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BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA

FUNDADA POR
DÁMASO ALONSO
II. ESTUDIOS Y ENSAYOS, 431

O MANUEL SECO
© EDITORIAL GREDOS, 2003
Sánchez Pacheco, 85, Madrid
www.editorialgredos.com

S e g u n d a , e d ic ió n a u m e n t a d a

Diseño gráfico e ilustración:


Manuel Janeiro

Depósito Legal: M. 34654-2003


ISBN 84-249-2346-4
Impreso en España. Printed in Spain
Encuademación Ramos
Gráficas Cóndor, S. A.
Esteban Torradas, 12. Polígono Industrial. Leganós (M adrid), 2003
MANUEL SECO

ESTUDIOS DE LEXICOGRAFÍA ESPAÑOLA

SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA

<$>
CREDOS
[BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA
A la memoria de don Rafael Lapesa
A Olimpia Andrés
PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Érase un gran edificio llamado Diccionario de


la lengua castellana [...] Por dentro era un labe­
rinto tan maravilloso que ni el mismo de Creta se
igualara.
(Benito Pérez Galdós: La conjuración de las
palabras).

El convencionalismo es la clave de la civilización. No voy a es­


cribir ahora unensayo sobre una realidad tan conocida, pero es ine­
vitable que la traiga a colación, si tenemos que habérnoslas con la ac­
tividad convencional más importante de las que constituyen el tejido
social: el lenguaje. Es verdad que los pactos lingüísticos entre indivi­
duos y entre grupos están todavía muy lejos de alcanzar la suprema
amplitud ideal; aún no es capaz la humanidad de entenderse por me­
dio de una lengua común, prescindiendo de traductores y de intérpre­
tes, por más que existan ya comunidades lingüísticas muy numerosas,
constituidas no solo por los millones de seres que tienen determinada
lengua como materna, sino por todos los otros millones que se sirven
de esa misma lengua en alguna faceta de su actividad personal, inclu­
so no ya en forma activa — hablándola— , sino puramente pasiva
— escuchándola o leyéndola— .
Pero hay un aspecto convencional — dentro del convencionalismo
del lenguaje— que supone una dimensión supralingüística unificato-
ria en la diversidad lingüística: es la utilización, para multitud de len­
10 Estudios de lexicografía española

guas diferentes, de un código común y único para la representación


gráfica de los signos que constituyen los respectivos sistemas fónicos.
El hecho de que lenguas tan dispares como el español y el turco, el
húngaro y el francés, el finlandés y el italiano, el inglés y el vascuen­
ce, coincidan en el empleo de un medio de transcripción común que
es el alfabeto latino, con el precioso complemento de la numeración
arábiga, constituye un primer factor mínimo de aproximación, y por
tanto de comprensión, entre hablantes que en principio carecen de to­
da clave para comunicarse unos con otros. Si a un hispanohablante el
avión que le traslada a Moscú o a Pekín le convierte automáticamente
en analfabeto, la sensación de desamparo es infinitamente menor si
aterriza en Varsovia o en Helsinki, solo porque las letras, las familia­
res letras de su abecedario — ya que no las palabras— , le dan una tí­
mida pero en cierto modo eficaz bienvenida.
Al admirable pacto social que es la existencia de una lengua se
une, pues, el pacto no menos admirable que es la existencia de un
sistema unitario de representación gráfica de esa lengua, sistema no
privativo de ella, sino compartido por otras muchas. Todavía hay que
añadir un convencionalismo no siempre recordado, pero de inmenso
alcance utilitario: la ordenación tradicional de los signos gráficos del
lenguaje. En todas las comunidades que se sirven del alfabeto latino,
las letras que lo constituyen se enumeran y se colocan en una disposi­
ción universalmente respetada. No importa que el orden alfabético
usual sea en sí descabellado y suscite una y otra vez la cólera de los
lingüistas; en efecto, se diría que el Dios del Alfabeto se divirtió en
irritar a estos sabios ciudadanos entremezclando vocales y consonan­
tes y haciendo que aparecieran alineadas sin concierto las representa­
ciones de consonantes sordas, sonoras, orales, nasales, bilabiales, ve­
lares, palatales... Los intentos aislados, como el del maestro Gonzalo
Correas en el siglo xvn, por poner orden y lógica en este zoco no han
servido más que para sembrar pasajeramente la confusión en un te­
rreno en que todos nos entendemos perfectamente. ¿No nos ocurre a
muchos que la única manera de que encontremos rápidamente un pa­
pel es mantener nuestra mesa en su desbarajuste cotidiano? De igual
Prólogo 11

modo, uno de los pilares de la civilización occidental es el respeto al


orden alfabético heredado, por arbitrario y anticientífico que sea.
De los innumerables frutos del orden alfabético — entre los cuales
se cuentan desde la cartelera de espectáculos hasta la guía telefóni­
ca—, el representante culto más conspicuo es el diccionario, singular
producto que circula entre nosotros, con creciente vigor, desde hace
quinientos años (fue en 1490 cuando Alonso de Palencia publicó el
primer diccionario español — aunque no del español). Los dicciona­
rios son el atajo para penetrar en el contenido de las unidades léxicas,
los guías que nos orientan por el laberinto de las palabras — un labe­
rinto en que vivimos inmersos desde el nacer — . Uno de los índices
más claros de la robustez cultural e intelectual de una comunidad es
el lugar que en ella ocupa el diccionario.
La lengua española cuenta con una interesante tradición lexico­
gráfica cuyas primeras manifestaciones son los diccionarios bilin­
gües, empezando por los de carácter humanístico (Nebrija) y siguien­
do por los de carácter práctico, destinados al viajero, al comerciante,
al diplomático o al evangelizados Es notable que en esta segunda ra­
ma, después de los primeros pasos españoles (Pedro de Alcalá, Cris­
tóbal de las Casas), los extranjeros pronto invaden el campo de manera
casi avasalladora (Percival, Minsheu, Palet, Oudin, Vittori, Franciosi-
ni, etc.), dibujando un panorama que no deja de presentar algún pare­
cido con la situación de nuestros días.
Nuestra lengua se adelanta a las demás europeas en disponer de
un diccionario monolingüe extenso: el Tesoro de la lengua castellana
o española de Sebastián de Covarrubias (1611), anterior en un año al
famoso italiano de la Academia de la Crusca1, Pero, así como este úl­
timo obtuvo inmediato eco que cuajó en sucesivas ediciones mejora­
das, el Tesoro español no logró en su siglo más que una nueva impre­
sión adicionada por un amateur insignificante.

1 Sobre la prioridad de Covarrubias en la lexicografía m onolingüe europea, v. el


capítulo 10 de esta edición.
12 Estudios de lexicografía española

La llama encendida por el pionero Covarrubias, a punto de extin­


guirse, todavía alcanzó a ayudar en la creación del Diccionario de
autoridades (1726-1739), obra maestra de la joven Academia Espa­
ñola establecida por el rey Felipe V. Este diccionario, probablemente
el mejor de Europa en todo el siglo xvm, representa el hito culmi­
nante de la lexicografía española. Pero, como en tantas ocasiones, Es­
paña no sabe sacar rendimiento de su propio triunfo. En lugar de con­
tinuar y ahondar lo alcanzado en esta espléndida obra, la Academia se
contentó, ramplonamente, con hacer de ella una versión abreviada sin
«autoridades», esto es, con pretensiones puramente utilitarias y no
científicas. Es a esta versión, el Diccionario llamado «vulgar» o «co­
mún», a la que la Academia ha consagrado su atención preferente
desde 1780 hasta hoy.
El siglo xvm tiene otra cumbre lexicográfica, el primer dicciona­
rio no académico posterior al de Autoridades: el del jesuíta Esteban
de Terreros. Con efecto retardado, es esta obra la inspiradora de la
tradición lexicográfica no académica que florecerá a mediados del si­
glo xix. La notable independencia de Terreros con respecto a la Aca­
demia se convierte, en algunos lexicógrafos del xix (Peñalver, Do­
mínguez, Chao), en proclamada rebeldía: existe en ellos el deliberado
propósito de arrebatar a la real institución la primacía y casi exclusi­
vidad de que disfruta su obra. La principal arma para competir es el
aumento de caudal, que lleva a estos autores a desbordar los límites
del diccionario de lengua y crear, para el español, un género inédito
hasta entonces: el diccionario enciclopédico.
Pero esta competencia, que podría haber sido fecunda, no impide
que el siglo xix represente una pérdida de posiciones para nuestra le­
xicografía. La mejor esperanza, el excelente Diccionario de Salvá
(1846), no pudo ser desarrollada por su autor, muerto muy poco des­
pués de la publicación de su obra. El otro lingüista que hubiera sido
capaz de realizar nuestro gran diccionario del xrx, el genial colom­
biano Rufino José Cuervo, prefirió concentrar sus excepcionales do­
tes de lexicógrafo en un esfuerzo de gran aliento que no versaba sobre
el léxico, sino sobre la sintaxis. Nada se hizo, pues, en ese siglo, para
Prólogo 13

el español, comparable con la labor de Littré en Francia, o con la de


Tommaseo en Italia, o con la de Grimm en Alemania, o con la de
Murray en Inglaterra, o con la de Webster en Estados Unidos. Labo­
res todas que, por añadidura, han tenido eficaces continuadores.
El siglo actual no ha mejorado sustancialmcntc el panorama en el
terreno de los diccionarios de lengua. Continúa la secuencia de las
ediciones del Diccionario común, siempre mejoradas con adiciones y
enmiendas, pero sin una revisión sistemática y sin una renovación
profunda en sus métodos. Por otra parte, las interesantes y muchas
veces valiosas iniciativas de la lexicografía privada no quitan realidad
al hecho de su dependencia general respecto al Diccionario académi­
co; de manera que la producción, en nuestros países, de este género
de obras, a pesar de la importancia de la lengua española en el mun­
do, no es comparable ni en calidad ni en cantidad con la riquísima
floración de que disfrutan otros idiomas.
Las tentativas más relevantes en la lexicografía de nuestro siglo
han salido de la Academia, con la aspiración de revivir la hazaña de
su primera obra. En realidad, se trata de una sola empresa — el Dic­
cionario histórico de la lengua española— en dos intentos sucesivos:
el primero, cortado por la Guerra Civil, y el segundo, iniciado en
1960. El Diccionario histórico es el proyecto lexicográfico español
más importante desde el Diccionario de autoridades, capaz de situar
el tratamiento lexicográfico de nuestra lengua a la altura ya hace mu­
cho conseguida por otras, y, sobre todo, capaz de dotar al Diccionario
común de la Academia de la base documental y la información sólida
que son indispensables a cualquier diccionario serio. Por desgracia
— y aquí una paradoja más de la irregular historia de nuestra lexico­
grafía— el nuevo Diccionario histórico español, que podría ser el
gran monumento a nuestra lengua, como el de Oxford lo es a la ingle­
sa, carece del mínimo apoyo necesario para que pueda pensarse en
una pronta terminación. No sería de extrañar que lo que España pare­
ce impotente para llevar adelante lo realizaran en día no lejano dos o
tres centros filológicos extranjeros. Al fin y al cabo, ya está ocurrien­
do algo de esto con el español de América. Para los españoles, la dig­
14 Estudios de lexicografía española

nidad nacional sigue siendo solamente Numancia y el Peñón de Gi-


braltar.
No falta en España interés por el estudio de la lexicografía. La
fundación del Seminario de Lexicografía — departamento de la Aca­
demia destinado a la redacción del Diccionario histórico— dio lugar
a la publicación por su creador, don Julio Casares, de un libro fun­
damental que se ha traducido a otras lenguas y que es hoy uno de
los clásicos de la materia: Introducción a la lexicografía moderna
(1950). Ya antes existían por lo menos dos trabajos importantes en
este terreno: el prólogo de Vicente Salvá a su Diccionario (1846) y el
prólogo de Ramón Menéndez Pidal al Diccionario Vox (1945), aparte
del libro del propio Casares Nuevo concepto del diccionario de la
lengua (1941), y sin citar otras aportaciones, aunque valiosas, menos
directas y generales, por ejemplo, las de Cuervo.
Después de la obra de Casares han aparecido contribuciones muy
dignas de consideración, como las de Manuel Alvar Ezquerra, Julio
Femández-Sevilla, José-ÁIvaro Porto y otros; pero el hecho de que no
siempre estos estudios cuenten con el respaldo, muy deseable en estas
materias, de la experiencia en la labor lexicográfica y especialmente
en la compilación de diccionarios de lengua, me ha llevado a pensar
en el interés que para los profesionales y para los aficionados de este
oficio pudiera tener ofrecerles, reunidos, algunos trabajos míos naci­
dos de mi contacto diario, durante muchos años, con una tarea a la
vez apasionante y agotadora.

Madrid, 1987.
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN

En los dieciséis años que nos separan de la primera edición, el


contexto del libro ha cambiado de manera apreciable, debido a dos
fenómenos que en aquel 1987 ya estaban en marcha, pero que hoy
ocupan, al parecer en forma dominante, el escenario de la lexicogra­
fía. Uno, el extraordinario crecimiento de la lexicografía teórica o
metalexicografía; otro, la ineludible presencia de la informática en la
elaboración de los diccionarios.

La l e x ic o g r a f ía t e ó r ic a

Hasta mediados del siglo xx, la palabra lexicografía se definía


como «arte de componer diccionarios». Pero en el paso del medio si­
glo ocurrió algo que obligó a ensanchar esa definición: el interés de
los lingüistas hacia los diccionarios, a los que tradicionalmente se
consideraba como meros instrumentos prácticos ajenos a la ciencia
lingüística. Dentro de España, el prólogo de Ramón Menéndez Pidal
al Diccionario Vox dirigido por Samuel Gili Gaya (1945) y sobre to­
do el libro de Julio Casares Introducción a la lexicografía moderna
(1950) fueron los que abrieron camino a la transformación de la lexi­
cografía-oficio en lexicografía-estudio. Ya habían contado con un
brillante precursor en Vicente Salvá y el prólogo a su Nuevo diccio­
nario en 1846. En el ámbito internacional, se puede señalar como
punto de arranque de la consideración de la lexicografía, no como una
simple actividad, sino como un objeto de estudio, el congreso cele­
16 Estudios de lexicografía española

brado en 1960 en la Universidad de Indiana que reunió a un grupo de


lingüistas y lexicógrafos en tomo al tema de los diccionarios. Allí se
inició una positiva aproximación entre unos y otros: por un lado, la
lexicografía empezaba a verse como una rama de la lingüística, y por
otro, en su praxis comenzó a adquirir cada vez mayor peso el estudio
científico del lenguaje.
El proceso se extendió con notable rapidez por todo el mundo
culto, pero con predominio del primer aspecto sobre el segundo. Em­
pezaron a menudear artículos, libros, simposios, revistas, sociedades
y tesis sobre lexicografía. Esta atención particular a los aspectos teó­
ricos es visible en el terreno de la lengua española, donde, al amane­
cer el siglo xxi, ya hay una notable floración de especialistas en este
estudio, algunos ciertamente brillantes. El progreso de la lexicografía
teórica ha superado al de la lexicografía práctica. Aunque es verdad
que la edición de diccionarios da trabajo a un número de personas
quizá superior al de otros tiempos, son relativamente escasos quienes
se consagran realmente a la redacción de diccionarios, ante al número
de los que investigan acerca de esta clase de obras.
Esta circunstancia no deja de tener alguna relación con el hecho
de que los diccionarios de lengua hayan dejado de ser unipersonales.
María Moliner fue la última representante de esa casta de héroes so­
litarios. El autor plural, que entre nosotros existe desde el siglo xvm,
ha quedado por dueño del campo. El esfuerzo individual, tantas veces
agotador, se reparte así entre los miembros de un equipo para hacerse
más llevadero y más corto. Cálculo peligroso: cuanto más llevadero y
más corto el esfuerzo, más endeble es el resultado, pues no es raro
que lo que es en sí una ventaja -la facilidad y la rapidez- se convierta
en una meta, y la producción del diccionario descanse en la rutina y
en la copia tradicionales, por más que después el producto se vista de
modernidad.
En este paisaje, la identificación entre autores y obras se hace ca­
da vez menos profunda, e insensiblemente la figura del lexicógrafo
«profesional» va siendo desplazada por la del lexicógrafo «aficiona­
do», más amigo de disertar sobre los diccionarios que de laborar en su
composición.
Prólogo 17

L a in f o r m á t ic a

El segundo fenómeno que determina un cambio en el panorama


de la lexicografía es el peso que sobre ella cjercc hoy la tecnología.
La informática alimentó desde muy pronto grandes esperanzas
entre los lexicógrafos, que vislumbraban en ella el remedio milagroso
para la lentitud y la dureza de su trabajo. Ya en 1971 se había puesto
al servicio de un diccionario, el Trésor de la langue frangaise, el or­
denador entonces existente, el que trabajaba con tarjetas perforadas.
(La obra ha llegado felizmente a puerto hace menos de un decenio).
Por aquel entonces, siguiendo el ejemplo francés, la Academia flo­
rentina de la Crusca iniciaba la gestación informática, aún hoy no lle­
gada a sazón, de su Vocabolario delle origini. Y por aquellos años
también, el Colegio de México emprendía la creación de un corpus
electrónico destinado a un ambicioso Diccionario del español de Mé­
xico que desde hace tiempo esperamos con impaciencia.
No todos pusieron una fe ciega en el invento; así, el suplemento al
Diccionario de Oxford, cuatro gruesos volúmenes publicados entre
1972 y 1986, se realizó íntegramente por procedimientos manuales.
Pero en los años posteriores a 1987 el progreso de la informática se
hizo cada vez más irresistible. A partir de 1993, los fascículos del
Diccionario histórico de la lengua española que todavía se publica­
ron antes de la suspensión de la obra realizaron su composición tipo­
gráfica y su maquetación exclusivamente por medio de ordenador,
logrando una calidad no inferior y una rapidez muy superior a las de
la imprenta tradicional. Lo mismo ocurrió en la composición y ma­
quetación del Diccionario del español actual, realizadas en la última
fase (1994-99) de la preparación de esta obra. Fue igualmente impor­
tante el papel de la informática en la revisión del texto del Dicciona­
rio académico en su edición de 2001. Por otra parte, la Academia Es­
pañola comenzó en 1993 la creación de una base de datos léxicos
destinada a suministrar a sus futuros diccionarios la documentación
necesaria. Y no faltan quienes procuran beneficiarse del prestigio de
las nuevas técnicas: hoy día existen en España diccionarios que basan
18 Estudios de lexicografía española

su publicidad en estar — según dicen-— realizados a partir de corpus


informáticos.
De las bases de datos léxicos existentes en España, la única que
tiene verdadera importancia es la de la Academia, constituida por un
corpus actual y un corpus histórico, que totalizan por ahora más de
270 millones de registros; pero, al no estar todavía a punto para su
plena utilización en las empresas lexicográficas de la institución, no
ha podido mostrar hasta el momento toda la eficacia que se espera de
este poderoso instrumento.

La a c t iv id a d l e x ic o g r á f ic a e n los ú lt im o s a ñ o s

Los diccionarios de lengua publicados en España con posteriori­


dad al año 1987 son en gran parte nuevas ediciones o revisiones de
diccionarios generales ya existentes, o pertenecen al género de los
diccionarios didácticos — los escolares, destinados a estudiantes ha­
blantes nativos de español de niveles primario y medio, y los llama­
dos de aprendizaje, destinados a no hispanohablantes que estudian
nuestra lengua— , Es en este sector, el de los didácticos, donde se ha
podido observar alguna mayor actividad. En la preparación de los es­
colares se van apreciando interesantes mejoras. En cambio, los de
aprendizaje adolecen de falta de madurez, lejos todavía de alcanzar la
calidad de los de otros idiomas, a los que solo han imitado en aspec­
tos externos, como la división silábica de las voces, realizada con dis­
cutible acierto, o informaciones de uso, a menudo más desorientado-
ras que eficaces.
En cuanto a metodología, tanto en los diccionarios generales co­
mo en los didácticos se aprecia escaso progreso. En la mayoría conti­
núa instalada la tradición de la copia en diversos aspectos del conte­
nido (nomenclatura, estructura de artículos, estilo de definición, etc.)
o la imitación en aspectos superficiales, como la tipografía y el dise­
ño. En esa mayoría, la documentación sigue siendo asistemática y po­
co científica. Tan solo un diccionario se ha compuesto íntegramente
sobre un corpus documental (aunque todavía manual) de autenticidad
demostrada.
Prólogo 19

El progreso de la lexicografía hispanoamericana en estos años ha


sido más consistente que el de la española. A pesar de la rémora que
supone el método contrastivo, se han realizado diccionarios de países
particulares en que se superan claramente los métodos aún predomi­
nantes en España. Están preparados con más rigor que la generalidad
de los españoles, y dos de ellos muestran sistemáticamente mediante
citas la veracidad de su documentación.
Es previsible que, disponiendo de los medios que la técnica em­
pieza a poner a disposición del lexicógrafo, los diccionarios del espa­
ñol puedan mejorar de manera sustancial en los años venideros. Pero
nunca perdamos de vista que las bases de datos no son más que ins­
trumentos que hay que saber utilizar. La piedra angular de todo dic­
cionario sigue siendo el arte del autor. Ese arte, cuando se logra, de­
pende de imas pocas cosas: conocimiento de la lengua, inteligencia,
intuición, experiencia, dedicación y estudio.
En la renovación y progreso de la lexicografía de otros idiomas
han desempeñado un papel fundamental los diccionarios históricos,
inventarios «integrales» del léxico de la respectiva lengua. La visión
profunda que estos grandes repertorios han aportado al conocimiento
de sus idiomas se refleja ostensiblemente en la superior calidad al­
canzada por la actual lexicografía del inglés y del francés. Ese hondo
conocimiento léxico atesorado por un buen diccionario histórico, po­
tencialmente enriquecido hoy por la abundancia documental ofrecida
por las bases de datos, ha de ser el apoyo más sólido del lexicógrafo
en el siglo xxi. Es lástima que España no haya sido capaz de conti­
nuar y llevar a término el proyecto cuidadosamente trazado que en
esta línea se emprendió en el pasado siglo.

La n u e v a e d ic ió n d e este l ib r o

Este libro se concibió para ponerlo al servicio del aprendiz de le­


xicógrafo (oficio en el que, en realidad, siempre se está aprendiendo).
Lo constituyen una serie de trabajos publicados en distintos momen­
tos y lugares y en los que se recogen experiencias— personales y
ajenas— , reflexiones e indagaciones sobre lexicografía de nuestra
20 Estudios de lexicografía española

lengua. Todos ellos tienen, creo, un alcance doctrinal, incluso los de


apariencia más descriptiva o histórica, donde no es difícil extraer al­
guna moraleja.
La primera edición estaba conformada por once capítulos con tres
apéndices. Esta segunda, muy ampliada, consta de veinticinco capí­
tulos, pero entre ellos no se han conservado todos los componentes de
la edición anterior. Desaparecen los titulados «Medio siglo de lexico­
grafía española (1930-1980)» y «Seis años después (panorama com­
plementario, con imas reflexiones sobre la lexicografía académica)»,
sustituidos por una nueva panorámica: «Lexicografía del español en
el fin de siglo».
El capítulo «El primer diccionario sincrónico del español», con el
cual se había presentado en sociedad el proyecto, todavía joven, del
Diccionario del español actual, cede ahora su lugar a otra descripción
del mismo proyecto, casi con igual título— «El diccionario sincróni­
co del español»— , trazada muy pocos años antes de llegar a la meta.
El lector curioso puede hoy comparar los dos textos en una y otra edi­
ción, y, si añade en el cotejo la introducción del propio Diccionario,
comprobará hasta qué punto se han mantenido a lo largo de casi tres
decenios los principios y los métodos que guiaron la elaboración de la
obra.
Por otra parte, son capítulos nuevos en el libro los números 3 a 6,
que versan sobre problemas y métodos de la lexicografía: «Sobre el
método colegiado en lexicografía», «El problema de la diacronia en
los diccionarios generales», «Los pilares de un diccionario moderno»
y «¿Para quién hacemos los diccionarios?». El capítulo 9 ahonda en
la aventura — todavía viva en su momento— del Diccionario históri­
co español. Algunos aspectos del trabajo lexicográfico de la Acade­
mia en los siglos xvm y xx — el Diccionario de autoridades, el na­
cimiento del Diccionario hoy llamado usual, el Diccionario manual e
ilustrado— son estudiados en otros tantos capítulos. Son igualmente
nuevos los centrados sobre el español de América, que examinan por
un lado su hasta ahora difícil integración en los diccionarios genera­
les, y por otro los inconvenientes que conlleva el método contrastivo
Prólogo 21

habitualmente empleado por los recopiladores de su léxico. Y el ca­


pítulo 23 comenta la segunda edición de uno de los diccionarios es­
pañoles más notables del siglo xx.
Todos los capítulos se imprimen aquí tal como aparecieron por
primera vez en revistas o en volúmenes colectivos, salvo pequeñas
correcciones de errores, y en todos se ha unificado el sistema de refe­
rencias bibliográficas. La fidelidad a los textos originales hace inevi­
tables algunas repeticiones, que no deben constituir grave molestia
para el lector, puesto que el libro no está concebido para una lectura
seguida.

* * *

Quiero aquí reiterar mi gratitud a José Antonio Pascual, José Po­


lo, Gregorio Salvador y Ramón Santiago, por cuya iniciativa, hace
años, se reunieron en un volumen los artículos que constituyeron la
primera edición de este libro. Y ahora agradezco de corazón a la Edi­
torial Gredos la generosa atención que en su nueva edición ampliada
ha dedicado a esta obra y a su autor.
M. S.
P rim e ra p a r t e

PROBLEMAS Y MÉTODOS
1
PROBLEMAS FORMALES DE LA DEFINICIÓN
LEXICOGRÁFICA*

1. Los d o s e n u n c ia d o s e n e l a r t í c u l o d e d ic c io n a r io

En el modelo habitual de artículo de diccionario, la información


sobre la palabra-entrada se divide en dos vertientes: una, que se refie­
re a esa unidad léxica en cuanto signo, y la otra, que se refiere al
contenido de la misma. Si abrimos el Diccionario de la Academia1,
prototipo de la gran mayoría de los diccionarios españoles2, y nos
detenemos en un artículo cualquiera, por ejemplo,
p e r e z o s o , s a . (D e pereza.) adj. Negligente, descuidado o flojo en ha­

cer lo que debe o necesita ejecutar. U. t. c. s.

vemos que este artículo implica, en efecto, dos enunciados:


1,°, «la voz perezoso / perezosa viene de la voz pereza; pertenece
a la categoría adjetivo y se usa también como sustantivo»;

[Publicado en Estudios ofrecidos a Emilio Atareos Llorach, II, Oviedo 1977,


217-39].
1 Cito por la 19.* ed., Madrid 1970. Todos los ejemplos de artículos y definiciones
que en este trabajo aparezcan reproducidos sin ninguna indicación pertenecen al Dic­
cionario académico.
2 A lo largo de este trabajo entiendo siempre bajo la denominación «diccionarios
españoles» los monolingües de lengua castellana publicados en España.
26 Problemas y métodos

2 ° , «la voz perezoso /perezosa significa ‘negligente, descuidado


o flojo en hacer lo que debe o necesita ejecutar’».
Se trata de dos predicaciones de distinto carácter, no solo por su
nivel de información, sino también por su forma.

2. E l p r im e r e n u n c ia d o . Su n o r m a l iz a c ió n

De estos dos enunciados que cabe discernir en el artículo de dic­


cionario, el primero presenta, dentro de su común denominador, una
información dispersa. En el ejemplo propuesto vemos que por un lado
se indica la etimología, por otro la categoría de la voz. En otros ar­
tículos encontraríamos, además, noticias de otro tipo:
a) época de vigencia de la palabra: la abreviatura ant. «indica que
la voz o la acepción pertenece exclusivamente al vocabulario de la
Edad Media»; la abreviatura desús, «se pone a las voces y acepciones
que se usaron en la Edad Moderna, pero que hoy no se emplean ya»
(Academia, 1970: xxrv);
b) límites geográficos: provincia, región, país o área supranacio-
nal de los que es peculiar la voz en cuestión;
c) campo del saber (antropología, botánica, matemáticas, etc.) o
de la actividad (carpintería, imprenta, radiodifusión, etc.) en que ha­
bitualmente se confina el término;
d) niveles de uso — nivel de lengua y nivel de habla (cf. Seco,
1972: §16,2) —, expresados por medio de abreviaturas como fam.,
vulg., pop., poét., rúst.;
e) particularidades de «colocación»3; por ejemplo: «Úsase en las
anotaciones de impresos y manuscritos castellanos» (s.v. pá ssim );
«En frases como las siguientes: El din y el don; el don sin el din» (s.v.
d in ).
f) explicación de las transiciones semánticas, por medio de abre­
viaturas como fig., por ext., irán, (esta información, lógicamente, solo
en acepciones secundarias).

3 Para el uso del término colocación me inspiro en J. R. Firth (1951: 194).


Problemas formales de la definición lexicográfica 27

Todos estos elementos más o menos dispares que constituyen el


«primer enunciado» de un artículo tienen como característica formal
común la sumisión a una normalización muy rígida. Así, cada una de
estas informaciones ocupa un lugar fijo en el artículo: la etimología
ocupa el espacio inmediato a la palabra-entrada; el segundo está re­
servado a la categoría gramatical; el tercero corresponde a la vigencia
cronológica, al ámbito geográfico, al ámbito de la actividad o al nivel
social; por último, tras una ruptura de la continuidad por la presencia
de la definición — o «segundo enunciado»— , se expone, cuando la
hay, información complementaria, habitualmente de tipo gramatical.
La discontinuidad, en este caso, de la doble información gramatical,
tal como la vemos ejemplificada en la definición citada al principio,
no obedece a capricho: mientras la categoría de la palabra es informa­
ción absolutamente constante en todos los artículos, ya que no hay
palabra de la lengua que carezca de aquella, el hecho de usarse la voz
ocasionalmente con una segunda función (gramaticalizada) no puede
decirse de todas las palabras. Y, evidentemente, la norma es antepo­
ner al «segundo enunciado» solamente las informaciones sobre las
constantes de toda palabra: etimología, categoría gramatical y locali­
zación social, geográfica o cronológica.
La «inconstancia» de algunas de estas informaciones es solo apa­
rente. Toda voz de la lengua tiene su etimología, y solo el hecho de
que esta no sea conocida explica la falta de nota etimológica. Es de­
cir, la falta de este dato es una información: la de que la etimología es
desconocida4. En cuanto a las informaciones sobre nivel social, lími­
tes geográficos y vigencia, están siempre «presentes» en todo artícu­
lo, pero solo «explícitas» cuando son marcadas; esto es, que la indi­
cación «cero» de nivel social (en oposición a «familiar», «vulgar»,
«poético») o de ámbito (en oposición a «Patología», «Marina», etc.)
significa que el término pertenece, respectivamente, a un nivel medio

4 Claro que no siempre la ausencia del paréntesis etimológico obedece a descono­


cimiento; se omite, por economía, siempre que queda puesto en evidencia el étimo en
la propia definición, como ocurre, por ejemplo, en p a l a c ie g o , «perteneciente o rela­
tivo a palacio».
28 Problemas y métodos

de habla o al uso general de la lengua; que la indicación «cero» de lo­


calización geográfica (en oposición a «Álava», «Andalucía», «Río de
la Plata», etc.) significa que la voz pertenece al español general de to­
das las tierras hispanohablantes; y que la indicación «cero» de vigen­
cia (en oposición a «anticuado» o «desusado») significa que se trata
de un término vivo en la actualidad.
No solo por su lugar fijo y por su constancia (explícita o implíci­
ta) se caracterizan los elementos del «primer enunciado». Igualmente
rigurosa es la normalización en otros dos aspectos: la forma de la
predicación y la presentación gráfica.
La predicación se realiza sistemáticamente con un verbo implícito en
los indicadores que hemos señalado como constantes. El verbo es siem­
pre explícito, en cambio, en las indicaciones ocasionales (las que se
posponen al «segundo enunciado»): «Úsase también como sustantivo»
(abreviado siempre Ú. í. c. s.); «Usábase también como pronominal»
(abreviado Usáb. t. c. prnl.); «Suélese juntar con la partícula por» (s.v.
ten er , acep. 11); «Aplícase únicamente a Dios, ya con algún calificativo
[...], ya sin ninguno» (s.v. h a c ed o r ).
En los otros casos, en las indicaciones constantes, el verbo es
siempre el mismo: «viene», para la etimología; «es», para todo lo
demás. Otros elementos no verbales, pero también fijos, se sobren­
tienden en las indicaciones de ámbito y región: «voz peculiar de».
La presentación gráfica de los componentes del «primer enun­
ciado» no es menos uniforme. Ante todo, es característico el uso
sistemático de abreviaturas; es esta la única parte del artículo de
diccionario en que las abreviaturas son empleadas, y ello de forma
absolutamente regular. Se añade a esto la contribución de la tipogra­
fía: determinadas informaciones — ámbito y región— aparecen siem­
pre impresas en cursiva, frente a la redonda en que son constante­
mente presentadas las indicaciones gramaticales, de nivel social y de
vigencia; por otra parte, la etimología figura — siempre entre parénte­
sis— en un cuerpo de letra menor que el del resto del artículo.
Queda aún otro aspecto relativo a la normalización del «primer
enunciado»: la terminología metalingüistica empicada. La uniformi­
Problemas formcHes de la definición lexicográfica 29

dad de esta terminología es evidente a lo largo de todo el Diccionario.


Aunque la teoría lingüística subyacente no resulte siempre clara ni
coherente, incluso a la luz de la propia doctrina de la Gramática aca­
démica de 19315, la terminología gramatical es sustancialmcnte ho­
mogénea y no desmiente el propósito general de unidad formal atesti­
guado en los aspectos que hemos examinado hasta ahora.
Vemos, pues, que es bastante rígida la organización que el Dic­
cionario académico da al conjunto de informaciones que venimos
llamando el «primer enunciado» del artículo.

3. L a e s t r u c t u r a d e l a r t íc u l o m ú l t ip l e

El detenimiento con que he expuesto este sistema se debe a la


falta total de explicación acerca de él, por parte de la Academia, en
los preliminares de la obra. Pero no es necesario tanto esfuerzo en lo
que se refiere a otro aspecto formal que corresponde, no ya al artículo
simple (el de una acepción), sino al múltiple (el de varias acepciones).
En efecto, la estructura general del artículo múltiple aparece minucio­
samente codificada por la Academia (1970: x x iii ):
Dentro de cada artículo van colocadas por este orden las diversas
acepciones de los vocablos: primero las de uso vulgar y corriente;
después las anticuadas, las familiares, las figuradas, las provinciales e
hispanoamericanas, y, por último, las técnicas y de germanla.
En los vocablos que tienen acepciones de adjetivo, substantivo y
adverbio, se hallan agrupadas las de cada categoría gramatical según
el orden aquí indicado.
En los substantivos se posponen las acepciones usadas exclusiva­
mente en plural a las que pueden emplearse en ambos números.
Cuando el artículo es de substantivo, se registran después de las
acepciones propias del vocablo aislado las que resultan de la combi­
nación del substantivo con un adjetivo, con otro substantivo regido de
preposición o con cualquiera expresión calificativa.

5 El Esbozo de una nueva gramática se publicó con posterioridad (1973) al Dic­


cionario que estamos estudiando.
30 Problemas y métodos

Al fin del artículo se incluyen las frases o expresiones a él corres­


pondientes, dispuestas en riguroso orden alfabético. Entre ellas figu­
ran las elípticas de un solo vocablo.

Este reglamento, por supuesto, se cumple al pie de la letra a lo


largo de las 1422 páginas del Diccionario.

4. E l s e g u n d o e n u n c ia d o . L a « l ey d e l a sin o n im ia »

Todos los diccionarios modernos, tanto de nuestra lengua como


de otras, se atienen, en lo que respecta al «primer enunciado» del artí­
culo simple y a la estructura del artículo múltiple, a unas normas for­
males muy precisas, y solo por error, o en algún caso por fuerza ma­
yor, faltan a ellas.
¿Es deseable esta normalización? Evidentemente sí, por cuanto
supone no solo una economía de espacio para el editor, sino de es­
fuerzo y tiempo para el autor y el lector, al crear en ellos una serie de
automatismos que facilitan, respectivamente, el proceso de la redac­
ción y el de la consulta.
En la historia de la lexicografía se observa una presión progresiva
de la tendencia normalizadora. En lo que se refiere a los diccionarios
españoles, esta realidad es evidente si comparamos el entrañable de­
sorden del Tesoro de Covarrubias (1611) con la meditada organiza­
ción del Diccionario de Autoridades (1726-1739), la cual, a su vez,
resulta rudimentaria y laxa si la confrontamos con los severos cáno­
nes formales que configuran los artículos del Diccionario académico
de 1970.
Pero esta normalización que la Academia impone sistemática­
mente en la estructura general del artículo múltiple y en la organiza­
ción del «primer enunciado» del artículo simple, ¿tiene también su
correspondencia en la información que constituye el «segundo enun­
ciado»?
El «segundo enunciado» es, como dijimos, la información sobre
el contenido de la palabra-entrada, es decir, la definición. Ahora bien,
la definición es, a la vez que la médula del artículo lexicográfico, la
problemas formctles de la definición lexicográfica 31

tarca más ardua que le toca al lexicógrafo, tarea cuya delicadeza, cuya
complejidad y cuya aspereza reconocen no solo los oficiales de este
arte, sino los lingüistas todos y los pensadores. Siendo, pues, tan ás­
pera, compleja y delicada la operación de definir, cabe preguntarse
hasta qué punto se puede pensar en someter su producto a unos mol­
des regulares tan estrictamente reglamentados como los que hemos
visto que existen para la información sobre el signo.
Sin embargo, de hecho existe en los diccionarios, también para la
definición, una sistematización semejante. Esta sistematización no
afecta a las modalidades de definición (lógica, científica, descriptiva,
etc.), sino a las formas de definición, esto es, a la estructura de esta en
cuanto enunciado, a su «sintaxis», como con alguna impropiedad dice
Weinreich (1962: 39).
El alcance del propósito sistematizador en el Diccionario acadé­
mico por lo que se refiere al «segundo enunciado» es mucho más li­
mitado que para el primero. No solo en cuanto a su desarrollo, ya que
prácticamente se reduce a una sola norma, sino en cuanto a su aplica­
ción, pues está bastante lejos de la universalidad registrada para las
normas del «primer enunciado» y para las del artículo múltiple.
La norma formal que rige la definición es consecuencia inmediata
de la índole de esta. En efecto, la definición, para ser tal, es teórica­
mente una información sobre todo el contenido y nada más que el
contenido de la palabra definida. Si esta condición se cumple, la defi­
nición deberá ser capaz de ocupar en un enunciado de habla el lugar
del término definido sin que por ello se altere el sentido del enuncia­
do. Tanto si la definición está constituida por un término solo como si
está constituida por un sintagma, podemos decir que la definición es
en realidad un sinónimo del definido, si extendemos al sintagma la
noción de sinonimia, tradicionalmente confinada a la palabra (cf.
Rey-Debove, 1971: 202, y Dubois / Dubois, 1971: 85). La condición
sinonímica de la definición se cumple con todas sus consecuencias: la
sinonimia pocas veces es absoluta (intercambiabilidad en todos los
contextos), y muchas veces no es completa (equivalencia en la deno­
tación, pero no en la connotación) (cf. Dubois et al., 1973: s.v. syno-
32 Problemas y métodos

nymie). Así pues, la igualdad de significado entre definido y defini­


ción es, en la mayoría de los casos, solo una aproximación, una ten­
dencia a la igualdad; una igualdad «a efectos prácticos».
Con esta salvedad, que es inherente a la naturaleza del objeto y no
(o no solo) del sujeto lexicográfico, la sustituibilidad es el banco de
pruebas de la definición. Si el enunciado definidor puede sustituir al
término definido, en un enunciado de habla, sin que el sentido objeti­
vo de este se altere, el enunciado definidor es válido.
Consecuencia inmediata de esta ley es la identidad de categoría
entre definido y definiente (cf. Rey-Debove, 1971: 203; Quemada,
1968: 460, y Zgusta, 1971: 258). Más exactamente: la exigencia de
que el definiente esté constituido por una forma adecuada a la función
sintáctica propia del definido. Así, si el definido es un nombre, la de­
finición estará constituida por otro nombre — seguido o no de especi­
ficaciones— o por una construcción sustantiva (generalmente «el
que...»):
legista : «Profesor de jurisprudencia»; «El que estudia jurisprudencia
o leyes».

Si el definido es un adjetivo, la definición será un adjetivo léxico


— con o sin especificadores — o tendrá forma de proposición adjetiva
o de complemento preposicional:
perezoso : «Negligente, descuidado o flojo en hacer lo que debe o
necesita ejecutan).
legal : «Prescrito por ley y conforme a ella)».
lenitivo : «Que tiene virtud de ablandar y suavizar».
débil : «De poco vigor, o de poca fuerza o resistencia».

Si se trata de un verbo (que, para figurar como entrada, es reduci­


do a la forma de infinitivo), la definición estará constituida por otro
verbo en infinitivo, seguido o no de complementos:
lenificar , tr: «Suavizar, ablandan).
legislar , intr.: «Dar, hacer o establecer leyes».
'es de la definición lexicográfica 33

Un adverbio será definido por medio de otro adverbio, o de un


sintagma con forma propia de complemento adverbial:
debidamente : «Justamente, cumplidamente».
lejos : «A gran distancia; en lugar o tiempo distante o remoto».

5. D e f in ic ió n « p r o p ia » y d e f in ic ió n « im p r o p ia »

Ahora bien, es importante detenerse en el hecho de que la aplica­


ción de la «ley de la sinonimia» no puede ser universal: no se dejan
someter a ella las palabras gramaticales ni las intelecciones (cf.
Weinreich, 1962: 39; Rey-Debove, 1971: 250, y Zgusta, 1971: 258).
En los artículos correspondientes a estas clases de palabras se recurre
a un modelo de definición muy distinto:
¡ay !: «interj. con que se expresan muchos y muy diversos movi­
mientos del ánimo, y más ordinariamente aflicción o dolon>.
a , prep.: «Denota el complemento de la acción del verbo, ya prece­
diendo a nombres, ya a otros verbos en infinitivo»,
sí: «adv. afirm. que se emplea más comúnmente respondiendo a pre­
guntas».
el : «art. determ. en gén. m. y núm. sing.».

Salta a la vista que estas definiciones no están formuladas, como


las anteriores, en «metalengua de contenido», sino en «metalengua de
signo» (cf. Rey-Debove, 1971: 172 y 247); es decir, no en la meta-
lengua propia del «segundo enunciado» del artículo, sino en la que
corresponde al «primer enunciado». No puede extrañamos este cam­
bio de registro cuando se trata de definir estas clases de palabras, por­
que, al ser realmente indefinibles, lo que se ofrece como información
acerca de ellas no es una verdadera «definición», sino una «explica­
ción». Se dice, no qué significa la palabra, sino qué es esa palabra,
cómo y para qué se emplea. De no dar por bueno este tratamiento
respecto a las palabras gramaticales y a las inteijecciones, no quedaría
otra opción que excluirlas del diccionario6.

6 No solo las palabras gramaticales y las interjecciones precisan de «explicación»,


al no ser viable para ellas la «definición». Si, para que una definición sea válida, es
34 Problemas y métodos

Tenemos, pues, en teoría, dos clases de artículos en el dicciona­


rio: los de «definición propiamente dicha» (definición en metalengua
de contenido), que corresponden a todos los nombres y a la inmensa
mayoría de los adjetivos, verbos y adverbios; y los de definición
impropia, o «explicación» (definición en metalengua de signo),
que corresponden a las inteijecciones y a las palabras gramaticales
— preposiciones, conjunciones, pronombres, artículos, y también
ciertos adverbios, adjetivos y verbos— . La diferencia más externa
entre unos artículos y otros está, como sabemos, en que en los prime­
ros rige el principio de la sustituibilidad.
Esta repartición puede perfectamente darse por buena como una re­
gla de juego más en lexicografía, actuando a manera de segunda parte,
restrictiva, de la ley de la sinonimia; y de hecho es observada muy ne­
tamente en buena parte de los diccionarios extranjeros modernos.

6. D e f in ic io n e s d e a d je t iv o s

Pero la línea fronteriza entre artículos «de definición» y artículos


«de explicación» es absolutamente irregular en un amplio sector de la
lexicografía, dentro del cual figuran todos los diccionarios españoles,
encabezados por el de la Academia.

necesario, como pretende Weinreich (1962: 37), que esté formulada en palabras de
frecuencia más alta que la del término definido (v. una crítica de este principio en
J, Rey-Debove, 1971: 199), evidentemente las palabras de más alta frecuencia no se­
rán en modo alguno definibles, y el lexicógrafo solamente podrá enfrentarse con ellas
valiéndose de una «explicación». Del hecho de la coexistencia en los diccionarios de
las dos formas, «explicación)) y «definición», no debe inferirse, como hace el mismo
Weinreich, que es absurda o innecesaria la pretensión de intercambiabilidad entre el
término y su definición. Lo que sí seria absurdo es pretender reducir todos los artícu­
los del diccionario a la forma de definición en metalengua de contenido, o todos a la
definición en metalengua de signo. El sentido común permite dividir el léxico en dos
sectores bastante bien delimitados, que comprenderían, respectivamente, las palabras
«definibles» y las «no definibles»; y nada se opone a que uno y otro sector tengan ca­
bida en el diccionario.
les de la definición lexicográfica 35

Veamos algunas definiciones de adjetivos en el Diccionario aca­


démico, recogidas todas en el espacio de cuatro columnas (Academia,
1970: 882-883):
misal: «Aplícase al libro en que se contiene el orden y modo de cele­
brar la misa».
m i s e r i c o r d i o s o : «Dícese del que se conduele y lastima de los traba­
jos y miserias ajenos».
m i s e r o : «Aplícase a la persona que gusta de oir muchas misas»; «Di-
cese del sacerdote que no tiene más obvención que el estipendio de la
misa».
m i s i v o : «Aplícase al papel, billete o carta que se envía a uno».

m i s t a o ó g i c o : «Dícese [...] del discurso o escrito que pretende reve­


lar alguna doctrina oculta o maravillosa».
m i s t e r i o s o : «Aplícase al que hace misterios y da a entender cosas re­
cónditas donde no las hay».
m i s t r a l : «Dícese del viento entre poniente y tramontana».

Todas estas definiciones, encabezadas por «dícese de» o «aplícase


a» — fórmulas sumamente frecuentes a lo largo del Diccionario—,
quedan fuera de la «ley de la sinonimia». Ni siquiera existe la identi­
dad de categoría entre el definiente y el definido. La sustitución de
misericordioso por su definición académica, en un texto como Es mi­
sericordioso con los que sufren, nos daría este otro texto, en modo al­
guno equivalente: *Es dicese del que se conduele y lastima con los
trabajos ajenos, con los que sufren.
La explicación está, naturalmente, en que estas definiciones no
son «propias», sino «impropias», es decir, no son definiciones en me­
talengua de contenido, sino en metalengua de signo. Así como en la
definición de p e r e z o s o el «segundo enunciado» era, según vimos,
«La voz perezoso /perezosa significa ‘negligente, descuidado o flojo’
[etc.]»,

en la definición de misericordioso el «segundo enunciado» será


«La voz misericordioso /misericordiosa se dice del que se conduele y
lastima de los trabajos y miserias ajenos».
36 Problemas y métodos

En el primer caso el predicado está constituido por un verbo sig­


nifica (implícito en el artículo) y un sintagma adjetivo intercambiable
en un contexto de habla por la palabra-entrada (que tiene esa misma
categoría adjetiva). En el segundo caso el predicado está formado por
un verbo dicese (explícito en el artículo) seguido de un sintagma sus­
tantivo que es complemento de ese verbo; y en esta predicación, solo
el elemento adjetivo que funciona como especificador dentro del sin­
tagma sustantivo — esto es: que se conduele y lastima de los trabajos
y miserias ajenos— sería intercambiable por la palabra-entrada.
Sin duda, la explicación de esta flagrante y continuada falta de
uniformidad en la metalengua de la definición está en el problema
que plantea la «colocación» semántica de muchos adjetivos7. Ante un
adjetivo como mistagógico, el redactor sabe que esta voz significa
‘que pretende revelar alguna doctrina oculta o maravillosa’, pero al
mismo tiempo sabe que esta voz se dice solamente de un discurso o
un escrito. Lo primero sería una verdadera definición; lo segundo se­
ria tan solo una explicación sobre el uso de la voz. Pero, al considerar
necesario no omitir ninguna de las dos informaciones, el redactor
reúne las dos dentro de un predicado unitario bajo la forma de la se­
gunda («explicación»): justo la que es semánticamente secundaria.
Con esta crítica no pretendo sugerir que la información sobre la
«colocación» de la voz sea excluida de las definiciones. Por el contra­
río, entiendo que es un dato semántico del que, aunque no sea sustan­
cial, no se debe prescindir en el análisis lexicográfico8. Lo que quiero

7 Véase nota 3.
8 Esto no quiere decir que tenga que ser explícito en cada artículo. En los casos en
que la propia definición deja ver de qué categoría de seres es predicable ( f e n i c a d o :
«que tiene ácido fénico»; c r u e l : «que se deleita en hacer mal a un ser viviente»), o en
que es predicable sin límites ( ú t i l : «que puede servir y aprovechar en alguna línea»),
huelga advertir si «se aplica a personas» o si «se dice de cualquier persona, animal o
cosa». Las definiciones citadas de m is e r i c o r d i o s o y m is e r o pecan de redundantes en
este aspecto, pues ya se ve que definiciones como «que se conduele y lastima de los
trabajos y miserias ajenos» y «que gusta de oír muchas misas», sin más aclaraciones,
dirían de manera inequívoca que son calificaciones aplicables exclusivamente a per­
sonas.
de la definición lexicográfica 37

es recordar que dos niveles diferentes de información — uno, sobre el


contenido; otro, sobre el signo en cuanto tal; uno, definición propia­
mente dicha; otro, explicación sobre el uso— no deben ir mezclados
en un mismo predicado, cuando se ha adoptado, como hemos visto,
un criterio general de clara separación entre las informaciones que
constituyen el «primer enunciado» — sobre el signo en cuanto tal— y
las que constituyen el «segundo enunciado» — sobre el contenido— .
Y también, hacer ver la incoherencia de someter alternativamente to­
da una clase de palabras, los adjetivos, a dos modelos de definición
de los cuales solo uno es homogéneo con el utilizado para las restan­
tes clases de palabras no gramaticales.
¿Cómo se puede mantener la uniformidad en la definición — em­
pleo constante de la definición en metalengua de contenido— sin sa­
crificar la información sobre la «colocación»? Hay varios procedi­
mientos. Uno es utilizado, bien que muy raramente, por la propia
Academia. Consiste, sencillamente, en separar por medio de un punto
las dos informaciones:
blandengue: «Blando, suave. Dícese d e personas».

En lugar del modelo habitual «Dícese de (o Aplícase á) la perso­


na + sintagma adjetivo» («Dícese de la persona blanda, suave»), se
deslindan los dos niveles de información, de manera que la definición
propiamente dicha no deja de ocupar su lugar ni deja de ajustarse a la
«ley de la sinonimia», sin que por ello quede silenciado el dato com­
plementario no definidor5.

9 r
[En la edición de 2001 de su Diccionario común la Academia se ha hecho eco ya
de algunas de mis observaciones de 1977 y 1979 (que por otra parte ya estaban aten­
didas en el Diccionario histórico de la propia Academia desde su fascículo 14, 1979).
Así, evita, por regla general, modos de definir como los que más arriba he citado del
Diccionario de 1970 y que se mantenían en los de 1984 y 1992. Subsisten, sin embar­
go, no raras muestras del sistema tradicional, excepciones que la Academia defiende
en 2001, xuv].
38 Problemas y métodos

Una variante de esta forma encontramos en el Dictionnaire géné-


ral de Hatzfeld-Darmesteter (1889-1900):
«Qui peut étre facilement comprimé (en parlant d’un gaz,
c o e r c ib l e :

d’un vapeur)».

Otro procedimiento, practicado por algunos diccionarios extranje­


ros, consiste en informar sobre la «colocación» por medio de ejem­
plos que siguen a la definiciónl0:
é tro it: «Qui a tres peu de largeur. Une rué étroite, un passage étroit,
un canal étroit». (Hatzfeld / Darmesteter, 1889-1900).
concertant : «Qui exécute une partie dans une composition musi-
cale. Instruments concertants». (Petit Robert, 1967).
g a g n a n t : «Qui gagne. Carte gagnant. Numero gagnant. Tout le
monde donne ce cheval gagnant». (Petit Robert, 1967).
m a d : «Affected with rabies: rabid (a mad dog)». (Webster, 1961).

El inconveniente de este sistema es que siempre queda en pie la


incertidumbre de si el adjetivo se aplica solamente a los nombres ci­
tados en el ejemplo o también a los que designan la misma categoría
de seres. Además, ¿en qué amplitud entenderemos la categoría? El
último ejemplo de gagnant permite dudar si el adjetivo es aplicable a
caballos, o a animales, o a seres vivos en general.
Un tercer procedimiento es el que vemos ejemplificado en estas
definiciones del Oxford English Dictionary (1884-1928):
leg en d less:«Of a coin: Bearing no legend».
«Of knowledge, etc.: Purely speculative; not based upon
n o tio n a l:
fact or demonstration»; «Of persons: Given to abstract or fancifúl
speeulation; holding merely speculative views»; «Of things, relations,
etc.: Existing only in thought; not real or actually existent; imagi-
nary».

10 Sobre la información del ejemplo acerca de la entrada, v. Rey-Debove (1971:


273 y ss.).
'es de la definición lexicográfica 39

Con un ligero cambio externo — el uso del paréntesis— , es el


mismo procedimiento de las definiciones de adjetivos en el Concise
Oxford Dictionary (1964):
notional : «(of knowledge, etc.) speculative, not based on experi-
ment or demonstration»; « (o f things, relations, etc.) existing only in
thought, imaginary»; «(of persons) fanciful».

Hay otra ligera variante, que vemos atestiguada — con escasa fre­
cuencia— en Petit Robert (1967):
notoire : «(Personnes) Avéré, reconnu comme tel. Un criminel no-
toire».
recherché: «(Personnes) Que l’on cherche á voir, á connaítre, á fré-
quenter, á recevoir».

En todas estas definiciones se mantiene, como en el procedi­


miento del ejemplo, el modelo normal de definición; pero se supera la
ambigüedad de aquel dando la información de «colocación» no de
manera indirecta, sino directa y explícita, dentro de un enunciado
autónomo que se distingue netamente del enunciado definitorio al que
va referida. En realidad, esta modalidad es una variante del tipo
ejemplificado por b l a n d e n g u e , del cual diverge en el orden de los
elementos, en el empleo — en el caso del Concise Oxford y del Petit
Robert— de paréntesis en lugar de punto separador y en la economía
de omitir el consabido «dícese». El lexicógrafo ha dado así a la in­
formación «colocación» un tratamiento similar al de las informacio­
nes sobre nivel social y ámbito — informaciones de «primer enuncia­
do»—.
Por último, citaré otra posibilidad de exposición, de apariencia
semejante a la que acabamos de ver, pero, a diferencia de ella, inte­
grada dentro de un método de alcance más amplio. Es la utilizada en
el aún inédito Diccionario del español actual. Se sigue en este dic­
cionario el sistema de indicar entre corchetes, en la definición de
cualquier categoría de palabras (no solo de los adjetivos), todos aque­
llos elementos que son «contomo» necesario de la palabra definida,
40 Problemas y métodos

pero que no son componentes semánticos de ella; por ejemplo, en los


verbos, el complemento directo, el complemento indirecto, el sujeto;
en los nombres, el complemento «de posesión», etc.11. Evidentemen­
te, en adjetivos del tipo ejemplificado en las definiciones que prece­
den, es «contorno» necesario el nombre (de categoría — persona, co­
sa— o de especie — edificio, libro, etc.—•) al que van aplicados habi-
tualmente tales adjetivos. Por ello en este diccionario los términos de
esta categoría presentan definiciones del tenor siguiente:
e x c e s iv o :«[Cosa] que excede del límite de lo razonable».
n o m in a t iv o : «En comercio, [título] que se extiende haciendo constar
el nombre de la persona que ha de ser su poseedora»; «En gramática,
[caso] que corresponde a la función de sujeto».
y á m b i c o : «[Verso] compuesto total o parcialmente por yambos».

7. D e f in ic io n e s d e a d v e r b io s y d e n o m b r e s

No es solo en el terreno de los adjetivos donde la Academia co­


mete infracciones contra la uniformidad de la metalengua definitoria,
si bien nunca con tanta intensidad. He aquí algunas definiciones de
adverbios en que se abandona la metalengua de contenido que es ge­
neral en los artículos de adverbio:
Poco: «Empleado con verbos expresivos de tiempo, denota corta du­
ración»; «Antepónese a otros adverbios, denotando idea de compa­
ración».
a r r i b a : «Con voces expresivas de cantidades o medidas de cualquier
especie, denota exceso indeterminado».
d e s p u é s : «adv. t. y 1 . que denota posterioridad de tiempo, lugar o si­
tuación»; «Denota asimismo posterioridad en el orden, jerarquía o
preferencia»; «Hablando del tiempo o sus divisiones, se suele usar
como adjetivo por lo mismo que siguiente o posterior»; «Seguido de

u En otra ocasión [véase capítulo 2 de este libro] expondré con detalle este méto­
do. [Sobre nuestro Diccionario del español actual, iniciado en 1970 y publicado en
1999, v. ahora el capitulo 25 de este libro. Nuestra obra no tiene ninguna relación con
una propuesta de «diccionario del español actual» de que habló M. Alvar Ezquerra
(1976:153 y ss.)].
Problemas formales de la definición lexicográfica 41

que solía equivaler a desde»; «Se usa con valor adversativo en frases
como: Después de lo que he hecho por ti, me pagas de este modo».

No sería difícil reducir al tipo de «definición propia» la mayoría


(si no la totalidad) de los ejemplos aquí copiados. Pero, aun admitien­
do la alegación de que se trata de palabras «no definibles», cuyo úni­
co encaramiento posible es por tanto la «explicación» o «definición
impropia», hay que advertir que en estas mismas entradas incluye la
Academia, entremezcladas, otras acepciones con «definición propia»,
y que se produce entonces, dentro de un mismo artículo (como ocurre
frecuentemente en los de adjetivos), una mezcolanza de definiciones
en metalengua de contenido y definiciones en metalengua de signo.
El caso de d a c a p o nos puede servir de ejemplo de otro problema
que no es raro se presente en los artículos de adverbio:
da ca po : «m. adv. Mús. Indica que debe volverse al principio cuando
se llega a cierta parte del trozo que se ejecuta».

No por ser «explicación», en vez de verdadera «definición», que­


da mejor aclarado el sentido del definido; el complemento «a cierta
parte» no es una gran ayuda para precisar el concepto. Quizá la difi­
cultad que la Academia encontró para definir normalmente este ad­
verbio se deba a que no se trata fúncionalmente de un adverbio, sino
de una oración unimembre. Véase cómo, en la definición de esta
misma locución en el Concise Oxford (que no dice categoría gramati­
cal), el primer elemento definiente es un imperativo:
da ca po : «mus. direction, Repeat from the beginning».

Los artículos de nombres — la categoría que más regularmente se


somete, en el Diccionario académico, a la ley de la sinonimia— tam­
poco están libres de veleidades en la forma de la definición:
doctor : «Título que da la Iglesia con particularidad a algunos santos
que con mayor profundidad de doctrina defendieron la religión o en­
señaron lo perteneciente a ella».
e f e : «Nombre de la letra f».

l e g i ó n : «Nombre que suele darse a ciertos cuerpos de tropas».


42 Problemas y métodos

La supuesta definición, en estos tres ejemplos, no responde al


modelo adecuado, que sería el de «segundo enunciado»: «La voz X
significa Y», sino al de «primer enunciado»: «La voz X es Y». ¿Có­
mo puede saber el lector la diferencia de registro que hay entre los
precedentes ejemplos y estos otros, de formulación análoga y con
idéntico primer definiente, pero que son definiciones legítimas, esto
es, de «segundo enunciado»?:
e je c u t o r ia : «Título o diploma en que consta legalmente la nobleza
de una persona o familia».
a p e l l i d o : «Nombre de familia con que se distinguen las personas».

Pero esta irregularidad no es muy frecuente en el Diccionario, es­


pecialmente si la comparamos con la ya comentada de las definicio­
nes de tipo dicese en los adjetivos, que más que irregularidad habría
que llamar «regularidad paralela».

8. L a d e f in ic ió n e n c ic l o p é d ic a

Más abundante es, en los artículos de nombre, otra anomalía que


es peculiar de los correspondientes a esta categoría: la definición de
predicación múltiple. Aquí no se trata de confusión o desvaneci­
miento de límites entre el primero y el segundo enunciados, sino de la
ruptura, dentro de este último, de la unidad sintáctica que es indispen­
sable para que una definición lexicográfica sea tal. Bastará un ejem­
plo:
lagarto : «Reptil terrestre del orden de los saurios, de cinco a ocho
decímetros de largo, contando desde la parte anterior de la cabeza
hasta la extremidad de la cola. La cabeza es ovalada, la boca grande
con muchos y agudos dientes, el cuerpo prolongado y casi cilindrico
y la cola larga y perfectamente cónica; las cuatro patas son cortas,
delgadas y cada una con cinco dedos armados de afiladas uñas; la piel
está cubierta de laminillas a manera de escamas, blancas en el vientre,
y manchadas de verde, amarillo y azul, que forman dibujos simétri­
cos, en el resto del cuerpo. Es sumamente ágil, inofensivo y muy útil
para la agricultura por la gran cantidad de insectos que devora. Se re­
Problemas form ales de la definición lexicográfica 43

produce por huevos que entierra la hembra, hasta que el calor del sol
los vivifica».

Sería delirante imaginar la aplicación, en este caso, de la prueba


de sustitución. El texto que la Academia da como definición jamás
podría ocupar, en un contexto de habla, el lugar del nombre lagarto.
Podrá alegarse que, de hecho, no falta aquí una verdadera definición,
que seria el sintagma nominal que ocupa el primer lugar del largo
enunciado, y que todos los desarrollos sintácticos ulteriores no son si­
no meros suplementos ilustrativos. Si esto fuese así, el sintagma no­
minal inicial contendría la exposición suficiente del significado de la
voz, y todo lo demás estaría de sobra. Pero parece que no es así; que
el significado no se considera suficientemente expuesto en el primer
sintagma, sino que son necesarios ocho más. De otro modo, eviden­
temente, no se habrían puesto estos. Ahora bien, ¿cómo se explica
que esta necesidad solo ocurra en artículos de nombre, y no de adjeti­
vo o de verbo, categorías dentro de las cuales no hay menos casos de
complejidad semántica que entre los nombres? Nótese, además, que
los desarrollos sintácticos secundarios no se producen en cualquier ti­
po de nombre, sino casi solo en aquellos que designan seres u objetos
materiales, y preferentemente en los que corresponden a zoología y
botánica.
La clave está en una nueva confusión de límites. Como dice Julio
Casares, «conviene distinguir la definición real de la meramente no­
minal. Esta última se limita a explicamos el significado de la palabra,
mientras aquella aspira a descubrimos la naturaleza, la esencia de la
cosa significada» (1950a: 159). El Diccionario académico quebranta
la frontera — delicada, pero frontera — entre diccionarios de pala­
bras y diccionarios de cosas (Wagner, 1967: 127; Dubois / Dubois,
1971: 13; Rey-Debove, 1971: 32-33, y Zgusta, 1971: 197 y ss.): los
que informan sobre las palabras son los diccionarios de lengua;
los que informan sobre las cosas son las enciclopedias y los dicciona­
rios técnicos o especiales. Ciertamente existe un género híbrido, los
diccionarios enciclopédicos; pero obsérvese que sus autores no igno­
44 Problemas y métodos

ran esa frontera, y suelen distinguir, dentro de sus artículos, entre lo


que llaman «parte léxica» y «parte enciclopédica». No es esta, por
supuesto, la práctica del Diccionario académico, sino la mezcla de
artículos de diccionario con artículos de enciclopedia.
La presencia de estos últimos tiene, a mi juicio, una explicación
lógica y psicológica a la vez. El lexicógrafo entiende que su cometido
es dar con precisión el contenido de la palabra definida, y tiende a
pensar que para cumplir ese cometido es necesario que la definición
contenga el mayor número posible de especificadores. Por eso, cuan­
do dispone de abundancia de datos — como ocurre con determinados
nombres de cosas— , no desaprovecha la ocasión de enriquecer con
ellos su definición, ofreciendo al lector una imagen muy «completa»
del objeto definido. Pero la definición lexicográfica no se propone
— o no se debe proponer— la imagen «completa» del objeto, sino la
imagen «suficiente», esto es, la que se construye por medio de los es­
pecificadores necesarios para que el objeto quede, en la mente del
lector medio, caracterizado en sus rasgos relevantes y diferenciado
respecto a todos los restantes objetos que forman parte del mundo de
ese lector medio. Precisamente en esto radica la fundamental diferen­
cia entre definición lógica y definición lexicográfica; como dice
Zgusta, mientras la primera tiene que identificar inequívocamente el
objeto definido «de manera que quede puesto en contraste claro con
todo lo demás definible y al mismo tiempo caracterizado positiva e
inequívocamente como miembro de la clase más cerrada», la segunda
«enumera solo los rasgos semánticos más importantes de la unidad
léxica definida, que son suficientes para diferenciarla de otras unida­
des» (1971: 252).
Esta «suficiencia», claro está, no es la misma para una persona de
cultura media que para un especialista o un estudioso de la rama del
saber que versa sobre el objeto definido. Pero el diccionario es un li­
bro para el hablante medio en cuanto tal, esto es, en cuanto usuario de
la lengua común y no en cuanto usuario de una parcela cuyo subsue­
lo, de profundidad prácticamente ilimitada, solo puede ser explorado
problemas formales de la definición lexicográfica 45

lingüísticamente a través de diccionarios especiales. Así, ante defini­


ciones como las siguientes — todas de diccionarios manuales— ,
c ig o g n e : «Grand oiseau qui a de longues pattes, qui passe l’hiver
dans les pays chauds et qui revient en Europe au printemps» (Dic­
tionnairefondamental, 1971);
c i c o g n a : «Grosso uccello dei trampolieri, dal lungo becco vermi-
glio» (Piccolo vocabolario, 1959);
s t o r k : «A long-necked, long-legged wading bird» (Penguin English

Dictionary, 1965);
s t o r c h : «Ein Vogel mit langen Beinen und eincm langen Schnabel»

(Duden-Langenscheidt, 1970);
c i g ü e ñ a : «Género de aves zancudas migradoras que alcanzan más de
dos metros de envergadura» (Pequeño Larousse, 1964),

no es legítimo preguntar si son «completas» — que de ningún modo


lo serían para un zoólogo— , sino si son «suficientes» para el usuario
medio de la lengua. Otra cuestión sería si este descara una informa­
ción científica sobre el objeto «cigüeña», y no simplemente una in­
formación semántica sobre la palabra cigüeña. Aun en este caso, difí­
cilmente se sentiría satisfecho con una definición del tipo académico
de l a g a r t o , que a pesar de su extensión omite datos científicos
esenciales, como el nombre zoológico. Es un hecho de experiencia
diaria la desaprobación con que los especialistas de cualquier ciencia
juzgan las definiciones que los diccionarios dan a las voces que caen
bajo su propia especialidad; sencillamente, porque esperan de un
«diccionario de palabras» lo que solo podrían pedir a un «diccionario
de cosas» (a una enciclopedia o a un vocabulario técnico), por culpa
muchas veces del mismo «diccionario de palabras», que pretende dar
de sí mismo una imagen que no es la que le corresponde. Es útil a
este respecto recordar un párrafo ejemplar del prefacio de la primera
edición del Concise Oxford Dictionary (1911: vi):
The book is designed as a dictionary, and not as an encyclopae-
dia; that is, the uses o f words and phrases as such are its subject
matter, and it is concemed with giving information about the things
46 Problemas y métodos

for which those words and phrases stand only so far as correct use of
the words depends upon knowledge o f the things12.

9. F in a l
Con los comentarios que preceden no quedan agotados, ni mucho
menos, no ya los problemas generales que se le plantean al lexicógra­
fo enfrentado con la tarea de la definición, sino las particulares difi­
cultades de tipo formal que en sus enunciados definitorios ofrece un
diccionario concreto, el de la Academia Española, al que me he refe­
rido constantemente en las páginas anteriores. Quede para otra opor­
tunidad el examen y crítica de otros aspectos13; con los expuestos
aquí basta para formarse una idea, somera pero clara, de la existencia
de quiebras en los métodos de definición y sobre todo en la coheren­
cia formal entre unos métodos y otros. La deficiencia es tanto más
grave cuanto que, en lo bueno y en lo malo, prácticamente todos los
diccionarios españoles — no «absolutamente todos», como afirma
con exageración María Moliner (1966: xrv) — se han servido genero­
samente de las definiciones académicas, con lo cual los defectos de
estas (y no solo las virtudes) vienen a multiplicarse por el número
de diccionarios de español existentes.

12 V. también Leech (1974: 204).


13 Principalmente, la definición de los verbos, de la que me ocupo en «El “contor­
no" en la definición lexicográfica», en Homenaje a Samuel Gili Gaya (in memoriam).
[Se publica como capítulo 2 de este libro].
2
EL «CONTORNO» EN LA DEFINICIÓN LEXICOGRÁFICA *

1. La lexicografía, cuyos objetivos no son teóricos, sino prácticos,


no es una ciencia, pero sí una actividad investigadora y didáctica que,
como tal, no puede funcionar de espaldas al saber de su tiempo en la
materia de su quehacer, sino que ha de actuar con arreglo a una meto­
dología lo más rigurosa posible.
Los problemas que rodean a la labor lexicográfica dependen,
unos, de su objeto — el léxico— ; así, por ejemplo, los de macroes-
tructura (¿cuáles y cuántas palabras registrar?, ¿cómo organizarías?) y
los de información (¿cómo determinar el significado de las pala­
bras?). Otra parte de los problemas reside más directamente en el su­
jeto — el lexicógrafo— , y entre ellos están los de tipo lógico (¿qué
decir en la definición?) y los de tipo formal (¿cómo decirlo?). De la
dificultad para resolver todas estas cuestiones puede ilustrar el exa­
men de cualquier diccionario, de uno u otro calibre, de una u otra len­
gua, si bien es verdad que los intentos de resolverlas, así como los re­
sultados, han ido más lejos en unos diccionarios que en otros y en
unas escuelas lexicográficas que en otras.
De esta serie de problemas, de cuya profundidad no da idea la
brevedad de su enunciado, quizá hayan sido los de carácter formal los

[Publicado en Homenaje a Samuel Gili Gaya (in memoriam), Barcelona 1979,


183-91],
48 Problemas y métodos

peor atendidos por la escuela nacida en tomo a los diccionarios de la


Academia Española. No es que los haya desdeñado: es muy conside­
rable el progreso que en la normalización de la estructura de los ar­
tículos se puede apreciar en los diccionarios académicos desde la pu­
blicación del primero de ellos, en la primera mitad del siglo xvm,
hasta la edición de 1970. Y un progreso paralelo se encuentra, en ge­
neral, en la larga serie de obras que siguen, más o menos de cerca, el
modelo de aquellos diccionarios. Pero, tanto en unos como en otros,
la forma de la definición adolece de inconsecuencias cuya elimina­
ción valdría la pena intentar.
De algunos de estos inconvenientes, que afectan especialmente a
las definiciones de adjetivos, adverbios y nombres, me he ocupado en
otro lugar1. Aquí voy a considerar el caso de las definiciones de los
verbos.

2. Es norma universalmente aceptada en lexicografía la ley de la


sinonimia, según la cual el enunciado definitorio, XY, es sinónimo de
la palabra-entrada, A, de tal manera que, en un contexto de habla en
que figure el término A, este sea sustituible por XY sin que ello lleve
consigo ninguna alteración del sentido del mensaje (cf. Rey-Debove,
1971: 202, y Dubois / Dubois, 1971: 85). No significa esto que la de­
finición ajustada a la ley de la sinonimia sea la única válida, sino que,
de las varias formas de definición posibles, es la sinonímica la más
unánimemente adoptada, por la ventaja metódica que supone la prue­
ba de la sustitución.
Es verdad que la definición sinonímica no es siempre posible,
como ocurre en el caso (entre otros) de las palabras gramaticales, en
que forzosamente hay que recurrir a otros procedimientos (cf. Wein­
reich, 1962: 39; Rey-Debove, 1971: 250, y Zgusta, 1971: 258). Pero,
salvada la excepción de este sector limitado del léxico, es normal la
aplicación del principio sinonímico en las definiciones.

1 «Problemas formales de la definición lexicográfica)), en Estudios ofrecidos a


Emilio Atareos Llorach. [Se publica como capitulo 1 de este libro].
El «contorno» eh la definición lexicográfica 49

Otra cosa es el rigor con que se aplica este principio. Frente a la


constancia y la nitidez con que se cumple en algunos diccionarios ex­
tranjeros — por ejemplo, el Concise Oxford Dictionary—, hay que
señalar las numerosas infracciones y confusiones en que incurre la
escuela española. Estas anomalías no pueden interpretarse como un
no reconocimiento de la ley de la sinonimia por parte de nuestros dic­
cionarios; si así fuese, no mostrarían la preocupación que muestran en
la inmensa mayoría de sus artículos por definir cada palabra por me­
dio de una perífrasis capaz de la misma función sintáctica propia de
aquella (cf. Rey-Debove, 1971: 203; Quemada, 1968: 460, y Zgusta,
1971: 258). Este propósito evidencia, sin duda alguna, que nuestros
diccionarios tienen como ideal la definición sinonímica, y de aquí pa­
rece legítimo inferir que las desviaciones con respecto a ese ideal de­
ben considerarse como errores.
El propósito de equivalencia sintáctica — que presenta quiebras
en diversas categorías de palabras, especialmente en los adjetivos (cf.
Seco, 1977 [^capítulo 1 de este libro])— es, en los diccionarios es­
pañoles, visiblemente firme en lo que respecta a los nombres y a los
verbos. Todos los nombres aparecen definidos por medio de un nom­
bre o de una perífrasis sustantiva, y todos los verbos aparecen defini­
dos por medio de un verbo o de una perífrasis verbal (yendo el verbo
definidor en la forma de infinitivo, igual que el verbo definido).
En gran número de definiciones de verbos del Diccionario aca­
démico se cumple la ley de la sinonimia. He aquí algunas muestras2:
am arrar, tr., 1: «Atar y asegurar por medio de cuerdas, maromas,
cadenas, etc.».
c a m b i a r , tr.. 2: «Mudar, variar, alteran).

e x p e n d e r , tr., 3: «Vender al menudeo».

f l a q u e a r , intr., 1: «Debilitarse, ir perdiendo la fuerza».

g o b e r n a r , tr., 2\ «Guiar y dirigir».

v i v i r , intr., 1: «Tener vida».

1 Todas las citas del Diccionario de la Academia son de la 19.® ed., 1970.
50 Problemas y métodos

La sustitución del definido por la perífrasis definitoria se muestra,


en efecto, perfectamente viable en segmentos de habla:
Los ladrones le amarraron para que no escapase. = Los ladrones le
ataron y aseguraron por medio de cuerdas, maromas, cadenas,
etc., para que no escapase3.
Tendremos que cambiar nuestros planes. = Tendremos que mudar,
variar, alterar nuestros planes.
La nueva marca de tabaco aún no se expende en los estancos. = La
nueva marca de tabaco aún no se vende al menudeo en los es­
tancos.
Me flaqueaban las piernas. = Se me debilitaban, me iban perdiendo
fuerza las piernas.
¿ Viven todavía tus abuelos? = ¿Tienen vida todavía tus abuelos?

El sistema de sustitución funciona, pues, igual que en los nom­


bres, adjetivos y adverbios. Se produce, lo mismo que en todos ellos,
una equivalencia en la denotación — aunque no (o no siempre) en la
connotación— entre los textos que están a la izquierda del signo
«iguab> y los que están a su derecha.

3. Pero en los verbos se da una condición particular. En los


ejemplos propuestos de definiciones puede observarse que los ver­
bos transitivos (por ejemplo, e x p e n d e r ) van definidos por medio de
otro verbo transitivo (como vender), mientras que los intransitivos
(fl a q u e a r , v iv ir ) se definen, bien por medio de otro verbo intransi­
tivo (debilitarse), bien por la suma de un verbo transitivo y un com­
plemento directo (perder fuerza, tener vida):
1) V. tr. 1 = «V. tr.2»
2) V. intr.l = «V. intr.2»
3) V. intr.l = «V. tr. + c.d.»

3 La prueba de la sustitución deja ver claramente que hubiera sido preferible, en


la definición, no rematar la serie «cuerdas, maromas, cadenas» con «etcétera», que la
convierte en una serie copulativa (lo cual es absurdo), sino con otro elemento que se­
ñalase el verdadero carácter, disyuntivo, de la relación.
E l«contorno» kn la definición lexicográfica 51

La validez de estas fórmulas está atestiguada por la prueba de sustitu­


ción.
De aquí podemos establecer que, inversamente, una definición
constituida por «verbo transitivo + complemento directo» ha de con­
venir a un verbo intransitivo, y no a uno transitivo, y que, por tanto,
no serán formalmente aceptables las definiciones de verbos transitivos
por medio de la fórmula «verbo transitivo + complemento directo» (cf.
Rey-Debove, 1971: 210).
Pues bien, el Diccionario de la Academia muestra una gran rique­
za en este último tipo de definiciones en que un verbo transitivo es
definido por medio de una perífrasis formada por otro verbo transiti­
vo seguido de su complemento directo, definiciones que, curiosa­
mente, alternan de manera constante, y a menudo dentro de un mismo
artículo, con aquellas otras en que el definidor es un verbo transitivo
«puro». Veamos unos pocos ejemplos (en los que señalo en cursiva el
complemento directo):
d e c ir, 1: «Manifestar con palabras el pensamiento».
e n t r e g a r , 1: «Poner en manos o en poder de otro a una persona o
cosa».
h i d r a t a r : «Combinar un cuerpo con agua».
l a v a r , 1: «Limpiar una cosa con agua u otro liquido».
s e p tu p lic a r : «Hacer séptupla una cosa; multiplicar por siete una
cantidad».
s e p u l t a r , 1: «Poner en la sepultura a un difunto; enterrar su cuer­
po».
v e r, 1: «Percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la
luz».

La inviabilidad de estas definiciones desde el punto de vista de la


prueba de sustitución es evidente (lo subrayado ahora es el verbo o su
perífrasis definidora):
Al abrir la ventana, vio un hermoso paisaje. = *A1 abrir la ventana,
percibió por los ojos los objetos mediante la acción de la luí úh
hermoso paisaje.
Voy a lavar el coche. = *Voy a limpiar una cosa con agua y'Otro li­
quido el coche.
52 Problemas y métodos

Al día siguiente sepultam os al m uerto. = *A1 día siguiente p u sim o s en


la sepultura a un difunto al m uerto.

En los textos resultantes aparece representado dos veces el com­


plemento directo, porque sobra la mención de este en la perífrasis de
la definición. El enunciado definidor, en efecto, debía haber sido sim­
plemente, para v e r , «Percibir por los ojos mediante la acción de la
luz»; para l a v a r , «Limpiar con agua u otro líquido»; para s e p u l t a r ,
«Poner en la sepultura» o «Enterrar».
Puede alegarse que la mención del complemento directo en la de­
finición es en muchas ocasiones necesaria porque el objeto de la
acción no es indiferente, y por tanto su explic ilación en el enunciado
definitorio completa la precisión de este. Esta consideración parte de
una confusión entre lo que es el verdadero contenido del definido y lo
que es su contorno (limitado o no limitado) en los enunciados de ha­
bla en que se presenta el término4. En s e p u l t a r , por ejemplo, es
contenido «poner en la sepultura», mientras que «a un difunto» (el
habitual objeto de la acción) pertenece al contorno.
Pero el establecer esta distinción no tiene por qué llevar consigo
negar la importancia de informar en el artículo lexicográfico, de algu­
na manera, acerca de ese complemento directo que forma parte del
contomo. Y, efectivamente, los lexicógrafos que han sido conscientes
de la distinción han recurrido a un convencionalismo que por un lado
deja claramente a salvo la «potencia transitiva» del verbo de la defi­
nición, y por otro hace explícitos los datos semánticos que se conside­
ran característicos del complemento directo previsto para la actuali­
zación de esa potencia.
Es mérito del Diccionario Vox, cuya revisión, en sus tres edicio­
nes, corrió a cargo de nuestro llorado don Samuel Gili Gaya, el ser
hasta ahora el único diccionario español que ha puesto en práctica
el procedimiento para diferenciar adecuadamente en la definición
el contenido y el contorno. Consiste este procedimiento, tal como lo
aplica el Diccionario Vox, en encerrar entre paréntesis cuadrados el

4 J. Rey-Debove (1971: 210) contrapone «défuiition» y «entourage».


El «contorno» etbla definición lexicográfica 53

complemento directo «potencial» de la perífrasis dcfinitoria, y que lo


es también del definido, sinónimo de esta. Véanse las definiciones de
Vox correspondientes a las académicas reproducidas más arriba5:
d e c ir : «Manifestar con palabras habladas o escritas, o por medio de
otros signos, [el pensamiento o los estados afectivos]».
e n t r e g a r : «Poner [a una pers. o cosa] en poder de otro».

h i d r a t a r : «Combinar [una substancia] con el agua»,

s e p t u p l i c a r : «Multiplicar por siete [una cantidad]»,

s e p u l t a r : «Poner en la sepultura [a un difunto]; enterrar [un cuer­


po]»,
ver : «Percibir [los objetos materiales] por el sentido de la vista»6.

El procedimiento tiene la ventaja de ser aplicable también en los


casos en que, por necesidades sintácticas del enunciado definitorio, el
complemento directo potencial del definido es otra clase de comple­
mento en el enunciado definitorio. Esto permite distinguir perfecta­
mente entre el complemento directo que es propio de este enunciado,
y que por tanto es un constituyente significativo del definido, y el
complemento directo potencial, que es un constituyente del contorno
del mismo definido.
Veamos cómo define la Academia el verbo e m b r id a r : «Poner la
brida a las caballerías». ¿Cómo puede saber el lector, con un enuncia­
do definitorio así, cuál es el complemento directo potencial del verbo
transitivo e m b r id a r ? Tiene esa definición la misma estructura que la
del verbo r e g a l a r : «Dar a uno graciosamente una cosa»7. Esto es:
V. tr.l = «V. tr.2 + c.d. + c.i.»

5 Aunque la característica en cuestión ya está decididamente presente desde la 1."


edición de este Diccionario (1945), cito por la 3.* (1973).
6 No incluyo en esta lista la definición de i -a v a r porque en ella Vox omite, por in­
necesaria, la mención del complemento directo potencial: «Limpiar con agua u otro
líquido».
7 Omito, por irrelevante en este momento, el resto de la definición: «... en muestra
de afecto o consideración o por otro motivo». Lo mismo hago en la definición que del
mismo verbo da el Diccionario Vox y que cito más abajo.
54 Problemas y métodos

Pero, si en la definición de r e g a l a r el complemento directo (una


cosa) coincide con el complemento directo potencial del definido, es
muy distinta la situación en el caso de e m b r id a r ; aquí, el comple­
mento directo en el enunciado definidor es la brida, pero el com­
plemento directo potencial de embridar es (a) las caballerías — que
en la definición aparece como complemento indirecto— . La Acade­
mia es incapaz de señalar esta diferencia entre dos definiciones de
idéntica estructura. En cambio, el problema esta resuelto en Vox con
toda claridad y sencillez:
e m b r id a r : «Poner la brida [a las caballerías]».
regalar : «Dar a uno graciosamente [una cosa]».

Es decir, el complemento directo potencial de los verbos transitivos


definidos es señalado en el enunciado dcfinitorio por medio de pa­
réntesis cuadrados, sin que importe que el término así enmarcado ten­
ga, dentro de ese enunciado, una función distinta de la de comple­
mento directo. Puede ser en el enunciado, no solo complemento
indirecto, como en el ejemplo que acabamos de ver, sino también
complemento adverbial o sujeto:
e x t e n d e r , 1: «Hacer que [una cosa], aumentando su superficie, ocu­
pe más espacio que antes»,
e x c u s a r , 4: «Eximir [del pago de tributos o de un servicio perso­

nal]».

El recurso fue empleado por primera vez en el Dictionnaire géné-


ral de Hatzfeld-Darmesteter (1889-1900) y ha sido seguido por los
diccionarios de Oxford (1933, 1944, 1964) y por el Petit Robert
(1967). Todos ellos utilizan, para señalar el complemento directo po­
tencial, los paréntesis normales o redondos. Parece más acertado el
uso de los cuadrados, escogido por el Vox, ya que los paréntesis sim­
ples tienen otras funciones, más cotidianas, que no dejan de darse
también en los enunciados definitorios.
María Moliner emplea, en su Diccionario de uso (1966-67), otro
procedimiento para señalar en la definición el término que ha de ser
¿7 «contorno» eh la definición lexicográfica 55

complemento directo del verbo definido. El procedimiento consiste


en marcar con una flecha ese término dentro del enunciado, pero sin
aislarlo del mismo:
e m b r id a r :«Colocar las bridas a las ''■caballerías».
regalar: «Dar a alguien un \objeto digno de estimación [...]».

Con ello proporciona u n a inform ación útil sobre el contorno, pero sin
hacer ver que tal inform ación no pertenece al contenido, con lo cual
el resultado es m enos preciso que el obtenido por el procedim iento de
los paréntesis.

4. Pero el cuidado con que algunos lexicógrafos han destacado o


separado de la definición del verbo transitivo un elemento ajeno a ella
y perteneciente al contorno no ha ido, en el caso de los diccionarios
españoles, más allá del complemento directo potencial, como si en él
se agotasen las interferencias del contorno en el contenido. Los si­
guientes ejemplos de definición académica nos muestran la existencia
de otros aspectos del problema:
g a lo pa r , intr., 1: «Ir el caballo a galope»; 2: «Cabalgar una persona
en caballo que va a galope».
l a t i r , intr., 1: «Dar latidos el perro»; 3: «Dar latidos el corazón, las
arterias, y a veces los capilares y algunas venas».
d e c a m p a r , intr.: «Levantar el campo un ejército».

a m o l d a r , tr., 3: «Arreglar o ajustar la conducta de alguno a una

pauta determinada».
l e g a r , tr., 1: «Dejar una persona a otra alguna manda en su testa­

mento o codicilo».
e m p a p a r , tr., 3: «Absorber un líquido con un cuerpo esponjoso o po­
roso».

En las definiciones de g a l o p a r , l a t ir , d e c a m p a r , l e g a r , los


sujetos potenciales («el caballo», «una persona», «el perro», «el cora­
zón, las arterias y a veces los capilares y algunas venas», «un ejér­
cito», «una persona») no forman parte del contenido de los respecti­
vos verbos, y por tanto no es adecuada su presencia indiferenciada,
56 Problemas y métodos

como un elemento más, en las correspondientes perífrasis definito-


rias. Por otra parte, en los tres verbos transitivos de la lista precedente
— a m o l d a r , l e g a r , e m p a p a r — , aparte de los complementos di­
rectos potenciales («la conducta de alguno», «alguna manda», «un lí­
quido»), vemos que las definiciones incorporan otros complementos
cuyo verdadero lugar es en tomo al verbo definido, en un texto de ha­
bla. Lo demuestra la propia Academia con los ejemplos que acompa­
ñan a algunas de esas definiciones. El de e m p a p a r es Empapar con
un trapo el agua vertida. Pues bien, de la definición («Absorber un
líquido con un cuerpo esponjoso o poroso»), el único elemento útil
para sustituir en el ejemplo a empapar es absorber: a b so r b e r con un
trapo el agua vertida. Todo lo demás (complemento directo y com­
plemento adverbial) está explícito en el texto de habla, acompañan­
do al verbo definido, y por tanto no pertenece semánticamente a este.
Del mismo modo, en a m o l d a r y l e g a r los complementos «a una
pauta determinada» y «a otra» están indebidamente incorporados al
enunciado definitorio, puesto que pertenecen al contexto habitual de
los verbos definidos y no a su contenido.
Es preciso, pues, preguntarse si no interesa extender a otros ele­
mentos del contomo un tratamiento semejante al que algunos diccio­
narios dan ya al complemento directo potencial de los verbos transiti­
vos. No parece lógico negárselo. De hecho, ya existen tentativas que,
por diversos procedimientos, apuntan al objetivo de expresar el sujeto
y diversos tipos de complementos del contomo en cuanto tales ele­
mentos de contomo.
En el caso del sujeto potencial, por ejemplo, el Concise Oxford
Dictionary indica este elemento (cuando su mención es relevante) por
medio de la fórmula « o f + nombre» entre paréntesis:
w a l k , intr., 1: «(O f men) progress in advancing each foot altemately
never having both o ff ground at once».

El Petit Robert utiliza fórmulas diversas:


g rim per , intr., 4: «(Choses) S’élever en pente raide».
battre , intr., 3: «Tirer ou produire des sons (tambour)».
El «contorno» en la definición lexicográfica 57

s e m a r i e r (s. v. marier): «S’unir par le mariage (en parlant de deux

personnes)».
a b o y e r , intr., 1 : «Donner de la v o i x , en parlant du chien».

El último procedimiento (el de a b o y e r ) es el menos acertado,


pues no marca por ningún medio tipográfico la condición no sémica
del elemento «en parlant du chien». Los otros tres tipos usados por el
Petit Robert son perfectamente válidos, aunque no hubiera sido difícil
reducirlos a uno solo, como hizo el Concise Oxford.
En cuanto a los complementos no directos, encontramos también
diversidad de procedimientos, como el del Oxford English Dictio­
nary, que recurre a la nota complementaria sobre construcción:
intr., 3: «To have a longing, craving, or desire. Const. in
t h ir s t ,
0[ld] E[nglish] with gen. = of; later after.for (+ to) something, to do
something».

O este del Petit Robert:


dépendri ;: «Ne pouvoir se réaliser sans l’action ou l’intervention
(d’une personne, d ’une chose)»8.

Pero, para todos estos elementos de contorno, tanto sujetos como


complementos no directos, no ofrecería ninguna dificultad — y sí, en
cambio, la ventaja de la uniformidad— aplicar el mismo sistema que
vimos para los complementos directos. El paréntesis ya no significa­
ría estrictamente ‘complemento directo’, sino en general ‘elemento (o
elementos) de contorno’, y no sería necesaria la especificación de la

* Abundan en el Petit Robert, no obstante, los casos en que el complemento de


contomo aparece incluido en la perífrasis definitoria. Así, en d ú l i r e r , intr., 2: «Étre
en proie á une émotion qui trouble l’esprit», el ejemplo que sigue, Délirer de joie,
demuestra que el sintagma «á une émotion qui trouble l’esprit» es un elemento de
contomo. Algo semejante ocurre en im b ih i- r, tr., 1 : «Pénétrer, imprégner d’eau, d'un
liquide», con su ejemplo, Je retiráis mes chaussures imbibées d'eau; en o f f r i r , tr., 2:
«Proposer ou présenter (une chose) á quelqu’un en la mettant á sa disposition», con el
ejemplo Maréchat lui avait offert et prété, spontanément, de l'argent. Los respectivos
ejemplos evidencian que «d’eau, d’un liquide» y «á quelqu’un» son elementos de
contomo y no de contenido.
58 Problemas y métodos

función del elemento sino cuando esta función fuese distinta en el


contomo y en el enunciado definitorio9.

5. Es evidente la necesidad de una revisión de la técnica lexic


gráfica. No se trata, o al menos no se trata principalmente, como pre­
tenden algunos, de recurrir a la panacea de los ordenadores. Lo ver­
daderamente importante es intentar fijar, con el rigor posible, el
concepto de diccionario, en todas sus dimensiones. Y una de ellas,
esencial, es la definición, dentro de la cual, a su vez, es fundamental
la estructura.
En las notas que preceden he llamado la atención sobre un pro­
blema de la definición de los verbos. El problema no está tanto en la
inadecuación de un tipo de definición a una norma reconocida, como
en la falta de coherencia con que alternativamente se sigue o se igno­
ra esa norma.
Un deslinde claro entre contenido y contorno, entre los elementos
constitutivos del significado y los elementos habituales del contex­
to, es algo que se echa de menos en el sistema de definición de mu­
chos diccionarios. El que esta falta de rigor apenas llame la atención
del usuario de estos tiene la misma raíz que la aceptación común, sin
crítica, de las incoherencias y lagunas de tantas gramáticas — «tra­
dicionales» o no— : el hecho de que ambos, diccionarios y gramáti­
cas, juegan con una ventaja inicial y decisiva, la «competencia» del
lector, que llena intuitivamente los vacíos del mensaje que le ofrecen.
Esto es especialmente evidente en los diccionarios, y gracias a ello no
hay duda de que «funcionan»10. Pero la lexicografía debe aspirar a
que su trabajo haga algo más que el escueto funcionar.

9 Este sistema es el que aparecerá utilizado en las definiciones del Diccionario del
español actual, que preparo, con Olimpia Andrés y Gabino Ramos, desde 1970. [Véa­
se ahora el capítulo 25 de este libro],
10 Recuerdo las duras — y no del todo justas— palabras de U. Weinreich: «La in­
diferencia que muestra la lexicografía hacia su propia metodología es asombrosa.
Quizá están satisfechos los lexicógrafos porque su producto “funciona”. Pero es legí­
timo preguntarse de qué manera funciona que no sea la de que los diccionarios se
venden» (1960: 26).
3
SOBRE EL MÉTODO COLEGIADO EN LEXICOGRAFÍA*

E l “ D ic c io n a r io ” , o b r a c o l e c t iv a d e l a A c a d e m ia

La cima más alta en la historia de la Academia Española es, sin


duda, la primera etapa de su existencia. Nace la corporación con un
ideal muy claro, con un objetivo muy preciso y con un impulso entu­
siasta. Por descontado, no todos los miembros participan de esta triple
gracia; pero hay en el grupo levadura suficiente para que el peso
muerto que nunca falta en cualquier congregación humana no llegue a
ahogar en el seno materno el fruto de tan feliz conjunción. En un pla­
zo de veintiséis años, la Academia comienza y termina un Dicciona­
rio de nueva planta, en seis volúmenes, que nace situándose entre los
mejores de la Europa del siglo xvm y que en más de un aspecto se
pone por delante de ellos. La gestación de este milagro lexicográfico
español ha sido relatada minuciosamente por Femando Lázaro Ca-
rreter (1972).
Mucho más que la apenas existente tradición lexicográfica de
nuestra lengua orientó el trabajo de los académicos el estudio de los
diccionarios extranjeros, cuyas principales virtudes se esforzaron en
asimilar. Entre esos diccionarios extranjeros ocupaban lugar destaca­

* [Publicado en Estudios de literatura y lingüística españolas en honor de Luis


López Molina, Lausannc 1992, 563-74],
60 Problemas y métodos

do los producidos por dos sociedades que no solo en el nombre ha-


bían servido de modelos a los fundadores de la Academia Española.
Nada puede sorprendemos que el plan por ellos trazado para la redac­
ción de su Diccionario tuviese como punto de partida la redacción
colectiva, tal como se había practicado y se seguía practicando en las
otras Academias (cf. Matoré, 1968: 80-82; Caput, 1986: 39-49; Paro-
di, 1983: 22 s.).

« L a b o r d e m u c h a s p e r so n a s c o n ig u a l s e ñ o r ío »

¿En qué forma se realizó esa tarca colectiva dentro de la Acade­


mia madrileña? En líneas generales, el procedimiento era este: los
académicos se repartían la redacción del léxico dividiéndolo en seg­
mentos alfabéticos («combinaciones») y después examinaban en reu­
niones plenarias la labor sucesivamente presentada por cada uno
(Academia, 1726: xn y x x x ii ). Ninguna decisión metodológica o so­
bre punto concreto se adoptaba sino por acuerdo de la junta; incluso,
cuando era preciso, mediante votación secreta (Lázaro Carreter, 1972:
33).
Se trata, pues, de un sistema en que todos trabajan y todos dirigen.
SÍ hay un coordinador o una comisión, es por delegación del Pleno, y
en todo caso sus tarcas son examinadas y revisadas por este. El director
de la Academia es solo eso, director de la Academia, no del Dicciona­
rio, en el cual la autoridad soberana reside en la colectividad académi­
ca. Es, como se ve, una forma de trabajo en equipo que no tiene mucho
que ver con la estructura de los equipos redactores con que habitual-
mente se componen los diccionarios de nuestro tiempo.
A lo largo de los siglos, la Academia ha mantenido el principio de
la autoría colectiva, solo mitigado en alguna situación de urgencia,
como fue la preparación de la primera edición del Diccionario redu­
cida a un tomo (cf. Seco, 1991a: iv [=capítulo 13 de este libro]). Na­
turalmente, la diferencia entre una compilación de primera mano,
como la del Diccionario de autoridades, y una simple revisión, como
son todas las sucesivas ediciones del Diccionario común, ha de re­
Sobre el método'colegiado en lexicografía 61

flejarse en la forma de aplicar ese principio. Por eso, desde 1780 ya


no hay reparto de tarca entre los académicos para que estos la some­
t a n a la aprobación o corrección del Pleno. He aquí cómo ha descrito
el proceso, a mediados de nuestro siglo, don Julio Casares:
Los académicos de número, los correspondientes de España y del
extranjero y cierto número de beneméritos coadyuvantes proponen
voces o acepciones, locuciones y frases nuevas, o bien proyectos de
adición o enmienda a las ya registradas [...]. Un lector [...] va dando
cuenta en alta voz de las propuestas recibidas, y apenas aparece una
sola que no vaya seguida de un interesante debate, en el que todos
aprendemos algo y en el que no hay aportación que no sea valiosa.
[...] Una vez admitido un vocablo o un giro, hay que hacer su defini­
ción, y, si no se acierta con ella en el momento, se encomienda la pa­
peleta al académico que por sus conocimientos o afición parece mejor
preparado para formular el proyecto correspondiente. [...] Y cuando,
al fin, se ha aprobado definitivamente una cédula, se le estampa el
sello y la fecha y pasa a un fichero especial, donde se van archivando
ordenadamente los materiales que, con la autoridad colectiva de la
Academia, entrarán en la próxima edición. (Casares, 1950a: 5-7).

La Academia siempre ha ostentado con orgullo el carácter corpo­


rativo de su trabajo (cf. Alvar Ezquerra, 1985: 35), exaltándolo como
el mejor de los métodos posibles:
La formación del diccionario de cualquier idioma se ha conside­
rado como una obra de que solo puede encargarse un cuerpo que dure
tanto como aquel, que de continuo se rejuvenezca con nuevos indivi­
duos y siga perennemente observando y notando paso a paso las vici­
situdes que ocasionen en la lengua la variedad de circunstancias y la
corriente de los años. El voto de un escritor, sea el que fuere, jamás
tendrá otro carácter que el de una opinión particular, ni podrá por lo
mismo infundir en igual grado la confianza que el trabajo metódico e
incesante de un cuerpo colectivo. (Academia, 1843: [i]).

O bien defendiéndolo como el menos malo:


Compuesta [la obra del Diccionario], no por un académico solo,
ni por varios, sino por toda la Corporación, de temer es que aún ado­
62 Problemas y métodos
lezca de faltas de método, casi inevitables en labor de muchas perso­
nas con igual señorío. Tampoco en diccionarios que una sola hizo o
dirigió sin contrariedad, escasean tales imperfecciones, superabun-
dantemente compensadas en el de la Academia por la ventaja de ha­
ber contribuido a componerle hombres nacidos y educados en dife­
rentes regiones de España y dedicados al estudio y cultivo de
distintos ramos del humano saber. (Academia, 1884: vi).

La defensa del autor colectivo frente al individual ya está en los


preliminares del Diccionario de autoridades: «Covarrubias fue solo,
no tuvo quien le dirigiesse o ayudasse; [...] como era único, no consi­
guió saliesse su obra tan perfecta como si a ella huviessen concurrido
muchos, lo que executaron las dos Academias Francesa y de la Crus­
ca; y no parecía justo que no supliéssemos, siendo muchos, lo que
Covarrubias no havía podido lograr por ser solo» (Academia, 1726:
x i - x i i ).

D is c r e p a n c ia s im p l íc it a y e x p l íc it a : T e r r e r o s y T a b o a d a

El P. Esteban de Terreros, autor único del segundo gran dicciona­


rio del siglo xvm (terminado en 1767, aunque publicado postuma­
mente en 1786-88), no corrobora ni de palabra ni de hecho la tesis de
los académicos. Tampoco lo hace el autor único del primer dicciona­
rio general no académico publicado en el siglo xix, Manuel Núñez de
Taboada. Pero este da un paso más, al desaprobar explícitamente el
método colegiado:
Como todos los diccionarios académicos, el nuestro [= el de
nuestra Academia] adolece del vicio capital de una notable desigual­
dad en cuanto tiene de bueno y de malo; resultado necesario de la
mayor o menor capacidad, de la variedad de estilo, del humor o modo
de ver de los diversos individuos a quienes se encargó su composi­
ción o revisión. Este inconveniente, que solo podrá evitarse confiando
la egecución de esta especie de obras a una sola persona con sujeción
a la censura de hombres doctos dotados de luces especiales, no sub­
siste en el mío porque yo solo he trabajado en él. (Núñez de Taboada,
1825: m).
Sobre el método\:olegiado en lexicografía 63

Pudiera objetarse a Taboada que su censura va dirigida a una obra


de la que él mismo se ha aprovechado. Pero Taboada podría replicar
que esa obra, el Diccionario académico, se ha aprovechado aún más
de otra obra precedente, que es la edición anterior del mismo Diccio­
nario, sin haber enmendado entre muchos los defectos que él solo,
Taboada, entiende haber superado.

L a c r í t i c a d e S a lv á

Más importancia tiene la crítica del método colegiado expuesta


veintiún años más tarde por Vicente Salvá, ya que se apoya en un co­
nocimiento sólido y una larga experiencia de la lexicografía. La auto­
ría colectiva y anónima, según Salvá, trae dos consecuencias perjudi­
ciales al Diccionario de la Academia: el escaso empeño de sus
miembros en una obra que en definitiva no redunda en su honra per­
sonal, y la falta de uniformidad en los resultados:
Sus individuos [de la Academia], muy instruidos y laboriosos
como particulares, rehúsan contribuir con sus conocimientos a los
trabajos hechos de mancomún, hallando medios para utilizarlos mejor
separadamente. ¿Cómo puede explicarse de otro modo que la Aca­
demia, que reúne literatos que poseen las principales ciencias y fa­
cultades que hoy se cultivan, [...] nos dé como corrientes millares de
voces anticuadas, al paso que deja de admitir las que todo el mundo
conoce y usa?
En sus producciones se echa menos la perfecta uniformidad que
tendrían si no entendiese más que una mano en su arreglo y redac­
ción. [...] En el día que todos desean adquirir reputación y aumentar
los medios para disfrutar mayor número de comodidades, no es posi­
ble que los esfuerzos colectivos, de que no se espera ni una cosa ni
otra, produzcan grandes resultados. (Salvá, 1846: vm-ix).

L a c r ít ic a d e C u e r v o

La opinión de Rufino José Cuervo no es menos digna de conside­


ración que la de Vicente Salvá; pero es preciso no perder de vista que,
mientras la de este fue expresada al cabo de una poco frecuente pre­
64 Problemas y métodos

paración de lexicógrafo, la de Cuervo fue evolucionando a lo largo de


cuarenta años, dentro de los cuales se desarrolló su gran contacto con
la lexicografía.
En un primer momento, caracterizado por un respeto casi total al
Diccionario de la Academia (cf. Cuervo, 1872: 13), el maestro co­
lombiano se muestra partidario del redactor colegiado: «Basta indicar
— dice— lo que debe ser el Diccionario de la lengua para que se
comprenda desde luego que el componerlo no es obra proporcionada
a las fuerzas de un hombre solo» (Cuervo, 1874: 58). Curiosamente,
todavía sustenta esta actitud — respeto a la Academia y a su redac­
ción plural— cuando escribe el prólogo de una obra, el Diccionario
de construcción y régimen, emprendida con las fuerzas de un hombre
solo y superadora, en tantos y tantos aspectos, del Diccionario aca­
démico:
Una corporación que cuenta con los siglos no tiene priesa ni mo­
tivo de adular modas pasajeras, y compuesta de individuos de distin­
tos gustos y profesiones, nativos de todos los puntos del dominio his­
pano, resiste fácilmente a las exageraciones de una escuela y tiene
en sí el equilibrio de conocimientos de que rarísima vez sería capaz
un particular. Todo esto dará siempre al Diccionario de la Academia
una superioridad incontestable sobre otros libros análogos. (Cuervo,
1886: xlii).

