experiencia del mundo. Dice entonces:
Vi un cielo azul y todos los azules,
Del blanco al verde
Todo el abanico de los álamos
Y sobre el pino, más aire que pájaro,
El mirlo blanquinegro.
Vi el mundo reposar en sí mismo.
Vi las apariencias.
Y llamé a esa media hora:
Perfección de lo Finito.
Esta visión final —quiere subrayar Paz— no es de
carácter místico. No tuvo, nos dice, la experiencia del "ser ya
sin sustancia" del sufismo; tampoco "la plenitud en el vacío"
del budismo, ni la videncia del "cuerpo de diamante" del
Bodisatva. Pero ver las apariencias como si fueran el
verdadero ser, sentir la perfección del mundo en su exacta,
finita realidad ¿no supone también una suerte de mística del
conocimiento? La otra orilla es esta orilla, lo trascendente es
lo inmanente: la realidad ¿no se vuelve entonces lo sagrado,
lo único absoluto? Pero si Paz no habla de otra realidad, sino
de la que reposa en sí misma, hay que pensar que está
hablando de una realidad otra: igual y distinta, dada y
revelada; la que reaparece en cuanto aparece. De suerte que
si el poema es una "metamorfosis de lo idéntico", es decir, de
lo real, también habría que aceptar que su realidad es la
metamorfosis.
Metamorfosis de lo idéntico: en ello reside la otra clave
del sistema metafórico de Paz. Es también la clave de su
poesía erótica.
"Tu cuerpo es la huella de tu cuerpo", dice Paz a la
mujer en un brevísimo poema titulado "Pasaje". En él está ya
prefigurada la experiencia de Blanco. Si éste, como se ha
dicho, es un paisaje, del cuerpo y del lenguaje, ¿no es
igualmente un pasaje a través del cuerpo y del lenguaje?
La tipografía de Blanco, sabemos, es una topografía: un
cuerpo verbal (textual) que se fragmenta y ramifica, regido
por un movimiento vertical, penetrante (la columna central) y
por otro horizontal, expansivo (las dos columnas laterales).
Esa topografía es doblemente simbólica. Por una parte,
encarna, en la columna central, el tema del lenguaje que se
busca a sí mismo, su fundamento, su "cimiento" y su
"simiente"; no sólo por su posición central en la página,
también por su verticalidad y aun el estilo "seco" del texto,
estos pasajes constituyen la columna vertebral, ósea del
cuerpo del poema —hablar, dice Paz, "es pulir huesos". Por
la otra, a través de las dos columnas laterales que, al
comienzo, están separadas para luego unirse, encarna el
esplendor del cuerpo femenino: también el deseo, la mirada,
la fusión y expansión de los cuerpos en la cópula.
Estos dos temas —ya lo hemos visto en otro capítulo—
se corresponden y modifican entre sí: el lenguaje va naciendo
gracias a la erótica, que es una retórica también; el erotismo
se va esclareciendo gracias al lenguaje. Cuerpo del lenguaje y
lenguaje del cuerpo son una misma y sola cosa. Además, los
dos temas se fusionan en la última secuencia: no sólo los
temas se reiteran y entrecruzan, semánticamente, sino que
combinan la verticalidad y la horizontalidad del texto. No es
todo: ambos son un paisaje que, a su vez, es un pasaje. El
lenguaje que busca inicialmente su "cimiento" termina por
resolverse y preparar su aerofanía: "Boca de verdades, /
Claridad que se anula en una sílaba / Diáfana como el
silencio". De igual modo, el cuerpo que empieza por ser
pasión de los sentidos se disuelve en el pensamiento, en el
aire mental. Ambos, lenguaje y cuerpo, son vías de paso hacia
lo otro sin dejar de ser lo que son; ambos constituyen un
mandala, tal como lo dibuja el poema mismo en su secuencia
inicial. La palabra concluye en el silencio; el cuerpo, en el
no-cuerpo. ¿O habría que decir, más bien, que el silencio es
el cuerpo de la palabra y ésta el no-cuerpo, el alma de aquél;
parejamente, que la mente es el cuerpo de los sentidos y éstos
el no-cuerpo de aquélla? Una cosa es cierta: para Paz, ni el
silencio ni la mente son abstracciones y, por el contrario,
pueden llegar a ser instancias más intensas de la materia
misma. "El silencio reposa en el habla", dice; la mente es
música, ritmo que da presencia al cuerpo. No se trata de
simples transferencias, sino de "metamorfosis de lo idéntico":
el espíritu que es inventado por el cuerpo que es inventado
por el mundo que es inventado por el espíritu, como lo
propone el poema mismo. "La transparencia es todo lo que
queda", concluye Paz. No el simple deseo, no la nostalgia, no
la memoria: todo ello y algo más: la transparencia: la
sabiduría de ser fugaces y la contemplación de esa sabiduría,
que, a su vez, hace renacer el deseo, el cuerpo y la pasión de
estar en el mundo.
Blanco, hemos dicho, es una topografía simbólica.
Habría que precisar que su simbología no remite a ninguna
trascendencia o a un orden ya establecido que dé validez al
signo. Paz, me parece, y lo repito, no es un poeta de símbolos
en ese sentido —¿quién podría serlo hoy sin caer un poco en
el anacronismo? Es un poeta de los signos y de su
combinación. "Ninguna cosa en la vida requiere un símbolo
puesto que es claramente lo que es: la manifestación visible
de una invisible nada", dice John Cage. Paz —¿no tiene,
además, grandes semejanzas con Cage?— podría decir lo
mismo. Al final de Blanco, Paz parece resumir toda su
experiencia del poema: "Tu cuerpo / Derramado en mi cuerpo
/ Visto / Desvanecido / Da realidad a la mirada". Esa mirada
no va a internarse, luego, en lo invisible; es lo que
nuevamente hará visible al cuerpo. En otra ocasión, hablando
de su obra, Paz fue más explícito: "Blanco es un cuerpo
verbal. Un cuerpo que se dice y que, al decirse, se disipa".