Pero pocos años después ya deja ver una postura más crítica hacia
la calidad de la obra y hacia su método colegiado:
Todo libro, como no sea de los inspirados por Dios, tiene descui­
dos, ignorancias y aun barbaridades. Esto es en particular lo que su­
cede con obras filológicas [...]. Lo mismo sucederá, pues, en el Dic­
cionario de la Academia, y sería contra todo buen criterio atribuirle
una infalibilidad absoluta; antes, la naturaleza misma de la obra y la
circunstancia de ser compuesta entre muchos han de despertar cierto
recelo y duda científica para no aceptar todas sus decisiones, digo
mal, para no tomar todas sus palabras como decisiones muy pensadas
y definitivas. (Cuervo, 1890: 116).
Sobre el método \olegiado en lexicografía 65

Al final de su vida, la crítica de Cuervo adquiere una mayor pro­


fundidad. Según el, la Academia, que ejerce simultáneamente las fun­
ciones de notario y de juez de los hechos lingüísticos, no actúa de
manera consecuente. La «censura» o juicio sobre los usos se ha apli­
cado de dos formas: la calificación («anticuado», «bajo», «rústico»,
etc.) o la exclusión de «lo vulgar, o lo que parece hoy impropio o
bárbaro, aunque no lo fuese en otros tiempos»:
De aquí resulta la oposición entre el oficio de notario y el de juez:
en virtud del primero debían registrarse todas las voces y acepciones
de uso general o que constan en libros respetables; pero, por obedien­
cia a aquel método [= la exclusión], basta que alguna disuene a la
gente culta por haberse aplebeyado, para que sea excluida; mientras
que tienen cabida otras semejantes que se hallan en los mismos libros
o en obras parecidas, solamente porque nadie las usa. Lo justo, y lo
que pide la historia de la lengua, es la combinación de los dos oficios:
registrar todos los términos autorizados y añadir la indicación de su
calidad actual, dándolos por anticuados absolutamente, por vulgares
hoy, por impropios o inaceptables en razón de cualquier otra causa.
Además (penoso, pero necesario, es decirlo), la función de limpiar no
carece de peligros, si cae en manos de aficionados que, olvidándose
de que la lengua es un conjunto de hechos, llegan fácilmente a la
pretensión de sustituir a estos hechos caprichosas ficciones o prefe­
rencias injustas; con lo cual, dejando el Diccionario de ser represen­
tante del uso, se convierte, si cabe decirlo, en recopilación de orde­
nanzas que, modificándose de una edición a otra, son causa de
desorden y motivo de gastos inútiles. (Cuervo, 1911: 60).

Estas palabras traslucen una crítica velada al método colegiado


del Diccionario académico. Los aficionados a quienes se refieren no
pueden ser otros que los académicos no lingüistas, que siempre han
sido mayoría, pero que, a pesar de su limitada cualificación, siempre
han tenido, en virtud del sistema, la misma autoridad que los especia­
listas a la hora de proponer y votar decisiones sobre la lengua.
En otro pasaje del mismo texto vuelve a señalar Cuervo el peligro
entrañado por el hecho de que las cuestiones de léxico estén, en la
Academia, tanto en manos de los competentes como de los no com­
66 Problemas y métodos

petentes. Aunque se refiere en este caso al procedimiento de las co­


misiones, en último término denuncia la escasa consistencia de mu­
chos acuerdos académicos, debido al sistema de adopción de estos:
Tenemos por oportuno recordar que cuerpos como la Academia
Española producen sus obras valiéndose de comisiones; que no siem­
pre figuran en estas los más competentes, y que los trabajos que pre­
sentan las mismas tampoco son siempre examinados despacio por la
corporación entera, antes muchas veces son aprobados ligeramente
por aclamación; de manera que todas las decisiones, o cosa que lo pa­
rece, no representan la suma del saber de todos los académicos. Solo
así puede explicarse que casi en cada edición de la Gramática y del
Diccionario aparezcan cosas notoriamente erróneas, que después se
corrigen, a lo que es de suponer, con harto sonrojo. (Cuervo, 1911:
66).

Aunque no se dice, se entiende que esta facilidad de errar no se


daría si no fuese la corporación en pleno quien tomase todas las deci­
siones últimas relacionadas con el Diccionario.

T o r o G isb er t

La alusión de Cuervo a los aficionados y a los incompetentes no


deja de casar con un juicio, menos circunspecto, escrito, por las mis­
mas fechas, por el futuro autor del Pequeño Larousse ilustrado, Mi­
guel de Toro Gisbert. Sin embargo, su crítica no apunta al método
colegiado que se sigue en la Academia, sino a la autoridad indiscutida
que, a su juicio gratuitamente, se reconoce al Diccionario académico:
¿Por qué se ha de confundir precisamente académico con fabri­
cante de diccionarios? ¿Acaso el mero hecho de entrar en ese cuartel
de inválidos de las letras es título suficiente para meterse en honduras
gramaticales, etimológicas ni filológicas? De los individuos de núme­
ro de la Academia, ¿cuántos, si no hubieran sido académicos, se hu­
bieran dedicado a este género de estudios? Acaso ninguno. Sin em­
bargo, todo el mundo acata la obra magna de esos lingüistas pasados
por agua. (Toro Gisbert, 1909: rn-iv).
en lexicografía 67

Unam uno

Miguel de Unamuno también denunció, y más de una vez, la poca


congruencia que hay entre la condición de no filólogos de la mayoría
de los miembros de la Academia y el carácter filológico de la tarea
que en ella desarrollan: «Suponer que un eminente hablista sea el más
apto para juzgar o llevar a feliz término trabajos acerca de la lengua
es como creer que el hombre más sano sea el mejor fisiólogo y que
nadie mejor que un gimnasta nos puede dar lecciones acerca del fun­
cionamiento orgánico de los músculos» (Unamuno, 1898: 447; cf. id.,
1906: 528).
Pero el comentario más severo de Unamuno (otros tiene más du­
ros, pero no se levantan sobre el nivel del exabrupto) es el que se re­
fiere precisamente al método colegiado de la redacción del Dicciona­
rio académico:
Linares Rivas decía hace unos días, aquí mismo [en el periódico
El Día], que el objeto y fin primordial de la Real Academia de la
Lengua Española es la ardua tarea del Diccionario. Y lo hace muy
mal. Y tiene que hacerlo muy mal. Y lo haría mal aunque estuviese
compuesta de los treinta y seis mejores lingüistas y filólogos de Es­
paña. Toda obra colectiva y anónima, en que la responsabilidad se re­
parte, sale mal. Acaba por hacerla uno, el más necesitado, no pocas
veces. Y no hay colectividad académica capaz de hacer un dicciona­
rio como el que Littré o, más modernamente, Hatzfeld y Darmesteter,
con el concurso de Thomas, hicieron de la lengua francesa. Las obras
colectivas resultan siempre muy endebles en ciencia.
Conocemos en la Academia de la Lengua algunos, aunque muy
pocos, poquísimos, lingüistas entendidos, conocedores de la historia
pasada y presente del castellano y doctos en filología románica. Pues
bien: si se reúnen para hacer un trabajo colectivo, lo harán mal. Y
esto no quiere decir que no deba haber solidaridad en el trabajo cien­
tífico, ¡no! Una cosa es ayudarse e ilustrarse unos a otros, y no em­
prender ninguna labor sin tener en cuenta los trabajos y resultados de
los otros, y otra cosa es empeñarse en publicaciones colectivas. Y aún
vamos más lejos, y es hasta afirmar que cuanto más inteligentes y sa­
bios sean los que se unen para un trabajo de esos en común, peor sale
la cosa.
68 Problemas y métodos

Nadie gusta de dar lo mejor suyo a una obra de esa índole colec­
tiva. Y no se puede hacer un diccionario o una gramática como algu­
na Academia de la Historia hizo una Historia, repartiendo cada perío­
do a sendos académicos y que la firmara[n]. Y aun así, salía desigual.
Un diccionario, una gramática, tienen que obedecer a un plan, uno; a
una dirección personal, y hasta cuando son obra colectiva, como los
famosos «Glossaria» de Ducange, es uno quien los dirige y da nom­
bre. (Unamuno, 1917: 609-10).

M ú g ic a

La idea de la esterilidad de la actuación corporativa en lexicogra­


fía, y la de la falta de un cerebro rector, con tanta elocuencia desarro­
lladas por Unamuno, tienen también expresión, más telegráfica — y
más mordaz— , en una frase de la reseña que Pedro de Múgica dedicó
a la edición decimoquinta del Diccionario académico: «¿A qué po­
nerse, como en otras ocasiones, a hacer crítica seria del léxico ri­
dículo? [...] Como se trata de una corporación, dicen los señores para
su capote: Ahí me las den todas» (Múgica, 1926: 380).

A m é r ic o C a s t r o

En la segunda de las documentadas reseñas que Américo Castro


dedicó a dos ediciones (decimocuarta y decimoquinta) del Dicciona­
rio de la Academia, ataca, aunque no de frente, la acefalia lexicográ­
fica de la institución editora: «La Academia, no sé por qué, apenas se
hace cargo de las objeciones y enmiendas que se le proponen. Esto
impide que ahora nos esforcemos en dar una larga lista de correccio­
nes, cosa que haríamos de tratarse de un libro técnico, tras del cual
hubiese una responsabilidad individual» (Castro, 1925: 403).

R amón y C ajal

Y no es improbable que en la Academia Española y en su método


de trabajo estuviese pensando Santiago Ramón y Cajal — no lingüis­
ta, pero sí miembro electo de la Academia— cuando redactó estas
Sobre el método colegiado en lexicografía 69

palabras, fáciles de alinear con las de Unamuno, Castro y Múgica re­


cién recordadas:
La verdad es tan pudorosa y zahareña como la mujer honesta;
podrá entregarse a un amante joven y apuesto, pero casi nunca a una
pandilla de tenorios carcamales.
Sugiérenos esta reflexión la infecundidad irremediable de la ma­
yoría de nuestras corporaciones científicas, políticas y literarias. Ins­
pirados en la egoísta esperanza del ahorro de esfuerzo, todos sus
miembros confian en que los infinitesimales empujones de cada con­
socio equivaldrán a la labor perseverante y enérgica de uno solo.
(Ramón y Cajal, 1932: 191).

C o n c l u s ió n

En las páginas que preceden he recogido, muy al azar, algunas


reacciones y opiniones de lexicógrafos o de fdólogos de nuestra len­
gua, y de algún no filólogo, ante un aspecto fundamental en la elabo­
ración del Diccionario académico. El método colegiado, aprendido de
las Academias extranjeras del siglo xvn, ha sido seguido por la cor­
poración española desde el primer cuarto del x v iii hasta estos finales
del xx, sin que la haya hecho titubear la consideración de la práctica
lexicográfica universal, entre cuyas ricas modalidades no parece go­
zar de favor ninguna forma semejante a la consagrada por el Diccio­
nario académico usual.
En el momento en que escribo estas lineas (marzo de 1992), la
Academia tiene el proyecto de estudiar una nueva estructura del sis­
tema de confección de su Diccionario usual. Ignoro si en ese estudio
se considerará la posibilidad de modificar el papel del pleno de la
corporación en materia lexicográfica1. El futuro dirá si la obra ha de
continuar apegada a su tradición secular o si, por el contrario, va a dar
un paso firme que la aproxime a las exigencias de la lexicografía mo­
derna.

1 [En los años transcurridos desde la fecha de redacción de este artículo hasta 2003
no se ha producido ningún cambio en este punto].
4
EL PROBLEMA DE LA DIACRONÍA
EN LOS DICCIONARIOS GENERALES*

Casi al borde del territorio de Pero Grullo, empezaré señalando


que los diccionarios pueden ser sincrónicos, diacrónicos y acrónicos,
según se propongan registrar el léxico correspondiente a un estado de
lengua, estudiar ese léxico en su evolución histórica, o reunir en un
mismo plano el léxico de diversas épocas, desentendiéndose del de­
venir temporal. Sin embargo, la división no es tan simple. Los diccio­
narios históricos, que son presentados unánimemente como la forma
típica de diccionario diacrónico, tienen un componente sincrónico
muy importante: el metalenguaje de sus definiciones. En efecto, este
género de diccionario no escapa a una ley general de la lexicografía:
todo diccionario va dirigido a una sociedad determinada que vive en
un espacio determinado y en un tiempo determinado; como dicen
Jean y Claude Dubois, «el diccionario responde a preguntas que le
plantean lectores contemporáneos» (Dubois / Dubois, 1971: 105). Por
consiguiente, el lenguaje utilizado por el redactor en todas sus defini­
ciones y explicaciones debe estar inscrito dentro del mismo código
utilizado por el lector a quien se dedica el diccionario; exigencia ele­

* [Publicado en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares [Homenaje


Concepción Casado Lobato], XL1II (1988), 559-67].
El problema de'la diacronia en los diccionarios generales 71

mental de la lexicografía que podríamos llamar «principio de sincro­


nía del metalenguaje».
Por su parte, los diccionarios no históricos — los llamados gene­
rales— , si bien hoy día son todos expresa o tácitamente sincrónicos
(con una sincronía que corresponde al tiempo presente del dicciona­
rio), no dejan de contener elementos diacrónicos visibles. El más lla­
mativo es la etimología, información, no ya histórica, sino prehistóri­
ca, de la unidad léxica; pero de ella no nos ocuparemos ahora.
Hay otro aspecto en que se rompe la orientación sincrónica y que
se presenta esporádicamente en el Diccionario de la Academia (hablo
de la edición de 1984) y en aquellos que copian textualmente sus de­
finiciones. Siendo como es el Diccionario académico la encamación
actual de una obra nacida en la primera mitad del siglo xvm, se con­
servan en sus columnas con cierta densidad enunciados definitorios
procedentes de épocas pasadas y cuyo lenguaje, a veces, no es el que
corresponde a la nuestra. Me refiero a definiciones del estilo de las
siguientes: gallardo, «desembarazado, airoso y galán»; bailar, «hacer
mudanzas con los pies, el cuerpo y los brazos, en orden y a compás»;
ejército, «gran copia de gente de guerra con los pertrechos correspon­
dientes, unida en un cuerpo a las órdenes de un general»; peligroso,
«aplícase a la persona ocasionada y de genio turbulento y arriesga­
do»; paciencia, «virtud que consiste en sufrir sin perturbación de
ánimo los infortunios y trabajos». Nótese la presencia, en estas defi­
niciones, de términos hoy existentes (galán, mudanza, ocasionado,
arriesgado, copia, sufrir, trabajos), pero usados en sentidos hoy ine­
xistentes, lo que aboca a fáciles errores de interpretación. Reliquias
como estas, de sabor barroco o postbarroco no exento de encanto,
constituyen un desajuste cronológico entre el lenguaje del lexicógrafo
y el del lector, y una quiebra del principio de sincronía del metalen-
guaje a que me refería antes.
En un tercer aspecto, más profundo y amplio, irrumpe la dimen­
sión diacrónica en la perspectiva sincrónica característica de los dic­
cionarios generales. La materia de estos es el léxico vigente de la
época en que viven sus lectores. Hay, sin embargo, dos principales
72 Problemas y métodos

posturas frente a esa materia, que consisten en el distinto tratamiento


aplicado a los bordes de la masa léxica del idioma: a la zona que po­
dríamos llamar «occidental» — el léxico que está en declive— y a la
zona «oriental» — el léxico que está naciendo— . El perfil habitual de
los diccionarios manuales se caracteriza por un mayor (y proclamado)
favor a los neologismos y por el arrinconamiento de las voces en
trance de desuso; mientras que los diccionarios extensos suelen ser
conservadores respecto al vocabulario obsolescente y raro, y mesura­
dos en la acogida del vocabulario nuevo.
Los diccionarios manuales se proponen incluir todo lo que a su
juicio está vivo en el momento presente (sin especificar nunca cuál es
la extensión de ese presente, su «sincronía práctica»), y excluyen todo
lo que a su juicio no lo está. Las notables diferencias con que se reali­
za este propósito en unos diccionarios y otros radican en esa variable
tan poco objetiva de su juicio.
En cuanto a los diccionarios extensos, aplican al concepto de sin­
cronía un significativo coeficiente corrector. El hombre culto conoce
una serie de obras literarias de los siglos pasados, que han dejado co­
mo poso en su vocabulario pasivo muchas palabras librescas (cf. Rey-
Debove, 1973: 99). Además, desde un punto de vista práctico, al lec­
tor le interesa encontrar en un diccionario de lengua el sentido de las
palabras con que tropieza en sus lecturas, no solo de escritores actua­
les, sino de otras generaciones (Rey-Debove, 1971: 97; cf. Cuervo,
1874: 62). Es normal que, respondiendo a estas realidades, los diccio­
narios extensos registren un cupo, en ocasiones considerable, de vo­
ces pertenecientes a otras épocas (cf. Malkiel, 1960: 8; Guilbert,
1975: 3019; Haensch, 1982: 161). Ahora bien, la distinta manera de
funcionar en la lengua las voces vivas y las reliquias que cohabitan
dentro del caudal del diccionario, la condición supernumeraria de las
segundas, reclaman de manera inexcusable la utilización de una mar­
ca cronológica que las distinga. La ausencia de tal marca — la condi­
ción de «no marcadas»— en las voces «actuales» es una ratificación
del carácter sincrónico esencial del diccionario, al presentarlas como
el caudal propiamente dicho de este.
El problema de\a diacronia en los diccionarios generales 73

Como el Diccionario de la Academia es, entre los diccionarios


generales, el que incluye más elevado número de voces con marca
cronológica, y como, por otra parte, los restantes diccionarios gene­
rales, tanto los extensos como los manuales, se basan normalmente en
la información que sobre estas voces (ya sea para copiarlas, o para
diezmarlas, o para suprimirlas) da la Academia, puede resultar intere­
sante efectuar una cala que nos ofrezca una idea de la exactitud de
tales datos.
Según es sabido, el Diccionario de la Academia clasifica las vo­
ces obsoletas en dos grandes grupos: anticuadas y desusadas:
La abreviatura ant., anticuada, indica que la voz o la acepción
pertenece exclusivamente al vocabulario de la Edad Media; pero
también se califica de anticuada la forma de una palabra, como noto-
mia por anatomía, que, aunque usada hasta el siglo xvu, ha sido de­
sechada en el lenguaje moderno. La abreviatura desús., desusada, se
pone a las voces y acepciones que se usaron en la Edad Moderna, pe­
ro que hoy no se emplean ya. En esta edición se usa muchas veces la
indicación de desús., o de p. us. [«poco usada»], pues el presente
Diccionario, que en sus diferentes ediciones se ha basado siempre en
el que la Academia publicó de 1726 a 1739 [...], conserva, natural­
mente, materiales lexicográficos de épocas pasadas que, aunque ha­
yan decaído en su uso, forman parte de la lengua tradicional y litera­
ria. (Academia, 1984:1, xx).

En esta división cronológica la Academia entiende por Edad Mo­


derna el tiempo comprendido entre la Edad Media y los finales del si­
glo xvm o principios del xix (cf. su artículo edad). Así que, de acuer­
do con esta partición del tiempo, el concepto de sincronía con que
implícitamente opera la Academia abarca desde alrededor de 1800
hasta nuestros días. No es este el momento de discutir si es o no abu­
sivo hablar de una sincronía de casi dos siglos (cf. Rey-Debove,
1971: 95); amplitud de criterio en que, por otra parte, la Academia
está acompañada por el Trésor de la langue frangaise (cf. Seco,
1979c: 404, y 1980: 55).
74 Problemas y métodos

Cuervo había propuesto una división parecida de las voces arcai­


cas, distinguiendo entre «voces antiguas, que usaron mucho los clási­
cos, y aunque han dejado de usarse no han muerto ni morir pueden, a
la sombra como están de obras inmortales; y voces anticuadas, muer­
tas, que usaron solo autores anteclásicos, o que recogieron curiosos
anticuarios como Covarrubias» (Cuervo, 1874: 62; cf. Seco, 1982:
256 [capítulo 17 de este libro, pág. 325]). La distribución de Cuervo
es teóricamente más clara que la académica, si la vemos desde un
punto de vista estrictamente cronológico; pero en realidad el maestro
apunta más bien a una distinción entre voces «olvidadas» y voces
«antiguas en el uso, pero no anticuadas en la lectura». La práctica de
esta distinción seria sumamente dificultosa y comprometida.
Pero también la división propuesta por la Academia dista de ser
nítida. Si dicc que la calificación de anticuada se aplica «exclusiva­
mente» a las voces de la Edad Media, ¿por qué extenderla a otras que
llegan «hasta el siglo xvn»? Tal vez hubiera sido más coherente deci­
dir de una vez que son anticuadas todas las voces cuya vigencia es
anterior al siglo xvn, sin necesidad de mencionar la Edad Media. Por
otro lado, la forma en que aparece presentada la notación poco usada,
sin explicación, pero unida a la de desusada, que sí ha sido explicada,
puede inducir erróneamente a entender que son equivalentes (¿o quizá
es que lo son?). La imprecisión se ahonda con la exposición que sigue
a la aparición de las dos abreviaturas juntas, que evidentemente son el
«tema» de tal exposición; si de la clase desusada se dijo antes que co­
rrespondía a voces «que hoy no se emplean ya», ahora se habla si­
multáneamente de esta clase y de la poco usada como de «materiales
[...] que, aunque hayan decaído en su uso, forman parte de la lengua
tradicional y literaria». El ‘no emplearse ya’ una palabra no es lo mis­
mo que ‘haber decaído en su uso’.
Pese a l a perturbación que para nuestro intento suponen estas im­
precisiones, pasemos a nuestro experimento, encaminado a examinar
los datos cronológicos sobre los que actúan los diccionarios generales
del español. Para ello confrontaremos una pequeña muestra de la obra
que todos ellos utilizan como fuente, el Diccionario de la Academia,
El problema de \ j diacronía en los diccionarios generales 75

con los datos que la propia Academia tiene publicados en su Diccio­


nario histórico, obra que se redacta, como es sabido, sobre los mis­
mos ficheros léxicos de que dispone la Corporación para la revisión
del Diccionario común. Las voces estudiadas son las comprendidas
entre amencia y amuchiguar, es decir, un total de 304 entradas, que
ocupan 12% columnas del Diccionario (correspondientes a 255 co­
lumnas del Diccionario histórico).
Solo se exponen aquí las palabras o acepciones en que el cotejo
ofrece alguna noticia de interés respecto a la información cronológica
del Diccionario común. Después de cada voz se indica su significado
o aquella acepción que es objeto de comentario, seguidos de la marca
cronológica (o de la ausencia de marca) que le asigna el Diccionario
de la Academia; a continuación, en síntesis, los datos cronológicos
que presenta el Diccionario histórico (DH). No se tienen en cuenta
los testimonios puramente lexicográficos, salvo los dialectales y al­
gún otro que en su caso se especifica.
amencia ‘demencia’, ant. — DH: de 1494 a 1914.
amenguadamente ‘menguadamente’, ant. — DH: solo 2 testimonios, 1515 y
1559.
amenguadero ‘que amengua’, ant. —DH: único testimonio, 1495.
amenguamiento ‘acción y efecto de amenguar’, sin marca. — DH: de 1250 a
1527; posteriormente, solo en judeo-español oriental (1977).
amenguante ‘que amengua’, sin marca. —DH: único testimonio, 1495.
amenguar ‘deshonrar, infamar, baldonar’, sin marca. — DH: de 1295 a 1615.
amenorgar ‘aminorar’, p, us. — DH: de 1260 a 1896 (modernamente, en
Asturias).
amenoso ‘ameno’, ant. —DH: voz fantasma (procede de una errata en una
edición de Lope de Vega).
amentar ‘atar o tirar con amiento’, sin marca. —DH: único testimonio, 1495
(Nebrija).
ámente ‘demente’, ant. — DH: de 1589 a 1945.
amento ‘amiento’, sin marca. — DH: único testimonio de uso, 1582; después,
1611 (Covarrubias).
76 Problemas y métodos

amercearse ‘amercendearse, apiadarse’, ant. — DH: de 1400 a 1519.


amercendeador ‘que se amercendea', ant. —DH: único testimonio, 1499.
amercendeante ‘que se amercendea’, ant. — DH: único testimonio, 1494.
amercendearse ‘compadecerse’, ant. —DH: de 1289 a 1528.
américo ‘americano’, desús. — DH: de 1602 a 1948.
amesnador ‘guardia del rey’, ant. — DH: único testimonio de uso, 1491; des­
pués, citada como voz antigua por Aldrete (1606) y otros.
amesnar ‘guardar, defender, poner a salvo o seguro’, ant. — DH: acepción
fantasma (procede de un error de Aldrete, 1606).
amesnar ‘acogerse, guarecerse’, ant. — DH: único testimonio, 1344.
amesurar ‘medir, arreglar, ajustar’, ant. — DH: distingue ‘estimar o valorar’,
solo dos testimonios, 1255 y 1400; y ‘medir’, en uso dialectal, 1895 a
1977.
ametalado ‘semejante al azófar’, sin marca. — DH: de 1626 a 1685.
ametalar ‘alear’, p. us. — DH: solo dos testimonios de uso, 1601 y 1604
(más 3 diccionarios coetáneos).
ametalar ‘formar de cosas heterogéneas’, sin marca. —DH: solo dos testi­
monios, 1599 y 1618.
ametisto ‘amatista’, ant. — DH: de 1490 a 1901.
amezquindarse ‘entristecerse’, p. us. — DH: tres testimonios de un único
autor (Pineda), de 1574 a 1589.
amianta ‘amianto’, ant. — DH: solo dos testimonios, 1555 y 1573.
amicicia ‘amistad’, ant. — DH: de 1400 a 1658.
amigabilidad ‘condición de amigable’, sin marca. — DH: de 1345 a 1682.
amigajado ‘hecho migajas’, ant. — DH: solo dos testimonios, 1463 y 1916
(el segundo, dialectal).
amiganza ‘amistad’, ant. — DH: de 1221 a 1982.
amir ‘emir’, desús. —DH: de 1296 a 1852.
amisión ‘pérdida’, ant. — DH: de 1525 a 1752.
amistad ‘pacto amistoso’, ant. — DH: de 1140 a 1734 (un texto posterior,
1929, es histórico).
amistad ‘deseo o gana’, ant. — DH: solo dos testimonios, 1562 y 1618.
amitigar ‘mitigar’, p. us. —DH: único testimonio, 1575.
amo ‘ayo’, ant. — DH: 1140 a 1651 (un texto posterior es histórico).
El problema d^la diacronia en los diccionarios generales 77

amodita ‘alicante, víbora’, sin marca. —DH: único testimonio, 1556.


amodorrecer ‘amodorrar’, sin marca. — DH: de 1475 a 1578.
amolar ‘adelgazar’, sin marca. — DH: único testimonio, 1627.
amollador ‘que amolla’, sin marca. — DH: único testimonio, 1770 (Acade­
mia; sin ningún testimonio de uso).
amollante ‘que amolla’, sin marca. —DH: único testimonio, 1770 (Acade­
mia; sin ningún testimonio de uso).
amollecer ‘ablandar’, ant. — DH: de 1252 a 1947 (los testimonios posteriores
a 1518 son dialectales).
amollentadura ‘acción de amollentar; ablandar o afeminar’, ant. — DH: 1495
(Nebrija).
amollentar ‘ablandar o hacer muelle’, sin marca. — DH: de 1252 a 1613.
amollentar ‘afeminar’, ant. — DH: de 1454 a 1598.
amollentativo ‘que amollenta o ablanda’, ant. — DH: único testimonio, 1582.
amolletado ‘de figura de mollete’, sin marca. — DH: único testimonio, 1770
(Academia; sin ningún testimonio de uso).
amondongado ‘gordo, tosco y desmadejado’, sin marca. — DH: único testi­
monio, 1605.
amonestamiento ‘amonestación’, sin marca. — DH: de 1196 a 1555.
amontar ‘ahuyentar’, sin marca. — DH: de 1251 a 1590.
amontazgar ‘cobrar montazgo’, sin marca. — DH: solo dos testimonios, 1552
y 1595.
amontonadamente ‘en montón’, sin marca. —DH: solo dos testimonios,
1400 y 1499.
amor ‘convenio o ajuste’, ant. — DH: de 1240 a 1540.
amorbar ‘hacer enfermar’, ant. — DH: único testimonio, 1463.
amordazador ‘mordaz’, ant. — DH: único testimonio, 1495 (Nebrija).
amordazamiento ‘acción de amordazar o maldecir’, ant. —DH: único testi­
monio, 1495 (Nebrija).
amordazar ‘maldecir’, ant, —DH: de 1495 a 1582.
amorecada ‘topetada de camero’, ant. — DH: único testimonio, 1275.
amoricones ‘señas o muestras de amor’, desús, — DH: de 1531 a 1945.
amoriscado ‘semejante a los moriscos’, sin marca. — DH: de 1472 a 1593
(hay un testimonio posterior, 1724, pero con el sentido de ‘propio de mo­
riscos’).
78 Problemas y métodos

amorrionado ‘de figura de morrión’, p. us. —DH: único testimonio, 1657.


amortajar ‘cubrir, envolver’, sin marca. —DH: de 1605 a 1751.
amortamiento ‘amortiguamiento’, ant. —DH: único testimonio, 1494.
amortar ‘amortiguar’, ant. —DH: distingue ‘apagar o aplacar (contienda)’,
único testimonio, 1390; y ‘apagar (fuego, calor)’, 1494 (varios ejemplos
de un solo autor).
amortiguar ‘dejar como muerto’ (también pronominal), sin marca. —DH:
solo registra el pronominal, ‘quedar como muerto’, de 1240 a 1766.
amoscamiento ‘acción de amoscarse’, sin marca. —DH: único testimonio,
1939 (Academia; sin ningún testimonio de uso).
amoscar ‘espantar las moscas’, ant. —DH: de 1538 a 1564.
amostachado ‘bigotudo’, sin marca. —DH: solo dos testimonios, 1606 y
1614.
amostrar ‘mostrar’, ant. —DH: de 1134 a 1977 (los testimonios posteriores a
1700 son dialectales).
amotinar ‘turbar o inquietar (mente, sentidos)’ (también pronominal), sin
marca. —DH: transitivo, solo dos testimonios, 1656 y 1658 (de un mis­
mo autor); pronominal, ‘turbarse’, de 1626 a 1938.
amover ‘remover, destituir’, sin marca. —DH: de 1528 a 1649.
amparanza ‘acción de embargar’, sin marca. —DH: 1970 (Academia; sin
ningún testimonio de uso).
amparanza ‘adquisición del derecho de beneficiar una mina’, sin marca.
—DH: 1970 (Academia, sin ningún testimonio de uso).
amplamente ‘ampliamente’, ant. —DH: de 1507 a 1740.
amplexo ‘abrazo’, ant. —DH: de 1538 a 1910 (modernamente, ‘abrazo de
cópula de algunos animales’, 1952 a 1986).
ampio ‘amplio’, ant. —DH: de 1200 a 1776.
ampolla ‘expresión ampulosa’, p. us. —DH: único testimonio, 1812 (en tra­
ducción literal de Horacio, ampullas et sesquipedalia verba),
amuchiguar ‘multiplicar, aumentar’. —DH: de 1200 a 1930.

A la vista de esta breve muestra, se observa que la calificación de


«anticuada» aparece a menudo aplicada a voces que en el Diccionario
histórico constan como todavía usadas en el siglo x v i i , en el xvm y
El problema de ihdiacronia en los diccionarios generales 79

aun en el xx. Es cierto que algunas de estas últimas se presentan en


nuestro siglo como dialectales, pero en estos casos la norma del Dic­
cionario era darles la indicación regional correspondiente. Se da la
calificación de «desusada» a voces que el Diccionario histórico pre­
senta como usadas en el xrx o en el xx, y en cambio, la de «poco
usada», a alguna cuyo empleo no consta después del xvi.
Falta, por otra parte, toda marca cronológica en palabras que no
han dado señales de vida después del siglo xvm, o del xvu, o del xvi,
o del xv. Lo curioso es que algunas de estas palabras que aparecen
como no marcadas tuvieron indicación de anticuadas en otras edicio­
nes del Diccionario. El Histórico da noticia, al menos, de cuatro ca­
sos, dentro de la muestra: amenguar llevó esa calificación hasta la
edición de 1869; amentar la llevaba en el Diccionario de 1726; amo­
llentar, en esa misma edición, se daba como «voz sin uso», y en las
siguientes figuró como anticuada, hasta que en 1914 se le quitó la ca­
lificación; amostachado incluso llegó a ser borrada del Diccionario
en 1803, pero reingresó, sin marca alguna, en 1925. No hay que olvi­
dar que en cierta época la Academia siguió la pauta — que criticó
Cuervo (1874: 62 [=capítulo 17 de este libro, pág. 325])— de retirar
de muchas voces la nota de anticuadas, no porque hubiesen dejado de
serlo, sino porque aspiraba a rehabilitarlas en el uso, ya que aquella
calificación «podría retraer de emplearlas a los que miran como un
estigma afrentoso la mucha antigüedad de un vocablo» (Academia,
1869).
Sorprende, en nuestra pesquisa, el número relativamente alto
de casos en que la voz fue recogida en el Diccionario con el apoyo de
solo dos testimonios, y más aún, de un testimonio único. A veces esa
autoridad solitaria ni siquiera era de uso, sino lexicográfica (Nebrija o
la propia Academia). (Nótese que, al margen de la señalización dia-
crónica, se encuentran en nuestra lista palabras y acepciones acogidas
en años recientes por la Academia sin otra autoridad que su palabra).
También en la muestra examinada han sido desenmascarados dos
«fantasmas» lexicográficos: amenoso ‘ameno’ y amesnar ‘guardar,
poner a salvo’.
80 Problemas y métodos

Todas estas peculiaridades observadas tienen como explicación el


distinto grado de información de que dispuso la Academia a lo largo
de los años en que se fue haciendo y retocando el Diccionario, y la
inevitable oscilación que en los criterios y los métodos había de im­
primir la sucesión de las generaciones académicas. Pasados ya dos si­
glos y medio desde su primer Diccionario, la Academia se enfrenta
con la difícil misión de llevar a cabo una revisión sistemática y rigu­
rosa de la obra que se espera que siga siendo el centro de la lexico­
grafía del español. En el aspecto que aquí hemos examinado — y
en otros— será fundamental la utilización intensiva de la rica docu­
mentación léxica que se atesora en los ficheros académicos; tarca ar­
dua, no solo por la cantidad de material acumulado, sino por la com­
plejidad y consiguiente lentitud del tratamiento que esos materiales
exigen (si no se quiere caer en lamentables errores, como ha ocurrido
a ilustres consultantes poco avisados). El problema no existiría si es­
tuviese terminado, o siquiera muy avanzado, el Diccionario histórico
utilizado en este experimento y que la propia Academia tiene en pu­
blicación, ya que esta obra presenta, debidamente analizada y ordena­
da, esa misma documentación que por ahora se archiva en bruto.
Acelerar decididamente la conclusión de este Diccionario histórico
sería una de las medidas más eficaces para la reforma y perfecciona­
miento, tan necesarios, del Diccionario común de la Academia1.

1 [En lugar de acelerar la producción del Diccionario histórico, la Academia la


suspendió en 1996].
5
LOS PILARES DE UN DICCIONARIO MODERNO*

«Huyo —escribía en 1996 José Antonio Pascual— del culto salví-


fico que, a la altura de los finales del milenio, se rinde a lo cuantita­
tivo. El nuevo orden con que se nos tienta a los lexicógrafos es el de
los corpus: de pequeño, mediano o gran calado; tan convencidos de su
importancia hemos llegado a estar, que lo que en principio hubiera
parecido un complemento indispensable para realizar de la mejor ma­
nera nuestra labor se está convirtiendo en la labor misma; de forma
que muchos esperan de los propios corpus la solución a unos proble­
mas que, desde sus comienzos, la propia lexicografía —ciencia se-
gundona donde las haya— o no se había planteado, o no se atrevía a
resolver, o simplemente creía que no tenían solución» (Pascual, 1996:
167).
En efecto, en los últimos años se ha producido entre nosotros, en
ciertos niveles no intelectuales, y alguna vez aparentemente in­
telectuales, un fenómeno de mitificación de la informática aplicada al
léxico. La puesta en marcha por la Real Academia Española de los
proyectos de creación de dos corpus léxicos de nuestra lengua, uno

[Publicado en Saber / Leer, núm. 138, octubre 2000, 4-5. Comentario a propó­
sito de Joaquim Rafel i Fontanals (dir.), Diccionari del Caíala Contemporani. Corpus
Textual Informatitzat de la Llengua Catalana: Diccionari de freqüéncies, 3 vol., Bar­
celona 1996-1998],
82 Problemas y métodos

con perspectiva sincrónica y otro con perspectiva diacrónica, con un


almacenamiento global de doscientos cincuenta millones de palabras,
ha generado en más de una ocasión, por la espectacularidad de las ci­
fras, informaciones no siempre bien formuladas y casi siempre mal
recogidas y peor interpretadas. Muchos incautos lectores de periódi­
cos o consumidores de televisión se han creido que esos poderosos
arsenales, escondidos, pero a nuestro alcance, tras la pantalla del or­
denador, son los diccionarios del futuro. Tal vez no se han ñjado en
que un diccionario no es una mera colección de palabras, sino una
clave destinada a descifrar uno por uno, lo mejor posible, esos signos
con que tan mal nos explicamos y con que tan mal nos entendemos.
Pongamos las cosas en su sitio, En principio, un corpus léxico,
sea de las dimensiones que sea, no pasa de ser un registro de las
palabras de un idioma. Un registro que, más allá de la constatación de
su existencia, contiene menos datos sobre sus moradores que un
padrón municipal. Es nada más que un almacén de materiales de
construcción. Por muy grande que sea, su utilidad no será sino una
utilidad potencial: dependerá del uso que quiera y sepa dar a esos
materiales quien entre a servirse de ellos.
Los servicios ofrecidos por esta herramienta pueden ser numero­
sos y variados, pero por fuerza dependerán de las características de
que la hayan dotado sus creadores. Una excavadora es una máquina
útilísima, pero en medida diversa según para qué. Seguramente no se­
rá tan buena para construir un piano de cola como para instalar una
red de alcantarillado. Es esencial que en la constitución de un corpus
léxico el punto de partida sea la visión nítida del fin concreto que con
él se busca.
Esta condición no tiene por qué excluir la previsión de atender
intereses colaterales; todo lo contrario. Pero en el diseño del corpus
no debe perderse de vista en ningún momento el objetivo marcado, y
hay que subordinar todo lo demás a esa meta. Si el propósito preciso
de la creación de un corpus es la confección de un diccionario de de­
terminadas características, sin duda no debe descartarse la posibilidad
de componer otros diccionarios de distinto carácter, ni la de utilizar
lo s pitares de uh diccionario moderno 83

para otros tipos de estudios sobre la lengua los materiales almacena­


dos en el corpus. Pero no sería práctico por esta consideración dejar
de atender con el rigor posible a las necesidades de un perfil nítido y
bien estudiado del diccionario que se desea.
Cuando en 1984 la Sección Filológica del Instituí d ’Estudis Ca-
talans tomó el acuerdo de preparar de nueva planta un diccionario
descriptivo del catalán moderno — un diccionario riguroso y de un
nivel científico superior al de los entonces existentes para esta len­
gua—, su primera premisa metodológica fue la determinación de ela­
borar un corpus informatizado a la medida del objetivo propuesto.
Esta decisión respondía a la necesidad universalmente sentida en la
lexicografía (y solo esporádicamente atendida durante siglos) de fun­
dar la creación de diccionarios sobre corpus textuales idealmente re­
presentativos. Partiendo de ese concepto se hicieron, entre otros,
nuestro venerable Diccionario de autoridades y el monumental Ox­
ford English Dictionary, y sobre esas bases se edificaba desde 1960 el
hoy varado Diccionario histórico de la Academia Española. Con los
medios de sus respectivas épocas, todas estas obras fueron acometi­
das, con grandes trabajos, antes de la era informática. L a revolución
del ordenador cambió de manera espectacular las perspectivas de la
labor de los lexicógrafos. La informática permitía y prometía, como
material básico para la confección de diccionarios, la creación de cor-
pus textuales de grandes cantidades de datos léxicos.
Ahora bien, las exigencias financieras de una empresa de este ca­
rácter eran en España uno de los impedimentos para que cualquier
proyecto lexicográfico de envergadura, no solo privado, sino institu­
cional, se montara sobre una base informática. El Instituí d ’Estudis
Catalans fue la primera entidad que supo o pudo allegar recursos sufi­
cientes al menos para dar los primeros pasos en un propósito de esta
talla. Según ha contado Joaquim Rafel (1996), director del corpus in­
formatizado del catalán, durante una primera fase que duró cuatro
años se creó la infraestructura material, se trazaron los programas bá­
sicos, se formó el equipo humano y se emprendieron en forma experi­
mental las primeras tareas propiamente dichas. A partir de 1989, con­
84 Problemas y métodos

venios con la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación


del Ministerio de Educación y Ciencia y con la Comisión Intcrdcpar-
tamental de Investigación Científica y Técnica de la Generalidad de
Cataluña permitieron sin grandes altibajos llevar el corpus a su térmi­
no, acontecimiento que tuvo lugar en el año 1998.
¿Cuáles son las características del «Corpus Textual Informatizado
de la Lengua Catalana»? Este corpus, concebido como primera fase
del gran proyecto del Diccionari del catalá contemporani, abarca,
desde el punto de vista temporal, un período de unos 150 años, que
comienza alrededor de 1833, con la recuperación del uso literario del
catalán, y se cierra en 1988. Es un corpus de lengua escrita, que
incluye textos tanto de la lengua literaria como de la no literaria. Los
primeros se dividen según los géneros (narrativa, teatro, ensayo,
poesía); los segundos, según los temas (filosofía, religión, ciencias
sociales, ciencias puras y naturales, ciencias aplicadas, bellas artes,
historia, etc.). Aplaudo la inclusión, dentro de esta taxonomía, de la
prensa y de la correspondencia. Es verdad que el encasillamiento
de los textos puede ocasionar no pocas incertidumbres; por ejemplo,
la rúbrica «prensa» ¿comprende tan solo la información periodísti­
ca, o también otros contenidos habituales del diario y la revista, como
la creación literaria o el ensayo —que podrían tener mejor acomodo
entre los textos literarios— , o como la divulgación científica, históri­
ca o artística —que podrían emparejarse con grupos temáticos bien
caracterizados y ya establecidos dentro del sector no literario— ?
«Un corpus representativo de la lengua —dice Rafel— no se pue­
de constituir introduciendo obras en el ordenador sin ninguna pla­
nificación previa ni ningún criterio de selección» (Rafel, 1996: xxx).
A esta preocupación obedece el establecimiento de los grupos tipoló­
gicos de textos a que acabo de referirme, los cuales, a su vez, se divi­
den en apartados con el fin de afinar en la precisión de los variados
centros de interés de la actividad humana.
La selección de los textos fue precedida por la formación de un
«Repertorio de autores y obras», donde se registró casi exhausti­
vamente toda la producción literaria en catalán aparecida entre 1833 y
los pilares de un \iccionario moderno 85

1988 , que suma 14.600 referencias, a las cuales se agregaban otras


11.500 correspondientes a la lengua no literaria, Todas estas obras
fueron distribuidas en veintitrés grupos cronológicos de desigual du­
ración: diez años para cada grupo de la época más antigua —de 1833
a 1913— y cinco años para cada grupo a partir de 1914. Los textos
fueron seleccionados teniendo en cuenta este reparto cronológico y su
distribución en grupos y subgrupos tipológicos, así como otros facto­
res, como las modalidades regionales o el carácter de la publicación
(tratado o manual, investigación o divulgación, etc.). Cuando de una
obra existía más de una edición, se utilizó siempre la primera. Los
textos seleccionados se incorporaron íntegramente, salvo en casos de
grandes dimensiones, en que por evitar desequilibrios se introdujo
solo una parte. No se excluyeron algunas traducciones al catalán,
aunque la gran mayoría de los textos son originales en esta lengua. En
todo caso se conservó intacta la grafía. El total de textos así escogi­
dos, de extensión muy diversa, es de 3300. Y la extensión total de
estos textos es de 52.371.944 palabras u ocurrencias (51.253.669, si
se eliminan los nombres propios), de las cuales el 56% pertenece a la
lengua no literaria y el 44% restante a la literaria.
Las palabras que conforman el corpus fueron sometidas a una
lematización semiautomática, que dio como resultado un total de
149.185 lemas, es decir, unidades léxicas capaces de constituir entra­
das de diccionario. La lematización, aparte de reducir a unidad las va­
riaciones flexivas de cada voz, incluye la desambiguación gramatical
de formas homógrafas y la categorización morfosintáctica del lema.
Los resultados de este proceso pasan a formar parte de una base de
datos que contiene toda la información necesaria para la adecuada
explotación del corpus. En un artículo publicado en 1994 Rafel expli­
có con detalle las características de esta «Base de datos textual de la
lengua catalana». Al lexicógrafo, una base de datos así le ofrece los
materiales esenciales para la redacción de un diccionario, como la lo­
calización exacta de cada ocurrencia y el contexto en que se encuen­
tra. Estas y otras informaciones servidas por la máquina liberan al
autor de diccionarios de una serie de operaciones que, cuando se de­
86 Problemas y métodos

sarrollan por métodos artesanales, complican y alargan su trabajo de


manera muy considerable. Claro está que, una vez puestos a su alcan­
ce todos esos preciosos materiales, todavía le queda al lexicógrafo la
parte más difícil, delicada y penosa, que solo el cerebro humano tiene
capacidad de llevar a término: la organización inteligente de todas
esas piezas, dotándolas creadoramente de sentido, para componer el
diccionario.
Antes de que el equipo del Diccionari del caíala contemporani se
aplicara de lleno al quehacer redactor, antes incluso de que se hubiese
completado el corpus, Joaquim Rafel emprendió la publicación de
uno de los posibles productos derivados del mismo: el Diccionari de
freqüéncies, obra de evidente utilidad para cualquier proyecto de dic­
cionario selectivo —en definitiva, de todos los diccionarios— ,
Entre los diccionarios de frecuencias de variados tipos que ya
existen, destinados a dar información cuantitativa sobre el léxico de
una lengua, el dirigido por Joaquim Rafel presenta como dos primeras
características la de dar la lista de las frecuencias de todas las pa­
labras del corpus, en lugar de la práctica habitual de dar una lista li­
mitada a las palabras de frecuencia más alta; y la de publicarse si­
multáneamente en soporte papel y en soporte informático. La versión
en papel ocupa tres gruesos volúmenes, que suman más de 4700 pá­
ginas y que se han publicado entre diciembre de 1996 y diciembre de
1998, dedicado el primero a la lengua no literaria, el segundo a la
lengua literaria, y el tercero a los datos globales. La versión informá­
tica consistió primero en un CD-ROM sobre la lengua no literaria
acompañando al primer volumen, pero la aparición del tercero ha
traído consigo un nuevo CD-ROM anulando el anterior y referente a
los datos de la obra impresa completa. El disco no contiene simple­
mente, sobre distinto soporte, la misma información cuantitativa que
el libro, sino que añade datos que por su extensión era imposible in­
cluir en los ya corpulentos volúmenes, como la información cronoló­
gica y tipológica sobre las unidades léxicas. Incluye además un pro­
grama de consulta que permite la exploración de sus contenidos en
sentidos muy diversos. Según advierte Rafel, los resultados que se
los pilares de un diccionario moderno 87

pueden obtener por medio de estas consultas son prácticamente ili­


mitados.
Naturalmente, el propósito de este diccionario de frecuencias es el
mismo del corpus: dar información fiable y representativa del uso real
de las palabras. La frecuencia, el número de veces que una palabra
aparece en un texto o en un conjunto de textos, parece ser el único
dato objetivo para valorar la utilidad y la importancia de la unidad lé­
xica. Ahora bien, la frecuencia absoluta puede dar una idea falsa de la
importancia real de la voz. Es preciso tener en cuenta un factor adi­
cional: la «dispersión», la frecuencia con que la unidad aparece en
cada uno de los textos del corpus; la mayor uniformidad de dispersión
representa mayor valor de la unidad. A. Juilland (de cuyas listas de
frecuencias sobre diversas lenguas la más conocida entre nosotros es
el Frequency Dictionary o f Spanish Words, 1964, elaborado en cola­
boración con E. Chang-Rodríguez) afinó aún más introduciendo otro
criterio, el «uso», que se determina combinando la frecuencia abso­
luta y la dispersión. Rafel adopta el método de Juilland, pero some­
tiendo la fórmula de este a una modificación para adaptarla a su pro­
pio corpus, en el cual varía el efectivo de cada grupo tipológico, a
diferencia de los grupos de Juilland, que tienen efectivos iguales en­
tre sí.
El diccionario presenta en sus tres volúmenes una misma estruc­
tura para el subcorpus de la lengua no literaria, para el de la literaria y
para los datos globales. Una primera lista ordena alfabéticamente los
lemas, que van acompañados de su respectiva frecuencia absoluta. La
segunda lista clasifica esos mismos lemas por orden de mayor a me­
nor frecuencia, con los datos de frecuencia absoluta y relativa, índice
de dispersión y uso. La tercera lista los ordena por el valor del índi­
ce de dispersión (comenzando por los lemas cuyas ocurrencias se re­
parten más uniformemente en los distintos tipos de textos), incluyen­
do además la frecuencia absoluta y el uso. En una cuarta lista la
ordenación de los lemas es atendiendo al índice de uso, dando tam­
bién para cada uno la frecuencia absoluta y el índice de dispersión. La
penúltima lista recoge todos los lemas que tienen asociados lemas se­
88 Problemas y métodos

cúndanos y los presenta acompañados de estos, mostrando el desglo­


se de las frecuencias de todos. Y la lista última da los lemas secunda­
rios ordenados alfabéticamente, puestos en relación con su respectivo
lema principal. Esta variedad de presentaciones de los lemas facilita a
los lingüistas diversas posibilidades de investigación basadas en los
datos numéricos del corpus. La oportunidad se multiplica si se hace
uso de las posibilidades ofrecidas por el CD-ROM que sirve de com­
plemento al libro.
¿Son realmente representativas las listas de frecuencias? La im­
presión que produce el cotejo de varias listas de una misma lengua
inclina a un moderado pesimismo. Me parece natural. Siempre hay
que tener en cuenta, aparte de la diversidad de métodos, una realidad
elementalísima, que es —como dice W. Martin, citado por Rafel— el
hecho de que una lengua es «una población no homogénea». Y no ol­
vidar la sensata puntualización de Bo Svensén, traída igualmente por
nuestro autor: «La utilidad de una lista de frecuencias es descubrir
cómo es de corriente una palabra en un determinado corpus textual.
(Nótese: en un corpus textual; no en una lengua. Es aventurado sacar
conclusiones sobre la frecuencia de una palabra en el conjunto de una
lengua sobre la base de una lista de frecuencias, que por necesidad ha
de estar basada en una fracción extremadamente pequeña de todos los
textos producidos en la lengua en cuestión.)» (Svensén, 1993: 25).
La oportunidad de la matización de Svensén se confirma, por
ejemplo, con hechos anecdóticos como el de que en el subcorpus de
lengua no literaria del Diccionari de Jreqüéncies (y por tanto en el
corpus textual) no aparezcan registrados los nombres de varios ele­
mentos químicos pertenecientes al grupo de los lantánidos (praseo-
dimi, neodimi, prometí, samari, etc.; incluso no figura el genérico
lantánid), que sin embargo sí figuran en los dos principales dicciona­
rios actuales del catalán: el de la Enciclopedia Catalana (3.* ed., 1993)
y el del Instituí d ’Estudis Catalans (1995). Esto no debe causar nin­
guna perplejidad. La ausencia de estos términos en el corpus —y no
de otros cinco de la serie— no se explica por una supuesta ine­
xistencia (que en muchos otros casos, no aquí, sería una razón muy
lo s pilares de un diccionario moderno 89

plausible, dada la conocida presencia de «fantasmas» en los diccio­


narios generales), sino por el hecho irremediable de que los corpus,
por muy copiosos que sean, jamás podrán abrazar la totalidad oceáni­
ca de una lengua. Por otra parte, hay que presumir que, dada la bají-
sima frecuencia de los propios términos de una serie como la citada
que sí constan en el corpus, ninguno de ellos merecerá en su día los
honores de ocupar un lugar en un diccionario general «representativo
del uso real» como el que se proyecta. Y nadie deberá lamentarlo,
porque, si bien es legítima la presencia, en cierta medida, de tecni­
cismos en los diccionarios de lengua, también es indiscutible que ello
tiene su límite, determinado justamente por su frecuencia en el uso.
Otra cosa, claro está, es la necesidad de su presencia inexcusable en
los diccionarios técnicos, tan importantes en el mundo de hoy, conce­
bidos precisamente para albergarlos y definirlos, tanto en niveles aca­
démicos como de divulgación.
La frecuencia, como he dicho antes, es considerada como el único
dato objetivo que existe para valorar la importancia relativa de cada
unidad léxica. Sin embargo, las discrepancias entre unas listas y otras
para una misma lengua, que sin duda obedecen a diferencias en el di­
seño de los corpus y en la metodología de las propias listas, nos obli­
gan a relativizar la fe que debemos depositar en los datos de estas. Lo
dificultoso del asunto es que el diseño y el método suelen tener en ca­
da caso «su» fundamento. Porque se da la paradoja de que los datos
«objetivos» que se persiguen están apoyados en buena parte en deci­
siones «subjetivas»; por ejemplo, la determinación de los límites cro­
nológicos y geográficos, la del tipo de fuentes explotadas, la propor­
ción de fuentes asignadas a cada período o a cada zona y la selección
de las fuentes concretas que han de alimentar el corpus.
Pero estas son reservas generales, que se refieren a todo el sistema
de los registros cuantitativos del léxico. En el caso particular del Dic­
cionari de freqüéncies, los criterios adoptados para la construcción
del corpus, así como los métodos desarrollados para establecer las
listas, me parecen lo suficientemente madurados y convincentes para
que podamos tenerlos por dignos de nuestra confianza y podamos es­
90 Problemas y métodos

perar que el diccionario que sobre estos pilares ya se está redactando


ofrezca una imagen verdaderamente «fiable y representativa» del lé­
xico catalán contemporáneo. Creo que no es necesario insistir en que
se trata de una obra muy importante para el estudio de la lengua ca­
talana, y de gran interés también para los lingüistas, particularmente
los lexicógrafos, no especializados en ella.
Terminamos ahora volviendo a la primera página. En ella, debajo
del nombre de Joaquim Rafel como director de la obra, figuran los de
los componentes del equipo de redacción: Joan Soler (coordinación),
Josep M. Doménech y Teresa Sadumí (supervisión), David Ordóñez,
Lluís Pérez-Carrasco y Lluís Sol (revisión), Aurora Valí (documenta­
ción) y Pcre Compañó (tratamiento informático). Sabemos muy bien
que trabajos de esta magnitud y complejidad solo pueden llegar a fe­
liz término, como en una orquesta, con el esfuerzo bien conjuntado y
sostenido de un equipo de personas competentes en sus respectivos
papeles. Todas merecen, pues, al lado del director, nuestra admiración
y nuestro aplauso.
6
¿PARA QUIÉN HACEMOS LOS DICCIONARIOS?*

P o p u l a r id a d y n o t if ic a c ió n d e l d ic c io n a r io

Tal vez sea cierto lo que han revelado algunas encuestas: «de ca­
da diez hogares en que solo existe un libro, en seis de ellos ese libro
es un diccionario; si existen varios libros, las posibilidades de presen­
cia del diccionario se acrecientan, y con una docena, ya son del 90%»
(Salvador, 1990: 198). No sé qué parte de este triunfo bibliográfico
corresponderá al diccionario propiamente dicho, el diccionario de
lengua, y qué parte al diccionario enciclopédico, al que mucha gente,
incluso culta, llama diccionario sin más. Sea como sea, yo me voy a
referir aquí exclusivamente a uno de estos dos bestsellers: el diccio­
nario en su forma más pura, la de explicador del conjunto del voca­
bulario estándar de la lengua. Dejo fuera, pues, no solo los dicciona­
rios enciclopédicos, sino los particulares de cualquiera de los miles de
saberes y actividades en que se entretiene la humanidad. También los
que se encaran con el propio lenguaje desde ángulos especiales: dia­
lectos, etimología, sintaxis, etc. Y los bilingües.
Todos los libros que ostentan el nombre de diccionario, de la ma­
teria que sean, tienen un rasgo en común, el de que todo su contenido

[Publicado en Pulchre, bene, recte. Estudios en homenaje al Prof. Fernando


González Ollé, Pamplona 2002, 1333-47],
92 Problemas y métodos

está fragmentado en cientos o en miles de discursos cuyos títulos es­


tán ordenados alfabéticamente del principio al fin de la obra. El orden
alfabético es la llave que proporciona acceso fácil y rápido al saber
encerrado en el libro, y es obvio que esa facilidad es determinante de
la gran aceptación de esta clasc de publicaciones en el mundo moder­
no. En lo que atañe al conocimiento del idioma, el léxico es el ele­
mento más inmediatamente idcntificable por parte de los hablantes,
frente al mayor esfuerzo analítico exigido por el sistema gramatical y
por el fonológico. De ahí que la herramienta del alfabeto, aplicada a
las palabras de la lengua, sea para todos el medio más directo de re­
flexionar sobre su propio idioma.
Es un hecho que los diccionarios de lengua son obras populares.
Tener un diccionario a mano proporciona una cierta seguridad frente
al bombardeo verbal de la vida cotidiana. Aunque esa seguridad no
siempre se mantenga incólume, la gente no pierde la fe en su diccio­
nario, al menos si se trata de uno suficientemente acreditado, bien por
un prestigio legítimo, o bien por una tradición secular, o bien por las
artes publicitarias.
Igual que en las creencias religiosas, el mayor coeficiente de ad­
hesión a un diccionario se produce cuando este cuenta con una tra­
dición firmemente asentada. En ninguna lengua se da un caso más
longevo que, en la española, el de la tradición lexicográfica académi­
ca. Los hitos que marcan el camino de esa condición ventajosa de la
producción de la Academia son, tras la fundación regia de una aca­
demia de la lengua, durante la primera Ilustración, en los comienzos
del siglo xvm, el prestigio bien ganado por el gran Diccionario que
esta realizó entre 1726 y 1739; la publicación antes de fin del mismo
siglo de una versión manejable y económica de esta gran obra; la po­
pularidad alcanzada por esta versión reducida y por sus veinte edicio­
nes posteriores a lo largo de más de doscientos años; la ausencia casi
total de competidores hasta mediados del siglo xix, y el reconoci­
miento oficial u oficioso de la obra académica en el campo adminis­
trativo y en el docente. Estos son los ingredientes principales con que
se ha amasado el amplísimo crédito que la sociedad hispanohablante
¿Para quién hacemos los diccionarios? 93

tiene entregado al Diccionario abreviado o usual de la corporación.


En ese crédito no interviene, en realidad, la calidad actual de la obra,
que casi nadie cuestiona y sobre la que casi nadie reflexiona, sino
simplemente la marca de fábrica, la «autoridad» de la Academia.
Es verdad que en los últimos decenios el culto a esa tradición em­
pieza a convivir con el culto a creaciones que por méritos propios han
atraído la veneración de la gente. Por ejemplo, en tomo al Dicciona­
rio de uso de María Moliner (1966-67), obra que abrió nuevas venta­
nas a nuestra lexicografía, se ha formado, después de la muerte de su
autora, un caudaloso río de vagas valoraciones superlativas y desbor­
dados panegíricos cuyo fundamento no está en la verdadera impor­
tancia objetiva de la obra, sino en aspectos anecdóticos de la perso­
nalidad de quien la escribió, dando lugar a la aparición de un mito
casi parangonable con el de la Academia (cf. Seco, 1981 [= capítulo
22 de este libro]).
En cualquier caso, los mitos lexicográficos no carecen de base
real, aunque esta a veces se remonte a tiempos pasados. Si no fuese
así, no podrían haber cuajado. El Diccionario de la Academia nunca
ha perdido la devoción popular, como nos lo demuestra la frecuente
cita que de él hacen los libros y los periódicos; pero hoy día esa men­
ción no es la única que aparece, como ocurría en otras épocas, en que
lo habitual era evocar «el Diccionario» sin más, el Diccionario por
excelencia.

N uevas a u t o r id a d e s e n l e x ic o g r a f ía

Aunque hoy no faltan todavía quienes hablan de «el Diccionario»


a secas como quien dice «el Evangelio», con intención de recurrir a
una autoridad convincente (la académica), también encontramos con
facilidad a personas que apelan al testimonio de otras obras conside­
rándolas dotadas de no inferior autoridad. En todos los casos el recur­
so a uno u otro diccionario obedece a un mismo propósito: el de apo­
yar una opinión propia en el dictamen de una Voz de lo Alto a la que
se reconoce especial cualificación para interpretar las palabras de la
94 Problemas y métodos

lengua. Parece, pues, que se está produciendo una revolución: para un


número no desdeñable de hablantes, la Voz de lo Alto ya no es la de
la Academia, sino la de ciertos autores de carne y hueso a los que se
tributa un respeto análogo al que tradicionalmente ha recibido la sabia
institución. Entre esos hablantes, si bien un sector moderado hace
compatible su preferencia hacia tales autores con la acostumbrada
consideración a la Academia, hay otros que no ocultan su desinterés
radical respecto a esta.
La importancia que el hablante medio concede a un diccionario
general, de lengua, académico o no, se funda en la reflexión acerca de
si la obra merece o no su confianza, es decir, si a su juicio tiene la de­
bida «autoridad»; si él sabe o cree saber que en él encontrará la in­
formación buscada sobre el sentido exacto de las palabras o la orien­
tación sobre el uso correcto de ellas, sea en su ortografía, su
pronunciación, su morfología o su sintaxis. Para contar con un maes­
tro y consejero ideal como este, el hablante intuye que un diccionario
de pequeño calibre no le va a ser muy útil (porque «no tendrá muchas
palabras»), y busca el suyo en la gama de grandes dimensiones, aun­
que entendiendo, si no es demasiado cándido, que no es siempre el
volumen físico el que revela mayor contenido. Partiendo de este crite­
rio selectivo, pero teniendo en cuenta, cómo no, otros factores (opi­
nión de amigos o compañeros, lectura de críticas o de publicidad, re­
comendación — si hubo suerte— de un librero enterado...), los
compradores se llevan a su casa un diccionario que les merece crédi­
to, que para ellos es «la autoridad». Puede ser el de la Academia, pero
puede ser uno alternativo, por ejemplo, el ya citado de María Moliner
o el de Julio Casares. Estos dos han disfrutado a lo largo de los años
últimos de un prestigio lo bastante sólido para resistir el deterioro del
tiempo. En el período en que el Diccionario de la Academia ha sido
objeto de tres nuevas ediciones (1970, 1984, 1992), el de Casares, a
pesar de no haber tenido ninguna nueva después de su segunda edi­
ción revisada de 1959, ha continuado reimprimiéndose y vendiéndose
en todo ese período y después. Y el de Moliner, nacido en 1966-67,
;Para quién hacerkos los diccionarios? 95

jja vivido muy bien, de reimpresión en reimpresión, hasta llegar a su


segunda edición, actualizada, en 1998.

El caso d e C asares y d e M o l in e r

No cabe duda de que, cuando estos dos diccionarios han sido o


son capaces de codearse, en forma duradera, con el de la Academia,
debe ser, al menos, porque han ofrecido al hablante común lo mismo
que este ha buscado siempre en el que era «el diccionario de toda la
vidas»: la explicación de las palabras de la lengua y la orientación so­
bre su uso. Pero el hecho de que una parte del público prefiera estos
diccionarios no académicos se debe sin duda a que en ellos la oferta
es a su juicio ventajosa. Notemos que los títulos de ambas obras con­
tienen un elemento especificador: el de Casares es ideológico, el de
Moliner es de uso. ¿Qué hay detrás de esos especificadores?
Julio Casares expuso en fecha muy temprana su proyecto de un
diccionario diferente de los habituales: frente a estos, que son mera­
mente descodificadorcs o descifradores, el diccionario moderno debe
ser también codificador o cifrador (Casares, 1921: 86-88 y 118). La
realización práctica de este desiderátum fue la publicación en 1942
del Diccionario ideológico de la lengua española. De las dos partes
principales en que esta obra se estructura, la primera es un diccionario
de conceptos. Gracias a este primer subdiccionario, el lector puede
encontrar la palabra adecuada para designar la noción determinada
cuyo nombre se le escapaba o ignoraba. La segunda parte es un dic­
cionario de palabras, que, aparte de ser un diccionario corriente, se
diferencia de los corrientes en ser una herramienta complementaria
del primer subdiccionario. La suma de las dos partes de la obra hace
de ella, pues, un diccionario de dos vertientes, tal como expresa su
lema: «desde la idea a la palabra; desde la palabra a la idea» (Casares,
1942: m; 1959: v).
Pero el hecho es que la gran mayoría de los usuarios de esta obra
solamente la utilizan sirviéndose de una de sus posibilidades, justa­
mente la menos específica de ella: la consulta de un mero diccionario
96 Problemas y métodos

descifrador o semasiológico. Solo conozco casos contados en que el


lector sabe obtener de ella todo su rendimiento (y aun el excepcional
de un centro docente en que el Casares era sistemáticamente emplea­
do en los cursos como instrumento para la enseñanza del vocabula­
rio). ¿Por qué, ignorando su objetivo fundamental, eligen muchos este
diccionario para buscar definiciones, y no otro más difundido y reco­
nocido, como el de la Academia? Sin duda, a mi juicio, la clave está
en virtudes a las que su autor daba en su plan una importancia secun­
daria, pero que realmente no dejan de ser relevantes: por una parte, el
léxico recogido es «algo más conciso que otros, pero más rico en vo­
ces y acepciones» (Casares, 1942: xvi; 1959: xix); por otra, «el autor
ha retocado, o modernizado por completo, gran cantidad de definicio­
nes [académicas], siempre que le pareció indispensable», y ha omiti­
do usos regionales y «buena copia de arcaísmos ya definitivamente
inservibles» (Casares, 1942: xxi-xxu; 1959: xxv).
El diccionario que María Moliner apellidó de uso (1966-1967),
destinado explícitamente tanto a los hablantes nativos como a los
aprendices extranjeros de español, se propone guiarlos en el uso de la
lengua, «trayendo a la mano del usuario todos los recursos de que el
idioma dispone para nombrar una cosa, para expresar una idea con la
máxima precisión, o para realizar verbalmente cualquier acto expresi­
vo». Para ello el diccionario ofrece un sistema de sinónimos y pala­
bras afines, indicaciones sintácticas y abundancia de ejemplos (Moli­
ner, 1966: ix). El objetivo central del diccionario, como se ve, es
codificador, como el de Casares, si bien con diferencias metodológi­
cas apreciables. Pero la diferencia más sustancial está en el alcance:
así como Casares pone la mira exclusivamente en el léxico, Moliner
va más allá y aspira a completar su actividad orientadora extendién­
dose a la información sintagmática y a la información normativa so­
bre las palabras. En resumen, Moliner ahonda en la línea innovadora
inaugurada en nuestra lexicografía por Casares, construyendo, como
este, un instrumento diseñado para ayudar directamente al usuario en
su actividad creadora de mensajes. La meta de ambos es, pues, dife­
rente del propósito descifrador al que se ciñen los demás diccionarios.
ipara quién lmeemos los diccionarios?
Lr ----— ---------------------------------------------1------—■
97

Esto no impide que en el Diccionario de uso, como en el Diccio­


nario ideológico, el objetivo codificador y el descodificador estén
igualmente presentes y sean complementarios entre sí. Así pues, tam­
bién el de Moliner admite una utilización como mero diccionario se­
masiológico. Y ocurre que en la práctica, lo mismo que observamos
respecto al de Casares, la gran mayoría de los usuarios se limita a
consultar este diccionario en busca de definiciones, sobrevolando con
indiferencia todo el sistema que la autora ingenió para que el lector
aprendiese a generar su propia expresión. Con esta ignorancia de sus
características propias, con esta reducción de su aprovechamiento, el
diccionario ha pasado de hecho a ser, como el de Casares, un miem­
bro más de la familia de los diccionarios generales, haciendo la com­
petencia al Diccionario de la Academia. Y, como he dicho antes, una
parte del público, a la hora de elegir, se decide por estos diccionarios
no académicos. En el caso del de Moliner, las razones de la preferen­
cia son parecidas a las que apunté a propósito del de Casares. Aunque
la autora declara respetar fielmente el fondo de las definiciones aca­
démicas, estas se dan «absolutamente refundidas y vertidas a una
forma más actual» (Moliner, 1966: x), añadiendo acepciones nuevas
y neologismos, «desmenuzando» el significado «en todos los matices
posibles» (ibid.: xxv) y completando los enunciados definidores con
abundancia de ejemplos (cf. Seco, 1979b: 5).

La a c t it u d d e l l e c t o r

Si Julio Casares y María Moliner hubieran sabido de antemano


que la mayoría de los lectores se contentarían con demandar a sus
diccionarios el mismo servicio que a un diccionario corriente, ¿ha­
brían entregado tantos años de sus vidas a levantar sus complicados
edificios destinados a ayudar a otros, no ya a interpretar la lengua, si­
no a utilizarla? Las características muy especiales de obras tan labo­
riosas como estas quedan en buena medida oscurecidas y desaprove­
chadas por culpa de la pereza de sus destinatarios.
Sin embargo, Casares no ignoraba el riesgo habitual de desperdi­
cio, por parte del lector, de las ventajas que le ofrece una obra léxico-
98 Problemas y métodos

gráfica. Dice en los preliminares del Diccionario ideológico: «Lo


primero que conviene advertir, para evitar en lo posible desilusiones y
fracasos, es que un diccionario, de cualquier índole que sea, no dará
el debido rendimiento si no se le dedica el esfuerzo mental necesario
para saber con todo pormenor cómo funciona. Esta observación, que
alguien podría tachar de impertinente, es fruto de una larga experien­
cia». Experiencia que le había permitido ver fracasar en la consulta de
diccionarios comunes «a no pocas personas cultas, inclusive algunas
que, por la especialidad de sus estudios, debían estar sobradamente
familiarizadas con toda clase de problemas lexicográficos» (Casares,
1942: xvn; 1959: xxi). Las minuciosas explicaciones que puso al
frente de su obra estaban encaminadas a instruir al lector en el uso
eficaz de esta, como igualmente lo estaban para la suya las que des­
plegó María Moliner. Pero «frecuentemente ignoramos todo el prove­
cho que se puede sacar de un buen diccionario, porque no nos toma­
mos la molestia de estudiar su parte introductoria» (Haensch / Wolf,
1982: 11).
Me he detenido en el caso de estas dos obras por ser las primeras
entre nosotros que, por la novedad de su propósito y la complejidad
de su desarrollo, exigían una especial colaboración por parte del lec­
tor, para la cual le serían indispensables una exposición de las presta­
ciones de la obra y un «manual de instrucciones de uso» aportados
por el autor. Antes de la publicación de estos libros, los diccionarios
generales — por ejemplo, el de la Academia— se publicaban con
unas indicaciones bastante someras o sin indicaciones en absoluto.
En la segunda mitad del siglo xx, la lexicografía en general expe­
rimenta algunos progresos notables como resultado de la convergen­
cia de varios fenómenos. Lino es el incremento del interés hacia ella
por parte de los lingüistas, del cual fue a la vez muestra y caja de re­
sonancia la Conferencia de Bloomington sobre lexicografía, en 1960,
y cuya consecuencia ha sido una mayor aproximación recíproca entre
lingüística y lexicografía. Otro es el creciente desarrollo del estudio
de lenguas extranjeras, debido al gran aumento de las comunicaciones
internacionales, y que ha dado lugar, por un lado, a una mayor pro­
¿Para quién hacemos los diccionarios? 99

ducción y a un perfeccionamiento en la lexicografía bilingüe, y por


otro, a la eclosión del género diccionario de aprendizaje, destinado a
ayudar al estudiante extranjero de un idioma. Otro fenómeno, el más
reciente, es la aportación de la informática a la elaboración de diccio­
narios.
Hasta ahora ha sido la lengua inglesa la que más se ha beneficiado
de los avances en lexicografía bilingüe y de aprendizaje, así como del
apoyo de los corpus informatizados. En concreto, los diccionarios
monolingücs destinados a la enseñanza del inglés como segunda len­
gua cuentan ya con un importante historial y disfrutan de notable
prestigio. Precisamente María Moliner, que concibió su diccionario
pensando no solo en los hablantes nativos, sino en los estudiantes ex­
tranjeros de español, recibió al parecer inspiración para su obra del
Oxford Learner's Dictionary o f Current English, de A. S. Homby y
otros (1* ed., 1948) (cf. Martín Zorraquino, 1989: 427).
El nacimiento y auge de este género no se debe propiamente a los
lexicógrafos ni a los lingüistas, sino a los profesores de inglés lengua
extranjera, que se afanaron por salir al paso de las necesidades de sus
alumnos a través de diccionarios monolingües destinados directa­
mente a ellos. Esas necesidades no se quedan en el correcto descifra­
miento de la lengua estudiada (cuestión que, aunque imperfectamen­
te, pueden resolver el diccionario bilingüe y hasta el diccionario para
hablantes nativos), sino que abarcan el ciframicnto de la expresión en
la misma lengua, la generación o producción de textos. El esfuerzo
así orientado ha servido para el enriquecimiento de la lexicografía, no
solo la de aprendizaje, sino la general, en aspectos como la selección
del léxico, la estructura de la entrada, la técnica de la definición, la
sinonimia, las marcas de uso, las colocaciones y la información sin­
táctica, entre otros. Estos aspectos no estaban ausentes del todo en los
diccionarios anteriores, pero solo se encontraban en algunos y no en
forma tan sistemática.
El lado incómodo de este enriquecimiento — hoy ya no privati­
vo de diccionarios de aprendizaje, sino presente también en diccio­
narios generales— es que, por la complejidad de las informaciones
100 Problemas y métodos

ofrecidas, las instrucciones para el uso del diccionario son cada vez
más necesarias y su utilización cada vez más inexcusable. La ex­
periencia común y una serie de estadísticas realizadas en la últi­
ma veintena de años (cf. Bcjoint, 1994: 144-145; Cowie, 1999;
182-183) muestran lo reducido del número de usuarios que lee con
atención, o que simplemente lee, las instrucciones para el manejo de
su diccionario de aprendizaje. Se da la paradoja «del alto valor que,
por un lado, conceden los usuarios a sus diccionarios [...], y la igno­
rancia general, por otra parte, de su estructura, contenido y funcio­
nes posibles» (Cowie, 1999: 182). Muchos lo utilizan tan solo para
el desciframiento de textos: exactamente lo mismo que a tantos his­
panohablantes les ocurre con su Casares y con su Moliner. Podría­
mos recordar aquí el versículo del Evangelio: In propria venit, et sui
eum non receperunt.
Si este desencuentro se produce entre los lexicógrafos que hacen
sus libros con una dedicatoria especial para unos usuarios muy defi­
nidos, y estos mismos usuarios, ¿qué pueden esperar los autores de
diccionarios generales modernos, que, introduciendo ciertas innova­
ciones, aspiran a ofrecer una información más precisa y completa que
la habitual sobre las unidades léxicas? Es cierto que las demandas de
atención por parte de los diccionarios generales, cuyo destino es ser­
vir a un público heterogéneo, no son tan exigentes como en los de
aprendizaje; pero también que el interés de los lectores es más vago y
su actitud más pasiva, y sobre todo que la rutina de los hábitos de
consulta es muy fuerte.
Algunos grandes diccionarios generales enfocan como destinata­
rio a un determinado grupo social. Así, varios diccionarios franceses
importantes, desde el Littré hasta el Trésor de la langue frangaise, se
dedican expresamente a los lectores de un nivel cultural alto. Sin em­
bargo, no por ello excluyen a las personas de cultura media (Béjoint,
1994: 109). Esta amplitud de criterio en diccionarios que podríamos
llamar minoritarios no está inspirada por una mera prudencia comer­
cial, sino por la evidencia de que, en definitiva, todo el mundo echa
mano de cualquier diccionario — y mejor si es grande— para la ordi-
Para quién hacemos los diccionarios? 101

nana búsqueda del significado de cualquier palabra. Recordemos de


nuevo el caso de Casares y Moliner.

L a c r ít ic a d e l p ú b l ic o

Al ser tan variopinto — en preparación y en intereses— el públi­


co del diccionario, no puede serlo menos la reacción ante él de sus
usuarios.
El lector habitual se contenta con hallar los significados, para lo
cual tiene que empezar por buscar la palabra. Pero a veces el hallazgo
no se produce, y se queja de que «la palabra falta». Esto a menudo no
es cierto, pues el fracaso se debe en realidad a que se ha buscado una
grafía equivocada. Otras veces no aparece una locución, no por culpa
del diccionario, sino por ignorar que no es locución cualquier empa­
rejamiento de palabras en que cada una de ellas conserva su sentido
propio (por ejemplo, ver una película); o bien por ignorar el lugar
donde ha de buscarse, información que da el diccionario. Puede suce­
der que la palabra o la locución falten realmente, hecho que defrauda
a quienes piensan que en el diccionario debe estar todo y que por
tanto debería figurar en él. Las voces que generalmente se echan de
menos son muy locales, o excesivamente técnicas, o muy raras por no
haber arraigado nunca en el idioma, o demasiado nuevas para que se
pueda saber si se quedan o no.
Tampoco es rara la queja por una definición defectuosa. Para
bastantes personas, en cualquier discrepancia entre ellas y su diccio­
nario, la razón la tienen ellas y no hay nada que discutir. Pero existe,
entre otras posibilidades, la de que no entiendan la definición porque
no han observado las marcas gramaticales o de uso que la acompa­
ñan. Una formación gramatical mínima es necesaria para consultar un
diccionario, y por desgracia esa formación no existe en la mayoría de
los ciudadanos, incluso de los que pertenecen a la clase culta. Y tam­
bién es preciso saber el valor de las abreviaturas, explicado en las
primeras páginas del diccionario.
Los científicos y los especialistas en alguna materia suelen en­
contrar inadecuadas las definiciones de términos que caen bajo su ju ­
102 Problemas y métodos

risdicción, sin comprender que un diccionario no es una enciclopedia


y que una definición lingüística no tiene que coincidir por fuerza con
una definición científica (cf. Landau, 1984: 305; Svensén, 1993: 22).
También figuran entre los lectores del diccionario determinados
colectivos, o más bien personas que se erigen en representantes su­
yos, que protestan por la acogida en el diccionario de voces o de sen­
tidos que consideran ofensivos para ellos. El problema de estas hon­
radas personas consiste en ignorar que el autor del diccionario no
inventa esos usos, ya que pertenecen a la lengua real, y que su deber
profesional es registrarlos (cf. Landau, 1984: 295; Salvador, 1990:
202-205).

L a c r ít ic a d e l o s c r ít ic o s

Los comentarios publicados sobre diccionarios en la prensa sue­


len estar escritos, no por personas versadas en lexicografía, sino por
críticos literarios, o por ensayistas, o por columnistas. Es natural que
la mayoría de estas reseñas, aparte de exponer posibles observaciones
poco comprometidas o genéricamente elogiosas, o de aprovechar la
ocasión para exhibir cultura, se fijen en aspectos anecdóticos y cu­
riosos sobre la persona del autor, el número de palabras recogidas,
algunas palabras nuevas que aparecen, algunas que se echan de me­
nos. «Tales reseñistas, aunque bien intencionados, inteligentes y
dominadores del uso de la lengua, carecen de base para hacer juicios
informados sobre los diccionarios, ya que no saben por qué se toma­
ron ciertas decisiones. Ni aun saben qué preguntas deben hacerse, y
menos cómo deben contestarse» (Landau, 1984: 305).
Más alarmante resulta que algunas críticas que se publican en re­
vistas especializadas no estén muy por encima de esc nivel. En algu­
nos casos son increíblemente bondadosas. En otros prestan gran aten­
ción a aspectos en el fondo secundarios; por ejemplo, demuestran la
ausencia de largas series de palabras, neologismos, o tecnicismos, o
regionalismos, sin examinar la posible existencia de una justificación
(que por su parte el reseñista no se exige a sí mismo). «La guía de uso
¿Para quién*hacemos los diccionarios? 103

del diccionario, que es la única parte de los preliminares de impor­


tancia demostrable prácticamente [...], casi siempre es ignorada por
los críticos» (Landau, 1984: 116). Lamentablemente, tales reseñas
.—escritas, es evidente, por personas muy ajenas al verdadero queha­
cer lexicográfico— no analizan el valor de conjunto del diccionario:
su metodología, su estructura, su rigor. «Se busca más lo anecdótico,
lo marginal, lo intrascendente que lo general y complejo. Para quien
no conoce lo que es un diccionario, o para el vago, o para el ignoran­
te, es más fácil encontrar una etimología mal formulada, una acepción
no consignada o mal definida, o tal palabra que se dice en mi pueblo.
Pero tanto o más importante que un diccionario recoja todas las pala­
bras y acepciones es que esté bien construido, que tenga una coheren­
cia interna, que responda a un modelo de lengua predefinido, etc.»
{Alvar Ezquerra, 1992: 632). Cf. también Landau, 1984: 306-310, y
Béjoint, 1994: 114.

C o n c l u s ió n

Es evidente que no se puede generalizar el cuadro que en las pá­


ginas anteriores he trazado sobre la deficiente utilización de los dic­
cionarios y sobre la desorientación de la crítica de los mismos. Entre
otras cosas, la variedad de objetivos y formas que se da en las obras
de este género, la diferencia de medios y de situaciones en que se
consultan y la diversidad de educación y de capacidad intelectual con
que cuentan los consultantes hacen imposible cualquier esquematis­
mo. Pero es innegable la gran proporción de desajustes remediables
que en la realidad se producen en la recepción de los diccionarios.
Los diccionarios que por su novedad, su originalidad y su relativa
complejidad exigen la lectura atenta de sus propósitos y de las ins­
trucciones de uso son con frecuencia infrautilizados por los usuarios,
quienes los manejan despreocupándose totalmente de ellas y em­
pleándolos como diccionarios convencionales, con arreglo a las ruti­
nas de consulta que se suelen aplicar a estos. Es curioso que la propia
consulta de los diccionarios tradicionales funcione igualmente viciada
104 Problemas y métodos

por la ignorancia de los lectores respecto a las escuetas normas que se


exponen en la misma obra.
Con respecto a los diccionarios modernos y a los diccionarios del
futuro, en que el desarrollo sintáctico, dentro de sus análisis, de las
unidades léxicas hace cada vez más necesaria en los consultantes una
cierta familiaridad con la gramática, se agrava el problema, ya pre­
sente en los diccionarios tradicionales, de la escasa preparación gra­
matical de la mayoría de los usuarios. La nueva lexicografía aplica
«una serie de conceptos y una terminología con la que los usuarios de
hoy están cada vez menos familiarizados [...]. El diseño de los diccio­
narios y el conocimiento gramatical de sus usuarios están evolucio­
nando, en cierta medida, en direcciones opuestas» (Svensén, 1993:
88; cf. Cowie, 1983: 136).
El peligro está en que este distanc iamiento acabe en un rechazo
total del nuevo modelo perfeccionado de diccionario (Whitcut, 1986:
121). Ante esta amenaza, se proponen dos soluciones lógicas: por un
lado, incluir o fomentar en los programas de enseñanza el adiestra­
miento en el uso de diccionarios; por otro, dotar a los diccionarios de
una mayor facilidad de manejo. La primera medida dependerá de los
regidores de la educación y de los profesores de lengua. La segunda
está en las manos de los lexicógrafos. Ya apenas se publica un dic­
cionario nuevo que no vaya acompañado de instrucciones de uso. Pe­
ro esta sección está expuesta a un difícil equilibrio: en cuanto a la
extensión, las instrucciones no pueden ser tan esquemáticas que no
llegue a entenderlas el lector, ni pueden ser tan extensas que ahuyen­
ten a este desde el principio; en cuanto a la forma, deben estar redac­
tadas en un lenguaje lo más transparente posible, y al mismo tiempo
hay que conseguir que la transparencia no sacrifique la sustancia.
Pero no todo debe quedar en las instrucciones de uso. Es preciso
que el lexicógrafo se esfuerce por componer sus definiciones dentro
de las mismas coordenadas ideales que acabo de exponer para las
instrucciones preliminares. Las indicaciones sintácticas, pragmáticas,
de colocación, de nivel y de ámbito deben ilustrarse con ejemplos efi­
caces, procurando siempre que esos ejemplos respondan al uso gene­
.■para quién hhcemos los diccionarios? 105

ral comprobado y no a la introspección del redactor o a particularida­


des ambientales (locales, sociales) que, sin que él sea consciente, in­
fluyen en su propia competencia lingüística. La documentación del
uso real es hoy elemento imprescindible en toda labor lexicográfica
(cf. Landau, 1984: 151-153; Sinclair, 1985). Y no hay que olvidar
la responsabilidad del editor en preocuparse de que la tipografía y la
composición sean claras, cómodas y atractivas para el usuario.
La conjunción de los dos esfuerzos — adiestramiento en las aulas
y esmero en una confección del diccionario más cercana a la capaci­
dad del lector— conseguirá la superación de la brecha que ahora se
anuncia como una amenaza para los avances de la lexicografía y para
la eficacia de sus logros.
S eg u n d a p a r te

LEXICOGRAFÍA HISTÓRICA
7
LAS PALABRAS EN EL TIEMPO:
LOS DICCIONARIOS HISTÓRICOS*

1 . Los DICCIONARIOS HISTÓRICOS

¿Qué es un diccionario? Un diccionario es y ha sido siempre un


instrumento. Un instrumento cuya estructura externa, como la de
tantos otros instrumentos indispensables dentro de nuestra civiliza­
ción, está determinada rígidamente por el abecedario. Nombrado a
secas, sin apellidos, y tal como lo concebimos hoy, es el registro alfa­
bético de un número elevado de voces de una lengua, el contenido de
las cuales se explica por medio de un texto equivalente o sinonímico.
Convendrá, desde el principio, prevenir la confusión entre el diccio-

* [Pa,rte principal del discurso de ingreso en la Real Academia Española, leído el


23 de noviembre de 1980 y al que contestó don Rafael Lapesa Melgar. Reitero aquí
mi gratitud a las personas que me ayudaron en mis pesquisas. Debo a la generosidad
del profesor F.W. Hodcroft (Oxford) el haber podido utilizar algunos libros impor­
tantes sobre el OED. Al profesor F. de Tollenaere (Leiden), algunos pormenores sobre
los diccionarios neerlandeses. A don Alonso Zamora Vicente, Secretario Perpetuo de
la Academia, el acceso a los Libros de Actas de la Corporación, A mi maestro don Ra­
fael Lapesa, además de haberme permitido consultar trabajos inéditos suyos relativos
al DHLE, interesantes noticias sobre el primer Diccionario histórico de la Academia y
sobre los orígenes del segundo. Acerca de este último punto debo también útiles in­
formaciones a algunos veteranos del Seminario de Lexicografía: don José Hermida,
don Emilio Arranz, doña Ana M.“ Barella y don Claudio Carrillo],
110 Lexicografía histórica

nano sin más, el que los lingüistas llaman el diccionario de lengua, y


otros productos lexicográficos que con frecuencia le toman prestado
el nombre (glosarios, vocabularios, enciclopedias, diccionarios espe­
ciales, diccionarios regionales, etc.).
Insistamos en el carácter básico de herramienta, y no de especula­
ción científica, propio del diccionario. La lexicografía no es una cien­
cia, sino una técnica, o, como dirían los clásicos, un arte. Esta bella
palabra, arte, encierra en nuestro caso — permitidme la paradoja—
una exacta ambigüedad, por lo que tiene la actividad del lexicógrafo
de oficio y artesanía, y al mismo tiempo de intuición, sensibilidad y
pasión. La condición de mera técnica o arte que tiene la lexicografía
explica que durante siglos haya estado en manos de puros aficiona­
dos, y aun hoy en buena parte lo esté. Y conste que lo de puros afi­
cionados no lleva ninguna carga despectiva. Un buen aficionado
siempre es superior a un mal profesional. En el arte lexicográfico,
buenos aficionados fueron, por ejemplo, los padres fundadores de esta
Academia, autores del admirable Diccionario de autoridades.
Pero el hecho de que los diccionarios sean instrumentos y que su
producción sea un arte o una técnica no implica que queden fuera del
ámbito de la actividad científica. Precisamente en la primera mitad
del siglo xix, cuando nace la ciencia lingüística moderna, los gramá­
ticos y los filólogos empiezan a hacer diccionarios, porque entienden
que nada que verse sobre la lengua debe serles ajeno a los estudiosos
de ella. Es la época en que, a distintos niveles y con distintos crite­
rios, nuestro gramático Vicente Salvá compone su notable Nuevo dic­
cionario de la lengua castellana (1846) y en Alemania los filólogos
Jacob y Wilhelm Grimm comienzan su ambicioso Diccionario ale­
mán [Deutsches Wórterbuch] (1838). No se trata de un exclusivismo
gremial al grito de «la lengua para los lingüistas», sino, por el contra­
rio, de la generosidad de la verdadera ciencia, que, lejos de limitarse a
trabajar para el clan de los sabios, comprende que el saber está al ser­
vicio de la sociedad, y más aún en algo tan radicalmente social como
el lenguaje.
la s palabra^ en el tiempo: los diccionarios históricos 111

La invasión pacífica de la lexicografía por los lingüistas tiene por


finalidad mejorar la calidad de la información del diccionario, apo­
yándola sobre bases metodológicas más sólidas que las habituales. La
inclusión de autoridades confirmantes de las definiciones, tal como se
había hecho en el italiano Diccionario de la Crusca (1612), o en el
primer Diccionario de la Academia Española (1726-39), o en el Dic­
cionario inglés de Samuel Johnson (1755), había supuesto ya un pro­
greso muy considerable sobre los métodos corrientes. Los lingüistas
del siglo xix consideran que es necesario dar un paso más: la aplica­
ción del método histórico, de acuerdo con la dirección vigente en la
lingüística de la época. Nacen así los diccionarios históricos, que se
distinguen por su propósito de catalogar el léxico de una lengua sobre
la base de una documentación que abarca toda la historia de esa len­
gua, y en que cada artículo viene a ser una monografía documentada
sobre la evolución de una unidad léxica, así en el plano del contenido
como en el de la expresión.
No se identifican los diccionarios históricos con los etimológicos,
nacidos en tiempo muy anterior, pero renovados y dotados de rigor
científico justamente en el mismo siglo en que surgen aquellos. Aun­
que ambos tipos de diccionarios coinciden en la orientación diacróni-
ca, el interés del etimológico se centra en el origen de las unidades
léxicas (cf. Zgusta, 1971: 200-01, y Malkicl, 1962: 16). Dice Ramón
Gómez de la Sema que «cada palabra tiene un hueso incomestible: su
etimología» (1958: 160). Pues bien, en realidad ese hueso es roído
por uno y otro diccionario, cuyos elementos se entrelazan con fre­
cuencia, y es imposible componer seriamente el uno a espaldas de las
aportaciones del otro. De todos modos, los límites entre los dos están
determinados con cierta claridad por la diferencia de sus objetivos. Y
digo «cierta claridad», porque, para etimologistas de la talla de
Wartburg (1957: 211)1 y Onions (1966: vi), la etimología es la histo­
ria de la palabra, y no escuetamente de su nacimiento. Es solo el es­
quematismo extremado con que estos autores tratan la evolución se­

1 V. también Ualdinger, 1974a: 17.


112 Lexicografía histórica

mántica de las unidades léxicas lo que realmente diferencia sus dic­


cionarios etimológicos de los históricos. Lo que digo es válido asi­
mismo para el maestro Corominas, quien llega a afirmar que su Dic­
cionario etimológico es al mismo tiempo un diccionario histórico:
aserto bastante menos evidente para el lector que para el autor (1954:
I, ix; 1980,1, xm).
Por otra parte, tampoco es muy nítido el concepto de diccionario
histórico dentro del conjunto de las obras que habitualmcnte se cata­
logan bajo este rótulo. Habrá que empezar observando que solo parte
de ellas declaran su carácter histórico, sea en la portada, sea en el
prólogo, y que muy pocas lo ostentan abiertamente en su mismo títu­
lo. Y que, al mismo tiempo, algunas obras que no pertenecen a este
género se presentan como históricas en sus prólogos o en sus porta­
das. Además, no olvidemos que, ayudando un poco más en esta con­
fusión, el nombre de diccionario histórico se ha aplicado también a
obras que no son diccionarios de lengua, sino de historia, como el
famoso Diccionario histórico y crítico [Dictionnaire historique et
critique] de Bayle (1696-97).
Cuatro son, pienso, las modalidades de diccionarios históricos,
cuyo denominador común es el enfoque diacrónico en el estudio de
cada unidad léxica, junto con la aportación de pruebas del uso de esta
desde su aparición en la lengua hasta el momento en que el dicciona­
rio se compila.
Está en primer lugar la obra que presenta con rigor cronológico la
evolución semántica total de la palabra a lo largo de la historia de la
lengua. A este tipo pertenecen, por ejemplo, el Diccionario inglés de
Oxford [Oxford English Dictionary] (1888-1928) y el nuevo Diccio­
nario histórico de la Academia Española (1960-). Es este el tipo de
diccionario que mejor se ajusta a aquella «visión diacrónica no adul­
terada del léxico» de que habla Malkiel, ya que sus materiales están
«ordenados a hacer surgir plásticamente la dinámica del desarrollo
léxico, con atención destacada a la sucesión y a la compatibilidad
mutua de los significados» (1962: 16).
la s palabras (hi el tiempo: los diccionarios históricos 113

Una segunda modalidad es la que, siguiendo una idea sugerida


por Craigie (1919, cit. por Burchfield, 1972: x ii ) y por Wartburg
(1943: 251 y ss.), describe la evolución semántica del léxico divi­
diendo su historia en períodos que son objeto de estudio inde­
pendiente y que convencionalmente se consideran como unidades de
sincronía, de tal manera que el diccionario histórico consiste en una
suma de diccionarios históricos parciales2. Este método, que Tolle-
nacre (1965: 108-109) llama «sincrónico-diacrónico», es el seguido
en el Tesoro de la lengua francesa [Trésor de la langue frangaise]
(1971-), hoy en publicación3, y en los diccionarios históricos italiano
y rumano, en preparación.
Otro grupo — tercero— es el constituido por los diccionarios que,
al igual que los del primer tipo, estudian de una vez la historia de ca­
da unidad léxica, pero, sin tratar su evolución semántica, se limitan a
documentar históricamente cada una de las acepciones. Se encuentran
aquí, por ejemplo, el Diccionari catalá-valenciá-balear de Alcover y
Molí (1930-62), el primer Diccionario histórico de la Academia Es­
pañola (1933-36) y el Diccionario italiano de Battaglia (1961-).
Y, por último, existe el diccionario que presenta la historia de la
palabra documentada desde su aparición en la lengua hasta la actuali­
dad, pero con una discriminación entre la época preclásica y las épo­
cas clásica y posteriores, obedeciendo a una contaminación entre el
criterio histórico y el criterio normativo. La documentación preclásica
es global, esto es, solo referida al significante, mientras que la poste­
rior está distribuida según las acepciones modernas de la palabra. Este
tratamiento es el del célebre Diccionario de la lengua francesa [Dic­
tionnaire de la langue frangaise] de Littré (1863-72).
Quedan al margen de los diccionarios históricos otros que pre­
sentan algunas afinidades con ellos, pero que carecen del propósito de
establecer la historia entera de las palabras. Entre ellos figurarían los
diccionarios de autoridades, que ilustran y documentan cada acepción

3 Cf. Tollenaere (1965: 108).


3 [La publicación se concluyó en 1996],
114 Lexicografía histórica

con textos tomados dispersamente de la literatura anterior (por ejem­


plo, en nuestra lengua, el Diccionario de autoridades por antonoma­
sia y el Diccionario de Pagés); o las obras dedicadas exclusivamente
al registro del léxico de una época dada (como las francesas de Gode-
froy, Hatzfeld-Darmesteter o Paul Robert). Este último grupo se dis­
tingue de los diccionarios históricos llamados «de cortes sincrónicos»
— tipo Tesoro de la lengua francesa— en que concibe una determina­
da época como objeto aislado, y no como parte integrante de un sis­
tema total; es decir, carece de un programa general que abarque la
historia toda de la lengua.
El enfoque diacrónico del léxico no puede suministramos un co­
nocimiento «sistemático» de este, el cual solo puede lograrse a través
del estudio sincrónico. El diccionario histórico es prácticamente una
gran suma alfabética de monografías históricas de las palabras, una
serie innumerable de compartimientos estancos en que son examina­
das una por una (con lupa o con microscopio, según la calidad del
equipo de laboratorio) las palabras que bullen y se agitan, o se han
agitado, en el enorme caldero del idioma. Por eso, situándonos en el
punto de vista de la lengua como sistema, podríamos suscribir la
afirmación de Josette Rey-Debove: «El diccionario histórico no des­
cribe, de hecho, ninguna lengua real, pues su nomenclatura acróniea
amontona palabras de todas las épocas (de varios estados de lengua
reales) que no han funcionado simultáneamente, y superpone estruc­
turas léxicas incompatibles» (1973: 108). A pesar de esta peculiari­
dad, que la lexicógrafa francesa considera una «aberración», no pue­
den desconocerse, ni ella misma los desconoce, los valores del
diccionario histórico, si no se pierde de vista la condición instrumen­
tal de la lexicografía.
Aunque el destinatario inmediato del diccionario histórico es el
estudioso de la lengua, no es en modo alguno el único, y tal vez ni si­
quiera el principal. Corresponde este puesto a toda la sociedad que es
dueña e hija de esa misma lengua. Rey-Debove considera que el inte­
rés del simple lector justificaría por sí solo la existencia del género,
ya que las civilizaciones de la lectura tienen una competencia léxica
la s palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 115

pasiva que modifica profundamente la competencia normal de la co­


municación, y esa competencia pasiva puede remontarse muy lejos en
el tiempo (1973: 108). También Paul Imbs, al presentar el Tesoro de
la lengua francesa, piensa en ese público cultivado, enfrentado con la
interpretación exacta de los textos literarios y deseoso de un conoci­
miento profundo del léxico de su propia lengua (1971: 11). Podría ar-
güirse que estos intereses del lector culto ya están fundamentalmente
atendidos en un diccionario general extenso, como el Diccionario
común de la Academia Española, tan rico en arcaísmos; pero la falta
de precisiones cronológicas en este y en otros clientes suyos conduce
con más frecuencia a la confusión que a la orientación del consul­
tante.
El historiador de la cultura ha de encontrar en las páginas de los
diccionarios históricos un caudal abundante de información a través
del vehículo precioso de las palabras, testigos de las realidades mate­
riales, morales e intelectuales de la sociedad en las distintas épocas.
Una serie valiosa de estudios sobre léxico, como los de Matoré y Du-
bois en Francia, o, entre nosotros, los de Lapesa, Scoane, Rebollo To­
no, Battaner y otros, han demostrado el altísimo interés que para la
comprensión de un determinado momento histórico tiene el estudio
del léxico en él vigente, y particularmente de sus neologismos. Pero,
a su vez, la correcta calificación de estos y la valoración adecuada de
aquel solamente pueden lograrse si se dispone del arsenal de mate­
riales contemporáneos y anteriores almacenados y ordenados en las
columnas de un diccionario histórico.
No hará falta ponderar la importancia que ese almacén de datos
léxicos, semánticos y gramaticales tiene para los filólogos y para los
lingüistas. El heroísmo con que trabajan quienes, sin tener a su dispo­
sición diccionarios históricos de una determinada lengua, se adentran
en la investigación de la historia de esa lengua y en el análisis e inter­
pretación de sus textos literarios y no literarios, es digno de la mayor
admiración si se compara con la ventaja de salida con que cuentan los
investigadores que penetran en otras lenguas y literaturas pertrecha­
dos de una importante información auxiliar suficientemente resuelta
116 Lexicografía histórica

por la lexicografía histórica. En particular, la etimología necesita de


una documentación cronológica mínimamente fidedigna como una
de sus bases imprescindibles; si carece de ella, es fácil que dé saltos
en el vacío y que establezca filiaciones absolutamente erróneas o ima­
gine secuencias y evoluciones de sentido contrario al real (cf. Pottier,
1968: 232-238). Los diccionarios históricos no solo suministran al
etimologista la información necesaria para que pise terreno cronoló­
gico seguro, sino también un acopio de formas antiguas y modernas,
literarias y dialectales que no es probable sea igualado por la diligen­
cia del investigador y que le ayudará a cerrar con hechos, y no con
hipótesis, la malla de la evolución formal del léxico. Y, al lado de to­
do esto, ponen a su servicio la información semántica indispensable
para que la etimología no se encierre, como tantas veces ocurre, entre
las paredes de un ejercicio principalmente mecánico y formalista,
ciego, o al menos miope, a la realidad del signo lingüístico.
El estudio mismo de la lengua actual, particularmente de su léxi­
co, solo puede llevarse a cabo partiendo de un conocimiento profundo
de las etapas anteriores, si aspiramos a que entre nuestras hazañas no
figure la de descubrir el Mediterráneo. Solo en un rapto de obnubila­
ción o en una condición de virginal ignorancia puede el investigador
perder de vista que un estado de lengua es solo un instante en una
evolución infinita; que el habla de hoy es hija y nieta del habla de
ayer y de una serie de ayeres y de anteayeres que se alejan en el pasa­
do; y que la comprensión perfecta de lo que hoy es vivo precisa, no
exclusivamente, pero sí también, de la luz que puede damos el cono­
cimiento de lo que era vivo ayer.
La carencia, todavía, de un diccionario histórico de nuestra lengua
se hace sentir de modo muy palpable en nuestros diccionarios usua­
les, desde los de grueso calibre hasta los de formato manual. El Dic­
cionario académico llamado común tiene como punto de partida el
Diccionario de 1726, sometido a lo largo de dos siglos a diecinueve
revisiones, en las cuales se ha enriquecido la nomenclatura, se han re­
formado las definiciones y se han acrecentado las acepciones. Esta
labor, particularmente considerable en los últimos decenios, ha servi­
laspalabras'en el tiempo: los diccionarios históricos 117

do para sostener el prestigio tanto del propio Diccionario como de la


Corporación editora; pero el tesoro léxico amasado por tantas genera­
ciones de académicos no puede ser beneficiado sin cautela. La Aca­
demia dice marcar como «anticuadas» las voces y acepciones que
pertenecen exclusivamente al léxico de la Edad Media, y como «de­
susadas» las que se usaron en la Edad Moderna, pero que hoy no
se emplean ya; mas la benevolencia con que esta norma se cumple
puede comprobarse observando que términos como albardanería y
ablandahigos, cuyos últimos testimonios de uso, según el Dicciona­
rio histórico de la propia Academia, se quedan respectivamente en los
años 1537 y 1611, aparecen en el Diccionario común como vivos y
normales (ni siquiera literarios o regionales) en la actualidad. Y como
actual y viva registra el Diccionario académico de 1970 la conjunción
maguer, cuando ya hace más de doscientos años servía esta palabra
para motejar a los literatos arcaístas «que chocheaban con ancianas
frases» (palabras de Iriarte)4.
Lo que ocurre en el Diccionario académico ocurre también en los
demás, porque todos se nutren básicamente de lo que dice aquel, aun­
que no muchos tengan la honradez de decirlo y no pocos tengan el ci­
nismo de vituperar la mina explotada. Dejando a un lado la mayor o
menor apertura al neologismo con que estos diccionarios tratan de
distinguirse, la necesidad material de aligerar el caudal académico los
lleva a eliminar, o al menos devaluar tipográficamente — según de­
claran en sus prólogos — , todos los términos anticuados o desusados;
para lo cual se sirven de un doble criterio: las propias indicaciones de
la Academia (que no siempre son de fiar, como acabamos de ver) y la
mera «competencia» lingüística del lexicógrafo, que por desgracia
nunca pasa de ser una gota de agua en el océano del idioma (cf. Seco,
1979c: 400).

4 Cf. Iriarte (1787: 51). Sobre ablandahigos, v. DHLE, fase. 1 (1960); sobre al­
bardanería, v. DHLE, fase, 11 (1974), Sobre e! «maguerismo», cf. Lázaro Carreter,
1949: 239-40.
118 Lexicografía histórica

¡Cuánto saldrá ganando la lexicografía de la lengua española


(y en consecuencia los hispanohablantes) el día que disponga de los
datos objetivos sobre vigencia de palabras y acepciones que un dic­
cionario histórico puede ofrecerle! Porque, si un diccionario histórico,
con su profusión de datos organizados, es siempre una cantera inago­
table de estudios sobre el idioma y más concretamente el léxico, es,
sobre todo, la base documental indispensable para construir cualquier
diccionario general de la lengua.
Los diccionarios históricos, por sus grandes dimensiones, son
obras que para su ejecución ofrecen muchas dificultades, y por lo
mismo están expuestas a muchos defectos. Como dijo Samuel John­
son, «un trabajo grande es difícil porque es grande, aunque indivi­
dualmente todas sus partes pudieran ser ejecutadas con facilidad;
donde hay muchas cosas que hacer, debe darse a cada una su parte de
tiempo y de trabajo solamente en la proporción que ella tiene en el
conjunto; y no puede esperarse que las piedras que forman la cúpula
de un templo estén talladas y pulidas como el diamante de una sorti­
ja» (1755: I, [7]). Con razón escribió Jacob Grimm, pionero en estas
tareas: «Por su naturaleza, los libros de esta clase solo pueden llegar a
ser buenos en una segunda edición» (citado por Betz, 1963: 180).
Mas — sigamos también a Pero Grullo— para alcanzar esa buena se­
gunda edición seguramente no hay más camino que hacer antes la
primera.

2. E l D ic c io n a r io a l e m á n d e l o s h e r m a n o s G r im m

El primero de todos los diccionarios históricos va unido al nom­


bre de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, cuya fama, para todo el
mundo, se apoya en los Cuentos, y, para los lingüistas, en la impor­
tante Ley de Grimm, que es una de las claves de la lingüística germá­
nica. La invención de la lexicografía histórica no se debe, sin embar­
go, a iniciativa espontánea de los geniales hermanos, sino — ¿quién
lo diría?— a los avatares de la política. En efecto, Jacob y Wilhelm,
profesores y bibliotecarios en Gotinga, fueron destituidos y expulsa­
las palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 119

dos en 1837 por haber firmado, junto con otros cinco colegas, una
protesta contra la arbitraria revocación de la Constitución de Han-
nover por el rey Ernesto Augusto. Exiliados y privados de sus medios
de vida, aceptaron, para subsistir, la propuesta de un editor de Leip­
zig: se comprometieron a compilar un diccionario de la lengua ale­
mana en seis volúmenes.
Lo importante es cómo fue dotado de contenido este marco im­
puesto por una realidad adversa. Jacob Grimm, al planear el trabajo,
consideraba necesario superar los diccionarios de Adelung y Campe,
haciendo una obra moderna y científica. Lo científico en lingüística,
en aquel momento, era el enfoque histórico y descriptivo; y, de
acuerdo con él, el diccionario fue concebido como una exposición del
léxico alto-alemán tal como estaba atestiguado por el uso desde me­
diados del siglo xv hasta el momento presente. Se excluía, pues, toda
intención normativa, y se concedía atención fundamental al testimo­
nio cronológico y formal de los textos como base para establecer la
historia de cada palabra.
El contrato del diccionario, en el que los Grimm habían puesto
grandes esperanzas, no sirvió en absoluto para sacarlos de apuros, y
fueron otros sucesos los que les permitieron salir adelante. Pero el
veneno de la lexicografía ya había penetrado en su espíritu. Desde
1838, en que comenzaron los trabajos, hasta su muerte, no cesaron en
la tarea. El primer fascículo del Diccionario alemán [Deutsches Wór­
terbuch} apareció en 1852, y el primer volumen se completó en 1854.
A la muerte de Jacob (1863) — Wilhelm había fallecido cuatro años
antes— , se había llegado a la primera parte del volumen IV, abarcan­
do aproximadamente un 25 por 100 del total del léxico5.
La redacción había corrido a cargo exclusivamente de los dos
hermanos, si bien en la recogida de materiales habían sido auxiliados
por ochenta y tres voluntarios. Salieron erradas las cuentas en el tiem­

5 Sobre el Deutsches Wórterbuch de J. y W. Grimm, v. el extenso prólogo de la


obra, firmado por el primero (1, 1854), y Bahr (1971). También Migliorini (1961:
108).
120 Lexicografía histórica

po y en la extensión: la vida se les acabó antes que la obra, y, en lugar


de los seis volúmenes previstos, la realidad de la redacción hacía cal­
cular su número en dieciséis.
Pero hay algo admirable en el Diccionario alemán, aparte de su
valor inaugural de una nueva y ambiciosa rama de la lexicografía. Es
un mérito que no corresponde ya a sus autores, sino a su pueblo: la te­
nacidad con que la obra, privada del impulso de sus creadores, fue
continuada, a través de mil vaivenes y dificultades, hasta llegar a su
terminación, en 1961; 123 años después de iniciados los preparativos;
107 después de la publicación del primer volumen. En total eran 32
volúmenes, 380 fascículos. Como en las grandes catedrales del pasado,
en la dirección de la obra se sucedieron diversas manos, en su produc­
ción se relevaron varias generaciones, y en su técnica, contenido y es­
tilo se marcó la huella de distintas épocas. Pero emociona ver cómo el
formato, la tipografía, la portada con su ingenuo grabado alegórico y
el lema «En el principio era la palabra», son iguales, pasado más de un
siglo, en el último volumen que en el primero, como símbolo elocuente
del amor de los pueblos cultos a su tradición intelectual. Debe subra­
yarse, además, que la conclusión del Diccionario fue obra conjunta
de las dos Alemanias, merced a la cooperación entre la Academia de
Ciencias de Berlín y la Academia de Ciencias de Gotinga.
La lección que el Diccionario de Grimm nos ofrece de constancia
y continuidad, de solidaridad histórica y nacional, en la ejecución de
un homenaje a una lengua, tiene todavía una prolongación elocuente.
El auténtico respeto a la obra gigantesca y a sus fundadores, plasma­
do en el tesón por llevarla a término, no ha impedido que sus ultima-
dores sean perfectamente conscientes de las lagunas y desigualdades
que la elaboración secular ha dejado en ella. Y así, en 1957, antes de
concluirse los últimos fascículos, ya empezaron los proyectos para
una nueva edición del Diccionario cuya primera fase sería la reelabo­
ración de su parte más antigua y anticuada, las letras A a F. El plan,
asumido por los dos departamentos lexicográficos de Berlín y Gotin­
ga, fue puesto en marcha inmediatamente; y, tras una intensa recogida
de materiales nuevos, apareció ya en 1965 el primer fascículo de la
•n el tiempo: los diccionarios históricos 121

nueva edición, que ha sido seguido por varios más en los años poste­
riores (cf. Bahr, 1962 y 1971: 28; Betz, 1963: 180-186; Tollcnaere,
1965: 105-110).
En la profunda renovación que la lexicografía experimentó en el
siglo xix, el Diccionario de Grimm desempeñó un papel fundamental.
La orientación histórica por él inaugurada está presente en una serie
no escasa de obras nacidas a lo largo de ese siglo y del nuestro. Con­
siderando solo las lenguas románicas y germánicas, mis noticias re­
gistran, desde 1854 hasta hoy, veinte diccionarios históricos empren­
didos, de los cuales ocho están terminados, siete están en publicación,
dos fueron abandonados y tres se encuentran en preparación sin haber
llegado aún a la imprenta. Aparte del alemán, las lenguas estudiadas
son el italiano, el francés, el neerlandés, el inglés (y su variedad nor­
teamericana), el sueco, el danés, el catalán, el escocés, el español y el
rumano. Algunas de estas lenguas cuentan con más de una obra en su
haber (v. TRLS, 1971: 3-52; Hulbert, 1968: 43-44; Tollcnacre, 1965:
105; Casares, 1950a: 254-60; Migliorini, 1933, etc.).

3. E l D ic c io n a r io de O xford

El fruto hasta ahora más perfecto de esta rica floración es, sin du­
da, el Diccionario inglés de Oxford [Oxford English Dictionary], pu­
blicado de 1888 a 1928, en doce grandes volúmenes, con un primer
Suplemento aparecido en 1933. Aparte de la perfección más elemen­
tal, la de que está hecho y terminado, es, de las obras hasta hoy reali­
zadas, la que con más rigor se ha atenido al principio histórico, com­
binando el respeto al dato cronológico con la afinada búsqueda del
hilo de la evolución semántica de cada palabra. Habida cuenta de que
la extremada dificultad de esta tarea es totalmente nueva en cada nue­
vo artículo, y que el trabajo versaba sobre una lengua rica en caudal,
en historia y en literatura, la redacción se completó en un plazo relati­
vamente breve — cuarenta y cinco años entre el primer fascículo y el
último— ; y, si bien su iniciador no pudo llegar hasta el final, sí vivió
lo suficiente para ver impresas tres cuartas partes de la obra, marcan­
122 Lexicografía histórica

do en el todo un carácter unitario muy difícil de lograr en una produc­


ción de tan grandes dimensiones6.
El artífice de este monumento a la lengua inglesa es James Mu­
rray, un escocés nacido en 1837, maestro de escuela en su comarca
natal, autodidacto, con la impaciente curiosidad, típica del superdota-
do, por todos los saberes (fue él quien enseñó las primeras nociones
de electricidad a un niño llamado Graham Bell, que años más tarde
inventaría el teléfono); pero su curiosidad pronto se polarizó en la fi­
lología. Este joven maestro no hubiera salido en su vida de su condi­
ción de eminencia local, a no ser por un episodio biográfico, la en­
fermedad de su mujer, que le obligó a abandonar Escocia en busca de
clima más benigno para ella. El traslado a Londres no solo no sirvió
para salvar a la enferma, sino que forzó a Murray a cambiar la ense­
ñanza por algo tan ajeno a ella como un puesto de empleado de ban­
ca. Hubo, sin embargo, una providencial contrapartida: la residencia
en la capital le puso en contacto con la Philological Society, el punto
de encuentro más importante entonces de los estudiosos de la lingüís­
tica en Inglaterra. La Sociedad admitió como miembro al modesto
bancario, sin preocuparse de su carencia de títulos universitarios y
mirando nada más a su auténtica y desnuda competencia, que solo
más tarde había de obtener reconocimiento oficial. Cuando, pocos
años después, había conseguido Murray librarse del duro Banco y
volver a su vocación docente en una escuela cercana a Londres, y
cuando le esperaba una vida plácida, equilibrada entre la enseñanza,
la investigación y un hogar feliz, le vino de lo alto la llamada fatal
de la lexicografía.
La Philological Society preparaba desde 1857 un diccionario ba­
sado en principios históricos, en el cual se habían sucedido en vein­
tiún años tres directores, sin más resultado práctico que la recogida de
una cantidad notable, aunque desordenada, de materiales. En 1878, la
Sociedad cree llegado el momento de dar el paso decisivo. Como no

6 Para la historia de James Murray y el OED, v. Murray (1903), Onions (1933) y,


sobre todo, Murray (1977).
las palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 123

tiene recursos materiales, negocia la publicación con la editorial uni­


versitaria de Oxford. Y al mismo tiempo pide que se haga cargo de la
dirección a James Murray, cuya laboriosidad, preparación y rigor han
quedado probados en sus trabajos dialectales y filológicos. El pacto
tripartito se produce: se editará un diccionario en cuatro volúmenes,
con un total de 6400 páginas, en diez años, precedidos de una prepa­
ración de tres. (La comparación con la realidad posterior es instructi­
va: al final serán, no cuatro, sino doce volúmenes; no 6400, sino
15.500 páginas; y no diez años, sino cuarenta y cinco).
La realización del Diccionario de Oxford presenta tres caracterís­
ticas extemas dignas de señalarse. La primera es el calor popular que
desde el principio al fin apoyó e impulsó la obra. La segunda, el sen­
tido práctico con que se logró dar una organización eficaz a una tarea
de dificultad ilimitada. La tercera, la entrega en cuerpo y alma de una
persona a su ejecución.
El apoyo popular al Diccionario de Oxford no se produjo en
forma de adhesiones entusiastas o cualquier otro tipo de alharacas,
sino en forma de colaboración efectiva. En los primeros momentos
del proyecto, la Sociedad Filológica, siguiendo el ejemplo de los
hermanos Grimm, decidió pedir la ayuda de voluntarios para la re­
cogida de materiales. Ya en 1857 se habían ofrecido y puesto a tra­
bajar 76, cuyos primeros resultados empezaron a llegar muy pronto
a manos de la Sociedad. En los años siguientes la cifra de los cola­
boradores llegó a más de 170, algunos de los cuales contribuyeron
con el envío de más de 10.000 fichas, entre ellos, cuatro con imas
50.000 y dos con más de 100.000. Cuando Murray se hizo cargo de
la dirección del diccionario, difundió un nuevo llamamiento a todo
el mundo anglohablante, y a esta circular respondieron en el primer
mes 165 personas, que un año más tarde eran 754, y al cabo de otro
año más de 800. Unida la labor de este ejército a la del minúsculo
equipo redactor, el total de fichas que se reunieron como base para
la elaboración del diccionario fue de unos cinco millones. Es cierto
que no toda esta contribución era de primera calidad, y que buena
parte de ella exigió revisiones a la hora de su utilización; pero no es
124 Lexicografía histórica

menos cierto que constituyó uno de los factores decisivos en la


construcción de la obra.
James Hulbert ha escrito que hoy sería improbable una coopera­
ción gratuita semejante: la gente está demasiado ocupada, demasiado
metida en la dura tarea de abrirse camino, para poder dedicarse a ex­
traer citas destinadas a una obra que no le va a dar fama ni dinero. Pe­
ro en aquel mundo tranquilo que precedió a la primera Guerra Mun­
dial había en Inglaterra una clase ociosa culta, centenares de personas
instruidas que vivían de rentas o de trabajos poco absorbentes y quc
eran capaces de apreciar la importancia del diccionario proyectado y
de sentir placer en colaborar en su preparación (Hulbert, 1968: 40),
El escepticismo de Hulbert sobre la posibilidad actual de este tipo
de ayuda colectiva se fundaba en el fracaso con que un intento pare­
cido tropezó en Estados Unidos. Nosotros podríamos añadir otro
ejemplo español. Pero no generalicemos tan aprisa. Dentro de España
se ha dado un caso de colaboración de la sociedad con una empresa
lexicográfica, la del Diccionario catalán-valenciano-balear (de la que
hablaré en seguida). Y en la Inglaterra de nuestros días se ha vuelto a
repetir. Cuando en 1957 se hizo pública la idea de editar un nuevo
Suplemento del Diccionario de Oxford, una legión de casi cien cola­
boradores desinteresados aportó su esfuerzo en la papeletización de
textos. Entre ellos figuraba un veterano de ochenta y cinco años que
había trabajado ya (también gratis) para el diccionario de Murray. Y
no fue escasa la contribución de estos voluntarios: en cinco años, gra­
cias a ellos, se formó una colección de millón y medio de fichas, base
para la compilación del Suplemento, el cual se va publicando a buen
ritmo (cf. Burchfield, 1971a, 1971b; 1972: ix-xvu; 1973)7.
No parece, pues, ante estos dos casos, que se deba explicar la pre­
sencia de los colaboradores extemos por la existencia de una clase
ociosa en una época plácida, sino en algo más inmediatamente ligado

7 Los volúmenes I y II def Suplemento, que cubren hasta la letra N, se publicaron


respectivamente, en 1972 y 1976; la publicación del III está prevista para 1981, y la
del IV y último, para 1985. [Al final, el III apareció en 1982, y el IV, en 1986].
las palabras eh el tiempo: los diccionarios históricos 125

con la materia de esa colaboración: el amor hacia la propia lengua,


unido a la convicción de que el verdadero amor se traduce en obras, y
al instinto — o a la experiencia— , común a todos los pueblos civili­
zados, de que el trabajo solidario es capaz de los mayores logros. La
clara conciencia de que con el acarreo modesto de piezas a la gran
construcción se contribuye a la grandeza y vitalidad de la lengua que
se ama es el motor que impulsa y sostiene el entusiasmo de estos do­
nantes de tiempo y de fatigas.
El segundo rasgo que quiero señalar en la producción del Diccio­
nario de Oxford es el sentido práctico que se impuso sobre las difi­
cultades imprevistas e imprevisibles. En el acuerdo previo, ni los
editores ni el autor disponían de datos objetivos para establecer sus
cálculos, y pesaron en ellos más de lo conveniente la imaginación y el
deseo. Las consecuencias salieron pronto a la vista: la extensión y la
duración del trabajo se presentaban mucho más largas de lo pensado,
y el dinero presupuestado se revelaba a la vez angustiosamente corto.
La editorial de la Universidad hubiera podido suspender un proyecto
que, lejos de resultar rentable como se había supuesto, amenazaba
con prolongar por tiempo indefinido los gastos, con grave detrimento
de otros planes editoriales. No habría parecido una insensatez cortar
drásticamente la sangría. No se hizo así: se impuso la comprensión de
la importancia de la obra, cuya viabilidad se aseguró ingeniando un
procedimiento para acelerar de manera sustancial la producción del
libro; y fue poner en funcionamiento al lado del taller de redacción un
segundo taller, y más tarde un tercero y aun un cuarto8. Así, bajo una
única dirección general, bajo unos métodos uniformes, los cuatro
equipos lexicográficos atacaron la mole del léxico inglés por distintos
ángulos, y consiguieron encerrar en un tiempo limitado lo que había
parecido una aventura hacia el infinito.

* Los codirectores que estuvieron al frente de estos tres equipos fueron Henry
Bradley (desde 1888), William Craigie (desde 1902) y Charles Onions (desde 1914).
Como Murray falleció en 1915 y Bradley en 1923, el tiempo que se trabajó con cuatro
equipos fue solamente un año; con tres se trabajó durante veinte años; con dos, diecio­
cho años, y con uno, seis años.
126 Lexicografía histórica

Tercer factor decisivo en la realización del Diccionario inglés es


la identificación de un hombre con la obra. Cuando James Murray
tomó sobre sus hombros en 1879 el gran compromiso, creyó que su
cumplimiento seria compatible con media jom ada de su actividad
como maestro en Mili Hill. Pero en 1885, publicado ya el primer fas-
cículo del libro, tanto él como la editorial se habían convencido de
que era indispensable una dedicación exclusiva a este trabajo. Murray
dejó la escuela, se mudó a Oxford, y perdió para siempre su libertad.
Tenía entonces cuarenta y ocho años. Los treinta que aún duró su vida
fueron dedicados por entero al Diccionario, en jomadas de doce a
quince horas, en ocasiones sin ninguna vacación anual: régimen que
solo una extraordinaria fortaleza física y mental podía soportar, apo­
yada por una energía de espíritu no menos excepcional, hija de una fe
casi visionaria en la trascendencia de la empresa. Este entusiasmo
personal, que no solo impulsó su propia actividad, sino la de sus co­
laboradores, es un caso de vocación pura servida con absoluta lealtad,
y, sin ninguna duda, una de las claves de la conclusión feliz del Dic­
cionario de Oxford.

4 . E l D ic c io n a r io c a t a l á n - v a l e n c ia n o - b a l e a r

Algunos de los rasgos que caracterizan la historia del Diccionario


inglés se repiten, dentro de nuestra patria, en la historia del Dicciona­
ri catalá-valenciá-balear. El respaldo social a la obra, y la entrega
total a esta de la vida de sus creadores, son analogías significativas
entre dos libros monumentales terminados con éxito.
¿Cómo se hizo el Diccionario catalán-valenciano-balear?9. En
1901, un canónigo mallorquín, mosén Antonio María Alcover, que
entonces contaba treinta y nueve años, imprimió y lanzó a todas las
regiones del área lingüística catalana una Carta de invitación [Lletra
de convit] en la que exhortaba a todos los amantes de la lengua a co­
laborar en la formación de un diccionario general de ella, hccho de

9 Véanse Molí (1962), Llompart (1960), Badia i Margarit (1964: 162-125 y 177-
183) y Colón (1978:1, 76-77).
las palabras Ai el tiempo: los diccionarios históricos 127

primera mano y superador de todos los publicados hasta entonces.


Alcover, hombre apasionado, fue la llama que hizo encenderse en to­
do el pueblo catalanohablante un entusiasmo idiomático que latía ya
desde la eclosión de la Renaixenga. Fue Alcover una especie de Pedro
C1Ermitaño de la gran cruzada lingüística que había de culminar en la
producción del Diccionario. Las actividades del inquieto canónigo en
los primeros años del siglo — la citada Carta de invitación, la edición
del Boletín del Diccionario de la Lengua Catalana [Bolletí del Dic­
cionari de la Llengua Catalana], los incansables recorridos por todas
las regiones del área lingüística, el multitudinario Congreso Interna­
cional de la Lengua Catalana— dieron como fruto un clima de hipc-
rexcitación a favor de la lengua, el cual presidió con muy optimistas
auspicios los primeros trabajos del Diccionario.
Pero ni mosén Alcover ni, por supuesto, sus millares de devotos
colaboradores contaban con la preparación científica indispensable
para la realización de una obra que pretendía ser nada menos que el
diccionario «exhaustivo» de una lengua: histórico, literario y dialec­
tal, todo en una pieza. La empresa, que tenía — como ha señalado
Badía Margarit— un carácter exclusivamente afectivo, no hubiera
llegado lejos, de no entrar en ella otro ingrediente genial de su pro­
motor: la intuición. Alcover (que ya antes había sabido valorar y
aprovechar la ayuda inestimable del romanista Schádel) tuvo el
acierto singular de descubrir, en 1921, a Francisco de Boija Molí,
estudiante menorquín de diecisiete años, que sería ya para siempre su
brazo derecho y, después de su muerte, el alma del Diccionario. Molí
poseía las cualidades que a Alcover le faltaban, por lo que era su
complemento perfecto. Viéndolo así este con claridad, puso todos los
medios para dotar a su joven colaborador de una formación completa
encaminada a la gran tarea: le hizo estudiar filología románica con
Schádel y Meyer-Lübke y le llevó consigo en largos viajes de en­
cuesta dialectal para completar la recogida de materiales.
El «apóstol de la lengua catalana» había conseguido interesar per­
sonalmente al rey Alfonso XIII y logrado para el Diccionario una
subvención del Gobierno. El progreso decisivo que este apoyo supuso
128 Lexicografía histórica

para el Diccionario culminó con la anhelada publicación, en 1927, del


primer fascículo. Pero el suceso feliz se producía justo en el momento
en que ciertas restricciones presupuestarias suprimían la subvención
oficial que había durado seis años. El tesón de Alcover consiguió que,
a pesar de todo, el Diccionario saliese adelante, a costa de su propia
ruina económica, que le hizo vivir el resto de sus días en extrema po­
breza.
Sin Alcover, el Diccionario catalán no se hubiera emprendido; sin
Molí, no se hubiera hecho. A la muerte de Alcover, en 1932, solo se
habían publicado el tomo I y parte del II. Cuando Molí empuñó el ti­
món, no sabía que a las graves dificultades económicas se unirían en
seguida otras mayores. La Guerra Civil cortó la publicación, y tam­
bién las perspectivas de reanudación. Pero Molí, que había heredado
de su maestro la obstinación heroica, no solo continuó redactando ar­
tículos, sino que consiguió la preciosa colaboración del valenciano
Manuel Sanchis Guamer, sin saber ni uno ni otro si algún día llega­
rían a ver la salida del túnel. La luz, sin embargo, fue poco a poco
vislumbrándose. La cooperación moral y material de diversas perso­
nas, unida al prestigio y a las dotes diplomáticas del propio Molí, lo­
gró ayudas económicas decisivas en todas las tierras catalanoha-
blantes, y la publicación pudo reanudarse en 1949 para seguir ya, con
paso firme, hasta completar sus diez volúmenes en 1962, cuando se
cumplía el centenario del nacimiento de mosén Alcover.
Este Diccionario, ha dicho Yakov Malicie], «combina de manera
original y plenamente satisfactoria una copiosísima documentación
histórica, bien destilada, con una abundante colección de formas dia­
lectales localizadas y transcritas con rigor fonético. [...] La ejecución
escrupulosa, el caudal de datos fidedignos, la presentación amena y la
elegancia del tono elevan esta obra al rango de los mejores dicciona­
rios del mundo, sin rival en los anales de la lexicografía hispánica»
(Malkiel, 1962: 118).
y t f palabras eh el tiempo: los diccionarios históricos 129

5. LOS DICCIONARIOS HISTORICOS DEL ESPAÑOL: EL DICCIONARIO DE


1933
Hemos visto, pues, la primera obra del género «diccionario histó­
rico» — el Diccionario alemán— ; la obra culminante y más extensa
—el Diccionario inglés— , y la primera obra, con tanta dignidad rea­
lizada, sobre una lengua española — el Diccionario catalán— . ¿Qué
se ha hecho, en este terreno, sobre la lengua común de todos los espa­
ñoles, morada espiritual y punto de encuentro de una veintena de na­
ciones? Todo lo que hasta ahora se ha intentado, lo poco que hasta
ahora se ha hecho, ha salido de estos muros.
En 1914 imprimió la Real Academia Española un libro titulado
Plan general para la redacción del Diccionario histórico de la len­
gua castellana. En su presencia modesta, aquel libro, aparecido en
bélica fecha, era una sacudida dentro de la vida monocorde de la
Academia. Ciertamente el suceso no era aislado: hoy vemos que for­
ma parte del vivo impulso que las actividades académicas experi­
mentaron en los años en que fue director de esta Casa don Antonio
Maura, durante los cuales, entre otros acontecimientos, se inició la
publicación del Boletín de la Real Academia Española, se planeó y
redactó el excelente Diccionario manual e ilustrado y se realizó la
importante edición de 1917 de la Gramática académica.
¿Qué tenía de revolucionaria la aparición del Plan general para la
redacción del Diccionario histórico? Era, sencillamente, la primera vez
que se exponía un proyecto firme de publicar un diccionario histórico
de nuestro idioma, con lo que este se pondría en línea con las demás
grandes lenguas europeas, dotadas ya, o en vías de serlo, de sus respec­
tivos diccionarios históricos. El punto de arranque de este plan estaba,
sin embargo, más que en el ejemplo de otras lenguas, en una labor ya
realizada hacía siglos por la propia Academia: el Diccionario de auto­
ridades. Cuando, en 1739, llegó a feliz término esa genial obra de
equipo que es el primer diccionario académico, la Corporación, le­
jos de descansar sobre sus laureles, se planteó en seguida la necesidad
de preparar una segunda edición corregida y aumentada. Desgraciada­
130 Lexicografía histórica

mente, el proyecto se malogró, y al fin fue sustituido por la versión


abreviada, en un solo tomo, llamada comúnmente «el Diccionario vul­
gar», el que la Academia ha venido editando y perfeccionando desde
1780 y cuya vigésima edición prepara en estos momentos.
Sobre la conciencia de la Academia había quedado el abandono
de aquel segundo Diccionario de autoridades, y se mantuvo, a lo lar­
go de los años, el propósito de realizarlo. Así se infiere de un acuerdo
tomado en 1818 y vigente todavía en 1838 (Academia, 1838: 26); y,
más tarde, se ve diáfanamente en los Estatutos de 1859 (Academia,
1859: art. II, 8) y en la existencia, todavía en 1936, de una Comisión
académica denominada «del Diccionario de Autoridades» (Academia,
1936: II, vn). Fue precisamente esta sección de trabajo, alentada por
el entonces nuevo director, la que en 1914 consideró llegado el mo­
mento de pasar de la fase preparatoria — que ya iba para los dos si­
glos— a la de redacción del nuevo gran diccionario.
Pero en este instante se produjo el golpe de timón. La Comisión,
consciente de la evolución de los estudios lingüísticos en los últimos
cien años, juzga que ya no es tiempo de componer diccionarios «de
autoridades», sino diccionarios «históricos». Propone, por tanto, la
publicación de «un Diccionario que no sea el vulgar, ni uno que sea
nueva ampliación erudita de este, en que vengan a repetirse los voca­
blos con las autoridades expresas en vez de las implícitas o no expre­
sas que ahora tiene; sino otro de mayor empeño, que preste otros ser­
vicios, a saber: uno que contenga los materiales acumulados y otros
nuevos, si preciso fuese, a fin de que constituya el Diccionario histó­
rico de nuestra lengua, en que aparezca la evolución de las palabras,
tanto en su forma como en su significado, único modo de que pueda
estudiarse la vida de nuestro idioma» (Academia, 1914: 8). En reali­
dad, este propósito ya estaba explícito en los Estatutos académicos de
1859; más aún: en el Reglamento de 1861 se decía textualmente: «[La
Academia] procurará [...] formar colecciones, clasificadas por siglos,
de palabras, locuciones, frases [...], señalando sus fuentes y autorida­
des, a fin de que se emprenda inmediatamente y pueda continuarse
sin descanso el Diccionario histórico de la lengua» (Academia, 1861:
las palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 131

art. 2.°, 32). Notemos esto: la Academia usa por primera vez en espa­
ñol, en 1861, el sintagma diccionario histórico en sentido lingüístico,
cuando apenas hace nueve años que está en marcha la primera obra
de este género, la de Grimm, que ni siquiera expresaba su carácter en
el título10,
Después del impulso inicial de 1914, el proyecto quedó medio pa­
ralizado, al no encontrar eco ferviente entre los académicos la reitera­
da petición de colaboración en la tarea. Solo al final de los años
veinte se emprendió, por fin, la redacción con paso decidido” . El
número de redactores debió de ser sumamente reducido; en 1936,
único momento en que son citados por su nombre, no constan más
que tres: Vicente García de Diego, Armando Cotarelo Valledor y Ju­
lio Casares (Academia, 1936: II, vn).
En 1933 se publicó el primer volumen del Diccionario, que com­
prendía toda la letra A; solo tres años más tarde, el segundo volumen,
que abarcaba la B y parte de la C n . Pero la Guerra Civil fue funesta
para la obra, como lo fue para todos nosotros: una bomba incendió el
almacén editorial donde se guardaban las existencias de los dos pri­
meros tomos y la parte que ya se había comenzado a imprimir del ter­
cero (Academia, 1951: 3). A este desastre material se unieron luego

10 El proyecto de 1914, con el que la Academia decidía poner por fin un libro de­
trás de esc rótulo, si bien hacia referencia a los trabajos o intentos anteriores de la Ca­
sa, no aludía, en cambio, a las empresas lexicográficas paralelas que otros países ha­
bían concluido o iniciado. Sería absurdo, sin embargo, pensar que tales empresas le
fuesen desconocidas. Un eco de algunas de ellas hay no solo en el mismo hecho del
proyecto, sino en las características o «reglas» que este asigna al futuro diccionario
histórico español. £1 proyecto había sido redactado por el arabista don Julián Ribera
(Actas, 22.10.1914) y lo firmaban con él los otros miembros de la Comisión del Dic­
cionario de Autoridades: don Emilio Cotarelo, don Jacinto Octavio Picón, don Eduar­
do de Hinojosa y don José Alcmany.
11 Actas, 22.10.1914, 5.12.1918, 13.11.1924, 7.11.1927, 29.5.1929. El 10 de julio
de 1929 se firmó el contrato de edición con la Casa Editorial Hernando (Actas,
10.10.1929).
12 En realidad, el volumen 1 no salió hasta abril de 1934; la distancia que lo separa
del II, aparecido en abril de 1936, es, pues, solamente de dos años.
132 Lexicografía histórica

las dificultades de la posguerra y los graves efectos negativos de ca­


rácter moral que sobre toda obra de esta índole produce una interrup­
ción de varios años.
Se reanudaron los trabajos, pero de manera tan lánguida que más
que de actividad había que hablar de parálisis progresiva. El equipo
se había reducido a la mínima expresión, y faltaban absolutamente los
m edios,3. En estas circunstancias, las gestiones del director y el se­
cretario de la Academia, don José María Pemán y don Julio Casares,
consiguieron la solución del problema: un Decreto, en noviembre de
1946, creaba un Seminario de Lexicografía, dependiente de la Aca­
demia, con una consignación anual por cuenta del Estado, encamina­
dos uno y otra a garantizar la producción del Diccionario histórico u.
Los académicos eligieron director del nuevo Seminario a Casares,
que tenía entonces sesenta y nueve años de edad.
Pero el tiempo y su hija la reflexión habían dejado una capa de
polvo y de crítica sobre ese diccionario que ahora, por fin, se podría
continuar. La Academia había suspirado por que llegase este mo­
mento; pero también era verdad que los propios redactores del primer
tomo habían señalado deficiencias en el material, y que el método ha­
bía suscitado desaprobación entre los estudiosos. Y así, la segunda
decisión de la Academia respecto al Seminario — en mayo de 1947—
fue la de que este comenzara de nuevo el Diccionario histórico sobre
nuevos materiales y con arreglo a un nuevo plan (Casares, 1947a:
476; cf. id., 1950a: 246).

13 Trabajaron en esta etapa, al principio, dos académicos del equipo anterior


— don Julio Casares y don Vicente García de Diego — y dos colaboradores no aca­
démicos — don Luis García Rives (que después continuaría durante breve tiempo
cuando se fundó el Seminario de Lexicografía) y don Martín Alonso Pedraz— . Luego
quedaron solamente Casares y García Rives. Las primeras capillas del volumen III, y
los restantes materiales inéditos del mismo, que llegan hasta la voz efélide, se conser­
van en la Biblioteca de la Academia.
14 Boletín Oficial del Estado, 27.11.1946; reproducido en BRAE, 25 (1946),
472-75.
las palabras (bi el tiempo: los diccionarios históricos 133

6. E l s e g u n d o D ic c io n a r io h is t ó r ic o d e l e s p a ñ o l

Así nació, pues, el segundo Diccionario histórico de la Academia,


hoy en curso de publicación. El proyecto, redactado por Casares y
aprobado por la Academia, proponía para el Diccionario una exten­
sión ideal de quince tomos, con un total de 16.000 páginas, y preveía
que, tras una etapa preparatoria de tres años — que se cerraría con la
publicación de un «prospecto»— , la obra podría realizarse en un pla­
zo de treinta y cinco años (Casares, 1948a: 1-25; cf. id., 1950a: 249-
310). El primer paso se cumplió puntualmente: en 1951 se publicó un
prospecto o muestra de la futura obra, confeccionado con el doble fin
de establecer y experimentar el método que había de estructurarla,
y de recabar el parecer de la Academia y de los hispanistas de todo el
mundo acerca de ese mismo método. El fascículo de muestra fue sa­
ludado favorablemente, y aun jubilosamente, por todos, académicos c
hispanistas1S.
A pesar del acicate que todo esto suponía, el proyecto se reveló
pronto demasiado optimista. La materia prima sobre la que había de
realizarse eran los millones de fichas que, encerradas en innumerables
celdillas, cubren muchas de las altas paredes de este edificio. Este
caudal, que en principio parecía ofrecer al Seminario una inicial ven­
taja sobre otros centros lexicográficos que hubieron de partir de cero,
iba lastrado por graves defectos que, infravalorados por los autores
del primer Diccionario histórico, habían sido una de las causas de
que este padeciese carencias cualitativas y cuantitativas poco favora­
bles a su buena reputación.
Por eso, en la primera etapa, el equipo humano del Seminario,
constituido por siete personas16, hubo de actuar como equipo de bom­

t3 De la acogida de la Muestra trata Casares (1952).


16 Don Julio Casares, director; don Rafael Lapesa Melgar, don José Hermida
López y don Luis Sánchez Sanz, colaboradores lexicógrafos; doña Ana María Ba-
rella Gutiérrez, doña Francisca Sánchez Sanz y don Rafael V illanas Morales, au­
xiliares técnicos. Los colaboradores y auxiliares habían sido seleccionados en fe­
brero de 1947 por el Tribunal nombrado para cubrir las plazas convocadas a
concurso en el Boletín Oficial del Estado de 29,12.1946.
134 Lexicografía histórica

beros, acudiendo presuroso a afirmar los viejos cimientos, a sujetar


las carcomidas vigas y a tapar las anchas grietas que el arsenal de
autoridades presentaba. Resultado de esta actividad fue la incorpora­
ción, en cuatro años, de casi millón y medio de cédulas nuevas a los
ficheros académicos (Casares, 1947b, 1948b, 1949, 1950b, 1951 y
1952). Se acudió, además, al recurso del llamamiento público «a to­
dos los amantes del idioma», sistema que tan excelentes resultados
había producido en los diccionarios de Oxford y Alcover. De la hoja
solicitadora se hizo copiosa tirada y amplia difusión. Pero la respuesta
de los amantes del idioma no fue demasiado alentadora; más bien da­
ba a entender que no había tales amantes. Un año después de emitido
el mensaje, había tenido lugar una sola aportación sustancial, la del
académico monseñor Eijo Garay, y muchas cartas de adhesión, entre
las cuales mencionó Casares con «singular satisfacción» la generosa
promesa de envío de materiales por parte de un grupo bastante nutri­
do de hispanistas italianos: promesa que, unida a otras muchas, ha
contribuido de modo notable a enriquecer moralmente nuestros fiche­
ros ’7.
La preparación de la Muestra de 1951 sirvió para poner a prueba
los materiales que el propio Seminario, como primordial quehacer,
había cuidado de enriquecer y consolidar. Como la reforma de los
materiales se había llevado a cabo conservando todos los fondos anti­
guos, la utilización de estos al lado de los modernos era ineludible; y
en seguida se echó de ver que su calidad era todavía inferior a la que
hasta entonces se había pensado. La consecuencia fue que en la re­
dacción de los artículos de la Muestra cada una de las citas aportadas
como autoridades tenía que ser cotejada letra por letra con el original
correspondiente, empezando, en no pocos casos, por la detectivesca
tarea de identificar la edición, la obra, incluso el autor del pasaje pa­
peletizado; y continuando a menudo con la necesidad de localizar el
mismo pasaje en una edición fidedigna (Casares, 1951b: 515-516).

17 Sobre el llamamiento, v. Academia, 1948. Sobre los resultados, Casare


(1949: 520).
la s palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 135

Estas pesquisas filológicas, no exentas de intriga y de suspense, no


solo hicieron más penosa de lo esperado la preparación de la Muestra,
sino — lo que es verdaderamente grave— han retardado luego increí­
blemente la redacción de los artículos de un diccionario que se pro­
pone como una de sus exigencias fundamentales la mayor exactitud
en los textos aducidos.
Quizá movido por estas consideraciones, el director del Seminario
expuso entonces la necesidad de ampliar la plantilla de colaboradores
y auxiliares. Y, aunque algo se incrementó en los años inmediatos,
pensemos en lo que podría dar de sí una dotación económica de
200.000 pesetas anuales que disfrutó el Seminario hasta 1960 (Lape­
sa, 1978), y con la que había que hacer frente no solo a los gastos de
redacción, sino a los de imprenta. Con la austera retribución que
de ahí podía salir, a nadie sorprenderá que desde muy pronto el equi­
po, a pesar de la valía, la entrega y el entusiasmo de un sector caracte­
rístico, adoleciese de una marcada inestabilidad que en nada había de
beneficiar a la obra.
Elemento material más defectuoso de lo previsto, elemento eco­
nómico más corto de lo necesario, elemento humano menos numero­
so y con menos fijeza de lo deseable, eran nubarrones que no per­
mitían sostener los cálculos iniciales de tiempo. Y así, don Rafael
Lapesa, subdirector entonces del Seminario, declaró en 1957 que
aquellos pronósticos parecían ya ilusorios, y que «nos consideraría­
mos satisfechos si pudiésemos prever que la obra estuviese terminada
a finales de este siglo» (Lapesa, 1957: 27).
Tres académicos se han sucedido desde entonces en la dirección
del Seminario de Lexicografía. Fallecido don Julio Casares en 1964,
ocupó su puesto don Vicente García de Diego, antiguo redactor, co­
mo don Julio, del primer Diccionario; y desde 1969 es director don
Rafael Lapesa, uno de los colaboradores lexicógrafos fundadores del
Seminario y después, durante diez años, subdirector del m ism o,8.

18 Otros académicos que han aportado su saber y su autoridad al Seminario son don
Salvador Fernández Ramírez, don Samuel Gili Gaya (f 1976), don Alonso Zamora Vi­
cente y don Carlos Clavería ( t 1974).
136 Lexicografía histórica

Publicado el primer fascículo del Diccionario histórico en 1960, y


completado el primer tomo en 1972, hoy, en 1980, está impresa apro­
ximadamente la mitad del tomo II. A pesar de que la consignación
económica del Seminario ha crecido notoriamente con relación a la
de los primeros tiempos, nunca ha sido suficiente para remontar los
obstáculos que ya habían aflorado con bastante nitidez hace vein­
ticinco a ñ o s,9. En cuanto al personal, la cifra relativamente alta
— superior a la treintena— alcanzada en el primer lustro de los años
setenta no significa nada si se considera que se mantuvo poco tiempo;
que buena parte de sus componentes eran bisoños, y que no pocos se
marcharon sin dejar de serlo. Y, lo que es más doloroso, el incentivo
económico no solo no ha atado a la empresa a los elementos nuevos,
que sin dificultad han encontrado pronto medios de vida aceptables,
sino que es insuficiente para retener a personas valiosas que, después
de haber adquirido esta rara pericia de la lexicografía, acaban por
arrojarla a un rincón para buscar y encontrar en otros sitios reconoci­
miento más sustancial a sus talentos. El Seminario de Lexicografía
siempre ha sufrido, en una u otra forma, esa enfermedad tan española
de la fuga de cerebros.
Esta es, pues, la historia extema y el estado presente del Diccio­
nario histórico de la lengua española, en cuya publicación está com­
prometida la Real Academia20.
Las obras de este género son plantas que no pueden prosperar en
terreno pedregoso y sin un cultivo esmerado. Una de las condiciones
mínimas para que florezcan es un clima de comprensión y apoyo por

19 Un programa iniciado en 1969 (cf. Seco, 1971: 5) con el fin de sustituir pro­
gresivamente por fichas xerocopiadas la parte más defectuosa del material — una
de las grandes rémoras del Diccionario histórico— no pudo realizarse con la inten­
sidad deseada y hoy está paralizado por la escasez de medios. En esta escasez insiste
R. Lapesa (1978).
20 Art. II de los Estatutos reformados (1977) de la Real Academia Española:
«[La Academia] continuará y revisará la publicación del Diccionario histórico de la
lengua española, recogiendo las transformaciones que ha experimentado cada pala­
bra» (Academia, 1977: 6).
las palabras el tiempo: los diccionarios históricos 137

parte de las comunidades hablantes a quienes van destinadas. Así lo


hemos visto en el ejemplo de otros diccionarios. ¿Cuántas personas
cultas del mundo hispanohablante saben de la empresa de nuestro
Diccionario histórico? ¿Y cuántas, entre las que han oído hablar de él,
tienen una idea de lo que esta obra significa para el conocimiento de
nuestro idioma y de su léxico? Permitidme que reitere aquí noticias que
vosotros, como parte interesada en la obra, conocéis bien, pero que por
desgracia distan de ser del dominio común.

7. C ó m o es e l D ic c io n a r io h is t ó r ic o : u n a o je a d a

El Diccionario histórico de la lengua española, com o dice su


prólogo,
pretende registrar el vocabulario de todas las épocas y ambientes,
desde el señorial y culto hasta el plebeyo, desde el usado en toda la
extensión del mundo hispánico hasta el exclusivo de un país o región,
española o hispanoamericana, desde el más duradero hasta el de vida
efímera. En el tiempo, el punto de partida son las voces románicas
que aparecen en documentos latinos de los siglos v i i i al x i i , las Glo­
sas Emílianenses y Silenses del siglo x, las jarchas hispanoárabes del
xi y x i i y los vocablos romances registrados por autores árabes de la
misma época. Como límite final hemos puesto los días en que vivi­
mos. [...] En cuanto a límites espaciales, aspiramos a incluir todo el
léxico del español hablado en España y en América, así como el vo­
cabulario hispano del judeo-español. [.,.] [Respecto al nivel social],
querríamos que nuestro Diccionario reflejase la variedad de estratos
ambientales del vocabulario español en sus diversos momentos y zo­
nas (Lapesa, 1972: vm-ix. Cf. Lapesa, 1957: 23-25).

Este es, form ulado en pocas palabras, el vasto program a de la


empresa, la m ás am biciosa de cuantas se h a propuesto la A cadem ia
Española desde su fundación.
N o es este el lugar para exponer los problem as y m étodos de la
com posición del Diccionario, ni tam poco la variada y un tanto com ­
pleja estructura de sus artículos. Sí quisiera detenerm e brevem ente en
138 Lexicografía histórica

la parte central de estos, constituida por el estudio de la evolución


semántica de la palabra.
La ordenación de las distintas acepciones de la voz se atiene a un
criterio histórico, dando siempre el primer lugar al uso más antiguo
registrado, y asignando los lugares siguientes a los restantes sentidos,
según la fecha respectiva de aparición. El procedimiento es mucho
menos simple de lo que parece, pues la polisemia se produce habi-
tualmcnte, no siguiendo un proceso cronológico lineal, sino a partir
de una fragmentación del significado más antiguo en racimos de nue­
vos significados, nacido cada racimo de uno de los elementos consti­
tutivos de ese significado primitivo, y llevando luego cada uno de
esos brotes una evolución semántica propia, paralela cronológica­
mente, en todo o en parte, a la de otros. Por supuesto, cada rama es
susceptible de fragmentarse a su vez en dos o más líneas semánticas
divergentes. Se forma así, entre todos los vástagos, un verdadero ár­
bol genealógico de acepciones. La labor de establecer esta red de fi­
liaciones es sumamente sutil y una de las que más ponen a prueba la
capacidad del lexicógrafo.
Tomemos como ejemplo el artículo aleluya, que en el Dicciona­
rio histórico ocupa más de seis columnas. Las quince acepciones
principales de la palabra —-cuyo origen está, como es sabido, en el
hebreo hallelü-yah, ‘alabad con júbilo a Yahvé’— se reparten en
cuatro ramas21. La más antigua nace del uso religioso de la exclama­
ción hebrea, e incluye en primer término, registrado desde mediados
del siglo xm, el empleo castellano de la voz, como interjección, en
versiones de textos sagrados o litúrgicos, y en segundo término, con
la misma antigüedad, el empleo como nombre del canto litúrgico de
alegría característico del tiempo pascual y que gira en tomo a la voz
aleluya. De esta asociación con la Pascua cristiana nace, a principios
del siglo xviii, el uso como nombre femenino de las estampitas que,

21 En total, el artículo consta de 16 acepciones distribuidas en cinco ramas; pero de­


sestimamos aquí, por su escasa importancia, la acepción 16, que constituye por sí sola la
rama V.
y x palabraS en el tiempo: los diccionarios históricos 139

con la palabra aleluya escrita en ellas, eran arrojadas al pueblo en los


oficios de Sábado Santo en el momento de entonar el celebrante el
canto de aleluya. En el mismo siglo surge el empleo de nuestra pala­
bra con el sentido de ‘tiempo de Pascua’ (Por el aleluya nos veremos,
es decir, ‘por Pascua nos veremos’). Y, por último, una serie de acep­
ciones modernas nacidas del folklore que rodea a las fiestas de Pas­
cua: como ‘dulce de leche, hecho por las monjas, que originariamente
llevaba la palabra aleluya realzada encima y que solía regalarse en
esta fiesta’, del cual todavía hay una reminiscencia en un pasaje de
Judíos, moros y cristianos, de Cela; o como, también, en Extremadu­
ra, ‘borrego que se compraba en la feria del Sábado Santo’; o, como
en Colombia, ‘regalo o aguinaldo de Pascua de Resurrección’.
Pero a finales de la Edad Media ya había nacido una segunda ra­
ma semántica de la palabra, tomando como punto de partida el senti­
miento de alegría evocado por la propia palabra aleluya y por el
tiempo pascual vinculado a ella. Así tenemos registrada, desde la
Celestina hasta Miguel Ángel Asturias, una acepción de ‘cosa que
alegra’; y otra acepción que es el mismo ‘júbilo o alegría’, desde co­
mienzos del xv c hasta nuestros días (Lope de Vega: No quiero plega­
rias tuyas, /q u e son para m i aleluyas / las que para ti pasión).
Una tercera rama surge a comienzos del siglo xvi con referencia a
la época del año que coincide con el tiempo pascual, y en ella se in­
sertan los empleos del nombre aleluya, en España y en América, para
designar distintas especies vegetales que florecen en tal época. Nótese
que, a diferencia del anterior, este grupo de acepciones ha borrado la
noción de júbilo que está en el étimo hebreo y que la tradición cristia­
na hereda en la Pascua de Resurrección, y ha retenido tan solo la cir­
cunstancia temporal de esta última.
La cuarta rama tiene un punto de arranque muy particular. Recor­
demos que, en el grupo primero, un uso dieciochesco daba el nombre
de aleluyas a unas pequeñas estampas que, llevando escrita esta pala­
bra, eran arrojadas sobre el pueblo en el oficio del Sábado Santo.
Pues bien, de esta acepción se borra la noción ‘pascual’ y se guarda la
de ‘estampa piadosa’, o simplemente ‘estampa’. Así, desde 1749 se
140 Lexicografía histórica

registra el sentido de ‘estampa de asunto piadoso, especialmente de


las que se arrojaban al paso de las procesiones’; y desde 1796, el
de las famosas aleluyas de los ciegos, ‘estampitas que forman una na­
rración en un pliego de papel, con la explicación del asunto general­
mente en versos pareados’. De aquí fácilmente se pasó a nombrar
aleluyas a estos mismos versos de los pliegos; y, como no es muy
frecuente que sobresalgan ni por su hondura poética ni por su per­
fección formal, se extendió su nombre a cualesquiera versos prosai­
cos y de puro sonsonete; Moratín, en una carta de 1822, se burla de si
mismo llamando aleluya a un poema suyo. También se dio este nom­
bre humorística o despectivamente a la combinación métrica llamada
pareado, uso que al parecer estrenó en 1886 Menéndez Pelayo para
referirse a una novedad literaria, las Humoradas de Campoamor,
Pero, por otra parte, las mismas aleluyas de los ciegos habían
engendrado otra línea semántica — igualmente despectiva o burles­
ca — basada, no en su vertiente digamos literaria, sino en caracte­
rísticas más globales, como su poca consistencia, calidad o impor­
tancia. Se usó la voz, por ejemplo, para designar a ‘una persona, o
un animal, de aspecto poco lucido, debido especialmente a su ex­
tremada flacura’; en una de las comedias del duque de Rivas, de
1840, una dueña de buenas carnes comenta con desdén la exagerada
delgadez de las damiselas del día, que son solo unas aleluyas / y , en
quitándoles las joyas, / [...] / parecen pollos sin plumas. O también,
en esta misma idea de ‘falta de consistencia’, encontramos el sen­
tido de ‘explicación fútil o razón falsa’, registrado en muchas zonas
de España y América: Entre ellos mesmos decían / que unas pren­
das eran suyas; / pero a m i me parecía / que esas eran aleluyas, di­
ce el gaucho Martín Fierro, en 1879. En fin, tratándose de la ramifi­
cación humorística del uso de una palabra, raro hubiera sido que el
habla popular no sacase a relucir el eterno tema del hambre: el uso
de aleluyas como ‘alimento inexistente o sumamente escaso’ apare­
ce en un cuento de Emilia Pardo Bazán, 1884, donde la tacañería del
señor mantiene a sus perros con aleluyas; o en un sainete de Ami-
ches, en que la joven protagonista considera que, de no haber sido
Las pglabra^en el tiempo: los diccionarios históricos 141

por el trabajo, ¿qué hubiésemos comido la meta e los días? Pos


aleluyas al gratín y pan de no hay.
Esta ordenación ramificada da una perspectiva tridimensional a la
evolución semántica de la palabra, frente a la perspectiva plana ofre­
cida por la tradicional estructura «lineal», que es la propia, entre otros
muchos, del Diccionario común de la Academia y del primer Diccio­
nario histórico. Se obtiene así una visión más acorde con la realidad
bullente de los cambios semánticos22.
He dejado sin mencionar hasta ahora una parte que es fundamento
de todo el artículo y que constituye el aspecto más característico y
valioso de un diccionario histórico. Me refiero a la parte documental.
No hay una sola acepción que no esté basada en la evidencia histórica
de su existencia; y así, cada una de las definiciones va inmediata­
mente seguida de una serie de breves textos, testimonios reales del
habla escrita, localizados con precisión y dispuestos cronológica­
mente, de los cuales se ha deducido aquella. La necesidad material de
limitar la extensión del artículo obliga a seleccionar un corto número
de tales textos, dando, del resto no seleccionado, solamente la cifra.
Para mayor facilidad de la consulta, los pasajes o autoridades van im­
presos en un cuerpo menor que el de las definiciones, y con sus res­
pectivas fechas claramente destacadas en negrita. A pesar de esta re­
ducción tipográfica, la parte documental del artículo es la causa de la
gran cantidad de espacio que este ocupa si se compara con el que le
corresponde en un diccionario corriente. Volviendo a nuestro ejem­
plo, el artículo aleluya, que en el Diccionario común de la Academia
cubre media columna, en el Diccionario histórico llena más de seis,
con un total de 611 líneas frente a las 42 que tiene en la Academia. El
artículo, que no es, ni mucho menos, de los más extensos del Diccio­

22 V. el penetrante comentario de una pareja de artículos del DHLE, alma y


ánima, en Lapesa, 1980c y 1981. El método de las ramas semánticas — expe­
rimentado ya con pleno éxito en el O E D — apareció expuesto detalladamente en
Casares (1950a: 71-91). Sobre las distintas posibilidades de enfoque en el análisis
de acepciones, v. Marcos Marín (1975).
142 Lexicografía histórica

nario histórico, está construido sobre unas 250 fichas, de las cuales
han sido seleccionadas e impresas como autoridades 135.
Los nueve millones de fichas que son la base y punto de partida
de todos los artículos del diccionario pertenecen a un corpus consti­
tuido por unos diez mil textos correspondientes a todas las épocas y a
todas las zonas de la lengua española, en los cuales están amplia­
mente representados todos los niveles lingüísticos23. La alquimia
transformadora de esos nueve millones de fichas en unos cientos de
miles de artículos de diccionario, convirtiendo ese almacén de mate­
rial bruto en una exposición ordenada de la historia de cada una de las
palabras, tanto las vivas como las ya desaparecidas, de este viejo y
universal idioma nuestro, puesta al servicio de todos los estudiosos de
él y de la cultura a la que ha servido de vehículo, es la inmensa tarea
que, con plena conciencia de su importancia y responsabilidad, tomó
sobre sí esta Academia cuando en 1946 organizó el Seminario de Le­
xicografía y puso los fundamentos del Diccionario histórico de la
lengua española.
El interés científico de una obra como esta parece fuera de duda,
por más que siempre sea posible la discusión sobre métodos y técni­
cas. Ahora bien, la complejidad y la magnitud de la empresa, al llevar
consigo inevitablemente un coste elevado y un tiempo largo, obligan
a aquilatar muy mucho todos los aspectos de la elaboración con seve­
ro realismo. La Academia, que tomó la decisión de crear para el
mundo hispanohablante un instrumento del que, vergonzosamente,
aún no dispone, ¿sabrá y podrá llevar a término la labor emprendida?

23 Lapesa (1972: vm ), daba la cifra de más de ocho millones de fichas, sin co


tar las de referencia. Desde aquella fecha, 1972, no ha cesado la incorporación de
nuevos materiales a los ficheros. La nómina de obras citadas en el tomo I del DHLE
incluye 7196 títulos, de los cuales 851 son de autor anónimo y el resto corresponde
a 2736 autores conocidos. Sobre la variedad de niveles lingüísticos, frente a la opi­
nión de Alvar Esquerra (1976: 39), el mismo Lapesa (1978) ha demostrado la utili­
zación efectiva y abundante de toda clase de documentos, ordenanzas, inventarios,
fueros, etc., que en muchos casos ofrecen los únicos testimonios de una palabra, y
en otros permiten adelantar la fecha inicial o dar prueba fehaciente de variantes
formales de multitud de vocablos que cuentan también con autoridades literarias.
la s palabras Vn el tiempo: los diccionarios históricos 143

8. LOS PROBLEMAS DE LA LEXICOGRAFÍA HISTÓRICA

Seguramente recordáis aquel romance viejo en que el rey Alfon­


so V, anhelando la conquista de Nápoles, exclama:
¡Oh, ciudad, cuánto me cuestas / por la gran desdicha mía!
Cuéstasme un tal hermano / que por hijo le tenía;
cuéstasme veinte y dos años, / los mejores de mi vida;
que en ti me nacieron barbas / y en ti las encanecía...

Estos versos fácilmente pudieran ponerse en boca del lexicógrafo,


lanzado a la temeraria aventura de la conquista de las palabras. No
hay exageración ninguna en lo que digo: el lexicógrafo, en su empe­
ño, ve cómo huye su juventud, cómo va perdiendo compañeros que
empezaron el camino con él, cómo su trabajo le aleja de la vida y le
acerca a una eternidad sin laureles. Henri Estienne, el autor del Teso­
ro de la lengua griega (1572), se desahogaba así en un epigrama:
El Tesoro, en vez de rico, me ha hecho pobre,
y hace que, siendo joven, me surque la arruga de la vejez.

Un ilustre contemporáneo de Estienne, José Justo Sealigero, des­


cribió con más elocuencia la labor lexicográfica:
Si a alguno un día le aguarda, por la dura sentencia del juez,
una vida condenada a tribulaciones y suplicios,
no le fatiguen los calabozos, con su hacinamiento y sus trabajos,
ni maltrate sus duras manos la excavación de las minas:
que componga diccionarios; pues — ¿qué espero a decirlo?— todas
las formas de castigo las tiene, él solo, este menester24.

En el siglo xvm Samuel Johnson incluía en su Diccionario el ar­


tículo lexicógrafo con esta definición: «ganapán inofensivo que se
ocupa en descubrir el origen de las palabras y en precisar su signifi­

24 Es mía la traducción. El texto latino de los dos epigramas está en Migliorini


(1961: 86), Una imitación del de Sealigero aparece en el prefacio del Diccionario
de los jesuítas de Trévoux, 1740 (cf. Rey, 1970: 304).
144 Lexicografía histórica

cado»25. Este enunciado es más profundo que una simple broma; y


nos lo demuestran bien explícitamente las reflexiones con que se abre
el prefacio de la misma obra. Dicen así:
Es destino de quienes se fatigan en las tareas más bajas de la vida
el ser antes movidos por el temor del mal que atraídos por la perspec­
tiva del bien; estar expuestos a censura sin esperanza de elogio; ser
deshonrados por el fracaso, o castigados por la negligencia, donde el
éxito hubiera pasado sin aplauso y la diligencia sin recompensa.
Entre estos infelices mortales está el escritor de diccionarios; al
cual la humanidad ha considerado, no como el discípulo, sino como
el esclavo de la ciencia; el soldado zapador de las letras, destinado
solo a remover broza y despejar estorbos de los caminos por donde la
erudición y el genio siguen adelante a la conquista y a la gloria, sin
otorgar una sonrisa al humilde azacán que facilita su avance. Todos
los demás autores pueden aspirar al elogio; el lexicógrafo solo puede
esperar librarse del reproche, y aun esta recompensa negativa ha sido
concedida hasta ahora a muy pocos.

Efectivamente, ni el reconocimiento de los contemporáneos ni la


fama postuma suelen ser el premio de las fatigas de quien hace un
diccionario. Bien lo dice Alain Rey: «¡Triste lexicógrafo! Si su tra­
bajo es mediocre, si ha envejecido, se le borra justamente de la me­
moria colectiva. Si persiste como obra maestra, el libro absorbe al
hombre. Iniciador, autores, colaboradores, nombres de prestigio en­
gañosamente evocador o nombres discretos: todo es reducido a la na­
da en favor de un título» (Rey, 1970: 18). El mundo de los dicciona­
rios está lleno de ejemplos. Los nombres de James Murray y sus
colaboradores se borran cuando su obra es mencionada universal-
mente como el Diccionario de Oxford. En nuestra propia Casa, sabe­
mos hoy más o menos, sí, que el Diccionario de autoridades nació

15 El texto inglés dice: «Lexicographer: A writer o f dictionaries; a harmless


drudge, that busies hiraself in tracing the original, and detailing the signifícation of
words». La traducción española que doy es de Casares (1950a: 146). Es mía, en
cambio, la del fragmento del prefacio.
la s palabras\n el tiempo: los diccionarios históricos 145

gracias al impulso del marqués de Vil lena, fundador de la Academia;


pero solo por la diligencia de Femando Lázaro sabemos cuánto debe
la obra a la benemérita y entregada tenacidad de Vincencio Squary.a-
figo (Lázaro Carreter, 1972: 97), de cuyo nombre, totalmente oculto
tras el del gran edificio, solo nos acordamos unos cuantos devotos.
Otras veces, por caminos opuestos, la popularidad ha desgastado y
vaciado el apellido, como en el caso de Webster, el fundador de la
lexicografía norteamericana, cuyo nombre figura hoy en la portada de
docenas de diccionarios que nada tienen que ver con él. Quizá el caso
extremo en este sentido, entre los compiladores de palabras, sea el del
italiano Ambrosio Calepino (muerto en 1512), que, como nos recuer­
da Weekley, «tuvo la rara experiencia de convertirse él mismo en
palabra» (1924: 13); fenómeno que ocurrió, por lo menos, en cuatro
lenguas (italiano, francés, inglés, español), en cuyo léxico calepino
figura desde el siglo xvi como nombre común con diversos significa­
dos.
Como ha escrito Migliorini, «los que no han trabajado en ello no
tienen idea de la cantidad extraordinaria de trabajo que se esconde en
un diccionario, si este no es una mera revisión o un compendio de
obras precedentes, sino una obra redactada de nueva planta» (Miglio-
rini, 1961: 85). Veamos, como ilustración, cuál era la jomada de
Émile Littré, en su casita de campo de Mesnil-le-Roi, en plena prepa­
ración de su Diccionario: se levantaba a las ocho, se iba a trabajar al
piso bajo mientras le arreglaban la habitación; subía a las nueve y co­
rregía pruebas del Diccionario hasta la hora de comer. De una a tres,
como descanso, trabajaba en el Journal des Savants, del que era re­
dactor. Después, hasta las seis, Diccionario de nuevo. A las seis, cena.
Y, a partir de las siete, otra vez Diccionario, hasta las tres de la ma­
drugada, hora en que ordinariamente quedaba terminada la tarea pre­
vista. Pero, «si no lo estaba — cuenta el propio Littré (1880, citado
por Rey, 1970: 127-128, y Matoré, 1968: 120) — , yo prolongaba la
velada, y más de una vez [...] apagué mi lámpara para continuar a
la luz del alba». Ya vimos antes cómo James Murray tenía una jom a­
da nunca inferior a doce horas. Y de Pierre Larousse, el creador del
146 Lexicografía histórica

Gran diccionario universal del siglo xix, sabemos que dedicaba a él


catorce horas diarias (Rétif, 1975: 166).
¿Son superhombres estos que pueden sostener durante tanto tiem­
po un trabajo tan intenso? «¡Honor a estos hombres que son los lexi­
cógrafos! ¡Suyos son los trabajos de Hércules, suyo el destino de
Sísifo!», proclamó irónicamente, en un reciente congreso, un colega
estadounidense26. Sin duda hay en ellos un factor importante de re­
sistencia física; pero la clave profunda de su energía es la fe que
mueve las montañas; la convicción fírme de que la obra que han em­
prendido es una obra que de verdad vale la pena. Porque, a pesar del
esfuerzo en que estos galeotes del mar de las palabras consumen su
fortuna, su salud, su vida y su alma (Rétif, 1975: 189), la satisfacción
íntima les da aliento y los reconforta27.
Ahora bien, estos masoquistas ¿reúnen solo determinadas cuali­
dades morales y físicas? No por cierto; es necesaria también en ellos
una determinada disposición intelectual. Cuenta Bertrand Russell que,
siendo él profesor en Cambridge, recibió, al terminar un curso, la vi­
sita de un alumno llamado Wittgenstein (sí, ese mismo que luego fue
famoso filósofo); este le preguntó: «Por favor, ¿me quiere decir: soy
un idiota completo, o no lo soy?». Russell replicó: «Mi querido mu­
chacho, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?». Respondió el estudiante:
«Porque, si soy un idiota completo, me convertiré en aeronáutico; pe­
ro, si no es así, seré filósofo» (Russell, 1956: 30). La pequeña anéc­
dota viene a cuento de que los que se consagran a la lexicografía no
son «aeronáuticos»; quiero decir, no van a ella como consecuencia de
no servir para otra cosa mejor; sino que, por el contrario, reúnen con­
diciones positivas específicas para esa actividad, del mismo modo
que, según parece, las reunía Wittgenstein para la filosofía.

26 W. F. Twaddell, citado por Zampolli (1973: 120).


27 Murray escribía en 1904: «A veces me pregunto si alguien se dará cuenta del
trabajo que cuesta el Diccionario [...]; pero no me importa: yo lo sé; y me gusta en­
frentarme con los hechos y obligarles a entregar su secreto» (citado en Murray,
1977: 301). Y, por su parte, James Hulbert dice rotundamente que no conoce activi­
dad intelectual más grata que trabajar en un diccionario (1968: 42).
las palabras eVi el tiempo: los diccionarios históricos 147

Entre las condiciones intelectuales, nuestro maestro don Julio Ca­


sares señalaba como fundamental una capacidad analítica — «olfato»,
decía Menéndez Pidal— discemidora de acepciones y matices que
suelen escapar inadvertidos al hablante medio (Casares, 1950a: 24).
A] lado de esta facultad analítica, no se ha señalado otra que también
es indispensable, como que es complemento de ella: la capacidad de
síntesis, por la cual, tras discernir entre lo esencial y lo secundario, lo
relevante y lo no relevante, se descubren y destacan los elementos
profundos que son comunes a cosas diferentes. Del difícil equilibrio
entre uno y otro mecanismo depende la auténtica aptitud del sujeto
para este oficio.
Me parece obvio advertir que este equipaje mental referido al len­
guaje — en el cual deben incluirse otros dos componentes, igualmente
complementarios entre sí, que son el rigor lógico y una mediana ima­
ginación— es por completo independiente de otras dotes semejantes
que se reputan necesarias para otras actividades, sean de carácter crí­
tico o científico; y que, por otra parte, tiene poco que ver con cualida­
des aparentemente afines, como son el interés o el amor por el idio­
ma, y la curiosidad o la atracción — tanto de tipo intelectual como
estético— hacia las palabras.
Charles Onions afirmaba que «el verdadero trabajador de diccio­
narios nace y no se hace, y que ninguna aplicación ni diligencia supli­
rán jamás la falta de aptitud natural para el trabajo» (1933: xvn).
Aunque yo soy un poco escéptico en esto de los innatismos, no creo
que se pueda discutir que sin un cerebro dotado de unas determinadas
cualidades básicas nadie puede pasar el umbral de la lexicografía.
Conste, por descontado, como dice Casares, que la carencia de esas
facultades nada significa en menoscabo del talento o de la ciencia de
quienes no logran penetrar en este santuario o purgatorio (1950a: 24).
Pero también es preciso subrayar que aquella capacidad solamente se
descubre y se logra a través de un particular cultivo. Para dedicarse a
la lexicografía es indispensable partir de un nivel decoroso de cono­
cimiento de la lengua y la literatura (conocimiento digo, y no mera
ciencia); después, entregarse con ahínco a una etapa de entrenamiento
148 Lexicografía histórica

intenso destinado a adquirir las técnicas del oficio, las cuales son tan
complejas que difícilmente terminan de dominarse por completo. El
mismo Casares, pensando en su Seminario lexicográfico, advertía que
el aprendizaje de la especialidad no es cosa de meses, sino de años. Y
Wartburg consideraba necesaria una preparación de no menos de
ocho años para que los colaboradores de su Diccionario etimológico
francés [Franzósisches Etymologisches Wórterbuch] alcanzasen la
madurez científica y la formación precisa para asumir esa tarea deli­
cada que es la redacción de un artículo (1957: 214; cf. Schulze-
Busacker, 1974: 78).
La creencia popular de que para hacer un diccionario es necesario
«saberlo todo», siendo la obra algo así como una emanación alfabé­
tica de un cerebro privilegiado, no estuvo totalmente ausente del pen­
samiento de algunos lexicógrafos ilustres, como Littré y Murray,
poseedores ambos de vastos conocimientos casi enciclopédicos, par­
ticularmente el segundo (Murray, 1903: 12). Pero esta autosuficiencia
no solo no es posible, como ya señaló Johnson (1755: [7]), sino que
ni siquiera es necesaria. De hecho, el mismo Littré contó con la cola­
boración inmediata de tres personas especializadas en determinadas
ramas (Rey, 1970: 142 y 144); y de Murray sabemos que cada sema­
na escribía entre veinte y treinta cartas de consulta a especialistas en
distintas materias (Murray, 1977: 201). Hoy, cuando la marea de los
tecnicismos exige cada día mayor atención por parte de los lexicógra­
fos, se considera necesario que personas con un cierto nivel de espe-
cialización científica formen parte del equipo de redacción (cf. Ior-
dan, 1957: 229). Los editores no solo lo están llevando a la práctica,
sino que además establecen una red de consultores extemos para
completar la información que ocasionalmente puede faltar en tal x>
cual campo. Así, el Suplemento del Oxford que se está editando desde
1972, aparte de incluir dentro de su equipo redactor a cuatro especia­
listas no lingüistas, cuenta con setenta y cuatro consultores externos,
repartidos por varios países. Por su lado, el Diccionario sueco utiliza
los servicios de un elenco de ochenta expertos en diversas ciencias y
técnicas (Ekbo, 1971: 48). No debe pensarse que este proceder es ex-
¿¿jí palabras en el tiempo: los diccionarios históricos 149

elusivo de empresas de alto nivel erudito. Por no mencionar los mas-


todónticos (y a veces excelentes) diccionarios norteamericanos28, al­
gunos diccionarios comerciales europeos de calidad, como el italiano
de Devoto y Oli (1971), o el famoso de Zingarelli (10.a ed., 1970), o
el Collins inglés (1979), se han compilado con la cooperación de de­
cenas de redactores y consultores de muy variadas disciplinas.
Por supuesto, no son solo asesores de las ramas del saber los que
acompañan al lexicógrafo en su tarea, sobre todo en los diccionarios
de gran envergadura. El caso del Diccionario alemán, cuya redacción
estuvo durante muchos años en manos de una sola o de dos personas,
es hoy inconcebible. En los grandes diccionarios el autor es colectivo,
aunque en él sea fundamental la figura de un director, a quien está
encomendada, entre otras, la misión de evitar que ese colectivo se
convierta en un monstruo de veinte cabezas.
El equipo de redacción de un diccionario histórico, entendiendo
por equipo el conjunto de personas que trabajan en su confección bajo
un mismo techo, es de cuantía variable, directamente relacionada con
la organización general de la producción. El Tesoro de la lengua fran­
cesa presenta en la primera página del último tomo aparecido hasta
ahora (1979) una lista de unas cien personas, sin contar las pertene­
cientes a otros servicios radicados fuera de la sede del laboratorio.
Aunque esa cifra está algo inflada, porque incluye personas que cola­
boraron solo temporalmente, es excepcional. Los equipos de los dic­
cionarios históricos oscilan alrededor de las diez personas, de las
cuales solo una parte son verdaderos redactores29. El resto, que suele

a Por ejemplo: Funk and Wagnalls New Standard Dictionary o f the English
Language. Prepared by more than 380 specialists and other scholars, under the
supervisión o f Isaac K. Funk, Calvin Thomas, Frank H. Vizetilly. New York and
London 1913, El W ebster’s Third (1961) cuenta, aparte del equipo de redacción,
constituido por 138 personas, con 202 consultores extemos.
19 En 1884, al publicarse el primer fascículo, el equipo del OED estaba formado
por nueve personas: director, tres colaboradores de primera, tres de segunda y dos
de tercera (Murray, 1977: 369). Según mis noticias, el taller de M unay siempre se
mantuvo alrededor de esta cifra. Téngase en cuenta, no obstante, que en el OED
funcionaron más tarde simultáneamente otros equipos de redacción. En cuanto al
150 Lexicografía histórica

constituir un porcentaje mayor, desempeña otras funciones, igual­


mente imprescindibles, pero colaterales a la redacción propiamente
dicha.
Que el número de redactores sea una minoría dentro del equipo
no ha de sorprender. En primer lugar, no es fácil encontrar personas
con la disposición y la preparación adecuadas, ni es fácil después
formarlas en el oficio, ni es fácil después conservarlas. Pero además,
aun teniendo superadas estas dificultades, la exigencia de una mínima
uniformidad en la obra no hace deseable que la redacción ande dise­
minada en muchas manos, si el trabajo efectuado por estas ha de pa­
sar después por el control de una sola persona, único procedimiento
para que el diccionario sea un concierto y no una algarabía.
La presencia inexcusable de un director-embudo en la producción
del diccionario hace que se plantee sombríamente el problema del
tiempo. Sin duda la solución estaría en hacer que el director trabajase
aún más; pero, si bien nunca puede aspirar a los mismos derechos que
un obrero manual, también es verdad que su resistencia tiene un lí­
mite. ¿Qué hacer, pues, si las horas de trabajo del director no pueden
multiplicarse? Multiplicar al mismo director; es decir, hacerle com­
partir su responsabilidad con varios subdirectores, cada uno de ellos
al frente de una célula de redacción, quedándole al director el papel
de garantizar la unidad general de la obra, a través del contacto per­
manente con las entidades autónomas. Esto fue lo que se hizo, como
dije, con el Diccionario de Oxford, y algo parecido se está haciendo
ahora en el Tesoro de la lengua francesa, en cuya lista de colaborado­
res se mencionan cuatro unidades de redacción — llamadas «de sin­

número de redactores propiamente dichos en otros diccionarios, he aquí los datos


recogidos directamente por mí de los respectivos directores en la M esa Redonda de
Diccionarios Históricos celebrada en Florencia en 1971: el TLF contaba con 40 re­
dactores; el D eutsches Worterbuch, con 6 en Berlín y 7 en Gotinga; el Diccionario
sueco, con 6; el Suplemento del OED. con 14; el Diccionario holandés, con 4; el
Dictionary o f the Older Scottish Tongue, con 6.
la s palabras e)t el tiempo: los diccionarios históricos 151

pronía»—•, con un «responsable» al frente de cada una (TLF, VII,


1979: v).
Un diccionario histórico, por la cantidad y la complejidad del
material con que tiene que operar, se enfrenta siempre con el fantas­
ma del tiempo. No existe una sola empresa de este género, terminada
o en marcha, en que la realidad haya respondido a las previsiones (cf.
Zgusta, 1971: 348; Casares, 1950a: 256-260). Y en esto, así como en
la falta de dinero, está el enemigo mortal de esta clase de obras. Por­
que el alargamiento excesivo de su producción lleva consigo la dis­
continuidad de las personas, tanto las que la realizan como las que la
impulsan directa e indirectamente; y no solo las personas, sino por
supuesto la sociedad y las instituciones en que actúan y a que están
sometidas aquellas. Cuanto más largo es el tiempo, más alto es el
riesgo de interrupción, que será, además de la frustración personal de
quienes emprendieron la lucha, la pérdida de todo el enorme esfuerzo
humano y material invertido durante largos años. El cementerio de la
lexicografía está lleno de tristes ejemplos de diccionarios truncados;
dos de ellos de esta misma Academia: uno es la segunda edición del
Diccionario de autoridades, cuyo primer volumen se publicó en 1770
y no tuvo continuación; el otro es el Diccionario histórico de 1933,
del que ya hemos hablado, el cual quedó interrumpido en su segundo
tomo. No es este el único diccionario histórico fracasado: también la
Academia Francesa publicó, entre 1865 y 1894, cuatro tomos de un
Diccionario histórico de la lengua francesa que llegaron hasta el final
de la letra A (Académie Frangaise, 1865-94).
Uno de los determinantes principales del problema del tiempo
en un diccionario histórico es el material utilizado para la redacción.
Si este material es escaso, se hace necesario enriquecerlo sobre la
marcha; si es defectuoso, es indispensable someterlo a continuo
control. Ambas operaciones significan una rémora grave en el ritmo
de producción, si recaen sobre el personal redactor. Pero no es difí­
cil preservar a este de tales distracciones, destinando una sección no.
redactora, con carácter permanente, al perfeccionamiento del.'niatc-
rial, cuya principal misión sería continuar el despojamicntp'de tex­
152 Lexicografía histórica

tos con vistas a incrementar el fondo de fichas y a sustituir paulati­


namente las fichas manuales, de dudosa fiabilidad, por fichas foto-
copiadas 30.
Los diccionarios que hoy se realizan sobre materiales obtenidos
por medio de despojamientos electrónicos tienen, ipso facto, resuelto
el problema cuantitativo. Frente a los nueve millones de fichas de que
dispone el Diccionario histórico de la lengua española, el Tesoro de
la lengua francesa cuenta con cien millones, y eso solo para los siglos
xix y xx. Sin embargo, el riesgo de defectos cualitativos no se elimi­
na con este procedimiento, Si en el Tesoro francés este riesgo se halla
bastante reducido, ello se debe a que por ahora opera exclusivamente
sobre la lengua moderna31.
Pero el material electrónico tiene el inconveniente de que su mis­
ma superabundancia puede constituir un grave obstáculo de tiempo,
puesto que la ineludible fase de redacción sigue dependiendo exclusi­
vamente del elemento humano, igual que cuando se trabaja sobre
despojamientos de tipo tradicional32. El torrente abrumador de fichas

30 Material de xerocopias y microfilmes es el que se utiliza en la reelaboración


del Deutsches Wórterbuch (cf. Bahr, 1971: 28). Sobre el intento, temporalmente pa­
ralizado, de renovar el fichero de la Academia sustituyendo el fondo antiguo por
uno de fichas xerocopiadas, v. n. 19.
Jl Asi lo reconoce P. Imbs (1971b: 14).
31 Cf. R. L. Venezky (extr. en Zampolli (1973: 123). Cf. también A. Duro
(1971: 19): «El mérito de las máquinas se reduce muchísimo en favor del trabajo
humano». Téngase en cuenta que Duro habla a propósito de los trabajos de la Aca­
demia de la Crusca para un Tesoro degli origini proyectado básicamente sobre pro­
cedimientos mecánicos. Recuérdese, asimismo, la opinión de R. L. Wagner: «Te­
nemos que [...] beneñeiamos, por supuesto, de las ventajas técnicas recientes, pero
sin olvidar jamás esto: que en fin de cuentas un diccionario es una obra del espíritu.
Las máquinas, sin duda, nos ahorrarán tiempo y esfuerzos; no nos dispensarán de
ejercitar nuestra inteligencia y nuestra libre crítica» (Wagner, 1957: 31). Y la de
J. H. Friend: «En esencia, la confección de diccionarios sigue siendo lo que siempre
ha sido, una actividad humana que exige conocimiento, pericia, juicio, habilidad e
intuición. El lexicógrafo ideal [...] tiene que conocer bien la lengua o lenguas con
que se enfrenta, tanto en la forma hablada como en la escrita, y en sus variedades
históricas, regionales, sociales y estilísticas. Tiene que conocer y poner efectiva­
l a s palabras eh el tiempo: los diccionarios históricos 153

que inunda la mesa del redactor obliga a este, o bien a seleccionar


precipitadamente el material básico para su trabajo, o bien a recurrir
al poco científico procedimiento del muestreo, lo cual reduce a di­
mensiones considerablemente modestas las resplandecientes ventajas
del sistema.
Una de las estrategias ideadas para vencer al enemigo tiempo es
acometer la empresa de un diccionario histórico no tratando de abar­
car toda la historia de la lengua de una vez, sino por etapas; sistema
que suele llamarse «de cortes sincrónicos», con un concepto de la
sincronía que quizá haría pestañear a Saussure, ya que aparece apli­
cado a períodos que abarcan casi doscientos años. A este procedi­
miento hay que reconocerle la ventaja de que, si se empieza por la
época moderna, como hacen los editores del Tesoro de la lengua
francesa, es mucho más accesible a la «competencia» lingüística del
lexicógrafo, lo cual hace su trabajo más fácil y, por tanto, más rápido.
Pero tiene el fuerte incoveniente de que con él se fragmenta la conti­
nuidad de la evolución semántica de las unidades léxicas estudiadas,
quedando bastante distorsionado el carácter «histórico» del dicciona­
rio y quedando, por consiguiente, amenazada la propia identidad de la
obra total.
Ahora bien, el problema del desfase entre duración prevista y du­
ración real se mantiene en carne viva, sin excepción, sean cuales sean
la estructura y la infraestructura de las obras. Es indispensable intro­
ducir en la organización correcciones periódicas sobre la marcha para
neutralizar en lo posible el coeficiente de retraso. Maniobra siempre
comprometida, pues estas rectificaciones de rumbo, que reclaman
grandes dosis de realismo, deben evitar con cuidado llegar al extremo
de sacrificar el estilo, y no digamos la calidad, de la obra. Esta deva­

mente en práctica los principios y las técnicas de la lingüistica. Tiene que poseer
habilidad para inferir el significado preciso de las locuciones en un contexto, para
distinguir matices de uso y gramática con frecuencia sutiles, para juzgar la relativa
probabilidad de derivaciones discutidas, para organizar los polifacéticos materiales
con que opera, y para escribir definiciones que sean exactas, comprensivas, claras y
económicas. Ninguna máquina puede hacer esto» (Friend, 1969: 387).
154 Lexicografía histórica

luación en poco se diferenciaría del aniquilamiento. Uno de los cami-


nos más directos para degradar la obra es el de rebajar las exigencias
en la redacción. Confeccionar un artículo de diccionario histórico es
tarea refinada que ni puede hacerse alegremente ni puede encomen­
darse a cualquiera.
¿Qué solución queda, cuando se quiere componer un diccionario
que abarque toda la historia de la lengua, que esté redactado con un
nivel de calidad aceptable y cuya producción se encierre dentro de
un plazo moderado? Teniendo a la vista la experiencia ajena, la solu­
ción estaría en formar pacientemente, desde el principio, redactores
cualificados entre los cuales se pudieran ir escogiendo poco a poco
los jefes de nuevos equipos de redacción. Sería preciso probar una
y otra vez con gente joven que viniera aceptablemente preparada y
dispuesta (dos cosas distintas), y seleccionar solo a los que acredita­
ran auténtica capacidad. Para mí es evidente que el trabajo simultáneo
de varios equipos con plena dedicación, autónomos, pero coordinados
por un director general, es la única forma racional de llevar a cabo
una obra de esta índole.
Un ilustre académico de hace un siglo escribió unos versos in­
marcesibles (más por su contenido que por su forma):
En guerra y en amor es lo primero
el dinero, el dinero y el dinero.

Pues bien, igual que en la guerra y el amor, también en los dicciona­


rios históricos el dinero es primordial. La envergadura de esta clase
de obras hace que sean siempre caras y que pocas veces hayan sido
planteadas como empresas con rentabilidad material. Todavía en una
primera época se atreven con ellas las editoriales privadas: así ocu­
rrió durante medio siglo con el Diccionario de Grimm; así, con el de
Littré; así, con el de Tommaseo y Bellini. En nuestro siglo ya es ex­
cepcional un caso como el del Diccionario de Salvatore Battaglia.
El impulso desinteresado, ya por parte de entidades culturales pri­
vadas, ya por parte de los gobiernos, ha estado presente en los gran­
des diccionarios no históricos a partir del de la Academia de la Crus-
las palabras e \ el tiempo: los diccionarios históricos 155

^ eri los comienzos del siglo x v ii, y en él se inscriben, por ejemplo,


loá Diccionarios de las Academias Francesa y Española. En cuanto
a los diccionarios históricos, en los países anglosajones se han sus­
tentado siempre sobre la ayuda de universidades, fundaciones priva-
<jas y personas particulares (cf. Aitken, 1971: 40-41). En los restantes
países (salvo en el caso del Diccionario catalán, de cuya financiación
popular ya hablé antes) es el Estado, consciente del singular alcance
cultural, e incluso de alta política, de este tipo de empresas, el que
asume todos los gastos. En Francia, tal vez la nación que con más
realismo ha comprendido siempre la honda importancia del idioma, el
despliegue de medios que se han puesto al servicio de la producción
del Tesoro de la lengua francesa es impresionante y aleccionador (cf.
Imbs, 1971). Y, desde otro ángulo, también es aleccionador que el
Instituto de Lexicología Neerlandesa, de Leiden, editor del Dicciona­
rio histórico neerlandés, sea mantenido por las dos naciones a las que
este idioma pertenece: Holanda y Bélgica (Tollcnaere, 1971: 51)33.
El Diccionario histórico de la lengua española se publica gracias
a una subvención que el Gobierno estableció expresamente a favor
del Seminario de Lexicografía en el Decreto de fundación de este,
subvención canalizada a través de la Real Academia Española, de
quien depende y en cuyo seno funciona el Seminario. El mecenazgo
del Estado es algo consustancial a la existencia y vitalidad de las
Reales Academias. Claro que la palabra mecenazgo es quizá un po­
co grandiosa; no es obligatorio incluir siempre en ella la idea de ge­
nerosidad, ni aun la de decoro. Al menos así lo han entendido con
frecuencia los gobiernos. Sin embargo, es justo recordar que esta
Academia Española recibió del monarca fundador, el primer Bor-
bón, pruebas tangibles de auténtico interés por la institución y sus
actividades, decretando en 1723 una renta anual, con cargo al im­
puesto del tabaco, destinada a la publicación del Diccionario de auto­
ridades (Academia, 1726: xxxrv). Felipe V tuvo una intuición clara

33 El Instituto de Lexicología Neerlandesa es sostenido en dos terceras partes por


Holanda y en una tercera parte por Bélgica.
156 Lexicografía histórica

de la importancia que esta obra tendría para la ilustración de la na-


ción, y gracias a la gran visión del rey (y al pequeño sacrificio de los
fumadores) pudo salir a la luz en un tiempo increíblemente corto un
libro que no solo es honra de su época y fundamento del prestigio de
esta Academia, sino la piedra angular de la lexicografía española.
El Diccionario histórico es una obra de importancia paralela, en
nuestro tiempo, a la que en el suyo tuvo el Diccionario de autorida­
des. Está destinado a ser el inventario más extenso y documentado del
léxico español, abarcando en toda su amplitud los siglos y las tierras
sobre los que se extiende nuestro idioma; pero solo podrá serlo, y en
un plazo razonable, si dispone de medios proporcionados a la maguí,
tud del propósito. Es evidente que hoy tales medios son suficientes
solo para mantener el motor en marcha; pero nadie puede esperar que
con el simple mantenimiento se vaya a llegar nunca a la meta desea­
da. Como siempre, será fácil alegar la crisis económica; y, como
siempre, no será difícil replicar que, a pesar de la crisis, se gastan sin
demasiado miramiento importantes cantidades en actividades seudo-
culturales. Será necesario que nuestros gobernantes se den cuenta, de
una vez, de que la lengua, la lengua oficial, tiene un papel vertebral
en la vida de una nación, y que cuanta más atención se dedique a los
trabajos orientados a su mayor difusión y a su conocimiento más pro­
fundo, mayores serán los beneficios para la comunidad a la que esa
lengua sirve. Será necesario que nuestros gobernantes recuerden que
la lengua española es lo único que de verdad nos une radicalmente
con una veintena de países cuya cooperación estrecha, cuya herman­
dad con el nuestro, es uno de los bienes más deseables hoy para todos
nosotros. Y será necesario también, aunque esto ya lo enuncio como
un bello sueño, que esos veinte países que habitan con nosotros en la
misma lengua unan su esfuerzo al nuestro para llevar adelante una
obra que es igualmente suya y que está igualmente llamada a fortale­
cer su propia personalidad dentro del mundo.
8
CUERVO Y LA LEXICOGRAFÍA HISTÓRICA*

En Thesaurus, t. XXXVI, 1981, págs. 335-38, don Jaime Bemal


Leongómez ha publicado una nota en la que me reprocha no haber in­
cluido el nombre de Rufino José Cuervo entre los de los autores de
diccionarios históricos, dentro de mi discurso de ingreso en la Aca­
demia Española, cuyo tema era ese subgénero lexicográfico1. Como
el autor de la nota supone benévolamente que es imposible que yo no
conozca el Diccionario de construcción y régimen, su conclusión es
que la ausencia del nombre ilustre es «un olvido imperdonable». En
su opinión, yo no quise, por alguna razón desconocida, destacar la
obra del sabio filólogo colombiano. Dice, nada menos, que «un aca­
démico de la Península desdeña olímpicamente una obra que es gloria
de la América hispánica y desconoce desde ahora un valor tan grande
y de tan reconocida proyección universal». Y llega mi censor a asu­
mir la representación de toda la América hispanohablante para pro­
clamar que «ofende a todo el mundo hispanoamericano el indiferente
y desdeñoso desconocimiento de una obra de los quilates del Diccio­
nario de construcción y régimen».

[Publicado en Thesaurus, Boletín del Instituto Caro y Cuervo, XXXVII (1982),


647-52],
! Las palabras en el tiempo: los diccionarios históricos, Madrid 1980. [Es el
capítulo precedente de este libro].
158 Lexicografía historien

Ante alegato tan abrumador, yo me sentiría ahora mismo impul.


sado a implorar perdón, no solo a la noble memoria de Rufino José
Cuervo, sino a toda la América de lengua española, en nombre de las
cuales se erige en acusador mi amable crítico. Yo lo haría, si hubiese
razón para ello. Pero ¿es posible que alguien crea seriamente que un
pobre filólogo español pretenda, con una pueril conspiración de silen­
cio, mermar la gloria del gran maestro colombiano? Por otra parte, se
diría que las palabras de mi reprensor van cargadas de una suspicacia
que podríamos llamar nacionalista y que es necesario disipar cuanto
antes: parece como si quisiéramos oponer lo español a lo colombiano
o a lo hispanoamericano. Siendo la lengua española la morada común
de todos nosotros, con todo derecho los americanos hablan de «nues­
tro Cervantes», como los españoles hablan de «nuestro Rubén»; y por
eso mismo, es perfectamente natural que, pensando en la patria lin­
güística y no en otra, los estudiosos de mi país asignemos un lugar de
honor en la filología española a Rufino José Cuervo, uno de los dos
nombres (el otro es el de Andrés Bello) más ilustres de nuestra lin­
güística en el siglo xix. «En el profundo conocimiento de nuestro
idioma — decía en 1896 Juan Valera— nadie hay ahora en España
que compita con don Rufino Cuervo» (Valera, 1896: 906). Y, si se
me permite hablar de mí mismo, diré que precisamente a Cuervo de­
bo mucho de mi formación. Es uno de esos maestros de quienes nun­
ca se termina de aprender: modelo, entre otras virtudes intelectuales y
humanas, de lucidez, de equilibrio, de mesura, de cortesía.
Añadiré más: desde el pinito de vista lexicográfico, nadie duda
que el Diccionario de construcción y régimen es una obra de singular
relieve. No solamente por el rigor del método — el más serio puesto
en práctica hasta entonces en la lexicografía española— , sino por la
penetración de los análisis semánticos y el acierto de las definiciones,
cualidades ambas habituales en sus artículos. En la redacción del Dic­
cionario histórico de la Academia Española — tarea a la que estoy di­
rectamente vinculado desde hace veinte años— se tienen a la vista,
para aquellos vocablos (por desgracia, muy escasos con relación al
corpus académico) que han sido estudiados por Cuervo, no solo las
f„ trvo V ¡a lexicografía histórica 159

fundantes autoridades aportadas por este, sino también su distribu­


ción en acepciones y sus enunciados defmitorios, salvando siempre,
obviamente, las diferencias de objetivo, de método y de criterio que
presentan ambas obras. También en otro aspecto, la Academia ha
demostrado su aprecio a la obra de Cuervo cooperando con materiales
lexicográficos en la preparación de 6 de los 12 fascículos hasta ahora
publicados por el Instituto Caro y Cuervo, de la continuación del Dic­
cionario de construcción y régimen 2.
¿Cómo se explica, entonces, la omisión del Diccionario de Cuer­
vo en mi panorama de los diccionarios históricos, omisión que tan
grave desazón ha causado a mi estimado comentarista? La razón está,
sin duda, en el distinto sentido en que él y yo entendemos el sintagma
«diccionario histórico».
No creo que sea demasiado difícil extraer de la lectura de mi tra­
bajo, dedicado a los diccionarios históricos, cuál es para mí el con­
cepto de este tipo de obras. De manera bastante explícita se dice en la
pág. 152bis que «los diccionarios históricos [...] se distinguen por su
propósito de catalogar el léxico de una lengua sobre la base de una
documentación que abarca toda la historia de esa lengua». Tal vez no
sea ocioso recordar que «léxico» es el conjunto de todas las unidades
significativas de la lengua3, no un sector limitado de ellas, y advertir,
por consiguiente, que en ese propósito señalado de catalogar el léxico
no se apartan los diccionarios históricos de lo que se llama un diccio­
nario «de lengua» (es decir, un diccionario general). Genéricamente,
pues, un diccionario histórico es un diccionario «de lengua», y es so­
lamente lo histórico su diferencia específica. Interesa subrayar que
este concepto no es invención mía, sino que es el universalmente ad­
mitido por los lexicógrafos y, en especial, naturalmente, por los lexi­

2 Véanse las introducciones de los fascículos 5 (1974), 6 (1975), 7 (1975), 8


(1976), 9 (1976) y 10(1978).
2*" [Pág. 111 de este libro].
3 Por citar solamente diccionarios de terminología lingüística, cf., por ejemplo,
Lázaro Carreter (1962), Pei (1966), Dubois et al. (1973), Mounin (1974), Rey-
Debove (1973: 88).
160 Lexicografía historien

cógrafos históricos. En las dos Mesas Redondas Internacionales de


Lexicografía Histórica, de Florencia (1971) y Leiden (1977), se to­
maba como base este mismo concepto, y ni una sola de las ponencias
leídas en ellas lo puso en tela de juicio4. Esta tradición, aceptada por
todos los especialistas, es resumida con toda claridad por Josette Rey.
Debove: «Tenemos costumbre de llamar diccionario histórico a un
diccionario de lengua que informa sobre la historia de las palabras»
(Rey-Debove, 1973: 108).
El Sr. Bemal parece, a primera vista, aceptar el criterio universal
de los lexicógrafos cuando declara que «es apenas obvio que el Dic­
cionario de construcción y régimen no es estrictamente histórico». Pe­
ro inmediatamente se aplica a demostrar que «reúne muchas de las
condiciones para serlo». (Por cierto, al intentarlo, engloba en su apo­
logía, algo confusamente, a Cuervo con sus continuadores, lo cual
podría inducir a los lectores no iniciados a creer que el maestro aco­
pió sus autoridades «desde el Mió Cid hasta Cien años de soledad»).
Y considera que la existencia de esos «valores históricos de real mag­
nitud» es motivo suficiente para reprenderme por mi «imperdonable
olvido» de la obra de Cuervo al tratar de los diccionarios históricos.
En pocas palabras: mi atento censor estima que, aunque el Dicciona­
rio de construcción y régimen no sea estrictamente histórico, es imper­
donable no incluirlo entre los diccionarios estrictamente históricos.
Para dar mayor peso a su razonamiento, se apoya en la opinión de
José-Álvaro Porto Dapena, quien, en un pasaje de su importante libro
sobre el Diccionario de Cuervo (Porto, 1980: 29), dice que «esta obra
es en realidad el primer diccionario histórico de nuestra lengua». La­
mento disentir en esto de Alvaro Porto — con quien me une cordial
amistad desde los años (allá por 1971) en que él colaboró en algunas
de las tareas del Diccionario histórico de la lengua española—, si es
que estas palabras suyas han de tomarse al pie de la letra; pero me in­
clino a creer que no ha de ser así, puesto que poco más adelante dice

4 Véanse Tavola Rotonda sui Grandi Lessici Storici (1973) y Proceedings o f th


Second International Round Table Conference on HistóricaI Lexicography (1980).
Cuervo y la lexicografía histórica 161

que, a pesar de su carácter diacrónico, «el Diccionario de construc­


ción y régimen no es un diccionario histórico y etimológico en senti­
do estricto, pues tales aspectos no son fines en sí mismo[s], sino me­
dios para explicar el verdadero sentido y uso actual de los vocablos,
circunstancia en la que esta obra es un fiel reflejo del pensamiento
historicista, según el cual una lengua en un momento determinado no
es más que una consecuencia de otros estados anteriores. El aspecto
diacrónico, pues, no es más que un método de descripción lingüísti­
c a » (ibíd.: 30). [Las cursivas son mías].
¿Será necesario recordar que se trata de un diccionario de sinta­
xis, como con absoluta claridad manifestó en todo momento su autor?
Esta condición determina de modo tajante la macroestructura de la
obra, que se limita exclusivamente a las palabras a que afectan los
problemas «de construcción y régimen» — sector notoriamente res­
tringido del léxico general— . Que, una vez hecha su selección de vo­
cabulario desde tal perspectiva, Cuervo decidiera — fiel a la seriedad
científica que siempre le caracterizó— tratarlo con arreglo al método
histórico exigido por la lingüística de su tiempo, no cambia un ápice
del objetivo propuesto. Es cierto que, con la aplicación de ese méto­
do, el Diccionario da mucho más de lo que promete su título; pero no
debemos perder de vista que, en la organización de cada artículo, el
hilo conductor es siempre el estudio sintáctico, y que en función de él
están, y a él se supeditan, no solo la utilización de las autoridades, si­
no el minucioso análisis semántico.
Tenemos, pues, un diccionario «selectivo o restringido», co­
mo dice Porto (1980: 2), o «especializado», según la terminología de
Bemard Quemada (1968: 100-101): opuesto, por tanto, a un dicciona­
rio general o «de lengua». Le falta, por consiguiente, una de las dos
coordenadas que, con arreglo al consenso de la generalidad de los le­
xicógrafos, definen los diccionarios históricos. Sigamos el ejemplo de
rigor metodológico que tantas veces nos dio el propio maestro Cuer­
vo. Si estudiamos una materia, tenemos que empezar por establecer
su concepto con la mayor precisión posible; y, una vez fijado, atener­
nos a él y respetarlo. El Diccionario de construcción y régimen es un
162 Lexicografía histórica

diccionario de sintaxis redactado según un método histórico; sacar de


aquí la conclusión de que es un diccionario histórico equivale a en­
sanchar arbitrariamente los límites que los lexicógrafos han señalado
al género. Y no olvidemos — por decirlo con palabras de Alfonso
Reyes— que «el camino hacia la ciencia es el camino de las denomi­
naciones unívocas» (Reyes, 1940: 71).
Cuestión diferente — y con ella termino — es la gran importancia
que, secundariamente a su objetivo, alcanza el Diccionario de Cuervo
en la lexicografía española. Ya he dicho antes que no solo no es dis­
cutida por mí ni por nadie, sino que es reconocida por todos. El
Sr. Bemal asegura que «en cualquier trabajo que se emprenda para
destacar obras lexicográficas de gran envergadura debe nombrarse,
obligatoriamente, la obra del filólogo y lexicógrafo bogotano». Pero
el Sr. Bemal, cuidadoso lector de mi trabajo, sabe que este no se es­
cribió «para destacar obras lexicográficas de gran envergadura», sino
para exponer la historia y problemas de la lexicografía histórica, es­
pecialmente la del español. Sí habría sido grave que, en una enumera­
ción de fuentes del Diccionario histórico de la lengua española, hu­
biese omitido la obra de Cuervo, como lo habría sido no citar, por
ejemplo, el Vocabulario español-latino de Nebrija, o el Vocabulario
de Mió Cid, de Menéndez Pidal, o el Tesoro lexicográfico, de Gili
Gaya. Pero en mi exposición, que tenía un límite de extensión y en
modo alguno pretendía ser un tratado exhaustivo, no era esencial, e
incluso la hubiera desviado de su primordial objetivo, la presencia de
ese y otros muchos aspectos del complejo mundo de la lexicografía
histórica.
Es muy digno de estima el entusiasmo con que el Sr. Bemal se
entrega a defender la memoria del inmortal Cuervo. Pero es lástima
que se malogre en alancear a enemigos imaginarios. Hay formas mu­
cho más positivas y fecundas — también más arduas, es cierto— de
rendir homenaje al filólogo ejemplar, y que sin duda están al alcance
de mi apreciado comentador.
9

EL DICCIONARIO HISTÓRICO DE
LA LENGUA ESPAÑOLA *

1. A n t e c e d e n t e s

Todos los diccionarios españoles tienen como punto de refe­


rencia obligada el primero que compuso la Academia Española, en
1726-1739, llamado de autoridades por haber seguido el modelo que
los académicos de la Crusca habían acreditado, según el cual cada uso
léxico iba acompañado de una cita literaria como «basa y fundamen­
to» (Academia, 1726: n). Como las citas se tomaron de «los autores
que ha parecido a la Academia han tratado la lengua española con la
mayor propriedad y elegancia», es evidente el propósito normativo de
la obra, en la misma línea de las otras compilaciones académicas eu­
ropeas de la época.
Sin embargo, el Diccionario español de 1726 presentaba un com­
ponente descriptivo que lo singularizaba frente a sus congéneres flo­
rentino y francés. No era su fin — decía— «emendar ni corregir la
lengua [„.], sí solo explicar las voces, frases y locuciones» (Acade­
mia, 1726: rv), sin excluir las voces «provinciales» ni las de «la geri-
gonza o germanía». Coexistían en la obra, pues, la dimensión pres-
criptiva y la descriptiva, en una tensión similar a la que se ha señalado

[Publicado en International Journal o f Lexicography, VIII, 3 (1995), 203-19],


164 Lexicografía histórica

en otro gran diccionario del siglo xvm, el de Samuel Johnson (cf,


Read, 1986: 37).
Cuando, en 1780, por razones que hoy llamaríamos de mercado,
la Academia produjo su segundo diccionario, que era sustancialmente
una versión abreviada del primero (llevaba el mismo título que este,
con la adición reducido a un tomo para su más fácil uso), la reduc­
ción de dimensiones del libro impuso la supresión drástica de todas
las citas. Pero con ello desaparecían las pruebas de las voces y por
tanto el carácter científico más evidente del Diccionario.
A este cambio externo se une, en el Diccionario reducido o
«usual», una acentuación de la tendencia normativa en detrimento de
la orientación descriptiva trazada con bastante decisión en el Diccio­
nario de autoridades. A lo largo de los siglos xix y xx, el criterio se­
lectivo y purista ha sido la principal guía de los académicos en lo re­
lativo a la incorporación de voces y acepciones en las sucesivas
ediciones de su Diccionario. Sin embargo, la Academia en los últi­
mos tiempos parece convencida de haber superado esta actitud res­
trictiva: en el preámbulo de la edición de 1984 se lee que «no ha
guiado a la Academia un espíritu de purismo y limitación, sino que el
Diccionario recoge voces y usos vulgares, junto a la tradición litera­
ria, y acepta de la ciencia y la técnica los términos que entran con
tanta fuerza en la lengua oral y escrita, incluso en su uso cotidiano»
(Academia, 1984: vn). Pero el Diccionario manual de la propia Cor­
poración (1989), al registrar de manera adicional gran cantidad de
usos corrientes no acogidos por el Diccionario usual, hace que pon­
gamos en tela de juicio la exactitud de esas aseveraciones.
La desviación del originario ideal de objetividad del Diccionario
es consecuencia de la mutilación de las autoridades perpetrada en
1780. Los mismos académicos conservaron a lo largo del siglo xix un
resto de mala conciencia por haber sepultado al Diccionario padre.
Hasta 1817, con mayor o menor desgana, siguieron trabajando en
aquella segunda edición del Diccionario de autoridades de la que
solo habían conseguido sacar el primer tomo (1770). Entrado el siglo
xx, aún funcionaba en la Academia una Comisión llamada «del Dic­
«Diccionario histórico de la lengua española» 165

cionario de autoridades», cuyo nombre evidencia un propósito — sine


¿ie— de volver a editar la gran empresa abandonada.