Esa disipación ¿no es lo que da cuerpo a la mirada del lector?
XXVIII. ¿LA ÚLTIMA
LECTURA?
AQUÍ término esta lectura —muy parcial, sólo desde
ciertas perspectivas— de la poesía hispanoamericana; una
lectura que, por lo mismo, no puede terminar del todo, ni
mucho menos ser concluyente. Apenas me gustaría aclarar
ahora un aspecto un tanto ambiguo, subrayando su verdadero
sentido.
Al comienzo de este libro he hablado del carácter o de
la sensibilidad hispanoamericana. Aunque Vallejo empleó el
segundo como argumento decisivo para defender a Rubén
Darío, comprendo que ambos términos pueden resultar
equívocos y prestarse a inútiles e interminables
dilucidaciones. ¿Precede la sensibilidad a la obra o es el
resultado de ésta, o ambas coinciden? ¿Quién tiene o no
sensibilidad hispanoamericana, o quién la encarna mejor?
Mi libro no ha buscado aislar, ni mucho menos definir,
una sensibilidad hispanoamericana a partir de nuestra poesía.
Su intento ha sido más bien el mostrar cómo esa sensibilidad
se identifica finalmente con un conjunto de obras. Si toda obra
supone una realidad cultural, histórica y aun psicológica, no
es menos cierto que tales supuestos se integran a otro mayor,
que los transfigura: la realidad estética. Es ésta la decisiva y
su clave no puede ser sino el lenguaje. Cuando Vallejo
defiende a Darío aduciendo * la sensibilidad
hispanoamericana de éste, ¿qué intuición concreta podía tener
de esa sensibilidad? ¿No existía ella también en nuestra
poesía anterior, en nuestro romanticismo o en las extensas
silvas de Andrés Bello? Pero es indudable que a Vallejo lo
guiaba el valor estético de Darío: la plenitud y la libertad de
su lenguaje, la capacidad para fundar una nueva poética —
aun, como sabemos, en todo el ámbito hispánico.
El carácter o la sensibilidad hispanoamericana: ambos
términos nos remiten, más bien, a un texto hispanoamericano.
Me explico.
Es casi imposible no percibir en los poetas que aquí he
estudiado esas líneas maestras que configuran lo que
llamamos una tradición. No me refiero a la tradición como un
espacio autosuficicnte —lo que sería inexacto, incluso si
pensamos en las grandes literaturas occidentales. Me refiero
al diálogo que entablan entre sí obras muy diversas en el
tiempo y hasta con notables divergencias estéticas e
ideológicas. Ese diálogo es sólo posible gracias al impulso
de un principio de germinación creadora; éste, a su vez, se ve
regido por un dinamismo progresivo y circular: suscita el
diálogo, pero no alcanza su madurez y expansión sino a través
del diálogo mismo. Darío y el modernismo constituyen el
núcleo germinativo de nuestra verdadera tradición poética;
pero sin Huidobro, Vallejo,
Borges, Neruda, Lezama Lima, Paz, no sentiríamos hoy
con igual fuerza su presencia. Lo mismo podría decirse del
diálogo creado por éstos, con respecto a los mejores poetas
de las generaciones ulteriores.
Si existe un texto hispanoamericano es porque se ha ido
formando en esa intertextualidad interna, que tiene, por
supuesto, diversos campos combinatorios. Tampoco el texto
hispanoamericano excluye las relaciones con otras literaturas;
más bien las acentúa: confluyen en él —y es también un rasgo
que nos viene del modernismo— muchas tradiciones. ¿Por
qué éstas no logran opacar —como ocurría con frecuencia
antes del modernismo— la originalidad y la vitalidad de ese
texto? La explicación, muy sencilla pero decisiva, nos regresa
a lo que antes dijimos de Darío.
Lo que de veras ha creado la poesía hispanoamericana
contemporánea es una lengua, a la vez que nos ha dado mayor
conciencia de la lengua como tal, es decir, del instrumento
mismo de la literatura. Así, el compartir un idioma común, no
sólo no subordina nuestra poesía a la española; la distinguen
de ella una entonación y hasta una visión del mundo muy
diferentes. De igual manera, su universalismo no es más que
el signo de autenticidad de toda poesía: no un modo de ser,
sino un modo del ser.
"Ya lo bueno no es de nadie, sino del lenguaje o la
tradición", ha escrito Borges. Si fuese posible afirmar lo
mismo de la poesía hispanoamericana, como corpus, creo que
ya éste sería el verdadero signo de su validez. Aunque
parezca evidente, vale la pena recordarlo: la poesía no es la
memoria de lo que se haya o no se haya sido, sino la memoria
de lo que se ha dicho.
BIBLIOGRAFÍA
notes
Notas a pie de página
4
El caracol y la sirena", en Cuadrivio,
México, J. Mortiz, 1965.
10
La deshumanización del arte (1925).
11 Leopoldo Lugones (en colaboración con Retina
Edelberg), Buenos Aires, Editorial Pleamar, 1965.
12 En introducción a Literary Essais of Ezra Pound,
Nueva York, New Directions, 1968.
13 Rimbaud decía: "El primer deber del hombre que
90 Noces (1938).
91 Conjunciones y disyunciones, México, Mortiz, 1969.
92 El signo y el garabato (op. cit.).
XXI, 1966.
97 Conjunciones y disyunciones (op. cit.), y Los hijos del