2. El primer D iccionario histórico

El primer proyecto de diccionario histórico trazado por la Acade­


mia está ligado precisamente con ese sentimiento de deber incumpli­
do respecto al gran Diccionario de 1726. En 1914, el director de la
Corporación consideró que ya era hora de poner en ejecución el pro­
pósito, tanto tiempo aplazado, de llevar a cabo una nueva edición del
Diccionario de autoridades, y encomendó a la Comisión que llevaba
este nombre la redacción del oportuno plan. Este es justamente el
momento germinal del primer Diccionario histórico español. El dic­
tamen de la Comisión fue muy claro: ya no era tiempo de componer
diccionarios «de autoridades», sino diccionarios «históricos»; por lo
cual proponía la publicación «de un diccionario que no sea el wlgar,
ni uno que sea nueva ampliación erudita de este, en que vengan a re­
petirse los vocablos con las autoridades expresas en vez de las implí­
citas o no expresas que ahora tiene; sino otro de mayor empeño, que
preste otros servicios, a saber, uno que contenga los materiales acu­
mulados y otros nuevos, si preciso fuese, a fin de que constituya el
diccionario histórico de nuestra lengua, en que aparezca la evolución
de las palabras, tanto en su forma como en su significado, único mo­
do de que pueda estudiarse la vida de nuestro idioma» (Academia,
1914: 8).
Aparte de las instrucciones generales contenidas en el Plan, no se
preveía en él la constitución de un equipo de redacción. En realidad,
parecía darse por supuesto que a la Comisión del Diccionario de Au­
toridades le tocaba por naturaleza este papel, aunque por la magnitud
de la tarea se pedía la cooperación de todos. Durante una quincena de
años el director hizo en vano reiterados llamamientos a los académi­
cos en demanda de colaboración en la obra. Al fin, en 1927 se em­
prendieron los trabajos decididamente. A mediados de 1929 se firma­
ba contrato de edición con la Casa Editorial Hernando (Seco, 1980:
166 Lexicografía histórica

35 y 62 [= pág. 131 y n. de este libro]), y poco después ya estaba en


la calle el primer tomo del Diccionario histórico, con fecha 1933. Te­
nía 1108 páginas y abarcaba toda la letra A.
Ni en la portada ni en los preliminares de este tomo I constaban
nombres de director ni de redactores de la obra; sí, en cambio, la lista
de todos los académicos de número, así como la relación de todos los
académicos correspondientes españoles, hispanoamericanos y ex­
tranjeros, exactamente igual que en cualquier edición del Diccionario
vulgar. Era evidente el propósito de presentar el trabajo como un pro­
ducto corporativo más de la Academia.
La realidad, sin duda, era otra. Cuando, en 1936, se publicó el to­
mo II (B-Cev: 1034 páginas), en la página de los académicos de nú­
mero había un apartado titulado «Comisión del Diccionario de Auto­
ridades» que registraba los nombres de Ramón Menéndez Pidal,
Emilio Cotarelo y Morí, Francisco Rodríguez Marín, Julio Casares
Sánchez, Vicente García de Diego y Armando Cotarelo Valledor. Y a
continuación, los «Ponentes para el presente tomo [II]», que eran so­
lamente tres de los miembros de la citada Comisión: Vicente García
de Diego, Julio Casares y Armando Cotarelo. Todo hace suponer que
el trabajo de los redactores habría sido supervisado por el resto de la
Comisión, y que la función de los demás académicos no pasó, natu­
ralmente, de mero respaldo. Con toda probabilidad, el tomo primero
se debió de redactar en forma análoga.

3. L a c r is is

Se empezaba a trabajar en el tomo tercero cuando estalló la Gue­


rra Civil (julio de 1936), A los pocos meses, una bomba incendió el
almacén editorial donde se guardaban las existencias de los dos pri­
meros tomos y la pequeña parte impresa del tercero. A pesar de este
desastre, cuando en 1939 se abrió de nuevo la Academia, reanudaron
heroicamente las tareas del Diccionario dos de los tres redactores
anteriores, Casares y García de Diego, si bien pronto se redujo el
equipo a uno solo, Casares (cf. Seco, 1980: 62 [= pág. 132 n. de este
£/ «Diccionario histórico de la lengua española» 167

libro]). Per0 Ia ° ^ ra iniciada en 1933 ya no llegaría a ver publicado su


tomo III. Las gestiones emprendidas en 1946 por José María Pemán,
director de la Academia, y por el propio Casares, secretario, con el fin
de dotar al Diccionario histórico de la ayuda estatal necesaria para su
continuación, no dieron como resultado precisamente la prosecución
de la obra, sino el inicio de una nueva.
No hay noticia de ninguna previsión respecto a la extensión y al
tiempo del Diccionario histórico de 1933; pero, si juzgamos por lo
que llegó a publicarse, se habría concluido en 1963, con un total de
diez volúmenes, dando por supuesto que cada tomo — como el II—
saliese tres años después que el anterior y descontando del ritmo re­
gular los años de la guerra. De no haberse producido esta, y de haber­
se mantenido invariable el compás de tres años, la conclusión de la
obra habría llegado en 1960.
Pero todo esto es hipótesis irreal. El hecho es que hubo una guerra
y que, tras la interrupción impuesta por ella, se desistió de la publica­
ción del diccionario emprendido. La Academia consiguió que el Go­
bierno crease por Decreto el Seminario de Lexicografía, organismo
dependiente de la Corporación, con el fin de llevar a cabo la obra del
Diccionario histórico (15 de noviembre de 1946; cf. Academia, 1946:
472); pero uno de los primeros actos del director del Seminario, Julio
Casares (elegido en diciembre de 1946), fue plantear a la Academia la
consulta de si debía continuarse como hasta entonces la redacción del
Diccionario histórico o si se prefería comenzar una obra de nueva
planta. La decisión de la Academia, por unanimidad, fue la de empe­
zar nuevamente la empresa (Casares, 1947b: 476).
En realidad, estaba bien justificado el abandono del trabajo ini­
ciado, puesto que no cumplía los presupuestos establecidos en el Plan
general de 1914: se había dicho claramente en este que el Diccionario
no debía ser una mera repetición de los vocablos del Diccionario vul­
gar «con las autoridades expresas en vez de las implícitas o no expre­
sas que ahora tiene», y que en él había de mostrarse «la evolución de
las palabras, tanto en su forma como en su significado». Ahora bien,
en los dos tomos publicados, la microestructura del Diccionario his­
168 Lexicografía histórica

tórico se ajustaba con visible fidelidad a la del Diccionario común de


1925, sin exponer la evolución ni formal ni semántica de las palabras.
Y, como diría Casares años más tarde, «en la mente de los organiza­
dores del Plan, el adjetivo histórico no correspondía propiamente a
las exigencias de la lexicografía moderna fundada en principios histó­
ricos» (Casares, 1951a: 3). Y en otra ocasión: «A pesar de esc título
ambicioso, se trataba de un simple “Diccionario de autoridades”, mu­
cho más completo que el primitivo, lo que le daba ciertamente gran­
dísimo valor, pero no correspondía en modo alguno a lo que exige la
lexicografía moderna de un diccionario que pretende llamarse “histó­
rico”» (Casares, 1948a: 8).
A esta inconsistencia metodológica del Diccionario histórico de
1933 se unía una grave deficiencia documental, de la que habían sido
ya bien conscientes los redactores. «Para componer un Diccionario
histórico de la lengua española al cual no faltase ninguno de los re­
quisitos hoy exigibles — se leía en la Advertencia del tomo I — , sería
preciso rehacer, por medio de un esfuerzo ímprobo y de no escasa du­
ración, una gran parte de los elementos acumulados y extender la
búsqueda y entresaco de voces y modismos a multitud de obras hasta
hoy no exploradas con este fin, tarea que necesariamente habría de
llevar consigo un largo aplazamiento de la publicación» (Academia,
1933: v). En efecto, los materiales léxicos utilizados para el Diccio­
nario de 1933-36 eran de procedencia casi exclusivamente literaria,
abarcaban tan solo desde el Poema del Cid hasta 1900, y excluían
virtualmente todo el español de América. Dentro de estas limitacio­
nes, la distribución de materiales era muy desigual: frente a la abun­
dancia de testimonios de los siglos xvi y xvn, el xix estaba represen­
tado discretamente, y pobremente el xvm y la Edad Media. Por otra
parte, los mismos redactores se quejaban de las irregularidades for­
males de las fichas almacenadas (Academia, 1933: v i i i ).
No es de extrañar, pues, que incluso antes de que se estableciesen
las características del nuevo Diccionario histórico, el Seminario de
Lexicografía se dedicase afanosamente a «sanear, completar y unifi­
car los materiales» (Casares, 1947b: 477). Una de las tareas primor­
£l «Diccionario histórico de la lengua española» 169

diales era mejorar la calidad de las fichas existentes. La otra era me­
jorar cuantitativamente el material, no solamente en las dimensiones
cronológica y geográfica, sino en el tipo de documentación (textos no
literarios) y en la densidad del despojamiento de fuentes ya utilizadas.
Además de este enriquecimiento de los materiales léxicos, es decir,
documentación de las palabras, el Seminario de Lexicografía em­
prendió la recogida de materiales lexicográficos, esto es, documenta­
ción acerca de las palabras (referencias de diccionarios, vocabularios,
revistas filológicas, estudios lingüísticos).
Desde 1947 hasta nuestros días, esta actividad accesoria del Se­
minario de Lexicografía no se ha interrumpido nunca, si bien es
cierto que su máxima intensidad corresponde al período que termina
en 1960. Del alcance de este trabajo da idea el hecho de que, en 1947,
según Casares (1948b: 494), el número de fichas contenidas en los fi­
cheros de la Academia era de algo más de cuatro millones, y que cua­
renta años después habían pasado a ser más de once millones.

4. E l nuevo D iccionario histórico

A diferencia del primer Diccionario histórico, el nuevo no nacía


huérfano de justificación teórica. En la sesión pública con que se
inauguraron oficialmente los trabajos del Seminario de Lexicografía,
su director marcaba con nitidez la distancia entre el Diccionario co­
mún y el histórico y señalaba la necesidad de este último en la lin­
güística moderna:
No nos hagamos ilusiones. Mientras nuestro Diccionario oficial
no quiera renegar de su tradición y de la soberana función reguladora
que lo caracteriza, no podrá aspirar nunca a ofrecerse como una re­
presentación cabal de la lengua española, de toda la lengua, y no po­
drá servir para el conocimiento pleno y científico de la misma, de
igual modo que un censo de habitantes no serviría para basar estudios
demográficos o estadísticos si incluyera tan solo a los ciudadanos con
certificado de buena conducta. Bien están, cuando están bien, los dic­
cionarios académicos para cumplir su misión peculiar; pero la filolo­
gía moderna no se contenta ya con operar sobre una selección de vo-
170 Lexicografía histórica

cabios, aunque sea copiosa: exige que se ponga a su alcance la totali,


dad de los hechos lingüísticos a que ha dado lugar la evolución y cre­
cimiento del idioma desde su nacimiento, y tanto le interesa para su
estudio el arcaísmo como el neologismo, lo castizo y lo bárbaro, 10
plebeyo o lo culto, lo general o lo local. Lo único que le importa al
filólogo es que no falte nada. (Casares, 1947a: 180).

En la misma ocasión, Casares proclamaba como dechado de dic­


cionario histórico el Oxford English Dictionary (1884-1928), seña­
lándolo como modelo concreto para el nuevo Diccionario histórico
español. Esta idea se haría patente ya en los aspectos más externos de
la obra: formato, características tipográficas, publicación en fascícu­
los. Y también en la petición de colaboración voluntaria para el enri­
quecimiento de los ficheros (Seco, 1980: 37 [= pág. 134 de este li­
bro]), que por cierto, muy al contrario de lo ocurrido en el caso
inglés, no dio fruto visible.
Pero también se vislumbra el modelo en otros aspectos más pro­
fundos que constituyen las líneas básicas del proyecto español. Así, la
extensión ideal que proponía Casares era de quince tomos con un to­
tal de 16.000 páginas, y el tiempo total que preveía para su termina­
ción era de treinta y ocho años (Casares, 1948a: 13 y 24). Estas cifras
se aproximaban más a las de Oxford que a las de cualquier otro dic­
cionario histórico. Sin embargo, es evidente su optimismo si se ob­
serva que el modelo oxoniense terminó la publicación de sus diez
volúmenes (doce en la reimpresión de 1933) en un plazo no inferior a
cincuenta y dos años, incluyendo seis de fase preparatoria — dato no
ignorado por Casares— . Pero se justificaba el director del aún nonato
Diccionario histórico español alegando que en nuestro caso la situa­
ción inicial era mucho más favorable que en los proyectos analizados.
(Con esto parecía aludir a la existencia previa en la Academia de unos
ficheros léxicos, que para otras obras había sido necesario crear par­
tiendo de ccro). Y proseguía así la exposición de sus cuentas:
Hay motivos fundados para esperar que en el plazo de unos tres
años podrá darse por terminada la etapa preparatoria. [...] A partir de
El «Diccionario histórico de la lengua española» 171

este momento, el ritmo previsible para la publicación de los tomos


dependerá, naturalmente, de los elementos con que se cuente y del
esfuerzo que se aplique a la realización del proyecto. [...] A la luz
de un moderado optimismo [...], cabe adm itir el rendimiento m e­
dio de un volumen cada veintiocho meses, a razón de tres años para
cada uno de los cinco primeros tomos y de dos años para cada uno de
Jos diez restantes, lo que daría un total de treinta y cinco años,
más los tres de preparación: treinta y ocho. (Casares, 1948a: 24).

En 1951 se editó una Muestra del futuro diccionario, con 12 pá­


ginas de artículos redactados, con el doble fin de servir de rodaje a
los redactores y de pedir opiniones y críticas a los académicos y a los
hispanistas y romanistas de todo el mundo. Tras esta experiencia, cu­
yo resultado fue muy alentador, se emprendió la preparación definiti­
va del Diccionario. En 1960 apareció el fascículo primero. Los diez
primeros fascículos completaron el tomo I en 1972 ( clxxiv + 1302
páginas), y con los diez siguientes se ultimó en 1992 el tomo II (cxxii
+ 1242 páginas).
La exposición más pormenorizada y exacta de las características
del Diccionario histórico se contiene en el Prólogo del tomo I (1972),
escrito — aunque no firm ado— por Rafael Lapesa, a la sazón ya di­
rector de la obra. En él, veinticinco años después, se da forma madura
y definitiva al Proyecto de Casares (1947), desarrollándolo y actuali­
zándolo.
El objeto del Diccionario es la lengua española en toda su exten­
sión cronológica y en toda su extensión geográfica. En un primer
momento se establecieron los límites diaerónicos entre mediados del
siglo xii (otra analogía con el Diccionario de Oxford) y el tiempo pre­
sente; pero pronto se adelantó el límite inicial hasta las voces románi­
cas que aparecen en documentos latinos de los siglos vm al xn.
El campo diatópico del Diccionario comprende, además del espa­
ñol de España, el de todos los países hispanoamericanos, Filipinas y
las islas lingüísticas en otros países, como el judeoespañol de las co­
munidades sefardíes y el español de los Estados Unidos. Se acogen
todos los dialectos modernos del español, y para la Edad Media se in­
172 Lexicografía histórica

cluyen aquellos dialectos laterales hermanos del castellano que fueron


absorbidos por él: el leonés, el aragonés y el mozárabe.
En cuanto a la vertiente diastrática, aunque la principal fuente de
información es la literatura, se procura superar el riesgo de componer
un diccionario exclusivamente de la lengua literaria (aunque algún
crítico, precipitadamente, afirmara que era este el preciso propósito
del Diccionario), y se da cabida lo más amplia posible a todo tipo de
fuentes no literarias pertenecientes a distintos niveles. No se excluyen
los tecnicismos — en rigor, elementos extraños al sistema— , si bien
sometiéndolos a una prudente criba con el fin de controlar su temible
frondosidad.
El estudio atento que para la redacción del Diccionario se lleva a
cabo del material léxico almacenado en los ficheros está permitiendo
desenmascarar algunas voces y acepciones fantasmas que, a veces
desde tiempo inmemorial, están alojadas en las columnas de los dic-
cionarios usuales, empezando por el de la Academia, del cual se nu­
tren todos los demás (cf. Álvarez de Miranda, 1984a y 1988; Seco,
1991c: 104). El Diccionario histórico registra estos espectros, pero
los marca con un estigma especial, investigando sus causas y demos­
trando su irrealidad.
En la microestructura, el artículo está encabezado por la forma
normal de la palabra en la lengua escrita de hoy, seguida de las va­
riantes gráficas y fonéticas que esa palabra ha presentado a lo largo
de su historia. Sigue, entre paréntesis, la etimología, expuesta de for­
ma sucinta. Se evitan las disquisiciones y las discusiones en esta ma­
teria, pues, por más que la etimología sea un dato particularmente
importante en la historia de una palabra, la misión de investigarla co­
rresponde a otro tipo de obras.
A la marca gramatical sigue una marca no constante, la diatópica,
solamente presente cuando consta que el uso no corresponde al espa­
ñol general de España. En esto se sigue aparentemente la práctica del
Diccionario académico común; sin embargo, si hay en el material al­
guna constancia de uso en otro país además de España, se procura ha­
cerlo patente a través de los ejemplos aportados. Otras indicaciones,
g¡ «Diccionario histórico de la lengua española» 173

^ m o las relativas a escasa o nula vigencia o a nivel de uso, no se dan


explícitamente, ya que los textos que acompañan a la definición ilus­
tran por si solos suficientemente sobre ello.
La definición, en principio, se redacta exclusivamente a partir de
los testimonios de uso que constan en las fichas. Sin embargo, con
frecuencia es preciso recurrir a las fuentes lexicográficas, si es que no
son estas las únicas disponibles. En otros casos, la insuficiencia o la
carencia total de datos para definir obliga a usar fórmulas vagas, o
bien conjeturales (señaladas con interrogante), o, en situaciones de­
sesperadas, la de «voz de significado desconocido». Este descono­
cimiento nunca es por sí solo causa de no inclusión de un vocablo, ya
que, por el contrario, se estima útil para el progreso del conocimiento
histórico del léxico llamar la atención sobre los problemas que aún
están por resolver.
En un diccionario de esta índole, el propósito principal de las de­
finiciones es dar al lector una orientación suficiente, omitiendo in­
formaciones enciclopédicas y suministrándole no más aquellos datos
que para su competencia sean válidos. El redactor se despreocupa de
las tautologías y de los círculos viciosos, que serian censurables en un
diccionario de uso, porque en este último las definiciones remiten a
un código que es el propio diccionario; pero que son aceptables en
uno histórico, ya que en él el metalenguaje hace referencia a un códi­
go externo a la misma obra.
A la definición sigue, en letra pequeña, una sección esencial en
este tipo de diccionarios: las autoridades que dan testimonio de la
vida y de la historia del significado o el sentido definidos. De los
textos de uso que en el material responden a la definición en cuestión,
el redactor selecciona, para publicarlos en este lugar, el más antiguo
y el más moderno, y, entre uno y otro, cierto número de pasajes que
atestigüen la persistencia del uso a través del tiempo. Estos materiales
se separan tipográficamente en bloques diferentes, según sean de la
Edad Media, de la época clásica o de la época moderna. La norma
ideal ha sido no incluir más de cinco textos (ahora tres) para cada pe­
ríodo, pero el número se rebasa con frecuencia por necesidades con­
174 Lexicografía histórica

cretas de ejemplificación, especialmente de colocación, de sintaxis


o de localización geográfica. Una orientación, sin pretensiones de
exactitud, acerca de la mayor o menor vigencia de una voz en una
determinada época, se ofrece por medio de la cifra que figura al fi­
nal de un bloque cronológico, indicadora del número de fichas so­
brantes del material (cuando las hay) que no se imprimen.
La estructura de un artículo está por principio sometida a la cro­
nología. Las acepciones se ordenan de más a menos antigua, de
acuerdo con la fecha de la primera autoridad respectiva. Sin embargo,
esta secuencia no se acata de manera ciega, y con razón: habitual­
mente, la polisemia no se produce siguiendo un proceso cronoló­
gico lineal, sino a partir de una fragmentación del significado más
antiguo en racimos de nuevos significados, nacido cada racimo de al­
guno o algunos de los semas de ese significado primitivo, y llevando
luego cada uno de esos brotes una evolución semántica propia, para­
lela cronológicamente, en todo o en parte, a la de los otros. Por su­
puesto, cada rama es susceptible de fragmentarse a su vez en dos o
más líneas semánticas divergentes. Se forma así, entre todos los vás-
tagos, un verdadero árbol genealógico de acepciones (Seco, 1980: 41
[= pág. 138 de este libro]). De acuerdo con esta visión, dice Lapesa,
operamos con divisiones semánticas de distintos grados: la serie, la
subscrie, la acepción y la subacepción. En cada serie se reúne un gru­
po de acepciones emparentadas, según el orden de primeras fechas.
[...] Dentro de una serie puede haber grupos menores o subseries de
acepciones, con su orden particular; y dentro de cada acepción las su-
bacepciones permiten registrar, como apéndices al significado gene­
ral, usos especializados o variedades suyas; de este modo pueden ar­
monizarse la sucesión temporal y la continuidad semántica. El orden
de las series se indica con números romanos; el de las subseries, con
mayúsculas; el de las acepciones, con numeración arábiga seguida a
todo lo largo del artículo; y el de las subacepciones, con minúsculas
del alfabeto latino. [...] Cuando excepcionalmente se requiere mayor
subdivisión, acudimos a las letras del alfabeto griego. (Lapesa, 1972:
xiu).
iccioríbrio histórico de la lengua española» 175

¡ El método de las ramas semánticas — experimentado ya con éxito


en el Oxford English Dictionary— apareció expuesto detalladamente
por Casares (1950a: 71-91). Esta ordenación ramificada da una pers­
pectiva tridimensional a la evolución semántica de la palabra, frente a
la perspectiva plana ofrecida por la tradicional estructura «lineab>,
que es la propia, entre otros muchos, del Diccionario común de la
Academia y del primer Diccionario histórico. Se obtiene así una vi­
sión más acorde con la realidad bullente de los cambios semánticos
(Seco, 1980: 44 [= pág. 141 de este libro]).
Para terminar con la estructura central del artículo, falta advertir
que, a diferencia de la gran mayoría de los diccionarios españoles, las
expresiones pluriverbales no se relegan todas juntas al final, después
de la secuencia de las acepciones, sino que se sitúan en el lugar que
les toca por su cronología y por su significado.
La parte final del artículo está constituida por dos secciones
breves: una, de indicaciones morfológicas, donde se hacen notar las
particularidades de este tipo encontradas en las citas: femeninos,
plurales y flexiones anómalos; diminutivos, aumentativos, superla­
tivos, etc.; la otra, de información lexicográfica, donde se da cuenta,
cuando los hay, de aquellos diccionarios generales antiguos y mo­
dernos que han registrado la voz en cuestión. En el tomo I esta últi­
ma información se intercalaba entre las autoridades de cada acep­
ción registrada; a partir del II, los diccionarios generales solo
figuran citados en el bloque de autoridades cuando ofrecen el pri­
mer testimonio de la acepción o cuando hay algún otro motivo ex­
cepcional que lo justifique.
La ejecución de esta tarea y de todas las actividades periféricas a
ella está encomendada, como queda dicho más arriba, al Seminario de
Lexicografía, departamento dependiente de la Academia, subvencio­
nado a través de ella por el Estado, y establecido dentro de la misma
sede de la Corporación. El director, según el Decreto de fundación del
Seminario (1946), había de ser un académico; pero los nuevos Esta­
tutos de la Academia, implantados en 1993, admiten la posibilidad
de que la dirección esté encomendada a una persona ajena a la
176 Lexicografía histórica

Corporación. La secretaría general del Seminario está en manos de


uno de sus lexicógrafos, al que se da el título de «censor» (tomado
de la tradicional estructura académica). El siguiente escalón, la jefatu­
ra de redacción, ha correspondido, según los momentos, a una, dos o
tres personas, con diversos nombres: «académico redactor», «redactor
jefe» o «redactor especial». Estos redactores jefes orientan y dirigen
el trabajo de los redactores, cuyo número ha sido también variable,
entre un máximo de veinte y un mínimo de tres. Por último, los auxi­
liares técnicos son responsables de importantes servicios generales
para la elaboración del Diccionario, como biblioteca, fotocopia, pro­
cesamiento informático de los originales redactados y — desde hace
pocos años, en que se sustituyó la composición tipográfica conven­
cional por la autoedición— maquctación definitiva de las páginas del
texto.

5. P ro b l e m a s v p e r spe c t iv a s

El problema general del Diccionario histórico es el mismo de casi


todos los grandes diccionarios generales y, muy en particular, de to­
dos los diccionarios históricos: el error en los cálculos iniciales relati­
vos a la extensión y al tiempo de elaboración.
Hoy, transcurrido casi medio siglo desde que se publicó el Pro­
yecto en que se preveían quince tomos de Diccionario, con un total de
16.000 páginas, para publicarlo en un plazo de treinta y ocho años,
incluido el período de preparación, es evidente su incumplimiento.
Los tres años de preparación se convirtieron en doce, y los tres años
de redacción y publicación de cada uno de los primeros tomos han si­
do en realidad doce para el primero y veinte para el segundo. Ya en
1957 — antes de que se publicase el primer fascículo— dijo Lapesa
que «el plazo que se calculó al principio [...] hoy en día nos parece
demasiado optimista: nos daríamos por satisfechos si pudiéramos
prever que la obra pueda terminarse para finales de siglo» (Lapesa,
1957: 27). Desgraciadamente, la realidad ha demostrado que tampoco
va a ser posible esa deseada satisfacción.
0 «Diccionario histórico de la lengua española»_______________ 177

El alejamiento de la meta temporal no solo se debe al desfase en-


ire el cálculo y la realidad en cuanto al tiempo previsto para cada to­
po. Radica además en el desfase entre el porcentaje de léxico pre­
visto para cada tomo y la realidad actual de ese porcentaje. Según los
datos deducibles del Proyecto, los dos hipotéticos primeros tomos
habrían alcanzado aproximadamente hasta la voz becerro; es decir,
hubieran cubierto un 12,9% del total del léxico (estimado según el
Diccionario común de la Academia). En los dos tomos realmente
publicados se ha llegado hasta la voz antígrafo, lo que supone un
7,06% del léxico total. Así pues, en lugar de los quince tomos del
Proyecto llegaríamos a veintiocho (el Prólogo de 1972 preveía vein­
ticinco, pero con un número de páginas superior al de los tomos pu­
blicados).
¿A qué se debe esta divergencia entre lo pensado y lo realizado?
La primera causa habría que buscarla en lo que Casares vio como una
situación inicial favorable. En teoría, el hecho de poder contar de en­
trada con un caudal de más de cuatro millones de fichas, cuya calidad
y cantidad ya se estaba trabajando en mejorar, parecía prometer un
pronto comienzo de la redacción y una prosecución bastante rápida de
la misma. Pero pronto se vio que, a pesar de los esfuerzos del Semi­
nario de Lexicografía por mejorarlos, aquellos materiales seguían
dejando mucho que desear. Todavía hoy es necesario ampliar texto y
precisar datos cronológicos y bibliográficos en no pocas fichas para
que sean útiles en el momento de redactar el artículo, e indispensable
cotejar letra por letra con los libros originales los textos que se selec­
cionan para imprimir como autoridades.
En segundo lugar, el Proyecto no tuvo en cuenta, al parecer, el
aumento, que en aquel momento se estaba iniciando, del caudal de los
ficheros. Lógicamente, el tiempo de trabajo reclamado por un fichero
de cuatro millones no puede ser el mismo que el de uno de once mi­
llones: la redacción de un artículo cuyo material sume 1100 fichas
inevitablemente será más larga que si ese material no pasa de 400.
Otra causa del desfase puede ser el ensanchamiento del espacio
cronológico previsto. En el Proyecto, los límites de la historia del es­
178 Lexicografía histórica

pañol a efectos de composición del Diccionario se trazaban entre el


siglo x i i y el presente. Aparentemente, eran los mismos con que había
trabajado el Diccionario de Oxford. Pero el «presente» de Oxford era
los finales del xix, mientras que el de Madrid era los mediados del
xx. Este más de medio siglo de diferencia ya era un motivo para no
hallarse en situación homologa del diccionario inglés a la hora de ha­
cer cuentas. Por otra parte, el límite inicial señalado en el Proyecto se
adelantó hasta las voces románicas que aparecen en documentos lati­
nos de los siglos viii al xn. Así pues, el abanico cronológico abarca
de hecho más de doce siglos, frente a los ocho del Diccionario de Ox­
ford; una extensión temporal superior en un 50%.
Tampoco la extensión geográfica autorizaba a apoyarse en la refe­
rencia del diccionario británico: mientras este se limitó casi exclusi­
vamente al inglés de Inglaterra, nuestro diccionario contó desde el
primer momento con el español de América y enseguida con el de Fi­
lipinas y el de las islas lingüísticas (sefardí y español de los Estados
Unidos).
Es conveniente no perder de vista otro factor: la falta, para la len­
gua española, de una tradición lexicográfica de peso: «No hubo des­
pués [del Diccionario de autoridades], en el dominio hispánico, nada
semejante a lo que fue para la lengua italiana el Dizionario de
Tommaseo-Bellini o para el francés los de Littré y Godefroy» (Lape­
sa, 1972: vn; cf. id. 1980b: 80), Faltan además, en gran medida, vo­
cabularios parciales de épocas, autores y obras, cuyo vacío se ve obli­
gado a llenar con su esfuerzo y con su tiempo el equipo del Seminario
de Lexicografía.
La suma de todas estas particularidades muestra que los treinta y
ocho años planteados en el Proyecto — ya inferiores a los cincuenta y
dos que había costado la empresa de Oxford— no eran una previsión
muy realista; y la puesta en marcha del programa no ha hecho sino
ilustrarlo y confirmarlo.
En el momento actual, el Seminario de Lexicografía se encuentra
ante el reto de reconducir la producción del Diccionario histórico de
manera que la conclusión de la obra se produzca en un plazo humano.
El «Diccionari&histórico de la lengua española» 179

Teniendo en cuenta la larga duración de los diccionarios históricos de


otras grandes lenguas (por ejem plo, el alem án, m ás de cien años), no
parece insensato poner com o fecha tope la de cuarenta años a partir
del m om ento presente. M as para conseguir esta m eta son precisas dos
medidas de envergadura.

A) La primera es la sustitución del actual fichero manual por un


fichero informatizado. La sustitución de las fichas de papel por una
base de datos podría realizarse, bien creando de nueva planta un cor-
pus léxico cerrado, o bien partiendo del almacenamiento en soporte
informático de los mismos materiales ya existentes, una vez someti­
dos a una revisión rigurosa. En uno u otro caso, se ganaría la total li­
beración de las inacabables comprobaciones y pesquisas a que las
tradicionales deficiencias del fichero manual obligan constantemente
al equipo de redacción.
La elección de una de las dos opciones — sustitución del fichero
manual por un corpus de nueva creación, o almacenamiento del mate­
rial ya existente, tras haber sido debidamente depurado— no debe
realizarse sin un estudio previo muy ponderado en el que, por sentido
común, no habría de ser la voz menos oída la de los expertos del pro­
pio Diccionario histórico en cuyo beneficio teóricamente se proyecta
la operación. En ningún caso tienen que perderse de vista estas tres
consideraciones:
1.* La materia prima precisa para la redacción del Diccionario
histórico, si no se quiere desvirtuar la naturaleza de esta obra, no
puede renunciar a abarcar en su integridad las tres coordenadas dia-
crónica, diatópica y diastrática definidas con suficiente claridad en la
exposición antes citada de Lapesa.
2.* Es virtud primordial del fichero manual existente la dispersión
de sus materiales dentro del número relativamente limitado de ocu­
rrencias de que dispone, la cual permite desplegar un panorama razo­
nablemente amplio del caudal léxico de nuestro idioma — tal como
puede vislumbrarse en la parte publicada del Diccionario — y trazar
con apreciable extensión y profundidad la trayectoria, en forma y
180 Lexicografía histórica

contenido, de cada unidad léxica en el tiempo y en el espacio — de lo


cual da también muestra sobrada lo que el Diccionario tiene hasta
ahora elaborado— .
3.* No debe confundirse el establecimiento de una base de datos
destinada precisamente a nutrir la redacción de un diccionario históri­
co con la formación de un macrocorpus del léxico español, medible
en cientos de millones de ocurrencias. No hay por qué negar la enor­
me utilidad potencial de un gran arsenal semejante; pero si se desea
componer una obra limitada en un tiempo limitado, la mera operación
de efectuar una selección de material que no fuera el muestreo de una
ficha cada diez mil o cada veinte mil significaría la paralización defi­
nitiva de la empresa a la que la ingenua visión de los profanos creería
dar definitivo impulso con esa catarata de datos. Y, por supuesto, una
pesca aleatoria de materiales en ese océano sería mucho menos válida
científicamente que el espigueo con que el cerebro humano (pobre,
pero cerebro) fue edificando el viejo fichero académico.
En principio, dada la índole delicada y compleja de la labor re­
dactara — de la que no suelen tener idea quienes no la han ejerci­
d o — , no parece conveniente llevar la informatización más allá del
material documental, por un lado, y de la edición, por otro. Contra lo
que creen muchos profanos en lexicografía histórica, la redacción no
puede resolverse de ningún modo, como en los diccionarios corrien­
tes, sobre la pantalla del ordenador. El redactor de un diccionario
histórico, aunque ya no podrá prescindir de esta, seguirá necesitando
un ámbito físico más amplio, digamos tridimensional, para el desplie­
gue de sus nada sencillas operaciones.

B) La otra gran medida es la reorganización de los medios huma


nos. Cuando se tomó como ejemplo el Oxford English Dictionary, no
se prestó la debida atención a un hecho que, sin embargo, tuvo un pa­
pel fundamental en el ritmo de producción de la obra inglesa. Cuan­
do, poco después de emprendida esta, resultó evidente un amenazador
alargamiento de su producción, se ingenió un procedimiento para
acelerarla: poner en funcionamiento al lado del taller de redacción un
0 «Diccionario histórico de la lengua española» 181

segundo taller, y más tarde un tercero y aun un cuarto. Así, bajo una
única dirección general, bajo unos métodos uniformes, los cuatro
equipos lexicográficos atacaron simultáneamente la mole del léxico
inglés por distintos ángulos, y consiguieron encerrar en un tiempo li­
mitado lo que había parecido una aventura hacia el infinito (Seco,
1980: 29-30 [= pág. 125 de este libro]).
En el caso del Diccionario histórico español es imprescindible
poner en práctica una medida semejante, y además en gran escala. El
equipo de redacción debe hacerse múltiple, con el fin de repartir la
masa del léxico en sectores tratados simultáneamente. Estas células
redactoras habrán de funcionar con autonomía, dirigida cada una por
un redactor jefe, pero bajo la coordinación general del director del
Seminario.
Naturalmente, un despliegue tal de unidades de redacción no pue­
de sino estar directamente supeditado a la disponibilidad de un núme­
ro suficiente de redactores jefes y de redactores cualificados. No
pueden funcionar, ni aun existir, los unos sin los otros. Pero la forma­
ción de un buen redactor — y lógicamente la de su fase adulta: un
buen redactor jefe— depende, aparte de un tiempo medido en años,
de factores que no siempre llegan a coincidir en un impulso conjunto:
ante todo, específica capacidad — innata y adquirida— en cada uno
de los trabajadores; después, disciplina en la organización del trabajo
cotidiano y rigor en su ejecución; y, como atmósfera vital, decidido
interés colectivo por la obra, emanado de un entusiasmo sincero por
parte de sus más altos responsables.
Es cierto que este perfil del elemento humano destinado a actuar
sobre el material servido por las máquinas aparece coloreado de un
tinte algo romántico; pero románticas son y han sido siempre las em­
presas de esta clase, y no son concebibles sin dosis elevadas de idea­
lismo.
Sin duda, tales empresas tampoco son pensables sin dosis eleva­
das de realismo, y en ellas han de tener entrada, al lado de las pala­
bras, los números. El logro de un proyecto tan voluminoso como un
diccionario histórico precisa, en sus dos vertientes, tecnológica y hu­
182 Lexicografía histórica

mana, un respaldo económico considerable. Ahora bien, la experien­


cia demuestra que tales respaldos económicos no siempre son tan di­
fíciles de conseguir; pero esto no depende, desde luego, del esfuerzo
de talentos lexicográficos, sino de la cooperación decidida de talentos
políticos y diplomáticos. Sin perder de vista que ni el dinero, ni las
máquinas, pueden servir nunca por sí solos (o con el trabajo de re­
dactores improvisados, que vendría a ser lo mismo) para realizar nin­
guna obra lexicográfica de calidad, y menos aún en la modalidad
histórica.
Es de esperar que un día no muy remoto, sea con la aplicación de
las medidas expuestas o con la de cualesquiera otras que resulten efi­
caces, la lingüística española pueda disponer de una cantera de in­
formación elaborada tan útil como, para el estudio de otras lenguas,
son desde hace tiempo los respectivos diccionarios históricos a ellas
consagrados; y especialmente, que la lexicografía del español pueda
contar con el gran inventario organizado «total» que será la deseada
base indispensable para iniciar el nuevo genero de diccionarios usua­
les, riguroso y moderno, que necesita el mundo hispanohablante.
T ercera p a r te

DICCIONARIOS ANTERIORES A 1900


10
UN LEXICÓGRAFO DE LA GENERACIÓN DE CERVANTES
(NOTAS SOBRE EL TESORO DE COVARRUBIAS)*

1. Según la escala de las generaciones establecida por Julián Ma­


rías, Cervantes pertenece a la de los nacidos en tomo a 1541, es decir,
entre 1534 y 1548; y como miembros más ilustres de esa generación,
el mismo escritor menciona a «don Juan de Austria, bajo cuyas ban­
deras luchó Cervantes en Lepanto»; la «figura política confusa, turbia
e inquietante» de Antonio Pérez; «el poeta Femando de Herrera, el
místico fray Juan de los Ángeles, el historiador Juan de Mariana,
el músico Tomás Luis de Victoria, el Greco, San Juan de la Cruz, el
autor dramático Juan de la Cueva, Mateo Alemán, el gran teólogo y
filósofo Francisco Suárez, el Pinciano, autor de la F ilosofía antigua
poética, el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias» (Marías, 1973: 16-
17).
Comenta Marías que, de toda esta pléyade, los que son escritores
lo son antes que Cervantes, cuya producción (exceptuada La Gala-
tea) coincide cronológicamente con la de los escritores de la genera­
ción siguiente, los nacidos alrededor de 1556: Lope de Vega, Góngo-
ra, Espinel, los Argensola (Marías, 1973: 17). Cervantes crea y pu­
blica sus obras entre 1605 y 1616: ya después de «su tiempo».

[Publicado en Instituto de Bachillerato Cebantes, Miscelánea en su cincuente­


nario, 1931-1981, Madrid 1982, 229-43],
186 Diccionarios anteriores a J9QQ

Pero no todos los compañeros de generación de Cervantes produ­


cen sus obras más o menos dentro de la etapa de «vigencia» (sigo utili­
zando la terminología de Marías) correspondiente al grupo. Hay por lo
menos uno que acompaña al novelista en lo tardío de su aparición: Se­
bastián de Covarrubias, nacido en 1539, ocho años antes que el autor
del Quijote, dos años antes de la fecha eje de la generación.
Si la parte más significativa de la obra de Cervantes no empieza a
aparecer antes de los cincuenta y ocho años de edad de su creador,
cuando este entra en lo que entonces era ya la vejez, toda la producción
conocida de Covarrubias — los Emblemas morales (1610) y el Tesoro
de la lengua castellana o española (1611)1— se publica cuando su
autor ya ha cumplido los setenta años; cuando no tiene, dice, «ni edad
ni salud para andar caminos»2.
Ahora bien, si el carácter tardío de la obra de Cervantes (o «postu­
mo» con respecto a su tiempo) es, para Marías, una clave que explica
en buena medida la singularidad de esa obra, ¿podremos decir que, pa­
ralelamente, existe algún vínculo entre la paternidad otoñal de Cova­
rrubias y la peculiaridad de su Tesoro? 3.

2. Examinemos, para empezar, cuál fue el propósito de Covarrubias


al componer su diccionario. Él lo expone en su dedicatoria al rey Feli­
pe III:
La buena memoria de Filipo Segundo, padre de V. M., hizo gran
diligencia para que las obras del glorioso San Isidoro, doctor de las

1 Inéditas hay otras dos obras: Los sermones de Quinto Horacio Flacco
Venusino traducidos en lengua castellana (cf. Nicolás Antonio, 1672: II, 279, y
Menéndez Pelayo, 1902: 23; menciona esta versión y da una muestra de ella el
propio Covarrubias, Tesoro, s.v. citar), y el Suplemento del Tesoro, autógrafo que
se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. No parece haber rastro de un
Tratado de cifras, que Covarrubias dicc tener escrito ( Tesoro, s.v. cifra). (Cito
siempre el Tesoro por su primera edición, Madrid 1611).
2 «Respuesta a la carta del Licenciado Don Baltasar Sebastián Navarro de
Arroyta», en los preliminares del Tesoro.
3 Sobre la vida de Sebastián de Covarrubias, v. Ángel González Patencia (1942:
285-406). Sobre el Tesoro de la lengua castellana o española, v. el excelente prólogo
de Martín de Rjquer a su edición del Tesoro (1943) y Samuel Gili Gaya (1960: 11).
Un lexicógrafo de la generación de Cervantes 187

Españas, se corrigiessen y emendassen por diuersos originales y de


nucuo se imprimiessen con mucha curiosidad, porque gozássemos
de su singular y santa dotrina y particularmente de sus Etimologías
Latinas, sin embargo de que antes de el santo doctor auían otros tra­
tado el mesmo argumento y, después de él, muchos modernos. Sos­
pecho yo que, si alcanzara Su Magestad, que santa gloria aya, ser co­
sa possible colegir las de su propia lengua castellana, que no con
menos cuydado lo apeteciera y procurara executar; pero hasta agora
ninguno se ha atreuido a esta empressa; y los que lo han intentado,
vencidos de vn trabajo inmenso, han desistido della, por la mezcla de
tantas lenguas de las quales consta la nuestra. Yo, con el desseo que
he tenido y tengo de seruir a V. M., he porfiado en este intento, hasta
que Dios ha sido seruido llegasse a verle el fin, al cabo de muchos
trabajos, de los quales la obra dará testimonio, a costa de mi salud y
sossiego.

La intención es, pues, componer un diccionario etimológico, emu­


lando con él en la lengua española lo que para la latina había hecho San
Isidoro. El propósito se corrobora en la dedicatoria al lector y se con­
firma en la Carta de Baltasar Sebastián Navarro de Arroita con que se
abre el libro, y que se refiere a él como «esta obra de las Etymologías».
También en los preliminares, los versos latinos del canónigo Pedro de
Frías van dirigidos «in librum de Hispanae linguae Etymologiis». Y
en el contrato entre Covarrubias y el impresor Luis Sánchez (agosto de
1610), el escribano designaba el libro como «Etimoloxías, digo, Theso-
ro de la lengua castellana» (Pérez Pastor, 1906: 198).
Covarrubias corona así una tradición no muy larga de etimolo-
gistas del español, iniciada en 1565 por Alejo de Venegas, con la D e­
claración de algunos vocablos puesta como apéndice en su Agonía
del tránsito de la muerte, y seguida por las Etimologías españolas
(el 570) atribuidas al Brócense; la Recopilación de algunos nombres
arábigos (1593), de Diego de Guadix; el Vocabulario etimológico
(1600), de Bartolomé Valverde; el Origen y etymologia de todos los
vocablos originales de la lengua castellana (1601), de Francisco del
Rosal, y Del origen y principio de la lengua castellana (1606), de
Bernardo de Aldrete. Es esta última, sin duda, la obra más importante
188 Diccionarios anteriores a 1% q

de la serie, y no es imposible que su aparición fuera uno de los estí­


mulos que impulsaran a Covarrubias a componer la suya. Es evidente
que Covarrubias conocía el libro de Aldrete (lo cita expresamente
s.v. Cáliz). Es precisamente en el año en que se publica esc libro
cuando, según Riquer (1943: vm), comienza Covarrubias la redacción
del Tesoro, con la ambición de superar no solo a aquel, sino a todos
sus predecesores. De todos modos, no hay que olvidar que el mismo
Covarrubias declaraba, no más tarde de 1609, haber invertido «mu­
chos años» en la elaboración de su diccionario, que seguramente es­
taba terminado ya en esta fecha4.
No se atiene nuestro autor, sin embargo, a la dirección marcada
por Aldrete a los estudios etimológicos, que señala decididamente el
fundamento latino de nuestro léxico. Se alinea, en cambio, en la ten­
dencia, muy generalizada en el siglo anterior, de considerar el hebreo
como lengua madre universal: «No ay lengua — dice— que no aya
tenido origen de la hebrea»5. Y así, lógicamente, no vacila en señalar
étimo hebreo incluso a voces indígenas americanas, como Araucana
y cacique 6.

4 «El architecto, auiendo de hazer vna gran fábrica, abre profundas tanjas, y en el
henchir de los cimientos gasta mucho tiempo y consume gran cantidad de materiales,
sin que todo esto luzga ni se eche de ver hasta llegar a la flor de la tierra, que asienta
su sillería que carga con seguridad la soberuia máquina de altos muros y fuertes
torreones. No sucede menos al que en su imaginación, con fuerza de ingenio, fabrica
alguna obra, parto del entendimiento, como yo lo he experimentado en mi Tesoro de
la lengua española, en que he trabajado muchos años hasta ponerlo en estado que
pudiesse salir en público» (Covarrubias, Emblemas morales (1610), fol. 145v.°). La
censura de esta obra es de 29 de agosto de 1609; el pasaje citado no puede ser
posterior a esta fecha.
5 Tesoro, s.v. bada.
6 Véase el artículo cacique: «Vale tanto, en lengua mexicana, como señor de
vassallos, y entre los bárbaros aquel es señor que tiene más fuerzas para sujetar a los
demás. Y presupuesto que los que poblaron el mundo después del diluuio,
diuidiéndose en la confusión de lenguas al fabricar la torre de Babel o Babilonia, cada
nación de las que se apartaron licuaron consigo algún rastro de la lengua primera en la
qual auían todos hablado y quedó con Hcber y su familia, de donde procedieron los
¡Jn lexicógrafckde la generación de Cervantes 189

En el terreno lingüístico, su base científica no es, pues, ni muy


moderna ni muy sólida para su tiempo. Considera suficiente equipaje
para la tarea su conocimiento del latín, el griego y el hebreo, además
de su cultura humanística. Para él, aunque no lo declare, como para
sus predecesores y para muchos de sus herederos, la etimología es
cuestión de ingenio; es, como dirá Quevedo años más tarde, «cosa
más entretenida que demostrada» (1626: 319).
Lo que más valor da a su libro, a los ojos de Covarrubias, es el
hecho de constituir la colección más extensa, hasta el momento, de
etimologías de la lengua española. Este orgullo le incita a darle el
nombre de Tesoro, «por conformarme con las demás naciones que
han hecho diccionarios copiosos de sus lenguas». La denominación
—que tiene quizá su primera muestra en el Tesoro de Brunetto Lati-
ni (cl260)— había sido usada, en efecto, por la lexicografía europea,
especialmente francesa, para designar diccionarios bilingües o pluri­
lingües cuya riqueza se ponderaba: el Dictionarium seu Latinae lin­
guete thesaurus (1531), de Robert Estienne; el Thesaurus linguae
Graecae (1572), de su hermano Henri; el Thesaurus linguarum
(el 600), de H. Decimator; el Thresor de la langue frangoise (1606),
de Jean Nicot — sobre el que volveremos después— , y otros7.
Covarrubias no es el primero que usa entre nosotros el nombre de
Tesoro. Se le había adelantado Bartolomé Bravo en su Thesaurus
verborum ac phrasium (1597) (cf. Antonio, 1672: I, 89). En cuanto a
épocas posteriores, salvo dos manuscritos inéditos inspirados más o
menos en aquel (el Tesoro de la lengua castellana abreviado, anóni­
mo del siglo xvn, y el Tesoro de la lengua castellana, de Juan de
Ayala Manrique, comenzado en 1693 e interrumpido en la letra C),
recuerdo cuatro Thesaurus españoles inscritos en la tradición europea
de los bilingües y plurilingües: el de Sumarán (1626), el de Salas

hebreos; y assí, digo que este nombre cazique puede traer origen del verbo hebreo [...]
chazach, roborare, y de allí [...] chezech, fortitudo & fortis».
7 Cf. B. Quemada (1968: 159, 164 y 569 y ss.). Sobre el eco en Italia del nombre
de «Tesoro», véase B. Migliorini (1961: 85).
190 Diccionarios anteriores a 19QQ

(1654), el de Henríquez (1679) y el de Requejo (1717)®. Sin contar


ya en nuestro tiempo, con el Tesoro lexicográfico, de Samuel Gili
Gaya, en que el título es precisamente un homenaje a las primeras
obras que lo llevaron. Pero tiene el diccionario de Covarrubias la ori­
ginalidad de que es el único monolingüe, dentro de la tradición lexi­
cográfica europea, que lleva el nombre de Tesoro, a no ser que consi­
deremos también monolingüe el Thresor de Nicot, opinión que, como
veremos luego, no me parece defendible.
La idea de este diccionario etimológico español tiene como tras-
fondo una vieja preocupación renacentista: la defensa e ilustración de
las lenguas nacionales. Bien explícita es en este sentido la citada de­
dicatoria a Felipe III:
De este [Tesoro] no solo gozará la [nación] española, pero tam­
bién todas las demás, que con tanta codicia procuran deprender nues­
tra lengua, pudiéndola agora saber de rayz, desengañados de que no
se deue contar entre las bárbaras, sino ygualarla con la latina y la
griega y confessar ser muy parecida a la hebrea en sus frasis y modos
de hablar.

En otro lugar nos parece — en un salto atrás de tres cuartos de si­


glo— estar oyendo a Juan de Valdés:
Con tanta autoridad y grauedad se puede alegar el diuino Gar-
cilasso en comprouación de la lengua española como Virgilio y Ho­
mero en la latina y griega; y qualquier romance viejo o cantarcillo
comúnmente recebido; y assí, yo no me desdeño quando viene a pro­
pósito de alegarlos por comprouación de nuestra lengua. (Tesoro. s.v.
cerca).

* Sobre Sumarán, cf. Gallardo, Ensayo (1863-1889: IV, cois. 654-56) y Vina
(1893: cois. 2045-2051). Sobre los otros tres autores, cf. S. Gili Gaya (1960: 17-24).
La fecha de Salas, según Gili, es 1671; pero Nicolás Antonio (1672: II, 235) registra
una edición anterior de Valladolid, 1654. Español es también, aunque no se refiere a la
lengua castellana, el Thesaurus catalanolatinus de Pere Torra (1640).
Un ¡exicógra/o\le la generación de Cervantes 191

Aprecio de la poesía clasicista por un lado, aprecio de lo popular


por otro; también, en ocasiones, de los escritores cultos de la Edad
Inedia, como don Juan Manuel o Juan de M ena9. En el lado opuesto,
desprecio de los poetas «que oy día se vsan en la Corte», por ser
«hombres sin letras, sin entendimiento, puros romancistas» (es decir,
desconocedores de las lenguas clásicas):
Estos han infamado la poesía de manera que los hombres que pu­
dieran ilustrar la lengua española con la imitación de los poetas lati­
nos y griegos no osan publicar sus trabajos, porque no los juzguen
por Huíanos y de poco juyzio, como son los que comúnmente se ad­
miten. (Tesoro, s.v. cuervo).

De acuerdo con ese ideal de ilustración, escribe para los doctos,


para los que dominan las lenguas de la antigüedad, o al menos el la­
tín. Ya en la advertencia al lector es bastante expresivo:
La diuersidad de los orígenes me ha forjado a no poder dexar
igual la letura desta obra, en forma que todos gozassen enteramente
della, por auer de acudir a sus fuentes y auer de vsar de sus propios
caracteres en la lengua griega y la hebrea [...]. Cada vno tomará lo
que pudiere, según su capacidad: al romancista le queda mucho de
que pueda gozar, creyendo lo demás in Jide parentum; y el que supie­
re latín descubrirá más campo; y los que tuuieren alguna noticia de la
lengua griega y hebrea juzgarán desta obra con más fundamento.

En el cuerpo del diccionario se muestra más inexorable. No solo


cita siempre a las autoridades clásicas en su lengua original, sin preo­
cuparse de traducirlas, sino que excluye textualmente de sus lectores
—y encima con burla— a quienes no sean latinistas (cf. Riquer,
1943: vni):

9 Cf. Riquer (1943: x). Sobre el aprecio de lo popular, véase este otro pasaje:
«Con ninguna cosa se apo[y]a tanto nuestra lengua como con la que vsaron nuestros
passados, y esto se conserua en los refranes, en los romances viejos y en los cantarci-
llos triuiales; y assí, no se han de menospreciar, sino venerarse por su antigüedad y
scnzillcz; por esso yo no me desdeño de alegarlos, antes hago mucho fuerza en ellos
para prouar mi intención» (Tesoro, s.v. argolla).
192 Diccionarios anteriores a 19 Q q

Presupongo que los que este libro leyeren por lo menos saben la­
tín, y assí, no lo romanceo [el texto de Horacio que he citado], porque
sería trabajo perdido. Quipotest capere, capiat. (Tesoro, s.v. abril).
Referiré sus versos [de Ovidio] en latín; entendcrálos el que lo
supiere; los romancistas busquen quien se los declare, que yo no es-
criuo para ellos. (Tesoro, s.v. celoso).
Esto [mi explicación] he puesto en latín por más claridad; los ro­
mancistas tengan paciencia. (Tesoro, s.v. sátira).

Su dominio de las lenguas clásicas va unido al del hebreo, como


en Fray Luis de León; e, igualmente, su familiaridad con los poetas y
con los didácticos grecolatinos y con los humanistas de toda Europa
convive con un extenso conocimiento de los padres y doctores de la
Iglesia y de los tratadistas católicos de la segunda mitad del siglo xvi.
Al mismo tiempo, es lector de los poetas italianos que los españoles
han llegado a asimilar a los clásicos de la antigüedad. Un bagaje,
pues, típico de un humanista de la Contrarreforma, es el que Covarru­
bias pone a contribución constantemente, a lo largo de su diccionario,
al servicio de sus etimologías.

3. ¿De qué método se ha valido para ejecutar su proyecto? E


dentemente, Covarrubias no ha aprendido muy bien la lección de ri­
gor metodológico que, más de cien años atrás, dio Ncbrija a los lexi­
cógrafos. Sorprende un poco que alguien haya dicho en serio que el
Tesoro «es el primer diccionario de nuestro idioma hecho con criterio
científico» (Hurtado / González Palencia, 1932: 731). Para empezar,
no se preocupa de establecer o uniformar su propia ortografía: su
apellido mismo es en la portada Cobarruuias y en la dedicatoria
Couarruuias (mientras que en los Emblemas morales era Couarru-
bias). En la advertencia al lector, a pesar de su papel de etimologista,
manifiesta su preferencia por las grafías fonéticas sobre las etimoló­
gicas:
No se deue nadie escandalizar de que las dicciones de mi libro se
escriuan como suenan [...]. Philipo no se ha de buscar en la letra ph,
Un lexicógrafo\le la generación de Cervantes 193

sino en la f; Gerónimo, en la G y no en la H; tema, en la T y no en la


th, & sic de caeteris.

Aunque este es el único principio ortográfico que formula, ni si­


quiera lo cumple siempre (escribe, por ejemplo, anathema, corypheo,
hierarchía, hydropesía/hidropesía). La oscilación gráfica, en todo
caso, es general a lo largo de todo el libro, reflejando a veces vacila­
ciones fonéticas (ignorante/inorante, lector/ letor, baxilla/vaxilla,
Balbastro / Balvastro, Alm onazid/ Almonazí, azavache / agabache,
avispa / abispa, auieso / auiesso, basa / baga, pigüelas / pihuelas).
El orden alfabético está lleno de tropiezos, a los que ayuda no po­
co la inestabilidad gráfica. El mismo autor se confunde, y llega a re­
dactar dos veces una misma entrada (así en abaxar, ación, aladares,
almalafa, Balbastro, etc.). A esta confusión contribuye la falta de un
criterio firme en la agrupación de familias léxicas bajo una misma
entrada: si con abaxar incluye baxo, bagío [s/c], altibaxo, baxeza y
baxada, en cambio separa abad y abadesa, poniendo dentro de este
último artículo abadía y abadengo (definidos en función de ‘abad’ y
no de ‘abadesa’); o dedica tres entradas diferentes a abadejo, ‘pesca­
do’, ‘ave’ y ‘escarabajo’. No es extraño, por tanto, que balancín apa­
rezca dos veces definido: en abalanzar y en balanza; o que llegue a
redactar un artículo (bastón) como simple posdata a lo dicho en otra
entrada del folio anterior (basta) sobre la misma palabra; o que haya
remisiones perdidas (atribulado remite a atribulación, que no existe,
como tampoco tribulación).
Tampoco se observa regularidad en la microestructura. La infor­
mación contenida en el artículo es, o puede ser, juntamente lingüística
y enciclopédica. Dentro de la información lingüística podremos tal
vez encontrar: a) definición de la palabra-guía en sus varias acepcio­
nes; b) autoridad literaria; c) equivalencia latina; d) etimología pro­
puesta (a veces, después de la discusión de varias posibles); e) fra­
seología;^ familia léxica, principalmente derivados. En esta vertiente
lingüística llama la atención la ausencia de toda indicación gramatical
194 Diccionarios anteriores a 1900

sobre las voces estudiadas'0. Dentro de la información que con un


criterio amplio llamaríamos enciclopédica pueden figurar: a) descrip­
ción o explicación sobre el «referente» u objeto del artículo; b) textos
informativos o ilustrativos, ya de carácter doctrinal, ya literario, anti­
guos o modernos, generalmente latinos; c) simbología; d) considera­
ciones y juicios morales; e) anécdotas y curiosidades, algunas de ex­
periencia directa; f ) bibliografía adicional. Pero muy rara vez están
presentes todos estos abigarrados elementos, y la presencia o ausencia
de cada uno de ellos es muy variable. Sin duda, los más constantes
son la etimología y la definición, aunque tampoco de un modo abso­
lu to"; el más raro, la autoridad de u so 12. Por otra parte, el orden en
que se presentan es bastante variable, y solo se puede decir con mode­
rada generalización que el primer lugar está ocupado por definición y
etimología. Es habitual que cualquier aspecto ya tratado dentro del
artículo sea retomado después de exponer otro u otros ’3. Incluso la
sintaxis de la exposición es espontánea y despreocupada14, a tono con

10 Hay que señalar que tampoco ofrece todavía estas indicaciones el Vocabolario
de la Crusca (1612).
11 Se dan casos en que Covarrubias omite la etimología, por más que esta sea la
materia declarada de su diccionario. En unos no se sabe si es debido a olvido o a igno­
rancia (p. ej., en carpir o en langaruto); en otros, seguramente, porque el étimo es ob­
vio (p, ej., en clausura, claustro, cláusula, clave). Muy pocas veces confiesa descono­
cimiento total. Así, en caymán: «vn pez lagarto que se cría en las rías de Indias y se
come los hombres que van nadando por el agua; y por ser el nombre de aquella lengua
bárbara, no me han sabido dar su etimología; deue ser a modo de los cocodrilos que se
crían en el río Nilo».
12 No ha faltado, sin embargo, quien ha señalado como característico de este dic­
cionario el empleo de autoridades, como en el de la Crusca (Quemada, 1968: 223).
13 Véase cómo, en el artículo caymán, reproducido en la nota 11, la definición,
que parecía ya terminada, se reanuda después de haber tocado el tema de la etimolo­
gía.
14 Obsérvese, por ejemplo, la sintaxis «oral» de este pasaje del artículo cacique
(que he reproducido en la nota 6): «los que poblaron el mundo después del diluuio,
diuidiéndose en la confusión de lenguas al fabricar la torre de Babel o Babilonia, cada
nación de las que se apartaron lleuaron consigo algún rastro de la lengua primera»; o
la de este otro, del artículo apócrifo: «Llamamos libros apócrifos, o por la profundi­
Un lexicógrafo de la generación de Cervantes 195

la llaneza con que el autor tiende a expresarse en primera persona,


como si el diccionario no fuese sino una charla familiar a propósito
de la serie alfabética de las palabras.
No es raro que en dos lugares distintos atribuya etimologías dife­
rentes a una misma voz15, o que una palabra sea expuesta como étimo
de otra que a su vez lo es para aquella16. En fin, es notoria la despro­
porción en la extensión de unos artículos y otros, sin que sea siempre
perceptible una razón objetiva que la justifique.
Si en todo diccionario, por más que su ideal sea la objetividad, es
inevitable una huella de la personalidad de su compilador, en el dic­
cionario de Covarrubias esa presencia no es inevitable, sino querida.
El severo Nebrija, tan apreciado por Covarrubias en otros aspectos,
no es su modelo en esto. Nuestro autor divaga siempre que le apetece,
se explaya en la cita de sus eruditas lecturas y de sus clásicos favori­
tos, cuenta chistes y cuentos, evoca recuerdos personales '7, desliza
suavemente su humor malicioso18, no recata sus opiniones morales

dad de su inteligencia y los místenos que encierran en sí. Estos tales no era permitido
a todos leerlos, sino a los prouectos; o llamamos apócrifos a los libros que, aunque en
si contienen buena y sana dotrina, no consta de su particular autor».
15 Por ejemplo, calma, en fol. 175v.°, «puede ser nombre griego, de kauma»; pero
en fol. 178, «inoré su etimología, aunque algunos dizen ser nombre hebreo». Alcalá es
de origen griego s.v. Alcalá, y de origen árabe s.v. cala.
16 Un ejemplo de esta «etimología mutua» es el de baldrés < balad i y baladí <
baldrés.
17 Así, el artículo camaleón comienza con estas palabras: «Este animalejo vi en
Valencia, en el huerto del señor Patriarca don Juan de Ribera, de la mesma figura que
le pintan»; y, tras una extensa cita descriptiva de Plinio, continúa: «Hame parecido
poner ad longum todo el lugar de Plinio, porque dcscriue al viuo este animalejo como
yo le vi. Pero quanto al grandor deuía ser poco más de vn palmo, y le tenían dentro de
vna jaula de calandria».
Ig Comentando el refrán adelante está la casa del abad (s.v. abad), escribe: «Yo
pienso que este refrán tuuo origen de los seglares que, llegando a su puerta el pobre o
el peregrino, le remiten a la casa del cura como a propia suya [...], y nos hazen buena
obra en encaminárnoslos». Y en el artículo calentar: «El horno por la boca se ca­
lienta. Esto dizen los que en inuiemo acostumbran tomar algún bocado y beucr alguna
196 Diccionarios anteriores a 1900

sobre personas y cosas19, confiesa su temor de que la vida se le acabe


antes que la obra (cf. Riquer, 1943: v i i i ), hasta reconoce a vcces (ine­
ficazmente) la necesidad de moderar su locuacidad 2Ü. La humanidad,
la simpatía comunicativa y la gracia, insólitas en verdad en el género
lexicográfico, han sido siempre celebradas por cuantos han tenido al­
gún trato con el diccionario de Covarrubias.
Sobre la calidad de las etimologías, objetivo central del libro, solo
se puede decir que están a la altura del peculiar concepto que en su
época se tenía de la evolución formal de las palabras («díxose cala-
baga del nombre latino cucurbita, aunque con alguna corrupción, cu-
curbaga, cacarbaga, cacabaga y, por la cacofonía, calabaga»),

4. ¿Logró Covarrubias su propósito? A pesar de su saber, su t


bajo y su ingenio, no parece que sus etimologías hayan sido nunca

vez, para no sentir el frío; y a los que caminan es muy a propósito. Esta dotrina guar­
dan bien los mo$os de muías, si no cargasscn más de lo nccessario»,
19 «Alumbrados fueron ciertos hereges que huuo en España muy perjudiciales, que
trahían la piel de ouejas y eran lobos rapaces» (s.v. alumbrar). «Mahoma (que nunca
huuicra nacido en el mundo) nació en Arabia...» (s.v. Mahoma). De los gitanos dice:
«esta mala canalla, que tienen por oficio hurtar en poblado y robar en el campo» (s.v.
conde); «gente perdida y vagamunda, inquieta, engañadora, embustidora» (s.v. gita­
no).
M Por ejemplo, en el artículo abeja, después de haber disertado en dos columnas y
media sobre este insecto y los «muchos y diuersos discursos» a que «da ocasión este
animalito», dice: «Por no ser largo, referiré tan solamente los versos de Virgilio en
que explica el orden que tienen en su vida y exercicio». Y sigue toda una columna
más... También merece recordarse lo que escribe en el articulo candela tras un largo
discurso enciclopédico: «Y porque mi instituto no es tratar las materias ad longum, si­
no tan solamente las etymologías de los vocablos y lo que para ilustración desto es
necessario, no me alargo más en esta materia, ni en otras que a cada passo se me ofre­
cen, porque seria la obra inmensa, y el atreuimiento grande querer yo de propósito
tratar y comprehender en un volumen lo que han escrito en muchos los professores de
cada facultad; que ni yo tengo talento para ello, ni me puedo prometer vida tan larga
que pudiesse, mal o bien, acabarlo». Y después de esta extensa confesión, todavía si­
gue, en catorce líneas más, la disertación que había dejado cortada. Las páginas poste­
riores, por otra parte, no dan muestra de que el propósito de enmienda haya sido muy
duradero: véanse, por ejemplo, los artículos cornudo, cuerno, cuervo, elefante, etc.
Un lexicógrafo de la generación de Cervantes 197

muy estimadas, ni siquiera en su tiempo. Notemos que el fino huma­


nista Pedro de Valencia, en la censura que precede al Tesoro, no elo­
gia de él sus hallazgos en esa materia, sino el hecho de que «tiene
muchas [cosas] muy útiles y está lleno de varia y curiosa lección y
dotrina», a la vez que celebra que «de la propiedad, pureza y elegan­
cia de vna lengua se escriua en el tiempo que ella más florece». Y
cuando, todavía en su siglo, el erudito Nicolás Antonio escribe una
generosa defensa de la obra, tampoco lo hace por las etimologías
(1672: II, 279)21.
Por otra parte, es bien conocido el juicio adverso de Quevedo so­
bre este libro, «donde el papel es más que la razón; obra grande y de
erudición desaliñada». Y dicc esto después de haber manifestado su
desdén en general hacia quienes «desentierran los güesos a las voces
[...] y dicen que averiguan lo que inventan» (1626: 319).
El Tesoro, del que en su primera edición se imprimieron mil
ejemplares (Pérez Pastor, 1906: 198), no volvió a publicarse en su si­
glo sino una vez, sesenta y tres años más tarde, con las pobres adicio­
nes de Noydens (Covarrubias / Noydens, 1674)22. La verdadera valo­
ración de Covarrubias no llega hasta la centuria siguiente, de la mano

21 El párrafo dedicado al Tesoro lleva en su parte final una adición de las que dejó
autógrafas Nicolás Antonio y que se incorporaron en la impresión del siglo xvui, ya
que se refiere a la edición de Noydens, publicada en 1673, después, por tanto, de la
primera edición de la Nova.
22 A pesar de que, como digo en seguida, el Covarrubias lexicógrafo — no el eti-
mologista— solo un siglo más tarde recibió toda la consideración que merecía, no
faltaron pronto colegas perspicaces, fuera de España, que descubrieron y supieron ex­
plotar su riqueza; por ejemplo, Lorenzo Franciosini en su Vocabolario español e ita­
liano (1620). De las tres veces que se ha editado el Tesoro en el siglo xx, una ha sido
para bibliófilos (reproducción microfotográfica, Nueva York, Hispanic Society of
America, 1927), y las otras dos, como instrumento para los filólogos. En realidad, es-
las dos se reducen a una sola: la preparada, con prólogo e índice, por Martín de Ri-
quer, Barcelona, Horta, 1943, pues la de Madrid, Tumer, 1977, es mera reproducción
facsímil de la de 1943, con la particularidad de que esta vez el editor, por lamentable
descuido, ha omitido el prólogo, así como toda indicación de que la edición reprodu­
cida, incluso el extenso índice final, es obra de Martín de Riquer.
198 Diccionarios anteriores a 1900

de los fundadores de la Real Academia Española, que lo explotan


ampliamente en su caudal y en sus definiciones22 b,s. Dice el prólogo
del primer Diccionario académico:
Es evidente que a este autor se le debe la gloria de haver dado
principio a obra tan grande que ha servido a la Academia de clara luz
en la confusa obscuridad de empressa tan insigne; pero a este sabio
escritor no le fue fácil agotar el dilatado océano de la lengua españo­
la, por la multitud de sus voces; y assí, quedó aquella obra, aunque
loable, defectuosa, por faltarle crecido número de palabras; pero la
Real Academia, venerando el noble pensamiento de Covarrubias y si­
guiéndole en las voces en que halló proporción y verisimilitud, ha
formado el Diccionario sujetándose a aquellos principios y conti­
nuando después debaxo de las reglas que le han parecido adequadas
y convenientes, sin detenerse con demasiada reflexión en el origen y
derivación de las voces; porque, además de ser trabajo de poco fruto,
sería penoso y desagradable a los lectores, que regularmente buscan
la propriedad del significado.

Es decir: cuando por fin se reconoce su gran valor al Tesoro, no


es por sus etimologías — discretamente desestimadas, como se ve en
las últimas líneas— , sino por su aportación lexicográfica pura. Des­
pués de la Academia del siglo xvm, los filólogos de nuestro siglo han
apreciado la obra de Covarrubias como un verdadero «tesoro» en
sentido distinto del que él pensó: encuentran en él un rico testimonio
del léxico usual de los primeros años del xvn, especialmente en el
reino de Toledo, así como un abundante archivo de noticias sobre
usos y costumbres de la época, de enorme utilidad uno y otro para la
comprensión de la literatura del Siglo de Oro.
¿Por qué cayó en el vacío en su tiempo el diccionario de Covarru­
bias? Tal vez porque no acertó con su momento: porque, por una
parte, era una obra pasada, y por otra, una obra adelantada.
Era pasada porque, aunque estaba al tanto del saber de su época y
citaba a una serie de autores contemporáneos, el espíritu que la ani­

22 bis [Qj- capítulo 12 de este libro].


Un lexicógrafo de la generación de Cervantes 199

maba era más bien el del siglo anterior, el del Renacimiento y la


Contrarreforma. A lo largo de todo el libro se percibe la profunda de­
voción de Covarrubias por los poetas latinos, muy especialmente Ho­
racio, Virgilio y Marcial; por los italianos Petrarca y Ariosto; por el
español Garcilaso, y, en menor medida, por el portugués Camoens y
el francés Ronsard. De los españoles, el único poeta que menciona
contemporáneo de Garcilaso es Castillejo, y el único posterior, Ercilla
(a quien llama Arcila)21; como vimos más arriba, no parece haber si­
do muy aficionado a los «que oy se vsan en la Corte» (cita, en cam­
bio, a bastantes didácticos de todo ese período)24. También es patente
su amor a la cultura humanística en la insistencia, ya comentada, con
que afirma que su libro está dedicado a los latinistas y no a los ro­
mancistas. Y no olvidemos la ya señalada preocupación, típica del
Renacimiento, por buscar abolengo ilustre a la lengua patria 25 — si
bien esta preocupación persistió todavía en época posterior: la revolu­
ción gongorina es una de las vertientes de esa tendencia ilustradora— .
Pero decimos que, a la vez, el Tesoro se adelantó a su tiempo. Se
adelantó en ser un producto cuya necesidad nadie sentía en aquel
momento en España: un diccionario del español en español. Hasta
entonces el diccionario solo se había concebido y se concebía como
un puente entre dos lenguas, bien para el estudioso de las letras clási­
cas o sagradas, bien para el diplomático, el comerciante o el viajero,
bien para el evangelizador de infieles. Existían, sí, algunos vocabula­
rios monolingües, pero todos de ámbito limitado y menguados de ta­
maño. Covarrubias compone el primer diccionario monolingüe exten­

u Fray Luis de León, entonces todavía desconocido como poeta, solo es recorda­
do por La perfecta casada.
24 He aquí algunos: Laguna, Arciniega, Jerónimo de Huerta, Monardes, Pineda,
Poza, Acosta, Cicza de León, Diego Hurtado de Mendoza, Zurita, Ocampo, Morales,
Garibay, Mariana, Argote de Molina, Sigüenza, Castillo de Bobadilla.
23 Cf. P. Guiraud (1963: 24-25), B. Migliorini (1969:1, 503), R. A. Hall, Jr. (1977:
230), R. Lapesa (1980a: 299 y bibliografía citada en 301 nota).
200 Diccionarios anteriores a 1900

so del español: versa sobre la lengua general y define una cantidad


importante de palabras26.
En realidad, el Tesoro de Covarrubias es el primer diccionario
monolingüe extenso, no solo de España, sino de Europa. Italia, el país
de mayor tradición lexicográfica monolingüe en ese momento, cuen­
ta, como obra de mayor alcance, con el Memoriale della lingua vol-
gare, de Giacomo Pergamini (1601), de éxito superior, pero de desa­
rrollo inferior al del Tesoro21. En Inglaterra, el primer diccionario que
se menciona es el de Robcrt Cawdrey, A Table Alphabeticall con-
taining the true Writing and Understanding o f hard usuall English
Words (1604), que no pasa de 120 páginas y tiene como único objeti­
vo el de explicar palabras «difíciles» (Hulbert, 1968: 16). En Francia
se ha afirmado repetidas veces que el Thresor de la langue frangoise
de Jean Nicot (1606) es el primer diccionario propiamente dicho de
esa lengua28, cuando realmente no es sino una reelaboración más, sin
duda la más rica, del célebre Dictionnaire franqois-latin de Robert
Estienne (1539), y sigue siendo, por tanto, un diccionario bilingüe29,
con la particularidad de que algunas de las voces, además de su equi­
valente latino, llevan una explicación en francés.

26 Según mi recuento del índice elaborado por Riquer, son 16.929 (cifra que no
corresponde a la de entradas, ya que con frecuencia una de estas incluye, con defini­
ciones, una familia léxica). El número de voces es, sin embargo, inferior al de Nebrija
(28.000 en el Lexicón latino-español, 22.500 en el Vocabulario español-latino (cf.
Colón / Soberanas, 1979:12 nota).
27 «Discreto vocabulario», según B. Migliorini (1975: 44). Cf., del mismo, 1969:
1,503, y 1961:91.
28 Véanse las opiniones de Ch. Beaulieux y F. Brunot en B. Quemada (1968: 159);
cf. también R.-L. Wagner (1967: 109). De este lugar común todavía se hace eco Mi­
gliorini (1961: 105). M. Cohén (1967: 441) llega a afirmar que el primer diccionario
verdadero del francés es el prim ero que hizo Nicot, bajo el nombre de Robcrt Es­
tienne, Dictionnairefranfois-latin (1573). Sin duda, ha contribuido decisivamente a la
idea de que el Thresor de Nicot sea el primero de los diccionarios propiamente france­
ses su mismo título, que por primera vez no alude al carácter bilingüe de la obra.
29 Como tal lo consideran claramente B. Quemada (1968: 159) y G. Matoré (1968:
60). Cf. asimismo P. Guiraud (1963: 46), H. Mitterand (1965: 105) y Chaurand (1977:
90).
Un lexicógrafo de la generación de Cervantes 201

Fruto tardío, por un lado; fruto precoz, por otro, el Tesoro de Co­
varrubias tuvo la desdicha de no ser apreciado por sus compatriotas
sino cien años después de su aparición; pero, aun entonces, ni siquiera
celebrado por lo que fue ilusión y orgullo de su autor — las etimolo­
gías— , sino por lo que añadió secundariamente — las definiciones— .
Hasta su honroso lugar de adelantado en la lexicografía europea es un
récord precario: solo un año más tarde, en 1612, había de publicarse
en Venccia el Vocabolario de los Académicos de la Crusca, obra
maestra que marcaría el rumbo, durante dos siglos, de toda la lexico­
grafía monolingüe en el mundo. Si Cervantes fue un outsider en el
mundo literario de su tiempo (Marías, 1973: 17), ¿no lo fue más, en la
lingüística, su contemporáneo, el autor del primer diccionario del es­
pañol?
11

AUTORIDADES LITERARIAS EN EL
TESORO DE COVARRUBIAS*

Dos diccionarios de importancia histórica, iniciadores de sendas


tradiciones, se publican casi al mismo tiempo en los comienzos del
siglo xvn: el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián
de Covarrubias (Madrid, 1611), y el Vocabolario degli Accademici
della Crusca (Venecia, 1612). El de Covarrubias es el punto de parti­
da de la lexicografía monolingüe del español; el de la Crusca es el
creador de la lexicografía monolingüe moderna en Europa. El fruto
perfecto de la confluencia de estos dos manantiales será, cien años
más tarde, el Diccionario de la lengua castellana, de la Real Acade­
mia Española, conocido después con el nombre de Diccionario de
autoridades (1726-1739), obra maestra de la lexicografía española y
europea de su siglo.
¿Hasta dónde llega el paralelismo entre el Tesoro y el Vocabola~
rio, aparte de su coincidencia cronológica y su carácter fundacional?
Los principios que inspiran una y otra obra son muy diferentes, y
también lo es su metodología. Sin embargo, se ha señalado un rasgo
común por encima de estas diferencias básicas: el recurso a las auto­
ridades literarias (Quemada, 1968: 223). En efecto, la microestructura
del diccionario italiano incluye sistemáticamente, después del enun-

* [Publicado en Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, II, Madrid 1986, 609-22],


Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 203

ciado definitorio de cada término o de cada acepción, uno o más pa­


sajes breves de obras literarias con los que se acredita el uso de la voz
y se confirma la definición en cuestión. Es el procedimiento seguido
después fielmente por el español Diccionario de autoridades. En Co-
varrubias también es cierto que se encuentran citas literarias, pero su
presencia es muy irregular, y su función bastante heterogénea, como
vamos a ver.
Los investigadores que se han ocupado de este punto lo han trata­
do en aspectos muy limitados, y se han abstenido de considerar con
visión general el carácter de las citas, literarias o no, que aparecen es­
parcidas a lo largo del Tesoro. Sus observaciones a este respecto son
más bien someras. Así, Mitchell D. Triwedi (1973: 155) comenta que
«Covarrubias se apoya frecuentemente en la literatura para ilustrar el
uso de la lengua. Como el Tesoro intentaba ser en primer término un
diccionario etimológico, las fuentes de la mayoría de sus citas son la­
tinas. No es raro, sin embargo, que Covarrubias recurra a la literatura
española». José Romera Castillo (1982: 314) habla de «autoridades
(sabios) utilizadas para fundamentar las explicaciones de su dicciona­
rio», e incluye en ellas los clásicos griegos y latinos, la Biblia, San
Isidoro, Erasmo, los escritores toscanos, los gramáticos, los historia­
dores y — formando grupo aparte— los literatos españoles. Pero no
establece Romera en esta exposición fronteras muy definidas entre
creadores y didácticos (Arias Montano y Rengifo, por ejemplo, apa­
recen junto a Garcilaso), ni entre españoles y extranjeros (Alciato se
menciona entre los hispanos, y Mariana al lado de los ajenos), ni
tampoco precisa la diferente manera en que todas estas autoridades
son utilizadas por Covarrubias dentro de la finalidad general, señala­
da por Romera, de fundamentar las explicaciones del diccionario.
La rica variedad de citas que Romera considera como caracte­
rística del Tesoro debe ser examinada teniendo en cuenta la índole de
esta obra. El propósito declarado de Covarrubias era compilar un dic­
cionario etimológico, el primer diccionario etimológico extenso del
español. El título Tesoro de la lengua castellana o española parece
que fue decidido por el autor en el último momento, tras alguna
204 Diccionarios anteriores a 1900

vacilación. Pero la denominación primitiva era, sin duda, Etimologías


de la lengua española: con ese nombre de Etimologías se refiere rei­
teradamente a la obra Baltasar Navarro de Arroita en su carta pre­
liminar; con el de Líber de Hispanae linguae Etymologiis, «Etimo­
logías de la lengua española», lo mencionan los versos latinos
laudatorios del canónigo Pedro de Frías. El momento de duda entre el
viejo título y el nuevo se refleja en el contrato que Covarrubias firma
con el impresor Luis Sánchez, donde se designa el libro como «Eti-
moloxías, digo Thesoro de la lengua castellana» (Pérez Pastor, 1906:
198). El nombre definitivo aparece, aparte de la portada, en el breve
poema laudatorio en latín del Maestro Blas López y en todos los
documentos oficiales (licencia, tasa y censura) estampados en el
pórtico del libro.
El título con que hoy todos conocemos la famosa obra ha desdi­
bujado en la opinión de muchos la intención con que fue concebida.
Pero esta intención es patente, no solo en su primitiva denominación,
sino en diversas declaraciones del autor en los preliminares y en el
cuerpo del libro (cf. Riquer, 1942: vm). También la citada carta de
Navarro de Arroita hace entusiasta hincapié en el carácter etimológi­
co del trabajo.
En la dedicatoria al rey Felipe III, Covarrubias es bastante explí­
cito respecto a su propósito:
La buena memoria de Fitipo Segundo, padre de V. M., hizo gran
diligencia para que las obras del glorioso San Isidoro, doctor de las
Españas, se corrigiessen y emendassen por diuersos originales y de
nueuo se imprimiessen con mucha curiosidad, porque gozássemos de
su singular y santa dotrina y particularmente de sus Etimologías Lati­
nas, sin embargo de que antes de el santo doctor auían otros tratado el
mesmo argumento y, después de él, muchos modernos. Sospecho yo
que, si alcanzara Su Magestad, que santa gloria aya, ser cosa possible
colegir las de su propia lengua castellana, que no con menos cuydado
lo apeteciera y procurara executar; pero hasta agora ninguno se ha
atreuido a esta empressa; y los que lo han intentado, vencidos de vn
trabajo inmenso, han desistido della [...]. Yo, con el desseo que he te­
nido y tengo de seruir a V. M., he porfiado en este intento, hasta que
Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 205

Dios ha sido seruido llegasse a verle el fin, al cabo de muchos traba­


jos, de los quales la obra dará testimonio, a costa de mi salud y
sossiego.

La referencia conjunta a San Isidoro y a Felipe II es significativa.


El humanista Alvar Gómez había presentado a este monarca en 1571
un memorial en que le exhortaba, una vez culminada la Biblia polí­
glota de Arias Montano, a preparar una gran edición de las obras de
San Isidoro. Como consecuencia, el rey dispuso muy poco después el
comienzo de los trabajos oportunos; y la publicación, bajo el cuidado
de Juan de Grial y con la contribución de varios eruditos, llegó a feliz
término en 1597 (Díaz y Díaz, 1982: 227-28). Esta preciosa edición,
que Covarrubias cita varias veces en su diccionario, muy bien pudo
ser el estímulo directo para la empresa del Tesoro, que había de llevar
como primer título precisamente el mismo de la obra más importante
de San Isidoro.
El seguir, aunque no fuera más que de lejos, las huellas del sabio
arzobispo sevillano, comprometía a nuestro autor a explicar un creci­
do número de palabras españolas por la vía etimológica (como había
sido el objetivo manifestado por el Hispalense) y a desarrollar esa ex­
plicación por la vía enciclopédica (que había sido la verdadera inten­
ción de San Isidoro, según su amigo San Braulio) (Díaz y Díaz, 1982:
180-81).
Como dicc Díaz y Díaz, para San Isidoro «la historia de una pala­
bra y la del objeto que designa son notas que subyacen en ellos, no
una perspectiva en que considerarlos» (Díaz y Díaz, 1982: 188). La
etimología es, por tanto, una interpretación: es la explicación de la
palabra, encaminada a descubrir la causa del nombre y, con ello, dar a
conocer la realidad de la cosa designada (cf. Zamboni, 1976: 16-29).
Este concepto de los antiguos todavía está vigente en la época de Co­
varrubias, y cuando él, o algún contemporáneo suyo, habla del «ori­
gen» de una palabra, esto tiene poco que ver con la actitud histórica y
científica que adoptan (o aspiran a adoptar) los etimologistas de
nuestro tiempo. En la etimología de cada vocablo — dice Covarru-
206 Diccionarios anteriores a ¡9QQ

bias— «está encerrado el ser de la cosa, sus cualidades, su uso, su


materia, su forma, y de alguna dellas toma nombre» (s.v. etymología)
De ahí que sean inseparables en el Tesoro la especulación etimológi­
ca y el despliegue enciclopédico. Pero esta íntima conexión llega al
extremo de hacerse intercambiables las dos vertientes de la actividad
del lexicógrafo. Hay artículos (por ejemplo, Alcalá de Henares) que
son íntegramente una disquisición etimológica, frente a otros en
que la información sobre el referente ocupa la casi totalidad del dis­
curso (por ejemplo, delfín). En conjunto, la información sobre las co­
sas supera ampliamente, en el interés del autor, a la pura información
sobre las palabras.
El predominio de la información enciclopédica sobre la lingüísti­
ca se manifiesta claramente en la lista de las autoridades alegadas por
Covarrubias. De los aproximadamente quinientos autores que cita a lo
largo de su obra, la inmensa mayoría son didácticos, y algunos de los
literatos citados más asiduamente actúan como testigos históricos,
científicos, filosóficos o morales y no como testigos lingüísticos.
Por la lengua de los testimonios aportados, pueden hacerse en
ellos tres grandes grupos: a) de lengua latina; b) de lengua románica
no española, y c) de lengua española.
En el primer grupo se encuentran las citas bíblicas, siempre toma­
das de la Vulgata; los didácticos griegos, frecuentemente traídos de
segunda mano y siempre a través de traducciones latinas o — en el
caso de Dioscórides— a través de traducción española; los didácticos
latinos; los Padres de la Iglesia y otros escritores cristianos; los trata­
distas medievales, y numerosos humanistas y científicos del Renaci­
miento que utilizaron como vehículo de expresión la lengua latina.
Por otro lado, hay que incluir en este sector a los poetas latinos, así
como a los pocos griegos citados — los cuales, cuando comparecen,
lo hacen siempre bajo ropaje latino, igual que los didácticos— .
Está constituido el segundo grupo por los escasos didácticos ita­
lianos del Renacimiento que escriben en su propia lengua, y también
por los literatos italianos, franceses y portugueses que escribieron en
sus respectivas lenguas vulgares.
Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 207

El tercer grupo, en fin, está constituido por los textos didácticos y


literarios, tanto medievales como modernos, escritos y reproducidos
en lengua española, incluyendo los pertenecientes a la literatura po­
pular tradicional.
Nos detendremos aquí exclusivamente en las autoridades litera­
rias de cada uno de los tres grupos.
Entre los autores alegados por Covarrubias pertenecientes a la
antigüedad clásica, algunos de los griegos aparecen relatando fábu­
las mitológicas o morales; así, en el artículo castor se evoca el
apólogo de Esopo sobre este animal; en el artículo anillo, Esquilo
informa sobre la condena de Prometeo; en ag u a n ieve, Píndaro dice
cómo este pájaro fue traído del cielo por Venus; Pausanias, en la
voz asno, relata la historia de Ocno el espartero. Otras veces, los es­
critores helenos contribuyen con noticias históricas o científicas,
como Luciano, que en el artículo Esculapio da cuenta de la existen­
cia en Pérgamo de un templo dedicado a este dios; o como Museo,
que comparece en la voz águila a propósito de cierta costumbre de
esta ave; o como Opiano, informador, a su vez, de las costumbres
del elefante (s.v. elefante). En otros casos la autoridad es puramente
ornamental; por ejemplo, si se cita a Aristófanes en el artículo gallo
es para recordar que el poeta llama a este animal M ariis pullum; dos
versos de la Odisea son reproducidos (en latín, naturalmente), en la
voz asno, para confirmar poéticamente la sabiduría de Ulises; y un
verso de Arquíloco (también latinizado) sirve para alabar al erizo
(s.v. erizo). No faltan los casos en que el nombre del poeta es utili­
zado como componente de la definición, como ocurre cuando se di­
ce que Amarillis es una ninfa o pastora celebrada por Teócrito.
Una utilización pareja se hace de los creadores latinos. Ovidio
acude como narrador de mitos (el de la Vía Láctea, s.v. agucena; el
del jacinto, s.v. ay; el de las hermanas de Faetón, s.v. ámbar; el de
Hcrmafrodito, s.v. andrógeno; el de Lotos, s.v. almez, etc.); también
Propercio (el mito de Ocno, s.v. asno); Apuleyo es evocado en el re­
lato del asno y la adelfa (s.v. adelfa). Sobre diversas realidades natu­
rales o históricas son llamados como testigos numerosos clásicos de
208 Diccionarios anteriores a 19 q q

la literatura latina: además del ya dicho Ovidio (por ejemplo, s.v.


alambre, álamo), aparecen Virgilio (por ejemplo, s.v. abeja, agua,
águila, ayrones, ajo, alfange, alheña), Horacio (s.v. abril, acólito,
anathema, admiración, algarroba, etc.), Marcial (s.v. agafrán, ám­
bar, etc.), Silio Itálico (s.v, Cartago, Córdova, Sevilla, ciprés, danga,
etc.), Juvenal (s.v. alcohol, Alemania, etc.), Terencio (s.v. andrógeno,
boltear, etc.), Prudencio (s.v. carátula, lábaro, etc.), Petronio (s.v.
barato, geta, etc.), Lucrecio (s.v. cabra), Lucano (s.v. agafrán), Ti-
bulo (s.v. carátula), Enio (s.v. Fabio), Claudiano (s.v. Fabricio), Es­
tad o (s.v, atabal), Manilio (s.v. hoja),.. Algunos de ellos son recor­
dados por sus juicios o por agudezas relacionadas con los objetos
designados: Marcial (por ejemplo, s.v. alnafe, alcaparra, andrógeno),
Horacio (s.v. ajo), Ausonio (s.v. Agatocles), Angeriano (s.v. car­
bón)... Otras veces el nombre del poeta es mero elemento de la defi­
nición o explicación del termino: así, Virgilio, por haber cantado a
Amarillis (s.v.), o Lucano, por ser hijo de Córdova (s.v.).
Hay que señalar, sin embargo, una notable diferencia entre las
menciones de autores latinos y griegos: mientras las de estos se ofre­
cen sin texto, o con texto traducido al latín, o en simple resumen en
español, los latinos casi siempre aparecen diciendo sus propias pala­
bras en su propio idioma. Esto, que por una parte demuestra la fami­
liaridad de Covarrubias con la lengua latina, por otra parte denota la
pretensión del autor de que su lector posea otra tanta: «Presupongo
— dice— que los que este libro leyeren por lo menos saben latín»
(s.v. abril); y a los que no lo saben les recomienda, o que busquen
quien les «declare» los pasajes que no entienden (s.v. celoso), o bien,
sencillamente, que «tengan paciencia» (s.v. sátira). Esta atmósfera de
identificación con el latín por parte del autor y del lector no solo ex­
plica la abundancia de testimonios en dicha lengua aportados con
propósito enciclopédico por el lexicógrafo, sino el que no pocas veces
sean alegados con finalidad lingüística. Esta frecuente orientación
lingüística que caracteriza las citas literarias latinas frente a las grie­
gas tiene la peculiaridad de que no versa sobre la lengua a la que está
consagrado el diccionario, sino sobre la propia lengua latina. Es típico
Autoridades librarías en el «Tesoro» de Covarrubias 209

de Covarrubias que, por ejemplo, al estudiar la voz española hurto,


tras indicar que en latín es furtum, registre un texto de Tibulo ilustra­
tivo del uso del término latino. Esto ocurre en innumerables ocasio­
nes, y a veces la ilustración literaria no recae sobre el equivalente la­
tino del término español, sino sobre otra palabra latina que se supone
ser origen de este, o bien sobre alguna voz — también latina, desde
luego— que sale al hilo del discurso lexicográfico. Así, la autoridad
de Virgilio viene a propósito de los vocablos latinos cetra (s.v. adar­
ga), témpora (s.v. aladares), lucifer (s.v. albor), amurca (s.v. alpe­
chín), etc.; la de Horacio, como testimonio de nepos (s.v. agüelo),
guttus (s.v. alcuza), ampulla (s.v. ampolla), etc.; la de Ovidio, para
ilustrar adoptare (s.v. adoptar), telum uncum (s.v. alfange), etc.; la de
Marcial, para foedare (s.v. afear), aphe (s.v. afán), cucullus (s.v. al­
cartaz), halex (s.v. aleche), subula (s.v. alesna), sulphurata (s.v.
alguaquida), cervical (s.v. almohada), ientaculum (s.v. almuerzo),
latro (s.v. alquerque), cerusa (s.v. alvayalde), ambrosia (s.v. ambro­
sía), etc. Lo mismo se puede comprobar respecto a Ausonio, Apule-
yo, Juvenal, Lucano, Lucilio, Persio y otros (véanse los artículos
bastardo, calabozo, espada, alguaquida, águila, bolsa, bonete y mu­
chos más).
¿Por qué incluye Covarrubias, y con tanta abundancia, autorida­
des literarias de voces latinas, si no es latino su diccionario? La res­
puesta, ya citada, de Triwedi (1973: 155), de que intenta ser un
diccionario etimológico, resulta enigmática y exigiría algunas preci­
siones. Aparte de no ser válida para los centenares de citas enciclopé­
dicas en latín, en las que la lengua utilizada sería indiferente para el
contenido, no aclara la cuestión de por qué hay que atestiguar con
textos literarios las voces latinas relacionadas muchas veces solo se­
mánticamente con las españolas que se trata de explicar. Habrá que
profundizar algo más.
Una posible razón estaría en la ya comentada identificación del
autor con aquella lengua. Su irreprimible amor hacia ella le llevaría a
no poder evitar la digresión sobre los términos a ella pertenecientes,
por más que tal digresión fuese impertinente (al menos de modo di­
210 Diccionarios anteriores a 19qq

recto) al objetivo de la obra. Pero esta explicación necesita sin duda


unirse a otras.
Podría ser una de ellas el hecho de que cuando cita ejemplos lite­
rarios de palabras latinas, Covarrubias está siguiendo el modelo de
Calepino, uno de sus más importantes inspiradores, cuyo diccionario
ilustraba con abundantes autoridades clásicas las voces latinas en él
definidas. Precisamente más de cuatro de esas autoridades fueron
aprovechadas por nuestro autor para su Tesoro. Verdad es que resulta
algo difícil pensar que Covarrubias no tuviese conciencia del despla­
zamiento de función que experimentaban las autoridades latinas al
cambiar la lengua objeto de tratamiento lexicográfico.
Sin que sean desdeñables los dos factores anteriores, hay que bus­
car una explicación más esencial, que puede ser la permanente confu­
sión entre ‘significado’ y ‘referente’, consecuencia de la teoría lexi­
cográfica y etimológica que subyace en el trabajo de Covarrubias, y
que es hija, naturalmente, de su formación lingüística. Al explicar una
palabra española X, el autor nos ofrece, superpuestas en una sola ima­
gen, la ‘significación’ de la palabra (elemento lingüístico) y la ‘reali­
dad’ por ella representada (elemento extralingüístico). No ha de ex­
trañarnos esta fusión, puesto que todavía se produce llamativa y
constantemente en obras lexicográficas de nuestros días, algunas de
ellas muy reputadas. En Covarrubias, este proceso, que está en la base
de su marcada orientación enciclopédica, da lugar a este razona­
miento: la realidad V , designada por la palabra española X, tiene en
latín el nombre Y; yo doy aquí testimonios de este nombre Y que
aportarán nueva luz sobre la naturaleza de la realidad ‘r ’.
La explicación precedente se confirma al examinar las no escasas
citas de poesía italiana en el Tesoro. Covarrubias, que residió en Italia
durante un corto período de su vida; que demuestra en diversos
pasajes de su obra un cierto conocimiento del toscano, y que, como
muchos españoles cultos de su tiempo, estaba familiarizado con la
literatura italiana, es también, como corresponde a su época, un
devoto de Petrarca. Cuarenta veces, a lo largo del Tesoro, aparece
citado el cantor de Laura. Solo en dos de esas menciones no se
■arias en el «Tesoro» de Covarrubias 211

reproduce un texto del poeta: una, cuando dice que las damas «hazen
enmudecer contemplando su hermosura, de que ay en los poetas
{¡artos encarecimientos, especialmente en Petrarcha» (s.v. dama);
otra, cuando la obra a que se refiere es latina, y por cierto no per­
tenece a Petrarca, sino a Boccaccio (s.v. carrus) *.
En los restantes casos, la voz de Petrarca, como la de los clásicos
latinos, desempeña diversos papeles. Puede servir de apoyo o fuente
de información sobre personas o cosas (s.v. águila, Alexandro, can­
dela, colchón, conducho, pluma), o como mero alarde de erudición un
poco traído por los cabellos (s.v. camaleón, tufo). Pero también puede
servir de autoridad lingüística atestiguando la palabra italiana en que
el autor ve el origen de la española (s.v. aquel, costumbre, despalmar,
doñeas, empachar, esquilón, esquivo, estragar, falcón, folia, guay), o
la palabra italiana que simplemente equivale a la española (s.v. arre­
pentirse, bisoño, cadena, campana, elefante, estaca, guarir, hinojos);
a veces sin mencionar esa palabra sino dentro del propio ejemplo, sin
duda por considerarlo innecesario a causa de la semejanza entre los
términos de ambas lenguas, pero produciendo la curiosa sensación de
que el texto italiano es el testimonio documental de la palabra espa­
ñola (así, s.v. abarcar, ambrosia, balcón, desarmar, dulce, espalmar,
fábula, iluminar, lecho).
Al igual que respecto a la literatura latina, en el caso de Petrarca
no solo han movido a nuestro autor a citarlo con frecuencia la devo­
ción y la familiaridad, sino también las fuentes lexicográficas. Co­
mentaristas de Petrarca, como Francesco Alunno y Francesco Filelfo,
citados en el Tesoro y que sin duda estaban en la biblioteca de Cova­
rrubias, facilitaban el aprovechamiento de los textos del poeta como
materia de estudio lingüístico.
Los otros dos grandes toscanos del Trecento, también citados por
Covarrubias, no debían de serle conocidos directamente, o al menos

1 Dice, a propósito de la invención de las ruedas: «Refiérelo Petrarca, en el libro


que hizo de las mugeres de fama». De claris mulieribus fue escrito por Boccaccio; la
confusión con Petrarca se debe probablemente a que este es autor de De viró illustri-
bus.
212 Diccionarios anteriores a 1% q

no debían de disfrutar de predilección tan intensa como Petrarca. De


Boccaccio aparece citado como ejemplo de la voz española cayda el
título Cayda de príncipes de «una obra suya cruditíssima»; como la
obra originaria está escrita en latín, De casibus virorum illustrium, y
el nombre Caída de príncipes es el que puso a su traducción el Can­
ciller López de A yala2, hay que pensar que a Covarrubias le era solo
conocida la versión española; de otra manera, no hubiera dudado en
ilustrar el término español con el latino, como era su costumbre. Es
probable que algo semejante haya ocurrido en el artículo novela, don­
de da como ejemplo «las novelas de Bocado»: la versión española
del Decamerón se titula Las cient novellas de Micer Juan Bocado
Florentino3; el lexicógrafo podía conocer este texto y no el italiano, y
de él posiblemente solo recordaría el título, pues la traducción estaba
prohibida por la Inquisición desde 1559. Es de sospechar, por tanto,
que las seis veces que Covarrubias aduce textos de Boccaccio (en
los que, a diferencia de los de Petrarca, Virgilio, Horacio, Ovidio,
Marcial, etc., no señala nunca el lugar de procedencia) los tome de
la Fabbrica del mondo, de Francesco Alunno, como declara a propó­
sito de uno de ellos (s.v. baylío). Tales textos son utilizados con fina­
lidad lingüística de la misma forma que los de Petrarca: o bien ilustra
el término italiano que se da como origen del español (s.v. empicar,
escarpín, estafa, fafoleto), o bien confirma la palabra italiana equi­
valente a la española (s.v. baylío), o bien da directamente el pasaje
italiano a propósito de la voz española (s.v.falcón).
Respecto a Dante, las apariencias son las mismas que respecto a
Boccaccio. Solo en tres ocasiones se le cita, nunca indicando lugar, y
en una de ellas va al lado de Boccaccio como tomado de Francesco
Alunno. En el artículo esponja, el texto de Dante se ofrece como apo­
yo enciclopédico; en soga, como muestra de la voz italiana que se
propone como origen de la española; y en baylío, como confirmación
de la equivalente italiana de otra española.

2 Se publicó en Toledo, 1511.


3 Se publicó en Sevilla, 1496, y se reimprimió varias veces en la primera mitad del
siglo XVI.
Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 213

Sannazaro, citado una sola vez, aparece con un texto cuya proce­
dencia no se precisa, a propósito de un tabú lingüístico (s.v. margo). No
se puede afirmar si la mención es directa o indirecta. En cambio, sí pa­
rece con certeza citado de primera mano Ludovico Ariosto. Este poeta,
salvo en un caso en que se toman sus versos para confirmar una voz
italiana (s.v. estilo), es aprovechado como testimonio de información
enciclopédica en varias citas de extensión muy diversa, desde los casi
setenta versos del artículo arcabuz hasta la simple referencia sin texto
en el artículo anillo (otros ejemplos, s.v. Este y cadena).
Mucho menos afortunadas en el recuerdo de Covarrubias son las
literaturas francesa y portuguesa. Una sola vez comparece Ronsard,
citado en su lengua y con referencia precisa, para atestiguar una pala­
bra francesa (s.v. burla). Y dos veces aparece nombrado Camoens:
una (s.v. camuesa), solamente para honrar la memoria del «famoso
poeta Luys de Camoes, que compuso las Lusiadas en lengua portu­
guesa»; otra — en que le llama Camoys—> para copiar un verso de
este poeta con el cual, según su peregrina afición, nuestro autor ates­
tigua en otra lengua una palabra de la nuestra (s.v. costumbre).
Pasemos ya a la literatura española. Al emplear el término litera­
tura excluyo — como he hecho antes omitiendo a aquellos escritores
romanos o modernos que usaron el latín como vehículo de sus obras
didácticas— a todos los que, habiendo escrito en español, aparecen
citados en el Tesoro en calidad de didácticos; entre ellos un Fray Luis
de León, desconocido entonces como poeta salvo para muy pocos, y
cuya única presencia en el diccionario es como moralista, autor de La
perfecta casada (s.v. afeite). Quedan así fuera también las obras más
antiguas en nuestra lengua traídas por Covarrubias: las Flores de filo ­
sofía (s.v. lazeria), las Partidas (utilizadas frecuentemente por sus
definiciones: s.v. adalid, adelantado, albohera, alcahueta, alcaide,
alfar, alfageme, alfaqueque, algara, algo, alguazil, almocadén, al­
moneda, etc.), la Crónica general (s.v. prieto, etc.).
La primera obra literaria española que da Covarrubias como auto­
ridad lexicográfica es El conde Lucanor. José Romera Castillo ha es­
tudiado esta presencia (1982). En tres ocasiones parece evidente que
214 Diccionarios anteriores a 19qq

el autor del Tesoro utilizó el texto de don Juan Manuel: en los artícu­
los visquir, esleír y sobejano, donde hace mención de los lugares que
aporta como pruebas, pero no los transcribe. En otros seis artículos
(asacar, barragán, Cid, holgar, hueste, lazeria) nombra la obra, pero
no por su texto, sino por las definiciones que Argote de Molina da de
algunos de sus vocablos en el «índice» que sigue a su edición de El
conde Lucanor (1575). Es decir, a quien de verdad cita ahí Covarru­
bias es a un lexicógrafo ocasional — Argote4— , no a un literato
— don Juan M anuel— .
De Juan de Mena, que, como dice Blecua (1960: xcv), fue «un
poeta casi popular» en el siglo xvi, recuerda Covarrubias versos del
Laberinto como ilustración enciclopédica a los artículos Babilonia,
Córdova y Duero (en este último se limita a señalar el número de la
copla). La estrofa primera de La coronación aparece citada como au­
toridad léxica en los artículos tachón, ufano, chatón y fondo. El mis­
mo carácter tiene también la cita del artículo rafez.
Las Coplas de Mingo Revulgo son citadas en los artículos blao,
cabellera, rejo, chatón, tachón, deñarse, desgreñar, miera, siempre
como autoridad léxica. Covarrubias muestra particular aprecio de esta
obra: «No carece de misterio — escribe, s.v. chatón— todo quanto se
dize en aquella poesía a la vista grosscra; pero, entendida, es de mu*
cho ingenio y agudeza, por tocar no fábula, sino historia».
La Celestina aparece mencionada en varias ocasiones, pero solo
en dos (s.v. caigas y encaxar) como testimonio léxico; en los demás
casos es para explicar la etimología de los nombres de sus tres princi­
pales personajes (s.v. Celestina, Melibea) y para ridiculizar a un mal
traductor italiano de la tragicomedia (s.v. intérprete).
Una cita de La soldadesca de Torres Naharro sirve de autoridad en
la voz bisoño, y otra de Castillejo, para la voz herida. También Lope de
Rueda aparece una sola vez, sin texto, en el artículo fregadero.
Frente a esta parquedad, es bastante citado Garcilaso de la Vega,
sin duda el poeta más famoso de las letras españolas y por el que Co-

4 En el artículo Cid atribuye a otro, por lapsus, la edición de El Conde Lucanor.


Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 215

varrubias siente clara veneración: de once veces que menciona su


nombre, en cinco lo acompaña del epíteto «ilustre», y en una, del de
«divino». Los versos de Garcilaso sirven de autoridad en los artículos
Abydo, aplacar, calabogo, hurto, cerca, dulce, Náiades, palestra, re­
tama, Galatea, si bien en esta última ocasión no se le nombra explí­
citamente, sino como «nuestro poeta castellano»; además, se atribu­
yen a Garcilaso versos que no son suyos, según ha señalado Triwedi:
en un caso, de Diego Hurtado de Mendoza (s.v. admiración), y en
otro, de Gutierre de Cetina (s.v. sobervia) (1973: 156). Salvo en Aby-
do, retama y Galatea, todas las citas de Garcilaso — incluso las atri­
buidas— son autoridades léxicas.
Es precisamente en una de las citas de este poeta donde Covarru­
bias demuestra ser consciente de la innovación que él está llevando a
cabo al presentar escritores españoles como autoridades para el uso
español: «con tanta autoridad y grauedad se puede alegar el diuino
Garcilasso en comprouación de la lengua española como Virgilio y
Homero en la latina y griega» (s.v. cerca). En términos absolutos no
se trata de una novedad, porque ya Nebrija había recurrido a los
ejemplos literarios españoles para su Gramática; pero sí lo es en lexi­
cografía, pues la práctica era desconocida en los modestos ensayos
anteriores a Covarrubias, y no será desarrollada sistemáticamente has­
ta el Diccionario de autoridades.
Pero una particularidad que tienen las citas literarias españolas
frente a las latinas (y las de Petrarca, Ariosto y Ronsard) es que,
mientras estas aparecen con indicación puntual de su procedencia, las
de nuestra literatura se presentan la mayoría de las veces sin precisar
el lugar, e incluso tampoco la obra. De Garcilaso, por ejemplo, solo
en dos ocasiones se especifica «tercera Égloga» (s.v. cerca, cala-
bogo); en otras dos dice simplemente «una égloga», «aquel soneto»
(hurto, Abydo); y en otras seis no se da ninguna indicación (y pres­
cindo ahora de los dos casos de atribución equivocada). Podría expli­
carse esta despreocupación por tratarse de obras que el autor suponía
harto conocidas para sus lectores; pero me inclino a pensar que lo que
216 Diccionarios anteriores a !%{}

ocurría exactamente es que Covarrubias citaba estos textos de memo­


ria. Volveremos sobre este punto.
Más grave, sin embargo, es la imprecisión bibliográfica consis­
tente en omitir el nombre del poeta en otras citas: «Ay vn soneto es­
pañol de buen autor que empieza: De venenosa adelfa coronado» (s.v
adelfa); «Díxo otro: El huésped que se combida / comerá lo que ha­
llare; / mas si yo le combidare, / hele de dar gran comida» (s.v. com-
bidado); «Bien como suele al despuntar del alúa» (s.v. como); «Dar-
danio, con el cuento del cayado / El nombre y la figura deshazla / De
aquella ninpha que él antes aula / En mil cortezas de árboles pintado»
(s.v. deshazer); «Dixo el otro: Ardo en la más alta esphera» (s.v. esfe­
ra); «Quedó en prouerbio vn verso castellano de vn soneto: Que nun­
ca falta vn Gil que nos persiga» (s.v. Gil); «Ay vna canción antigua
que comienza: Viue leda, si podrás, / y no penes atendiendo» (s.v. le­
do); «Dixo el otro poeta castellano: A su aluedrío y sin orden alguna /
Lleua vn pastor por Duero su ganado» (s.v. alvedrio)5.
Esta anonimía podría tener una explicación fácil en el descuido o
la distracción de nuestro lexicógrafo, que a veces citaba apoyándose
en su memoria o en anotaciones incompletas. Por ejemplo, en ripio
aduce una etimología del P. Guadix, «si no me engaño»; y en el ar­
tículo Toro, al evocar el nombre antiguo Campus Goíorum [jíc], lo
atribuye a «cierto autor» que «pienso ser el Licenciado Poza». En el
artículo Perú asigna al P. Acosta una opinión que pertenece a Bernar­
do de Aldrete, mientras que da como afirmación de «algunos» la que
es del P. Acosta (Lope Blanch, 1977: 313 y 314). Ya hemos visto, por
otra parte, cómo atribuye erróneamente a Garcilaso dos fragmentos
que pertenecen a otros poetas, y a Petrarca una obra que no es suya.
Pero, sin rechazar esta circunstancia personal, no se debe perder
de vista la realidad de que, como señaló Rodríguez Moñino (1968:
19-26), la mayor parte de la poesía española del siglo xvi no era pu­
blicada por sus creadores, sino transmitida en copias manuscritas o

5 Reservo para otra ocasión el estudio de estos textos, que exige mayor espacio
que el aquí disponible.
•rias en el «Tesoro» de Covarrubias 217

incluso oralmente, hasta desembocar, a veces, en impresos en que se


omitían o se confundían los nombres de los autores. Muchos poemas
cultos, además, eran puestos en música, y a través de los cancioneros
musicales alcanzaban una gran difusión al lado de los villancicos y
canciones populares (Frenk Alatorre, 1978: 47-80), borrándose en es­
ta suerte común la memoria de quienes los habían compuesto.
¿Procedían de estos cancioneros al menos algunos de los versos
que Covarrubias estampa sin el nombre de su autor? Es un hecho in-
discutible su gran afición a la música. Aunque en el Tesoro, por una
<je esas distracciones de nuestro lexicógrafo, no existe un artículo mú­
sica, bajo la voz motete escribe: «Yo soy tan aficionado a la música
que, aunque se alarguen [los motetes], no me dan pena; pero veo a
puchos de los que asisten en el coro estar rebentando; especialmente
que componen con tanto artificio y ruido que la letra no se entiende;
ocasión de gran fastidio». El Libro de la capilla de Christo a la colu­
na, primera biografía de Covarrubias, nos dice que «favoreció» ex­
traordinariamente la música y se hizo protector de los cantores, «gas­
tando de su hacienda con ellos en muchas ocasiones» (cf. González
Palencia, 1942: 365). Obsérvese que en los dos pasajes el interés se
centra en la música vocal. Los argumentos que preceden podrían refe­
rirse exclusivamente a la música de iglesia; pero hay una prueba elo­
cuente de que también gustaba mucho de la profana y de sus letras: es
la abundancia de canciones tradicionales y romances que utiliza como
autoridades léxicas en su Tesoro. Si en los cancioneros musicales
que, impresos o manuscritos, circularon profusamente en la época de
nuestro escritor, conviven con estas canciones populares anónimas los
madrigales y los sonetos de Cetina, de Garcilaso, de Acuña, de Lope
y de muchos otros poetas cultos, casi siempre sin nombre de autor,
¿será muy descabellado sospechar que los fragmentos poéticos que
Covarrubias da como ejemplos dentro de sus artículos sin dccir de
quién son, proceden, siquiera sea en parte, de esos cancioneros?
La presencia de la canción popular como autoridad en su diccio­
nario, presencia además notable, es uno de los rasgos más personales
de Covarrubias en la historia de nuestra lexicografía. Juan de Valdés,
218 Diccionarios anteriores a 19qq

en su aprecio de los refranes como ejemplos de la «puridad de la len­


gua castellana» (1535-36: 38), era un precedente valioso dentro de la
lingüística. Pero Covarrubias va más allá: no solo registra y explica
multitud de refranes, sino que valora la poesía tradicional, para el es­
tudio del léxico, a la misma altura que las obras de los poetas más
celebrados. Es muy significativo que, al mismo tiempo que defiende
la autoridad del divino Garcilaso en español como comparable a la de
Homero y Virgilio para el griego y el latín, defienda la de «qualquier
romance viejo o cantarcillo comúnmente recebido» (s.v. cerca) (cf.
Alín, 1968: 49). No conozco ningún otro diccionario en que la poesía
tradicional ocupe tanto espacio entre las autoridades léxicas. Incluso,
saliendo de los límites del género lexicográfico, el Tesoro de Cova-
rrubias es cronológicamente la primera obra humanística donde se da
acogida importante a la lírica popular, y una de las cuatro (las otras
tres son los Días geniales de Rodrigo Caro y el Vocabulario de refra­
nes y el Arte de la lengua española castellana de Gonzalo Correas)
que más destacadamente han contribuido a su dignificación (cf. Frenk
Alatorre, 1978, y 1982: 20-21).
Doy a continuación la lista de los poemas populares citados como
autoridades por Covarrubias. Los poemas líricos recogidos son los si­
guientes6: «A la hembra desamorada» (s.v. adelfa), «Assomaos a ese
buraco» (s.v. trápala), «Ay, Dios, qué buen día» (s.v. chillar), «Can­
ta, Jorgico, canta» (s.v. argolla), «Caracoles auéis comido» (s.v. ca­
racol), «Chapirón de la Reyna» (s.v. chapeo), «Dama gallarda, mata
colón» (s.v. gallo), «Dame acogida en tu hato» (s.v. coger), «De los
álamos vengo, madre» (s.v. álamo), «Echá mano a la bolsa» (s.v. ca­
ra)1, «Feridas tenéis, amigo» (s.v. herida), «Guárdame las vacas»
(s.v. carillo), «Hala gala del zagab> (s.v. hala), «Lindos ojos a la gar-
5 a» (s.v. gar^a), «Madrugáualo el aldeana» (s.v. aldea), «Más quiero
panderico que no saya» (s.v. pandero), «No me entréis por el trigo»

6 Repito, respecto al comentario de estos poemas, así como de los romances, la


advertencia hecha en la nota 5.
7 Se cita la misma canción, alterando el orden de los versos, s.v. escarcela.
¡(fttoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 219

(g:v. término), «No quiere Marcos» (s.v. bufos, papos), «No sois vos
para en cámara, Pedro» (s.v. cámara), «Orillicas del río mis amores
g» (s.v, atento), «Parióme mi madre» (s.v. cubrir, endechas), «Pues 1
qoc los gallos cantan» (s.v. cerca, gallo), «¿Quándo, mas quándo...?»
(£v. cereza), «Que no me desnudéis» (s.v. camisa), «Que si linda era
[a madrina» (s.v. epithalamio), «Quien hila y tuerce» (s.v. hilar),
«¿Quién te hizo, Juan, pastor...?» (s.v. gasajo), «Santa Águeda, scño-
ja» (s.v. alcandora), «Si es verdad, como se canta» (s.v. dormir), «Si
tantos monteros» (s.v. garfa), «Si venís de madrugada» (s.v. alcan­
dora), «Tango vos, el mi pandero» (s.v. ál), «Tres ánades, madre»
(s.v. ánade), «Velador que el castillo velas» (s.v. centinela), «Vente a
mí, torito hosquillo» (s.v. hosco), «Vozes dan en aquella sierra» (s.v.
leño).
De los romances viejos, es usual que Covarrubias cite dos o cua­
tro versos, sean del principio, del medio o del final. Doy aquí solo el
primero de los que en cada caso se citan, con la advertencia de que
partes diferentes de un mismo romance pueden aparecer en lugares
separados: «Adelante, caualleros» (s.v. adelante), «Afuera, afuera,
Rodrigo» (sy . fuera), «Alora, la bien cercada» (s.v. Álora), «Armado
de todas armas» (s.v. guisa), «Arriba, canes, arriba» (s.v. can), «Bien
sabéis que nunca os tuue» (s.v. talante), «Buen conde Fernán Gonzá­
lez» (s.v. Fernán Gongález), «Calledes, hija, calledes» (s.v. ángulo),
«Castellanos y leoneses» (s.v. León), «Con la punta del venablo» (s.v.
arador), «De Antequera partió el moro» (s.v. Antequera), «Dezilde
que su esposica» (s.v. encomendado), «En el real de Zamora» (s.v.
alarido), «En figura de romero» (sy . figura), «Entre Torres y Xime-
na» (s.v. entre, Ximena), «Hele, hele por do viene» (s.v. calgada, he­
le), «La barba lleuaua blanca» (s.v. calva), «La mañana de San Juan»
(s.v. albor), «Mal ferido Durandarte» (s.v. ferir), «Media noche era
por filo» (s.v.fil), «Mensagero sois, amigo» (s.v. mensagero), «Mien­
tras yo ensillo a Babieca» (s.v. ensillar), «Mis arreos son las armas»
(s.v. armar), «Moriros queréis, mi padre» (s.v. Hurraca), «Moro al­
caide, moro alcaide» (s.v. alcaide), «Por vna la cerca el Duero» (s.v.
(¿amora), «Que vos cortaron las faldas» (s.v. falda), « Retrayda esta
220 Diccionarios anteriores a 19QQ

la infanta» (s.v. infante), «Siempre lo tuuistes, moro» (s.v. barragán)


«Todos alearon los dedos» (s.v. alfar), «Todos dizen Amen, amen»
(s.v. amén), «Vi venir vn bulto negro» (s.v. bulto).
El predominio de la literatura popular sobre la culta es bien
visible en las autoridades léxicas aducidas por Covarrubias. El
aprecio de la poesía tradicional, característico del momento en que
vive y escribe nuestro autor, adquiere en él especial relieve si tene­
mos en cuenta, no solo la importante proporción que este elemento
alcanza en la representación de la literatura española dentro del
Tesoro, sino también — por contraste— la extensa erudición
humanística y la amplia formación libresca que el escritor acredita
constantemente a lo largo de su obra.
En conclusión, la presencia de autoridades en el Tesoro de Cova­
rrubias está naturalmente determinada por los planteamientos teóricos
que inspiran la obra. Para Covarrubias, el propósito fundamental es
componer un diccionario etimológico, entendiendo por tal el que tie­
ne por objeto declarar el «verdadero sentido» de las palabras, a partir
de la creencia de que en estas, en principio, se encuentra algo de la
esencia de la cosa nombrada. Esta concepción le lleva a enfocar como
partes de una misma unidad la palabra y la cosa. Y la consecuencia
lexicográfica de ello es la indistinción entre la exposición sobre el
contenido de la palabra y la exposición sobre la realidad por ella re­
presentada.
La complejidad de este planteamiento, unida al rigor metodológi­
co no muy estricto que caracteriza la personalidad de Covarrubias,
trae como consecuencia la variedad en la índole y en la función de las
numerosas autoridades que aparecen en las páginas del Tesoro. Por
un lado, son muy numerosas las autoridades científicas o didácticas,
tanto clásicas como modernas. Por otro, en menor proporción, no son
escasos los textos literarios, en latín, en español y en otras lenguas,
traídos a los diversos artículos del diccionario.
Si la finalidad de las citas didácticas es por una parte enciclopé­
dica (información sobre las cosas) y por otra lingüística (informa­
ción sobre el origen de las palabras) — aunque uno y otro propósito
Autoridades literarias en el «Tesoro» de Covarrubias 221

estén orientados, como he dicho, a una misma meta— , la finalidad


de las literarias es más confusa. Un sector de ellas — especialmente
dentro de las latinas— apunta a la información enciclopédica; otro,
a una información lingüística cuya intención no siempre es clara y
de la que no se debe excluir la función ornamental. No es ajeno a
esta presencia, que podríamos llamar expletiva, el temperamento
cordial, comunicativo y locuaz de nuestro autor, poco dado a reser­
varse sus propios conocimientos y experiencias. Tampoco debe des­
cartarse la disponibilidad que de muchas de estas citas le servía en
ricos repertorios la filología humanística, y que sin duda constituía
para él un aliciente más para extenderse en sus amenas y eruditas
disertaciones.
Las citas literarias en español, frente a las de otras lenguas, tienen
el carácter de auténticas autoridades léxicas. Es en su utilización en lo
que coincide el diccionario de Covarrubias con su coetáneo de la
Crusca. Pero las diferencias son profundas. En primer lugar, el italia­
no, fiel a su nítido objetivo de ser un puro diccionario de lengua, no
registra otras autoridades que las de la propia lengua, sin que estas
compartan el espacio con las de otros idiomas, ni tengan otra finali­
dad que la de dar testimonio léxico. En segundo lugar, el uso de auto­
ridades en el Vocabolario es sistemático, de tal modo que no se re­
gistra ni define ningún término sin que vaya avalado al menos por un
ejemplo literario. Por último, todos los textos empleados en él están
tomados de la literatura culta y van acompañados de su precisa indi­
cación bibliográfica. Nada de esto se cumple en Covarrubias, quien,
en cambio, ofrece la gran originalidad, lingüísticamente muy valiosa,
de prestar oído como autoridad léxica a la voz del pueblo, a través de
la lírica y la épica tradicionales.
Todas las características del Vocabolario de la Crusca en cuanto a
las citas literarias fueron adoptadas fielmente por el Diccionario de la
Academia Española en 1726, mientras que fue abandonada la aporta­
ción, en este terreno, del Tesoro, tan justamente apreciado y tenido en
cuenta, en cambio, por su precioso caudal lexicográfico.
12

COVARRUBIAS EN LA ACADEMIA*

1. Mi contacto con la época de Cervantes se mantiene en buen


parte a través de un colega en la lexicografía: Sebastián de Covarru-
bias (1539-1613), coetáneo del novelista y que, igual que él, publicó
su obra más ilustre en la última etapa de la vida. El Tesoro de la len­
gua castellana o española es, según universal consenso, una de las
llaves imprescindibles para todo el que quiera acercarse al conoci­
miento de la lengua y la cultura españolas de las décadas en tomo al
año 1611, y un abigarrado mosaico de noticias que le sumergirán en
los saberes, las creencias y el vivir españoles de aquellos comienzos
de siglo.
Claro está que no fue tan fulminante ni tan extendido, ni mucho
menos, el éxito de la obra de Covarrubias como el de la obra de Cer­
vantes. Sin embargo, a pesar del conocido juicio de Quevedo (1626:
329), que, como propio de este autor, no señala sino la cara negativa
— «el papel es más que la razón; obra grande y de erudición desali­
ñada»— , y a pesar de una trayectoria editorial poco brillante — no
tuvo más que una segunda edición, sesenta y tres años después de la
primera, y a manos del P. Noydens— , el Tesoro mereció en el siglo

[Publicado en Anales Cervantinos [Homenaje a Alberto Sánchez], XXV-XXVI


(1987-88), 387-98],
ias erb la A cadem ia 223

jierta atención en sus dos vertientes, lexicográfica y enciclopé-

,£jjjos lexicógrafos bilingües, como César Oudin y sus sucesores


(Cf£Viñaza, 1893: col. 1475; Collison, 1982: 77) y Lorenzo Francio-
¿j^(1620), se sirvieron generosamente de los materiales que Cova-
¡nibias les presentaba. En cuanto a la precaria lexicografía monolin-
gÚc'dcl español, lo poco que en este terreno se hizo durante el siglo
gfiü) en tomo al Tesoro. Hay un inédito y anónimo Tesoro de la len-
castellana abreviado cuyo título revela dónde tiene puesta la mi-
el autor — a pesar de que el texto no parece depender del de Co-
varrubias— y otro inédito Tesoro de la lengua castellana, en que se
añaden muchos vocablos, etimologías y advertencias sobre el que es­
cribió el doctísimo don Sebastián de Covarrubias, de Juan de Ayala
Manrique, comenzado en 1693 e interrumpido en la letra C (cf. Gili
Gaya, 1947). Por otra parte, la obra de Francisco del Rosal Origen y
etimología de todos los vocablos originales de la lengua castellana,
también inédita, aunque suele citarse con la fecha de 1601, que es la
de la licencia con que se iba a imprimir, fue luego revisada, según se
lee en sus preliminares, teniendo en cuenta algunos trabajos publica­
dos posteriormente, entre ellos el Tesoro de Covarrubias (cf. Gallar­
do, 1863-89: IV, col. 264; Viñaza, 1893: col. 1635; Gili Gaya, 1947:
xr), Y fuera de España, es notable la atención que presta al Tesoro el
francés Gilíes Ménage en Les origines de la langue frangoise (1650),
donde en varios pasajes cita, para rechazarlas y a veces para aprobar­
las, las etimologías de nuestro lexicógrafo (cf. Lope Blanch, 1979).
Pero también los que no cultivaban la lexicografía o la etimología
dan fe del discreto renombre de Covarrubias en el siglo xvn. Todavía
en vida de este, Bartolomé Jiménez Patón le dedica, con enfáticos
elogios, sus Instituciones de la gramática española, publicadas en
1614; aparte de ello, lo cita con frecuencia en sus obras filológicas
(cf. Quilis/Rozas, 1965: xllx). Lope de Vega atestigua que el Tesoro
andaba en boca de los españoles cultos, quienes lo consultaban por
sus etimologías: «Esto no lo ha topado vuestra merced en el Tesoro
de la lengua castellana», dice el propio Lope a Marcia Leonarda en la
224 Diccionarios anteriores a 19QQ

novela Guzmán el Bravo (1624: 1175). No por el aspecto lingüístico


exclusivamente, sino en gran parte por el enciclopédico, lo citan Pe-
dro Pantoja de Ayala, Commentaria in titulum de aleatoribus, diges­
tís et códice (1625; cf. Étienvre, 1978: II, 34); Rodrigo Caro, Días
geniales o lúdicros (cl626: II, 34, 175 y 176; cf. Étienvre, 1978: I
63, II, 20 y 26; id., 1979: 42); Tomás Tamayo de Vargas, Carta a los
aficionados a la lengua española (1629; cf. Viñaza, 1893: col. 2036),
quien invoca a Covarrubias en apoyo de la tesis de la primacía lin­
güística toledana; y Gabriel de la Gasea y Espinosa, Manual de avisos
para el perfecto cortesano (1681; cf. Gallardo, 1863-89: III, col. 33-
35) ’, que dice basarse en Covarrubias para la explicación de determi­
nadas palabras. Sin mencionar el nombre de nuestro autor, también
Baltasar Gracián parece que utilizó con frecuencia el Tesoro, del que
Correa Calderón encuentra «numerosas concomitancias de expre­
sión» y el aprovechamiento de «múltiples noticias curiosas» en El
criticón (1651-57; cf. Correa Calderón, 1971: p. lxiv y lxxvi ). N o
olvidemos, en fin, la reseña elogiosa que del Tesoro escribió Nicolás
Antonio en su Bibliotheca Hispana nova (1672; cf. Seco, 1982a: 239).
Los datos que anteceden muestran suficientemente que, en su si­
glo, tras la publicación de su gran obra, Covarrubias no fue un desco­
nocido y que disfrutó, si no de amplia fama, sí de un renombre dura­
dero entre la gente de letras2.

2. Y entramos en el siglo xvm, en cuyos umbrales todavía el Dic


cionario nuevo de las lenguas española y francesa, de Francisco So­

1 Gallardo, por errata, dio para esta obra la fecha 1631. Corrijo de acuerdo con J.
Simón Díaz (1972: 611).
2 En un artículo anterior (Seco, 1982a: 241) dije que, en su tiempo, el dicciona­
rio de Covarrubias cayó en el vacío. Hay que entender ese vacío no en sentido ab­
soluto — como se comprueba leyendo el contexto de aquella afirmación— , sino en
relación con la aceptación que alcanzaron diccionarios como los de Nebrija, Calepino,
los Estienne, la Crusca, e incluso otros de talla muy inferior, como los bilingües de
Minsheu, Las Casas y Oudin.
Covarrubias en la Academia 225

brino (1705), sigue recordando a Covarrubias en su portada. No pue­


de caber ninguna duda de que los miembros de la flamante Academia
Española, empeñados desde 1713 en componer un diccionario de la
lengua castellana, no se vieron obligados a desenterrar del olvido a su
único antecesor, muerto cien años atrás.
Que la primera generación de académicos tuvo muy presente al
autor del Tesoro se comprueba ya en la primera página del Prólogo
del Diccionario, donde se alaba el mérito singular de Covarrubias
como compilador del único léxico existente para nuestra lengua, al
tiempo que se reconoce la importancia fundamental que esta obra tie­
ne para la empresa en que ellos están comprometidos:
Hallándose el Orbe literario enriquecido con el copioso número
de Diccionarios que en los Idiomas o Lenguas extrangeras se han pu­
blicado de un siglo a esta parte, la Lengua Española, siendo tan rica y
poderosa de palabras y locuciones, quedaba en la mayor obscuridad,
pobreza e ignorancia [...], sin tener otro recurso que el libro del The-
soro de la Lengua Castellana o Española que sacó a luz el año de
1611 Don Sebastián de Covarrubias y después reimprimió Gabriel
de León en el año de 1672, añadido de algunas voces y notas por el
Padre Benito Remigio Noidens, de los Clérigos Regulares Menores.
Es evidente que a este Autor se le debe la gloria de haver dado
principio a obra tan grande, que ha servido a la Academia de clara luz
en la confusa obscuridad de empressa tan insigne; pero a este sabio
Escritor no le fue fácil agotar el dilatado Océano de la Lengua Espa­
ñola, por la multitud de sus voces; y assí quedó aquella obra, aunque
loable, defectuosa, por faltarle crecido número de palabras; pero la
Real Academia, venerando el noble pensamiento de Covarrubias y si­
guiéndole en las voces en que halló proporción y verisimilitud, ha
formado el Diccionario sujetándose a aquellos principios y conti­
nuando después debaxo de las reglas que le han parecido más ade-
quadas y convenientes. (Academia, 1726: p. i).

No solo es notable la elocuencia con que la Academia manifiesta


su aprecio por el trabajo de Covarrubias — en cuyo elogio, notémos­
lo, no había otros antecedentes que los de Jiménez Patón y Nicolás
Antonio— . La Academia, acreditando su buen conocimiento del pa­
226 Diccionarios anteriores a 1900

norama lexicográfico en el mundo latino del momento, deplora el re­


traso con que nuestra lengua se incorpora a la serie de los grandes
diccionarios modernos, a pesar de haber sido la primera en disponer
de un diccionario monolingüe:
Es bien reparable que, haviendo sido Don Sebastián de Covarru­
bias el primero que se dedicó a este habilíssimo estudio, en que los
extrangeros, siguiéndole, se han adelantado con tanta diligencia y
esmero, sea la Nación Española la última a la perfección del Diccio­
nario de su Lengua. (Academia, 1726: p. n).

Como se ve, la Academia señala una realidad histórica que toda­


vía en nuestro siglo es muy rara vez reconocida: el Tesoro de Cova­
rrubias fue el primer diccionario monolingüe extenso de Europa ícf
Seco, 1982a: 242).
La declaración inicial de haber seguido a Covarrubias «en las vo­
ces en que halló proporción y verisimilitud» responde a la verdad. La
Academia, contra lo que se ha afirmado a veces, no volcó íntegra­
mente en su Diccionario el caudal de Covarrubias, sino que seleccio­
nó y rechazó según su criterio. No voy a detenerme ahora en esa se­
lección y en ese criterio, sino en el examen del simple hecho de la
presencia del Tesoro en el Diccionario académico. Para ello, por vía
de ensayo, he acotado una muestra de 2 0 0 páginas del Diccionario de
autoridades: las 100 primeras de la letra A, que corresponden al tomo
I (1726), y las 100 primeras de la P, que son las 69-168 del tomo V
(1737); dos cortes que representan dos momentos distintos en la pro­
ducción del Diccionario. Aunque Cotarelo (1914) y Lázaro Carreter
(1972) nos han dado noticia puntual de los redactores y de los reviso­
res de cada una de esas partes, la diversidad de manos que desde el
embrión de cada artículo hasta su impresión final pudieron intervenir
en él aconseja que nos desentendamos del factor personal en las pági­
nas de esta muestra y las consideremos como lo que son oficialmente:
fruto del trabajo colegiado de una corporación.
En las 200 páginas estudiadas, Covarrubias aparece citado con
frecuencia. Es el lexicógrafo más citado, por encima de Nebrija, Juan
Covarrubias en }a Academia 227

Hidalgo, el P. Alcalá, Palmireno y otros. En el primer bloque (I, 1-


100), que corresponde a 16 folios del Tesoro, se menciona a Covarru­
bias 71 veces; en el segundo (V, 69-168), que en el Tesoro corres­
ponde a 8 folios, las menciones son 56. Teniendo en cuenta la distinta
proporción de los dos sectores de Covarrubias, se ve claramente que
la segunda parte es más densa en citas de este autor. En todo caso, el
nombre de Covarrubias surge en la muestra con un promedio de una
vez cada poco más de página y media del Diccionario de autori­
dades.

3. Es sabido que, a pesar de su título tradicional, el primer Dic­


cionario académico no ofrece autoridades literarias en todos los ar­
tículos ni en todas las acepciones. Pero a veces suple esta carencia
con autoridades lexicográficas, y es Covarrubias el llamado con más
frecuencia a desempeñar esc papel.
Tal ocurre en los artículos o acepciones siguientes: ababol, aba­
dejo ‘ave’ e ‘insecto’, abalanzar ‘igualar los pesos de la balanza’;
abejeruco, abejón (y la locución jugar con alguno al abejón), ablen-
tador, ablentar, abotonadura, abribonarse, abrir (en las construccio­
nes abrir en cobre u otro metal, abrir las manos, abrir tienda),
abierto (crédito abierto, hombre abierto), abysmales, acanalar, aca-
nelar, acéphalo, acepillar ‘pulir’, acetre ‘hisopo’, achaque ‘denun­
cia’, acodar (en jardinería y en carpintería), acólyto ‘monaguillo’,
aconchar ‘componer o aderezar’, acontar ‘poner cuentos o punta­
les’, acontado ‘apuntalado’, acuchilladizo, adivas, adoptar ‘injertar’,
advenedizo ‘gentil o musulmán converso’, aescondidillas, padre (en
la frase proverbial mi padre las guardará), pagadero ‘plazo’, pagano
‘campesino’, palacio ‘sala común y pública en algunas casas del Rei­
no de Toledo’ (y en las locuciones echar una cosa a palacio y hacer
palacio), palamallo, palmero, palmito (estar como un palmito), p a ­
lomera, palomería, pampanada, pampanar ‘empanada’, pámphilo,
pan (pan mal conocido ‘persona ingrata’), pancera, pandurria, pan­
tomimo, pantuflazo, pañalón, paparrasolla, papasal ‘juego’, papos
‘cierto tocado’ y ‘flor de cardo’ (y la locución estar en papo de bui­
228 Diccionarios anteriores a 19q q

tre), parasito, paridera ‘sitio en que pare el ganado’, parral, partería


partura, pascasio, passionarios, passionero, pausán.
En unos pocos casos el testimonio de Covarrubias va emparejado
con el de otro lexicógrafo, Nebrija: aburar, acensuar3, acezar, ace­
zo, acipreste. Algo más frecuente es que se una a un testimonio litera­
rio: el Guzmán de Alfarache, en las voces abocar y acepilladura-
Antonio de Fuenmayor, en abortivo y papelina; el Estebanillo Gon­
zález, en abierto (resto abierto); Acosta, en acarreto; Nieremberg, en
achocar ‘juntar dinero’; Argote de Molina, en padilla; Quevedo,
en paradigma; Castillo de Bobadilla, en passador.
En estas menciones del Tesoro, en general, se indica el artículo en
que este explicó la voz en cuestión; indicación necesaria, dada la pe­
culiar estructura de la obra. Frente a este esmero, no faltan algunas
inexactitudes, como la de alegar a Covarrubias como testigo —de
abejeruco, cuando lo que ofrecía nuestro autor era abejoruco; o de
acanalar, cuando el término de Covarrubias era acanelar; o incluso
hacer a este autor garante de voces que no se encuentran en su diccio­
nario, como algunas de las que he dado en la primera lista: ablenta-
dor, abotonadura, abribonarse, abierto (hombre abierto), pampanar,
partería*.

4. En un segundo aspecto el Diccionario de autoridades se be


ficia de la obra del viejo maestro: las etimologías. En este terreno la
Academia es más selectiva. Es cierto que en el «Discurso proemial
sobre las etymologías» atribuye una importancia de primer orden a

3 Hay que advertir que acensuar no figura en Nebrija (tampoco acensar), no ya en


la primera edición del Vocabulario (1495), sino en las posteriores; la última que he
podido consultar es la de 1645.
4 Pudiera pensarse que la Academia tomó estas citas, no del Tesoro, sino de su
Suplemento inédito. No figuran en él, como puede comprobarse en la lista de voces
publicada por Dolores Azorín (1988: 691). Tampoco en otros diccionarios anteriores
al académico, salvo las voces ablentador y abotonadura (cf. Gili Gaya, 1947). Se
trata, por tanto, de simples errores del Diccionario de autoridades. Este tipo de desa­
justes (cf. la nota anterior) no es raro en la obra y ha dado lugar a más de un tropiezo
de lexicógrafos y etimologistas posteriores.
goyarrubias en'la Academia 229

este tipo de información: «En el honesto assunto de la Academia, que


intenta y consigue formar un Diccionario de la Lengua Castellana, es
tan esencial el estudio de las Etymologías que con razón se debiera
¿fjndenar a sus individuos si, empeñados en su principal idea, aban­
donaran las Etymologías» (Academia, 1726: li). Pero en el Prólogo
ya advierte que «ha formado el Diccionario sin detenerse con dema­
siada reflexión en el origen y derivación de las voces; porque, además
de ser trabajo de poco fruto, sería penoso y desagradable a los lecto­
res, que regularmente buscan la propriedad del significado» (Ibid.: i),
y en efecto, aunque regularmente procura indicar la etimología de
cada palabra, no hace de ello cuestión de vida o muerte ni se entretie­
ne en discusiones. Hay no pocas ocasiones en que no se da etimolo­
gía; otras en que se apunta alguna solo como probable, y otras en que
se reproduce la propuesta por Covarrubias, sin que ello signifique
asumir la responsabilidad. De todos modos, la cita de estas etimolo­
gías ya implica una forma de aprobación más o menos decidida; lo
prueban los numerosos casos en que las fantasías helénicas o hebrai­
cas del Tesoro son prudentemente pasadas por alto por los académi­
cos.
He aquí algunas muestras de la presencia de Covarrubias como
autoridad etimológica en el Diccionario (el pasaje reproducido entre
comillas es el comentario de la Academia en los lugares respectivos):
abalanzarse: «Este verbo assienta Covarr. en su Diccionario que
se forma del nombre Balanza, y añade que es más cierto que viene del
verbo Bailo, que significa arrojar. Otros son de dictamen que sale de
la palabra Avanzar».
acá: «Es más proprio que venga del adverbio Hac, como siente
Covarr.».
acertar: «Covarr. deduce esta palabra del Latino Certum, y otros
de Acierto».
achaque: «Covarr., citando al Padre Guadix, afirma ser voz Ará­
biga y que viene de achaqui, que vale lo mismo que querellarse».
acia: «Atendiendo a ia etymología, que la da Covarr. de la pala­
bra Haz, y traherla con h Nebrixa, el P. Salas y otros Diccionarios
[...], se debe escribir con ella».
230 Diccionarios anteriores a 1900

acial: «Covarr. dice que viene del verbo Asir por el efecto que
hace, y el Padre Guadix le deduce del árabe Aciar, que significa mor­
daza».
acicalar: «Viene, según algunos, del Arábigo Hacecalar, toma­
do, como discurre Covarr., del Hebreo Zacath, que vale purificar y
limpiar. Otros le deducen del Latino Acúere»5.
acicate: «Covarr. deduce esta palabra del Caldeo Hazecat, que
vale aguijón. Diego de Urrea, del Arábigo Sicatum, que vale correa.
El Padre Guadix, de el Árabe Zaiquid, que significa hasta aquí, por­
que no passa la herida que se hace con él más que hasta el botón o ro­
daja».
acostar: «En este sentido [pronominal, ‘seguir el partido de’] pa­
rece que puede venir de la palabra Costado, aludiendo (como siente
Covarr.) a la costumbre antigua de la República Romana, donde los
que eran de parecer de alguno de los principales ciudadanos se le­
vantaban y ponían a su lado, y assí declaraban su voto».
ademán: «Covarr. dice que el origen de esta voz es del nombre
Mano, porque los ademanes se hacen con la mano. Parece natural se
dixesse por esto, aunque también se hace con la boca, con el rostro o
con todo el cuerpo».
aduana: «Covarr. trahe varias Etymologías de esta palabra; la
más verisímil parece la que dice Urrea, que viene de la voz Arábiga
Divánum, que significa la casa donde se cobran los derechos».
pabilo: «Viene del Latino Pabulum, según Covarr. y otros».
padilla: «Dice [Covarr.] es del Latino Patella, ae».
page: «Covarr. dice viene de la voz Griega Pais, que significa
muchacho».
palabra: «Según Covarr. y otros, se dixo de Parábola, que en la
baxa Latinidad significaba qualquiera locución».
palamallo: «Covarr. [...] dice se dixo assí quasi Palae malleus».
Palmilla: «Covarr. dice que puede venir de la palabra Palomilla».
Palomera: «Tráhele Covarr, en su Thesoro y dice se dixo quasi
Paramera».
pandero: «El Brócense y Budeo, citados de Covarr., dicen que
viene de la voz Griega Pandura, que significa un instrumento de tres
cuerdas».

5 Hay errata en la cita de la voz hebrea: Covarrubias no dicc zacath. sino zacach.
Covarrubias ertla Academia 231

pa n ta n o : «CovarT. dice se dixo quasi plantano, porque el que en­


tra en él se queda como planta, sin poder salir fácilmente».
pa n za : «Covarr. dice ser vocablo antiguo Español, y puede tam­
bién ser del Latino P antex».
p a p a h íg o : «Díxose, según Covarr., Q uasi fix u s p a p o , por estar
fixo al pescuezo».
p a parrasolla: «Covarr. en su Thcsoro dice Paparesolla y que se
formó del nombre Papo y el verbo resollar».
p á ra m o : «Covarr. siente se dixo quasi Par eremo, que vale igual
al yermo».
p a r a r ‘cesar’: «Covarr. dice que puede venir del Latino Parére,
que significa Obedecer»,
p a rra : «El P, Guadix, citado por Covarr., dice ser nombre Arábi­
go; y él dice que puede ser del Hebreo P arraz, que vale extender»,
p a rva : «Covarr, dice que se llamó assí porque siempre al La­
brador le parece pequeña».
p a sta : «Covarr. dice que se dixo del Latino P istus, que vale ma­
chacado».
p a ta : «Covarr, dice haberse tomado del nombre [jíc] Griego P a ­
teo, que vale andar, y que también pudo decirse del Latino Pateo, es;
pero que su origen cierto es de! verbo Griego P atein, que significa Pi­
san).
p a tio : «Covarr. dice se tomó del Latino Patere, que significa es­
tar descubierto».
p a tra ñ a : «Covarr. quiere venga del nombre Padre, por derivarse
de Padres a hijos, y también puede haberse tomado del Latino P a ira ­
re»,

Me ha parecido interesante ilustrar con detalle este aspecto de la


relación entre el Tesoro y el Diccionario; pero ceder ahora a la tenta­
ción de demorarme en la observación de sus pormenores me apartaría
de la línea y del espacio que me he propuesto en este ensayo.

5. La presencia del Tesoro en el Diccionario de autoridades se


manifiesta todavía en algunas formas curiosas. Que Covarrubias apa­
rezca con frecuencia, como hemos visto, en calidad de autoridad lexi­
cográfica y etimológica, a nadie puede extrañar, dada la importancia
232 Diccionarios anteriores a 1900

que en uno y otro aspecto tiene su obra. Pero que se apele a su testi­
monio en materia ortográfica, cuando su libro es precisamente un
caso extraordinario en la lexicografía mundial por su anarquía grafé-
mica, casi parece una broma. Bien es verdad que esto ocurre muy ex­
cepcionalmente. La Academia cita a Covarrubias para reforzar el tes­
timonio de Nebrija y de Bravo en cuanto al uso de la letra b en la voz
abogado. En otras dos ocasiones se le toma en serio como ortógrafo,
pero es para discutir determinados puntos, según veremos luego.
Es notable que Covarrubias no solo sea tenido en cuenta por su
dictamen lingüístico, sino por su propio uso de la lengua. Él ocupa, en
efecto, en algunas ocasiones el lugar habitualmente reservado a los
Lope, Granada, Gracián o Cervantes. En el Diccionario académico el
artículo abacero lleva como autoridad un pequeño texto que procede
de la explicación de Covarrubias a su voz heder; abarraganarse está
autorizado con una frase escrita por el mismo dentro de su artículo
barragán; el ejemplo del artículo académico ablativo es el uso de esta
voz en el artículo caso del Tesoro; pan y agua (s.v. pan) lleva un
ejemplo tomado del artículo de Covarrubias paniaguado; abotonar se
apoya en un supuesto empleo de este verbo en el artículo botón de
Covarrubias6; y aditicio tiene como autoridades nada menos que dos
textos del mismo, uno perteneciente a su artículo almadena y otro a
almirez. Hay un caso en que don Sebastián comparte la honra de ser
autoridad con el Comendador Griego, en la voz palmatoria.
Hasta tal punto tienen presente los académicos a nuestro autor que
incluso lo recuerdan en su ausencia: cuando no recoge una determi­
nada palabra, sino que parece conocer solo, o preferir, una sinónima.
En el artículo abano, después de la definición, anotan: «Covarr. los
llama ventalles». (Y, efectivamente, ventalle tiene una entrada en el
Tesoro, donde en cambio no tienen acogida los abanos). Casi po­

6 Digo «supuesto empleo» porque el pasaje citado por la Academia, «botón es el


glóbulo o clavete con que abotonamos sayos, jubones y las demás ropas», lo había es­
crito Covarrubias usando el verbo abrochamos.
(Covarrubias en \a Academia 233

dríamos incluir al lado de este caso las citas de Covarrubias que no


responden a la realidad — a las que antes nos hemos referido— , si
quisiéramos interpretar estas evocaciones erróneas como lapsus freu-
dianos. De todos modos, en compensación, hay otros artículos basa­
dos en Covarrubias en los cuales no sale el nombre del inspirador
(como ahora veremos),

6. Claro está que la veneración al maestro tiene sus límites. No


todo lo que dice se acepta sin más. Muchas de las voces incluidas
bajo su sola autoridad van apostilladas por los académicos respecto a
su vigencia: «tiene poco uso», se dice de aconchar y de parasito; «es
voz antiquada», «ya no está en uso», «no tiene uso», «es de ningún
uso», se dice a propósito de abalanzar ‘igualar los pesos de la ba­
lanza’, acetre ‘hisopo’, adoptar ‘injertar’, acuchilladizo, pampanar,
pandurria, partura, pascasio. La misma reserva en las voces com­
partidas con Nebrija: aburar, acezar, acezo, acipreste.
A veces es la definición del Tesoro lo que no se acepta sin en­
miendas. En abigeo, por ejemplo, leemos: «Covarr. dice que Abigeo
es el ladrón de un hato, vacada o yeguada; pero se equivocó, pues pa­
ra que el ladrón incurra en la qualidad de Abigeo basta se le justifique
lo que dispone la 1.19, tít. 14, Part. 7» (y se reproduce el viejo texto
legal). Y en abortón: «Covarr. en su Diccionario dice que también se
llaman abortones los pellejos de los corderos; pero se extiende a los
de otros animales»; y confirma la Academia su puntualización pre­
sentando un texto de Guevara con «ropas de cuero de abortones de
ciervos».
En lo relativo al significante, hay casos en que la Academia re­
chaza expresamente la variante que daba Covarrubias. Así, en acu­
rrucarse: «Covarr. y otros escriben Acorrucar; pero la Etymología es
más conforme con el Acurrucar, y assí está recibido y usado». Otras
veces la discrepancia se manifiesta menos frontalmente, limitándola a
una mención sin comentarios: paparrasolla: «Covarr. en su Thesoro
dice Paparesolla»; paridera: «Covarr. dice Paridera»; parral: «Co­
varr. le llama también Parril».
234 Diccionarios anteriores a 1900

En ortografía, los académicos manifiestan alguna vez su desa­


cuerdo respecto a Covarrubias. A primera vista, sorprende que se to­
men el trabajo de discutirle en un terreno en que Covarrubias no actúa
como un heterodoxo, sino como un ácrata (la misma razón por la que
choca que en una ocasión — como vimos más arriba— lo hayan cita­
do como autoridad ortográfica). Pero los dos casos que en la muestra
hemos hallado de contestación a Covarrubias en materia gráfica tie­
nen un fundamento etimológico, es decir, atañen a la misma base del
sistema ortográfico que propugna la Academia. En el artículo acera,
esta rechaza la forma hacera usada por Covarrubias, porque rechaza
la etimología propuesta por él, lat.facies — que por cierto es la acer­
tada, y no la que indica la Corporación: griego seirá ‘cadena’— . (In­
versamente, en acia = hacia vimos cómo la aceptación de la etimolo­
gía propuesta por Covarrubias era el argumento académico a favor de
la h). En aceptar leemos este comentario, que es toda una declaración
normativa, no solo de alcance ortográfico, sino prosódico: «Covarr.
trahe esta voz en su Diccionario, con todos los derivados, sin P, y
otros executan lo mismo; pero se debe escribir con ella, siguiendo su
origen y manera natural de pronunciarla». Compárese con la regla
expuesta en el «Discurso proemial de la orthographía» (Academia,
1726: lxxx ).
Acabemos de ver, en acera, cómo una discrepancia ortográfica se
basa-en una discrepancia etimológica. He aquí otras voces en que, sin
esa trascendencia, la Academia manifiesta su disconformidad res­
pecto a las propuestas de su antecesor: en abubilla ve una onomato-
peya bu, bu, frente a la etimología ave upupilla de Covarrubias (a
quien dan, por cierto, la razón los etimologistas modernos); abuhado,
de bufo ‘sapo’ para Covarrubias, es para la Academia de búho; en
adrede escribe la Academia: «Covarr. trahe varias etymologías que
parecen poco verisímiles, siendo más natural que venga de la palabra
antigua adredañas» (aunque esta tampoco parece muy «verisímil»); y
en acíbar contradice a Covarrubias para, al parecer, hacer la misma
propuesta que él: «Viene de la voz Árabe Cebar [...]. Covarr. dice que
viene del Arábigo Ciberum».
Covarrubias en 235

7. Ya en las formas, ya en los contenidos, ya en las etimologías de


las palabras; sea para apoyarse en él, sea para disentir de él, vemos
que los lexicógrafos de la Academia citan con notable frecuencia a su
ilustre colega del siglo anterior. Pero la atención a Covarrubias es aún
mayor de lo que esas citas revelan. En algunas de las indicaciones
etimológicas en que la Academia, tras exponer el parecer de Covarru­
bias, presenta otras alternativas, la verdad es que esas alternativas
también han salido del Tesoro; así la de Guadix en acial; la de Urrea
en aduana; la de uno y otro en acicate; las no firmadas de panza y
patraña, que son del propio Covarrubias y del supuesto Brócense ci­
tado por él. En general, las menciones del P. Guadix y de Diego de
Urrea, aunque no aparezcan en el Diccionario de autoridades expre­
samente apadrinadas por Covarrubias, han de tomarse como una refe­
rencia tácita a él: es poco probable que los académicos del xvm tu­
viesen acceso al manuscrito de Diego de Guadix Recopilación de
algunos nombres arábigos (1593), y sobre todo puede darse por segu­
ro que no dispusieron de noticias directas de Diego de Urrea, de quien
Covarrubias manifestaba haberlas obtenido solo a través de consultas
personales (cf. Covarrubias, 1611, «Al lector»).
De acuerdo con ello, se transparenta la inspiración de Covarrubias
en la etimología ofrecida por la Academia en aduar: «Es voz Arábi­
ga, y según Urrea viene de la palabra Devere, que es lo mismo que
rodear o ceñir». En efecto, todos los datos constan textualmente en el
Tesoro, s.v. aduar. Curiosamente, en otras etimologías árabes igual­
mente tomadas por la Academia de Urrea a través del mismo inter­
mediario, se omite no solo el nombre de este último, sino el del pro­
pio Urrea que él aportaba. Compárense:
adarga: «Es voz Arábiga y viene de la palabra Adarraq, que vale
embrazar el escudo» (Academia); «Diego de Urrea dize traer origen
del verbo adarraq, que sinifica embragar el escudo» (Covarrubias).
adarve: «Es voz Arábiga y viene de Dereve, que significa escon­
derse detrás de algún reparo» (Academia); «Urrea dize derivarse del
verbo derebe, que en arábigo vale esconderse detrás de algún reparo»
(Covarrubias).
236 Diccionarios anteriores a 1900

adehala: «Es voz Arábiga y viene del verbo Dehale, que signifi­
ca sacar alguna cosa» (Academia); «Es nombre arábigo, según Diego
de Urrea, del verbo dehale, que vale sacar alguna cosa o entrar» (Co­
varrubias, s.v. adahala).

Lo mismo ocurre respecto a Guadix en el artículo adufe: «Su ori­


gen es de la palabra Arábiga Aduph, que significa lo mismo que Pan­
dero» (Academia); «El padre Guadix dize que el pandero, en arábigo,
se llama aduph» (Covarrubias, s.v. adufre).
Estas irregularidades solo se hallan en la primera parte de la
muestra estudiada, correspondiente a la letra A. En la parte de la P,
donde no se señala ninguna etimología árabe, no aparece ningún caso.

8. Pero no es hoy mi intento llevar el examen de la presencia del


Tesoro de la lengua castellana en el Diccionario de autoridades
hasta el punto de excavar a lo largo de las columnas de este en busca
de sus huellas no explícitas. Solo he pretendido dar una idea, a través
de una muestra de 200 páginas del Diccionario académico, de en qué
medida y en qué forma se apreció la utilidad y la calidad de la aporta­
ción de Covarrubias y de cómo reconoció su deuda el segundo al
primero de los diccionarios generales de la lengua española. La mo­
destia y la nobleza — dos virtudes propias de los mejores lexicógra­
fos— quedan, también en este aspecto, patentes en la excelente labor
de los fundadores de la Academia Española.
13

EL DICCIONARIO ACADÉMICO DE 1780*

Se ofrece en este libro** el facsímil de la primera edición del que


hoy todo el mundo conoce como «el Diccionario de la Academia» y
que, mirado por toda la comunidad hispanohablante como el diccio­
nario «oficial» de nuestra lengua, ocupa el lugar central en la conste­
lación de la lexicografía española.
Cuando esta obra apareció, la Academia ya había dado a los espa­
ñoles uno de los mejores diccionarios de Europa, en seis volúmenes,
y hacía solo diez años que había iniciado la segunda edición de aquel
gran monumento. ¿Por qué, interrumpiendo esa nueva edición, sacó a
luz, casi por sorpresa, otro diccionario, en un solo tomo, que había de
destronar a su admirable predecesor?

El difícil camino del seg un do D iccionario de autoridades

La gran obra de la Academia, la verdadera razón de ser de su fun­


dación (Academia, 1715: xxm), fue el Diccionario que sus miembros
empezaron a redactar desde el primer momento y cuya publicación,
comenzada en 1726, concluyó en 1739. De golpe, esta obra se situaba

[Publicado como introducción a Real Academia Española, Diccionario de la


lengua castellana reducido a un tomo para su más fá cil uso. Facsímil de la primera
edición (¡780). Madrid 1991, páginas ui-xii],
[El volumen al que el presente texto acompaña como introducción].
238 Diccionarios anteriores a 1900

en la cabeza de la lexicografía europea, posición compartida con los


diccionarios de la Accademia della Crusca, de Richelet, de Fure-
tiére, de Trévoux, de la Académie Frangaise, e incluso superándolos
en más de un aspecto. A los franceses los aventajaba en el rigor me­
todológico que suponía la presentación de citas («autoridades»), tal
como habían hecho los florentinos; y a unos y a otros los aventajaba
en la apertura diatópica (voces «provinciales») y diastrática (voces
«familiares» y «bajas»).
Ya en 1732, cuando el Diccionario iba por su tercer volumen, se
plantearon los académicos la necesidad de preparar un Suplemento en
que se subsanaran las lagunas observadas en la parte hasta entonces
aparecida. En ese Suplemento ya se trabajaba cuando salió el sexto y
último tomo del Diccionario (Academia, 1739: [14] y [24]; cf. tam­
bién Lázaro Carreter, 1972: 79), y hubiera sido natural que se impri­
miera poco tiempo después que este.
Pero la necesidad de atender a otros quehaceres inaplazables se
interfirió en esa labor. Ante todo, la experiencia de la confección del
Diccionario había hecho evidentes las deficiencias de la normativa
ortográfica acordada por la propia Corporación en 1726 e impresa al
frente del primer volumen de la obra. Fue preciso redactar una orto­
grafía que remediase los inconvenientes apreciados en el sistema an­
terior, y este menester ocupó a los académicos tan pronto como quedó
concluido el Diccionario, apartándolos forzosamente del Suplemento
en que estaban empeñados. No tardó en publicarse la nueva Ortogra­
fía (1741)l. Pero entonces la Corporación volvió su atención al cum­
plimiento de un mandato de sus Estatutos que la comprometía a com­
poner una gramática (Academia, 1715: xxix). En ello trabajó hasta

1 Academia, Orthographía española, Madrid, s. a. Su fecha es la de 1741, que se


cita varias veces en los Preliminares (privilegio, fe de erratas y suma de la tasa) y que
se confirma en los Libros de acuerdos de la Academia, año 1741. No obstante, la pro­
pia Academia, en el Prólogo del Diccionario de 1770 (pág. i), en la “Historia de la
Academia” impresa en el mismo volumen (pág. xxix) y en el Prólogo del Diccionario
de 1780 (pág. i), dice que el tratado vio la luz en 1742.
El Diccionario académico de 1780 239

1747, año en que decidió delegar esta tarea en un académico solo y


dedicar el esfuerzo corporativo a la continuación del Suplemento que
tenía empezado. Tras este nuevo golpe de timón, en 1751 «pasaban
ya de trece mil las voces y significaciones aumentadas, y había sufi­
ciente material para un tomo de crecido volumen» (Academia, Libros
de acuerdos, año 1747, y Academia, 1770: i).
No llegó a la imprenta, sin embargo, el traído y llevado Suple­
mento, a pesar de encontrarse ya tan en su punto. La Academia com­
probó que quedaban por vender pocos juegos completos del Diccio­
nario, y se encontró ante la disyuntiva de editar un Suplemento para
una obra que pronto se dejaría de encontrar, o de reimprimir sin co­
rrecciones el Diccionario, a fin de que al Suplemento no le faltase su
punto de referencia. Al fin optó por una tercera solución más respon­
sable, aunque no más cómoda: una segunda edición del Diccionario
corregida y aumentada con todos los materiales reunidos para el Su­
plemento2.
En consecuencia, a semejanza de lo ocurrido en los albores de la
institución, se trazaron unas normas de redacción y se repartió entre
todos los académicos la labor correspondiente al primer tomo del
Diccionario, que abarcaba las letras A y B. Una vez realizada la co­
rrección de su parcela, cada académico la sometería a la revisión cor­
porativa, que tendría lugar en las dos sesiones semanales de dos ho­
ras, celebradas, sin vacaciones ningunas, a lo largo de los doce meses.
Iniciada la tarea en 1753, quedó concluida en 1770, e impresa en no­
viembre del mismo año.
Después de la euforia encendida por la publicación del nuevo
primer tomo del Diccionario, la reimpresión de la Ortografía y la
aparición casi simultánea (1771) de la Gramática castellana, los aca­
démicos se aplicaron a la preparación del segundo tomo del Diccio­
nario revisado (letra C); y en 1776 estaba tan adelantada que se dis­

2 La idea de una segunda edición no era nueva, pero había sido expresamente re­
chazada en 1739 en favor de Suplemento (cf. Lázaro Carreter, 1972: 99).
240 Diccionarios anteriores a 1900

tribuyó el trabajo para el tercero. Desgraciadamente, el estudio corpo­


rativo de lo redactado no corría a igual velocidad, «ya por los repeti­
dos y prolijos exámenes que es preciso hacer de cada uno de sus ar­
tículos, ya porque otros trabajos [...] han interrumpido a temporadas
el principal del Diccionario» (Libros de acuerdos, año 1776). Los
obstáculos aludidos eran en parte de origen externo (por ejemplo, la
censura de obras que, por encargo del Consejo de Castilla, la Acade­
mia se veía constantemente obligada a despachar), pero también eran
en parte creados por la propia Academia.

E l compendio en u n tomo

La perspectiva de que, a la vista de los hechos, la publicación de


la segunda edición del Diccionario hubiera de prolongarse todavía
durante decenios, movió en 1777 al nuevo Director de la Academia,
don José Joaquín Bazán y Silva, Marqués de Santa Cruz, a proponer,
como solución de urgencia para atender a la creciente demanda de
ejemplares completos del Diccionario, la edición de un compendio
de toda la obra, en menor número de tomos y tipografía más reducida,
suprimiendo las etimologías y las autoridades (Libros de acuerdos, 10
abril 1777).
Nació así el Diccionario que después, para diferenciarlo del ori­
ginal, el de 1726, se apellidaría «vulgar», «usual» o «común», y que
sus propios compiladores llamaron «compendio». «Manual» lo había
de llamar Vicente Salvá en 1846 (Salvá, 1846: xxxvn), de acuerdo
con la intención académica de producir un libro físicamente más ma­
nejable que el Diccionario extenso, de igual manera que desde 1927,
un escalón más abajo, se denomina manual el compendio académico
del Diccionario común. Pero el nombre que prevaleció en el uso fue,
sin más, el de «Diccionario de la Academia».
La preparación del compendio, dada la urgencia del caso, se llevó
a cabo por una vía extraordinaria. En lugar de encomendarla a la to­
talidad de los académicos para que trabajasen en ella individual y
corporativamente, se comisionó a seis miembros para que se hiciesen
El Diccionario académico de 1780 241

responsables de ella3, con la instrucción expresa de que se limitasen


a corregir, de los textos originales, «los errores muy notables», expo­
niendo en las juntas solamente los aspectos que mereciesen consulta
(Libros de acuerdos, 24 abril 1777). Se acordó asimismo que la obra
se imprimiese en un solo tomo en folio y que la tirada alcanzase dos
mil ejemplares4.
La norma general establecida era muy clara: para las letras A y B,
reproducir el texto corregido y aumentado del tomo I, tal como se ha­
bía publicado en 1770; para la letra C, tomar el original revisado, aún
inédito, del tomo II; y para las restantes letras, hasta el final, copiar el
texto de los tomos III al VI del Diccionario de autoridades (Libros de
acuerdos, 10 abril M il) . La reducción a un solo volumen se conse­
guiría, por tanto, no a costa de disminuir el número de entradas ni,
dentro de cada artículo, rebajar el número de acepciones o acortar el
enunciado de las definiciones; sino suprimiendo todas las etimologías
y, sobre todo, los innumerables testimonios de uso léxico que dieron
nombre y renombre al Diccionario de autoridades. También, secun­
dariamente, sustituyendo el sistema de marcas (gramaticales, etc.)
utilizado en el primer Diccionario y en su fragmentaria segunda edi­
ción por otro sistema mucho más riguroso y ceñido. El resto, la eco­
nomía de espacio tipográfico, correría a cargo del impresor.
El trabajo, al estar en manos de pocas personas, se realizó con ra­
pidez. Un año justo después, en abril de 1778, la obra ya estaba en la
imprenta de Ibarra, y el académico don Antonio Murillo, encargado,
junto con don José de Guevara, de la corrección de pruebas y de la
revisión última del texto, empezaba a presentar a la Academia las su­

3 Los académicos comisionados fueron los señores Silva, Lardizábal, Murillo,


Guevara, Magallón y Sánchez (Libros de acuerdos, 10 abril 1777).
4 En sesión de 17 de abril de 1777, el Secretario, Sr. Lardizábal, presentó a la
Academia pruebas de composición en folio y en cuarto para que decidiese acerca del
formato. La Academia prefirió el primero (Libros de acuerdos, 17 y 24 abril). La tira­
da prevista de 2000 ejemplares (Libros de acuerdos, 24 de abril) fue, al final, de 3000
(cf. Cotarclo, 1928: 13 nota).
242 Diccionarios anteriores a 19QQ

cesivas capillas del libro5. A finales de aquel año, a otros dos acadé­
micos, el P. José Vela y don Manuel de Uñarte, se les encomendó la
lectura de estas con el fin de preparar la fe de erratas. El 30 de mayo
de 1780, la Corporación aprobaba el Prólogo redactado por el Secre­
tario, don Manuel de Lardizábal. En julio ya se había terminado la
impresión del libro y se le había señalado precio: 75 reales el tomo en
papel (es decir, sin plegar ni cortar) (Libros de acuerdos, 18 julio
1780). En fin, en agosto, el Diccionario fue presentado al Rey Carlos
III, si bien sin ceremonia — a diferencia de lo que se había hecho
cuando se publicó el tomo de 1770— , probablemente por conside­
rarlo la Academia una obra secundaria dentro de sus quehaceres (nó­
tese que, frente a los diccionarios anteriores, este no lleva dedicato­
ria). La presentación se llevó a cabo en La Granja de San Ildefonso a
través del ministro Conde de Floridablanca6.

E l D ic c io n a r io d e 1780: a l g u n a s c a r a c t e r ís t ic a s

El Diccionario de 1780, nacido modestamente como un remedio


provisional de la falta de ejemplares del gran Diccionario de 1726 y
de su segunda edición, que andaba aún por el primer volumen sin

s Libros de acuerdos, 23 abril 1778. Don Antonio Mateos Murillo — que era
quien presentaba siempre las pruebas a la Academia — y don José de Guevara Vas­
concelos recibieron más tarde (Libros de acuerdos, 6 octubre 1778) el encargo de cui­
dar toda la impresión del Compendio, «por convenir así para la mayor uniformidad y
perfección de la obra». A pesar de este cuidado, no se pudieron evitar algunas desi­
gualdades, como veremos.
6 En la sesión académica de 24 de agosto, el Secretario leyó el siguiente papel del
Conde de Floridablanca: «He presentado a S. M. y demás Personas Reales los cgem-
plares del nuevo Diccionario de la Lengua Castellana reducido a un tomo que V. S.
me remite a este fin de orden de la Academia Española, y les ha sido muy grato
este obsequio, porque acredita el esmero con que la Academia desempeña el obgeto
de su establecimiento. Participólo a V. S. de orden de S. M., para que lo ponga en no­
ticia de la Academia, dándole gracias en mi nombre por el egemplar que me ha desti­
nado. Dios guarde a V. S. muchos años. San Ildefonso, a 23 de Agosto de 1780. El
Conde de Floridablanca. Sr. D. Manuel de Lardizával» (Libros de acuerdos, 24
agosto 1780).
gl Diccionario académico de 1780 243

perspectiva inmediata de conclusión, se convirtió, sin que lo sospe­


chasen sus mismos autores, en cabeza de una dinastía, la del Diccio­
nario académico por antonomasia, que lleva dos siglos con el cetro de
la lexicografía española.
La macroestructura de la obra es sustancialmente la misma del
Diccionario grande al que viene a suceder. El orden alfabético es el
universal: los dígrafos ch y 11 siguen considerados como simple suma
de dos letras y alfabetizados, por tanto, entre ce y ci y entre Ik y Im,
respectivamente; aún pasará casi un cuarto de siglo antes de que la
Academia Española invente las letras «che» y «elle». Los participios
ocupan el lugar que el alfabeto les asigna y no, como en el Dicciona­
rio de autoridades, el que sigue al verbo correspondiente7. Pero mu­
chas palabras han cambiado de sitio con respecto al Diccionario anti­
guo, como consecuencia de las innovaciones ortográficas establecidas
por la Corporación desde 1741; innovaciones que en su mayoría son
progresivas (por ejemplo, passión, abysmo, orthographía, philoso-
phía se han transformado en pasión, abismo, ortografía y filosofía),
aunque no falten algunas (el paso de peine y vaina a peyne y vayna)
que suponen cierto retroceso desde el punto de vista actual.
A pesar de sus dimensiones relativamente reducidas, seis veces
inferiores a las del gran Diccionario de 1726, esta versión compacta
recoge un caudal de voces superior al de aquel. Según los cálculos
publicados por Manuel Alvar Ezquerra, el número de entradas en
1726 era de 42.500, mientras que en 1780 es de 46.0008. Hay que ad­
vertir que este crecimiento no ha sido homogéneo, pues las fuentes de
ese caudal son distintas para la primera parte del nuevo Diccionario y
para la segunda. Según lo previsto en el acuerdo de 1777, para las le­

7 La nueva ordenación (amarrado antes de amarrar, y no al revés) ya había sido


puesta en práctica en el Diccionario de 1770.
8 La cifra estimada para el Diccionario de 1726 está en Alvar Ezquerra (1987;
VI); la correspondiente a 1780, en el mismo (1985: 40). Otros cálculos dan para el
Diccionario de 1726 cifras distintas de la de Alvar; me ha parecido lógico tomar la de
este para la comparación con la establecida de la misma mano respecto al Diccionario
de 1780.
244 Diccionarios anteriores a 1900

tras A y B la nomenclatura es la misma de la segunda edición del to­


mo I; para la letra C, la del manuscrito inédito de la segunda edición
del tomo II; y para las letras D a Z, la de los tomos III al VI de la
primera edición. Además, para las dos primeras letras, el Diccionario
agrega un Suplemento de 12 páginas con 1375 entradas9. Se produ­
cen, así, tres niveles cronológicos distintos en la macroestructura por
lo que a sus fuentes se refiere: 1.°, el de 1770; 2.°, el de 1780, forma­
do por el Suplemento, redactado en este año, y por el manuscrito de la
segunda edición del tomo II, que en esa fecha estaba terminado y que
muy bien hubiera podido publicarse entonces; y 3.°, el de 1732-1739,
procedente de la primera edición, sin más cambios que los impuestos
por la nueva ortografía.
Hay, pues, un desnivel medio de 40 años entre la primera parte
del Diccionario (A-C) y la segunda (D-Z). Esta diferencia no se tras­
luce en una proporción mayor de páginas para el primer bloque en el
Diccionario de 1780 con respecto al de 1726, debido a que, si en
él ha crecido la macroestructura, en cambio se han reducido los enun­
ciados definitorios. El segundo bloque, por el contrario, no ha crecido
en macroestructura, pero tampoco ha decrecido en extensión de enun­
ciados 10.
Salvo excepciones poco numerosas, los cambios — adiciones o
supresiones— del Diccionario de 1780 con relación al de 1726 solo
se presentan en las letras A-C. Para las dos primeras letras son válidos
los datos aportados por Antonio M. Garrido Moraga a propósito del
Diccionario de 1770, puesto que el de 1780, como queda dicho, re­
produce toda la nomenclatura y las definiciones de aquel, con la única
particularidad notable de la adición del Suplemento. De acuerdo con
los recuentos de Garrido, 625 son las entradas de 1726 que el Diccio­
nario de 1770 excluyó (aunque, como señala el mismo Garrido, 30 de
ellas fueron repuestas en el Suplemento de 1780), y 2620 las que aña­

9 «Unas mil y quinientas», dice el Prólogo.


10 En el Diccionario de 1726 el primer bloque ocupaba un 34,4 % del total de las
páginas; en el de 1780 no supera el 30 %.
gl Diccionario académico de 1780 245

dió a las de 1726. El contingente más alto de estas incorporaciones


que pasan íntegramente al Diccionario de 1780 es el de las voces an­
ticuadas: un 37,9 % de las adiciones, dos quintas partes de ellas, se
encuadran en este grupo (Garrido Moraga, 1984; y 1987: 199-206)11.
En el Prólogo de 1770 se justificaba este interés por los arcaísmos
«por ser importantes para la inteligencia de nuestras leyes, fueros y
ordenanzas, crónicas e instrumentos antiguos»; y se añadía: «habien­
do reconocido que faltaban muchas [voces anticuadas en la primera
edición del Diccionario], se ha procurado con particular cuidado re­
cogerlas»12. En la letra C del Diccionario de 1780, que utiliza el ori­
ginal preparado para el inédito tomo II de la segunda edición, se ob­
serva análoga atención a este sector del léxico13.
La diversidad de fuentes que he señalado entre los dos bloques en
el caudal del Diccionario de 1780, nutrido uno del texto revisado del
Diccionario antiguo y el otro del texto sin revisar, se hace bastante
visible en este apartado de los arcaísmos. En contraste con la relativa
abundancia de ellos que encontramos en las letras A, B y C, las letras
que siguen son extremadamente pobres14.

11 Agradezco al Dr. Garrido el haberme facilitado amablemente el texto inédito


del primero de estos trabajos.
12 Se maniñesta por primera vez aquí una nota que llegará a ser una constante del
Diccionario académico: la alta proporción de voces anticuadas, que no son solo las
marcadas como tales — para la Academia son únicamente las anteriores al siglo
xvi — , sino muchas otras sin marca alguna que están fuera de uso desde hace dos­
cientos años o más (cf. Seco, 1988: 559-567, especialmente 565 [= capítulo 4 de este
libro, pág. 79]; también Alvar Ezquerra, 1983: 205-222, especialmente 206). No le
falta razón a Adalberto Salas cuando afirma: «El culto al pasado es la característica
más permanente del Diccionario académico» (Salas, 1964: 278).
13 En la primera página de la letra C, de las 31 entradas que en ella aparecen, 9
llevan la marca de anticuadas (un 29%); de las 22 voces restantes, hay 6 que contienen
acepciones con la misma marca. Frente a esto, en el Diccionario de autoridades el
trecho correspondiente solo incluía como anticuadas dos voces y una acepción de otra.
14 Por ejemplo, la primera página de L no trae ninguna voz ni acepción con la
marca de anticuada; las dos primeras páginas de M, lo mismo; la primera de N y la
primera de O, una sola voz cada una; y una sola también es la que aparece en las
dos primeras páginas de P.
246 Diccionarios anteriores a 1900

En otros aspectos del Diccionario de 1780 también se advierten


divergencias entre la parte procedente del texto preparado para la se­
gunda edición del Diccionario de autoridades y la procedente de la
primera edición. El Prólogo de 1770 decía: «Se omiten todas las vo­
ces inventadas sin necesidad por algún autor, ya sea por jocosidad o
ya por otro qualquier motivo, si después no han llegado a tener uso
alguno; como adonicida, que usó Lope de Vega, por el que mató a
Adonis; piogicida, que usó Calderón, por el que mata piojos; adanis-
mo, que usó Quevedo, por el conjunto de gente desnuda» (Academia,
1770: v). En efecto, el Diccionario de 1770 omite no solo adanismo y
adonicida, sino otras muchas voces que figuraban en el de 1726 como
«voluntarias»15. Las letras A y B del Diccionario de 1780 siguen
fielmente, como era de esperar, el modelo de 1770. Y la letra C, ba­
sada en el inédito tomo II de la segunda edición, se atiene también a
la misma norma de supresión de las voces «voluntarias» o «inventa­
das» 16. En cambio, el sector D-Z, cuya macroestructura se remonta
directamente al Diccionario de autoridades, sigue la norma de no
eliminar ninguna voz de este, incluidas, por tanto, las del grupo de las
«voluntarias». Ni siquiera la voz piojicida, cuya supresión anunciaba
el Prólogo de 1770, ha desaparecido del repertorio17.
Respecto a los tecnicismos, el Prólogo de 1770 establecía el prin­
cipio de que «de las voces de ciencias, artes y oficios solo se ponen

,J Hasta un total de 45, según el recuento efectuado por Garrido Moraga (1984: 8).
16 Así se deduce del cotejo exploratorio que he realizado entre el tomo II de la
primera edición (1729) y la parte correspondiente de 1780. He examinado las 160 pri­
meras páginas de 1729 y las que corresponden en 1780. De 13 voces allí calificadas
como «voluntarias», «inventadas» o «jocosas», solo dos, calceta ‘grillete del forzado’
y carambanado ‘helado’, subsisten en 1780 (y todavía en 1984).
17 Para este sector he llevado a Cabo dos calas: la letra N completa (Diccionario,
IV, 1734, págs. 641-95) y la letra P hasta el final de la combinación PI (V, 1737, págs.
69-285). Las 18 voces «voluntarias», «inventadas» o «jocosas» halladas — en su ma­
yoría de Quevedo, como es habitual — se mantienen todas en 1780 (y de ellas, 9 sub­
sisten en 1984).
0 Diccionario académico de 1780 247

aquellas que están recibidas en el uso común de la lengua, sin embar­


go de que la Academia pensó antes ponerlas todas [...]. La razón de
haber variado consiste en que este no es un Diccionario universal,
pues, aunque se propuso hacerle copioso, y esto se ha procurado, se
debe entender de todas las voces que se usan en el trato o comercio
común de las gentes, y así no deben entrar en él las de ciencias, artes
y oficios que no han salido del uso peculiar de sus profesores» (Aca­
demia, 1770: v). ¿Cómo se cumplió este propósito? La Academia ex­
cluyó, en 1770, 164 tecnicismos de las letras A y B, que igualmente
quedaron fuera del Diccionario de 1780; bien es verdad que el movi­
miento en sentido contrario fue mucho mayor: 647 incorporaciones
en 1770 (Garrido Moraga, 1984: 8, y 1987: 202), y por tanto tam­
bién en 1780. En la letra C, que recoge la macroestructura del inédito
tomo II del Diccionario de 1770, sí parece reducirse, en cambio, el
número de tecnicismos frente al Diccionario de autoridades!8. Y, en
fin, como era de esperar, las letras siguientes no presentan ninguna
variación respecto al Diccionario antiguo.
En un primer momento — ya lo hemos visto— , la Academia ha­
bía planeado redactar, al lado del diccionario general, un diccionario
de voces técnicas, imitando el propósito de la Academia Francesa
(1694). Esta era la razón de que, por deslindar los campos de ambas
compilaciones, se aligerase la primera de la materia perteneciente a la
segunda. Pero esta segunda nunca se llegó a proyectar formalmente,
y, por otra parte, la obra del P. Terreros Diccionario castellano con
las voces de ciencias y artes (terminado en 1767 y publicado en
1786-93) vino a pisar el terreno al desganado propósito de la Acade­

18 En las 160 páginas primeras de C en el Diccionario de autoridades se cuentan


28 tecnicismos; en el sector correspondiente de 1780 son 21, entre ellos 9 que antes se
marcaron como tales y que aquí han perdido la marca. En estos primeros diccionarios
no es fácil determinar con exactitud la condición técnica de los términos. En mi re­
cuento me he atenido a las indicaciones de los propios diccionarios; pero hay muchos
casos en que falta la marca cuando la definición parece reclamarla claramente.
248 Diccionarios anteriores a 1900

mia. No es de extrañar, pues, que la postura restrictiva manifestada


por esta en 1770 quedase muy atemperada desde muy al principio,9.
Otro sector del léxico en que también se reflejan las tendencias
divergentes de las dos partes del Diccionario de 1780 es el de los re­
gionalismos. Era la presencia e importancia de este sector, como se
sabe, uno de los rasgos progresivos más característicos del Dic­
cionario de la Academia Española frente a los de la francesa y la
florentina. En el Prólogo de 1770 se defendía la inclusión de las
voces «provinciales», siempre que fuesen «castellanas»; apartando,
por consiguiente, las voces antiguas de Aragón que fuesen «lemosi-
nas». De acuerdo con ello, en aquel Diccionario se suprimieron 19
voces, de las cuales 16 eran aragonesas y una catalana, y entraron
119 (de las que, a pesar de todo, el contingente mayor era aragonés
[Garrido Moraga, 1984: 8, y 1987: 204]). El Diccionario de 1780 si­
gue fielmente en este capítulo al de 1770 en lo que afecta a las letras
A y B, y mantiene su espíritu en la C, continuadora inédita de aquella
publicación20; mientras que las letras que van desde la D hasta el final
no encierran ninguna variación respecto al Diccionario de autorida­
des, del que son reproducción21.

19 Sobre las alternativas de la actitud académica ante los tecnicismos, v. Alvar Ez-
querra (1983: 209-210). A propósito de la obra de Terreros, conviene no perder de
vista que no es un diccionario del lenguaje técnico, sino, como reza su título, un «dic­
cionario castellano con los términos de ciencias y artes»; es decir, lo que entonces se
llamaba diccionario universal, a la manera del de Furetiére: «El plan de toda la obra
— dice el mismo Terreros — es formar un Diccionario universal del común del idio­
ma y de las ciencias, artes mecánicas y liberales» (Terreros, 1767: xxxni).
20 En las primeras 160 páginas de C, el Diccionario de autoridades registra 31 vo­
ces calificadas como regionales; en 1780, el sector correspondiente recoge 36. Otras 8
que antes tuvieron localización ahora se dan como generales.
21 Sobre la presencia de los regionalismos como rasgo peculiar en el Diccionario
de autoridades frente a los otros diccionarios europeos, cf. Gili Gaya (1963: 19) y
Salvador Rosa (1985: 103-139). Sobre las declaraciones relativas a los regionalismos
en las distintas ediciones del Diccionario de la Academia, v. Alvar Ezquerra (1983:
206-209).
£/ Diccionario académico de 1780 249

oí La estructura interna de los artículos cambia visiblemente en 1780


en comparación con las dos ediciones del Diccionario de autorida­
des. La diferencia más llamativa consiste en la total desaparición de
las citas (con sus abreviadas referencias bibliográficas) que daban
autoridad e ilustración a las respectivas acepciones. La consecuencia
inmediata y más palpable de esta supresión, unida al uso de un cuerpo
tipográfico mucho menor, es la drástica reducción del espacio ocupa­
do por cada artículo. Así, por ejemplo, tres páginas de la letra D en el
Diccionario de 1780 contienen lo que en el tomo III (1732) del Dic­
cionario de autoridades abarcaba diez. La economía basada en la de­
saparición de las autoridades ya estaba trazada (como hemos visto)
desde el primer momento en que se acordó el proyecto de compendio
del Diccionario. En cambio, se salvaron de la condena los ejemplos
inventados, cuyo volumen es sin duda insignificante al lado de los
textos reales, pero que no son nada escasos en algunos trechos. Mu­
chos de ellos, con ligeras transformaciones, han resistido el paso de
los siglos; por ejemplo, s.v. dexar, «dexó de hacer o decir tal cosa» se
conserva todavía en el Diccionario de 1984 como «dejó de hacer lo
prometido»; «dexar una dependencia al cuidado de otro» es hoy «dejó
la casa al cuidado de su hijo», y «tal negocio me dexó mil ducados»
tiene ahora la forma de «aquel negocio le dejó mil pesetas» (los du­
cados estaban aún en la edición de 1925).
También en el plan de 1777 se preveía la supresión de las eti­
mologías. Ya en la segunda edición del Diccionario de autoridades
(1770) se había restringido esta clase de información, no por razones
de economía, sino de cautela científica (Academia, 1770: vn). En el
compendio de 1780 la regla establecida es la desaparición total de las
etimologías. A pesar de ello, se conservan en bastantes entradas, ci­
tando además a su respectivo autor, que suele ser Covarrubias o al­
guien citado por Covarrubias. Pero esto solo ocurre, normalmente, en
las dos primeras letras22; en la C son muy escasas, y excepcionales

22 He aquí una relación no exhaustiva de voces que, indebidamente, llevan etimo­


logía, dentro de las primeras 40 páginas de la A: ábrego, academia, acebo, acémila,
250 Diccionarios anteriores a 19QQ

en el resto23. Es indudable que la desigual aplicación de una norma


tan inequívoca se debió a descuido de alguno de los académicos res­
ponsables de la edición y que tal descuido no llegó a subsanarse por
la premura con que esta hubo de ser preparada. La eliminación de las
etimologías se completó en revisiones posteriores y se mantuvo a lo
largo de un siglo, hasta que la edición de 1884 restableció esta infor­
mación, colocándola, no al término de la definición como iba en el
Diccionario de autoridades, sino en el comienzo mismo del artículo.
A diferencia de las noticias etimológicas, el Diccionario de 1780
mantiene escrupulosamente las correspondencias latinas en todas las
acepciones, excepto en aquellas que van formuladas por un sinónimo.
Este dato ya se ofrecía en el Diccionario de autoridades «por aten­
ción a los extrangeros» (Academia, 1726: xvn). En la segunda
edición la razón era más explícita: «El intento de la Academia en las
correspondencias latinas ha sido dar a conocer a los extrangeros las
voces que comprchende el Diccionario [...]. Quando faltan voces lati­
nas correspondientes a las castellanas se usa de circunloquio [...],
pues siempre es mejor poner a estas voces y modos de hablar algún
latín con que se expliquen quando no le hay propio, que dexarlos sin
ninguno, privando a los extrangeros del medio de entender su signifi­
cación» (Academia, 1770: vn). Esta justificación, no repetida pero
implícita en el Diccionario de 1780, es válida para una época en que
el latín, aunque ya en abierto retroceso, formaba todavía parte del
equipaje de las personas cultas. Y hay que considerar que la Acade­
mia no estaba sola al dar estas equivalencias: la práctica no era rara
en los diccionarios de su siglo, como el de Trévoux (1704), el de la
Crusca (cuya cuarta edición [1729-38] pone también corresponden­
cias griegas) y el de Terreros (1767, que también da la correspon­

acemite, acequia, acitara, aconchar, acorullar, adalid, adiva, ador, adufe, adunia,
afascalar, agüero, ahorrado, ahuchar, Alá, alabarda, alabesa, alacrán, alamina,
alamud, alarife, albacara, albacora, albalá, albañal, albañil, albaquia, albarán, al-
barazo, albarda, albardán, albaricoque, albarrada, albarrán, albarrana, albayalde.
23 En la C, canasta, canario, capitolio, Christo, entre otras pocas. En las letras si­
guientes, apenas algún caso aislado como santiamén.
j¡¡ Diccionario académico de 1780 251

dencia francesa)24. Esos latines se prolongarán todavía en las edicio­


nes académicas hasta la segunda mitad del siglo xix; pero en 1869, en
la undécima edición del Diccionario, ya se sienten como una cáscara
vacía y se borran en todas las entradas. En realidad, ya mucho antes
los han suprimido los lexicógrafos no académicos, desde Núñez de
Taboada (1825), quien además invitaba a la Academia a seguir su
ejemplo (1825: m).
La disposición gráfica de las acepciones es la misma de los dic­
cionarios de 1726 y 1770, que por otra parte coincidía con el uso le­
xicográfico universal en aquel momento. Cada acepción es objeto de
un párrafo propio, iniciado por la voz a que corresponde, impresa en
versalitas, para distinguirla de la entrada, que va en versales. Solo
en 1832 (tras una fugaz tentativa en 1791) comenzará el Diccionario
de la Academia a suprimir las subentradas y a imprimir las acepcio­
nes a renglón seguido unas de otras, precedida también en esta prácti­
ca por los diccionarios no académicos.
El orden de las definiciones está determinado por la categoría
gramatical. Así, si se trata de un verbo, primero van las acepciones
«activas» y después las «neutras»; si se trata de un nombre, se separa­
rán por un lado las acepciones sustantivas y después las adjetivas. En
líneas generales, ocupan los primeros lugares las acepciones de uso
actual y más extendido, seguidas de las regionales, las técnicas y las
anticuadas, reservando el final para las locuciones y los refranes. Pe­
ro, salvo la frontera entre las unidades simples y las complejas, no es
difícil hallar excepciones a la distribución expuesta.
En cuanto a las locuciones y los refranes, la pauta seguida para su
colocación dentro de uno u otro artículo es la misma expuesta en
1770: «se colocan en aquella voz que tiene más alma o fuerza; y
quando la tienen en dos o más voces, se ponen en la que viene prime­
ro al orden alfabético» (Academia, 1770: rx). La norma, no demasia­

24 Sobre las correspondencias latinas, cf. Quemada (1968: 58-60) y Esque­


rra (1983: 213-215). Acerca de la pervivencia y decadencia del latín enjel ág lo XVtn,
v. Lázaro Carreter (1949: 147-148).
252 Diccionarios anteriores a 1900

do precisa, está constantemente abierta a la arbitrariedad. ¿Por qué


«la misa dígala el cura» va s.v. cura y no s.v. misa? ¿Por qué «más
vale gordo al telar que delgado al muladar» s.v. delgado y no s.v.
gordo? ¿O por qué «hacer pinicos o pinos», «hacer piernas», «hacer
pie», «hacer pucheros» se explican s.v. hacer, mientras que «hacerse
ayrc», «hacerse cargo», «hacerse cruces», «hacerse fuerte» se defi­
nen, respectivamente, s.v. ayre, cargo, cruz y fuerte? A partir de
1817, la Academia pondrá en práctica unas reglas de base puramente
gramatical con las que quedarán resueltos sin titubeos los problemas
de ubicación de todas las expresiones pluriverbales, reglas que son en
sustancia las mismas que todavía se aplican en el último Diccionario.
La forma de las definiciones en el Diccionario de 1780 sigue las
huellas del de 1770. En este se había optado por recortar la sintaxis de
la definición suprimiendo, por principio, la redacción en mctalcngua
de signo y tratando de presentar en metalengua de contenido el mayor
número posible de enunciados definitorios (cf. Rey-Debo ve, 1971:
172, y Seco, 1977: 226 [= pág. 33 de este libro]). Definiciones de
1726 como «En el sentido recto vale despóticamente, con superiori­
dad, independientemente, con plena libertad y dominio»; « Vale tam­
bién precisa y forzosamente, sin duda alguna»; «Significa algunas ve­
ces determinadamente, con resolución y empeño [...]. Yassimismo se
suele tomar este adverbio p o r totalmente, real y verdaderamente» (las
tres s.v. absolutamente) — sistema que por otra parte era perfecta­
mente normal en la lexicografía europea de la época25— , fueron en
1770 sustituidas por enunciados en términos estrictos de contenido:
«Con independencia, con pleno dominio»; «Enteramente, sin restric­
ción ni limitación»; «(Filosof.) Sin respecto o relación alguna». En
ellos no solo se ha extirpado la innecesaria introducción en metalen­
gua de signo («en el sentido recto vale...», «significa algunas ve­
ces...»); también se ha hecho más breve y preciso el texto definidor.
Hay que advertir, no obstante, que la simplificación de la metalengua

23 Así en tres de los grandes modelos del Diccionario de autoridades: Richelet


(1680), Furetiére (1690) y Academia Francesa (1694) (cf. Quemada, 1968: 461).
El Diccionario académico de 1780 253

se ha llevado a cabo de manera menos sistemática que la del enuncia­


do. Compárese, por ejemplo, esta definición de bachiller en 1726:
«Comúnmente y por vilipendio se da este nombre y se entiende por el
que habla mucho fuera de propósito y sin fundamento», con su nueva
redacción en 1770: «Comúnmente y por desprecio se llama así al que
habla mucho fuera de propósito», en la cual las modificaciones son
visibles en cuanto a la concisión, pero no en cuanto a la metalengua26.
De acuerdo con su programa, el Diccionario de 1780 sigue con
fidelidad también en este aspecto al de 1770 en las letras A y B, en
las cuales — salvo excepciones mínimas— se mantienen palabra por
palabra todas las definiciones reformadas. En la letra C, que se basa
en el manuscrito inédito del tomo II del Diccionario de 1770, la ten­
dencia es idéntica: cochura, así definido en el Diccionario de autori­
dades (1729): «Llaman también a la massa o a la porción de pan
amassado que se está cociendo en el homo», se presenta así en 1780:
«La masa o porción de pan que se ha amasado para coccr»; codicia,
en 1729: <rSe toma algunas veces por deseo bueno y ansia para querer
hacer alguna cosa, con inclinación y propensión a ella», se reduce en
1780 así: «met. El deseo vehemente de algunas cosas buenas».
En el segundo bloque del Diccionario (letras D-Z), siguiendo el
modelo de las tres primeras letras, se uniforma, por regla general, la
metalengua de las definiciones, suprimiendo las introducciones del ti­
po «por analogía se llama», «se toma también por», «se llama co­
múnmente a» (sin que tampoco aquí la aplicación de la norma sea
sistemática, al igual que en las letras anteriores). Pero, así como en
este aspecto se ha tenido el buen criterio de homogeneizar en todo el
Diccionario las formas de definición en un sentido simplificador, los
enunciados definitorios del segundo bloque, aun despojados de las
adherencias de metalengua de signo, no han simplificado nada el
texto tomado del Diccionario de autoridades, que es en este punto,

26 En realidad, el problema de la metalengua sigue presentando aspectos aún no


resueltos en las ediciones modernas del Diccionario de la Academia (cf. Seco, 1977;
227-234 [= págs. 3 4 ^ 2 de este libro]).
254 Diccionarios anteriores a 190Q

igual que en la macroestructura, la fuente única de esta parte del Dic­


cionario. La economía de espacio, tan cuidadosamente buscada por
los académicos de 1780 a través de muy diversos recursos, desde la
reducción tipográfica hasta el sacrificio del tesoro que son las autori­
dades, pasando por un enérgico sistema de abreviaturas, queda en
buena parte malograda por el respeto sistemático, en toda la segunda
parte del Diccionario, a la generosidad verbal de los académicos fun­
dadores.
Sin embargo, el problema es algo más complejo. Examinemos
esta definición del Diccionario de autoridades:
Salamandra: «Insecto27 mui parecido al lagarto, aunque más pe­
queño; pero tan venenoso que no solo mata e inficiona las plantas con
su mordedura, sino con una saliva blanca, la que assegura Plinio, lib.
10, cap. 67, que, tocando en qualquiera parte del cuerpo, se cae por
todo él el pelo. Tiene tres quartas de largo; la cabeza aguda, los ojos
grandes, la cola hendida, los pies con quatro uñas en cada uno, y el
lomo sembrado de manchas negras y amarillas, a modo de estrellas.
Echada en el fuego parece que por su humedad o su peso se amorti­
gua por algún espacio; pero, permaneciendo en él, siente su actividad.
Dice Plinio, en el capítulo siguiente, que ni es macho ni hembra, co­
mo sucede en las anguilas, y que no engendra».

Definiciones como esta se reproducen intactas a lo largo de aque­


llas páginas del Diccionario de 1780 que por acuerdo académico se
basan directamente en la parte no revisada del Diccionario de autori­
dades. Estos desarrollos amplios solo se dan en determinadas voces
que, además de requerir una definición — elemento necesario—, ad­
miten una explicación — elemento accesorio— . En el tiempo en que
se compuso el Diccionario de autoridades era en todas partes menos
tajante que hoy la distinción entre diccionarios de palabras y diccio-

27 Téngase en cuenta que insecto es, en aquel momento, «nombre genérico de todo
animalito pequeño, que algunos llaman imperfectos, y vulgarmente en castellano sue­
len llamar sabandijas, como son gusanillos, moscas, &c. También se llaman insectos
aquellos animales mayores que, cortados y divididos en partes, viven aún, como son
las lagartijas, culebras, &c.».
El Diccionario académico de 1780 255

nanos de cosas, entre definiciones léxicas y definiciones enciclopédi­


cas. «Los elementos enciclopédicos — dicc Quemada— eran admiti­
dos en los diccionarios generales como complementos deseables
de las definiciones», y al parecer disfrutaban del favor del públi­
co (Quemada, 1968: 77). Las definiciones enciclopédicas, o «filosófi­
cas» como las llamaba Furetiére, están particularmente presentes en
el diccionario de este (1690) y en su sucesor el de Trévoux (1704),
justamente dos de los principales modelos que tuvo a la vista nuestra
Academia.
Pero no debe pensarse que la definición amplia de desarrollo en­
ciclopédico sea privativa, en el Diccionario de 1780, de su segunda
parte, basada en el Diccionario de autoridades. También la pri­
mera parte, que sigue a la segunda edición de este, ofrece numerosos
ejemplos con despliegues del mismo carácter28. Es, evidentemente, el
gusto de la época, y así parece confirmarlo el hecho de que la política
ahorrativa con que se planificó el compendio se haya detenido respe­
tuosa ante estas disertaciones extralingüísticas. Será en el siglo xdc
cuando la Academia se incline decididamente por las definiciones lé­
xicas, siguiendo el ejemplo que su colega francesa venía proponién­
dole, desde la primera aparición de su diccionario. De todos modos,
el nuestro aún no se ha desprendido enteramente en nuestros días de
la modalidad enciclopédica de definición (cf. Seco, 1977: 234-238, y
1987: 253-254 [= págs. 42-46 y 321-322 de este libro]).

Fo r t u n a del D ic c i o n a r i o d e 1780
La imposibilidad de encontrar ya un ejemplar entero del Diccio­
nario de autoridades, la inconclusión — para largo— de su segunda
edición, y la tentación de poner al alcance de la mano en un solo vo­
lumen todo el léxico de la Academia, dieron al Diccionario de 1780
un éxito fulgurante. Pocos meses después de su publicación se había
vendido más de la mitad de los tres mil ejemplares de la tirada, y en

28 Véanse, por ejemplo, las entradas abedul, acanto, acero, ballena, balsamina,
baluarte, cefo, consulta, corte, cubrir.
256 Diccionarios anteriores a 1900

marzo de 1781 la Academia ya había obtenido licencia del Rey para


efectuar una reimpresión (Libros de acuerdos, 6 marzo 1781; Cota-
relo, 1928: 13 nota).
En efecto, en 1783 sale a la luz la segunda edición, que integra en
el cuerpo de la obra el Suplemento de A y B que figuraba en la prime­
ra y añade un nuevo Suplemento para las letras A, B y C. La tercera
edición, aparecida en 1791, absorbe a su vez en el lugar correspon­
diente las letras de este Suplemento e introduce nuevas adiciones en
las letras D, E y F. Como se ve, la celeridad con que se suceden las
reimpresiones no da tiempo a los académicos a revisar enteramente el
texto de 1780, ni siquiera la parte más necesitada de ello, que es la
segunda; se limitan a aprovechar los materiales de los tomos II y III
dispuestos, pero inéditos, del segundo Diccionario de autoridades.
Estas tres primeras ediciones, 1780, 1783 y 1791, así como la
cuarta, publicada ya al nacer el nuevo siglo (1803), se titulan todas
Diccionario de la lengua castellana compuesto p o r la Real Academia
Española, reducido a un tomo para su más fá cil uso. Con este título
se reconocía el carácter de compendio que la obra tenía con respecto
al gran Diccionario de autoridades; era un recordatorio de que estaba
pendiente la publicación de la segunda edición de este. Pero la porta­
da de la quinta edición (1817) suprime la frase «reducido a un tomo
para su más fácil uso», con lo que el compendio se adueña del título
que solo pertenecía legítimamente a los diccionarios de 1726 y 1770.
A partir de esc momento, el Diccionario de la lengua castellana (o,
desde 1925, española) será siempre, para todos, únicamente el dic­
cionario en un solo tomo que por primera vez apareció en 1780. El
padre de esta obra, el que había sido el Diccionario de la Academia
por antonomasia, ya queda a un lado del camino, y en lo sucesivo ha­
brá de especificarse con el apellido de autoridades.
¿Por qué no se continuó la publicación de la segunda edición, ini­
ciada en 1770, de aquel fruto primero de la Academia, «obra incom­
parable — como la calificó Terreros— donde se compiten la erudi­
ción, la exactitud, el trabajo y la utilidad» (Terreros, 1767: v)? En
1780, el Prólogo del Diccionario en un tomo dice que ya está «ente­
E¡ Diccionario académico de 1780 257

ramente concluido» el segundo de esa segunda edición, y en 1789 los


Libros de acuerdos anuncian la conclusión del tomo III y el comienzo
del IV (Libros de acuerdos, 29 y 31 diciembre 1789). Según el Prólo­
go de 1817, en esta fecha se lleva trabajado hasta la letra P (Acade­
mia, 1817: i), es decir, ya dentro del tomo V, Después no hay más
noticias. ¿Fue solo económica la causa del aplazamiento indefini­
do de la publicación? «Los pueblos — decía Manuel Bartolomé
Cossío— no dejan de gastar por no tener recursos, sino cuando no
sienten la necesidad de gastar, cuando no están convencidos de la
bondad del gasto» (Cossío, 1931: 35). La Academia dejó de sentir
la necesidad de publicar su gran diccionario, perdió la convicción de
su importancia fundamental, y prefirió la utilidad práctica de una obra
a la calidad científica de la otra, como si una y otra fuesen incompati­
bles entre sí y la segunda no fuese en definitiva, como decía Julio Ca­
sares, el «encaje oro» de la primera (Casares, 1950a: 13). Nuevo Edi-
po, el hijo fue el causante involuntario de la muerte de su egregio
padre29.
Pero la historia ya está hecha, y aquel diccionario que vino al
mundo en 1780 para llenar provisionalmente un vacío se ha converti­
do, en su larga travesía de veinte ediciones, en la espina dorsal de to­
da la lexicografía española, archivo canónico, para muchos, del léxico

19 «No es — dice Gili Gaya — una obra cualquiera [el Diccionario de autorida­
des], sino una labor colectiva egregia, que compite con los grandes diccionarios de la
Academia florentina de la Crusca y de la Academia Francesa; muchas veces los supe­
ra, y siempre ofrece, en su técnica y en su redacción, caracteres propios que diferen­
cian netamente nuestra lexicografía académica de la que por la misma época desarro­
llaron sus congéneres europeos. La misma Academia Española no supo continuar
después su valioso empuje inicial, y, aunque con algunos altibajos, las ediciones abre­
viadas de los siglos xvm y xix andan siempre rezagadas, no solo respecto a la lengua
hablada y al uso literario, sino también respecto al nivel que en sucesivas etapas va al­
canzando en cada momento la ciencia lingüística» (Gili Gaya, ¡963: 8). Rafael Lapesa
también ha deplorado el retroceso que supuso el abandono del método de «autorida­
des»: «No significa esto — dice— que desde entonces los académicos admitieran o
definieran vocablos a humo de pajas [...]; pero el valor documental del Diccionario
sufrió grave quebranto» (Lapesa, 1987: 336).
258 Diccionarios anteriores a 19qq

de una lengua de cientos de millones de hablantes. La Academia tiene


la grave — y honrosa— responsabilidad de hacer que este instru­
mento sobre el que convergen tantas miradas esté siempre a la altura
de las exigencias de cada momento en la vida de nuestra inmensa
comunidad.
14

EL NACIMIENTO DE LA LEXICOGRAFÍA MODERNA


NO ACADÉMICA*

1. Al promediar el siglo pasado se produjo una floración musitada


en la lexicografía española. Después de los lejanos tiempos del Teso­
ro de Covarrubias (1611) y de su pobre reimpresión por Noydens
(1674), la Academia Española, fundada en 1713, había conquistado el
monopolio de hecho de la lexicografía monolingüe en nuestro idioma,
gracias a la excelencia de su primera obra. A pesar de la incapacidad
de la segunda generación académica para llevar adelante la nueva
edición corregida (1770) del Diccionario de autoridades, y de que su
siguiente producción era poco más que una condensación manual de
la primera, el prestigio ganado por esta permitió que el Diccionario
llamado «vulgar» alcanzase tres ediciones en los últimos veinte años
del siglo xvm , y otras cinco en los cuarenta primeros del xrx, sin en­
contrar más que dos competidores: los cuatro gruesos volúmenes
póstumos (1786-93) del P. Esteban de Terreros, y el Diccionario
(1825) de Núñez de Taboada: obras ambas que no hallaron quienes
después las revisaran y reeditaran.
Y de pronto, entre 1842 y 1853 brota una plétora de diccionarios
no académicos: en 1842, el Panléxico, de Peñalver; en 1844, el Dic­
cionario, de Labemia; en 1846, el Nuevo diccionario, de Salvá; en

* [Publicado en Homenaje a Alonso Zamora Vicente, I, Madrid 1988, 259-76],


260 Diccionarios anteriores a 1900

1846-47, el Diccionario nacional, de Domínguez; en 1849, el Dic­


cionario general, de Caballero y Amedo; en 1852, el Gran dicciona­
rio, de Castro; en 1853, el Diccionario enciclopédico de la Editorial
Gaspar y Roig, dirigido por Chao; y en el mismo año, el Diccionario
de la Sociedad Literaria. Esto sin contar otros productos menores. En
este período entran dos ediciones nuevas del académico: la novena,
de 1843, y la décima, de 1852. (Obsérvese, por cierto, cómo hasta
este momento la cadencia de las reimpresiones académicas ha sido
relativamente animada, con un promedio de una edición cada poco
más de siete años, a pesar de la pausa consiguiente a la Guerra de la
Independencia. Es precisamente cuando empiezan a salirle competi­
dores — algunos de ellos con vitalidad duradera— cuando la Acade­
mia espacia las ediciones de su Diccionario con un ritmo que es casi
la mitad del anterior').

2. Naturalmente, las características, la calidad y la fortuna de to­


dos esos diccionarios particulares fueron muy diversas. Mientras
unos, como los de Domínguez y Gaspar y Roig, contendieron vigoro­
samente con el de la Academia hasta finales de siglo, hubo alguno,
como el de Castro, que ni siquiera llegó a una edición, puesto que
quedó inconcluso. El enfoque de este último tiene poco que ver con el
de los otros, dos, y el de cualquiera de ellos con el de Salvá. Y con
el rigor de Salvá, a su vez, es difícil el parangón de las obras de Do­
mínguez o, sobre todo, de Peñalver.
Pero todas esas aventuras tenían un denominador común: el pro­
pósito de romper el monopolio efectivo de que disfrutaba la Acade­
mia en el terreno de la lexicografía del español. Los primeros pasos
en esta dirección se habían dado en las décadas anteriores, cuando los

1 Aparentemente constituyen excepciones las ediciones 17* (1947) y 18.* (1956),


publicadas, respectivamente, solo ocho y nueve años después de las precedentes. En
realidad, la edición 17.* es solo reimpresión de la 16.* (1936-39), de la que se diferen­
cia únicamente por llevar un suplemento; con lo cual la distancia cronológica entre el
texto de 1936-39 y el de 1956 viene a ser, junto con la que separa las ediciones de
1852 y 1869, la más larga en la historia del Diccionario vulgar.
El nacimiento dtSla lexicografía moderna no académica 261

editores franceses descubrieron las posibilidades que les brindaba


el mercado de las recién emancipadas colonias españolas de América
— roto el comercio de ellas con España— , así como la inestimable
colaboración desinteresada de la propia metrópoli al suministrarles
suficiente número de intelectuales exiliados útiles para desempeñar la
necesaria tarea redactora. Surgió así, por ejemplo, el Diccionario de
M. Núñez de Taboada, publicado en París por Seguin en 1825. Una
de las facetas de este movimiento fue la confección de compendios
o de revisiones del Diccionario de la Academia, en los que por ra­
zones de prestigio no se ocultaba el nombre de esta; así el Dicciona­
rio de la lengua castellana por la Academia Española, compendiado,
por Cristóbal Pía y Torres, editado también en París, por Connon y
Blanc, en 1826; o, más tardíamente — de autor ya no español— , el
Diccionario de la lengua castellana, por la Academia Española: nue­
va edición hecha según las dos últimas de Madrid, bajo la dirección
de José René Masson, editado en Paris por H. Bossange en 1841 (cf.
Hidalgo, 1867: 274). Se sumó a la corriente uno de los más ilustres de
aquellos emigrados, Vicente Salvá, que había establecido en París su
propia editorial de libros españoles y allí publicó en 1838 una reim­
presión, cuidada por él, de la recién aparecida edición octava del Dic­
cionario de la Academia.
No solo el ejemplo de la actividad editora de París en el campo de
la lexicografía española, sino el contacto, aunque no profundo, sí
amplio, con el mundo cultural francés, en el que prosperaba un rico
pluralismo en la producción de diccionarios (cf. Quemada, 1968), es­
timuló a algunos editores y escritores españoles a intentar modesta­
mente la implantación entre nosotros de ese mismo sistema.

3. Para sacar adelante el intento era preciso ante todo demostrar


su necesidad a un público habituado a asociar mecánicamente la voz
diccionario a la Academia Española, haciéndole ver, o haciéndole
creer, la insuficiencia de la obra de la Corporación. La actitud es bien
visible en el Panléxico de Juan Peñalver, la primera de las obras de la
constelación que aquí estudiamos. El novedoso título (que debió de
262 Diccionarios anteriores a 1900

llamar la atención en su momento, como lo muestra la humorística


lexicaiización que de él hizo Mesonero2) obedece ya al deseo de
desmarcarse del Diccionario por antonomasia, a la vez que refleja
la influencia francesa, pues es el mismo nombre (Panlexique) que
Charles Nodier dio a su revisión del Dictionnaire universel de Boiste.
No se quedó en el título la imitación. El deseo de dar personalidad a
su libro frente al académico lleva a Peñalver a «no solo hacer un dic­
cionario de la lengua castellana, sino formar un tratado que resuelva
todas las dificultades que pueden ocurrir sobre el lenguaje, es decir,
sobre la casi totalidad de los conocimientos humanos» (Peñalver,
1842: 5); y así lo proclama la elocuente portada: Panléxico, dicciona­
rio universal de la lengua castellana; el diccionario de la rima; de
los sinónimos; vocabulario de varones ilustres; de la fábula; gramá­
tica en una tabla sinóptica, con el tratado de los tropos; vocabulario
de medicina, vocabulario de historia natural; de geografía; lexicolo­
gía; vocabulario etimológico; la ciencia nueva, o ontologia y logísti­
ca. Con ello Peñalver aspiraba a seguir-— y aun m ás— las huellas del
Boiste-Nodier, cuya edición de 1839 contenía, además del léxico ge­
neral, un diccionario de sinónimos, un diccionario de dificultades de
la lengua, un diccionario de las rimas, de los homónimos, de los pa­
rónimos, así como todo un conjunto de tratados: versificación, tropos,
puntuación, conjugación y pronunciación (Quemada, 1968: 100 n.).
No obstante, el vasto programa de Peñalver no llegó a cuajar com­
pletamente, pues, aparte del diccionario propiamente dicho, que ocu­
pa un tomo entero, solo se publicaron el Diccionario de la rima,
del mismo Peñalver; el Diccionario de sinónimos, redactado por Oli­
ve y López Pelegrín, y el Vocabulario de la fábula, redactado por

2 «La huéspeda, patrona o ama de casa (que de todos modos podremos llamarla
con arreglo a los diccionarios y panléxicos más corrientes)» (Mesonero Romanos,
1843: 1026). También atestigua esa popularidad un tanto irónica Ramón de Navarrete
en el mismo año: «Si fuese académico o siquiera autor del Panléxico...» (Nava­
rrete, 1843: 1058), Y Antonio Flores: «Para evitar un rato de Panléxico a los lectores
de provincia, decimos que el hortera de Madrid es el cajero de Sevilla, el factor de
Valencia» (Flores, 1843: 1107).
El nacimiento de la lexicografía moderna no académica 263

López Pelegrín; de manera que los lectores españoles nunca llegaron


a estar al tanto, entre otras cosas, de «la ciencia nueva, o ontologia y
logística» que se les había prometido.
Pero a nosotros no nos interesan los aditamentos que adornaban o
iban a adornar el diccionario de Peñalver, sino el diccionario en sí,
que tenía que acreditar su propia utilidad y su superioridad sobre el de
la Academia. Dos armas em plea Peñalver para ello, las mismas
de que se serviría un político de hoy en campaña electoral: la descali­
ficación y el triunfalismo. El prólogo, en efecto, es una dura crítica de
la pobreza de caudal de la Academia y de la mala calidad de sus defi­
niciones. Cita como ejemplo la de almorzar: «Comer por la mañana
alguna cosa por vía de almuerzo, o para desayunarse». Como esta de­
finición está apoyada en las de almuerzo y desayunarse, reproduce
también estas dos: almuerzo: «La comida que se toma por la ma­
ñana»; desayunarse: «Tomar algún alimento por la mañana». «De
suerte — concluye Peñalver— que almorzar es “comer por la mañana
alguna cosa por vía de la comida que se toma por la mañana, o por
tomar algún alimento por la mañana”».
En cuanto a la táctica triunfalista de Peñalver, se cifra en un apén­
dice del diccionario, constituido por una especie de recapitulación de
los importantes logros por él alcanzados. Es una lista de los artículos
que, o son nuevos respecto al Diccionario de la Academia, o tienen
acepciones nuevas, o han sido enmendados en su redacción, o lle­
van incorporada su etimología. Y ese despliegue va precedido por una
página de resumen estadístico, que dice así (nótese la desafiante frase
final):
a d v e r t e n c i a . Las tablas adjuntas contienen: Voces nuevas:

2.566. Acepciones nuevas: 1.393. Definiciones nuevas: 2.090. Eti­


mologías: 159. Correcciones: 8.201. Por la voz nuevas entendemos
aquí todo lo que no se halla en el Diccionario de la Academia, última
edición. También nos pertenecen las etimologías, que, como tenemos
que publicar su Diccionario, solo hemos puesto cuando son indispen­
sables para la inteligencia de las palabras. Las ocho mil doscientas y
una correcciones se refieren a otros tantos artículos de la Academia
264 Diccionarios anteriores a 19 q q

que hemos enmendado, ya por nosotros mismos, ya sustituyéndolos


con otros de autores respetables. Más tarde publicaremos los suple­
mentos al tomo primero del Panléxico, que contendrán voces y acep­
ciones nuevas. Por estas breves observaciones el público puede juzgar
del mérito respectivo del Diccionario de la Academia y del nuestro.

La Academia manifestó en seguida su desacuerdo respecto a tan­


tas excelencias, en forma oficiosa, a través de un seudónimo que
ocultaba a su secretario, Juan Nicasio Gallego, y promovió con ello
una animada polémica cuyo amplio extracto puede leerse en el Dic­
cionario general de bibliografía española, de Hidalgo (1870: 314-
33), y, siguiendo a este de cerca (sin citarlo), en la Filología castella­
na, del Conde de la Vinaza (1893: col. 1532-82). En este contraste de
pareceres sonó con insistencia la acusación de fraude al lector y
de robo a la Academia por copiar literalmente la mayor parte del
contenido del Diccionario de esta. Lo curioso es que, según compro­
bó luego el minucioso Salvá (1846: xxx), la principal víctima directa
de los plagios de Peñalver no era la Academia, sino Núñez de Taboa-
da, que había sido honrado seguidor de esta.
Lo cierto, en cualquier caso, es que todos coincidían en señalar
como defecto mayor del Diccionario académico la cortedad de su re­
pertorio. El mismo Núñez de Taboada ya había anunciado, en 1825,
que su Diccionario contenía cerca de cinco mil voces más que el de la
Corporación3. Hasta un diccionario de formato que hoy llamaríamos
de bolsillo, publicado el mismo año que el Panléxico, se declaraba en
la portada «más completo que cuantos se han publicado hasta el día,
incluso el de la Academia Española»4.

3 Diccionario de la lengua castellana, para cuya composición se han consultado


los mejores vocabularios de esta lengua y el de la Real Academia Española última­
mente publicado en 1822; aumentado con más de 5.000 voces que no se hallan en
ninguno de ellos, 2 tomos, París 1825. Insiste en la cifra en el prólogo, pág. u.
4 B.C.H.I.P.S., Diccionario portátil y económico de la lengua castellana..., Bar­
celona, Imprenta de Juan Roca y Suñol, 1842. Recordemos también las 26.000 adicio­
nes que Salvá anuncia en la portada de su obra.
El nacimiento ae la lexicografía moderna no académica 265

En 1844, Pedro Labemia, profesor de Latinidad y Humanidades e


individuo de la Academia de Quenas Letras de Barcelona, publica el
tomo primero de su Diccionario de la lengua castellanas. En el pró­
logo repite el argumento de la parquedad del catálogo académico, pe­
ro ya precisa en qué aspectos se hace más sensible esa circunstancia:
Personas versadas en toda clase de materias, negocios y ciencias
se lamentaban de continuo por la falta de un Diccionario completo en
donde consultar y adquirir las voces genuinas y propias para expre­
sar castiza y adecuadamente desde los conceptos más encumbrados
del orador hasta los útiles más conocidos y vulgares del labrador y del
artesano. Pero en donde se notaba más ostensiblemente y en donde se
hacía cada vez más trascendental esta falta era en los instrumentos de
las oficinas públicas y en las obras que respectan a las ciencias y a las
artes, [.,.] Faltaban [...] un sin número de vocablos, consagrados ya
por el uso, a las primeras materias, a los productos, a los instrumen­
tos, &c., &c., que nacían de los adelantamientos de las ciencias.

Su diccionario, pues, ha tratado de suplir las carencias académicas


por dos vías: la de la lengua literaria y la del tecnicismo. Para lo pri­
mero, ha procedido a una «revista escrupulosa» de los autores clási­
cos; para lo segundo, «las obras de ciencias matemáticas, físicas y
naturales han venido a suministrarme otra no corta cantidad de voca­
blos de uso imprescindible», si bien no los ha adoptado sin antes cer­
ciorarse de ser corrientes en las respectivas esferas. De esta manera,
dice Labemia, su diccionario está enriquecido con más de ocho mil
voces que no se hallan en el de la Academia.

4. La brecha abierta en el respeto unánime al Diccionario por an­


tonomasia estimuló a Ramón Joaquín Domínguez, ya experto en el
oficio como autor de un extenso Diccionario francés-español y espa­
ñol-francés (1845-46), para ensanchar con su Diccionario nacional el

5 Diccionario de la lengua castellana con las correspondencias catalana y latina.


Barcelona, Imprenta de D. J, M. de Grau, 1844. El tomo II y último no se publicó
hasta 1848.
266 Diccionarios anteriores a 19QQ

nuevo camino tímidamente abierto por Labemia en la lexicografía es­


pañola. Para Domínguez, es un hecho indiscutible la falta de un dic­
cionario que responda al progreso de los tiempos. Dice así en el pró­
logo:
Nadie pone en duda la necesidad que hay en España de un Dic­
cionario que esté al nivel de la altura a que en menos de un siglo han
llegado todos los ramos del saber humano. [...] La literatura ha
abierto un vasto campo al pensamiento. [...] Las ciencias se han enri­
quecido con millares de descubrimientos, cada uno de los cuales
ofrece al hombre otros tantos objetos nuevos que debe conocer y cla­
sificar, necesitando para esto darles una nomenclatura que los distin­
ga entre sí. Las artes, la agricultura, el comercio, y por último, todo lo
que el hombre conceptúa que puede serle útil o necesario, recibe cada
día un nuevo impulso. [...] Los progresos del hombre hacen innecesa­
rios unos objetos que son reemplazados por otros más útiles y más
cómodos, y por consiguiente caducan en los idiomas las voces de los
unos, se hacen necesarias las de los otros, y cada vez se hace sentir
más y más la falta de un diccionario en que estén consignadas las vo­
ces nuevamente creadas.

Por ello, su libro — que «es sin disputa, si no perfecto, el más


completo de cuantos se han publicado hasta el día»— amplía el léxi­
co académico en «cuatro mil voces del lenguage usual» y en «ochenta
y seis mil voces técnicas de diferentes ciencias y artes». Estas cifras
(que, por cierto, no creo que hayan sido comprobadas por nadie)
aparecen incrementadas en la portada del tomo segundo a 4600 y
100.500, respectivamente. Domínguez, pues, se ha decidido en forma
abierta (desbordando sin contemplaciones la prudencia de su predece­
sor inmediato Labemia) a seguir la pauta de incorporación del tecni­
cismo inaugurada por Terreros medio siglo antes. Terreros es, efecti­
vamente, una de sus fuentes6. Pero su verdadera inspiración hay
que buscarla en modelos franceses, como los célebres diccionarios de

6 Lo cita en algunos artículos: a, abaca, abadesa, abalar, abaldonar, abivar, ad


mán, afilar, aforar, agonizar, etc.
le la lexicografía moderna no académica 267

Boiste-Nodier y Bescherelle7, caracterizados por su desmedido afán


acumulativo. De este último, particularmente, aprovecha numerosos
motivos, unos de orden puramente gráfico, otros de orden expresivo e
ideológico. Los primeros son, por ejemplo, el grabado alegórico de la
portada y las grandes letras ornamentales del texto, iguales en uno y
otro libro. Los segundos se condensan en la adopción del título Dic­
cionario nacional, a propósito del cual había escrito Bescherelle en su
prefacio:
El título mismo que habíamos escogido nos trazaba de algún mo­
do el camino que teníamos que seguir. Trabajando para la Nación, el
libro que queríamos consagrarle debía contener todas las palabras que
están para su uso, es decir, que todas las clases de la sociedad debían
estar en él representadas, y cada una de ellas encontrar su vocabulario
especial. ¿Y por qué, en efecto, habríamos de excluir tal o cual clase
de palabras, por ejemplo, las que pertenecen a las artes y oficios? Es­
tas palabras, se dice, no tienen gran prestigio en la lengua literaria.
Pero ¿es que el Diccionario universal de una lengua, como observa
muy bien Ch. Nodier, es «una obra de buen tono, destinada solamente
al uso en los salones, una especie de Gradus ad Pamassum para los
jóvenes que se proponen seguir la carrera de las letras»? No: el Dic­
cionario de una lengua, ese primer libro de toda nación civilizada, es
el libro de todo el mundo. Expresión completa del mundo social, debe
contener todas las palabras que son del uso de todos. La lengua no
está hecha únicamente para expresar las operaciones del espíritu y los
impulsos del corazón, sino también para expresar la extensión de la
acción del hombre sobre el universo que Dios le dio para su dominio.

7 P. C. V. Boiste, Dictionnaire universel de la langue frangaise.... 8‘ cd., revue,


corrigéc ct considérablcracnt augmentce par Ch. Nodier, Paris 1834 (cf. Martin / Mar­
tin, 1973: 70); L. N, Bescherelle, Dictionnaire national ou grand dictionnaire critique
de la langue frangaise, Paris 1843 (la edición siguiente se titula Dictionnaire national
ou dictionnaire universel de la langue frangaise, 2 tomos, Paris 1845-46). No estaba
solo Domínguez en la admiración por la obra de Bescherelle. La cita con elogio
Eduardo Chao en el prólogo del Diccionario enciclopédico. Y de la alta opinión que
merecía al ilustre Rufino José Cuervo dan idea las siguientes palabras: «En septiembre
de 1863 hablaban D, Venancio González Manrique y el autor de esta obra de la falta
que hacía un diccionario castellano por el estilo de los de Webster y Bescherelle, que
eran los mejores que conocían» (Cuervo, 1886: iu nota).
268 Diccionarios anteriores a 1900

Por otra parte, despreciar el vocabulario de las artes y los oficios es


despreciar la lengua de la civilización; no fue por las letras ni por las
ciencias como empezó la civilización, sino ciertamente por los ofi­
cios. ¡Y cuando el pueblo lee, cuando el pueblo se instruye, íbamos a
retirar del Diccionario la explicación de las palabras más esenciales
de su lenguaje! Tal desdén, en nuestros días, sería un anacronismo tan
escandaloso como insensato. Por eso nuestra nomenclatura es la más
abundante, la más rica que se haya encontrado hasta ahora en ninguna
lengua y en ningún Diccionario8.

La palabra nación, la apelación al pueblo, armonizaban admira­


blemente con los sentimientos políticos de Domínguez (v. Seco, 1985
[= capítulo 15 de este libro])9. Mas la comunión de este con Besche-
relle va más lejos: si el francés, además de la inmensa masa léxica de
los tecnicismos, incluye todavía desarrollos didácticos en los artículos
que a ello se prestan, lo mismo hará el español; y si el Dictionnaire
national incorpora además numerosos artículos históricos, biográfi­
cos, mitológicos y geográficos, el Diccionario nacional no será me­
nos.
Así pues, las aportaciones de Domínguez a la lexicografía de su
tiempo son dos: 1 la ampliación del vocabulario, que para él no de­
be quedar ya en los límites del uso literario, ni siquiera en los del uso
común, sino que debe abarcar todos los tecnicismos de las diversas
actividades y saberes; 2.*, la integración en el cuerpo del diccionario
de desarrollos didácticos para los términos relacionados con las diver­
sas ciencias, así como de nombres propios pertenecientes a la historia
y a la geografía, acompañados de su correspondiente explicación. En
el primer aspecto, su precedente fue, como queda dicho, el benemé­
rito Terreros (y, en tono menor, Labemia); en el segundo lo fue, bien
que en forma rudimentaria y caótica, el también benemérito Covarru­
bias. La fusión de estos dos elementos en una sola obra significa la

* La traducción es mía. Cito por la edición de 1851.


9 Sobre el sentido exacto, en el lenguaje liberal español, de nación y sus deriva­
dos, debe verse M. C. Seoane (1968: 63 y sigs.).
El nacimiento la lexicografía moderna no académica 269

fundación entre nosotros del género diccionario enciclopédico, bien


que todavía avant la lettre.
Es el diccionario de los editores Gaspar y Roig, publicado pocos
años después (1853-55) y concebido según las mismas directrices, el
que lleva por primera vez entre nosotros el nombre de Diccionario
enciclopédico de la lengua española. Así como Domínguez no cita a
Bescherelle en su prólogo (solo de pasada dentro de algún artículo10),
si lo hace, en términos de admiración y adhesión, Eduardo Chao,
prologuista y director del Diccionario enciclopédico. Bien es verdad
que, a su vez, no menciona al ya difunto Domínguez, a quien debe sin
duda alguna la idea de su publicación y de cuyo Diccionario nacional
se pueden rastrear numerosas huellas en los artículos del Enciclopédi­
co. En otros dos rasgos imita también a Domínguez. Uno de ellos es
común en realidad a un importante sector de los lexicógrafos a partir
de estos años precisamente, por contagio de la elefantíasis de los dic­
cionaristas franceses del momento: la presunción de que su nomen­
clatura es «la más abundante de cuantas se conocen hasta el día». El
otro es, en cambio, casi privativo de estos dos diccionarios enciclopé­
dicos: ellos, con el de Adolfo de Castro, son los primeros, y por mu­
cho tiempo serán los únicos, que usan en su título la denominación de
lengua española.

5. La aparición de los primeros diccionarios enciclopédicos, em­


brionaria en la caótica empresa de Peñalver, efectiva en las de Do­
mínguez y Chao, abre un capítulo nuevo en la lexicografía de nuestro
idioma, que llegará a su plenitud a finales del siglo y a principios del
nuestro. No por ello quedaba arrinconado el diccionario de lengua. En
su forma más pura o restrictiva, el léxico general «correcto» y sin
tecnicismos, este modelo era el defendido por la Academia en el
prólogo del Diccionario de 1843:
Este es el objeto primordial del Diccionario, dar a conocer las
palabras propias y adoptivas de la lengua castellana, sancionadas por

10 Diccionario nacional, s.v. abaca.


270 Diccionarios anteriores a 1900

el uso de los buenos escritores; pero muchos no lo entienden así, y


cuando no encuentran en el Diccionario una voz que les es descono­
cida, en vez de inferir que no es legítima y de buena ley, lo que infie­
ren es que el Diccionario está diminuto [‘defectuoso’]. [...] Otros
echan menos en el Diccionario de la lengua castellana la multitud de
términos facultativos pertenecientes a las artes y las ciencias, de las
cuales solo debe admitir aquellos que, saliendo de la esfera especial a
que pertenecen, han llegado a vulgarizarse y se emplean sin afecta­
ción en conversaciones y escritos sobre diferente materia. Cree la
Academia no haber omitido ninguno de los que se hallan en este caso.
[...] Un Diccionario de un idioma destinado al uso del público debe
abrazar todas las voces del lenguaje común de la sociedad, distin­
guiendo el familiar del más culto y propio de las gentes instruidas, y
del poético considerado en sí mismo, es decir, con exclusión de las
materias o asuntos en que haya de emplearse. [...] Pero hay también
una inmensa nomenclatura de las ciencias, artes y profesiones cuyo
significado deben buscar los curiosos en los vocabularios particulares
de las mismas: tales voces pertenecen a todos los idiomas y a ninguno
de ellos; y si hubieran de formar parte del Diccionario de la len­
gua común, lejos de ser un libro manual y de moderado precio, cir­
cunstancias que constituyen su principal utilidad, sería una obra volu­
minosa en demasía, semienciclopédica y de difícil adquisición y ma­
nejo .

11 En la edición de 1852 la Academia sigue defendiendo el criterio restrictivo:


aunque ha introducido vocablos procedentes del «rápido vuelo» que «han tomado las
artes, el comercio y la industria», sigue excluyendo las voces que considera demasia­
do técnicas. En 1869 es más explícita en la rigidez conservadora: la Academia —di­
ce— ha seguido en esta edición «el movimiento progresivo que en todo idioma nece­
sariamente se verifica; pero sus pasos han sido lentos y mesurados» (cursiva mía), de
manera que, «desatendiendo el vulgar clamoreo de los que miden la riqueza de una
lengua por el número de vocablos, sean o no necesarios, estén o no analógicamente
formados, ofrezcan o no prendas de duración, se ha mantenido firme en su decisión de
no sancionar más palabras nuevas que las indispensables, de recta formación, c incor­
poradas en el Castellano por el uso de las personas doctas». Pero la siguiente edición,
de 1884, supone un viraje radical: en ella la Academia anuncia «considerable aumento
de palabras técnicas», bien es cierto que seleccionando aquellos términos «que tienen
en su abono pertenecer a las ciencias y las artes de más general aplicación, haber
echado hondas raíces en tecnologías permanentes y estar bien formados o ser de ilus­
tre abolengo, como nacidos del griego o del latín». En virtud de este cambio de rum­
El nacimiento dh la lexicograjía moderna no académica 271

El concepto de diccionario de lengua es aceptado en la prác­


tica por Salvá, quien se cuida, no obstante, de dejar bien sentado que
la «buena ley» del léxico no es necesariamente incompatible con la
atención al uso vivo y actual (cf. más adelante, § 9), al mismo tiempo
que reprocha a la Academia cierta infidelidad a su propio criterio so­
bre los tecnicismos, al dar acogida a muchas voces de blasón, de náu­
tica, de fortificación, de esgrima y de teología. También insiste Salvá
en la necesidad de enriquecer el Diccionario respecto al léxico desu­
sado o anticuado, aspecto importante, por cuanto, a su juicio, la ma­
yoría de los consultantes buscan en esta obra la solución de los pro­
blemas que les plantea la lectura de los clásicos españoles.
Esta última preocupación es la que más personalidad da al Gran
diccionario de Adolfo de Castro (1852), cuya nomenclatura, ajustada
al citado concepto de diccionario de lengua, incluye muchas voces y
acepciones de la literatura antigua y clásica, con la particularidad de
que en cierto número de casos llevan el apoyo de una breve autoridad.
La práctica del ejemplo literario parecía enterrada después del primer
diccionario de la Academia, y no volverá a resurgir hasta el Diccio­
nario enciclopédico hispanoamericano y el Diccionario enciclopédi­
co de Zerolo, ambos de fin de siglo, y sobre todo, ya en el xx, en el
Diccionario de Aniceto de Pagés. Es lástima que la obra de Castro
quedara interrumpida.

6. En la estela del Diccionario nacional de Domínguez -—-incluso


en la anécdota de que la primera edición se compuso en la imprenta
heredada por la viuda de este-— se encuentra el Diccionario general
(1849) de José Caballero12. Aunque es obra de pretensiones más mo­

bo, entraron entonces por primera vez en el diccionario académico, o empezaron a


entrar, multitud de voces que ya estaban en Domínguez y en Gaspar y Roig. (Sobre la
evolución de los criterios selectivos de la Academia puede verse Alvar Ezquerra,
1985:41-42).
12 La primera edición aparece bajo los nombres de José Caballero y Cipriano de
Amedo. A partir de la segunda (1852) figura como obra de una sociedad de literatos
bajo la dirección de José Caballero.
272 Diccionarios anteriores a 1900

destas, no por eso deja de ser también «el más completo». Retiene
una sola faceta del enciclopedismo de Domínguez, la de incluir «el
nombre de todos los pueblos de España y Ultramar, con especifica­
ción de la distancia a que se hallan de las capitales de sus provincias».
A pesar de su escaso relieve, obtuvo buena aceptación, y en 1860 ha­
bía alcanzado ocho ediciones ,J.
También a la sombra del corpulento Domínguez, aunque en cali­
dad de planta parásita, se sitúa el Nuevo diccionario de una Sociedad
Literaria, editado en París por Rosa y Bourct en 1853 u , que es en
gran medida plagio de aquel, al que por cierto olvida mencionar (v.
Seco, 1983: 588 [= pág. 302 de este libro]). Se aparta, no obstante, de
su dechado en que, lejos de menospreciar a la Academia, sale en de­
fensa de su Diccionario, «a menudo criticado con tanta ligereza como
injusticia».

7. En páginas anteriores (§ 4) queda expuesta la vía abierta por


Domínguez para competir con el Diccionario de la Academia basán­
dose en la necesidad de compensar el magro caudal de este, y también
se ha examinado el éxito inmediato de su hallazgo en la obra de otros
lexicógrafos. Pero Domínguez, espíritu apasionado, no se contenta
con superar en artículos, en páginas y en peso la obra de la Academia.
Ya hemos visto cómo Peñalver criticaba y caricaturizaba a esta en su
prólogo. No hace lo mismo Domínguez en el suyo, al menos directa­
mente; se limita a constatar, impersonalmente, la falta de un dicciona­
rio que refleje la evolución reciente del léxico y su crecimiento como
consecuencia de los adelantos del siglo. Pero, en contraste con esta
moderación preliminar, el cuerpo del diccionario está sembrado de

13 M. Fabbri (1979: 64) cita una 9* edición de 1865.


14 Nuevo diccionario de la lengua castellana, que comprende la última edición del
de la Academia Española, aumentado con cerca de 100.000 voces pertenecientes a
las ciencias, artes y oficios, entre las cuales se hallan las más usuales en América, y
además con muchas locuciones y frases sacadas de los mejores diccionarios moder­
nos, por una Sociedad Literaria, Paris, Librería de Rosa y Bourct, 1853.
ÍEl nacimiento 5ie la lexicografía moderna no académica 213

ópticas, generalmente en forma de burla, al léxico académico. Es fre­


cuente que, tras reproducir, en un artículo, la definición oficial, con
gidicación de su procedencia, vaya un comentario ácido sobre ella
piezclado con otros más genéricos sobre la Corporación que los ela­
boró, y seguido de la definición «verdadera» propuesta por el autor; y
pra es la página donde no se encuentra por lo menos una muestra de
este curioso concepto de la lexicografía (v. Seco, 1983 [= capítulo 15
¿e este libro]). Pero Domínguez es cualquier cosa menos monótono, y
jas variedades de su técnica son suficientemente numerosas como pa-
ia divertir siempre al lector con nuevas pullas antiacadémicas que
muchas vcces no pasan de simples bromas. He aquí un par de ejem­
plos:
a f i n i d a d . Parentesco que se contrae con el matrimonio consu­

mado o por cópula ilícita entre el varón y los parientes de la mujer, y


entre la mujer y los parientes del marido. (Acad.) ¿Puede darse una
definición más absurda y obscenamente grosera? ¿Qué significa la
escandalosa frase de cópula ilícita entre el varón y los parientes de
la mujer? La de la mujer con los parientes del marido ya se compren­
de en cualquier sociedad algún tanto desmoralizada como la nuestra;
mas lo que no se comprende es que existan académicos capaces de
autorizar tan repugnantes e impúdicas definiciones, con mengua de la
moral pública y del sentido común. Pero, aun prescindiendo de
la parte indigna y de toda interpretación liviana, tendremos siempre
una definición confusa y torpe, sin trabazón ni reglas gramaticales.
¿Qué quiere decir, si no, matrimonio consumado entre el varón y los
parientes de la mujer y entre esta y los del marido? Risum teneatis,
amici.
p o n e r . [...] Suponer, dar por hecho, asentar como sucedido o

próximo a suceder; v. g., pongamos que la Acad. no vuelve a despa­


char más ejemplares de su diccionario, pongamos que el público se
decide por el nuestro; y bien, ¿qué? Habrán ganado mucho el idioma,
el público y el propietario del nuevo léxico favorecido ' 5.

15 Pueden verse otros ejemplos en Seco, 1983: 594-595 [= páginas 311-313 de


este libro].
274 Diccionarios anteriores a 1900

8. La censura y la sátira contra la Academia — «corporación so­


porífera de sabios que avanzan con pies de plomo (hacia atrás, se en­
tiende) por el camino de las reformas filológicas» (s.v. agotar) — es
en el Diccionario nacional solo un aspecto de la característica más
peculiar de esta obra: su tendencia a reflejar la personalidad del autor,
sus sentimientos, sus preocupaciones, sus creencias, su humor. Es
esta una faceta más de la vinculación de Domínguez con la cultura
francesa, en la cual, en tomo — cronológica e intelcctualmente— a la
Revolución, habían brotado una serie de «dictionnaires engagés»
— como los llama Quemada— , vehículos deliberados de las convic­
ciones religiosas, morales o políticas de sus compiladores (Quemada,
1968: 529; también, sobre las definiciones humorísticas y polémicas,
414-416). El propio diccionario de Boiste es ejemplo moderado de
esta tendencia, hija, evidentemente, de la Encyclopédie, tendencia a la
cual es preciso asociar el curioso género de los diccionarios burles­
cos, armas arrojadizas ideológicas que hallaron cierta boga en la Es­
paña de la primera mitad del x ix l6.
Pero los ataques, más o menos implacables, más o menos risue­
ños, de Domínguez a la Academia no dejaban de ser una muestra de
ingratitud, puesto que el Diccionario nacional aprovechaba íntegra­
mente el léxico académico de 1843 como núcleo central de su no­
menclatura. Y, si bien se alineaban en la actitud crítica del Panléxico
y engranaban en el criterio general de la necesidad de mejorar la obra
oficial, no contaron con la aprobación de los restantes lexicógrafos
particulares. Ya hemos visto la velada reprobación contenida en el
prólogo del Diccionario de Rosa y Bouret (que, a su vez, tanto tenía
que hacerse perdonar). En el prólogo del Diccionario enciclopédico
es clara la alusión de Chao a Domínguez cuando dice: «Nos hemos
abstenido de seguir el ejemplo de dirijir censuras, que podrían tal vez

16 V. el interesante estudio de P. Álvarez de Miranda (1984b), Algunos dicciona­


rios burlescos de la primera mitad del siglo x i x (¡811-1855).
El nacimiento ae la lexicografía moderna no académica 275

ser justas, pero que son desde luego inútiles e innecesarias para el
objeto [de definir]. Hemos huido igualmente de otro defecto más con-
tajioso, cual es el de imprimir en las definiciones nuestras opiniones
personales, defecto particularmente notable en materias políticas y de
relijión. Un diccionario no es ciertamente un arma de partido ni un li­
belo de secta» (Chao, 1853: rv).
La formulación del principio de la objetividad en la definición es
una de las contribuciones de esta generación lexicográfica, a pesar de
pertenecer a ella el ejemplar más sobresaliente de los conculcadores
de ese principio. Pero no es Chao el primero en exponerlo, miran­
do de reojo a Domínguez, sino Vicente Salvá, refiriéndose abierta­
mente nada menos que al Diccionario de la Academia, a pesar de ser
este un prodigio de ecuanimidad comparado con el desenvuelto sub­
jetivismo del Diccionario nacional. ¿Qué hubiera escrito Salvá de
haber tenido a la vista la obra de Domínguez?
Estas son las palabras de Salvá:
Un lexicógrafo nunca debe manifestar sus propensiones ni su
modo de pensar en materias políticas y religiosas, ni menos ridiculi­
zar o condenar como errores las doctrinas que siguen varones muy
doctos, un gran número de personas de naciones ilustradas y la mayo­
ría de algunas muy cultas. Le incumbe solo definir Preadamita y Se­
lenita de modo que pueda entenderse con claridad lo que significan
estos nombres cuando se encuentran en los libros que impugnan o
sostienen su existencia, o se mencionan por incidente o por hipótesis;
sin extenderse nunca a calificar de erróneos los sistemas que hay o ha
habido sobre el particular. Este es el mejor medio para que sea leído
por un largo período y por personas de todos los países y de diversas
opiniones, y el más seguro para no equivocarse. Hubo un tiempo en
que era tan común la creencia de que el diablo andaba por ese mundo
haciendo los papeles de íncubo y súcubo, como lo es ahora la persua­
sión de que semejantes ministerios los desempeñan tan solo personas
de carne y hueso. La misma suerte puede caber a todo lo que entra en
la esfera de puntos opinables. Fuera de esto, mientras los hombres no
se acostumbren a respetar los unos las opiniones de los otros, no pue­
de haber paz en las casas ni quietud en los estados. Bajo este respec­
276 Diccionarios anteriores a 19QQ

to, el Diccionario de la Academia está concebido en pecado original


por la época en que nació (Salvá, 1846: xiv)17.

Es Salvá el único del grupo que señala como defecto en el diccio­


nario académico la ocasional falta de la necesaria asepsia en las defi­
niciones, ya que el juicio de Chao, por el contexto y el tono en que se
manifiesta, es indudable que apunta a otro blanco.

9. Pero, al mismo tiempo, no deja de unirse Salvá al coro de lo


que encuentran escasa la nomenclatura académica, escasez que radi­
ca, sobre todo, en la despreocupación por estar al día. Ya vimos el
comentario de Domínguez sobre este punto (§ 4). El Diccionario, di­
ce Salvá al mismo tiempo que este, no se halla, en punto a ciencias y
artes, al nivel de los progresos comunes y generalizados:
El que registre su última edición creerá que en España no se tenía
noticia en 1843 del alumbrado de gas, de los reverberos, de las pren­
sas hidráulicas, de los ferrocarriles, de los puentes suspendidos ni de
los barcos de vapor.

Ahora bien, la crítica de Salvá va más allá de la simple lista de


palabras: denuncia la falta de actualidad en las definiciones:
[Creerá] que [en 1843] aún se construían galeras, galeazas, ga­
leones y galeotas (véanse estos cuatro artículos) en nuestros arsena­
les; que los marinos iban cargados con el astrolabio (véase esta voz)
para hacer sus observaciones, y que se ignoraba completamente que
la Tierra es la que da la vuelta al rededor del Sol, pues para tanto da
margen lo que se dice en la segunda acepción de Día. [...] Cualquiera
pensará al leerlos [los artículos del Diccionario] que no están supri­
midos los conventos de regulares, y que aún poseemos por entero la
América, principalmente cuando no se menciona ninguna de sus nue­
vas repúblicas y se continúa la denominación de reino de Méjico, del
Perú, de la Nueva Granada, etc. En el artículo Bula se expresa que el
rey de España emprende guerras por motivos de religión; en Canci­
ller, que existen el de Indias y el Consejo de este nombre [...]; en

17 La introducción está fechada en 16 de diciembre de 1845.


.¡¡¡nacimiento de la lexicografía moderna no académica 277

Cruzada, que los principes cristianos mantienen tropas para hacer


guerra a los infieles [...]; en Espadín, que forma parte del traje serio
[...]; en Galeote, Remiche, etc., que bogan los forzados en nuestras
galeras [...]. Nuestros detractores, que abundan entre los extraños y
nunca faltan entre los propios, ¿no tienen campo abierto para echar­
nos en cara [...] que se azota en las escuelas a los muchachos (véase
Palmatoria) y por las calles a los delincuentes (v. Disciplinante, Ju­
bón, Sagitario y Verdugo), que se les ahorca (en Horca), se empluma
a las alcahuetas (en Emplumar) y está en uso el tormento (v. Verdu­
go), señaladamente el de garrucha (en Tormento), y el conocido con
el nombre peculiar de Trompazo? (Salvá, 1846: vm-ix).

Otra deficiencia que Salvá señala como de urgente remedio es el


desconocimiento, por parte de la Academia, del español de América y
Filipinas:
Es casi total la omisión de las voces que designan los productos
de las Indias orientales y occidentales, y más absoluta la de los pro­
vincialismos de sus habitantes; y ninguna razón hay para que nuestros
hermanos de ultramar, los que son hijos de españoles, y hablan y cul­
tivan la lengua inmortalizada por tantos poetas e historiadores, no
sean llamados a la comunión, digámoslo así, del habla castellana con
la misma igualdad que los peninsulares. (Salvá, 1846: xiv).

No solo es este lexicógrafo el primero que llama la atención sobre


este vacío, sino que es igualmente el primero que acude a remediarlo
(Salvá, 1846: xxv)18. Confiesa que su propósito ha sido estimulado
porque, siendo su libro destinado especialmente a América, se le ha­
cía más notable la sinrazón de no incluir sus palabras. Pero las difi­
cultades para reunirías han sido grandes: la recogida directa por me­
dio de informantes orales o de corresponsales resultó poco fructuosa,
y buena parte del material hubo de ser de fuente impresa (Salvá,

18 La iniciativa de Salvá fue acogida inmediatamente por otros lexicógrafos: el


Diccionario enciclopédico de Gaspar y Roig y los diccionarios de Castro y la Socie­
dad Literaria hacen constar en sus portadas la inclusión del español de América. Sin
embargo, es dudoso que tal inclusión pase de un aprovechamiento de los materiales
aportados por Salvá.
278 Diccionarios anteriores a 1% q

1846: xxvii -xxviii). De manera que, por escasos que sean los resulta­
dos, es sumamente meritorio el esfuerzo de este pionero español del
americanismo dentro de nuestra lexicografía.

10. Al ser de un solo autor la mayoría de los diccionarios que


constituyen esta promoción del medio siglo, frente a la autoría tradi­
cional y colegiada del Diccionario de la Academia, no ha de sorpren­
der que se aireen las ventajas de una mente única sobre un autor plu­
ral, no solo dividido físicamente, sino también cronológicamente. La
mayor parte de los defectos que presenta el trabajo de la Academia
se atribuye precisamente a esa pluralidad. El primero en plantear esta
cuestión había sido Núñez de Taboada (1825), que, refiriéndose a la
edición académica de 1822, escribía:
Como todos los diccionarios académicos, el nuestro [= el de
nuestra Academia] adolece del vicio capital de una notable desigual­
dad en cuanto tiene de bueno y de malo; resultado necesario de la
mayor o menor capacidad, de la variedad de estilo, del humor o modo
de ver de los diversos individuos a quienes se encargó su composi­
ción o revisión. Este inconveniente, que solo podrá evitarse confiando
la egecución de esta especie de obras a una sola persona con sujeción
a la censura de hombres doctos dotados de luces especiales, no sub­
siste en el mío, porque yo solo he trabajado en él. (Núñez de Taboa­
da, 1825: ra).

Salvá expone su parecer sobre esta cuestión repartido en dos ar­


gumentos. En primer lugar, el trabajo corporativo, aunque dio tan
admirable resultado en la primera obra de la Academia, tendrá poca
eficacia por la repugnancia de muchas personas sabias a diluir y oscu­
recer su mérito en el anonimato de un quehacer colectivo. En segundo
lugar, este método de actuación es peijudicial para la uniformidad ne­
cesaria en un diccionario:
Sus individuos, muy instruidos y laboriosos como particulares,
rehúsan contribuir con sus conocimientos a los trabajos hechos de
mancomún, hallando medios para utilizarlos mejor separadamente.
¿Cómo puede explicarse de otro modo que la Academia, que reúne
0 nacimiento d éla lexicografía moderna no académica 279

literatos que poseen las principales ciencias y facultades que hoy se


cultivan, [...] nos dé como corrientes millares de voces anticuadas, al
paso que deja de admitir las que todo el mundo conoce y usa? [...]
En sus producciones [de la Academia] se echa menos la perfecta
uniformidad que tendrían si no entendiese más que una mano en su
arreglo y redacción. [,.,] En el día que todos desean adquirir reputa­
ción y aumentar los medios para disfrutar mayor número de comodi­
dades, no es posible que los esfuerzos colectivos, de que no se espera
ni una cosa ni otra, produzcan grandes resultados. (Salvá, 1846: vrn-
ix).

Pero entre la redacción colegiada e impersonal practicada por la


Academia y seguida — al menos nominalmente— por la Sociedad
Literaria, y la redacción unipersonal de Taboada, Labemia, Salvá,
Domínguez y Castro — la única practicada hasta entonces en la lexi­
cografía no académica— , surge una tercera vía, la de la redacción en
equipo. El sistema, en su forma más tímida, aparece en el Diccionario
general de 1849, cuyos autores son José Caballero y Cipriano de Ar-
nedo, y se enriquece en las ediciones posteriores de la misma obra, en
las cuales José Caballero aparece como director y la elaboración co­
rresponde a «una sociedad de literatos». Se perfila aquí ya un método
de trabajo que recoge las ventajas del redactor único y de la labor co­
lectiva, a la par que elude los inconvenientes de uno y otra.
Donde se lleva a una forma más elaborada este sistema es en el
Diccionario enciclopédico de Gaspar y Roig, redactado por «una so­
ciedad de personas especiales en las letras, las ciencias y las artes»,
constituida por doce individuos cuyos nombres se detallan, y revi­
sado por otros nueve, también nombrados, bajo la dirección general
de Eduardo C hao19. Esta estructura jerarquizada, sin anonimatos, con

19 Los nombres de los redactores especialistas que figuran en la portada son Au­
gusto Ulloa, Félix Guerro Vidal, Femando Fragoso, Francisco Madinaveitia, Isidoro
Fernández Monje, José Plácido Sansón, José Torres Mena, Juan Creus, Juan Diego
Pérez, Luis de Arévalo y Gcncr, Nemesio Fernández Cuesta y Ventura Ruiz Aguilera.
Los revisores son Domingo Fontán, Facundo Goñy, Joaquín Avendaño, José Amador
280 Diccionarios anteriores a 1900

responsabilidades escalonadas, constituye un importante progreso en


la técnica de compilación de diccionarios, al superar en una síntesis la
autoría colegiada y la individual.

11. No puedo detenerme en todos los aspectos dignos de comen­


tario que la generación lexicográfica de 1850 nos ofrece. Me fijaré ya
solamente en una cuestión que plantea Vicente Salvá, merecedora de
atención por su novedad absoluta en ese momento y por la ligereza
con que generalmente ha sido considerada en la lexicografía de las
épocas posteriores.
Para Salvá, la primera condición para emprender la obra de un
diccionario es la profesionalidad. No se puede acometer una tarea tan
complicada sin una buena preparación, que de ningún modo puede
improvisarse:
Siempre [...] he tenido la manía de que para escribir sobre cual­
quier materia, es preciso saberla; que nadie puede poseerla sin estu­
diarla a fondo y que para esto se necesitan muchos años de constante
aplicación. [...] El crecido número de los que se arrojan a la arena li­
teraria sin estos requisitos, y no para damos obras ingeniosas o de
imaginación, en las cuales hace la inventiva natural el primer papel,
sino otras que requieren erudición y saber, me convencería de lo erró­
neo de mi opinión si no la corroborasen por el contrario los desacier­
tos en que incurren los que, solo para confirmar el sabido axioma de
que nada hay tan atrevido como ia ignorancia, se aventuran a publi­
car gramáticas y diccionarios sin conocer siquiera los títulos de los
libros con que deberían auxiliarse ni haber estudiado nada de lo mu­
chísimo que hay que aprender antes de ponerse a dar lecciones sobre
las facultades que apenas se han saludado. (Salvá, 1846: v i i ) .

El buen lexicógrafo — se entiende, el que no se limita a refundir


uno o más trabajos anteriores— no puede dispensarse de operar sobre
una base documental, tal como hicieron los primeros académicos:
«No me cansaré de repetirlo: sin un trabajo de la clase que estos hi-

de los Ríos, Juan Bautista Alonso, Patricio Filgueira, Pedro Mata, Rafael Martínez y
Tomás García Luna.
£1 nacimiento de la lexicografía moderna no académica 281

cieron, sin tener presente un pasaje, y sin ponerse por lo menos un


ejemplo en que se hallen la voz o la frase, es imposible formar con
acierto un solo artículo» (Salvá, 1846: ix).
Mi principal mira se ha dirigido a no decir cosa alguna adivinan­
do y de memoria, sino hablar siempre con fundamento y datos. Los
diccionarios no son obra de imaginación, sino que descansan por en­
tero en la autoridad de los buenos hablistas. (Salvá, 1846: xxix).

Aunque después, a la hora de publicar, no se incluya la autoridad,


esta debe latir detrás de cada término, de cada acepción. Y si figura,
no ha de verse como un mero adorno o ilustración, sino como una ga­
rantía de la definición propuesta. En su Nuevo diccionario, que Salvá
presenta como una revisión, con adiciones, del Diccionario académi­
co, este ha sido el fundamento de su actuación:
Mis apuntes [= mis correcciones y adiciones] se refieren a los pa­
sajes en que he encontrado cada vocablo, por manera que me seria fá­
cil formar un par de tomos que continuasen los seis del primer trabajo
académico, confirmando la voz o acepción con una o más autoridades
de nuestros más ilustres escritores, antiguos y modernos [...]. Pero
jamás he abrigado el pensamiento de formar una obra que no llenaría
las miras de los que únicamente compran el diccionario (y estos son
los más) para hallar explicada la voz que ignoran. (Salvá, 1846: ix).

Con riguroso espíritu científico, advierte nuestro autor la nece­


sidad de cotejar ediciones y exam inar cuidadosamente el pasaje
para evitar las funestas consecuencias de las lecturas erróneas (Salvá,
1846: ix-x), para lo cual es imprescindible disponer, como él dispuso,
de una buena biblioteca (Salvá, 1846: xxxvi).
Ni los largos años de lectura y estudio, ni el acopio de documen­
tación, ni el escrupuloso cuidado en el manejo de esta son suficientes,
sin embargo, para una satisfactoria labor lexicográfica. Son impres­
cindibles un ambiente espiritual adecuado y — sobre todo— una te­
nacidad, una laboriosidad, «una buena dosis de manía», poco comu­
nes:
282 Diccionarios anteriores a I9QQ

Fuera del poderoso auxilio de mi biblioteca, he tenido en esta ca­


pital [París] la inmensa ventaja de poder trabajar sin distracción y con
ánimo sosegado; lo que me hubiera sido imposible hacer en España
donde irremediable e insensiblemente se mezclan todos, cual más
cual menos, en las cuestiones políticas. No debe extrañarse que en
medio de la inquietud que allí reina tantos años hace, pocos se dedi­
quen a los estudios serios y se ceda casi por necesidad al gusto domi­
nante del siglo, de querer lucir a poca costa. [...] Ahora se escribe más
que se lee, y esto no puede ser sino copiando, y copiando mal, como
que se hace de prisa y sin discernimiento.
Algo debe de habérseme pegado de la cachaza alemana de los
hombres del siglo último [...], cuando he recorrido a veces seis o siete
obras militares o sobre la música, la jineta, la esgrima, la caza, la
danza o algún juego, en busca de una voz o frase, y ocasión ha habido
en la que he devorado desde el principio al fin una obra larga en len­
guaje antiguo, que no es la lectura más grata, solo para verificar si el
verbo mencionado en un índice era activo o neutro. Sobre haber re­
gistrado diariamente algunas páginas de nuestros diccionarios durante
mi vida, he leído una vez de seguida y con suma detención los seis
tomos del grande de la Academia, la reimpresión del primero, los tres
de Terreros y el de Covarrubias, y nada menos de tres veces las edi­
ciones octava y nona del manual de aquella [...]. Los que se rían de
mi nimia escrupulosidad, que tal vez calificarán de extravagancia al
leer esto, sepan que los he ganado por la mano haciendo burla de mi
paciencia en muchas ocasiones; pero vivan seguros de que única­
mente con esta y con una buena dosis de manía puede darse cima a
empresas que requieren por su magnitud un alto grado de constancia.
(Salvá, 1846: xxxvi-xxxvn).

Vicente Salvá murió en 1849, tres años después de escritas estas


líneas. De haber vivido diez años más (o mejor, un cuarto de siglo
más tarde), nuestro Salvá muy bien hubiera podido ser el Littré espa­
ñol.

12. Alguien (Femández-Sevilla, 1974: 185) ha dicho que, durante


los siglos xvm y xrx, la lexicografía española posterior al Dicciona­
rio de autoridades no presentó nada nuevo en cuanto a teoría y técni­
ca lexicográficas, limitándose a repetir y continuar métodos y proce-
fi¡ nacimiento de A¡f lexicografía moderna no académica 283

(Jimientos ensayados ya con anterioridad. No sé si quien ha escrito


esto tiene un concepto muy definido de lo que son teoría y técnica. En
cualquier caso, la frase implica un juicio negativo, y a mi entender es
absolutamente injusto condenar al silencio casi dos siglos de lexico­
grafía no académica.
El grupo de diccionarios españoles publicados entre 1842 y 1853
aporta a la lexicografía española vigente una incorporación más
abierta del léxico actual, apelando más al uso del pueblo que al uso
literario. Es muy valiosa — y no tomada en serio hasta muchos dece­
nios después— la determinación de Salvá de dar entrada plena al es­
pañol de América. Siguiendo el ejemplo del gran Terreros en el siglo
anterior, se decide dar paso al tecnicismo de las ciencias, de las artes
y de los oficios, y, a imitación de la corriente lexicográfica francesa,
surge el ideal del diccionario acumulativo (ideal aún hoy muy vivo en
la opinión vulgar), de donde nace la aclimatación entre nosotros, de la
mano de Domínguez, del género diccionario enciclopédico, que tanta
boga alcanzará a partir de los últimos años del siglo y que hoy conti­
núa en plena pujanza.
Frente a la redacción corporativa característica de la Academia,
los autores señalan en ella el riesgo real de la falta de uniformidad;
pero, al mismo tiempo que la rehabilitación del autor único, se pre­
senta la fórmula moderna del equipo redactor bajo un director respon­
sable y con una estructura definida. Esta fórmula va unida a otra no­
vedad, la aparición del diccionario-institución de carácter editorial
privado: el Diccionario enciclopédico de los editores Gaspar y Roig
se publicó durante varios decenios, con revisiones periódicas, mante­
niendo la misma organización redactora, aunque con los inevitables
cambios de equipo. Por el lado opuesto, en el caso del Diccionario
nacional de Domínguez se produce el tipo de diccionario comprome­
tido, vehículo de la ideología y de la personalidad del autor.
Continúa, naturalmente, la constante lexicográfica que eufemísti-
camente llamaré tradicionalismo. Todos los diccionarios sin excep­
ción se basan en el léxico académico, y son muy pocos los que lo de­
claran. A su vez, las aportaciones propias de unos están expuestas al
284 Diccionarios anteriores a 19oq

pillaje por parte de otros: Núñez de Taboada es explotado sin rubor


por Peñalver, y Domínguez lo es, sin tacañería, por la denominada
Sociedad Literaria.
Dentro de la estructura de los artículos se produce una innovación
que hasta pasada una treintena larga de años no asumirá la Academia:
la supresión de las equivalencias latinas. La propugna por primera vez
Taboada y la siguen todos los diccionarios del grupo aquí considera­
do, con las solas excepciones de Labemia y Salvá. Tímidamente, y
con muy escasa competencia, Peñalver restaura las etimologías, que
habían sido abandonadas después del Diccionario de autoridades y
que no serán de nuevo implantadas por la Academia hasta 1884. Y en
un caso aislado, el Gran diccionario de Castro, reaparecen las autori­
dades, a las que la Academia había renunciado desde el comienzo de
la publicación del Diccionario en un volumen, y a las que solo volve­
rá en sus Diccionarios históricos de 1933 y 1960. Todas estas carac­
terísticas reunidas, como muchas de las anteriores, pueden explicarse
por la influencia de la lexicografía francesa no académica (especial­
mente Beschcrclle), por más que algunas, como hemos visto, tengan
claros precedentes españoles.
La mayoría de los lexicógrafos que compiten con la Academia
son aficionados, y aunque algunos, como Salvá y Domínguez, tienen
experiencia previa en el oficio, solo hay dos, al parecer, con verdade­
ro conocimiento de la literatura española: Castro y Salvá; y de ellos,
solo este último tiene conocimiento profundo de la lengua española.
Vicente Salvá es el lexicógrafo mejor preparado de ese momento y
sin duda también de todo el siglo xix.
En la historia del léxico español, esta pequeña serie de dicciona­
rios aporta, en fin, una información preciosa cuyo alcance puede es­
timarse comprobando, en la parte hasta ahora publicada del Dicciona­
rio histórico de la lengua española, el número relativamente alto de
ocasiones en que los testimonios de estas obras, especialmente las
de Salvá y Domínguez, aparecen ilustrando la entrada en nuestro léxi­
co de voces y acepciones modernas. Pero desarrollar este punto sería
duplicar la extensión, ya excesiva, de este comentario.
15

UN LEXICÓGRAFO ROMÁNTICO:
RAMÓN JOAQUÍN DOMÍNGUEZ *

Romántico, ca, adj. [...] Aplícase a ciertos es­


critores que afectan emanciparse de las reglas de la
composición y del estilo establecidas por el ejem­
plo de los autores clásicos. [...] Sustantívase por
los aficionados al sistema de emancipación litera­
ria, a ciertas escentricidades que los singularizan
entre la mayoría de los asociados. [...] La Acad.
desconoce las voces romanticismo y romántico,
ca, siendo así que las conoce todo el mundo.
(R. J. Domínguez: Diccionario nacional, II,
1847).

El eco más importante en España de la revolución francesa de fe­


brero de 1848 fue la insurrección que se produjo en Madrid en la ma­
drugada del 7 de mayo de aquel mismo año. Este levantamiento había
sido preparado por una serie de civiles progresistas y contaba con el
apoyo de una parte de la guarnición de la capital; apoyo que consti­
tuía precisamente la diferencia más destacada respecto a la anterior
intentona revolucionaria madrileña, la del 26 de marzo.

’ [Publicado en Philologica Hispaniensia in honorem Manuel Alvar, II, Madrid


1985, 619-29],
286 Diccionarios anteriores a 19qq

Algunos de los organizadores del segundo alzamiento ya habían


participado en el de marzo. Entre ellos, uno de los más activos se
apellidaba Domínguez, y de su presencia en los acontecimientos de
mayo nos da cuenta Femando Garrido en su Historia del reinado del
último Borbón:
Llegó el siete de mayo. En las primeras horas de la madrugada se
presentó Domínguez, que se hallaba ya iniciado en los sucesos de
marzo, con algunos otros amigos, en el cuartel de San Mateo, donde
estaba el regimiento de España. Varios sargentos que habían adquiri­
do compromisos y que eran afectos a la revolución le franquearon las
puertas, acompañándole al cuarto de banderas, donde se hallaban
reunidos los jefes y oficiales. Sorprendidos ya, e imposibilitados de
hacerse obedecer, se formaron las compañías y salieron por la calle
de FuencarTal, separándose Domínguez, que era uno de los jefes más
principales de aquel movimiento, para buscar en su casa algunos ob­
jetos que necesitaba y dar algunas disposiciones.
El regimiento siguió hacia la Puerta del Sol, y cuando Domín­
guez quiso volver a incorporársele, al salir por la calle de la Farmacia,
los cazadores de Baza, que salían ya en persecución de los subleva­
dos, tanta era la vigilancia que se ejercía, al ver un grupo, hicieron
una descarga, hiriendo mortalmente a Domínguez. Quizá este suceso,
al parecer insignificante, esa casualidad, hizo abortar la revolución,
porque los sublevados no encontraron medio de ponerse en relación
con los otros jefes, y quedaron casi a merced de los sargentos, que no
supieron concertar bien la defensa. (Garrido, 1869: 55).

A pesar de la trascendencia que, según Garrido, tuvo la muerte de


Domínguez, los restantes historiadores, casi sin excepción, así como
Galdós en su episodio Las tormentas del 48, omiten el nombre de este
héroe revolucionario. En su reciente libro Los sucesos de 1848 en Es­
paña, Sonsoles Cabeza Sánchez-Albomoz lo cita con error, llamán­
dole Domingo, a pesar de que su relato se inspira visiblemente en el
de Garrido (Cabeza, 1981: 94).
Antonio Pirala dedica a Domínguez una brevísima mención, si
bien aporta un dato nuevo: «Entre las víctimas — dice— que queda­
ron en la calle [en la jom ada del 7 de mayo] se contó el señor Domín-
Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez __________ 287

gucz, que dio nombre a dos notables diccionarios» (Pirala, 1895:


462)1.
En efecto, este señor Domínguez no es otro que Ramón Joaquín
Domínguez, autor del Diccionario nacional o gran diccionario clási­
co de la lengua española y de un Diccionario francés-español y es­
pañol francés. Pero, aparte de las circunstancias de su muerte, apenas
sabemos nada de su biografía. Solo en un lugar se nos revela su se­
gundo apellido, Herbella; su patria, Verín, en Orense, y la fecha de su
nacimiento, 13 de enero de 18112. Según este último dato, tendría, al
morir, treinta y siete años de edad. Se puede suponer plausiblemente
que antes de 1844 había vivido algún tiempo en Francia3. En 1844

1 Debo esta referencia a mi amigo el profesor Femando González Ollé.


1 Estos datos figuran, sin indicación de fuente alguna, en la Enciclopedia Esposa,
Apéndice, IV, 1931, pág. 467. En el cuerpo de la misma Enciclopedia, XVIII, 2.*
parte, s. a., pig. 1851, ya había un artículo sobre Domínguez, pero en él faltaban estas
noticias, y además traía errada la fecha de la muerte, que situaba en el 6 de junio de
1848 (el artículo, en realidad, se inspiraba directamente en el Diccionario enciclopé­
dico hispano-americano, IV, 1890, aunque en este se daba la fecha correcta). El Dic­
cionario enciclopédico UTEHA, México, IV, 1951, repite el error del tomo XVIII de
Espasa, pero recoge del Apéndice IV el segundo apellido (cambiándolo en Hervella)
y el año de nacimiento. En 1893, Manuel Curros Enríquez daba por sentado el naci­
miento gallego, no solo de nuestro autor, sino de los demás cabecillas de la revolu­
ción: «Grande fue también — decía— el peligro que corrió [Chao] cuando la subleva­
ción del regimiento de España en 1848, debida exclusivamente a revolucionarios ga­
llegos: a Buccta, Domínguez, que murió en ella; Romero Ortiz, Ulloa, Carretero»,
(1893: 1157). Añadiré, de paso, que Eduardo Chao, el biografiado por Curros Enrí­
quez, es el primer director del Diccionario enciclopédico de la lengua española, de
que trato más adelante.
Las noticias recogidas por las enciclopedias proceden probablemente de M.
Murguía (1862) y de M. Amor Meilán (1922-24). V. también J, Taboada Chivite
(1946); A. Couceiro Freijomil (1951) y Enciclopedia gallega (IX, 1974). Avelino
Rodríguez Elias, en Mondariz, VIII, número 47, 20 julio 1922, págs. 897-98, aporta
algunos datos procedentes de tradición familiar, entre ellos el de que nuestro autor
había sido novicio en el convento de San Lorenzo, de Santiago; confirma asimismo el
apellido materno de Hervella.
3 La suposición está basada en que el hecho de publicar una Gramática francesa
(en la que el autor se presenta como profesor de francés), una Ortografía francesa y
un extenso Diccionario francés-español y español francés es difícil de explicar si no
se posee una razonable competencia en la lengua francesa, imposible de adquirir sin
288 Diccionarios anteriores g J^ qq

era profesor de lengua francesa4. Dos años más tarde era propietario
de una imprenta, situada en el número 67 de la calle de Hortaleza de
M adrid5, en la que editó por cuenta propia su obra más importante, el
Diccionario nacional. Estaba casado, y, tras su muerte, su viuda si­
guió explotando, al parecer no mucho tiempo, el taller tipográfico6.
Tenía varios hermanos, de los cuales Modesto, nacido en Verín en
1827 y muerto en Madrid en 1913, fue ingeniero del Arsenal de El
Ferrol, inspector de Ingenieros de Marina, Director de la Escuela de
este Cuerpo y autor de unos notables Elementos de geometría analíti­
c a 1. Del padre sabemos tan solo que se llamaba Manuel María y que
aún vivía en 18478. El único retrato que conocemos de Domínguez,
de 18469, nos presenta a un hombre joven, delgado, de cabello oscuro
y corto, barba densa pero cuidada, ojos grandes y vivos, pómulos sa­
lientes, nariz larga y algo corva. De su temperamento y de su pensa­
miento nos ilustra no solo su forma de morir, sino su obra.

una estancia más o menos larga en el país. Podría servir de confirmación la de­
pendencia evidente, en algunos aspectos — como luego veremos— , del Diccionario
nacional de Domínguez (1846-1847) respecto al Dictionnaire national de Bescherclle
(1843), hecho que denota un conocimiento muy inmediato de las novedades edito­
riales de Francia.
* Portada de la Nueva gramática francesa (1844).
5 Portada de la primera edición del Diccionario nacional, I (1846).
6 La primera edición del Diccionario de José Caballero (1849) está compuesta «en
la imprenta de la viuda de Ramón Joaquín Domínguez». La segunda edición de la
misma obra (1852) ya corrió a cargo de otra imprenta, la de Manuel Romeral y
Fonseca, en la calle de Juanelo, 16, de Madrid.
7 Los datos de nacimiento y muerte de Modesto Domínguez Hervella (con v
firmaba él) figuran en la Enciclopedia Espasa, XVIII, 2.* parte; se afirma su condición
de hermano de Ramón Joaquín ibidem. Apéndice IV (1931). Las restantes noticias
figuran en la portada y los preliminares de los Elementos de geometría analítica
(Madrid 1879).
8 Como vivo le dedica Ramón Joaquín la segunda edición del Diccionario
nacional (1847), igual que le dedicó la primera. Según Rodríguez Elias (1922), don
Manuel Domínguez, padre de dieciséis hijos — muertos en la infancia la mayoría—,
fue médico y ejerció su profesión en diversos balnearios de Galicia y Cataluña.
9 Figura en una lámina al frente de la primera edición del Diccionario nacional.
Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez__________ 289

Si es cierto que Herbella es el segundo apellido de nuestro autor


y no hay por qué dudarlo10— , su primera obra seria una comedia
publicada en 1840 bajo el nombre de Ramón Domínguez Herbella y
con el título de El marqués de Fortvilleu. El desarrollo de la acción
de esta comedia en Francia, sus personajes franceses y la presencia en
ella de algunos galicismos — si es que es «original», como dicc la
portada— no estarían en desacuerdo con el hecho probable, apuntado
antes, de que Domínguez hubiese residido en Francia. Pero estas par­
ticularidades de la obra son realmente poco significativas: el imaginar
la acción en un país extranjero podría explicarse por el carácter de pa­
rábola política que tiene la comedia, y, por otra parte, no hay mayor
proporción de galicismos en este texto que en cualquier otro de la
época. Más importancia tiene la función que el autor da a la obra, de
vehículo de sus ideas políticas. He aquí, como muestra, unas pocas
frases bien expresivas: «Los déspotas, aunque reciben la autoridad del
pueblo, luego que coronadas sus testas empuñan un cetro de hierro,
le miran como enemigo terrible que deben encadenar para que no
se les revele» (pág. 17). «— ¿Sabes con quién hablas? — Sí, señor,
con un hombre. — ¡Cómo! Estás hablando con el conde de Voulebar-
de. — Pues bien, con un hombre que se llama el conde de Voule-

10 En el Diccionario nacional de Domínguez hay un artículo Herbella dedicado a


tres personajes de los que no he encontrado mención en ningún otro lugar: don
Antonio Ventura Herbella, «sabio jurisconsulto y recto magistrado español, natural de
Galicia, que murió en Verín en 1808 por el sentimiento de ver a su patria ocupada por
estranjeros invasores»; don Bernardo Herbella, «escritor jurisconsulto, oidor de la
Audiencia de la Coruña, y hermano del precedente»; y don Ramón Herbella, «coronel
español, tipo de honradez y de bravura militar, hijo de D. Antonio Ventura. Fue
presidente de la junta centralista de Mataró en 1843, y murió en abril de 1847, a los 56
años de edad». Obsérvese que el dato de la fecha de la muerte de don Ramón aparece
en el tomo I de! Diccionario, que lleva en la portada el año de 1846 y cuya dedicatoria
se fecha en 2 de noviembre de 1847. Esto hace suponer que se trata de una noticia
adquirida por el autor directamente, y no a través de libros; como sin duda lo serian
también las notas biográficas — ciertamente no muy relevantes— de los tres
caballeros. Tal vez el primero fuera el abuelo materno de nuestro autor; el segundo, su
tío abuelo, y el tercero, su tío camal.
11 El Marqués de Fortville, comedia original en tres actos. Por Don Ramón Do­
mínguez Herbella. Madrid, Boix, editor, impresor y librero, 1840; 60 págs.
290 Diccionarios anteriores a 1900

barde. ¿O, porque sois conde, sois ya de otra especie distinta de la de


los demás hombres?» (pág. 43). «Hombres tiene la Francia muy ca­
paces de gobernar: buscadlos, pero solo en el pueblo los hallaréis, no
en ese rango que llaman nobleza, porque ahí solo encontraréis hom­
bres que, envanecidos con un título hereditario y que no supieron me­
recer, creen que nacieron los demás para ser sus esclavos [...]. Buscad
hombres libres y desinteresados, cuyo norte sea la justicia y el bien de
su patria; y entonces seréis [rey] querido del pueblo, que verá en vos
un padre y no un tirano» (pág. 59). Estas ideas, como más adelante
veremos, no desentonan de las que expone en su Diccionario el Do­
mínguez lexicógrafo n .
La primera obra didáctica y la primera absolutamente segura de
nuestro Domínguez es la Nueva gramática francesa, compuesta para
el uso de los españoles (1844), de la que se hizo una segunda edición
al año siguiente. Al mismo tiempo que la Gramática francesa, publi­
có unas Reglas de ortografía francesa.
Su primera experiencia lexicográfica fue el Diccionario universal
francés-español y español-francés, en seis volúmenes, Madrid, 1845-
184613, del cual, «a poco de terminada la impresión, era dificultoso
hallar un ejemplar», según el prólogo de la segunda edición. Esta se­
gunda edición apareció postumamente, «considerablemente corregida
y aumentada» — desde luego no por Domínguez— aunque reducida
a dos tomos (1853-1854) M. Palau cita todavía una edición de 1880.

13 La cuna gallega del autor de esta comedia se confirma con algún galleguismo
gramatical típico: uso sistemático del pretérito simple por compuesto («hoy te levan­
taste muy temprano», pág. 12; «ya lo sabes [mi nombre], y veo que no te fu e grato»,
pág. 23; «apenas me dio tiempo de hablarle», pág. 28; «no hablará con libertad, por­
que le recibisteis tan airado», pág. 30, etc.); uso de la forma -ra para pluscuamper­
fecto en construcción no adjetiva («jamás te la preguntara», pág. 21, ‘te la había pre­
guntado’); uso exclusivo de -se para pretérito de subjuntivo (creyese, fuese, pág. 14,
etc.). Un galleguismo léxico podría ser lacena ‘alacena’, pág. 38.
13 No he podido ver esta primera edición, que citan Palau (1951: 504), Cejador
(1917: 432) y M. Fabbri (1979: 134).
14 Madrid, Mellado, 1853-1854. Palau dice erróneamente que esta segunda
edición consta, como la primera, de seis volúmenes. Fabbri copia el error. Sigue
igualmente a Palau en la mención de la edición de 1880.
Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez __________ 291

Por fin, su libro más importante, el Diccionario nacional o gran


diccionario clásico de la lengua española, cuya primera edición, en
dos volúmenes, se publicó en 1846-184715, es hoy obra casi tan ol­
vidada como las otras del autor. Y, sin embargo, es quizá el dicciona­
rio de nuestra lengua que más ediciones ha alcanzado, después del de
la Academia: diecisiete en poco más de cuarenta años; la última,
de 188916. Incluso se publicó un compendio, del que conozco cuatro
ediciones aparecidas entre 1852 y 188717.
¿Cuánto tardó Domínguez en componer el Diccionario nacional?
Evidentemente, debió de trabajar en él simultáneamente con el Dic­

15 Ramón Joaquín Domínguez, Diccionario nacional o gran diccionario clási­


co de ¡a lengua española, el más completo de los publicados hasta el día. Contiene
más de 4.000 voces usuales y 86.000 técnicas de ciencias y artes que no se encuentran
en los demás diccionarios de la lengua, y además los nombres de todas las prin­
cipales ciudades del mundo, de todos los pueblos de España, de los hombres célebres,
de las sectas religiosas, etc., etc., etc. [Grabado: un libro abierto, sobre el que está
escrita la leyenda «Autor y editor R. J. D.»], tomo I, Madrid 1846. Establecimiento
léxicotipográfico de R. J. Domínguez. Calle de Hortaleza, núm. 67. La portada del
tomo II presenta algunas variantes: Diccionario nacional o gran diccionario clásico
de la lengua española. El más completo de los léxicos publicados hasta el día.
Aventaja a los demás diccionarios de la lengua en más de 4.600 voces usuales y
100.500 técnicas de ciencias y artes, comprendiendo además los nombres y situación
de todos los pueblos de España, de todas las principales ciudades del mundo, de los
hombres célebres, de las sectas religiosas, etc., etc., etc., tomo II, Madrid 1847. Lleva
el mismo grabado y el mismo pie de imprenta que el tomo I.
16 Doy aquí la lista de las ediciones de que tengo noticia. El número de edición
que indico es el que figura en la portada respectiva. Las que no he podido ver van
seguidas de un paréntesis donde se expresa la fuente que las cita. 1* ed., 1846-1847.
2.*, 1847. 3.", 1848-1849 (Vinaza, Cejador, Palau, Fabbri). 4.*, 1851 (Cejador, Palau,
Fabbri). 5.*, 1853. 6 .' 1856-1857. [9.*?], 1865 (Fabbri). 10.*, 1866. 11.*, 1869. 13.*,
1875.14.*, 1878. 15 * 1882 (Alvar Ezquerra, 1982a: 20 n.). 16.*, 1886 (Cejador, Palau,
Fabbri). 17.*, 1889 (Palau, Fabbri). Todas, hasta donde me ha sido posible comprobar,
reproducen en estereotipia el texto de la primera; pero, después de la muerte del autor,
los sucesivos editores incorporaron al tomo II un suplemento que fue aumentando de
unas ediciones a otras.
17 1852 (Palau, Fabbri), 1881 (Palau, Fabbri), 1882, 1887 (Palau, Fabbri).
292 Diccionarios anteriores a ¡900

cionario universal francés-español y español-francés, pues este se


publicó solo un año antes que aquel. Pero probablemente la redacción
fue muy rápida; si no tan brevemente como algún dato extemo haría
pensar18, sí parece que se hizo a la vista de la 9.* edición del Diccio­
nario de la Academia, publicada en 1843, pues las citas constantes
que de la Academia se dan proceden de esta edición y no de otra ante­
rio r19. No debe desecharse la hipótesis de que Domínguez ya viniese
trabajando en su Diccionario desde antes de 1843: en el prólogo dice
que su redacción «ha sido hasta aquí el blanco de mis desvelos, el
objeto de mil sacrificios y lo que lleva consumida la parte más pre­
ciosa de mi juventud»20; sería algo exagerado que un hombre con­
siderase que la parte más preciosa de su juventud estaba constituida
solo por tres o cuatro años. Por otro lado, para escribir en ese tiempo
las 1793 páginas de texto que suma la obra, tendría que haber redac­
tado un promedio de página y media por día (y las páginas de este
diccionario contienen 2100 palabras por término medio), sin olvidar
que esa tarea se simultaneaba con la del otro diccionario y tal vez con
algún otro quehacer que le permitiese vivir. Solo de haber contado
con colaboradores en la redacción — cosa que él no reconoce21, pero
que no se debe excluir— , sería posible ese record; y no sería invero­
símil que tal colaboración se hubiese producido en lo que respecta a
los artículos de vocabulario técnico y a los histórico-geográfícos.
De todos modos, es un hecho cierto que el Diccionario está re­
dactado con precipitación: el texto de las definiciones suele dar la

18 En el articulo Balmaseda se da la fecha de la muerte de este personaje «en este


mismo [año] de 1846». Recuérdese el dato del fallecimiento de Ramón Herbella en
1847, que he mencionado en la nota 10.
19 Por ejemplo, la burla que hace Domínguez de las definiciones académicas de
capotillo y banda se basa en erratas del Diccionario de 1843.
20 En la dedicatoria a su padre insiste en la idea: «Mi juventud, mi salud, mi fortu­
na, todo lo he sacrificado a este objeto».
21 Admite, sí, que se ha valido «de aquellas personas de reputación que se han
prestado a enriquecer mi obra con sus conocimientos»; pero estas personas, evidente­
mente, no son redactores.
l¡n lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez 293

sensación de escrito a vuelapluma: a veces encierra anacolutos; a ve­


ces es redundante; abunda el etcétera final que deja abiertas muchas
definiciones. La misma verbosidad de sus enunciados denota la falta
de lima. Por otra parte, la ortografía es bastante inestable, y la impre­
sión presenta muchas más erratas de las tolerables en una obra de este
género. Todo hace suponer que el Diccionario se hizo, en todas sus
fases, a un ritmo poco habitual en esta clase de publicaciones.
El éxito extraordinario del Diccionario nacional puede explicarse
por dos características novedosas: su amplitud y su carácter enciclo­
pédico.
En el momento en que se publica esta obra solo han existido dos
intentos de superar el caudal del Diccionario académico: el de Terre­
ros (cuatro volúmenes, 1786-93), que, con toda su calidad, queda
muy atrás en el tiempo, y el reciente Panléxico, de Peñalver (1842),
cuyo valor y utilidad fueron puestos en entredicho desde su misma
aparición (cf. Viñaza, 1893: col. 1537-1582). Domínguez presenta su
libro proclamando en la portada que es «el más completo de los pu­
blicados hasta el día», pues contiene más de 90.000 voces (o 105.000,
según la portada del tomo segundo) que no se encuentran en los de­
más diccionarios de la lengua. Al mismo tiempo que el tomo primero
de Domínguez, o pocos meses antes, aparece en París el excelente
Diccionario de Vicente Salvá, que, pese a incrementar también el
número de artículos del léxico académico, no anuncia más de 26.000
adiciones. La obra de Domínguez nace, pues, sin competidores en el
aspecto cuantitativo. ¿De dónde procede ese material nuevo que da a
este diccionario casi triple número de voces que el de la Academia?
Si atendemos al autor, un noventa y cinco por ciento de ellas son
«técnicas de ciencias y artes», y las restantes son «usuales». Este
fuerte peso de lo técnico se debe a «los progresos del hombre» en
menos de un siglo: «las ciencias se han enriquecido con millares de
descubrimientos»; «las artes, la agricultura, el comercio y, por último,
todo lo que el hombre conceptúa que puede serle útil o necesario re­
cibe cada día un nuevo impulso». Para recopilar tan extensa nomen­
clatura, dice el autor, «las voces que no se han encontrado en los dic­
294 Diccionarios anteriores a 190Q

cionarios lingüísticos22, artísticos y científicos se han buscado en


obras especiales, valiéndome en todos estos trabajos de aquellas per­
sonas de reputación que se han prestado a enriquecer mi obra con sus
conocimientos» (Domínguez, 1846: 6).
Seguía Domínguez, en esta atención preferente al léxico técnico
las huellas de Terreros, cuyo diccionario se titulaba Diccionario cas­
tellano con las voces de ciencias y artes; y, más aún que su modelo,
no queda exento de la sospecha de que una parte de sus materiales no
está recogida directamente del uso español, sino del testimonio de la
lexicografía extranjera, en la idea — no desacertada— de la progresi­
va intemacionalización del lenguaje científico.
Sea como sea, el punto fuerte en que apoya Domínguez la publi­
cidad de su diccionario son las impresionantes cifras que estampa en
su portada, bien consciente de que el lector semiculto — el mayor
destinatario de este género de libros — tiende a inferir la catidad de
un diccionario de la cantidad de sus entradas. Esta táctica, de la que
Domínguez es el pionero entre nosotros, sigue en nuestros días ple­
namente vigente entre los editores y autores de diccionarios. Claro
que tampoco hay que suponer automáticamente, ni mucho menos, que
la cantidad y la calidad sean inversamente proporcionales.
Pero, así como en la cantera para el incremento de la nomenclatu­
ra Domínguez había tenido un modelo — Terreros— , en el principio
de la extensión cuantitativa seguía otro ejemplo: el del francés Bes-
cherelle, cuyo diccionario había aparecido en París solo tres años an­
tes que el de nuestro autor. La sombra de Bescherelle está presente en
Domínguez hasta en el título de su obra: Domínguez, Diccionario na­
cional o gran diccionario clásico de la lengua española; Bescherelle,
Dictionnaire national ou grand dictionnaire critique de la langue
frangaise23. El sintagma diccionario nacional, que solo fue usado en

22 En la 1 * ed., lingüistas. Corrijo según la lectura de la 2.‘ ed.


:3 L. N. Bescherelle, Dictionnaire national ou grand dictionnaire critique de la
langue frangaise, Paris 1843. La 2.* edición, en dos volúmenes, lleva el título Dic­
tionnaire national ou dictionnaire universel de la langue frangaise, París 1845-46. Se
reeditó muchas veces, por lo menos hasta 1870.
Un lexicógrafo'romántico: Ramón Joaquín Domínguez 295

España por Domínguez, en Francia no había sido usado por nadie


antes de Bescherelle, si bien se encontraba ya propuesto en el prefa­
cio del Dictionnaire de Trévoux, edición de 1771 (Quemada, 1968:
174). También el adjetivo gran, nunca empleado antes en nuestros
diccionarios, está copiado de Bescherelle, bien que entre los dicciona­
rios franceses ya se encontraba en Estienne (1593), fue frecuente en
los siglos x v i i y xvm y se mantenía, ya en decadencia, en el xix
(Quemada, 1968: 162-64)24. (El adjetivo clásico, igualmente nuevo
en España, es otra prueba de la influencia francesa en nuestro autor,
pues son muy numerosos los diccionarios franceses anteriores a 1846
que lo ostentan en sus portadas25). El paralelismo de los dos títulos es
expresión natural de un paralelismo más profundo, que es el prurito
acumulador. Tanto el Dictionnaire national como el Diccionario na­
cional se caracterizan por su riqueza frente a los diccionarios acadé­
micos respectivos, debido al criterio «exhaustivo» con que aquellos
han sido compilados26.
La admiración de Domínguez hacia la obra de Bescherelle llega
hasta el extremo de utilizar en su portada el mismo grabado estampa­
do por el francés en la suya: un libro abierto sobre un fondo de nubes
oscuras, detrás de las cuales surge un sol radiante. Son idénticas asi­
mismo las grandes letras ornamentales con que comienza cada letra
de los respectivos diccionarios.
La segunda novedad que caracteriza la obra de Domínguez es que
se trata del primer diccionario enciclopédico español (aunque lo sea
todavía avant la lettre). Es la primera vez que entre nosotros se incor­
pora dentro de la macroestructura de un diccionario de lengua una se-

Es verdad que el adjetivo grande aparece en el título de algún diccionario


español plurilingüe del siglo xvu (cf. Vinaza, 1893: col. 1483), pero no es obra de es­
pañoles ni está editado en España.
25 En la lista de Quemada (1968: 567-634), cuento hasta diecisiete diccionarios
editados entre 1821 y 1844 que llevan este adjetivo, incluyendo uno del mismo Bcs-
cherelle: Dictionnaire classique et élémentaire de la langue frangaise.
26 Sobre este aspecto en el Dictionnaire de Bescherelle, cf. R. L. Wagner (1967:
115), Quemada (1968: 99 nota) y G. Matoré (1968: 117).
296 Diccionarios anteriores a 1900

ríe extensa de informaciones enciclopédicas. De nuevo aparece aquí


el recuerdo de Beschercllc, cuyo diccionario abarca «avec l ’univer-
salité des mots frangais l'universalité des connoissances humaines»,
según reza su portada. Es verdad que en Domínguez el tipo de infor­
mación, en cuanto a los «conocimientos humanos», consiste fun­
damentalmente en la recogida masiva y definición del vocabulario
técnico, y que son escasas las disertaciones científicas; pero a esto
— que no es poco— se añaden «los nombres de todas las principales
ciudades del mundo, de todos los pueblos de España, de los hombres
célebres, de las sectas religiosas, etc., etc., etc.»27. La fórmula, no ca­
be duda, fue del agrado del lector español, como lo demuestra no solo
la buena acogida que el Diccionario nacional obtuvo inmediatamente
y que se prolongó durante casi medio siglo, sino la prontitud con que
surgió otra obra que lo tomó como modelo: el Diccionario enciclopé­
dico que, dirigido por Eduardo Chao, publicó en 1853 la casa Gaspar
y Roig. Esta obra, varias veces reeditada y revisada, compartió con
la de Domínguez el cetro del género hasta que ambas recibieron el
golpe de muerte con la aparición del importantísimo Diccionario en­
ciclopédico hispano-americano editado por Montaner y Simón, en
veintitrés volúmenes, de 1887 a 1898, con el cual se iniciaba una
nueva época en este tipo de diccionarios.
Otra prueba del éxito del Diccionario nacional es la prontitud con
que se cebó sobre él la piratería. Probablemente en el mismo año
1853 en que se publicaba el Diccionario enciclopédico de Gaspar y
Roig apareció la primera edición de un Nuevo diccionario de la len­
gua castellana, por «una Sociedad Literaria»28, el cual era, en pala­

27 Como precursor de los diccionarios enciclopédicos españoles podríamos


considerar el Tesoro de Sebastián de Covarrubias (1611), que desarrolla algunos de
sus artículos, sobre todo en la primera parte, con extensas disertaciones humanísticas
o con curiosas informaciones de su propia cosecha, y que incluye en su nomenclatura
algunos nombres propios. La presencia de estos elementos en el Tesoro se debe,
sencillamente, al concepto muy liberal que Covarrubias tenía de la lexicografía.
2! Hay por lo menos otras tres ediciones, 1860, 1864 y 1868. Vinaza (1893: col.
2130), al reseñar esta última, dice: «Como esta obra está estereotipada, el número de
Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez 297

bras de uno de los editores posteriores del Diccionario nacional, «co­


pia servil y enteramente literal, pero informe, del de Domínguez»29.
No sé si contribuiría también a la buena fortuna del Diccionario
nacional una curiosa característica: la subjetividad. Muy pocas obras
de la lexicografía española (tal vez una sola: la de Covarrubias) esta­
rán tan impregnadas de la personalidad del autor como la de este
hombre del que, paradójicamente, sabemos tan poco. Esta peculiari­
dad hace de su obra uno de los diccionarios españoles más origina­
les30.
La presencia de la individualidad del autor en su diccionario se
manifiesta de varias maneras en diversos tipos de definiciones, que
se diluyen, naturalmente, en medio de una masa de enunciados obje­
tivos y normales. En líneas generales, podemos dividir sus definicio­
nes «subjetivas» en tres grupos: las humorísticas, las ideológicas y las
filológicas. La separación entre ellos no es absolutamente nítida,
puesto que sus ingredientes fundamentales no son incompatibles31.
En las humorísticas se distinguen dos vertientes, una epigramática
y otra caricaturesca. Ejemplo de la primera sería la definición de pu­
dor: «El honor de la mujer, por cierto colocado en muy resbaladizo y
vidrioso declive, en harto peliculosa pendiente, ocasionada a insubsa­
nable fracaso»32. La veta caricaturesca se propone, por su parte, to­
mar a broma el propio metalenguaje de la definición, unas veces em­
pleando una prosa grotescamente alambicada, como vemos en el
artículo badajo: «La lengua de las campanas, porque sin él fueran
mudas: es un pedazo macizamente férreo o metálico, bastante grueso

4.a edición que lleva la anterior portada y el que tienen otras es mero accidente, pues
el contenido es exactamente el mismo».
29 Miguel Guijarro, al frente de la 14 * edición, 1878.
30 J. Casares (1950a: 147) critica esta característica en el Diccionario de la Socie­
dad Literaria, sin saber que este no es sino plagio del de Domínguez.
31 Un estudio más extenso de este aspecto del Diccionario nacional puede verse
en mi artículo «La definición lexicográfica subjetiva: el Diccionario de Domínguez
(1846)» (Seco, 1983 [= capítulo 16 de este libro]).
32 Casares (1950a: 147) reproduce este artículo tomándolo del Diccionario de la
Sociedad Literaria.
298 Diccionarios anteriores a 1900

por el estremo que cuelga, y no así por el adherido a la campana, en


cuyo interior pende, manejable, del alto punto céntrico, y sirve para
producir los vibratorios sones que tal vez nos aturden la cabeza»;
otras veces — forma utilizada para glosar refranes— , recurriendo a
pedestres versos de arte menor: «Alcanza quien no cansa: para con­
seguir, no hurgar, que es mal visto importunar; suele hacer mayor
fortuna el que menos importuna; el que bien pide no aburre, si con
talento discurre» (s.v. alcanzar).
En el grupo de las definiciones subjetivas de tipo ideológico, al­
gunas veces expresa sus opiniones sobre cuestiones de moral social;
por ejemplo, a propósito de artista dice: «El que ejerce algún arte; es­
pecialmente el que cultiva y profesa alguna de las nobles o bellas ar­
tes. Esta voz se ha generalizado hoy en términos de creerse distingui­
dos artistas los taurómacos, los malos cómicos, los zapateros de viejo,
etc.». Su crítica toma tonos agrios cuando da rienda suelta a sus
ideales sociales y políticos. En el artículo doméstico habla de los
criados como «los individuos que constituyen ese numeroso ejército
de holgazanes que la ridicula aristocracia sostiene para ostentar su in­
solente molicie». Sus tiros apuntan más alto cuando define demócrata
como «amante del pueblo y enemigo de la tiránica dominación de los
reyes» (cf. también los artículos democracia, democratizar y repú­
blica). Las alusiones al partido dominante y a la situación política del
momento no dejan de ser atrevidas. En el artículo moderantismo dice
que «sus sectarios constituyen una asociación parásita»; y como
ejemplo de la voz dominación pone una frase como esta: «¿Cuándo se
acabará en España la dominación del sable?». En fin, define revolu­
cionario como «el partido de las reformas liberales que exige el pro­
greso de la civilización y de las luces, la marcha del siglo y de las co­
sas».
¿No podríamos decir con toda verdad que Domínguez fue el lexi­
cógrafo que murió luchando por sus propias definiciones?
Queda el tercer grupo de definiciones subjetivas: el que (con
consciente imprecisión) he llamado filológico. Es el que comprende
todas aquellas definiciones en que el autor discute o ridiculiza las del
Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez__________ 299

Diccionario académico. La Academia es, para él, una institución ale­


jada de la realidad, un «venerable cuerpo» Heno de «decrepitudes fi­
lológicas», una «caduca matrona [...] con ínfulas de esclusiva maes­
tra»; simplemente, «la corporación de los hablistas de oficio»
(artículos asombrar, alegrante, ¡ah!, comunero). La rebeldía de este
hombre frente a la institución y la obra que sirven de guía a todos los
lexicógrafos — incluido él mismo— es, desde luego, coherente con
su posición avanzada en lo ideológico y en lo político.
La vivacidad, el apasionamiento, la extraversión, la actitud con­
testataria y la exaltación revolucionaria atraviesan, de un extremo a
otro, todo el Diccionario de Ramón Joaquín Domínguez. ¿Quién iba
a esperar que una obra lexicográfica, algo que tradicionalmentc se
concibe como el fruto de largas horas de meditación serena y mona­
cal, hubiese de guardar en sus entrañas tal materia explosiva? A dife­
rencia de su compatriota, contemporáneo y colega Vicente Salvá, cu­
ya obra es un admirable ejemplo de rigor y de serenidad, Domínguez
ha hecho un diccionario romántico. Esta calificación, que no puede
por menos de tener un signo negativo al referirse a un género como el
lexicográfico, no carece, sin embargo, de aspectos positivos: la ambi­
ción renovadora frente a los diccionarios al uso, el deseo de superar lo
caduco e imperfecto de la obra de la Academia, el afán de incorporar
a su colección las palabras del «progreso» y de los nuevos tiempos,
dan como resultado una aportación de muy alto valor para la historia
de nuestro léxico.
16

LA DEFINICIÓN LEXICOGRÁFICA SUBJETIVA:


EL DICCIONARIO DE DOMÍNGUEZ {1846)*

Entre los aspectos que Julio Casares señalaba como más dignos
de atención en la tarea lexicográfica figura el que él llamaba «esti­
lística subjetiva», esto es, la relación entre la personalidad del lexi­
cógrafo y el metalenguaje de la definición. Esta debe ofrecer una
equivalencia del signo analizado, «pero una equivalencia puramente
conceptual, es decir, redactada en términos neutros, lógicos, intelec­
tuales, que no hablen al sentimiento ni a la imaginación». Las opinio­
nes filosóficas, religiosas, políticas, estéticas, morales del redactor,
sus sentimientos, sus circunstancias personales deben desvanecerse
por completo detrás del tejido verbal de sus enunciados definidores.
«Si a las palabras [en el discurso] — dice Casares — les está per­
mitido ser cariñosas, encomiásticas, despectivas o irónicas, al lexicó­
grafo no le es lícito imitarlas. En su vida privada, en sus ratos de ocio,
el redactor de un diccionario puede escribir páginas coloristas, in­
ventar arriesgadas metáforas, componer versos gongorinos o sentar
plaza de humorista; puede, en suma, dar curso libre y expresión cum­
plida a su particular idiosincrasia y crearse un estilo que lleve el sello
inconfundible de la personalidad de su autor; pero todo esto deberá

[Publicado en Serta Philologica F. Lázaro Carreter, I, Madrid 1983, 587-96],


la definición 301

dejarlo en el guardarropa antes de entrar en la oficina lexicográfica.


Porque esas “equivalencias” [las definiciones] [...] no responderán
adecuadamente a su fin mientras no sean inertes e incoloras, mientras
no estén concienzudamente esterilizadas de todo germen capaz de
originar un efecto estilístico. [...] El lexicógrafo [...] no tomará a mal
que se le recomiende una constante vigilancia de su pluma para cerrar
el paso a toda clase de exhibiciones individuales, desde las que se re­
flejan en la manera personal de expresarse, en el estilo, hasta las que
denotan simpatías o antipatías, tendencias políticas, credos filosófi­
cos, religiosos, etc. [,..] Esta actitud debe excluir, a nuestro juicio, no
solo las tergiversaciones tendenciosas, sino también toda clase de
aditamentos personales, aunque no tengan más malicia que el prurito
de lucir el ingenio» (Casares, 1950a; 142-145).
Expone a continuación Casares una serie de ejemplos de lo que en
este terreno no se debe hacer. Entre ellos nos interesan ahora las defi­
niciones que cita de un Nuevo diccionario de la lengua castellana,
publicado por «una Sociedad Literaria» a mediados del siglo pasado.
Los ejemplos recogidos por Casares, todos de carácter humorístico, se
reparten en dos grupos: uno, que podríamos llamar epigramático:
Vínculo de flores (s. v. vínculo): «El himeneo poéticamente conside­
rado por la luna de miel de los pobres tontos que se someten volunta­
riamente a la sagrada coyunda matrimoniaba Sílfide: «La mujer pare­
cida al objeto definido en la acepción precedente [= la sílfide
mitológica]; entendiéndose con especialidad de las doncellas, séanlo
o díganlo ellas». Pudor: «El honor de la mujer, por cierto colocado en
muy resbaladizo y vidrioso declive, en harto periculosa pendiente,
ocasionada a insubsanable fracaso».
El otro grupo es caricaturesco, y su carácter es más puramente
humorístico, pues su propósito es tomar a broma, por medio del sim­
ple cambio de registro del lenguaje, el propio sistema de definición
lexicográfica: Rayo: «Cada una de las emanaciones ígneas y súbitas,
siniestramente deslumbradoras, estridorosamente subseguidas, que,
lanzadas de grupos atmosféricos, abrasan cuanto rozan en su instan­
táneo curso destructor». Cuello: «Especie de istmo carnoso y cartila­
302 Diccionarios anteriores a 19qq

ginoso que junta la península cabeza con el gran continente formado


por la mayoría física del individuo».
La obra de la que proceden estos textos se publicó en París en
1853. En su prólogo se hace una defensa del diccionario de la Aca­
demia, «a menudo criticado con tanta ligereza como injusticia», ya
que — dice— , a pesar de su insuficiencia, es el que ha servido de ba­
se para cuantos han salido después. Tras esta afirmación, no ha de
sorprender que se nos diga que, «habiendo considerado atentamente
cuál de los diccionarios publicados debíamos tomar por modelo y ba­
se del que ofrecemos al público, hemos preferido a todos el de la
Academia», pero — notemos esto— «ilustrado y enriquecido por
otro, transcribiéndole en el nuestro en gran parte, mejorando, rectifi­
cando, corrigiendo lo que nos ha parecido exigirlo». (La cursiva es
mía). La frase que acabo de reproducir vela esta realidad: que el Dic­
cionario de la Sociedad Literaria es un monumental plagio de esc
otro al que alude el prólogo. Y a ese otro pertenecen de verdad todos
los ejemplos de definiciones que Casares citó creyéndolos originales
de la misteriosa Sociedad Literaria.
La obra expoliada era el Diccionario nacional o gran diccionario
clásico de la lengua española, de Ramón Joaquín Domínguez, publi­
cado en dos volúmenes en Madrid, 1846-1847
A pesar de que su autor, hombre de ideas políticas radicales, mu­
rió en la insurrección de Madrid del 7 de mayo de 1848, es decir,
apenas al año siguiente de terminada la publicación de su obra, esta
alcanzó un éxito muy notable, pues llegaron a aparecer hasta dieci­
siete ediciones de ella, la última en 1887 2.
El Diccionario nacional de Domínguez es una pieza singular en
la lexicografía española. Es, como dice su autor, «el más completo de

1 El plagio de la Sociedad Literaria ya fue denunciado por los editores posteriores


de Domínguez; por ejemplo, Miguel Guijarro, en 1878: «El Diccionario publicado en
París por los señores Rosa y Buré [ríe] [es] copia servil y enteramente literal, pero in­
forme, del de Domínguez». Viñaza (1893: col. 2131) también lo señala.
2 Sobre la personalidad y la obra de Domínguez, véase Seco (1985) [capítulo 15
de este libro].
la definición lexicográfica subjetiva 303

los publicados hasta el día», pues contiene unas cien mil voces más
que los usuales entonces. El incremento está constituido en su mayor
parte por tecnicismos «de ciencias y artes». Había un precedente es­
pañol de la incorporación del tecnicismo al léxico general, en el Dic­
cionario de Terreros (cuatro volúmenes, 1786-1793); pero, sin duda,
Domínguez lo supera cuantitativamente. Una segunda singularidad
del diccionario de Domínguez es que constituye el primer diccionario
enciclopédico de nuestra lengua, al incluir en su nomenclatura, no
solo el vocabulario técnico, sino gran número de artículos de tema
histórico y geográfico.
La buena acogida de que disfrutó el Diccionario nacional no solo
se comprueba con el crecido número de ediciones — enriquecidas con
suplementos añadidos por los sucesivos editores— , sino por la inme­
diata aparición de otra obra que lo tomó como modelo: el Diccionario
enciclopédico dirigido por Eduardo Chao y editado por Gaspar y
Roig (1853), que fue — por fin— el primero que llevó este título
entre nosotros. Los dos diccionarios, el de Domínguez y el de la
casa Gaspar y Roig, compartieron la exclusividad del género en
España hasta que, casi medio siglo después, fueron desbancados
definitivamente por el importante Diccionario enciclopédico hispa-
no-americano, editado en Barcelona por Montaner y Simón (1887-
1898). Y otro testimonio del éxito de Domínguez está en la prontitud
con que fue objeto de plagio, en ese Nuevo diccionario de la Sociedad
Literaria, que hemos visto al principio.
Hay una tercera singularidad del Diccionario nacional, que es
precisamente la que aquí me interesa examinar: la subjetividad, el in­
grediente que señalaba Casares como vitando en toda obra lexico­
gráfica. Y cabalmente, como ejemplos para no imitar, citaba Casares
algunas definiciones de los plagiarios de Domínguez, es decir, defini­
ciones del propio Domínguez.
Ya queda dicho que los ejemplos de definiciones suyas que — co­
mo de la Sociedad Literaria— cita Casares son muestra de una veta
humorística que se parte en dos vertientes: epigramática y caricatu­
resca. A los ejemplos de definiciones grotescamente entonadas repro­
304 Diccionarios anteriores a 1900

ducidos antes (rayo y cuello) se pueden añadir otros, como los de re­
lámpago — también anotado por Casares— y badajo:
r e l á m p a g o : «Súbita y ñilgorosa llamarada de instantáneo lucir
deslumbrador, que sale de las nubes lanzada como eléctrico chispazo,
precediendo regularmente a la explosión del trueno como el siniestro
brillo de las armas ígnicas precede al tiro o atronador disparo».
b a d a j o : «La lengua de las campanas, porque sin é l fueran mu­

das; es un pedazo macizamente férreo o metálico, más o menos largo,


bastante grueso por el extremo que cuelga, y no así por el adherido a
la campana, en cuyo interior pende, manejable, del alto punto céntri­
co, y sirve para producir los vibratorios sones que tal vez nos aturden
la cabeza».

Probablemente el inventor de este alambicado tipo de definición


fue Samuel Johnson, en su Dictionary o f the English Language, 1755
(por ejemplo: Net: «Anything reticulated or dccussated at equal dis-
tances, with intersticcs bctween the intersections»). Pero hay una hon­
da diferencia entre la concisión del inglés y la garrulería del español.
Nótese, además, cómo las disertaciones de este último están com­
puestas en una prosa rítmica en la que no es difícil desenmascarar al­
gunos endecasílabos (cf. Casares, 1950a: 148), y cuyo lenguaje — es­
pecialmente la sintaxis— tiene más de poético que de intelectual.
El uso festivo del lenguaje poético en las definiciones toma otro
matiz cuando, abandonando la altisonancia del estilo, adopta abierta­
mente formas métricas de arte menor para glosar, a veces con riqueza
de variaciones, algún refrán o alguna máxima. He aquí algunas mues­
tras de estas definiciones en verso:
E L BU EN ARTILLER O AL PIE D E L C A Ñ Ó N MUERE (s.V . artillero):
«El hombre a deleites dado antes muere que dejarlos».
a s n o c o n o r o a l c á n z a l o t o d o (s.v. asno): «¿Qué no alcanza
el hombre rico, aun cuando sea un borrico?».
BIEN SABE EL ASNO EN CÚ Y A C A R A , O CASA, R E B U Z N A (s.V . OSUO):
«Poderoso que rebuzna entre sus aduladores bien sabe que sus sande­
ces han de pasar como flores».
La definición lexicográfica subjetiva 305

a l s o n q u b ME t o c a n b a i l o (s.v . bailar): «Como se portan, me


porto; tal cual me quieren, parezco; estoy, de un modo oportuno, con
todos y con ninguno».
a l c a n z a q u i e n n o c a n s a (s.v. alcanzar): «Para conseguir, no
hurgar, que es mal visto importunar; suele hacer mayor fortuna el que
menos importuna; el que bien pide no aburre, si con talento discurre».

Esta forma, que surge esporádicamente en medio de muchas otras


definiciones en prosa, parece que solo fue usada por Domínguez en
las primeras letras de su diccionario3.
Un segundo aspecto en que Domínguez deja escapar su persona­
lidad entre las columnas de su libro son sus opiniones sobre moral so­
cial, en las cuales no es raro el tono de burla:
b a i l i a j e : «Especie de encomienda o dignidad en l a orden de San
Juan, que obtienen por antigüedad los caballeros profesos, y tal vez
por gracia particular del gran maestre de la orden; como que en casi
todas las cosas del mundo entra por algo el favor».
a r t i s t a : «El que ejerce algún arte; especialmente el que cultiva y

profesa alguna de las nobles o bellas artes. Esta voz se ha generaliza­


do hoy en términos de creerse distinguidos artistas los taurómacos,
los malos cómicos, los zapateros de viejo, etc.».
d o n : «Voz usada antiguamente antes del nombre apelativo de los
príncipes y de los pers[o]najes más distinguidos de la e[n]cumbrada
aristocracia; más tarde se hizo extensivo a todos los nobles y, por últi­
mo, llegó a generalizarse en términos de que hoy se aplica indistinta­
mente no solo a aquellos, sino a todos los que vulgarmente se llaman
personas decentes, hasta el extremo de llevar mal algunos el que no
se ponga el don antes de su nombre de pila, y no un don como quiera,

3 Conviene recordar que no es Domínguez el primero en utilizar la métrica para


glosar los refranes: la misma Academia, en el Diccionario de autoridades, puso en
verso su explicación latina de ellos — alarde poético que, por cierto, fue juzgado poco
favorablemente por un buen latinista como Rufino José Cuervo (1874: 60 [v. el capí­
tulo 17 de este libro])— . Hay, claro está, una diferencia importante entre los hexáme­
tros o dísticos de la Academia y los pareados o cuartetas de Domínguez: los primeros
están hechos en serio.
306 Diccionarios anteriores a 1900

sino un Don con d mayúscula, como Don Pánfilo, Don Protasio, Do­
ña Cucufata, Doña Policarpa, etc., máxime si aquellos gastan un pe­
dazo de levita, ira, gabán, etc., o cosa parecida, aunque vendan fósfo­
ros, y estas un bosquejo de mantilla con un pedazo de blonda, aunque
vendan castañas».

Es más importante la tercera modalidad de injerencia del autor en


su obra: la expresión de sus ideales sociales y políticos. A lo largo de
las páginas del diccionario surgen reiteradamente los ataques contra
la aristocracia, al hilo de cualquier oportunidad. Por ejemplo, a pro­
pósito de doméstico, en el sentido de ‘criado’, dice que es innecesaria
esta palabra, pues
«tenemos criado, sirviente, fámulo, además de los nombres designa-
tivos de criados especiales, como mayordomo, ayuda de cámara, re­
postero, cocinero, despensero, pinche de cocina, portero, lacayo, co­
chero y demás voces que designan a cada uno de los individuos que
constituyen ese numeroso ejército de holgazanes que la ridicula aris­
tocracia sostiene para ostentar su insolente molicie».

La aristocracia es «ridicula» porque vive ignorando la igualdad de


todos los hombres:
b a j e z a d e n a c i m i e n t o (s.v. bajeza): «Humildad y oscuridad de

nacimiento, innoble cuna, baja estracción, en el lenguaje de los aristó­


cratas, que no creen venir de Adam y Eva [y] aparentan no saber que
todos nacemos en cueros y morimos sin llevamos cosa alguna de este
mundo más que los méritos o desméritos [ j í c ] por las buenas o malas
obras».

Domínguez no oculta tampoco su adhesión al principio de la li­


bertad, «la facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas
de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes, ni a las buenas cos­
tumbres, etc.».
l i b e r t a d e s p ú b l i c a s (s.v. libertad): «Las instituciones que ga­
rantizan los derechos del pueblo; estos mismos derechos respetados a
la sombra del trono, o bajo la protección y defensa de otra forma po­
lítica de gobierno».
La definición lexicográfica subjetiva 307

l i b r e : «Que disfruta o está en el pleno goce de sus derechos de


ciudadano, garantizados por las instituciones liberales».

Liberal es definido, en sentido político, como «amante de la li­


bertad, enemigo de la tiranía; más o menos, demócrata». Pero veamos
cómo se definen demócrata, democracia y democratizar:
d e m ó c r a t a : «Partidario de la democracia; que sigue los princi­

pios de la soberanía popular. / Amante del pueblo y enemigo de la ti­


ránica dominación de los reyes».
d e m o c r a c i a : «Forma de gobierno en que el pueblo ejerce la so­

beranía dicta[n]do, decre[t]ando y sancionando las leyes que lo han


de gobernar. La democracia se puede definir así: gobierno de leyes
sin reyes».
d e m o c r a t i z a r : « v . a. Conducir a la democracia, hacer demó­

crata. / v. n. Esparcir principios democráticos, difundir la democracia.


/ Portarse como demócrata; no reconocer otra superioridad que la de
Dios y la de las leyes dictadas, decretadas y sancionadas por el pue­
blo».

No se ve diferencia sustancial respecto a república:


«Estado en que gobierna el pueblo, o mejor dicho la ley, sin suje­
ción a reyes ni tiranos, ora nombrando un presidente responsable por
tanto o cuanto tiempo, ora nombrando alguna comisión ejecutiva cu­
yos miembros respondan asimismo de sus actos, si preciso fuere, ante
la barra de la asamblea democrática, representación legítima y genui-
na de la verdadera soberanía popular. [...] / Instrucción [ííc] política
basada sobre el dogma de la soberanía del pueblo, aunque no llegue a
realizarse su forma o sistema de gobierno, que algunos consideran
utópica o quimérica por falta de virtudes, de patriotismo y sobre todo
de abnegación y desinterés».

Es verdad que en los artículos rey y monarquía reconoce la exis­


tencia de la monarquía constitucional; pero Domínguez no parece
creer en ella: para él, no hay término medio entre el «absolutismo» o
«tiranía» y la «libertad».
308 Diccionarios anteriores a 1900

m o d e r a n t i s m o : «Doctrina u opinión política cuyos principios


están fundados en una moderación circunstancial e indeterminada
elástica según las necesidades y exigencias de la situación. Sus secta­
rios constituyen una asociación parásita, que solamente puede existir
entre azares y sufriendo los encontrados embates del absolutismo y de
la libertad».

El poco aprecio a la institución monárquica aflora inequívoca­


mente en otras ocasiones:
r e y : «Fig. El que es magnánimo y noble en sus acciones, liberal,

espléndido, generoso, munífico, etc., por suponerse gratuitamente que


los monarcas tienen esas brillantes prendas a que se alude en compa­
rativa referencia».
a l t e z a : «Título de honor, tratamiento que se da a los hijos de los

reyes, a los príncipes soberanos y a algunas corporaciones. Hoy está


también concedido este ridículo tratamiento al que tenga la regencia
del reino durante la menor edad del rey».

En el ejemplo que sigue expone juntamente no solo sus ideas de­


mocráticas, es decir, antimonárquicas, sino su oposición al militaris­
mo y a los partidos «ambiciosos» (léase partido moderado):
d o m i n a c i ó n : «El señorío o imperio que tiene el soberano sobre

alguna provincia o reino. (Acad.) Es de suponer que se hable aquí de


la soberanía popular; pero, sea quien quiera ese soberano, la esplica-
ción no es completa, puesto que sin ser uno soberano se dice: tal cosa
está bajo mi dominación; España no puede prosperar mientras esté
bajo la dominación de ambiciosos partidos, etc. El tiempo que
dura el poder o autoridad de una o más personas, de un partido, de
unas leyes, etc., o de cosas personificadas; v. g.: ¿Cuándo se acabará
en España la dominación del sable?; un pueblo sólo es feliz mientras
dura la dominación de las leyes que él mismo se dé. La Acad. omite
todas estas acepciones, contentándose con la dominación de su sobe­
rano».

El escaso afecto que a Domínguez le merece el moderantismo re­


cae igualmente sobre el clero:
la definición lexibográfica subjetiva 309

d e m a g o g i a : «La Academia dicc: ‘Ambición de dominar en una

facción popular’. [...] No tiene razón la Academia en limitar su apli­


cación a una facción popular; como se prueba con un par de ejem­
plos. El partido moderado, llamado por otro nombre monárquico-
constitucional, tiene bien poco de popular, y sin embargo puede
decirse que ha entrado en él la demagogia. Los frailes formaban un
cuerpo moralmente escéntrico del resto de la sociedad, y, sin que na­
da tuviese de popular, no faltan cronistas en su mismo seno que dije­
sen que en el capítulo celebrado en tal parte había reinado la más
escandalosa demagogia; porque todos los benditos varones que lo
componían tenían la Santa ambición de dominar a los demás».

Y en capítulo, después de reproducir la definición académica de la


acepción relativa a órdenes religiosas, comenta: «Todo esto huele a co­
sa rancia». Tómese nota también de la palabra «clerizontes» deslizada
en la definición de sombrero de teja que reproduzco más adelante.
Aunque no se muestra partidario del comunismo de entonces
(«Doctrina o sistema de los comunistas, basada en la comunidad de
bienes y abolición del derecho de propiedad; es decir, relajación y
destrucción de lo más sagrado e inviolable que existe en las naciones
y hace posibles las sociedades; nivelación monstruosa de fortunas»),
parece evidente que nuestro lexicógrafo no es un conservador:
r e v o l u c i ó n : «Cambio de sistema o régimen político; mudanza o

nueva forma en el estado o gobierno de las cosas, etc.».


r e v o l u c i o n a r : «Introducir reformas en instituciones o cosas

antiguas, refundiéndolas o renovándolas para que marchen en armo­


nía con el progreso de las luces y los adelantos de la época. / Sembrar
semillas de ilustración reformadora, predisponiendo los ánimos a re­
clamarlas por el gran dogma político de la soberanía nacional».
r e v o l u c i o n a r i o : «El partido de las reformas liberales que exige

el progreso de la civilización y de las luces, la marcha del siglo y de


las cosas. En buen sentido. / Anarquista. En el peor sentido».

Un buen revolucionario del siglo xrx («en buen sentido») no pue­


de separar de sus ideales el fervor patriótico (negador, por su­
puesto, del patriotismo de quienes no comulgan con aquellos):
310 Diccionarios anteriores a 1900

p a t r i a : «Lugar donde uno ha nacido; también la ciudad, provin­

cia o nación a que pertenece».


p a t r i o t a : «El ciudadano amante de su patria, que desea y procu­

ra todo su bien, en cuanto le es posible promoverlo. Los partidos


políticos que desgraciadamente nos dividen han desnaturalizado el
genuino y verdadero sentido de esta voz».
p a t r i o t e r o : «Nombre y epíteto que, como por burla y despre­

cio, suelen aplicar los aristócratas a los verdaderos patriotas».


p a t r i ó t i c o : «Noble, digno, elevado, grande, sublime, como los
rasgos heroicos que inspira el verdadero patriotismo».
p a t r i o t i s m o : «El amor de la patria, el sentimiento innato de ar­

diente y acendrado cariño que, entusiastas, cobijan hacia ella los pe­
chos y los corazones de los buenos patricios, de los bravos y leales
patriotas. También se ha abusado de esta voz, aplicándola cada parti­
do político a su modo de ver las cosas con los ojos de su interés,
etc.».

Patria, libertad y revolución son las tres pasiones que un día de


1848 lanzaron a la calle a Ramón Joaquín Domínguez, el lexicógrafo
que murió luchando por sus propias definiciones.
Pero quedaría incompleta la imagen de este lexicógrafo romántico
si omitiéramos su actitud de rebeldía frente a la autoridad reconocida
y tradicional en el propio campo que él cultiva. Claro que esta actitud
no es obstáculo para que aproveche a manos llenas todo el material
lexicográfico aportado por el Diccionario de la Academia. Tras haber
utilizado en bloque todo este material, Domínguez lo perfecciona de
acuerdo con su propio punto de vista, sustituyendo en muchos casos
la definición académica insatisfactoria por otra suya, o añadiendo las
acepciones o las entradas que echa de menos en el Diccionario de la
Corporación.
La originalidad de Domínguez comienza cuando en muchos casos
hace constar el hecho de su intervención4; por ejemplo: b a l d e : «Es­

4 Esta práctica es normal en algunos diccionarios; pero suelen señalar sus aporta­
ciones por medio de signos especiales.
la definición lexicográfica subjetiva 311

pecie de cubo, p or lo com ún de m adera, que se usa para subir agua de


jos pozos y cisternas, etc., aunque la A cadem ia circunscribe su uso
exclusivam ente a las em barcaciones, haciéndolo cubo o vasija de cue­
ro o m adera». Y se hace plenam ente patente cuando a la corrección o
a la adición acom paña un com entario burlón o despectivo respecto a
la actuación de la A cadem ia. D om ínguez disfruta ridiculizando defi­
niciones defectuosas:

s o m b r e r o d e t e j a (s.v. sombrero): «El sombrero acanalado con

las alas levantadas, que usan los eclesiásticos y algunos dependientes


de tribunales de justicia. La Academia dice: "de teja. El acanalado
que usan los eclesiásticos con las alas levantadas”. Al leer esto se nos
figuró ver volar clerizontes por esos aires de Dios, como angelotes
improvisados al omnipotente fiat del soberano definidor académico».
b a l c ó n : «Antepecho que se pone en las ventanas formado de

balaustres para poderse asomar sin riesgos. (Acad.) En el sentido más


común y generalizado de ventana, esta definición, si no es un dispa­
rate, tiene al menos sus puntas de ridicula. Por de pronto, resulta que
no hay balcones propiamente dichos; que son unos parapetos o res­
guardos de las ventanas; que estas necesitan antepechos para poderse
asomar (no sabemos si ellas o las personas) sin riesgo de caer a la ca­
lle; que, habiendo ese mismo riesgo en el antepecho, deberá limitarse
a mirarlo el que se asoma; que si, arrostrando ese continuo peligro de
muerte, osa ponerse al balcón, tendrá que saltar a él desde la ventana
propiamente dicha; y si todas estas inmediatas consecuencias no son
dislates procedentes de definiciones académicas, desde luego carga­
mos con la nota de malos y apasionados críticos juramentados ad
hoc».
l e n g u a : «L o que se habla. (Acad.) Algo confusa nos parece esta

acepción: muchos y muy crasos disparates se hablan, y sin duda la


Academia se propuso damos aquí un ejemplo evidente de una defini­
ción disparatada».
c a p o t i l l o : «Capote corto de que usaban las mujeres para abrigo,

y colores. (Acad.) ¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?»3.

5 El ininteligible texto del Diccionario de la Academia se debe a una errata de la


edición de 1843, que fue subsanada en la edición siguiente (1852).
312 Diccionarios anteriores a 1900

Censura con frecuencia la pobreza y sequedad del Diccionario


académico: «¡Qué prurito de suprimir acepciones, de capar voces!»
(s.v. capota). A propósito de la definición que la Academia da de re­
vistar, comenta: «No estrañamos su laconismo, como habituados a
él». Y en balance ironiza: «La Acad. esplica muy bien esta voz. Nada
dice de ella».
La acusación más grave que lanza contra la Academia, y una de
las más reiteradas, es su desconocimiento de la lengua viva y su ale­
jamiento de la realidad circundante:
b a j o : «Humilde, despreciable, abatido. (Acad.) De humilde y

abatido a despreciable y bajo hay por lo menos tanta diferencia como


del español académico al español genuino y verdaderamente nacio­
nal».
c a p o t a : «Especie de capa sin esclavina. ¿Es posible que los se­

ñores académicos no hayan visto capotas?».


b a b e a r : «Obsequiar a alguna dama con actos públicos de rendi­

miento. (Debe caérsele la baba a la Acad. con tal babosa acepción,


que nunca hemos oído.)»

La Academia es una institución del pasado, inadecuada a los nue­


vos tiempos, y se la mira, por tanto, como una anciana caduca:
a s o m b r a r : «Hacer sombra una cosa a otra. (Acad.) El venera­

ble cuerpo nos permitirá advertirle que ya no se usa en semejante


acepción este verbo, reemplazándole ventajosamente la palabra som­
brear».
a l e g r a n t e : «Esta voz nos parece de mal gusto, sobre ser anti­

cuada; si bien no es extraño que la adopte el comité académico, por


ser contemporánea de sus decrepitudes filológicas».
¡a h !: «Interj. de dolor o pena, que equivale a lo mismo que ¡ay!
(Acad.) Tenga entendido la desmemoriada abuela que la exclamación
¡ah!, sea sola como partícula interjectiva, sea acompañada de otras de
su especie, figura susceptible de muchísimos sentidos; puede ser ex­
presión de dolor o pena, como de lo contrario, esto es, de placer o
gozo; de hilaridad, risa, algazara, alegría, triunfo; de admiración,
asombro, sorpresa, pasmo; de reprensión o amenaza, de duda o incer-
la definición lexicográfica subjetiva 313

tidumbre; de burla, befa, irrisión, menosprecio, escarnio, chacota; de


venganza, furor, cólera, ira, rabia; de furioso deleite y complacencia
en cínicas o impúdicas sensualidades, etc., etc. Todo lo cual omitía
con su habitual chochez la caduca matrona que educó a nuestros ma­
yores y a los hijos de sus hijos, con ínfulas de exclusiva maestra».

La autoridad de la Academia, en realidad, es meramente oficial


(«los hablistas oficiales», s.v. represalia; «la corporación de los ha­
blistas de oficio», s.v. comunero). ¿Qué consideración merece, pues,
su diccionario?
c a s o a t r i í g u a s : «ant. El que quebranta las treguas. (Acad.) De
suerte que, por este mismo estilo, nos seria muy fácil multiplicar vo­
ces lastimosamente maijinales; como cascapaces, cascatratados,
cascaconvenios, cascadiccionarios, especialmente académicos. Unas
veces por mucho y otras por poco, pero siempre con oportunidad, eso
sí».

En conclusión: las definiciones jocosas, las bromas a costa de la


Academia, los comentarios satíricos, los juicios de valor sobre insti­
tuciones e ideologías, son elementos que, alternando, en proporción
desigual pero nunca alta, con los contenidos lexicográficos objetivos,
representan en el Diccionario nacional la burlona, inquieta, vivaz,
contestataria personalidad de su autor. La presencia de este ingre­
diente es heterodoxa, no solo frente a la norma lexicográfica actual,
formulada por Julio Casares en los párrafos con que he iniciado estas
notas, sino frente a la norma de su propio tiempo, que, practicada con
apreciable rigor en los diccionarios españoles desde hacía un siglo,
era formulada por primera vez por Vicente Salvá, justamente en aquel
mismo año 1846 en que se publicaba la obra de Domínguez6. Esa
heterodoxia, que es una de las singularidades del libro, constituye
hoy, ciento treinta y seis años después de su aparición, el cebo más
fuerte para el lector curioso.

6 «Un lexicógrafo nunca debe manifestar sus propensiones ni su modo de pensar


en materias políticas y religiosas» (Salvá, 1846: xiv).
314 Diccionarios anteriores a 1900

Pero no sería justo, por valorar este interés anecdótico, olvidar la


significación que este diccionario tiene en la historia de la lexicogra­
fía española: su propia rebeldía frente a la Academia y su ansia de su­
perarla llevan a su autor a una revisión crítica de todo el Diccionario
académico y a la incorporación de gran número de acepciones y en­
tradas que enriquecían notablemente el conocimiento del léxico espa­
ñol (aun sin contar los tecnicismos). Domínguez, devoto del progreso,
considera que es necesario hacer un diccionario de su tiempo, que re­
fleje la lengua viva, lejos del conservadurismo del «venerable cuer­
po»; es muy apreciable, aunque no muy apreciado, el esfuerzo reali­
zado por él en ese sentido, con el resultado — que espero demostrar
algún día— de un buen caudal de datos valiosos para la historia de
nuestro léxico.
17

LA CRÍTICA DE CUERVO AL DICCIONARIO


DE LA ACADEMIA ESPAÑOLA*

1. I n t r o d u c c ió n

En 1874 publicó Rufino José Cuervo, en el tomo I del Anuario de


la Academia Colombiana, sus Observaciones sobre el Diccionario
de la Real Academia E s p a ñ o la La crítica de Cuervo se refería a la
undécima edición de esta obra, aparecida en 1869. Como esta edición,
a pesar de su fecha, no presentaba rasgos excesivamente revoluciona­
rios respecto a la anterior, de 1852, la cual, a su vez, tampoco había
escandalizado por sus innovaciones, las observaciones del maestro
colombiano resultan de un alcance bastante más amplio que el expre­
samente propuesto. En algunas de las ediciones posteriores del Dic­
cionario académico, empezando por la inmediata, de 1884, se fueron
incorporando poco a poco parte de las correcciones que Cuervo suge­
ría, sin que podamos saber si ello se debió a influencia directa o a pu­
ra coincidencia. De todos modos, cien años largos después de escritas
las Observaciones, algunas de ellas siguen teniendo perfecta actuali­
dad.

’ [Escrito en 1982, este trabajo se publicó en Homenaje a Alvaro Galmés de


Fuentes, III, Madrid 1987, 249-61],
1 Fueron reimpresas en Disquisiciones Jilológicas, Bogotá 1939, I, y en Disquisi­
ciones sobre fdología castellana, cds. de Buenos Aires 1948 y Bogotá 1950. Citaré
por la ed. de Obras. II, 1954, 58-84.
316 Diccionarios anteriores a I 9 qq

El trabajo de Cuervo se divide en dos partes: «Observaciones ge­


nerales» y «Observaciones particulares». Las primeras son de tipo
metodológico; las segundas son adiciones y enmiendas al caudal léxi­
co, Centraremos ahora nuestra atención sobre las observaciones gene­
rales2. Puede hacerse en estas una separación en dos grupos: las que
se refieren a la macroestructura y las que se refieren a la microes-
tructura. Las del primer grupo, que son las menos, plantean tres cues­
tiones: el alfabeto, los tecnicismos y los nombres propios.

2. E l a l f a b e t o

En cuanto al alfabeto, propone Cuervo que, del mismo modo y


por la misma razón que la Academia dio estatuto de letras a las com­
binaciones ch y 11, debería hacer lo propio con la combinación rr (Ob­
servación XII). «Distínguese tan bien — dice— la r de la rr como se
distingue la / de la 11». Consecuente con esta idea, él mismo la
pondrá en práctica años después en su Diccionario de construcción
y régimen, donde, por ejemplo, corregir va detrás de corto, o donde
acorrer va detrás de acortar. Cuervo no deja de adivinar que su pro­
puesta no será acogida con entusiasmo por todo el mundo, y sale en
seguida al paso de los posibles objetores: «Acaso no faltará quien ha­
ga el reparo de que con la nueva práctica se rompe la uniformidad
que, en cuanto al ordenamiento alfabético, reina en las lenguas ro­
mances». Convencido, sin embargo, de su propia razón, el argumento
le parece irrelevante, e inmediatamente replica: «Pero esta uniformi­
dad no es un bien sino en cuanto sea razonable. Ya se empezó a alte­
rar desde que consideró como un signo indivisible el que se compone
de una c y una h, y ningún mal se ha seguido de tal innovación».
La Academia no se ha movido ante el razonamiento de Cuervo y
ha seguido considerando «una letra» a los dígrafos ch y 11, y dos le­
tras, en cambio, a rr. Pero, extraoficialmente, va cundiendo la tenden­
cia opuesta a la de Cuervo, tendencia basada justamente en la obje­
ción que él menospreciaba: el inconveniente que supone la ruptura

2 Las «particulares» fueron estudiadas por Augusto Malaret (1941-42).


la crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 317

del alfabeto universal. La misma razón fonológica que los hispanoha­


blantes tenemos o tendríamos para individualizar como letras ch, 11,
p-, podrían alegar los francohablantes para dar igual trato a su ch y su
ph, los anglohablantcs a su th y su sh, etc. Las consecuencias en el
manejo de los diccionarios y de los índices, con una alfabetización
particular en cada lengua, serían bastante enojosas (aún más de lo que
lo son hoy para nosotros) para quienes tienen que trabajar a diario con
idiomas diferentes, es decir, para casi todo el mundo. Pero además,
como hizo notar Menéndez Pidal, primer defensor de la postura uni­
versalista, la mezcla de alfabetismo y fonctismo en el sistema español
es imperfecta (Menéndez Pidal, 1945: x i i i ) , no solo porque hoy se
discrimina a la rr frente a las privilegiadas ch y 11, sino porque, si lle­
váramos la lógica hasta el fin, tendríamos que alfabetizar c velar (ca,
co, cu) separada de c no velar (ce, ci), y g sonora (ga, go, gu) separa­
da de g fricativa sorda (ge, gi), tal como hacía Antonio de Nebrija3.

3. LOS TECNICISMOS

Unamuno, en su habitual desmesura, calificaba a Cuervo de reac­


cionario (Unamuno, 1919: 909-914). Evidentemente, el autor de las
Apuntaciones criticas no era un anarquista; pero su conservadurismo
estaba inspirado, no por el inmovilismo ciego de la mayoría de los
puristas, sino por una apasionada preocupación por la unidad del
idioma, cuyo mantenimiento consideraba un deber de todos los his­
panohablantes y cuya posible pérdida futura se le aparecía como un
triste fantasma4. Teniendo en cuenta este espíritu, se comprende que
por un lado alabe la cautela con que la Academia admite vocablos
nuevos, y por otro le recomiende que no se demore en la adopción de
términos técnicos de artes y ciencias, para evitar que «empiecen a

3 [En 1994, el X Congreso de Academias de la Lengua Española acordó la supre­


sión en el alfabeto español de las “letras” ch y II, devolviéndoles su condición de me­
ras combinaciones de letras],
4 Recuérdense su famoso prólogo al Nastasio, de Francisco Soto y Calvo, 1899, y
su polémica con Juan Valera (cf. Valera, 1900: 1043-46; Cuervo, 1899-1903: 522-60).
318 Diccionarios anteriores a 1900

circular y a imponerse en una forma afrancesada que después es difí­


cil desarraigar» (Obs. XIII). La razón es que «las Academias no de­
ben contentarse con ser cuerpos pasivos; deben influir también, cien­
tíficamente, en la dirección del uso y en el movimiento de la lengua».
Esta idea no está mandada retirar, como algunos piensan (v. Migliori-
ni, 1963; Alonso, 1956; Marcos, 1979: 77 y sigs.).
En este punto, el Diccionario de la Academia, que hasta el mo­
mento en que Cuervo escribe había sido, a semejanza del de la Aca­
demia francesa, primordialmente literario, inicia en su edición de
1884 una política de apertura que se ha ido incrementando visible­
mente a lo largo de nuestro siglo, de manera muy particular en las
ediciones decimonovena (1970) y vigésima (en prensa hoy, 1982). La
demanda de Cuervo se va, pues, satisfaciendo, si bien no siempre,
quizá, con la eficacia que él deseara. Ahora bien, este progreso lleva
consigo un peligro de hipertrofia en el caudal del Diccionario. Dice
con razón Alonso Zamora Vicente que, «en realidad, solo deben pasar
a un diccionario común aquellas voces especializadas que hayan al­
canzado una notoria difusión, bien en la lengua hablada, bien en la
escrita» (dice esto en el prólogo a un extenso diccionario común cua­
jado de tecnicismos); el resto de los tecnicismos debe quedar para los
diccionarios de las especialidades respectivas (Zamora Vicente, 1980:
8). De no atenerse rigurosamente a esta estrategia, el Diccionario
académico será dentro de un par de generaciones un monstruo abso­
lutamente inmanejable; ahora mismo ya tiene un tonelaje que casi ha­
ce que literalmente «se caiga de las manos». La Academia tiene ante
sí el problema de hacer frente a este riesgo físico, sin renunciar, por
otra parte, al importante papel orientador que le señalaba el filólogo
colombiano y que, sin duda, forma parte de su propia razón de ser.

4. Los N O M B R E S P R O P IO S

Dedica Cuervo otra de sus observaciones a la cuestión de los


nombres propios, desde un ángulo particular: «¿Deberán introducirse
en el Diccionario las formas peculiares de la lengua castellana, de
la crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 319

nombres geográficos e históricos? Aunque estas voces sean de origen


extranjero, la forma en que se castellanizaron nos pertenece [...]. Hoy
día se están olvidando estos nombres, usándose a cada paso los origi­
nales del respectivo país, o, lo que es peor, la forma en que a su idio­
ma los han asimilado los franceses» (Obs. X). La idea de incluir en el
diccionario de lengua los nombres propios es rechazada habitual­
mente por razones semánticas; pero de hecho, por razones didácticas
varias, hay diccionarios modernos — sin contar los enciclopédicos,
por supuesto— que incluyen tales nombres en mayor o menor medi­
da, bien en apéndice, bien, más frecuentemente, intercalados en la
nomenclatura general; así el Diccionario Vox, el Moliner, el Petit Ro­
bert, el Collins. Por otra parte, no siempre actúan de forma coherente
los diccionarios que excluyen los nombres propios. Así, la Acade­
mia da acogida sistemática a todos los nombres de astros y también
a algunos religiosos (María, Jesús, Apocalipsis, Pentateuco, Génesis,
Corán, etc.). ¿Por qué los astros y no los continentes y países? ¿Por
qué los libros sagrados y no los profanos?
En realidad, aun dando por buenos los diferentes criterios que ha­
yan presidido la presencia de nombres propios en otros diccionarios,
razones prácticas y lógicas aconsejan que la Academia no solo desoi­
ga la tímida sugerencia de Cuervo, sino que elimine los nombres pro­
pios que aparecen diseminados a lo largo de todo el cuerpo de su Dic­
cionario. Con todo, la propuesta de Cuervo es interesante y merecería
ser anotada por la Academia en la lista de sus tareas docentes, al mar­
gen de la del Diccionario.

5. O b s e r v a c io n e s s o b r e l a m ic r o e s t r u c t u r a

El segundo grupo que hemos distinguido en las observaciones ge­


nerales de Cuervo al Diccionario académico atañe a su microestructu­
ra. Una parte de ellas recae sobre la estructura general de los artícu­
los; otra, sobre la información «externa» relativa al significante — lo
que suele llamarse la calificación de la palabra— ; y otra, en fin, sobre
la definición.
320 Diccionarios anteriores a 1900

6. L a e s t r u c t u r a d e l o s a r t íc u l o s

Una de las observaciones de Cuervo al Diccionario de 1869 se


extiende en realidad a todas las ediciones aparecidas hasta entonces
del Diccionario vulgar; más exactamente, afecta a la primera de ellas,
la de 1780, de la que las demás son revisiones. La meritoria tarea de
los académicos que elaboraron aquel texto consistió básicamente en
reducir a un solo tomo el contenido de seis (los seis del ilustre Dic­
cionario de autoridades). El esfuerzo de síntesis tuvo una cara positi­
va y otra negativa. Por un lado, se abreviaron notablemente las defi­
niciones antiguas; por otro, se extirparon todos los ejemplos. Cuervo
echa de menos esta última vertiente del artículo, que no solo daba
valor al primero de los diccionarios académicos, sino a los más apre­
ciados de las lenguas extranjeras. «¿Por qué no formar de los dos
[Diccionario de autoridades y Diccionario vulgar] uno solo — di­
ce— , conservando del primero algunos ejemplos, añadiendo otros,
suprimiendo muchas equivalencias y abreviando las definiciones más
o menos como están ahora?» (Obs. I).
No se puede decir que la pregunta de Cuervo haya sido escuchada
por la Academia. Es verdad que en la edición de 1884 del Dicciona­
rio aparecen algunos ejemplos inventados, y que el número de estos
ha ido creciendo en las siguientes; pero también es cierto que en la
edición de 1970 todavía pueden recorrerse columnas y columnas y
páginas y páginas sin un solo ejemplo. Ningún parecido con el Dic­
cionario de uso de Moliner o — por poner una obra de un solo to­
m o— con el francés Petit Robert. En la presentación de este último
dice Alain Rey: «No hay verdadero diccionario sin ejemplos. Cierta­
mente, una buena descripción del francés depende de los conoci­
mientos y los métodos del lexicógrafo, pero depende mucho más aún
de la realidad, es decir, del uso» (Rey, 1967: xvn).

7. E q u iv a l e n c ia s l a t in a s y n o m b r e s c ie n t íf ic o s

Más suerte empieza a tener, al cabo de un siglo, otra propuesta de


Cuervo. Una de las pocas novedades del Diccionario español de 1869
la crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 321

era la supresión de las equivalencias latinas que, por tradición, no


solo de la lexicografía española, sino de la europea, se ponían en cada
voz y en cada acepción. Esta supresión, aunque era un síntoma más
de la progresiva deslatinización de la cultura occidental, no fue, sin
embargo, mal acogida por el humanista Cuervo, quien hace una sola
reserva, y esta de carácter estrictamente científico. A su juicio, la
equivalencia latina debe conservarse en los artículos pertenecientes
al campo de las ciencias naturales, porque es indispensable para la
cabal inteligencia de las cosas definidas (Obs. II), Creo no falsear el
pensamiento de Cuervo si interpreto que las traducciones latinas a
que se refiere son los nombres botánicos y zoológicos; ya que preci­
samente en la Muestra de un diccionario de la lengua castellana que
el mismo investigador había publicado poco antes en colaboración
con Venancio G. Manrique (1871), aparecen estos nombres científi­
cos en los artículos lebrel, lirio y loto, únicos términos de ciencias de
la naturaleza que se incluyen en el ensayo5. Podemos pensar, por
tanto, que lo que Cuervo solicitaba no era precisamente la conserva­
ción de la correspondencia latina — tantas veces inexacta, como re­
conoció la propia Academia (1869: [m ])— de las viejas ediciones del
Diccionario, sino la presencia de la denominación latina establecida
por los naturalistas a partir de Linneo.
La práctica de la Academia, en las ediciones de su léxico poste­
riores a 1869, ha sido, en lo que respecta a los artículos de esta ma­
teria, revisar cuidadosamente las definiciones con un criterio am­
plificador, entreteniéndose en una serie de minucias más o menos
pintorescas y no demasiado esenciales para la comprensión del térmi­
no. Véanse, por ejemplo, en la edición de 1970, las copiosas defini­
ciones de lagarto (21 líneas), jineta (16 líneas), pino (15 líneas), le­
chuga (15 líneas), elefante (16 líneas), olmo (20 líneas), plátano (en
el Suplemento, 25 líneas la primera acepción, otras 25 la segunda),

5 No importa que los tres artículos citados correspondan a la parte redactada por
Manrique; el plan de la obra era común.
322 Diccionarios anteriores a 19QQ

etc. Curiosamente, en ninguna de las definiciones de voces de zoolo­


gía y de botánica se ha incluido hasta ahora el nombre científico del
animal o planta en cuestión.
Pero en los últimos años el criterio académico ha empezado a
cambiar, dando por fin la razón — aunque sin saberlo— al sabio bo­
gotano. En las adiciones y enmiendas previstas para 1^ edición vigé­
sima del Diccionario empezó a aparecer en 1978 el nombre científico
al lado de la definición del nombre de cada especie animal o botáni­
ca6. Dentro del océano del léxico, resulta minúscula la proporción de
artículos en que esta información va a constar; pero es evidente que
se trata de un primer paso para la revisión, en el mismo sentido, de
los innumerables artículos pertenecientes a este campo que figuran en
el Diccionario académico. Con ello se acompasará la Academia al
uso de los grandes diccionarios modernos, que empezó de manera
muy tímida y esporádica en el Littré (1863-72), se aplicó ya decidida
y sistemáticamente en el Oxford (1888-1928) y es hoy normal en
obras de categoría, como Webster (1961), Wahrig (1966), De Felice-
Duro (1975), Collins (1979). Sin salir de España, ya hace años que
Alcover-Moll (1930-62), Vox (1945) y Moliner (1966-67) ofrecen re­
gularmente este dato, que tampoco falta en el Diccionario histórico
(1960 y sigs.) de la misma Academia7.

8. L a c a l i f i c a c i ó n d e l a s v o c e s

Diversos tipos de calificaciones son comentados por Cuervo. En


la calificación gramatical, señala la inexactitud de llamar recíproco al
verbo que expresa una acción que el sujeto ejerce sobre sí mismo, y
propone el término reflejo (Obs. XI). Conviene tener presente que por
entonces el término recíproco recubría, no para Bello y Cuervo, pero

6 Cf. BRAE, 58 (1978), 7 y sigs., 203 y sigs., 385 y sigs, [Sin embargo, en ninguna
de las tres ediciones posteriores, 20.* (1984), 21 “ (1992) y 22* (2001), han aparecido
los nombres científicos].
7 No me refiero aquí a las enciclopedias. Entre las españolas, la primera que lo
ofrece es el Diccionario enciclopédico hispano-americano (1887-98).
fa crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 323

g{ para Salvá, tanto lo que entendemos por «reflexivo» o «reflejo»


como lo «recíproco» en sentido estricto (cf. Salvá, 1849: 61, 148 y
especialmente 211). Para la Academia, tanto en su Gramática como
en su Diccionario, recíproco y reflexivo eran voces perfectamente si­
nónimas (Academia, 1869, s.v. verbo; 1870: 208). Recíproco era,
pues, sencillamente un término genérico, como lo serán en diversa
medida sus sucesores. La edición del Diccionario criticada por Cuer­
vo fue la última en utilizar la vieja calificación; la de 1884 ya dice
reflexivo, calificación que llegará hasta la de 1956, y que en la de
1970 será sustituida, de manera quizá demasiado mecánica, por pro­
nominal.

9. M a r c a s dh ám bito

Tacha Cuervo con razón de «absurda» la confusión en el empleo


de la nota de poética aplicada tanto a las voces del arte poética como
a las del lenguaje poético. Su censura llega tal vez algo lejos cuando,
al pedir que la calificación se restrinja a las segundas, reclama que se
consideren solo en este grupo las que son realmente poéticas, y no las
que «no tienen de tales sino la afectación con que en verso las usaron
algunos poetas gongorinos» (Obs. VIII). Es este un criterio subjetivo,
y por tanto demasiado discutible para poder ser puesto en práctica. De
hecho, la Academia, a partir de su Diccionario de 1884, adoptó la
primera parte, pero no la segunda de la enmienda solicitada por
Cuervo.
Pero esta propuesta debería ser considerada con alcance más am­
plio. La Academia, por más que en su día haya rectificado su vieja
confusión en el uso de la calificación poética, sigue sin tener muy cla­
ra la norma de aplicación de las calificaciones «de ámbito». No hay
en los preliminares del Diccionario ninguna explicación al respecto.
Parece lógico, sin embargo, que abreviaturas como Astron., Bot., Fís.,
Mar., Quím., Zool, etc., indiquen que la voz o la acepción en cues­
tión no pertenecen al acervo de la lengua general, sino que están con­
finadas al uso de una determinada actividad o especialidad. Resulta
324 Diccionarios anteriores a 19qq

natural, así, que voces como acacia, ascua, estrella, perro, no lleven
nota alguna, y que en cambio la lleven protórax (Zool.), protoplasma
(Biol.), apófisis (Anat.). Pero, si seguimos aplicando ese criterio, no
es fácil comprender por qué oro, plata, plomo, cinc, palabras bastante
conocidas, aparezcan con la nota Quim., mientras que otro elemento
cuyo nombre es menos familiar, cesio, figura sin calificación alguna;
o por qué cometa es término de astronomía y estrella no; o por qué es
voz de los especialistas una palabra como cero, y en cambio se consi­
dera de todos epitrito (‘pie de la poesía griega’).
Puede ocurrir que el criterio seguido por la Academia no haya si­
do precisamente el que he presentado como «lógico». En todo caso,
no sería justo extremar la severidad al juzgar estas y otras incon­
gruencias (algunas quizá solo aparentes) del Diccionario: en primer
lugar, porque en toda obra lexicográfica, mucho más si es extensa,
son inevitables las desigualdades y aun contradicciones metodológi­
cas; y, sobre todo, porque estas incoherencias no pueden por menos
de salir a flote en una obra como la académica, que se ha ido forman­
do por la yuxtaposición de aportaciones de muchos individuos y de
muchas épocas. La única manera de salvar racionalmente este escollo
seria una revisión general del Diccionario, o más exactamente una re­
fundición, con criterios unitarios y rigurosos. Es este, precisamente,
uno de los proyectos más importantes que hoy tiene en cartera la
Academia.

10. M a r c a s g e o g r á f ic a s

Otra de las calificaciones que Cuervo comenta es la geográfica.


«Ciertos provincialismos que tienen nota genérica de americanos
— dice— deben llevar signo que especifique la comarca a que están
circunscritos. Léese, por ejemplo, en gala: "En América, el obsequio
que se hace dando una moneda”, etc. Somos americanos y no cono­
cemos tal acepción sino por el Diccionario» (Obs, IX). El ejemplo de
gala viene hoy con una localización bastante más precisa: Antillas y
Méjico (sobre esta palabra, v. Seco, 1988c: 92-94 [= capítulo 20 de
la crítica de Óuervo al Diccionario de la Academia 325

este libro, págs. 369-370]). No solo en la localización geográfica de


los americanismos, sino en su misma incorporación, la Academia ha
ido introduciendo mejoras cada vez de mayor alcance. En un primer
momento, se beneficia de la cooperación de algunas Academias her­
manas — en 1884 agradece la colaboración de la Mejicana, la Vene­
zolana y la Colombiana (detrás de esta última está sin duda la voz de
Cuervo)— y del aprovechamiento directo de algunos vocabularios
hispanoamericanos; después, desde mediados de siglo, estas dos fuen­
tes se han visto incrementadas por la creación de la Asociación de
Academias de la Lengua Española y sobre todo por la fundación
en Madrid de la Comisión Permanente de Academias, cuyos frutos
son muy visibles en el Diccionario de 1970 y lo serán más en la edi­
ción vigésima. Es muy posible que, proporcionalmcnte, haya sido
más importante el progreso en el tratamiento de los americanismos,
incluida su calificación geográfica, que en lo que se refiere a los re­
gionalismos españoles,

11. M a r c a s d ia c r ó n ic a s

En la edición de 1869, el Diccionario académico había retirado la


nota de anticuadas de muchas voces, no porque hubiesen dejado de
serlo, sino porque se tenía por deseable rehabilitarlas en el uso, ya
que aquella calificación «podía retraer de emplearlas a los que miran
como un estigma afrentoso la mucha antigüedad de un vocablo». La
Academia, pues, tomaba la postura, no excesivamente científica, de
suplantar lo que es por lo que (a su juicio) debe ser. Cuervo no puede
estar de acuerdo con este falseamiento (Obs. VII). Lo que él conside­
ra conveniente es fijar «el grado de antigüedad o novedad de las vo­
ces por períodos»; o, por lo menos, distinguir entre «voces antiguas,
que usaron mucho los clásicos, y aunque han dejado de usarse no han
muerto ni morir pueden, a la sombra como están de obras inmortales;
y voces anticuadas, muertas, que usaron solo autores antcclásicos, o
que recogieron curiosos anticuarios como Covarrubias, de cuyo Teso­
ro tomó la Academia muchas que no se apoyan en ejemplo alguno».
326 Diccionarios anteriores a 1900

Como se ve, la actitud de Cuervo no es frontalmente opuesta a la


académica. No aprueba la ocultación de la antigüedad de las palabras;
pero coincide en el fondo en la idea de que esa antigüedad no debe
ser motivo en sí para que dejen de usarse. Sostiene, respecto a las vo­
ces de los clásicos, la afirmación de que, aunque han dejado de usar­
se, no han muerto ni morir pueden. ¿Quiere decir que deben formar
parte del vocabulario pasivo del hablante? Si es así, la propuesta es
bastante más sensata que la de convertirlas por decreto en palabras
vigentes. De todos modos, la distinción sugerida entre palabras «anti­
guas» y «anticuadas», siendo tan deficiente el conocimiento histórico
del léxico español — más aún en la época de Cuervo que en la ac­
tual— , es sumamente difícil de poner en práctica sin exponerse a
numerosos y graves errores.
También es arriesgada la otra pretensión, la de fijar el grado de
antigüedad de las voces por períodos, si no se cuenta con la informa­
ción suministrada por un diccionario histórico. Pese a ello, la Acade­
mia ha tenido el valor de intentar establecer una rudimentaria escala
cronológica (cf. Academia, 1970: xxrv), siguiendo la idea de Cuervo:
a) voz anticuada, que pertenece exclusivamente al vocabulario de la
Edad Media («pero también se califica de anticuada la forma de una
palabra, como notomia por anatomía, que aunque usada hasta el siglo
xvii, ha sido desechada en el lenguaje moderno»); b) voz desusada, la
que se usó en la Edad Moderna, pero que hoy no se emplea ya, y c)
voz en uso, que en realidad no recibe ningún nombre de la Academia
y se distingue de las de los otros grupos en el Diccionario por no lle­
var calificación cronológica alguna. Esta clasificación, aparte de con­
fusa (¿por qué ese doble sentido de «anticuada»?; ¿qué se entiende
por «moderno», las dos veces que se usa este término?), tiene el in­
conveniente de que en la práctica se realiza de manera defectuosa.
Por ejemplo, la falta de calificación en voces como ablandahigos,
alabiado, alardoso, albardanería, maguer, habría de interpretarse
como que se trata de voces vivas en el español actual, cuando la rea­
lidad es, según he demostrado en otra ocasión, que les correspondería
la calificación de desusadas (cf. Seco, 1979c: 399-400; 1980: 21, y,
La crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 327

sobre todo, 1988a: 561-566 [son los capítulos 11 de la primera edi­


ción de este libro, pág. 225; y 7 y 4, de la edición presente, págs. 117
y 73-80])8. La carencia de una documentación rigurosa y la baja utili­
zación de la existente hacen que, por hoy, errores como los mencio­
nados no sean casos aislados en el Diccionario. Es de esperar que la
prevista revisión general a que antes me referí consiga poner mayor
precisión en este punto.

12. L a s d e f in ic io n e s

Un grupo, en fin, de las observaciones de Cuervo referentes a la


microestructura del Diccionario es el que atañe a las definiciones. En
estas señala como deseable que «se perciban con alguna, si no con to­
da claridad, las delicadas diferencias que constituyen la sinonimia»
(Obs. IV). El deseo de Cuervo, por desgracia, sigue siendo el deseo
de todos los que consultan el Diccionario, y todavía uno de los más
inasequibles (cf. Casares, 1950a: 152-154). La mejora y pulimento
constantes que de una edición a otra se llevan a cabo en los enuncia­
dos definidores de muchos artículos no son suficientes para cubrir
esta demanda; y será necesario esperar, como para otros aspectos, a
que un día se lleve a cabo la proyectada revisión general del Diccio­
nario.

13. E l c ir c u l a r is m o

Otra de las reformas que Cuervo señala como necesarias es la


eliminación del circularismo, o «las referencias recíprocas», como él
dice (Obs. III). Es esta una de las más viejas trampas de la lexicogra­
fía: trampa para los lexicógrafos, que caen en ella una y otra vez, y
trampa que ellos, involuntariamente, tienden al lector, a quien traen
y llevan de un lado a otro del diccionario hasta dejarle, agotado, en el

8 El mismo Diccionario de autoridades, al incluir algunas de estas voces, ya era


terminante: alardoso «es voz voluntaria y de ningún uso»; maguer «es voz antiqua-
da».
328 Diccionarios anteriores a 1900

punto de partida, sin haber conseguido descifrar el vocablo que le in­


teresaba. Como ejemplos de definiciones en círculo vicioso, Cuervo
cita las de alano y dogo, las de cono y cónico, las de escalón, grada y
peldaño, y las de doctrinar, enseñar e instruir. Si abrimos el Diccio­
nario de 1970, vemos que los tres primeros cortocircuitos ya están re­
sueltos; aunque, si nos detenemos un momento en el artículo escalón,
hallamos que está asociado demasiado estrechamente con su veci­
no artículo escaleras9. En cuanto a la cuarta serie — doctrinar, ense­
ñar, instruir—•, sigue para ella en plena vigencia la censura de Cuer­
vo: doctrinar se define «Enseñar, dar instrucción»; enseñar, «Instruir,
doctrinar, am aestrar con reglas y preceptos»; c instruir, «Ense­
ñar, doctrinar». El mal, común a muchos diccionarios de todo el
mundo, se ilustra ampliamente en el académico10. No será, sin em­
bargo, demasiado difícil el remedio; bastará seguir el camino iniciado
en este sentido por María Moliner.

14. F o r m a d e l a d e f in ic ió n

Una atinada censura de Cuervo sobre la forma de la definición


encontró rápida acogida en el Diccionario de 1884. Eran incorrectas
en el de 1869 — herencia secular, pues tenían su raíz en el de Autori­
dades— las definiciones de adjetivos en forma de sintagma nominal,
es decir, iniciadas por el, lo o por persona o cosa (amable: «Lo que
es digno de ser amado») (Obs. III) A partir de la edición siguiente a
la criticada estas fórmulas nominales ya no figuran en las definiciones
de adjetivos.
Pero la certera observación de Cuervo tenía como última meta, no
la simple supresión de tales fórmulas, sino la equivalencia sintáctica

9 Escalón: «En la escalera de un edificio, cada parte en que se apoya el pie para
subir o bajar». Escalera: «Serie de escalones que sirve para subir o bajar».
10 Véanse algunos ejemplos en Moliner (1966: xiv) y Seco (1971: 94 y nota 2, y
1981 [= capítulo 22 de este libro]).
11 En 1726, este adjetivo se definía: «La Persona que por su natural dócil, suave,
apacible y cariñoso se concilia la común estimación, aprecio y amor. [...] Y también se
extiende y dice de la cosa que es digna de atención y aprecio».
la crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia 329
T-

entre el definido y el definidor. Curiosamente, el principio de la equi­


valencia sintáctica es una de las normas prácticas adoptadas en el
Diccionario de la Academia para la definición de las palabras no
gramaticales; pero hace excepción en la clase de los adjetivos, gran
cantidad de los cuales son definidos, no en metalengua de contenido,
sino en metalengua de signo, por medio de una perífrasis verbal que
nada tiene que ver con la equivalencia sintáctica propugnada por
Cuervo. Ejemplos: misericordioso: «Dícese del que se conduele y
lastima de los trabajos y miserias ajenos»; misterioso: «Aplícase al
que hace misterios y da a entender cosas recónditas donde no las hay»
(cf. Seco, 1977 [= capítulo 1 de este libro]). Esta falta de uniformidad
en el sistema de definición de los adjetivos — hábito compartido por
los diccionarios españoles, italianos y franceses que conozco, pero no
por los ingleses y alemanes— es, a mi entender, una de las «asignatu­
ras pendientes» del Diccionario de la Academia.

15. L a d e f i n i c i ó n d e v e r b o s t r a n s i t i v o s

Terminemos nuestra glosa de las observaciones de Cuervo con


una que está en la misma línea de la anterior, pero relativa, ahora, a
las definiciones de verbos transitivos. «Las definiciones de los verbos
— dice— , hasta donde esto es posible sin el auxilio de un ejemplo,
deben indicar el régimen. El que lea en el verbo mesar la definición
“arrancar los cabellos o barbas con las manos” imaginará errónea­
mente que con solo aquel verbo se expresan todas estas ideas. Un pa­
réntesis cuadrado que abrazase el régimen que el verbo no contiene
en sí pondría en claro el modo en que ha de usarse; en el caso citado
se marcaría de este modo: “Mesar. Arrancar [los cabellos o barbas]
con las manos”; y así en malversar: “invertir ilícitamente [los cauda­
les ajenos que uno tiene a su cargo]”, etc.» (Obs. V).
La observación de Cuervo tiene un interés excepcional. Por pri­
mera vez, que yo sepa, plantea en lexicografía el problema del con­
torno en la definición, proponiendo al mismo tiempo una solución
práctica (v. Seco, 1979a [= capítulo 2 de este libro]). Los primeros
diccionarios que muestran tener conciencia clara del problema son,
330 Diccionarios anteriores a 1900

según mis noticias, el Oxford English Dictionary, cuyo primer fas­


cículo apareció en 1884 y cuyo primer tomo se completó en 1888, y
el Dictionnaire général de Hatzfeld-Darmesteter, cuyo tomo primero
se publicó en 1889; es decir, entre diez y quince años después de la
breve nota de Cuervol2. Pero aún hay más: tres años antes del artículo
que estoy comentando, el mismo Cuervo y Venancio González Man­
rique habían publicado su Muestra de un diccionario, que recogía los
resultados de un intento iniciado por los autores en 1863 (González
Manrique / Cuervo, 1871; sobre la historia del proyecto, v. Cuervo,
1886: ih), y en el cual, sin comentario ninguno, se aplicaba el sistema
que luego explicaría Cuervo (tan solo con una mínima variante: la
utilización de paréntesis redondos en vez de cuadrados). He aquí al­
gunos ejemplos de definiciones que se pueden leer en la Muestra:
d a r l u z (s.v. luz): « 2 . Ilustrar, iluminar ( e l entendimiento). 3 .
Informar; aclarar, esclarecer (la verdad o el verdadero sentido de una
cosa)».
s a c a r a l u z (s.v. luz): «Imprimir, publicar (alguna obra). 2.

Descubrir, manifestar (lo que estaba oculto)».


o c u p a r : «Tomar posesión de (alguna cosa). [...] 3. Llenar o tener
(un lugar en el espacio). 4. Habitar (una casa), estar en posesión de
(algún bien inmueble). 5. Desempeñar, disfrutar (algún cargo, desti­
no, empleo, dignidad). 6. Emplear, consumir (el tiempo). 7. Señorear,
dominar (en especial respecto al ánimo, los afectos), 8. Llamar o fijar
la atención de (alguno); traer cuidadoso, solícito (a alguno). [...] 10.
Dar ocupación o trabajo (a alguno)».

El método, es cierto, no se sigue con la misma regularidad en


otras definiciones de la Muestra; pero los ejemplos transcritos prue­
ban con suficiente relieve con cuánta nitidez se había planteado la
cuestión Rufino José Cuervo.

12 No he encontrado antecedentes en los diccionarios de Bcschcrcllc (1845 y otr


ediciones posteriores) y Littré (1863-72), dos de los ídolos lexicográficos de nuestro
autor. Sin embargo, de manera algo desdibujada, se encuentra ya una atención al pro­
blema en el Webster's Complete Dictionary o f the English Language, ed. de 1864 (no
he podido ver ediciones anteriores).
l a critica de ÍSuervo al Diccionario de la Academia 331

Lo curioso es que después, cuando el ilustre maestro publica los


dos tomos del monumental Diccionario de construcción y régimen
(1886-93), su tratamiento de la definición de los verbos transitivos ya
no es el propuesto en 1874. Se observa, sí, una preocupación por no
incluir en el enunciado definidor el complemento directo del verbo
definido, unas veces omitiendo del todo su mención (abatir: «Derri­
bar a fuerza de golpes, y por extensión, Echar por tierra, destruir, des­
baratar»); otras veces, mencionándolo al margen del enunciado pro­
piamente dicho, bien anteponiéndolo y separándolo de este con una
coma y con la mayúscula que señala el comienzo del mismo (aban­
donar: «Tratándose de lugares, Salir de ellos sin intención de vol­
ver»), o bien, más raramente, pospuesto y separado por una pausa de
coma o punto y coma (abdicar: «Dejar o renunciar enteramente; úsa­
se propiamente hablando de las dignidades soberanas, como la coro­
na, el imperio»). Pero en ningún caso se recurre al procedimiento del
paréntesis, Por otra parte, y esto es lo desconcertante, aparece con
frecuencia, dentro del enunciado definidor, el complemento directo
del verbo definido; esto es, justamente lo mismo que había reprocha­
do en otro tiempo a la Academia;
c o p i a r : « a ) Escribir l o mismo que está escrito en otra parte, b ) Ir
escribiendo lo que dice otro en un discurso seguido, c) Hacer una
obra de pintura o escultura a entera semejanza de otra que se tiene a
la vista, d) Hacer una obra de pintura o escultura imitando la natura­
leza. [...] f) Imitar o remedar a una persona, g) Imitar servilmente el
estilo o las obras de escritores o artistas».

¿A qué se debe esta deserción de sus propias ideas anteriores?


Cuervo, en su máxima obra, parece seguir con desgana o a medias el
principio escuetamente enunciado en su artículo de 1874, como lo
prueba su oscilación entre la definición transitiva sin objeto y con
objeto13; pero, incluso en los momentos en que se atiene a aquel prin­

13 Porto Dapena (1980: 331) reconoce esta «vacilación a la hora de distinguir los
elemenlos ajenos a la definición»; pero cita un ejemplo, «aludir = hacer referencia [a
una persona o cosa] sin mencionarla directamente», que induce engañosamente a creer
que Cuervo empleó los corchetes para aislar los elementos de contorno. No hay tal co-
332 Diccionarios anteriores a 19qq

cipio, no sigue el sistema propuesto por él mismo en 1874 y practica­


do también por él en 1871. ¿Se ha desinteresado del problema porque,
tratándose ahora de un diccionario de sintaxis y con ejemplos, los
complementos directos se hacen explícitos por otros procedimientos?
Esto no justificaría la disparidad de las soluciones adoptadas. Sea
como fuere, no deja de resultar algo enigmática esta irregularidad en
un filólogo siempre admirado por su rigor.
¿Y cómo acogió la Academia, por su parte, la propuesta de Cuer­
vo? La ignoró y la sigue ignorando. La alternancia de las definiciones
de uno y otro tipo para los verbos transitivos (es decir, con inclusión
y con exclusión del objeto) es una de las constantes del Diccionario,
si es que se puede hablar de constancia en un caso como este. Mez­
clados con enunciados del tipo expender, «vender al menudeo», sur­
gen continuamente enunciados del tipo lavar, «limpiar una cosa con
agua u otro líquido» (cf. Seco, 1979a: 185-186 [= capítulo 2 de este
libro, págs. 50-52]). Es evidente que la Academia es indiferente por
completo a este problema. Bien es verdad que en ello la siguen la in­
mensa mayoría de los diccionarios españoles, criados a sus pechos; y
que, por otra parte, la acompañan muchos diccionarios franceses e
italianos. Pero no debe olvidarse que algunos de los mejores dicciona­
rios franceses, y en general todos los ingleses y alemanes, consideran
una exigencia de precisión en la técnica definitoria marcar con nitidez
la separación entre los elementos que son propiamente del contenido
y los que pertenecen al contorno. Y notemos que dos diccionarios es­
pañoles bien conocidos, Vox y Moliner, ya ponen en práctica esa dis­
tinción; el primero, precisamente con el mismo sistema propuesto por
Cuervo.

16. F in a l

Termina aquí nuestra revisión de las reflexiones que, hace más de


cien años, suscitó a Rufino José Cuervo el examen de la entonces úl-

sa: los corchetes están puestos por J. A. Porto, quien ha olvidado advertir que son su­
yos.
la crítica de Óuervo al Diccionario de la Academia 333

tima edición del Diccionario académico. Hemos visto cómo en ellas


brillan la lucidez, el buen sentido y el profundo conocimiento de la
lengua que son peculiares del «maestro excelente y superior del habla
de Castilla», como le llamó en 1888 Juan Valera (1888: 268). En ge­
neral, estas observaciones se adelantan netamente a lo que era usual
en la lexicografía de su tiempo, y algunas de sus propuestas fueron
adoptadas, con más o menos celeridad, por la Academia Española, a
quien iban dirigidas. Pero otras quedan, «del salón en el ángulo oscu­
ro», con su intacta modernidad, esperando al lexicógrafo que sepa
leerlas.
C u a r ta p a r te

DICCIONARIOS DEL SIGLO XX


18

LA OTRA VOZ DE LA ACADEMIA ESPAÑOLA:


NOTAS SOBRE EL DICCIONARIO MANUAL'

1. En el año 1915, el sosegado transcurrir de la lexicografía aca­


démica fue agitado por una pequeña conmoción, producida por el
acuerdo de publicar una versión manual e ilustrada del Diccionario
de la lengua castellana, cuya edición decimocuarta acababa de apare­
cer en el año anterior. Mas la idea de editar una versión manual del
Diccionario no era nueva: ya un siglo atrás (1814) se había pensa­
do en su oportunidad, si bien no se llevó adelante (Cotarelo, 1928:
30-31). Y en realidad, el propio Diccionario común (DC) nació en
parte de presupuestos semejantes a los de un diccionario manual: la
necesidad de poner la obra de la Academia — el Diccionario por ex­
celencia, es decir, el “de Autoridades”— al alcance de un público
amplio y la conveniencia de hacer más cómodo su manejo, reducién­
dola a un volumen. Aparecida en 1780 esa versión compact — a la
que los académicos se referían como “el Compendio”— , no tardó en
ir borrándose de la memoria colectiva su condición vicaria y abrevia-
dora, hasta el punto de que muy pocos hoy, incluso dentro de la Aca­
demia, tienen conciencia de que el actual Diccionario manual (DM)
no es, en el fondo, sino el compendio de un compendio.

[Publicado en Hispanic Linguistic Studies in Honour o f F. W, Hodcrofi, Oxford


1993, 153-69].
338 Diccionarios del siglo XX

El diccionario manual proyectado en 1915 se proponía llegar a un


sector social más amplio que el destinatario tradicional del DC, no
solo imprimiendo un determinado giro a su fisonomía interna, sino
haciéndolo mucho más económico y físicamente mucho más maneja­
ble. Parece razonable no descartar la probabilidad de que como estí­
mulo de la iniciativa académica actuase la aparición reciente (1912)
del Pequeño Larousse ilustrado, adaptación española, redactada por
Miguel de Toro y Gisbert, del Petit Larousse (1906) de Claude Auge.
En apoyo de la hipótesis de este influjo están algunas semejanzas vi­
sibles entre el nuevo producto académico, tal como se presentó en su
primera edición, y el vástago español de la editorial parisiense: la
ilustración, el formato idéntico, la información gramatical, la atención
especial a los usos hispanoamericanos, y la inclusión de neologismos
no presentes en el Diccionario académico grande.

2. Publicado por fin en 1927, el Diccionario manual e ilustrado


de la lengua española se abrió camino con fuerza. Su éxito se debía a
que su oferta no solo comprendía la comodidad del manejo, la mode­
ración del precio y las diversas informaciones nuevas que acabo de
mencionar, sino, sobre todo, el mantenimiento de la garantía acadé­
mica, hasta entonces solo ostentada por el DC. El D M reproduce todo
el contenido del diccionario mayor, exceptuando las etimologías y to­
das las voces y acepciones que en este último llevan las marcas de
anticuadas o desusadas.
Además de este contenido “académico”, y reemplazando al con­
tingente de las voces y acepciones reputadas fuera de uso, el DM
ofrece una información lexicográfica suplementaria nítidamente dis­
tinguible para el lector por medio de una señalización que diferencia
bien lo “académico” (es decir, lo que es reproducción del DC) y lo
“no académico” (la aportación propia del DM). Este último sector
está constituido por dos subsectores. El primero es el de los “regiona­
lismos, así de España como de América” y “muchas otras voces co­
munes o técnicas que no hay motivo para censurar, pero que la Aca­
demia no quiere acoger en su Diccionario general, fundada, las más
la otra voz de w Academia Española 339

veces, en que son voces demasiado recientes y no puede presumirse si


llegarán a arraigar en el idioma” (Academia, 1927: vni). Un segundo
subsector es el de “los vocablos incorrectos y los extranjerismos que
con más frecuencia se usan”, con indicación de la “expresión propia­
mente española que debe sustituirlos”.
Tres ediciones del D M han seguido a la de 1927: 1950, 1983-85 y
1989. Si comparamos estas fechas con las de las ediciones del D C a
lo largo de este siglo (1914, 1925, 1939, 1947, 1956, 1970, 1984), lo
primero que llama la atención es el contraste entre la relativa regula­
ridad con que se espacian las apariciones del DC y la acusada arritmia
del DM. El segundo fenómeno que se observa es que desde el año
1927, en que nace el DM, este no se ha reeditado hasta hoy más que
tres veces, mientras que en el mismo período el D C ha salido cinco
veces.
La irregularidad en el ritmo de las ediciones del D M se matiza al
considerar las circunstancias de la publicación de la tercera y la cuar­
ta. La tercera se presentó en forma de fascículos semanales, de 1983 a
1985. Una vez encuadernados los 120 fascículos (no 200, como por
error dice Academia, 1989: vu), resultaban seis volúmenes en for­
mato 19,5 x 27 cm, con un total de 2400 páginas copiosamente ilus­
tradas. Como no era indiscutible que este producto respondiese a su
denominación de “manual”, la Academia advertía al frente de él que
esta edición presentaba como novedad la “aparición en fascículos
además de la edición normal en tomos” [j/c]. Pero la publicación de
la edición “normal” se retrasó por razones técnicas. Esta demora for­
zosa fue aprovechada por el equipo redactor para llevar a cabo una
nueva revisión del texto, con lo cual la prevista presentación en un
tomo de la tercera edición pasó a ser una cuarta edición. Ahora bien,
la hermandad entre una y otra es evidente, hasta el punto de que lo
que se ha escrito sobre una de ellas es en líneas generales aplicable a
la otra. Tal ocurre, v. gr., con el extenso comentario de Emilio Loren­
zo (1988) a la edición tercera y con el artículo de Manuel Casado
(1989) a propósito de la cuarta.
340 Diccionarios del sig fa x é

La escasez relativa de ediciones del DM frente al DC es o tra^ isí'


ble anomalía. El primero nació a la sombra del segundo: “Este£Qi¿L
cionario Manual — dice la Advertencia de la primera edición —4 es'un
resumen y a la vez un suplemento de la décima quinta edición del
Diccionario de la lengua española que la Academia acaba de editar”
(Academia, 1927: vn). Parecía lógico esperar que las ediciones suce­
sivas del DC dieran lugar a consiguientes puestas al día de su herma­
no menor. Salvo la revisión de este en 1950, la Academia solo mostró
acordarse de él para reimprimirlo en offset múltiples veces hasta
1983. Afortunadamente, el desinterés de la Academia parece haberse
rectificado en los últimos años. Solo es de lamentar, en las ediciones
recientes, el olvido de tres características fundamentales de las pri­
meras: el formato reducido, el volumen manejable y el precio eco­
nómico, que constituían ventajas no desdeñables frente al diccionario
grande. El injustificado afán de poner en primer plano lo puramente
ornamental es un lastre que pesa perniciosamente sobre aquellas ca­
racterísticas y, en definitiva, sobre la propia obra. Con este aumento
de volumen y de peso contrasta el cuidado que muchos editores, par­
ticularmente extranjeros, ponen en que sus diccionarios manuales
guarden la línea, a fin de salvar siempre su carácter esencial.

3. Como en el D M las palabras y acepciones no “oficialmente re­


conocidas” por la Academia (es decir, las incluidas en él sin que figu­
ren en el DC) se imprimen con signos que las diferencian del resto del
vocabulario, no es difícil tomarlas como punto de partida para buscar
algunas claves de la actitud oficiosa de la Academia ante los elemen­
tos léxicos nuevos o que se le presentan como nuevos. Con ese pro­
pósito he efectuado una exploración de tanteo a lo largo de algunas
páginas de la última edición del DM, poniéndolas en contraste, cuan­
do procedía, con las correspondientes de la primera edición. Las en­
tradas estudiadas pertenecen a dos sectores de la letra M, el primero
desde m hasta margullo y el segundo desde me hasta mezquite.
otra voz de la 'Academia Española 341

^ '3 .1 . En primer lugar, es curioso considerar que el número de en­


cadas del sector acotado, 2319, no solo supera al de la primera edi­
ción, 1946 — lo cual es perfectamente natural— , sino al del último
pC, 2230. Si extrapolamos este dato llegaremos a la paradójica con­
clusión de que el diccionario pequeño es más extenso que el grande.

3.2. El segundo punto que vale la pena anotar es la actitud ante


“los vocablos incorrectos y los extranjerismos”, que llevan un asteris­
co como indicación de que deben evitarse. La postura censora es
bastante acusada en la primera edición. En esta los asteriscos suma­
ban 49. En cambio, la edición cuarta trae un solo asterisco (mandoli­
no, incluido ya en la lista anterior). Algunos de los reprobados en
1927 han sido aprobados con el paso del tiempo y hoy figuran como
normales tanto en el DC como en el D M (por ejemplo, medidor, men-
suración, menú, metido). Otros tampoco son tachados ya de inco­
rrectos, pero, al no haber ingresado en el DC, se registran en el DM
con corchete (mandatario, manito, mansarda, marchanterío, mecho­
near, mediano, medical, melodio, memorista). Otras voces que lleva­
ban la marca infamante han sido eliminadas; la mayoría eran simples
errores fonéticos, generalmente populares y de diversa extensión geo­
gráfica, a menudo (no siempre con acierto) localizados por el diccio­
nario en uno o más países de América (manque, melitar, méndigo,
meope, etc.).
La observación de las variantes en el sector de los asteriscos nos
permite concluir que, en los sesenta y dos años que separan la primera
y la cuarta edición, se ha producido en la Academia un cambio en su
postura de crítica del lenguaje. En el aspecto metodológico, la Aca­
demia considera ahora inadecuado a un diccionario general prestar
atención a los errores fonéticos de nivel popular, por lo cual ha opta­
do por prescindir de los que antaño recogió y no incluir ninguno nue­
vo. Y en el aspecto ideológico, el purismo de otro tiempo ha perdido
dureza: parte de las voces antes censuradas están hoy instaladas en las
columnas del DC; otras, aunque no hayan alcanzado esa dignidad,
constan ahora en el D M simplemente con corchete, como no recogí-
342 Diccionarios del siglo XX

das en el grande, lo cual en el lenguaje académico no significa conde­


na, sino abstención provisional.

3.3. La provisionalidad de esa abstención alcanza a veces una


notable estabilidad. Así lo muestra el tercer nivel de nuestro análisis,
que se refiere precisamente a las voces y acepciones señaladas con
corchete. Atendiendo (aunque no literalmente) a las indicaciones de
la microestructura del propio diccionario, distribuyo esas adiciones en
seis grupos. Los cuatro primeros pertenecen al uso español general;
los dos últimos son de extensión geográfica limitada.
a) Voces y acepciones del nivel culto o medio del español gene­
ral, en número de 239. En realidad, esta cantidad hay que rebajarla en
una unidad, porque hay que dejar a un lado una palabra fantasma:
melga 'zahina, planta’, que debe su presencia a una errata de 1927,
donde se imprimió melga por melca en el lugar alfabético de esta úl­
tima (melca en DC de 1925 y ediciones posteriores). En las ediciones
siguientes del DM, en lugar de pensar en un error de imprenta se pen­
só en un error de alfabetización; sin embargo, se repuso en su sitio
melca ‘zahina’.
De las 238 voces y acepciones, algunas son viejas inquilinas del
idioma y llenan vacíos pendientes desde hace mucho en el DC; por
ejemplo, madrigalesco, magdaleniense, magníficamente, magnificar,
maniqueismo, manivela, manopla, manía de grandezas, hasta maña­
na, medida, mediocre, mediocridad, melodrama, memez, menchevi­
que.
Otras pertenecen a un estrato cronológico más o menos moderno,
y su no inclusión en el D C puede obedecer a la cautela con que este
suele tratar las novedades, o bien al recelo académico ante formas
que a sus ojos traslucen demasiado su procedencia extranjera; por
ejemplo, macramé, macrobiótico, machismo, magnetofón, manieris­
mo, mansarda, maratón, maratoniano, marchante, marginar y sus
derivados, mensajero, mentalizar, mesón.
Algunas voces y acepciones del español general que en este DM
figuran con corchete ya se encontraban igualmente en la primera edi­
la otra voz de la\icadem ia Española 343

ción: macfarlán o macferlán, magullón (que en 1927 se calificaba


de chilenismo), magnetizable, mandarinato, mantequería, menear
(que en 1927 era peruanismo), mesmeriano. Y ya cité antes los casos
de voces que han sido indultadas de su antiguo asterisco y ahora lle­
van corchete (mandatario, etc.).
En 1927, el número de corchetes de español general era mucho
más restringido: no pasaba de 20. Figuraban entre ellos palabras hoy
tan familiares para nosotros como malamente, mecanografiar, mefis-
tofélico, memorismo y mentalidad.
b) Voccs y acepciones con la etiqueta de familiares o vulgares, en
número de 68. Tres de ellas ya figuraban en 1927; malqueda (que
entonces se localizaba en Álava), metete (que se daba como de Chile
y Guatemala) y mezquita ‘taberna’. Otras, aunque no incluidas allí,
podían muy bien haberlo sido por su edad, y más de dos de las ahora
recogidas ya están marchitas. He aquí algunas muestras de este grupo:
tocar madera, viva la madre que te parió, magín, maldita sea, criar
malvas, mamarracho, mamón, a mandar, manduca, mangonear, ma­
nos de mantequilla, manojo de nervios, borrar del mapa, menda,
mengue, mercachifle, merienda de negros, metedura de pata. Entre
las más decrépitas están manflotesco, manús y la citada mezquita.
Otro sector, en este grupo, está formado por voces y acepciones
cuya vida es más corta y que en algunos casos hemos visto nacer:
macarra, maco, madera la policía’, madero ‘el policía’, de puta ma­
dre, magreo, mandanga, manitas, manta, marabunta, marcha, me-
ningítico, meódromo, merluzo, metralla.
También en 1927 era el grupo de las voces y acepciones familia­
res, entre las señaladas con corchete, mucho más reducido que en
1989: solo 7 se incluían, entre ellas mangante, mangoneador, meca-
chis, melón persona inepta’ y memada.
c) Extranjerismos, solamente 4 marcados como tales: made in,
maillot, maitre [ j í c ] y manager. En 1927 este grupo de palabras se
señalaba, no con corchete, sino sistemáticamente con asterisco, según
hemos visto en párrafos anteriores.
344 Diccionarios del siglo XX

d) Voces y acepciones técnicas y especiales, en número de 113


De las 113, sin embargo, hay que retirar una, mano-, elemento com ­
positivo fantasma procedente de 1983-85 y que es grafía errónea por
nano- (que por cierto ya está en su sitio). De las 112 que quedan, 4 ya
estaban en 1927, pero no han conseguido entrada en el DC: ma­
chihemhradora (que allí era chilenismo), maimona, mamitis, me-
senteritis. Entre los ejemplos nuevos pertenecientes a este sector,
tenemos macromolecular, magnetoscopio, mamograjia, mandril y
sus derivados, mandrinador, mareómetro, mediometraje, menú (en
informática), mercadotécnico, mesotrofia, metalingüístico, mezclar y
sus derivados (en cine y televisión). Hay que incluir en este grupo,
naturalmente, los términos deportivos y taurinos, como manoletina,
mansurronear, meseta del toril, metisaca, melé, meta.
En 1927, el número de corchetes dedicados a voces y acepciones
técnicas y especiales era solo de 6 .
e) Voces y acepciones marcadas como regionalismos peninsula­
res, en un total de 31. De estas, un tercio ya se habían recogido en
1927. De las de 1989, por regiones, 14 corresponden a Andalucía
(2 de ellas a Granada), 5 a Salamanca, 4 a Galicia, 3 a Aragón, 2 al
País Vasco (una de ellas a Álava), 2 a Santander, 1 a Navarra, 1 a
Asturias y 1 a Murcia. (La suma de estas cifras, y la de las que si­
guen, no corresponden a la global de adiciones, al existir acepciones
con más de una localización).
El número de regionalismos españoles registrados con corchete en
1927 era comparativamente menos breve que otros grupos: 12. Dis­
tribuidos por regiones, 6 eran de Salamanca, 2 de Álava, 2 de Murcia,
1 de León, 1 de Santander y 1 de Aragón.
f) Voces y acepciones correspondientes al español no europeo,
que suman 265. Incluyo aquí no solo las que llevan una marca dia-
tópica (“América”, “Antillas”, etc.), sino las que designan realidades
—normalmente propias de la botánica o de la zoología— pertene­
cientes a países determinados. De las 265 voces o acepciones, una
sola corresponde a Filipinas. Lo más notable de esta colección, que
la otra voz de laSAcademia Española 345

por el número de sus componentes se coloca a la cabeza de todas, es


|a elevada proporción de ellos que ya estaban estampados en 1927:
186 del total de 265; a las que aún hay que añadir 15 que datan de
1950. Con lo cual los americanismos con corchete heredados de las
dos primeras ediciones ascienden a 201: un 75% de los actualmente
presentados. Es decir, solo 64 de las voces y acepciones son de re­
ciente aportación.
En 1927, el grupo de las voces y acepciones del español extrape-
ninsular introducidas con corchete era, con mucho, el más copioso de
aquella edición: 244, frente a las 45 que sumaban todos los demás
grupos (general, familiar, técnico y regional de España). De esas 244
adiciones, solo 2 correspondían a Filipinas. La obra nacía, sin duda,
con vocación americanista (cf. 1927: vii; Casares, 1950a: 303). ¿Por
qué en el contingente actual se mantienen 186 de las que ya entraron
en 1927, más 15 que entraron en 1950? El proceso normal haría espe­
rar que, si no todos, la mayoría de estos elementos hubiesen acabado
instalándose en las columnas del DC. No fue así. La explicación está
en la “liberalidad quizá excesiva” con que se les dio entrada en 1927,
la cual produjo “inclusiones no bien justificadas”, ajuicio de algunos
críticos americanos (1950: vn; cf. Casares, 1950a: 303). La conse­
cuencia de tales censuras ha sido la cuarentena tácita que pesa sobre
aquellas propuestas, en virtud de la cual, al cabo de decenas de años,
siguen almacenadas con sus corchetes en el D M en una especie de
limbo, sin que la Academia termine de decidir si las asimila oficial­
mente o les retira su interinidad.
En la distribución por áreas y países de los americanismos “provi­
sionales” del D M siempre se ha traslucido cierta falta de homogenei­
dad. Las adiciones americanas de 1927 se repartían así: 8 marcadas
como americanismos generales, 2 de América del Sur, 3 de América
Central, 2 de las Antillas, 75 de Chile, 44 de Cuba, 43 de Méjico, 43
de Honduras, 19 de Argentina, 19 de Colombia, 14 del Perú, 12 del
Ecuador, 10 de Bolivia, 7 de Venezuela, 5 de Guatemala y 2 de Costa
Rica. (Igual que en las listas anteriores, la suma de estas cifras no co­
rresponde a la global de las adiciones, al existir acepciones con más
346 Diccionarios del siglo XX

de una localización). No hay ninguna adición atribuida a Santo Do­


mingo, Puerto Rico, Nicaragua, el Salvador, Panamá, Uruguay ni Pa­
raguay.
Comparemos la distribución precedente (1927) con la de los 64
nuevos americanismos con corchete de 1989: 8 se dan como america­
nismos generales, 2 de América Central, 1 de Antillas, 26 de Méji­
co, 17 de Argentina, 13 de Puerto Rico, 8 de Cuba, 8 de Venezuela,
7 de Colombia, 6 de Chile, 6 de Bolivia, 5 de Uruguay, 4 del Perú,
2 de Santo Domingo, 1 de Costa Rica, 1 de Guatemala, 1 del Peni y
1 del Salvador. Ninguno del Ecuador, Panamá, Nicaragua y Hondu­
ras. Como se ve, ahora está representada la generalidad de los países
americanos y, aunque es notorio el predominio de algunos (Méjico
sobre todo), el desequilibrio no es tan acusado como el que aparecía
en la primera edición.

3.4. En este esbozo de descripción del D M de 1989 nos queda se­


ñalar un cuarto aspecto sobre el que nadie, que yo sepa, ha llamado la
atención, empezando por la misma Academia.
Una de las características de la obra, como queda dicho, es, en su
reproducción del contenido del DC, la exclusión de todas las voces y
acepciones que en este llevan la etiqueta de anticuadas o desusadas.
Esta norma ha dejado pasar alguna excepción. Ya en 1927 se regis­
traba man, ant., ‘mano’; y en 1989 se conserva la misma calificación
en melecina, y la de “desús.” en mecánico "bajo e indecoroso’, mecá­
nica 'acción mezquina’, manjorrada ‘cantidad de manjares ordina­
rios’, mandar ‘ofrecer, prometer’. Otros casos de “anticuados” del
D C han sido objeto de recalificación en el DM: maldadoso 'acostum­
brado a cometer maldades’, ahora “poco usado” (pero en 1927, como
normal en Chile); malfeita y manija (‘manilla de los presos’), así co­
mo manzana (‘pomo de la espada’, que para 1927 era de uso normal),
ahora los tres “desusados” ; malsinar y mantecón (que en 1927 se da­
ba como familiar general), ahora “poco usados”. Por otra parte, algu­
nos “desusados” del DC han sido ascendidos a “poco usados” en
1989: malcaso, marea (‘conjunto de inmundicias’), melampo (‘can­
delera’); los tres eran para 1927 de uso normal.
la otra voz de la 347

Pero lo que quiero señalar aquí es un fenómeno de sentido inver­


so. La obligación explícita del D M de prescindir de las voces anticua­
das y desusadas del D C tiene como reverso la de registrar todas las
restantes que figuran allí. Por lo que he podido comprobar, este prin­
cipio se ha cumplido estrictamente. Ahora bien: es sabido que el D C
contiene, aparte de las marcadas como tales, multitud de voces y
acepciones que son realmente anticuadas y desusadas, aunque nada se
indique a este respecto (Seco, 1988a: 565 [= capítulo 4 de este libro,
pág. 79]). El D M de 1989, sin faltar a la norma de incluirlas todas, ha
puesto las etiquetas de “p. us.” y, con menos frecuencia, “desús.” en
aquellos casos que, a juicio de los redactores, carecen de verdadera
vigencia en la lengua actual.
La nota de poco usada se utiliza, dentro de las 2319 entradas que
aquí estudiamos, 180 veces. La de desusada, 43. Hasta en una ocasión
se emplea la de anticuada. En total, pues, son 224 las marcas restricti­
vas de vigencia puestas por el D M de 1989 donde el DC no indica
nada. Como ejemplos de las voces que el D M da como poco usadas
citaré madurativo ‘medio que se aplica para inclinar o ablandar al que
no quiere hacer lo que se desea’; malato leproso’, con sus derivados
malatía y malatería; mandoble ‘amonestación’; mañero ‘manejable’;
manfla 'mujer con quien se tiene trato sexual ilícito’; manguitería
'peletería’; tomar la manta ‘tomar las unciones mercuriales’; marco-
nigrama ‘radiograma’; meaja 'migaja’; mendoso 'errado o mentiro­
so’; mercadante ‘mercader’; metamorfosi ‘metamorfosis’; metedor
'persona que mete contrabando’, con su derivado meteduría; mezqui­
no ‘desdichado’. Entre las que el D M señala como desusadas están
magancés ‘traidor, avieso’, magdaleón (en farmacia) ‘rollito largo y
delgado que se hace de un emplasto’, maguer y maguera ‘aunque’,
manera ‘abertura en las sayas de las mujeres, para que puedan pasar
las manos hasta alcanzar las faltriqueras’, mercantivo 'mercantil’,
muchas mercedes ‘muchas gracias’, metalario ‘artífice que trata y
trabaja en metales’. Y la palabra excepcionalmente calificada de anti­
cuada es máncer ‘hijo de mujer pública’.
348 Diccionarios del siglo XX

Parece que, al menos en las voces y acepciones que acabo de


mencionar (y, naturalmente, podría añadir otras), está justificada la
advertencia del D M sobre su escasa actualidad.
De este procedimiento oficioso, como antes dije, nada se advierte
en ninguna parte. No lo considero criticable, sino digno de elogio,
puesto que enmienda discretamente, aunque no sea sino de manera
parcial, un defecto evidente del DC. Un pequeño inconveniente es,
sin embargo, que las marcas aplicadas por el D M a determinadas vo­
ces y acepciones son las mismas que llevan “de origen” otras voces
que con ellas ya estaban en el DC. Entre estas últimas están machio,
moderación, malingrar, marañoso, marchanterío ‘comercio de géne­
ros’, manera ‘bragueta’, maniego ‘ambidextro’, medio ‘mellizo’, me­
diterráneo ‘del interior de un territorio’, meguez ‘caricia’, mentar
‘hacer méritos’, mesto ‘mezclado’: todos ellos con la marca “p. us.”.
Añádanse los citados más arriba con la marca “desús.” (mecánica,
mecánico, mandar, manjorrada).

4. En los párrafos que anteceden he intentado trazar una somera


caracterización del Diccionario m anual e ilustrado de la lengua
española, obra cuya primera edición publicó la Academia Espa­
ñola en 1927 y que hasta el momento ha sido objeto de tres más, la
última en 1989. En sus seis decenios largos de vida ha conservado, en
general, sus rasgos originales.
Aunque en el aspecto material esa fidelidad es harto discutible
[§2], en el contenido se ha mantenido la línea primitiva por la que se
daba un sesgo nuevo al corpus léxico del DC. Por una parte, se vuelve
la espalda a todo lo que en este se presenta como histórico o antiguo.
De ahí la supresión de las etimologías y la exclusión de las voces y
acepciones que llevan la etiqueta de anticuadas o desusadas. Por otra
parte, se conserva íntegramente todo el material que el DC da como
vigente (esto es, sin las marcas de anticuado o desusado). Y por últi­
mo, a este cuerpo fundamental se añade, con señalización especial,
una serie de voces y acepciones que “todavía” no tienen cabida en el
DC. Con ello, abiertamente, el centro de gravedad del D M pasa a ser
la lengua viva.
la otra voz de la Academia Española 349

En esa línea de modernidad, no obstante, había en la primera edi­


ción un factor conservador: la actitud de censura ante los malos usos,
incluyendo los extranjerismos. Tal actitud, manifestada a través del
asterisco, ha sufrido un fuerte retroceso a partir de la edición tercera.
El DM trasluce así ahora una mirada más objetiva que antes frente a
los imprevisibles e incontenibles avances del léxico.
En cuanto a las adiciones propias que, marcadas con corchete, in­
troduce el D M en el corpus que el DC da como vigente, se ha desa­
rrollado notoriamente su proporción en las dos últimas ediciones con
respecto a las dos primeras. En 1927, las adiciones eran 289 (un 15%)
sobre una muestra de 1946 entradas; en 1989 son 720 (un 31%) sobre
una muestra de 2319 entradas. Las adiciones que mayor incremento
presentan en la última edición respecto a la primera son las de voca­
bulario general, que pasan de un 7% a un 33%; las de vocabulario
técnico, de 2% a 16%, y las de vocabulario familiar, de 2% a 9%. En
cambio, el vocabulario del español fuera de España (casi exclusiva­
mente hispanoamericano) baja de un 84% a un 37%. A pesar del
fuerte descenso, es aparentemente indiscutible la primacía del factor
americano en las adiciones ofrecidas por el D M de 1989. Pero la im­
portancia de su proporción se atempera aún más si recordamos que el
contingente de este sector es en su mayor parte herencia de 1927 (y
algo de 1950); y, en efecto, la aportación nueva se reduce en definiti­
va a un 9%: porcentaje que sitúa este grupo de adiciones en un nivel
igual al del vocabulario familiar.
Para la correcta interpretación de todas las cifras relativas a las
adiciones del DA/no hay que perder de vista que no reflejan el creci­
miento del caudal académico (el del DC), sino que corresponden al
plus aportado por esta “segunda voz” de la Academia. En él podemos
ver las direcciones en que se produce un acercamiento más apurado a
la realidad actual de la lengua, acercamiento que tal vez sea anticipa­
do espejo de las tendencias del crecimiento futuro del DC.
El dato más destacable de la fisonomía del D M de 1989 (presente
ya en 1983-85) es el reforzamiento de la posición sincrónica señalada
como ideal en la edición primera. Tal reforzamiento se realiza no solo
350 Diccionarios del siglo X X

ampliando las cuotas del material léxico complementario, sino tam­


bién ejecutando una suerte de criba en la masa de usos que el DC
da por sobrentendido que están vigentes. El procedimiento con­
siste, en general, en aplicar la etiqueta de “poco usado” a aquellas
voces y acepciones que, contra lo que supone el Diccionario grande
no han resistido incólumes el paso del tiempo.
Son estos movimientos de moderada discrepancia los' que, a mi
entender, constituyen el principal interés del D M y lo hacen acreedor
de una atención superior a la que hasta ahora se le ha concedido por
parte de los estudiosos. Sin olvidar, claro está, su importantísimo y no
siempre bien calibrado papel de divulgación.
19

MENÉNDEZ PIDAL Y
EL DICCIONARIO MANUAL DE LA ACADEMIA*

Suele recordarse, con toda justicia, la contribución de don Ramón


Menéndez Pidal a la lexicografía teórica por su excelente prólogo al
Diccionario Vox, de 1945 (cf. Salvador, 1988), algunas de cuyas en­
señanzas fueron enseguida debidamente apreciadas por don Julio Ca­
sares en su proyecto del nuevo Diccionario histórico (1947 y 1948).
Pero pocos han reparado en que en aquel mismo diccionario Vox hay
también una presencia de don Ramón que rebasa lo puramente teóri­
co: según sus propias palabras, a él se debe que la revisión y la direc­
ción efectiva de la obra hubiera sido puesta por la editorial en las
competentes manos de don Samuel Gili Gaya (cf. Seco, 1991b: 6). El
resultado de esta decisión es conocido de todos: uno de los mejores
diccionarios del español.
Pero el trato de Menéndez Pidal con la lexicografía práctica fue
más estrecho e inmediato. En primer lugar, su valioso Vocabulario
del Cantar de Mió Cid (1911) sigue siendo una de las fuentes más
importantes para la lexicografía del español medieval. Después, en el
Centro de Estudios Históricos, él mismo encaminó a Gili Gaya a la
confección, luego lastimosamente inacabada, del monumental Tesorq

[Publicado en Sin fronteras. Homenaje a María Josefa Caneilada, Madrid i 994,


539-47].
352 Diccionarios del siglo XX

lexicográfico (1947-1960). Y sobre todo, en tomo a 1929, como un


segundo tomo de los Orígenes del español, inició, junto con don Ra­
fael Lapesa, la fundamental compilación, delicada y laboriosa, del
Glosario del español primitivo (cf. Lapesa, 1988: 398-99, 400 y 402;
1991: 11), la cual, continuada heroicamente por Lapesa con la ayuda
de Constantino García, esperamos no tardar mucho en ver publicada.
Una primera redacción de esta obra se está utilizando ya, desde hace
años, en la composición del Diccionario histórico de la lengua espa­
ñola.
Otro paso dio Menéndez Pidal en el terreno de la lexicografía
cuando, a finales del segundo decenio del siglo, asumió, para la edito­
rial Calpe, la dirección de un diccionario de la lengua española (cf.
Pérez Villanueva, 1991: 299). El proyecto fue abandonado en 1920,
cuando la obra todavía andaba lejos de su madurez; pero los materia­
les de ella que he podido conocer permiten ver que la idea era ambi­
ciosa y que bien pudiera haber desembocado en un diccionario gene­
ral superior a todos los de su momento.
Y está, por fin, la intervención de Menéndez Pidal en dos tarcas
lexicográficas de la Academia Española, Una fue su labor como po­
nente de la edición 15.* del Diccionario común, que se publicaría en
1925. Otra, el trazado de una de las realizaciones más interesantes de
la Academia en este siglo: el Diccionario manual e ilustrado de ¡a
lengua española, que aparecería en 1927. Es de esta obra de la que
me ocuparé aquí especialmente.
¿Cómo surgió la idea de este nuevo diccionario? En la sesión
académica del 20 de mayo de 1915, el Director de la Corporación,
don Antonio Maura, anunció el propósito de publicar un diccionario
manual e ilustrado, cuyo Plan fue leído a continuación por el Secreta­
rio, don Emilio Cotarelo. Tras algunas observaciones de don Francis­
co Commelerán, contestadas por el Director, por don Francisco
Rodríguez Marín y por don Ramón Menéndez Pidal, la Academia
aprobó el proyecto y autorizó al Director para organizar los trabajos
preparatorios y la distribución de las tareas.
Menéndez P id a l\ el «Diccionario manual» de la Academia 353

Esta es la escueta noticia que dan las Actas de la Academia de


cómo nació el proyecto del Diccionario manual. No era la primera
vez que la Academia se planteaba una idea semejante, pero sí la pri­
mera que la aprobaba. Tenemos al menos constancia del fracaso de
las propuestas de 1814 (presentada esta por don Manuel de Valbue-
na), 1816, 1818, 1828 (Cotarelo, 1928: 30-31) y 1853 (presentada por
don Rafael María Baralt; Acta 9.12.1853).
¿Por qué, al fin, se resolvía la Academia a publicar un tipo de
obra que en alguna de las ocasiones anteriores había sido rechazada
por temor a la competencia que pudiera crearle a su propio Dicciona­
rio grande? Mi hipótesis, que ya he expuesto en otro lugar (Seco,
1993 [= capítulo 18 de este libro]), es que esta vez actuó como estí­
mulo de la iniciativa académica la aparición reciente, en 1912, del
Pequeño Larousse ilustrado, adaptación española, redactada por Mi­
guel de Toro Gisbert, del Petit Larousse (1906) de Claudc Auge. Era
un diccionario popular, moderno, atractivo, cómodo y económico, sin
dejar de ser solvente, que pronto se abrió camino en el mercado (solo
dos años después de aparecido se publicaba la segunda edición) y
empezó a adueñarse de un sector de público que la Academia parecía
tener desatendido. Era lógico que la Corporación pensase en frenar a
este pequeño y «agresivo» competidor oponiéndole otro peso ligero
con la superioridad inicial de llevar el marchamo de la Academia.
Nada sabemos del contenido del Plan leído por Cotarelo en 1915.
En cuanto a la organización del trabajo, la información que poseemos
es poco menos somera. En junio de 1915, el Director expuso la con­
veniencia de dividir la preparación de la obra en varias secciones, con
una ponencia para cada una de ellas. Él mismo se ofreció como po­
nente en la sección de Sociología y Derecho, y propuso para análogo
papel en otras secciones — Ciencias, Bellas Artes, Americanismos,
Frases Hechas, Barbarismos, Marina, y Blasón y Heráldica— a otros
diez académicos (Acta 17.6.1915). Como se ve, se trataba de un en­
foque en que se mezclaban la base lingüística y la extralingüística, y
en él no se pensaba en una sección central de redacción lexicográfica,
sin duda por entender que esta tarea correspondía, según lo tradicio­
354 Diccionarios del siglo XX

nal, al pleno de la Corporación. No obstante, no es imposible que tal


sección ya estuviese prevista en el Plan inicial que no ha llegado
hasta nosotros.
En las Actas de aquel mismo año y de los siguientes hay noticias
esporádicas del examen de cédulas para el Diccionario manual — el
método clásico de la redacción académica— , pero ningún dato acerca
del funcionamiento de las secciones establecidas por el Director. No
es probable que fuese muy intensa la atención de la Corporación a
esta obra, pues le interesaba primordialmente no retrasar la prepara­
ción del Diccionario grande, A finales de 1919, el Director leyó unas
Bases para la revisión y publicación «inmediata» de esta última obra.
Entre las medidas que se aprobaron figuraba el establecimiento de
una Ponencia extraordinaria de tres académicos que serían elegidos
entre quienes pudieran llevar a cabo la revisión general «con mayor
eficacia y prontitud»; cada uno de estos ponentes sería corrector de la
tirada del Diccionario en la parte por él redactada (Acta 13.11.1919).
La Comisión extraordinaria, designada pocos días después, es­
taba constituida por Menéndez Pidal, Alemany y Cotarelo (Acta
20.11.1919). Y de la diligencia con que se puso a trabajar da idea la
prontitud con que expuso al Pleno las nuevas Bases para la prepara­
ción del Diccionario (Acta 11.12.1919).
He aquí, pues, a don Ramón comprometido de manera conspicua
en el quehacer del Diccionario común. Paralelo a esta implicación es
el abandono, por estas fechas, del diccionario que Menéndez Pidal
había empezado a dirigir para la editorial Calpe. En abril de 1920, la
Academia compra a la editorial — por 90.000 pesetas— todo el mate­
rial reunido para este proyecto (Acta 15.4.1920).
En la misma fecha de esta operación la Academia contrataba con
Calpe la próxima publicación de su Diccionario, comprometiéndose a
entregar el original antes del 31 de diciembre de 1922, y obligándose
la editorial a ejecutar la composición, tirada y encuademación dentro
de los doce meses siguientes.
Con esta preocupación, era de temer que la Academia arrinconara
el Diccionario m anual No fue así. Cuando acuerda la cesión a Calpe
«Diccionario manual» de la Academia 355

de la exclusiva de publicación del Diccionario vulgar, incluye en el


acuerdo la del Manual. Y dos años más tarde — aún no terminado
aquel— se firma el contrato de este, en el cual se estipula que Calpe
efectuará una tirada de 100.000 ejemplares (Acta 28.6.1922): cifra
muy importante para su tiempo, y sobre todo en comparación con la
convenida en 1920 para la 15.* edición del Diccionario vulgar
(30.000 ejemplares). Debemos considerar, además, que se trataba de
una obra cuya futura aceptación por parte del público era natural­
mente una incógnita. Es evidente que tanto por parte de la Academia
como de la editorial se habían depositado en ella grandes esperanzas.
En el mismo sentido habla una cláusula en la que «Calpe se obliga a
un consumo mínimo anual de diez mil ejemplares, si el precio de
venta del Diccionario no pasa de diez pesetas en rústica, y por cada
aumento de dos pesetas que este pudiera sufrir se reduciría aquel nú­
mero de consumo en mil ejemplares»
Entre los restantes puntos que se estipulaban en el contrato figu­
raba el compromiso de la Academia de entregar el original del dic­
cionario para su impresión simultánea a la del grande.
Sin duda coincidiendo con la firma del contrato, se encomendó a
don Ramón Menéndez Pidal la nueva redacción del Plan para la com­
posición del Diccionario manual. En la junta de 19 de octubre leyó
Menéndez Pidal el texto que a continuación reproduzco, tal como fi­
gura en el Acta, y que fue aprobado en la misma sesión:
El Diccionario Manual será reducción del Vulgar, con las si­
guientes mudanzas:
I. Supresiones. Se eliminarán del Manual:
1,° Las voces anticuadas o las muy desusadas.
2.° Las remisiones encabezadas con «Véase»; por ejemplo, en el
artículo Escolástico, el «Véase Teología escolástica».

1 La primera vez que aparece anunciado el Diccionario manual en las páginas de


cubierta del Boletín de la Real Academia Española (XVI, cuad. 76, febrero 1929) se
da el precio en tela: 20 pesetas. No sabemos cuál sería el precio correspondiente en
rústica, aunque sin duda rebasaría las 10 pesetas.
356 Diccionarios del siglo X X

3.” Las frases sencillas, conservando las que necesiten explica­


ción.
4.” Los refranes todos, conservando solo los que sirvan de ejem­
plo en alguna acepción, pues estos deben ser preferidos a los
ejem plos arbitrarios,
II. Alteraciones. 1.° Las etimologías complicadas simplificarlas, o
declarar más vulgarmente otras.
2." Evitar las remisiones oscuras; por ejemplo, en vez de «Espo­
lón: Tajamar, 2.* acepción», poner «Tajamar del puente».
3.” Abreviar mucho las definiciones de plantas y animales, espe­
cificando, por ejemplo, solamente el género a que pertenecen y sobre
todo los usos vulgares, comerciales, industriales, etc., que tenga[n],
4.° Abreviar los tecnicismos más recónditos o de menos curso en
el habla corriente.
III. Adiciones. 1.° Indicar entre corchetes las observaciones gra­
m aticales que se crean útiles para el público que no consulta la
gramática. En especial: a) la conjugación irregular; b) los plurales
irregulares; c) observaciones acerca del género dudoso; d) observa­
ciones acerca del régimen y construcción.
2.° Voces incorrectas censuradas, las cuales llevarán la voz co­
rrecta al lado.
3.® Extranjerismos usuales [stc, por usados] corrientemente, indi­
cando, cuando sea posible, la palabra propiamente española que los
sustituye.
4.° Voces corrientes que no hay motivo para censurar, pero que
por cualquier causa la Academia vacila respecto de su admisión o las
rechaza por ser muy nuevas.
5.® Voces de jergas estudiantil, militar, política, de negocios, etc.
6° Tecnicismos no admitidos por la Academia por demasiado es­
peciales, pero que se crea deben explicarse al público; por ejemplo,
todos los rechazados hace poco de la Ley de Reclutamiento Militar.
7.° Provincialismos y americanismos que por muy limitados no se
pusieron en el Diccionario grande. (Acta 19.10.1922).

Ciertamente, en este perfil del futuro diccionario no faltan simili­


tudes con el Pequeño Larousse, aparte, claro está, del carácter de
ilustrado. Así, el hecho de señalar los barbarismos y extranjerismos, o
el de resolver dificultades morfológicas, o el de incluir abundancia de
y el «Diccionario manual» de la Academia 357

americanismos, o el de recoger voces corrientes no aceptadas por el


Diccionario grande de la Academia. Pero Larousse, a diferencia del
Manual, incluye selectivamente usos anticuados y refranes, y aporta
por su cuenta sinónimos y antónimos. No hay que olvidar, por lo de­
más, el carácter de diccionario enciclopédico declarado en la portada
del Pequeño Larousse, frente a la condición de diccionario de len­
gua del Manual.
El hecho de que en 1922, siete años después de la exposición del
primer Plan, hubiese sido necesario redactarlo de nuevo podría deno­
tar un funcionamiento poco satisfactorio del anterior; pero no tiene
por qué ser necesariamente así: la revisión de planes es perfectamente
normal en cualquier proyecto lexicográfico. Los rasgos con que ahora
se determina la fisonomía del Diccionario manual son sumamente
nítidos, aunque, como es natural, su realización, lejos de ser mecáni­
ca, habrá de exigir continuamente decisiones concretas, que solo po­
drán ser asumidas por un cerebro director, un «ponente», como se ha
dicho tradicionalmente en el lenguaje académico.
¿Quién fue el cerebro director? Sabemos perfectamente quiénes lo
fueron en las ediciones segunda (1950), tercera (1983-85) y cuarta
(1989) del Diccionario, pero en ningún sitio se nos informa respecto
a la primera. Que Menéndez Pidal fuese el mentor de la obra, después
de haber redactado su Plan, creo que hay que darlo por bastante segu­
ro. En cambio, que la dirigiese «a pie de obra», día a día, parece harto
improbable. En primer lugar, como hemos visto, Menéndez Pidal ha­
bía abandonado definitivamente, dos años atrás, el proyecto de dic­
cionario de la lengua española que bajo su dirección tenía previsto
publicar la editorial Calpe, y no parece muy verosímil que casi inme­
diatamente después tomase el timón de una empresa, en el mismo
campo, más modesta y menos lucida. En segundo lugar, es necesario
considerar que la misión especial que, con Alcmany y Cotarelo, tenía
encomendada desde 1919 de revisar el Diccionario grande debía ab­
sorberle lo suficiente para no dedicar una atención demasiado inme­
diata al pequeño. Ni siquiera cuando se publicó el primero (1925) de­
bió de quedarle a Menéndez Pidal mucha holgura académica para
358 Diccionarios del siglo X X

cuidarse del segundo, puesto que, enseguida, por fallecimiento de


Maura, hubo de hacerse cargo de la Dirección de la Casa.
Sabemos, por Julio Casares (1948a: 217), que los «apremios edi­
toriales» motivaron una «intervención mercenaria» en la preparación
del Diccionario manual; es decir, que en esta operación el desconoci­
do académico ponente se ayudó de cierto número de colaboradores no
académicos, contratados para el caso. La misión del anónimo equipo
fue ejecutar en plazo breve las directrices propuestas en 1922 por
Menéndez Pidal y aprobadas por la Academia.
El Plan de Menéndez Pidal se cumplió, en general, en todos sus
términos. Publicado el Diccionario en 1927, la Advertencia con que
se abre expone sus principales características:
[1] Este Diccionario Manual es un resumen y a la vez un suple­
mento de la décima quinta edición del Diccionario de la lengua espa­
ñola que la Academia acaba de publicar. [...] Inspirándose en los
mismos principios que sirvieron para revisar esa edición décima
quinta, el presente Manual añade aún muchos regionalismos, así de
España como de América, [Cf. Plan, III, 7.a]. [...]
[2] La edición décima quinta también procuró ya, más que las
anteriores, acoger gran parte de los vocablos, corrientes o técnicos,
usuales entre personas ilustradas y que por causas varias no habían
recibido todavía la sanción académica. El presente Manual añade aún
muchas otras voces comunes o técnicas, que no hay motivo para cen­
surar, pero que la Academia no quiere acoger en su Diccionario gene­
ral, fundada, las más veces, en que son voces demasiado recientes y
no puede presumirse si llegarán a arraigar en el idioma. [Cf Plan, III,
4 'y6 .°\. [...]
[3] Este Manual abrevia muchas definiciones del Diccionario
grande y suprime las voces anticuadas o desusadas. [Cf. Plan, II, 3. °y
I. 1 . a].
[4] Por otra parte, entra en pormenores extraños a dicho Diccio­
nario, pues da norma para el uso de algunas voces difíciles, así como
para la conjugación de los verbos irregulares y para la formación de
los plurales anómalos. [Cf Plan, III, /."].
[5] Incluye también los vocablos incorrectos y los extranjerismos
que con más frecuencia se usan [...], poniendo en su lugar la expre­
Menéndez Pidal y'el «Diccionario manual» de la Academia 359

sión propiamente española que debe sustituirlos. [Cf. Plan, II, 2.°y
5."]. (Academia, 1927: vii-vm).

Una característica esencial, naturalmente, y que por no afectar di­


rectamente al texto no se mencionaba en el Plan, es la presencia de
«ilustraciones gráficas que suplirán con ventaja la brevedad de mu­
chas definiciones».
No se explicitan en la Advertencia otras características que, sin
embargo, también responden al Plan, como la supresión de las remi­
siones con V. (= véase) (cf. Plan, I, 2.°), la supresión de los refranes
(cf. Plan, I, 4.°) y la sustitución de remisiones con número de acep­
ción («tajamar, 2 .* acep.») por otras con complemento espccificador
(«tajamar del puente») (cf. Plan, II, 2.°).
Únicamente de dos puntos del Plan se prescindió de modo siste­
mático. El relativo a la simplificación de las etimologías (II, 1,°) no se
aplicó, sencillamente porque todas las etimologías fueron eliminadas.
Tampoco se incluyeron observaciones sobre régimen y construcción
(III, 1.° d), sin duda porque en determinados verbos de alto índice de
frecuencia esto hubiera obligado a refundir la microestructura, y en
muchos otros casos hubiera reclamado estudios de primera mano que
no solo habrían ido más allá de las pretensiones del Diccionario, sino
más allá del tiempo disponible para su preparación. En ambas omi­
siones se trata, claro está, de acuerdos que debieron de tomarse con
posterioridad a la fecha del Plan.
Es de suponer que la premura del tiempo fuese el motivo de que
no se cumplieran al ciento por ciento los principios adoptados. Son
relativamente frecuentes las remisiones a número de acepción: en una
exploración no exhaustiva de 43 páginas (1402 a 1444) encuentro un
25 por ciento de casos de remisión numérica frente a la remisión ver­
bal. También, ocasionalmente, han permanecido algunos refranes y
algunas etimologías. Hay cierta irregularidad en las indicaciones de
plurales «difíciles», faltando en algunos casos de verdadera necesi­
dad, como en baobab, carácter, cinc, clímax, club, hipérbaton, lilac,
mamut, régimen. Y se omite la conjugación de algunos verbos irre­
gulares; por ejemplo, concluir, contender, contener, ocluir.
360 Diccionarios del siglo X X

La exclusión de voces anticuadas o desusadas se ha llevado a ca­


bo atendiendo a las indicaciones de esta condición que aparecen en el
Diccionario vulgar. Si, a pesar de la voluntad del Plan de suprimir to­
da suerte de arcaísmos, se mantienen en pie muchos de ellos en el
Manual, no es por culpa de los redactores de este, sino de las graves
deficiencias de señalización del Diccionario grande (cf. Seco, 1988a:
565 [= capítulo 4 de este libro, págs. 78-79]). Sea como fuere, el ali­
geramiento de un número considerable de voces y acepciones anti­
cuadas es un factor «negativo» de modernidad en el Diccionario ma­
nual, con el cual se marca ya una distancia importante respecto al
Diccionario común. El factor «positivo» de modernidad lo constitu­
yen las voces y acepciones que, aunque usuales en la lengua culta y
no censurables, no han recibido la sanción académica, y que sin em­
bargo el Manual no deja de recoger, señalándolas con un corchete.
Con este mismo signo distingue los provincialismos y americanismos
que tampoco han encontrado albergue en el Diccionario grande. El
método de acopio de estos últimos elementos, los americanismos,
acogidos en cantidad quizá excesiva y con cierto desequilibrio (p. ej.,
43 voces de Honduras frente a 7 de Venezuela; cf. Seco, 1993 [= ca­
pítulo 18 de este libro]), ha suscitado las únicas criticas de importan­
cia recaídas sobre el Manual (cf. Casares, 1948a: 216; Academia,
1950: ex; v ,, en general, Wemer, 1984).
Pero también hay que anotar en la vertiente de la modernidad po­
sitiva de este diccionario las voces y acepciones que, censuradas por
el criterio purista de la Academia y por tanto excluidas del repertorio
grande, son incluidas aquí con las notas de «barbarismo», «galicis­
mo», «anglicismo», etc., y marcadas con un asterisco que previene
contra su uso. (La idea de dar cabida a los barbarismos «más fre­
cuentes entre personas de cierta instrucción», marcándolos con aste­
risco, ya figuraba entre las Bases propuestas por la Comisión Menén­
dez Pidal-Alemany-Cotarclo para la preparación de la edición 15.’ del
Diccionario común [Acta 11.12.1919]; pero, aunque las Bases fueron
aprobadas, este punto concreto no llegó a cumplirse). A pesar de la
finalidad policial de estas inclusiones, el hecho lexicográficamente
relevante es que, a pesar de todo, se registran, y que, con sus corche­
«Diccionario manual» de la Academia 361

tes y asteriscos, el Diccionario manual ofrece una imagen mucho más


real que el Diccionario oficial, del léxico español vivo en el año
1927. Muchas voces que en esa fecha aparecen dentro del Manual
con dichas marcas cautelares representan la datación más antigua de
las mism as en la lexicografía académica. Es el caso, por ejemplo,
de bar, no acogido en el Diccionario oficial hasta 1947; autobús, ma­
rrón (color) y smoking, no reconocidos hasta 1970 (el último, en la
forma esmoquin); ballet y snob, no acogidos oficialmente hasta 1992
(el segundo, en la forma esnob).
También en algunos detalles metodológicos ha sido pionero el
Diccionario manual. Algunas de las características suyas han sido
posteriormente adoptadas por el Diccionario común. La supresión de
los refranes — que ya figuraba en el proyecto de diccionario manual
de Valbuena en 1814 (Cotarelo, 1928: 30); que fue defendida para el
grande, sin éxito, por el P. Mir en 1910 (Acta 10.11.1910), y que fue
puesta en práctica desde su primer fascículo, en 1960, por el Diccio­
nario histórico, de acuerdo con la razonada opinión de su Director
(cf. Casares, 1950a: 198)— al fin pasó a ser norma del Diccionario
vulgar desde su edición 19.“, de 1970. Y la sustitución de remisiones
con número de acepción por remisiones con complemento espccifica-
dor también es norma del Diccionario desde esa misma edición de
1970, para evitar los graves riesgos que la remisión numérica entra­
ñaba (cf. Casares, 1947a: 174).
He aquí, pues, la fisonomía, diseñada por Menéndez Pidal, de este
Diccionario «pequeño» de la Academia, que durante largos años, en
varias ediciones y muchas reimpresiones, ha desempeñado un papel
destacado en la educación y la cultura de los españoles; papel que en
los últimos años ha decaído, hasta casi eclipsarse, a causa de la pérdi­
da de interés por parte de la misma Academia, quien casi parece ha­
ber vuelto la espalda a este benemérito hijo suyo2.

2 Agradezco cordialmente a Elvira Fernández del Pozo, archivera de la Real Aca­


demia Española, y a María del Carmen Frámit, auxiliar del Seminario de Lexicografía,
la amabilidad con que facilitaron mi trabajo en la consulta de las Actas. Mi gratitud
también a Julián Gimeno, colaborador del Seminario de Lexicografía, que me dio la
pista del fallido diccionario manual propuesto por Baralt.
20
EL LÉXICO HISPANOAMERICANO EN
LOS DICCIONARIOS DE LA ACADEMIA ESPAÑOLA *

1. Una de las mil acusaciones habituales contra el Diccionario de


la Academia Española es la de centralismo. La acusación, claro está,
se presenta en diversas formas y matices: desde los que lamentan la
escasa atención a una, o varias, o todas las zonas periféricas con res­
pecto a Castilla, hasta los que denuncian un punto de vista rigurosa­
mente «egocéntrico» en la compilación y revisión del Diccionario.
Como no soy amigo de polémicas, empezaré diciendo que todos
tienen razón; no solo por amor a la paz, sino porque conozco de cerca
el Diccionario, tanto en su edición vigente de 1984 como en las 19
anteriores, e incluso, un poco, en la próxima, cuya aparición está pre­
vista para el año 1992.
La raíz de esas acusaciones está, a mi juicio, en que el Dicciona­
rio de la Academia es un diccionario con historia. Es una obra en la
que opera constantemente el peso de su propio pasado. Esta presencia
es ciertamente positiva, en la medida en que el mantenimiento de una
tradición ha afianzado al Diccionario como punto de referencia con-

' [Comunicación leída por el autor, como representante de la Real Academia Es­
pañola, en el Primer Coloquio sobre Lexicografía del Español de América, celebrado
en Bogotá del 21 al 25 de marzo de 1988. Se publicó en Boletín de la Real Academia
Española, LXVIII, 1988, 85-98].
El léxico hispanoamericano 363

suetudinario del léxico español, con un innegable beneficio para la


unidad del idioma. Pero también la presencia de su historia es negati­
va para el Diccionario, pues en él, en su versión actual, son visibles
vestigios de metodologías y criterios lexicográficos pertenecientes a
las diversas generaciones de académicos que han puesto su mano en
la redacción de la obra. La inercia de esos métodos y criterios actúa
precisamente en detrimento del lado positivo de la historicidad del
Diccionario, que es su papel de referencia en la unidad de la lengua
española.
La acusación de centralismo dirigida contra el Diccionario de la
Academia es global: se hace recaer tanto sobre la última edición co­
mo sobre el Diccionario de autoridades de 1726-1739. Ahora bien,
los juicios que se emiten sin perspectiva histórica rara vez son acerta­
dos. Censurar a la Academia del siglo xvm el haber tomado como
norma el buen uso de la Corte, con el refrendo de los «buenos escrito­
res», es ignorar cuáles eran las ideas lingüísticas y, por tanto, la prác­
tica habitual en la lexicografía de su tiempo. Los dos diccionarios
más reputados en la Europa de aquel momento, el de la Academia
Francesa (1694) y el de la Accademia della Crusca en su tercera edi­
ción (1691) — modelos, por cierto, muy tenidos en cuenta por los
académicos españoles— , tratan de registrar, respectivamente, el uso
de las gentes bien educadas de París y el de los grandes clásicos flo­
rentinos. Ninguno de los dos abre sus puertas a elementos léxicos
procedentes de áreas distintas de las previstas. ¿Qué iba a hacer el
diccionario español sino atenerse al dechado cortesano y literario? Y,
sin embargo, añadió algo que no figuraba en los ilustres modelos ex­
tranjeros: la incorporación de numerosos «provincialismos». Aurora
Salvador ha contado en el Diccionario de autoridades un total de
1400 voces con localización geográfica, que vienen a constituir un
3,7% de su caudal. Hay voces con la nota de aragonesas, andaluzas,
murcianas, americanas, gallegas, valencianas, catalanas, castellano-
leonesas (incluyendo la Montaña), riojanas, vizcaínas, extremeñas,
navarras, y correspondientes a la moderna Castilla la Nueva (inclu­
yendo las particulares de Madrid) (Salvador Rosa, 1985).
364 Diccionarios del siglo X X

La crítica al Diccionario español por haber seguido la línea de los


mejores de su época, por tanto, no es justa; y es doblemente injusta
porque precisamente ignora la realidad de que el nuestro avanzó so­
bre ellos al haber dado cabida a voces regionales, no cortesanas, no
literarias. Lo hizo además con una objetividad que todavía estaría au­
sente en una obra maestra posterior, el Diccionario de Samuel John­
son (1755).
Ante esta realidad, decir, como ha dicho alguien, que el Dicciona­
rio de autoridades fue un diccionario compuesto «por madrileños pa­
ra madrileños» (Salas, 1964) no pasa de ser una licencia poética. El
sustentador de esta opinión hubiera tenido que enfrentarse a los pro­
pios detractores dieciochescos de la Academia Española, como Luis
de Salazar y Castro, que escribía: «Entre todos [los académicos] for­
man una tal variedad, que se pudiera poblar el Arca de Noé. [...] Y
digo variedad porque difícilmente se hallará entre ellos dos que sean
originarios castellanos, y hay alguno que ni vecindad tiene en España.
[...] No sé yo con qué aliento emprenden corregir la lengua castellana
italianos, gallegos, extremeños, andaluces y gente originaria de reinos
extraños. [...] La propiedad del idioma de cada país estuvo siempre
vinculada a su corte. [...] Atreverse un gallego o maragato que se crió
en miseria, con un acento más áspero y más duro que su tierra, a en­
mendar las expresiones cortesanas, es cosa que merece carcajadas. Y
pensar un andaluz o extremeño que [...] han de ser compadres de los
castellanos y los [í/c] han de pulir el lenguaje, sin haberse corregido
el provincial vicio de que la h sea j, la c, s y otros semejantes, es una
de las aprensiones más ridiculas que pueden caer en la satisfacción
propia»
En efecto, la procedencia de los académicos que prepararon y lle­
varon a cabo el Diccionario de autoridades era muy diversa y hasta
incluía un sardo — Vicente Bacallar— . ¡El mismo fundador y direc­

1 Luis de Salazar y Castro, Jom ada de los coches (1714), cit. por Emilio Cotarelo
(1914: 96).
El léxico hispanoamericano 365

tor de la Academia, Juan Manuel Fernández Pacheco, había nacido


en Navarra! (Cotarelo, 1914: 19).
El hecho de que la inclusión de provincialismos fuera irregular en
su distribución y en su calidad no quita validez a la importancia cien­
tífica del propósito expreso de la Academia de llevar a cabo tal inclu­
sión (cf. Lázaro Carreter, 1972: 27). Los defectos en la ejecución del
propósito, debidos a la enorme desproporción entre la magnitud
del plan, la urgencia de su realización y la escasez de medios de todas
clases, no deben distraemos del hecho cierto de que el Diccionario de
la Academia no se quiso encerrar en una norma lingüística estrecha
como los otros grandes diccionarios de aquella Europa. ¿Cómo, si no,
se explica que entre los provincialismos consigne, no ya las voces de
Andalucía o de Murcia, sino las de Madrid?

2. El primer Diccionario académico encuadraba, naturalmente,


entre los provincialismos las voces de América, como pertenecientes
al español hablado en unas tierras de la corona de España. En los dic­
cionarios generales, el primer paso de esta acogida ya lo había dado
en el siglo anterior Sebastián de Covarrubias (1 6 1 1 ), por no mencio­
nar, aún más atrás, la célebre canoa de Nebrija (1 4 9 5 ). Pero, así como
Covarrubias se fija solo en los nombres de realidades indígenas2, el
Diccionario de autoridades, con criterio limpiamente lingüístico,
anota las palabras para todo tipo de realidades — peculiares o comu­
nes— y de cualquier procedencia — indígena o española— que dis­
tinguen el español de América del de Europa. No incurre en la confu­
sión de algunos lexicógrafos de nuestro siglo que catalogan como
americanismos voces como chocolate tan solo porque su étimo es
americano y sin tener en cuenta que su empleo pertenece al español
general (cf. Haensch, 1980: 79; Haensch / Wemer, 1978: 13).

2 Cf. Bohórqucz (1984: 31) (corríjanse en Bohórquez dos errores: se da a Cova-


rrubias como nombre de pila el de su hermano Juan, y a su obra como lugar de publi­
cación Barcelona). Véase también Lope Blanch (1977).
366 Diccionarios del siglo XX

Jesús Gútemberg Bohórquez, que ha realizado un buen análisis de


este sector del Diccionario de autoridades (Bohórquez, 1984: 41-66),
registra un total de 168 americanismos, cifra que difiere de los 127
contabilizados por Aurora Salvador Rosa (1985: 133)3. La discrepan­
cia, debida a diferencias metodológicas, apenas tiene interés para no­
sotros. Lo que nos importa es una pregunta: esta cifra en tomo al
centenar y medio ¿refleja el peso real del Nuevo Mundo en la lengua
española de la primera mitad del siglo xvm ? Aunque un número infe­
rior a 200 da a primera vista una idea pobre de ese reflejo, es indis­
pensable, para valorarlo, confrontarlo con el número total de entradas
del Diccionario: 37.600, según Lázaro (1972: 55). La proporción os­
cila entre el 0,33 y el 0,44 por 100, según sea el cómputo considera­
do. Teniendo en cuenta que el total de los dialectalismos computados
por Aurora Salvador Rosa constituye un 3,7% del caudal del Diccio­
nario, los americanismos significan dentro del grupo entre un 8 y un
12%, proporción solo inferior a los provincialismos de Aragón, An­
dalucía y Murcia, Creo que el balance no es despreciable, sobre todo
si se tienen presentes, en primer lugar, las dificultades de tipo general
que afectaron a la redacción del Diccionario; en segundo término, las
dificultades concretas de documentación directa respecto al español
de América4; y, por último, el relieve todavía escaso con que la per­
sonalidad de las letras y la cultura hispanoamericanas encontraban
eco en la sociedad española.

3 Anteriormente, otros autores — Lapesa, Buesa, Morínigo — habían dado la ciña


de unos 150 americanismos; cf. Wemer (1983: 1076).
* Es cierto que no se aprovecharon en la forma debida ni la literatura ni los glosa­
rios ya existentes (cf. Bohórquez, 1984: 54-55); pero el procedimiento seguido en el
Diccionario de autoridades para la recogida de provincialismos fue el de la informa­
ción personal; y respecto a América, aunque hubiera podido hacerse excepción, no se
hizo. Para la correcta valoración del método seguido por el Diccionario de autorida­
des en la recogida de americanismos debe verse Wemer (1983: especialmente 1080-
81).
El léxico hispanoamericano 367

3. Un siglo después del Diccionario de autoridades, el Nuevo dic­


cionario de Vicente Salvá (1846) da un gran paso adelante en la ac­
titud de la lexicografía española ante el americanismo. Es el de Salvá
el primer diccionario español que anuncia en su portada la acogida de
«muchas» voces, acepciones, frases y locuciones americanas. No se
contenta con la parca presencia congelada en los diccionarios acadé­
micos desde el de Autoridades, sino que aporta su esfuerzo personal
para enriquecerla. «Es casi total — dice en la introducción— la omi­
sión [en los diccionarios académicos] de las voces que designan los
productos de las Indias orientales y occidentales, y más absoluta la de
los provincialismos de sus habitantes; y ninguna razón hay para que
nuestros hermanos de ultramar, los que son hijos de españoles y ha­
blan y cultivan la lengua inmortalizada por tantos poetas e historiado­
res, no sean llamados a la comunión, digámoslo así, del habla caste­
llana con la misma igualdad que los peninsulares» (Salvá, 1846: xrv).
Esta preocupación igualitaria de Salvá — que es una réplica anticipa­
da al famoso «Los españoles somos los dueños del idioma», de Cla­
rín— va enlazada al hecho de que su libro se destina especialmente a
América. Por primera vez, de manera explícita, se cuenta con los his­
panohablantes de América y Filipinas no solo como usuarios de la
lengua, sino como usuarios del diccionario y destinatarios inmediatos
de él.
Por desgracia, el esfuerzo de Salvá no logró dentro de su propia
obra el resultado deseado. Fue escasa la cosecha obtenida de corres­
ponsales o de informantes orales, y hubo de acudir en buena medida a
fuentes impresas. Entraría en ellas, sin duda, el Diccionario de voces
cubanas, de Pichardo, cuya primera edición se había publicado en
1836, inaugurándose con este repertorio la tradición de nutrir la re­
presentación americana en los diccionarios españoles a base de glosa­
rios regionales no siempre de la máxima solvencia.
La atención especial al americanismo fue imitada de Salvá por
muchos de los diccionarios que le siguieron, pero limitándose prácti­
camente a ponerla como cebo publicitario. Solo algunas obras apare­
cidas en tomo a 1900 hicieron auténtica y sustancial esta aportación;
368 Diccionarios del siglo X X

por ejemplo, el Diccionario enciclopédico de Zerolo, Isaza y Toro y


Gómez (1895), uno de cuyos directores era precisamente hispano­
americano; y el Pequeño Larousse ilustrado, de Miguel de Toro Gis­
bert (1912). Esta última obra, generosamente imitada (sin confesarlo)
por otros reputados diccionarios manuales, también fue seguida por
ellos en la acogida de americanismos, con lo cual se llegó a la curiosa
situación de ser más ricos en este sector del léxico los diccionarios
manuales que los de alto bordo. (Esto podemos comprobarlo hoy
dentro de la misma Academia Española, cuyo Diccionario manual
contiene mayor número de entradas y acepciones americanas que el
Diccionario grande3).

4. Más parsimonioso ha sido el movimiento del Diccionario ac


démico en este proceso. La fundación de las primeras Academias
americanas de la Lengua, empezando por la Colombiana en 1871,
inicia una correspondencia fecunda entre estas y la Española, que se
traduce en un paulatino aumento en la cuota americana a partir de la
edición de 1884 (en cuyo prólogo la Academia Española agradece su
colaboración a la Colombiana, la Mejicana y la Venezolana). Pero
solo la edición de 1925 declara una abierta atención a Hispanoaméri­
ca (cf. Alvar Ezquerra, 1982b: 216). Para ello no solo aprovecha y re­
conoce la cooperación de las Academias hermanas, sino los materia­
les ofrecidos por los muchos vocabularios regionales aparecidos hasta
ese momento en América.
Uno de los efectos más palpables de esta doble aportación infor­
mativa es la mayor precisión en las localizaciones geográficas. Tér­
minos que antes aparecían como «americanos» ahora se concretarán
como cubanos, argentinos, chilenos.,, Rufino José Cuervo se quejaba

5 Cf. Casares (1950a: 303): «El interés de la Academia por los localismos de to
clase, y de modo especial por los de América, es de fecha relativamente reciente; pero
empezó a crecer con ritmo acelerado en las últimas ediciones del Diccionario grande
hasta culminar en el Manual de 1927, donde la proporción de americanismos es ya
verdaderamente considerable». Véase también Wemer (1984: 530-51, especialmente
544) {y Seco (1993 y 1994)].
El léxico hispanoamericano 369

en 1874 de la imprecisión con que el Diccionario de la Academia Es­


pañola localizaba geográficamente los americanismos: «Ciertos pro­
vincialismos que tienen nota genérica de americanos — decía— de­
ben llevar signo que especifique la comarca a que están circunscritos.
Léese, por ejemplo, en gala: 'En América, el obsequio que se hace
dando una moneda’, etc. Somos americanos y no conocemos tal
acepción sino por el Diccionario» (Cuervo, 1874: 63)5. La protesta de
Cuervo ha sido escuchada (con cierto retraso): en las nuevas edicio­
nes del Diccionario no solamente gala, en el sentido citado, se cir­
cunscribe a las Antillas y Méjico, sino que muchas otras voces han
sido sometidas a precisiones semejantes. Ahora bien, ¿se ha acertado
siempre en este ajuste? Gala, efectivamente, consta en los vocabula­
rios de Pichardo y Maceo y en el Diccionario de mejicanismos de
Icazbalceta, y lo da como puertorriqueño Malaret en 1931; pero tam­
bién lo anotan Sandoval para Guatemala en 1941 y Lisandro Alvara-
do para Venezuela en 1929. Es decir: en rigor, la Academia debería
haber anotado no solo «Antillas y Méjico» (mejor dicho: «Cuba,
Puerto Rico y Méjico»), sino también «Guatemala y Venezuela».
Pero no acaba aquí la historia. En primer lugar, la definición aca­
démica decía desde 1803: «Obsequio que se hace dando una moneda
de corto valor a una persona por haber sobresalido en alguna habi­
lidad». Todavía en 1984 la definición se mantiene igual, salvo la aña­
didura de tres palabras: «o como propina». Pichardo e Icazbalceta
fueron los únicos que confirmaron la definición académica, pero ha­
ciendo hincapié en el sentido general de ‘propina’. Solamente este ha
sido el recogido por los vocabulistas posteriores, con la especializa-
ción, en algunos casos, de ‘propina que da el padrino del bautizo’. En
segundo lugar, está el problema de la vigencia. Los textos que pre­
sentaba Icazbalceta eran, lógicamente, todos del siglo xrx, y, aunque
Santamaría ha aportado otros dos del xx, él mismo, en su Diccionario
general, al localizar el uso en Méjico y Cuba, lo da como «poco usa­

6 El uso comentado por Cuervo figuraba como americanismo general desde el


Diccionario de autoridades. [Cf. el capítulo 17 de este libro].
370 Diccionarios del siglo XX

do ya». De Puerto Rico, Malaret muestra dos ejemplos, uno de 1788 y


otro de 1882. ¿No los hay más modernos?7. Para Cuba, Rodríguez
Herrera dice en 1953; «Poco o nada se usa al presente [...]; debe con­
siderarse anticuado entre nosotros»8. En cuanto a Venezuela, parece
significativo que no figure en el excelente Diccionario de María Jose­
fina Tejera. El único país respecto al cual no tengo pruebas contra la
vitalidad de este uso de gala es Guatemala.
En conclusión, resulta solo en parte correcta la información que
sobre esta voz da el Diccionario académico. Pero seamos honrados:
los diccionarios generales de americanismos tampoco podrían lanzar
la primera piedra. Y tampoco los diccionarios españoles no académi­
cos han mejorado los datos de la Academia; por el contrario, los han
enredado. Asi, María Moliner (1966-67), interpretando mal las abre­
viaturas académicas «Ant. y Méj.» (= Antillas y Méjico), explica:
«anticuado y usado aún en Méjico»; y por otro lado, la misma abre­
viatura Ant., reproducida con errata en el Diccionario manual (1983-
85), se ha convertido en And. (= Andalucía), y así se lee en la última
edición del Diccionario Fox (1987) que nuestro término es de «An­
dalucía, Cuba y Méjico».
En este momento, el único diccionario general español que locali­
za con precisión (salvo los errores a que sin piedad suelen arrastrarlo
algunos dialectólogos hispanoamericanos) es el Diccionario histórico
de la lengua española, que en todo caso justifica sus conclusiones
exponiendo todas sus fuentes documentales y lexicográficas. Desgra­
ciadamente, la enorme recopilación de datos contenida en este dic­
cionario — que reúne, en términos absolutos y relativos, mayor nú­
mero de americanismos que cualquier diccionario español de todos
los tiempos— tardará en ser aprovechable, dada la desesperante len­

1 Según me comunica oralmente el profesor Humberto López Morales, no hay


constancia del uso actual en Puerto Rico de gala con el significado citado.
* Dihigo (1974: s.v.) también duda de que la voz se use, lo que equivale a decir
que no tiene noticia alguna de su existencia actual.
0 léxico hispanoamericano 371

titud con que, por falta de apoyo oficial, van publicándose sus nutri­
das páginas9.
Por sorprendente que pueda parecer a algunos, la misma Acade­
mia, involuntariamente, contribuye por otro camino a la confusión de
la información sobre los límites territoriales de unas y otras palabras.
Hasta ahora me he referido a las localizaciones geográficas de las vo­
ces americanas. Las regiones españolas también llevan en el Diccio­
nario común sus respectivas marcas distintivas10. Pero ¿qué ocurre
con las voces y acepciones que, siendo generales en España, son pri­
vativas de ella, desconocidas o no usadas en A m érica?". Esas voces
y acepciones aparecen en el Diccionario con la marca diatópica cero,
exactamente la misma que se asigna a las palabras de uso general en
todo el mundo hispanohablante.
La necesidad de distinguir unas de otras no se ha sentido en los
largos años en que tácitamente se ha considerado el Diccionario de la
Academia Española como el diccionario de los españoles, que solo a
manera de «préstamo» se ponía al servicio de los demás hispanoha­
blantes. Pero la creciente conciencia, sobre todo desde Salvá, de que
la lengua es de todos y que la hacemos entre todos ha traído de la ma­
no la conciencia de que también el Diccionario es de todos; concien­
cia que se ha hecho explícita y hasta podríamos decir que ha tomado
carácter oficial a partir de la creación de la Asociación de Academias
de la Lengua Española12. Y lógica consecuencia de ese sentir debe ser
la exigencia de que las palabras del español de España lleven en el
Diccionario un distintivo, como lo llevan las de Chile o las de Méji­

9 Publicado por la Real Academia Española el primer fascículo en 1960, ahora


(marzo de 1988) está en preparación el fascículo 18, que llegará hasta la voz ánima,
completando las 2468 páginas publicadas hasta el momento. El plan general de la obra
prevé un total de 250 fascículos reunidos en 25 tomos.
10 Más escasas de lo necesario, según ha demostrado Salvador (1978-80).
11 Cf. Haensch / Wemer (1978: 3): «Hay muchos elementos léxicos peninsulares
que no se entienden en ninguna o casi ninguna parte de Hispanoamérica, hasta tal
punto que se podría redactar un diccionario de ‘peninsularismos’».
12 Cf. Lapesa (1964: 427): «Nuestro Diccionario no debe ser el ‘Diccionario de
Madrid’, sino el de todo el mundo hispánico».
372 Diccionarios del siglo XX

co. A esta exigencia aludia ya en 1912 Toro Gisbert cuando escribía:


«Aún están por hacer el Diccionario de la lengua española y el Dic­
cionario de la lengua americana» (Toro Gisbert, 1912b: 3). Y Dámaso
Alonso, siendo director de la Academia Española, lamentó más de
una vez la falta de una marca distintiva para los usos españoles no
americanos. Bien es verdad que, por desgracia, la aplicación de esta
marca (semejante a la que ya existe en algunos diccionarios ingleses
para señalar los usos exclusiva o principalmente británicos) es por
hoy tarea sumamente difícil, dada la defectuosa información actual
sobre el léxico español de uno y otro continente.

5. La principal vía de información de que dispone hoy la Acad


mia Española para la revisión de su Diccionario en cuanto al léxico
del español de América es, como hace un siglo, la colaboración de las
Academias hispanoamericanas. Por fortuna, esta colaboración se ha
potenciado notablemente en los últimos decenios, gracias al decidido
impulso que supuso la creación en 1951 de la Asociación de Acade­
mias y al funcionamiento activo, desde 1964, de su Comisión Per­
manente, canalizadora de todos los datos que, espontáneamente o
solicitados por la Española, envían de manera constante a esta las
Academias americanas. Cierto es que la cooperación aún no resulta
todo lo regular y fluida que sería deseable, pues la diligencia y buena
documentación de algunas Academias contrasta con la moderación de
otras, escasas, sin duda, en medios materiales y humanos. Este dese­
quilibrio es detectable en las dos últimas ediciones del Diccionario
(1970 y 1984), donde el notorio crecimiento del caudal americano se
manifiesta especialmente en el léxico de los países que cuentan con
las Academias más activas.
Ahora bien, esta cooperación de las Academias, con ser extrema­
damente valiosa, adolece de un inconveniente que se puede descubrir
en la lectura atenta del Diccionario académico: la carencia de una ac­
ción coordinada, la falta de una unidad de criterio y de unos princi­
pios metodológicos comunes. El alto nivel científico de los departa­
mentos lexicográficos de algunas Academias no basta para suplir este
El léxico hispanoamericano 373

vacío. Tampoco basta la información complementaria aportada por la


nueva lexicografía regional americana, que exhibe hoy — realizadas o
en realización— obras de calidad incomparablemente superior a las
de hace medio siglo (y que no necesito mencionar aquí, porque están
presentes algunos de sus principales responsables). La selección de
campos, la difusión general o limitada dentro del respectivo país, el
nivel social, la caracterización diacrónica, la forma de la definición, y
otros muchos aspectos técnicos, deben ser sometidos a un estudio ri­
guroso por parte de todas las Academias con la mira puesta en una
uniformidad metodológica absolutamente deseable, y con el fin de al­
canzar un acuerdo encaminado a un registro más perfecto de los ame­
ricanismos en el Diccionario de la lengua española.
Claro está que antes de llegar a esa deseada homogeneidad, es ne­
cesario que la Academia Española someta el Diccionario en su estado
actual a una revisión severa encaminada a los mismos fines. Desde su
primera edición, este Diccionario ha sido objeto de adiciones, supre­
siones y enmiendas parciales, nunca sistemáticas y nunca profundas.
Es preciso emprender una reelaboración en que, tanto en su macroes­
tructura como en su microestructura, el Diccionario sea reexaminado
a la luz de unos principios modernos y unitarios y dotado de una
coherencia básica con la que hoy no cuenta. Esta operación, real­
mente dificultosa, habrá de llevarse a cabo partiendo del supuesto de
que el deber primero y más específico de la Academia Española es
registrar adecuadamente el léxico del español de España, con sentido
realista, sustituyendo el viejo y arbitrario purismo por un concepto
científico de norma. Las pautas de este registro habrían de ser sustan­
cialmente las mismas para el español de América, cuya recopilación
debería corresponder por entero a las Academias americanas, corrien­
do a cargo de la Española la tarca de coordinar y acoplar todos los
materiales, los de España y los de las distintas Repúblicas, a una uni­
dad superior.
Lo dicho supone una dura exigencia para todas las Academias a
ambos lados del Atlántico. Por lo que toca a la Española, en este mo­
mento tiene en rodaje un plan de revisión general del Diccionario, en
374 Diccionarios del siglo XX

el cual, por primera vez en la historia, trabaja en jomada diaria, con


ayuda de ordenadores, un equipo de filólogos bajo la dirección de dos
académicos, superando el secular procedimiento de discutir una por
una las enmiendas en los Plenos académicos de los jueves. Este cam­
bio de orientación se debe a la ayuda decisiva de la Asociación de
Amigos de la Academia, fundada hace tres años por iniciativa del
anterior director, Pedro Laín Entralgo, la cual está poniendo todos los
medios para que la nueva edición revisada pueda publicarse en 1992.
Ignoro si todas las demás Academias pueden disfrutar, ahora o en un
futuro próximo, de un respaldo semejante; incluso ignoro si la propia
Academia Española logrará plenamente, al menos a corto plazo, el
ideal que se ha propuesto13. De lo que estoy convencido es de que, si
las Academias no se trazan un plan de trabajo riguroso y coordinado,
el Diccionario de la Academia Española, que es el de las Academias
de la lengua española, perderá tarde o temprano el prestigio que aún
conserva en el mundo hispánico y su condición de punto de referencia
del léxico de nuestro idioma. Es, en definitiva, un problema de res­
ponsabilidad.

13 [La revisión general aún no se ha llevado a cabo, no ya para la edición 21*


(1992), sino para la 22.* (2001)].
21

EL ESPAÑOL DE CHILE, EL DICCIONARIO DE LA ACADEMIA


Y LA UNIDAD DE LA LENGUA*

Mi primer conocimiento del profesor Yolando Pino Saavedra fue


en mis años de estudiante, cuando de su mano de buen traductor leí el
libro de Hans Jeschke sobre La generación de 1898]. Pasado algún
tiempo, fui teniendo noticias, no siempre directas, de sus importantes
investigaciones en el terreno de la lengua española y la literatura po­
pular chilena. Y sólo hace un par de años tuve por fin el gran placer
de tratarle personalmente cuando, como delegado de la Academia
Chilena, formó parte de la Comisión Permanente de la Asociación de
Academias de la Lengua, cuya sede, como se sabe, está en la misma
casa de la Real Academia Española. Las notas que siguen han nacido
del recuerdo de aquella cooperación directa del maestro en la empresa
común de la lucha por la conservación de la unidad de nuestro idio­
ma.
Cabalmente es la unidad de la lengua la principal preocupación de
la Academia Española, en no menor medida que lo es de la Asocia­

* [Publicado en Estudios en honor de Yolando Pino Saavedra, Anales de la Uni­


versidad de Chile, 5.* serie, núm. 17, 1988, 367-77].
1 Primera edición en alemán, Halle 1934; 1* edición en español, Santiago de Chile
1946; 2.* edición en español, Madrid 1954.
376 Diccionarios del siglo X X

ción de Academias. Y esa misma preocupación es el norte que la


orienta, especialmente desde hace dos décadas, en su permanente re­
visión del Diccionario de la lengua española (DRAE). Poco a poco,
con la eficaz ayuda de las corporaciones hermanas, la Academia va
incorporando al gran repertorio léxico las palabras del español de
América, con el propósito de que a ningún hispanohablante le sea ex­
traña la voz de ninguno de sus compañeros de lengua repartidos por
las anchas tierras donde esta sirve de vehículo comunicador. Un dic­
cionario concebido bajo ese ideal ha de ser, por tanto, un diccionario
integrador y comprensivo. Ciertamente, esta condición está contrape­
sada siempre por la tradición conservadora y normativa del Dicciona­
rio académico, y no pocas veces la tensión entre una y otra da lugar a
resultados desiguales. Pero la solución acostumbrada, cuando se di­
buja algún conflicto entre la norma general (o la peninsular, que no
suelen estar bien delimitadas) y una norma nacional o local, es aco­
gerse a una de las funciones de las marcas diatópicas: decir que un
término es «normal» en el lugar que se expresa implica que no es
«normal» en los restantes.
Claro está que en el proceso de incorporación del vocabulario
americano, llevado a cabo en Madrid, los riesgos de error son fre­
cuentes e inevitables. No solo dependen de la diversa calidad de los
órganos informadores — las comisiones lexicográficas de unas y otras
Academias, como es natural, no todas trabajan con los mismos méto­
dos ni cuentan con los mismos medios— ; también dependen de la
desigual diligencia de tales elementos — la intensa y eficaz coopera­
ción de algunas Academias contrasta con la escasa o nula de otras— .
Es justo hacer constar, en este sentido, que muchos desajustes en la
acogida, definición y localización de voces americanas no son impu­
tables — contra la opinión vulgar— a la Academia Española, sino al
desequilibrio, que esta no tiene la potestad de remediar, entre las va­
rias fuentes informativas.
Pero el encomiable fin perseguido por la Academia Española y
por la Asociación no siempre queda perturbado por deficiencias en el
proceso de información por parte de las corporaciones americanas.
El español de C hih 377

También ocurre en ocasiones que las erosiones al concepto de unidad


de la lengua española sean imputables, por modo indirecto, a la pro­
pia Academia madre. En efecto: el criterio restrictivo con que esta
actúa en la redacción de su Diccionario en lo que respecta a los neo­
logismos léxicos, semánticos y sintácticos puede inducir engañosa­
mente a los lectores americanos a la creencia de que tales usos, vivos
en sus respectivos países, no existen en España. Esta impresión se
produce como consecuencia de la gran autoridad que el mundo hispa­
nohablante reconoce al Diccionario académico, y, paralelamente, de
la escasa oferta de información alternativa suministrada por los
diccionarios españoles no académicos, abrumadoramente tributarios
(aunque casi nunca de manera confesada) del llamado léxico oficial.
Ilustraré mi aserto con la ayuda del excelente Diccionario ejem­
plificado de chilenismos (DECh), de los profesores Félix Morales
Pettorino y Óscar Quiroz M ejías2. La importancia excepcional de este
diccionario reside en el segundo elemento de su título: «ejemplifica­
do». La definición de cada voz y cada acepción va completada con
ejemplos de habla, en su mayoría de documentos impresos, que en
principio constituyen pruebas de uso más fidedignas, por su objetivi­
dad, que la palabra del lexicógrafo, y que, por otra parte, pueden
atestiguar un grado más avanzado de estabilización dentro del sistema
que el que son capaces de ofrecer los textos orales. Este tipo de dic­
cionario, que afortunadamente va abriéndose camino, a pesar de las
dificultades inherentes, en el ámbito de nuestra lengua3, tiene, entre
otras, la ventaja de que pone simultáneamente al servicio del lector
dos coordenadas que le permiten afinar la puntería del significado: la
secuencia de habla y el texto definitorio del lexicógrafo. La tradicio-

1 En el momento de escribirse estas líneas (febrero de 1988) acaba de completarse


la obra con la aparición del volumen IV.
1 Sin citar los que están aún en proyecto, recordemos el Diccionario uruguayo
documentado, de C. Mieres, E. Miranda, E. Alberti y E. R. de Berro (Montevideo,
1966), y el Diccionario de venezolanismos, dirigido por M.’ J. Tejera (Caracas, I,
1983).
378 Diccionarios del siglo XX

nal ausencia, en el grueso de los vocabularios regionales, del primer


elemento de esta conjunción, ha ocasionado en no pocos casos, en los
diccionarios generales, la proliferación de seudoacepciones o, inver­
samente, la unificación violenta de acepciones realmente diferencia­
das.
Por otro lado, justamente la extremada escasez de ejemplos en el
Diccionario académico ha obligado normalmente a los autores del
DECh a atenerse de manera estricta al sentido literal de las definicio­
nes — sean muy generales, sean restringidas— que la Academia
asignó a las palabras y a las acepciones que aquellos habían de cotejar
con el fin de establecer el contraste entre los usos del español general
y los chilenos, que es rasgo programático de la obra de Morales y
Quiroz.
Estos autores han procedido con rigor y también con prudencia a
la hora de señalar los usos diferenciales del español de Chile. Han
tomado como referencia constante los datos de la decimonovena edi­
ción del Diccionario de la Academia, de 1970 (Morales / Quiroz,
1983: 2 1 ) — la última en el momento en que se llevó a cabo funda­
mentalmente la redacción del DECh—, pero no han dejado de tener a
la vista otros diccionarios, como el Manual (DM) de la misma Aca­
demia, en su segunda edición, de 1950; la Enciclopedia del idioma
(El), de Martín Alonso, de 1 9 5 8 , y el Diccionario de uso del español
(DUE), de María Moliner, de 1 9 6 6 -6 7 , aparte de otros diccionarios de
americanismos y, naturalmente, toda la lexicografía chilena anterior.
La necesidad de sujetarse a un punto de referencia fijo para la con-
trastividad ha motivado que en algunos casos se haya sostenido la
consideración diferencial chilena de una voz o de una acepción solo
porque el DRAE no registraba precisamente el uso en cuestión, inclu­
so en contra de la presencia de tal uso en otro u otros diccionarios ge­
nerales españoles. Los autores, con espíritu científico, se han ajustado
formalmente a este criterio, aun a riesgo de pecar un poco por exceso
en la asignación de la etiqueta de «chilenismo». Naturalmente, no han
sido inconscientes de ello, y el eventual exceso queda notablemente
mitigado por la utilización de una gama de marcas que abarcan desde
El español de C hih _________________________________ 379

el contraste total hasta el mero contraste sintagmático (1983: 31-35;


Morales / Quiroz / Peña, 1984: xx)4.
De hecho, interpretar estrictamente como chilenismos todo lo re­
cogido en el DECh sería una postura demasiado simplista; y bien se
sabe que el simplismo es uno de los caminos más seguros para no
entender el lenguaje. Muy certeramente advierte Rodolfo Oroz, en el
«Exordio» de este diccionario, que «esta nueva obra magna no con­
tiene solamente vocablos y giros que son privativos y exclusivos de
nuestro país. [...] Sus autores no pensaron en una limitación tan es­
tricta, sino que quisieron indicar simplemente que se trata de material
léxico auténtico del habla chilena de un siglo a esta parte, y que en
muchos casos puede coincidir con usos de otros países hispanoameri­
canos y aun de diversas zonas dialectales del castellano hablado en
España» (Oroz, 1984: rx).
Sin embargo, a pesar de esta notable matización formulada por el
maestro chileno, el título de la obra entraña el peligro de que, por ha­
ber otorgado crédito exclusivo o hegemónico al DRAE, se llegue a
asignar carta de chilenismo (aunque solo sea «de alguna manera»)
a muchas palabras, locuciones y acepciones solo por el hecho de que,
siendo usadas en Chile, no constan en el DRAE. Es sabido que la no
constancia de un uso en el DRAE no significa por necesidad su ine­
xistencia; y hasta qué punto esto es así no es difícil demostrarlo.
Y es lo que voy a intentar ahora partiendo del examen de las
veinte primeras páginas del DECh. En ellas he podido registrar cierto
número de voces y acepciones que, pese a no figurar en el DRAE, tie­
nen plena vigencia en el español peninsular — y no solo en zonas
dialectales, como apunta Oroz—, según acreditan los testimonios pu­
blicados por la misma Academia en el Diccionario histórico de la
lengua española (DHLE)5 y los materiales del aún inédito Dicciona­
rio del español actual (DEA) que no tardaré en concluir junto con

4 Sobre la voluntaria evitación de «un concepto muy ceñido de chilenismo» es


muy explícito y razonable lo que dicen los autores en Morales / Quiroz, 1983: 37-38.
5 Tomo I, 1972. Las entradas que aquí cito corresponden todas a la parte previa­
mente publicada en fascículos en 1960 y 1961.
\

380 Diccionarios del siglo XX

Olimpia Andrés y Gabino Ramos. (Solo presentaré los testimonios de


este último en los casos en que sean insuficientes los del DHLE).
a (prep.), «al estilo, a la usanza o de la manera como se expresa en el
término, regularmente en singular, encabezado por art. lo [...], o por art. la,
caso en el cual el término suele ser un gentilicio» (DECh, 1 )6. Cita ejemplos
de uso como «A lo milico», «A lo Elvis Presley», «A la alemana». Este em­
pleo de la preposición a no consta en el DRAE. Pero es antiguo en el español
general: San Juan de la Cruz, 1578-84: «Estas liras son como aquellas que en
Boscán están, vueltas a lo divino»; Cervantes, 1615: «Salió en fin Sancho
[,.,] vestido a lo letrado»; Delicado, 1528: «Aunque vengo vestida a la gino-
vesa, soy española» (DHLE, 58). Y se mantiene perfectamente vivo en el es­
pañol peninsular: Miró, 1921: «¡Eso es hablarme a lo capellán!»; González
Ruano, 1930: «Almuerza a la francesa, hacia las once y media de la mañana»
(ibid.).
a (prep.), «anuncia el medio con que funciona un artefacto, instrumento
o vehículo» (DECh, 2). Ejemplos: «Radio a transistor», «Reloj mural a pi­
las», «Embarcación a vela». No se recoge este uso en el DRAE. Pero sí en el
DHLE, 4 6 / donde los textos más antiguos registrados — desde 1914 — son
de procedencia hispanoamericana, pero donde no faltan testimonios españo­
les: «Motores a gas pobre», «Rodamientos a bolas», «Molinos a viento», re­
cogidos por Julio Casares en un libro de 1943, y un texto de periódico de
1957: «Un motor a gasolina».
a (prep.), «anuncia una acción programada pendiente. Rige inf.» (DECh,
3). Cita ejemplos como «Materias a tratar», «Obras a ejecutarse este año».
No está en el DRAE1. Pero el uso no es nuevo en España: Marqués de Valle
Santoro, 1833: «El banco exige que los préstamos sean a devolver a plazos
cortos»; Joaquín Costa, 1898: «El canon a pagar»; Boletín Oficial del Estado,
1940: «Sistema a adoptar»; Abe, 1956: «La política a adoptan) (DHLE, 43).
a lo que, «lo que» [= «tan luego como»] (DECh). No está en el DRAE.
Pero el DHLE, 96b, aporta textos españoles de los siglos xvi al xix (V. de la
Fuente, 1855: «A lo que pasaba a Italia como consejero de Sicilia, se le vol-

6 El número que sigue a la sigla es el de la acepción dentro del artículo.


7 Tampoco en la edición vigésima, 1984, a pesar de que el Esbozo de una nueva
gramática de la lengua española, 1973, § 3.11.5, ya reconoce, con reservas, la acep­
tabilidad de este uso.
El español de Chihs 381

vio a llamar para oidor de Valladolid»), Iribarren, 1952, lo registra todavía


como uso navarro,
¡a que!, «loe. exclam. fam. con que se sostiene algo en la seguridad de
que no podrá ser desmentido. [...] Ú. m. c. interpel. como desafio de que se
rechace de palabra o de hecho lo propuesto» (DECh). Ejemplo: «¡A que no
sabes dónde estás!». No figura en el DRAE. Sin embargo, hay testimonios
españoles desde hace siglo y medio: Duque de Rivas, 1835: «— Vaya a ver
quién llama. — ¿A que son otra vez los pobres?»; García Lorca, 1934: «¿A
que no sabes lo que he comprado?» (DHLE, 95a).
abajo (adv.), «en posición social baja, donde hay pobreza» (DECh, 2).
Ejemplo: «Un ministro que salió de abajo». Aunque no se recoja este sentido
preciso en el DRAE, es normal en España por lo menos desde el siglo xvn.
Ejemplos más próximos a nosotros: Maragall, 1894: «Por encima de toda ca­
ridad cristiana en los de arriba, humildad y resignación evangélica en los
de abajo»; L. Tapia, 1917: «Luchar por el humilde fue su virtud.../ Con
los de abajo siempre» (DHLE, 11 b).
abandonar (intr.), «en un juego o competencia, retirarse antes del térmi­
no, dándose por vencido. U. m. en dep.» (DECh). Aunque no está en el
DRAE, el DHLE, le, ya recuerda un ejemplo español de 1913, referido al
ajedrez: «Las negras podían abandonar», amén de otros posteriores, como
este de Abe, 1951: «En la décima vuelta L. se vio precisado a abandonar por
rotura del piñón [de la bicicleta]».
abanico, «variedad o diversidad de cosas análogas, especialmente para
elegir o seleccionar» (DECh, 1). Ejemplo: «Abanico de posibilidades». La
Academia no lo incluyó en el DRAE, pero sí en el DM de 1983-1985 («con­
junto más o menos amplio de asuntos, proposiciones, soluciones, etc., pre­
sentadas o propuestas por una persona, autoridad, sector industrial o partido
político»). Ejemplo de uso: Pueblo, 1970: «El abanico de los distintos nive­
les de ingresos» (DEA).
abatir (tr.), «derribar a balazos provocando la muerte» (DECh). Ejem­
plo: «Abaten a tiros a demente». El DRAE no va más allá de una definición
general que no incluye ‘muerte’ ni ‘balazos’ (en realidad, tampoco este últi­
mo componente se encuentra en el uso registrado por el DECh, a juzgar por
la explicitud que de él hacen los dos ejemplos que cita). El DHLE, 1, bajo
una definición «hacer caer a tierra violentamente, sobre todo en lucha o
en caza; a veces, hacer caer muerto, matar», recoge — aparte de ejemplos en
que el objeto es ‘animal’ — estos referidos a personas, en que el arma puede
382 Diccionarios del siglo X X

ser blanca o de fuego: Palacio Valdés, 1899: «Usted ve a un hombre acercar­


se a otro cautelosamente, abatirlo de una puñalada»; Madrid, 1953: «270.000
personas [...] habían acudido para rendir postumo homenaje a estos dos mu­
chachos, friamente abatidos por el plomo en medio de la calle».
aberración, «error grave; absurdo» (DECh). Ejemplo: «La politiza­
ción de la Iglesia es una aberración». Frente a la definición muy general del
DRAE, «extravío», el DHLE recoge una acepción 4, «grave error del enten­
dimiento», con ejemplos que se remontan hasta Donoso Cortés, 1834: «Un
principio falso es [...] fecundo en aberraciones»; y una acepción 6, «acto,
proceder, obra o producto que se aparta de lo que se considera recto, lógico,
natural o normal»: Fernán Caballero, 1858: «Sólo para las bárbaras corridas
de toros se guarda el patriotismo y el apego a lo que es nacional. ¡Qué abe­
rración!». Ejemplo moderno del DEA: Abe. 1970: «Entre otras aberraciones
políticas escritas por Sartre se cita mucho esta frase».
aberrante, «que conlleva o supone aberración» (DECh). La defini­
ción del DRAE, 2, «dícese de aquello que se desvía o aparta de lo normal o
usual», no parece adecuarse al concepto estudiado aquí, cuyo ejemplo dice:
«Esta aberrante situación se palpa en todas las regiones». Pero textos como
los que siguen, reproducidos en DHLE, confirman la existencia del mismo
uso chileno en España: Baraja, 1918: «Desear la vida intensa con alternativas
de alegría y pena es, sin duda, natural, pero buscar solo la contrición es abe­
rrante»; Valle-Inclán, 1928: «Jorge Ordax ha sido llamado a la Cámara de la
Reina [...] ¡Aberrante!».
abierto (adj.), «dícese del asunto que se encuentra a la libre disposición
de quienes quieran discutirlo, aprobarlo, modificarlo o rechazarlo» (DECh,
1). Ejemplo: «La iniciativa del rector permanece aún abierta». A pesar de!
silencio del DRAE, el uso es también español: Triunfo, 1970: «La temática
del ‘Teatro crítico universal’ es múltiple, heterogénea, abierta»; Diario 16,
1988: «El proceso de pacificación de Nicaragua continúa abierto» (DEA).
abierto (adj,), «de trato llano y afable» (DECh, 3). Ejemplo: «El ministro
se mostró muy abierto con toda la gente». No parece que respondan a este
concepto las acepciones 6 («ingenuo, sincero, franco, dadivoso») y 8 («com­
prensivo, tolerante») del DRAE. Más se aproxima el DUE, 8 («franco, es­
pontáneo o expansivo»), según señala el propio DECh. El DHLE, 13, bajo la
definición «sincero, tratable, comunicativo, acogedor», registra ejemplos es­
pañoles desde el siglo xvi. Ejemplo moderno del DEA: Delibes, 1966: «Es
una chica muy abierta, que es un encanto».
El español de Chil¿\ 383

ablandar (tr.), «hacer disminuir el vigor o resistencia física» (DECh, 1).


Ejemplo: «En el primer round se dedicó a ablandarlo». Los autores advierten
la presencia de este sentido en El, 4 («quebrantar el vigor físico»; solo para
los siglos xv-xvui) y en DUE, 3 («moderar la oposición o la severidad de al­
guien o algo, o quitarle a alguien el enfado, la indignación, etc.»). Esta pre­
sencia es cierta en la El, pero discutible en el DUE, cuya definición equivale
prácticamente a la del DRAE. 3, «mitigar la fiereza, la ira o el enojo de algu­
no», la cual, evidentemente, no corresponde a la formulada por el DECh. En
definitiva, ninguno de los tres diccionarios españoles citados registra la reali­
dad del uso peninsular actual de la acepción chilena. Pero el DHLE, 2 d, defi­
ne «reducir la resistencia del enemigo» para ejemplos como estos de C. Mar­
tínez Campos, 1951: «Cuando [...] la densidad del fuego defensivo impida
toda infiltración, será preciso hundir el frente o ablandarlo nuevamente»; «Le
ofreció la pauta para ablandar debidamente las defensas que iban a oponerse
a sus potentes máquinas de guerra». Un uso pronominal, ‘perder vigor o re­
sistencia’, no está recogido por ninguno, pero está atestiguado en DEA: Mar­
tín Fernández de Velasco, 1977: «Con los golpes y la carrera se me habían
ablandado las fuerzas». En el español peninsular de hoy, como en el chileno,
existe el nombre de acción ablandamiento con la misma noción (cf. DECh,
Y, DHLE, 4).
abocarse (pml.), «encontrarse enfrentado a un asunto que es necesario
considerar. Rige a. [...] Ú. m. en part.» (DECh, 1). Ejemplo: «A corto plazo
se vería abocado a serias dificultades de racionamiento eléctrico». No consta
en el DRAE, pero el uso existe en España: Laforet, 1952: «Muchos de mis
mejores amigos han muerto, otros están pasando hambre, otros abocados al
destierro» (DHLE, 9); Gimferrer, 1970: «Un país [...] abocado, en literatura,
al más estéril de los callejones sin salida» (DEA).
abocetar (tr.), «esbozar» (DECh). Ejemplo: «Bruno abocetó una son­
risa». La definición académica solo considera las obras artísticas; pero el uso
figurado es casi tan vivo como el de esbozar, no solo en Chile, sino en Espa­
ña: Pérez de Ayala, 1926: «Tigre Juan, abocetando una sonrisa dudosa»
(DHLE, 2).
abono, «documento, generalmente tarjeta, en que consta haberse pagado
cierto número de pasajes o de entradas a precio rebajado» (DECh, 2). En el
DRAE, edición de 1970 — la utilizada por los autores—, no consta esta
acepción; sí en la de 1984, así como en el DM de 1983-85. En efecto, el uso
está vivo en España, como atestigua ya un ejemplo de la revista taurina Sol y
384 Diccionarios del siglo XX

Sombra, 1911: «A los dos días de abierta la taquilla, no había aficionado que
no tuviera su abono en el bolsillo» (DHLE, s.v. abono [2], 3).
aborregar (tr.), «hacer adoptar o llegar a tener modos o características de
borrego o de lo que le es propio. Suele tomarse en mala parte» (DECh),
Ejemplo: «El aborregado mundo estudiantil». No está en el DRAE (aunque
se han incluido ya aborregamiento y aborregarse en las «Enmiendas y adi­
ciones» de BRAE, 64 [1984], 101). El uso en España está atestiguado en el
DHLE, 2, desde 1901. No consta el uso transitivo; pero, a pesar de la defini­
ción del DECh, tampoco en este se comprueba tal uso. Los textos españoles
corresponden al pronominal aborregarse: Unamuno, 1901: «Sostener, sin
aborregarse, que no acatan las censuras»; o a aborregado: Baroja, e l 929: «El
hombre, por la presión de las masas, parece que tiende a hacerse más aborre­
gado, menos individual, más social y, probablemente, más mediocre».
abortero, -ra (m. y f,), «persona que tiene por oficio practicar el aborto.
Ú. m. c. f.» (DECh, 2). A pesar de su ausencia en el DRAE, es término usado
en España: El País, 1979: «Veintisiete años para la abortera» (DEA).
abotagar (tr.), «hinchar. En uso part.» (DECh). Ejemplo: «Los ojos
abotagados y turbios». El hecho de que el DRAE registre solo la forma pro­
nominal abotagarse no justificaría suficientemente esta entrada en el DECh,
pues la presentación de ejemplos de uso en participio no demuestra por sí
sola la existencia de un uso personal transitivo. Ahora bien, el DRAE refiere
el verbo abotagarse solo al ‘cuerpo’, limitación que sí parece marcar un
contraste con el uso chileno. El contraste, sin embargo, no responde a la rea­
lidad, como ya lo prueba el que el DM de 1983-85 se refiera también a ‘parte
del cuerpo’. Los textos del DHLE, 1, lo certifican en la Península: J. López
Portillo, 1898: «Tenía [...] un párpado abotagado»; Miró, 1916-1917: «Su
cuello abotagado»; Pérez de Ayala, 1912: «Una faz abotagada». Más recien­
te, Laforet, 1955: «Aquella mujer con la cara abotagada» (DEA).
abovedamiento, «acción y efecto de abovedar o cubrir con bóveda»
(DECh). No existe esta entrada en el DRAE, aunque los autores sí la encuen­
tran en la El. El DHLE, que la registra en otros diccionarios españoles desde
1853, cita varios ejemplos de uso, como M. Gómez Moreno, 1919 y 1934, y
J. Subías Galter, 1943.
abracadabra, «interj. con que magos y prestidigitadores suelen promo­
ver la ocurrencia de cierto hecho mágico» (DECh). (El ejemplo que ofrece
escribe en dos palabras, abra cadabra). Aunque el DRAE y los restantes dic­
cionarios españoles califican la voz como nombre, con ello no se excluye su
El español de Chile 385

funcionamiento como interjección, que de hecho es corriente en España. Pe­


ro la razón principal para la consideración diferencial de este término por el
DECh es que en el DRAE su empleo se presenta restringido a «curar ciertas
enfermedades». Los ejemplos de uso recogidos por el DHLE demuestran que
el empleo en la Península es idéntico al chileno; así, Pueblo, 1958: «El nom­
bre de Napoleón es un ábrete Sésamo, un abracadabra, una llave maestra que
abre los resortes sentimentales [...] de este país».
abracadabrante, «tremendo, terrible, formidable» (DECh). Ejemplos:
«Abracadabrante fiereza», «Abracadabrante novela policial». Falta esta en­
trada en el DRAE, pero no en el DHLE, donde, además de textos de Rubén
Darío y de R. J. Payró, los hay españoles, de Unamuno (1913), Eugenio Noel
(1916), Marañón (1940) y este de Ramón Gómez de la Sema, 1941: «Es una
de las biografías más abracadabrantes que he escrito».
abrevar (intr.), «beber el ganado. [...] Más frecuente que el uso tr. aca­
démico correspondiente» (DECh). Pero el uso intransitivo, aunque no esté
incluido en el DRAE, también está vivo en España — no solo referido a ga­
nado, sino a animales en general —, según demuestra el DHLE, 4, con textos
de Machado, 1912: «Donde el jabalí del monte / y el ciervo y el corzo abre­
van», y Miró, 1916-1917: « Los bueyes [...] abrevaban en los dornajos del al­
jibe». Texto más reciente: Abe, 1975: «Paraban [los carruajes] en las fuentes
para hacer abrevar a los animales» (DEA).
al abrigo de (loe. prep.), «a cubierto del riesgo que se menciona»
(DECh). Ejemplo: «Nuestro partido no está al abrigo de la calumnia». El
DRAE no recoge esta locución; pero, de acuerdo con el DHLE, 10, ya consta
en el uso español desde Larra, 1833, y se emplea con frecuencia. Un ejemplo
de Madariaga, 1945: «De este modo Francia y España quedarían al abrigo de
las agresiones inglesas en Europa».
abriles (m. pl.), «años de una persona. Aplícase m. a los alegres y des­
preocupados, como los de la época juvenil» (DECh). Ejemplo: «Pillo de 62
abriles». El DRAE restringe esta acepción — que por cierto aparece duplica­
da (4 y 5) — a la juventud. El uso humorístico o irónico, al que no alude, está
vivo, sin embargo, en el español peninsular por lo menos desde la época de
Quevedo: «Joven de sesenta abriles» (DHLE, 5a).
abrogar (tr.), «arrogar; atribuir derecho(s) o facultad(es). [...] Suele to­
marse en mala parte y ú. m. c. r.» (DECh). Aunque se advierte que es «ultra-
corrección menos usual que la var. castiza», parece que este empleo es me­
nos raro en Chile que en España. El DRAE no lo registra, y el DHLE, 2, para
386 Diccionarios del siglo XX

el siglo xx, solo lo encuentra en países americanos; sin embargo, recoge


textos de Isla (1732), Feijoo (1753), Larra (1836). El más moderno pertenece
al Código penal español, 1870: «El juez que se abrogare atribuciones propias
de las Autoridades administrativas».
abrumador, «que provoca gran impresión por ser excesivo» (DECh).
Ejemplo: «Una mayoría abrumadora». Aunque no figura este sentido en el
DRAE, el uso es corriente en el español de España: Abe, 1970: «Abrumadora
votación de confianza a Chaban-Delmas en la Asamblea Nacional» (DEA).
Lo mismo ocurre con el adverbio correspondiente, que también cataloga el
DECh. Un ejemplo recogido en el DEA: F. J. Martín Abril, 1963: «Como fa­
cultad para dominar abrumadoramente, una memoria infalible».
abrupto, «brusco; que interrumpe el desarrollo regular o normal. Con ref.
a lo humano, ‘falto de afabilidad o cortesía’. [...] Con ref. a lo no humano,
‘intempestivo, repentino’» (DECh). La definición del DRAE («áspero, vio­
lento, rudo, destemplado») parece corresponder a la noción «humana»; pero,
evidentemente, no recoge la noción «no humana», que, sin embargo, está
bien viva en el español peninsular: M. Castellanos, 1976: «Un animal de
movimientos y reacciones abruptas» (DEA). Lo mismo puede decirse res­
pecto al adverbio abruptamente, también inventariado en el DECh. Ejemplo
español de Pérez de Ayala, 1959: «En el nuevo mundo, [...] se da un salto
prodigioso desde la urbe desaforada hasta la plena naturaleza, virgen y de­
sértica, y viceversa, abruptamente, sin solución de continuidad» (DHLE).
abstraccionista, «relativo o perteneciente al abstraccionismo» (DECh).
Abstraccionismo, como ‘arte abstracto’, no consta en el DRAE ni en el
DHLE, si bien en este último figura con el sentido general de «tendencia a la
abstracción». El mismo diccionario atestigua abstraccionista como «artista
que practica la abstracción»: Lafuente Ferrari, 1961: «No está de acuerdo [...]
con los abstraccionistas antifigurativos».
absurdidez, «absurdidad, dicho o hecho absurdo, repugnante a la razón»
(DECh). No está en el DRAE, pero sí en el DHLE, atestiguado en España
desde 1918: J. Goyanes, 1934: «Lo que por un momento nos pareció lleno de
significación se ve de pronto anulado como rebosando absurdidez».
abullonar (tr.), «formar bullones o pliegues redondeados, principalmente
en telas o vestimentas. [...] Ú. m. en part.» (DECh). Ejemplos: «Blusa abu-
llonada», «Mangas abullonadas». En el mismo diccionario se observa que
abullonar está, como andaluz, en la El, y, como general, en el DUE. En
efecto, como dice Moliner, el uso está extendido en la lengua, y el DHLE
El español de CÍHle 387

da ejemplos españoles como este de Agustín de Figueroa, 1961: «Corpiños


ajustados, mangas abullonadas». Igual el nombre masculino abullonado, que
el DECh no encuentra en el DRAE, está en el uso español: Federico Muelas,
1954: «El abullonado de sus enfáticos cortinajes» (DHLE, 2).
abultado (adj.), «de gran bulto» (DECh). Esta definición ha de entender­
se en sentido figurado, ya que bulto se explica en el mismo diccionario como
«envergadura, importancia o alcance de un asunto». Ejemplo: «Una derrota
tan abultada». El DRAE, al definir «grueso, grande, de mucho bulto», no
menciona ningún uso figurado. Pero tal empleo en España es normal: Abe,
1961: «El Valencia aplastó al Barcelona por el abultado tanteo de seis-dos»
(DHLE).
nadar en la abundancia, «disponer de mucho dinero, bienes o riqueza»
(DECh). Ejemplo: «Son herederos de millonarios, nadan en la abundancia».
No figura en el DRAE (sí en el DUE, como ya se señala en el DECh). El em­
pleo de esta locución no es nuevo en España. El DHLE, 3 d, ya lo encuentra
en Galdós, 1874: «Queridísimos amigos míos, vosotros que nadáis en la
abundancia, socorred a este mendigo»; ejemplo moderno, de Laforet, 1952:
«No parecía nadar en la abundancia, su ropa era deslucida».

La brevedad de la muestra explorada, que abarca solo hasta el fi­


nal de la combinación ab- (y que, si juzgamos por la proporción del
DRAE, representa un 1/141 del total del léxico español), no impide
que nos sirva de demostración suficiente del sempiterno riesgo de to­
da compilación léxica regional (entendiendo por regional todo lo que
geográficamente no es general), de considerar diferenciales elemen­
tos que en realidad son comunes; debido a que, desde siempre, y to­
davía hoy, las fuentes de información sobre el español general no son
todo lo completas que sería de desear. El compilador de un léxico re­
gional contrastivo puede utilizar como instrumento de contraste, bien
la lexicografía existente, bien la documentación acopiada ad hoc por
él mismo, o bien ambas cosas conjuntamente. Lo más habitual es to­
mar como referencia única el DRAE, por ser el diccionario general de
la lengua española de mayor prestigio tradicional y por constituir el
centro de la constelación de los diccionarios generales de nuestra len­
gua. No hay, en efecto, uno solo de los diccionarios españoles que
hoy circulan que no tenga como eje el DRAE, lo cual no excluye
388 Diccionarios del siglo XX

que algunos de ellos añadan aportaciones valiosas, tanto en la ma-


crocstructura como en la microestructura.
Mas, por desgracia, la información de que se nutren esos diccio­
narios, incluido el que les sirve de paradigma, es fundamentalmente
lexicográfica y no documental. No es que esta última falte por com­
pleto, pero su relevancia es muy reducida, y en su mayor parte proce­
de de la experiencia limitada de los autores y no de un verdadero ar­
chivo de datos. Así, el peligro de que queden fuera de la red muchos
usos de la lengua estándar es bastante considerable.
Cuando ocurre que un diccionario regional se funda en una do­
cumentación de uso real, como es el caso considerado del valioso
DECh, la comparación de sus datos con los ofrecidos por un diccio­
nario general no construido sobre una base homologa da como resul­
tado un foso de separación que solo en parte responde a la realidad. Si
a la carencia o escasez de base documental en el diccionario general
se une un criterio selectivo del tipo que sea, la distorsión será necesa­
riamente mayor. La única forma de obviar este inconveniente seria
disponer, para la lengua general — al margen del diccionario—, de un
archivo de muestras de su uso actual. Este archivo lo constituirá, en
su día, no sólo para el uso de hoy, sino para toda la historia de la len­
gua, el DHLE, del que en este momento apenas si se ha publicado una
duodécima parte. Precisamente esa fracción publicada me ha servido
de punto de apoyo para demostrar cómo, a pesar de lo que la consulta
del DRAE induce a pensar, no pocos de los usos que el DECh ha cer­
tificado en Chile son igualmente vivos en el español de otras tierras y
concretamente de Europa. Si el DHLE estuviera completo, este hu­
biera sido el instrumento obligado para el contraste buscado. Por des­
gracia, el instrumento aún no está disponible, y hoy por hoy, todo el
que se proponga compilar un diccionario contrastivo de un país ame­
ricano tiene que contentarse — como han hecho Félix Morales y Ós­
car Quiroz— con los materiales que hay a mano, a no ser que cuenten
con dinero, tiempo y personal capacitado que les permitan suplir por
su cuenta las lagunas de los diccionarios generales existentes; lo cual
no deja de ser una utopía.
£7 español de 389

Que el número de chilenismos que el DECh presenta como tales


está, como consecuencia de esta situación, ligeramente inflado, es
evidente. Pero en modo alguno tacharé este hecho como censurable.
En primer lugar, los autores han seguido con rigor un criterio nítido, y
los errores resultantes de este criterio no son imputables a ellos, sino
al canon tomado como referencia (difícil, si no imposible, de sustituir
por otro más seguro). En segundo lugar, el «exceso» de información
chilena tiene para nosotros, los españoles, el interés de hacemos ver
cómo en el hermano país de la costa del Pacífico se mantienen vi­
vos usos de vieja raigambre ibérica y cómo al mismo tiempo florecen
usos modernos idénticos a los que también son modernos en el espa­
ñol europeo. En definitiva, el DECh no se limita a enseñamos, con
testimonios fehacientes, la parcela chilena del léxico español, sino
que también nos muestra (sin proponérselo directamente) cuánto hay
de radical unidad hispánica allí donde el insuficiente desarrollo de
nuestra lexicografía nos induciría a imaginar diversidad y dispersión.
Si una obra de la envergadura y la importancia del DECh puede
llevar al lector desprevenido a la creencia en un grueso componente
diferencial en el léxico español de Chile (¡varios miles de páginas de
diferencias!), con la consiguiente apariencia de una llamativa fisura
en la unidad de la lengua, ello no es responsabilidad, pues, de los au­
tores de tan meritoria obra, sino — paradójicamente— del diccionario
que tiene la tradicional misión de salvaguardar esa misma unidad.
Uno de los modos de afianzamiento de ella será la abierta acogida en
el DRAE del léxico español americano, operación cuyo éxito depende
fundamentalmente de la activa colaboración de las Academias de
América y de la publicación de obras del relieve del DECh. Pero otro
modo, no menos trascendental, de defender la unidad del español será
adoptar una simultánea actitud de apertura hacia el léxico vivo del es­
pañol europeo, confirmador, en tantos aspectos, de la radical identi­
dad del idioma a los dos lados del Atlántico. Y esta otra apertura es
obligación que toca a la Academia Española, y que sin duda no será
desatendida en la revisión profunda que en estos momentos realiza de
su Diccionario con la mira puesta en su próxima edición.
22

MARÍA MOLINER:
UNA OBRA, NO UN NOMBRE *

La pereza nacional se encuentra muy a gusto con el tradicional


sistema de colmar de ditirambos a todo intelectual — muerto, desde
luego— a quien cierto número de entendidos señale como importan­
te, a cambio de que esta minoría nos releve de la enojosa ocupación
de acercamos a conocer la obra del héroe. El conocimiento de nues­
tros creadores y de nuestros pensadores queda así cómodamente su­
plido por el conocimiento de la etiqueta que sobre ellos han deposita­
do unos pocos. ¡Cuántos clásicos españoles entraron en los manuales
de literatura solamente porque habian sido leídos por Amador de los
Ríos o por Menéndez Pelayo! Y a veces se amontona una etiqueta so­
bre otra y otra, formando una costra espesa, como sobre una maleta
vieja, sin que nadie se preocupe de averiguar qué hay dentro de la
maleta. La «gloria nacional» queda cada vez más aislada por el sun­
tuoso telón de los homenajes, con lo cual, a fuerza de creer en ella sin
verla, la divinizamos. ¿No hemos convertido a Cervantes en un mito
por este procedimiento? En medio de esta hipocresía colectiva, ¿po­
día sorprendemos que de pronto, un día, unos concejales de pueblo se
quitasen la máscara y mostrasen con franqueza su barbarie borrando
de la toponimia urbana a ese famoso desconocido?

* [Publicado en El País (Madrid), 29 de mayo de 1981,36],


María M oliner.\n a obra, no un nombre 391

En los últimos meses, el proceso de beatificación ha recaído, no


sobre un poeta ni sobre un filósofo, sino, novedosamente, sobre una
lexicógrafa. A l triste acontecimiento de su muerte — 22 de enero úl­
timo— se unían en María Moliner dos circunstancias que «eran noti­
cia»: una, su dedicación a una extraña especialidad; otra (¡todavía!),
su condición femenina.
En medio de la atmósfera general de desinterés por el idioma y de
la consiguiente ignorancia sobre las disciplinas que lo estudian (re­
cordemos tan solo el regocijante uso que de la voz semántica hacen
políticos y editorialistas), no ha de sorprender que la lexicografía ten­
ga para muchos un tufillo exótico, cuasi nigromántico, a pesar de ver­
sar sobre un objeto tan conocido por fuera como es el diccionario.
Pues bien: María Moliner no solo se entregó al cultivo de este recón­
dito campo, sino que además era mujer.
Muchas y muy hermosas han sido las ofrendas de palabras que
después de su muerte ha recibido quien tanto luchó con ellas. La justa
admiración por su laboriosidad tenaz y por la firmeza de su vocación,
la simpatía hacia sus valores humanos, han teñido de emotividad la
pluma de muchos finos escritores, y la consecuencia ha sido que, en
sus comentarios, la obra ha quedado en un plano de penumbra res­
pecto de la persona de la autora. «Diccionario excelente», «excepcio­
nal», «maravilla de la lexicografía», «obra cumbre»... son elogios que
no pongo en tela de juicio, pero que, al no pecar de excesivamente
analíticos, contribuyen poco a una verdadera valoración de la obra, y
mucho a su estéril mitificación; algo que sin duda hubiera rechazado
la sencilla honradez de María Moliner.
El Diccionario de uso del español es, ciertamente, uno de los dic­
cionarios españoles más importantes. Muchos creen que lo es por su
caudal, por el número de voces definidas, fiándose de la mera apa­
riencia material; en realidad registra más o menos los mismos térmi­
nos que el Diccionario de la Academia, y así lo reconoce la autora.
Lo que sí distingue, en cambio, a esta obra es su propósito renovador,
que yo sintetizaría en la conjunción de tres rasgos: el concepto del
diccionario como una «herramienta total» del léxico, la voluntad de
392 Diccionarios del siglo X X

superar el análisis tradicional de las unidades léxicas y el intento de


establecer una separación entre el léxico usual y el léxico no usual.
La primera característica, por sí sola, a pesar de su enorme im­
portancia, no constituye novedad. Aparte del precedente francés de
Paul Robert, cuyo diccionario está inspirado en el mismo principio,
nuestro maestro Julio Casares ya había expuesto en 1921 la tesis de
que «hay que crear, junto al actual registro por abecé, archivo hermé­
tico y desarticulado, el diccionario orgánico, viviente, sugeridor de
imágenes y asociaciones, donde al conjuro de la idea se ofrezcan en
tropel las voces, seguidas del útilísimo cortejo de sinonimias, analo­
gías, antítesis y referencias; un diccionario comparable a esos biblio­
tecarios solícitos que, poniendo a contribución el índice de materias,
abren camino al lector más desorientado, le muestran perspectivas in­
finitas y le alumbran fuentes de información inagotables». Como es
sabido, el propio Casares llevó a la práctica su teoría en el Dicciona­
rio ideológico de la lengua española (1942), cuyo lema, en la porta­
da, reza: «De la idea a la palabra; de la palabra a la idea». Pues bien:
la misma meta se propuso María Moliner: construir el diccionario si­
multáneamente «descifrador» y «cifrador» (esto es, «que ayuda a en­
tender» y «que ayuda a decir»). La diferencia, en este punto, entre la
obra de Casares y la de Moliner es superficial: mientras en la primera
la parte cifradora forma un cuerpo separado de la descifradora, en la
segunda está integrada la una dentro de la otra, formando un solo
cuerpo.
Esta utilidad, tan apreciable, se complementa en el Diccionario de
Moliner con el establecimiento — segundo rasgo— de dos grandes
niveles dentro del léxico: las palabras y acepciones usuales y las no
usuales; diferenciación, realizada por medios tipográficos, destinada a
ser sumamente práctica para el hablante que quiere escoger su propia
forma de expresión. Se une a esto la información sobre construccio­
nes sintácticas en las distintas acepciones, que tanto se echa de menos
en los diccionarios corrientes. (Aunque, en cambio, se omiten sin su­
ficiente justificación otras indicaciones gramaticales no menos nece­
sarias).
María Moliner: ana obra, no un nombre 393

El aspecto más destacable del Diccionario de uso del español es


su tercer rasgo: la revisión a fondo de las definiciones tradicionales,
que hubo de ser sin duda la faceta más agobiante, por ser la más per­
sonal, en la labor de la autora. Es bien sabido que muchas de las defi­
niciones del Diccionario de la Academia están redactadas en una len­
gua de otra época, que les da, a los ojos del lector letrado, un encanto
singular; pero ciertamente ese lenguaje no es el más adecuado para
explicarle al hombre de hoy los significados de las palabras. Por otra
parte, el Diccionario académico recurre, con insistencia que casi bor­
dea la tomadura de pelo, a la definición en círculo vicioso: amparar
se explica como «favorecer, proteger»; favorecer, como «ayudar, am­
parar, socorrer»; proteger, como «amparar, favorecer, defender»; de­
fender, como «amparar, librar, proteger»; ayudar, como «auxiliar, so­
correr»; auxiliar, como «dar auxilio»; auxilio, como «ayuda, socorro,
amparo»; y así sucesivamente. María Moliner, en su obra, decide
romper este mareante juego de la oca, que, junto con el estilo diecio­
chesco, se había hecho hábito en los lexicógrafos sumisos al modelo
académico. No solo evita la definición circular, para lo cual inventa
una minuciosa jerarquización lógica de los conceptos, sino que des­
monta una por una todas las definiciones de la Academia y las vuelve
a redactar en español del siglo xx, dándoles, en muchos casos, una
precisión que les faltaba y desdoblándolas a menudo en nuevas acep­
ciones y subacepciones que recogen matices relevantes. Con ello lo­
gra un análisis de los contenidos bastante más completo que el de los
diccionarios corrientes, incluido el de la Academia. Hay que mencio­
nar también la abundancia de ejemplos inventados que ilustran las de­
finiciones: punto este con demasiada frecuencia olvidado en nuestros
diccionarios.
Dos o tres reparos principales señalaría yo en esta labor monu­
mental (dejando al margen otros de tipo técnico). Uno es que está
construida tomando como casi únicas bases documentales la personal
competencia hablante de la autora y — paradójicamente—■el mismo
Diccionario académico que se trataba de superar; con lo cual los cri­
terios subjetivos priman más de lo conveniente sobre la información
394 Diccionarios del siglo X X

objetiva, tan necesaria para el estudio del uso. El otro reparo es que,
en el deseo de introducir un elemento de racionalidad en el conven­
cionalismo alfabético de los diccionarios, las palabras — dentro del
abecedario general— aparecen agrupadas en familias etimológicas:
ordenación que, aparte de ser poco sistemática, prácticamente no
aporta nada a los objetivos del diccionario y que, en cambio, incomo­
da la consulta de su lector, quien — nos guste o no— cuenta siempre
con el alfabeto como báculo imprescindible para andar por la vida.
Una tercera reserva todavía añadiré, que no es un defecto, sino un ex­
ceso: recarga notable e innecesariamente el volumen de la obra al ha­
ber incorporado en ella, en sus respectivas entradas, todos los temas
de la gramática española. El uso del subjuntivo o del artículo, la posi­
ción del adjetivo, el valor de los tiempos verbales, etcétera, son cues­
tiones que se salen abiertamente de la lexicografía.
Entre los diccionarios españoles «de lengua» o «usuales», el de
Moliner es el intento renovador más ambicioso que se ha producido
en nuestro siglo. En él, la intuición y la tenacidad tuvieron que lle­
nar el vacío de una tradición previa que hubiera allanado el camino.
Es un esfuerzo digno de toda nuestra admiración; pero, por ley del
quehacer intelectual, no es una meta, sino una etapa, y debe ser toma­
do como una incitación, como un poderoso reto por cuantos se dedi­
can a la lexicografía. Bien están los elogios emotivos, sonoros y con­
fortables; pero la verdadera alabanza al que trabaja es seguir su
ejemplo. Porque María Moliner no es un nombre, sino una obra.
23
LA SEGUNDA EDICIÓN DEL
DICCIONARIO DE USO DEL ESPAÑOL *

En un cuarto de siglo exacto, entre 1942 y 1967, se produjo el na­


cimiento de tres grandes diccionarios que, con muy distinta persona­
lidad, hay que inscribir, por sus novedosas aportaciones, como hitos
memorables en la historia de la lexicografía española: el Diccionario
ideológico de Julio Casares, el Diccionario general ilustrado dirigido
por Samuel Gili Gaya y el Diccionario de uso de María Moliner. El
primero no tardó en revisarse en una segunda edición. El segundo,
más afortunado, alcanzó tres ediciones en vida de su director, y una
cuarta bajo el mando de Manuel Alvar Ezquerra. El tercero, «el Moli­
ner», es el único que había quedado varado en su edición primera, a
pesar de los treinta y un años transcurridos desde su aparición. Bien
es verdad que esta obra, como la de Casares, ha acreditado de sobra
su vitalidad en la buena acogida de que han disfrutado hasta ahora
mismo sus numerosas reimpresiones.
Pero todo en este mundo envejece desde la cuna. Y los dicciona­
rios, por excelentes que sean, empiezan a mostrar sus arrugas mucho
antes y más deprisa que las catedrales y los palacios. Como referencia
en el caso del Diccionario de Moliner podemos tomar el dato de que,

* [Publicado como "Presentación” de la segunda edición de María Moliner, Dic­


cionario de uso del español, Madrid 1998, xi-xn].
396 Diccionarios del siglo X X

desde 1966-1967, fecha de su primera edición, hasta este momento,


se han publicado tres nuevas ediciones del de la Academia. Si mu­
chos opinan que las apariciones académicas van demasiado espacia­
das, ¿qué podrán decir de la larga inmovilidad del Diccionario de
uso? Es muy buena señal que el paso del tiempo no haya quebrantado
la fidelidad de sus amigos ni ahuyentado a lectores nuevos. Pero tam­
bién es cierto que cada año se hace un poco más visible la grieta entre
las vigencias de la lengua hace tres decenios y las del momento pre­
sente.
La irrupción del Diccionario de uso en el paisaje lexicográfico
español supuso una revolución. Era algo auténticamente nuevo y ori­
ginal. No porque fuesen enteramente inéditas todas sus característi­
cas, sino porque por primera vez aparecían algunas de ellas conjuga­
das en una organización unitaria, junto con otras que sí constituían
verdadera novedad. Ya un pequeño detalle era una muestra externa de
su índole pionera: el anticiparse en casi treinta años a todos los demás
diccionarios españoles en la adopción, o más bien restauración, del
orden alfabético universal (no inclusión de ch y 11 como unidades al­
fabéticas) que había usado la Academia Española hasta 1803 y que
solo en 1994 sería restablecido por el X Congreso de Academias de la
Lengua Española.
El propósito central, vertebrador del libro, era hacer del dicciona­
rio no solo una «herramienta» (esta es la palabra de María Moliner)
para descifrar, sino una herramienta para cifrar; esto es, no ya para
interpretar las palabras recibidas, sino para conmutar la comunicación
seleccionando las palabras adecuadas para su emisión en mensaje.
Este objetivo ya estaba presente, ampliamente desarrollado con otro
método, en la obra de Casares. Los «catálogos de sinónimos y pala­
bras afínes» que ahora integraba Moliner como parte de numerosas
entradas parecería que convertían su texto en un diccionario analógi­
co al estilo del francés de Paul Robert. Pero María Moliner iba más
lejos; sabía que la función codificadora no se llena simplemente brin­
dando palabras, porque el mensaje no se construye solo con léxico,
sino con sintaxis. Y así, se esforzó por presentar, en los casos preci­
La segunda edición del «Diccionario de uso del español» 397

sos, los mecanismos de la construcción y el régimen preposicional


que convienen a cada unidad. Más aún, Moliner ofrecía con frecuen­
cia orientaciones relativas a la situación o al contexto de la comunica­
ción: cuando nadie entre nosotros hablaba de pragmática, este diccio­
nario, casi avaní la lettre, ya se ocupaba de ella.
Otra gran innovación del Diccionario de uso estaba en la vertiente
descifradora o descodificadora. Aunque esta es la común con todos
los diccionarios tradicionales, la autora se impuso el trabajo de revisar
las definiciones heredadas, una por una, en todas las unidades léxicas,
con la mira puesta en la claridad del lenguaje expositivo, en la preci­
sión de los matices y en la evitación de los habituales círculos vi­
ciosos. Esta información se enriquecía con el complemento de
numerosos ejemplos, creados para redondear en la mente del lector el
concepto descrito en el enunciado definitorio y para exhibir la voz en
un contexto: abundancia ilustradora que contrasta con la parquedad
observable en la mayoría de los diccionarios corrientes.
María Moliner murió en Madrid, a los ochenta años, en 1981. La
enfermedad y la muerte no le permitieron realizar, como deseaba, la
revisión de su obra. La que ahora ha llevado a cabo la Editorial Gre-
dos, respetuosa y enriquecedora a la vez, es ejemplar. Su santo y seña
ha sido mantener en todo su vigor las características que acabo de
comentar (y muchas otras de menor calado) y que han sido el funda­
mento del amplio prestigio ganado por el Diccionario. Es digno de
elogio el escrupuloso respeto con que se ha preparado esta nueva edi­
ción, tanto guardando su orientación, sus contenidos y en gran me­
dida sus definiciones y sus ejemplos, como poniendo en práctica
modificaciones que la propia autora había proyectado. Esa delicadeza
no ha sido incompatible con la introducción de cambios discretos en
la estructura general de la obra y en la organización de los artículos,
con vistas a mejorar la comodidad y la eficacia de la consulta.
Pero, al mismo tiempo, no se ha descuidado la amplia actualiza­
ción que los años transcurridos desde la primera edición hacían indis­
pensable. La Editorial ha atendido con el máximo esmero a la incor­
poración de numerosas voces y acepciones hoy vivas, tanto de nivel
398 Diccionarios del siglo X X

formal como informal, tanto de España como de América. Se ha rea­


lizado además la revisión sistemática de las etimologías, así como la
de muchas definiciones, entre ellas las de las voces pertenecientes
a distintos ámbitos especiales de la actividad humana o del saber, cu­
ya presencia en la lengua estándar se hace cada día más patente. Se ha
perfeccionado, al mismo tiempo, la información gramatical dentro de
las entradas.
Yo creo que, en definitiva, los editores han acertado a lograr lo
más parecido posible a un equilibrio entre esos dos antagonistas que
son la conservación y la renovación, y que la vida de este Dicciona­
rio, uno de los más importantes de nuestra lengua, queda con ello fe­
lizmente asegurada para los tiempos venideros inmediatos. Era un
diccionario nuevo y original cuando nació; nuevo y original sigue
siendo hoy en esta segunda salida remozada.
24

LEXICOGRAFÍA DEL ESPAÑOL EN EL FIN DE SIGLO*

La producción lexicográfica relativa a nuestra lengua es un caso


atípico dentro de la lexicografía de nuestro ámbito cultural. En ningu­
no de los países de nuestro entorno, en ninguna de las lenguas que les
son propias, se da una situación semejante a la de España y el espa­
ñol. Solo entre nosotros un diccionario académico es el centro alrede­
dor del cual gira toda la constelación de los diccionarios particulares.
No es España la única nación que cuenta con una Academia ofi­
cialmente fundada para velar por el idioma. En Francia, la Academia
Francesa fue establecida con esa finalidad casi 80 años antes que la
Española, y es, como la Española, autora de un diccionario cuyas edi­
ciones se han sucedido a través de los siglos. En 1992 ha publicado el
tomo I de una nueva edición, al mismo tiempo que la Academia Es­
pañola daba a luz otra nueva edición del suyo. Pero el panorama es
radicalmente distinto. Así como en España el Diccionario académico
está en el punto de mira de todo el mundo, ya sea para consultarlo, ya
sea para denigrarlo, en Francia su homólogo vive en medio de la indi­
ferencia general.
La gran tradición lexicográfica francesa es fundamentalmente
privada. Sin embargo, su punto de arranque, curiosamente, fue la em­
presa oficial del Diccionario que la Academia empezó a preparar a

[Publicado en Donaire (Londres), núm. 4, maizo 1995, 67-75].


400 Diccionarios del siglo X X

raíz de su fundación, en 1635, y que no terminó sino más de medio


siglo después. La expectación provocada por la obra cuya salida tanto
se hacía esperar motivó que otras personas, con menos medios pe­
ro con más diligencia, se adelantasen a publicar sus propios dicciona­
rios. El de Richclet y el de Furetiére no solo fueron bien acogidos, si­
no que inauguraron una nutrida serie de diccionarios privados que
jalonaron el siglo xvm y sobre todo el xix y que mantuvieron siempre
en segundo plano la actividad de la Academia francesa. La situación
no es distinta en nuestros días. Es verdad que está en publicación un
diccionario histórico francés de producción estatal, pero sin interven­
ción alguna de la Academia: el Trésor de la langue frangaise (1971-
83). El resto de los diccionarios generales que se venden y compran
en las librerías son todos de editoriales particulares. El alto nivel que
exhiben obras como el Grand Robert (1953-64) y el Grand Larousse
(1971-78) se apoya en la sólida base de la lexicografía histórica fran­
cesa de la segunda mitad y finales del siglo xix, representada por las
grandes obras de Littré (1863-72), Godefroy (1881-1902) y Hatzfcld /
Darmesteter (1889-1900).
En Gran Bretaña jamás ha habido una autoridad académica, y, al
igual que en Francia, la verdadera autoridad (el respeto y el recono­
cimiento recibidos de los hablantes) es la que cada autor o editor pri­
vado ha conquistado con la calidad de sus obras. A la actividad de las
editoriales inglesas hay que añadir la de las norteamericanas. Unas y
otras responden conjuntamente a la enorme extensión alcanzada en
nuestros días por el inglés como primera y segunda lengua y como
lengua internacional. En este fenómeno político-cultural está el cam­
po abonado para el desarrollo de la lexicografía anglosajona; pero la
razón de su alta calidad radica en el fundamental logro del diccionario
histórico de Oxford, publicado en el primer tercio de nuestro siglo
(1884-1928) y hoy ya en su 2.* edición (1989). No olvidemos que la
Oxford University Press no es una editorial estatal, sino universitaria.
Precisamente los numerosos diccionarios filiales del gran diccionario,
todos bajo el sello de Oxford, están en la primera fila de la aceptación
general, al lado, o seguidos de cerca, de los Collins (1979) y los
Lexicografía del español en el fin de siglo 401

Longman (1978), por no hablar de los norteamericanos, como los


Merriam-Webster (1961) o los Random House (1966) y American
Heritage (1969).
No podemos detenemos comentando el desarrollo de la lexico­
grafía en otros países como Italia y Alemania. En ellos, igual que en
Francia y en Gran Bretaña, los diccionarios generales que circulan,
algunos de ellos de muy alto prestigio, coinciden en ser de editoriales
privadas, en gozar de una tradición bien asentada, y en contar con el
firme punto de apoyo de algún diccionario histórico.
Pasemos, pues, a ocupamos de la lexicografía española y de su
peculiaridad: el «academicocentrismo». Y, en primer lugar, del centro
de ese sistema planetario.
La primera piedra del sistema data del reinado de Felipe V: es el
llamado Diccionario de autoridades, que se publicó en seis volúme­
nes de 1726 a 1739. Esta primera obra presentaba tres notables ca­
racterísticas: 1.*, se compuso enteramente de nueva planta; 2.*, todas
sus entradas y definiciones estaban basadas en testimonios reales ex­
traídos del uso escrito; 3.*, estos testimonios se presentaban impresos,
con especificación de su procedencia exacta, siguiendo a cada defini­
ción.
En 1780, la Academia, dejando a un lado las complicaciones que
suponía preparar una segunda edición de la gran obra, publicó una
versión abreviada de ella, reduciendo a un tomo los seis que tenía, pa­
ra lo cual no tuvo escrúpulo en despojarla de todo su aparato científi­
co, que son las autoridades o testimonios reales de uso1. Es en este
preciso momento cuando nace la tradición lexicográfica académica,
constituida por 21 ediciones de esa versión abreviada.
Es innegable el prestigio del Diccionario de la Academia entre la
generalidad de los hablantes de español, incluidos los hispanoameri­
canos. El Diccionario es reconocido como la voz de la Academia, y
la Academia es considerada como el oráculo del idioma, como la má­
xima autoridad indiscutible. Sin embargo, esta autoridad es en cierto

1 [V. el capítulo 13 de este libro].


402 Diccionarios del siglo XX

modo, al menos en su origen, involuntaria. Quiero decir que no sería


exacto hablar de una asunción de autoridad lingüística por la Acade­
mia, sino de una atribución de tal autoridad por parte de la sociedad.
La historia de esa atribución empieza por la excelencia de la primera
obra académica, el Diccionario de autoridades: el crédito ganado a
pulso por esa obra fue trasplantado por el público lector a la versión
abreviada de la misma que fue el primer Diccionario común de 1780.
Ese crédito se ha mantenido, cada vez más vago y difúminado, a tra­
vés de las generaciones.
Pero al lado de este fenómeno natural actuó indirectamente la in­
tervención del Estado. Es cierto que nunca los poderes públicos han
asignado carácter oficial al Diccionario de la Academia, y, que yo se­
pa, nunca tuvo esta la autorización exclusiva para publicar dicciona­
rios (como la tuvo, en cambio, algún tiempo, la Academia Francesa).
Pero sí hubo apoyo estatal con respecto a otras publicaciones de la
Academia: la Gramática y la Ortograjia, declaradas obligatorias en
la enseñanza, respectivamente, en 1780 y 1844. Para mí es evidente
que esta intervención estatal contribuyó a crear una conciencia social
de autoridad lingüística de la Academia extendida de modo conspicuo
a su Diccionario.
En todo caso, el respeto popular nunca le ha faltado, y siempre ha
habido personas que sostienen que el Diccionario académico es el
mejor de todos. Sin entrar a discutir esta afirmación, no perdamos de
vista que no pasa de ser una valoración relativa. En definitiva, no tie­
ne mayor significado que lo tendría reconocer la magistratura supre­
ma de un tuerto en el país de los ciegos. Es, pues, una ingenuidad mi­
tificarlo, y las mentes lúcidas siempre han sabido poner las cosas en
su sitio. Ya en 1836 Larra, discutiendo con Pedro Pascual de Oliver
sobre la propiedad de una determinada expresión, decía: «No siempre
es juez suficiente el Diccionario de nuestra lengua, por más que usted
y que todos le debamos respetar cuando acierta; es decir, que el Dic­
cionario de la lengua tiene la misma autoridad que todo el que tiene
razón, cuando él la tiene». [La cursiva es mía]. Y en 1890 el sabio
colombiano Rufino José Cuervo exponía parecidas o más fuertes re­
Lexicografía del español en el fin de siglo 403

servas: «Todo libro, como no sea de los inspirados por Dios, tiene
descuidos, ignorancias y aun barbaridades. Esto es en particular lo
que sucede con obras filológicas. [...] Lo mismo sucederá, pues, en el
Diccionario de la Academia, y sería contra todo buen criterio atri­
buirle una infalibilidad absoluta; antes, la naturaleza misma de la obra
y la circunstancia de ser compuesta entre muchos han de despertar
cierto recelo y duda científica para no aceptar todas sus decisiones,
digo mal, para no tomar todas sus palabras como decisiones muy pen­
sadas y definitivas» (Cuervo, 1890: 116).
En las veintiuna ediciones producidas desde 1780 hasta 1992, el
Diccionario ha crecido visiblemente en caudal. Las 46.000 entradas
que contenía la primera han llegado a ser 83.500 en la última. Pero el
valor de este desarrollo cuantitativo queda muy desvirtuado si se con­
sidera una implacable realidad: desde 1780, fecha de su primera edi­
ción, el Diccionario común solo ha sido objeto de retoques parciales,
de correcciones aisladas, de adiciones dispersas; retoques y aumen­
tos a veces numerosos, acertados casi siempre; pero nunca con una
visión reformadora general. Nunca se ha tenido el arranque de em­
prender una revisión sistemática a fondo, una entera refundición. Con
lo cual, por muchas mejoras sueltas que las sucesivas ediciones vayan
acumulando, esas ediciones siguen siéndolo de un Diccionario de
1780. Y el siglo xxi, que ya está asomando, espera renovaciones más
profundas.
La renovación que el Diccionario común de la Academia necesita
debe partir de una revisión, o más exactamente de una redefinición,
de su carácter normativo. En su primer trabajo, el Diccionario de au­
toridades, dejaron claro los académicos que su registro del léxico te­
nía la mira puesta en la orientación respecto del buen uso. En esto no
se diferenciaba la actitud de nuestra Corporación frente a la de las
Academias extranjeras contemporáneas suyas. Pero, en contraste con
ellas, no se limitaba a inventariar los usos modélicos, sino que daba fe
de la existencia de otros usos, arcaicos, dialectales, populares y hasta
jergales: eso sí, siempre debidamente etiquetados para evitar cual­
quier confusión. Así pues, el Diccionario de autoridades, y, siguien­
40 4 Diccionarios del siglo XX

do su estela, el Diccionario condensado que le sucedió, combinaban


dos componentes en apariencia antagónicos: el normativo y el des­
criptivo.
La evolución del Diccionario común no siempre ha guardado el
delicado equilibrio necesario para mantener en pie esa coexistencia de
principios. Con mayor o menor fuerza, la tendencia normativa en ge­
neral se ha acentuado frente a la orientación descriptiva. A lo largo de
los siglos xix y xx, el criterio selectivo y purista ha sido la principal
guia de los académicos en lo relativo a la incorporación de voces y
acepciones en las sucesivas ediciones de su obra. El conservadurismo
como linca de conducta y la sistemática cautela ante los usos nuevos
dieron lugar ya a mediados de la centuria pasada a críticas como las
de Domínguez y Salva.
Un interesante manifiesto de la Academia en este sentido fue el
Prólogo del Diccionario de 1843, en donde la Corporación se señala­
ba el deber de «deslindar las palabras que deben considerarse como
dignas de aumentar el caudal del habla castellana, de las intrusas y
desautorizadas», examinando si la adopción de una voz o acepción
por la sociedad «es constante y sostenida, o solo temporal y transito­
ria», y estudiando «si el nuevo vocablo se admite en toda su desnudez
extranjera, o se halla castellanizado por medio de alguna desinencia u
otra alteración más análoga al genio de nuestra lengua, y por fin si el
uso tiene en su favor el sello de una razonable antigüedad que justifi­
que y afiance su admisión».
Vemos en estas frases que he reproducido textualmente la postura
que en general ha mantenido la Academia en su Diccionario: el re­
celo por principio ante los usos nuevos (sobre todo si son de origen
extranjero), los cuales no está dispuesta a admitir si no cumplen de­
terminados requisitos, entre ellos la prueba de la antigüedad. A este,
criterio ha renunciado en tiempos recientes la Corporación, aunque
más en la teoría que en los hechos.
La práctica de no dar entrada en su catálogo a las voces que no
cuentan con la aprobación de la Casa o que todavía se encuentran en
la sala de espera haciéndose lo suficientemente añejas ha ido siempre
lexicografía del español en el fin de siglo 405

no solo en detrimento de la vertiente descriptiva del Diccionario, sino


incluso de la vertiente normativa. Porque, como señalaba Rufino Josc
Cuervo, de la ausencia de un término en el Diccionario no se puede
inferir si ella se debe a que la Academia lo desaprueba o a que lo des­
conoce (cf. Cuervo, 1911: 62); con lo cual deja en la incertidumbre
tanto a quienes buscan orientación sobre el buen uso como a quienes
buscan información sobre el uso a secas. ¿Por qué no acogió la Aca­
demia hasta 1970 palabras como autobús y lupa? ¿Por qué no ha re­
cogido hasta 1992 palabras como ballet y sandwich? ¿Por qué sigue
sin dar entrada a jeep y hall? Exceptuando jeep, todas ellas estaban ya
en el Diccionario manual de la propia Academia desde 1927.
El purismo ha llevado en ocasiones a la Academia, por la preocu­
pación de cortar el paso a neologismos que empezaban a entrar en
circulación, a introducir en el Diccionario voces inventadas por ella,
sin esperar a que obtuviesen aceptación en el uso real. Por no recono­
cer palabras hoy tan corrientes como aterrizar y aterrizaje, la Aca­
demia tuvo metidos en su léxico hasta 1970 un aterrar y un aterraje
ignorados de todo el mundo. Inventó en su día recauchar, para que
ocupase el puesto de recauchutar, aunque sin poder evitar la entrada
de este último. Más recientemente creó audiófono, porque no le pare­
cía bien formada audífono; hoy día las dos formas conviven en el
Diccionario, pero la primera solamente figura como testimonio de un
dirigismo falseador de la realidad, que ningún diccionario debe per­
mitirse.
A la actitud defensiva que con frecuencia ha asumido la Acade­
mia frente a los usos nuevos se une, acentuando su imagen conserva­
dora, una característica inveterada de su Diccionario: el alto porcen­
taje de voces anticuadas y desusadas que contiene. El acopio de
arcaísmos ya data de la incompleta segunda edición del Diccionario
de autoridades, de 1770, en cuyo prólogo se decía que se había pro­
curado recoger gran número de estas voces por su utilidad para la
comprensión de los documentos antiguos. La tendencia ha seguido
vigente, al parecer, en las sucesivas ediciones del Diccionario común.
Aunque la norma ha sido dar a cada voz o a cada acepción desusada o
406 Diccionarios del siglo X X

anticuada la oportuna etiqueta indicativa, hubo un momento, en el si­


glo pasado, en que la Academia tuvo la idea de suprimir en muchas
de ellas tales etiquetas. En la edición de 1869 del Diccionario se reti­
ró la nota de anticuadas de muchas voces, no porque hubiesen dejado
de serlo, sino porque se tenía por deseable rehabilitarlas en el uso.
Una vez más, la Academia había tomado la postura, no demasiado
científica, de suplantar lo que es por lo que (a su juicio) debe ser. Esta
arbitrariedad provocó en su momento la protesta del sabio Rufino
José Cuervo (1874: 61-62). Pero, que sepamos, no se restablecieron
después las calificaciones anteriores.
Por estas o por otras razones, el Diccionario contiene, además de
las voces que él señala como anticuadas, muchas otras que también lo
son realmente pero que no llevan la calificación de tales y que por
tanto figuran como pertenecientes al español de nuestro siglo. En un
estudio que publiqué hace pocos años (Seco, 1988 [es el capítulo 4 de
este libro]), sobre una muestra de 304 entradas del Diccionario de
1984, resultaba que un 18% llevaban calificación cronológica erró­
nea, y que de ese 18% casi la mitad se daban como vigentes hoy, a
pesar de que, según los datos del Diccionario histórico, ninguna de
ellas estaba documentada en el uso desde hace más de doscientos
años.
Por otro lado, en una pequeña cala que he realizado en 10 páginas
del Diccionario de 1992 (tramo h-heliocéntrico), de las 444 entradas
que figuran en ellas, el recuento de las palabras que la propia Acade­
mia considera anticuadas, desusadas y poco usadas da un total de 58,
esto es, un 13%. A este dato habría que sumar las 37 acepciones (no
artículos, sino solo partes de artículos) que también llevan esas cali­
ficaciones. Un 13% de voces no vigentes reconocidas como tales por
la Academia, sin contar las que la Academia no tiene marcadas, da un
peso demasiado elevado al léxico de otras épocas. Con razón el chile­
no Adalberto Salas comentaba en 1964 que «el culto al pasado es la
característica más permanente del Diccionario académico».
El estilo conservador del Diccionario académico se pone de relie­
ve en la sensación de que, en muchas de sus definiciones, se le ha
lexicografía del Español en el fin de siglo 407

quedado parado el reloj. No es malo, por ejemplo, que registre la voz


paje, que designa un tipo social muy representativo de otras épocas;
es un término que históricamente forma parte de nuestra cultura, lo
mismo que maravedí, carabela y arcabuz. El hecho de que hoy no
tengamos pajes en casa no exige que los borremos de los dicciona­
rios. Lo que no es aceptable es que se nos definan como si todavía
formasen parte de nuestra vida cotidiana. Vean la definición de p a j e
que trac el Diccionario de 1992: «Criado cuyo ejercicio es acompañar
a sus amos, asistir en las antesalas, servir a la mesa y otros ministerios
decentes y domésticos». Este enunciado es exactamente el mismo que
figuraba en el Diccionario de 1726, que era la época en que de verdad
existían los pajes2. Notemos, de paso, el lenguaje arcaico usado en la
definición: ejercicio por ‘ocupación’, amos por ‘señores’, ministerios
por ‘menesteres o actividades’, decentes por ‘adecuados’. Un len­
guaje que aflora en muchas otras definiciones, como la de la acepción
tercera de d o n a i r e : «gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa del
cuerpo para andar, danzar, etc.»; o la de g a l l a r d o : «desembarazado,
airoso y galán». Se diría que el Diccionario de 1992 no intenta ha­
blamos a nosotros, sino a los contemporáneos de Cervantds.
Un diccionario — y esto es de sentido común— tiene que estar
escrito en cada época para los lectores de esa época. Es verdad que, al
lado de definiciones como las que acabamos de ver, otras muchas es­
tán redactadas en lenguaje del siglo xx. Pero también es irregular la
técnica de las definiciones, como demostré hace años (Seco, 1977 y
1979 [= capítulos 1 y 2 de este libro]). Y es desigual el concepto mis­
mo de definición: unas están enfocadas como verdaderas definiciones
léxicas, esto es, se limitan a dar del contenido de la palabra las notas
suficientes para que se diferencie de las demás, mientras que otras de­
finiciones pretenden trazar una pintura exhaustiva de la cosa designa­
da, sin omitir ningún detalle de ella, aunque sea irrelevante para su
identificación. Encontramos así definiciones caudalosas como las dos
primeras acepciones de p l á t a n o , desplegadas en 14 y en 12 líneas; o

2 * • • • * * • ^
[La ed. de 2001 ha revisado por fin, satisfactoriamente, la definición de paje].
408 Diccionarios del siglo XX

la de h a l c ó n , que ocupa 21; o la de lag arto , con 18; o la de olmo ,


con 15; o la de elefante , con 14.
El vocabulario científico y técnico es una de las preocupaciones
constantes de los académicos. Al principio (1726) decidieron no re­
gistrarlo; después (1770), acordaron recoger, de tales voces, aquellas
«que están recibidas en el uso común de la lengua». De la inconsis­
tencia con que fue respetada esta restricción en lo relativo a determi­
nadas voces técnicas nos da fe la abundancia de términos náuticos, de
fortificación, de blasón, de esgrima y de teología que ya en 1846 de­
nunciaba Vicente Salvá. A pesar de eso, la publicación por aquellos
mismos años de los diccionarios enciclopédicos de Domínguez y
Chao demostró que en otros muchos ámbitos, sobre todo en los cien­
tíficos, la Academia sí había sido muy restrictiva. Y siguió siéndolo
hasta finales del siglo xrx, en que acordó abrir las compuertas a estos
léxicos especiales. Este capítulo, junto con el de las voces dialectales,
ha sido la principal fuente de crecimiento del Diccionario a lo largo
de nuestro siglo. No es censurable, como quieren algunos, la abun­
dancia de los términos técnicos, ineludible en la lexicografía de una
época como la nuestra en que las ciencias aplicadas penetran cada vez
más en la vida diaria; pero sí es preciso y urgente que esta irrupción
se someta a una regulación y a una medida que por ahora no parecen
existir.
La lexicografía académica padece, por añadidura, una carencia
importante. Así como el léxico inglés, bien inventariado en Inglaterra,
cuenta con magníficos repertorios para las variedades habladas en los
Estados Unidos y se está estudiando y compilando científicamente en
lo referente a otros países de lengua inglesa, el español de América,
que (no lo olvidemos) es el de ocho novenas partes del mundo hispa­
nohablante, se encuentra lexicográficamente en una fase poco desa­
rrollada en cuanto a su catalogación. Hasta ahora, una gran parte de
su estudio se ha efectuado en forma saltuaria, con métodos poco o
nada científicos y sin uniformidad de criterios. El Diccionario de la
Academia se ha servido de estas informaciones irregulares a falta de
otras mejores, pero en las últimas ediciones ha hecho grandes esíúer-
Lexicografía del español en el fin de siglo 409

zos por suplir las deficiencias de tales fuentes, recurriendo al aseso-


ramiento directo de las Academias americanas. El resultado de esta
colaboración, en general positivo, es sin embargo desigual, debido a
la estructura poco uniforme de unas y otras corporaciones y también a
la falta de directrices unitarias en los trabajos.
El punto débil por excelencia del Diccionario académico es una
carencia básica: el no tener a su disposición un inventario general del
léxico, es decir, un gran diccionario histórico, similar a los que han
servido de fundamento a las respectivas tradiciones lexicográficas de
otras lenguas. El basamento de la tradición académica en el Dicciona­
rio de autoridades de 1726 fue válido, sin duda, en el inicio de esa
tradición, en los finales del siglo xvni; pero ni por su caudal (unas
40.000 voces) ni por su edad puede aquella obra seguir funcionando
hoy como respaldo de ningún repertorio lexicográfico. Mientras
nuestra lengua no disponga, como sus vecinas de cultura, del inventa­
rio léxico total en que consiste un diccionario histórico, la lexicogra­
fía académica, y, a remolque de ella, la lexicografía del español, irá a
la zaga de la de las otras lenguas, a pesar de la enorme importancia
demográfica y política del español en el mundo de hoy.
Es cierto que la Academia publica desde 1960 un Diccionario
histórico que estaría llamado a cubrir ese penoso vacío. Pero este gi­
gantesco proyecto, que debe abarcar no menos de 25 volúmenes de
1500 páginas, se va desarrollando con demasiada lentitud. Es evi­
dente que hasta el momento ha faltado entre nosotros una conciencia
clara de la significación de una obra de este género, a la que se ve tan
solo como un grandioso y decorativo monumento al léxico de nuestra
lengua o a lo sumo como un instrumento de futura utilidad para los
estudios filológicos del español, y no como una piedra angular de la
lexicografía de esta lengua.
La Academia no es inconsciente de la necesidad de una reforma
de su Diccionario común, y encaminados a ese fin está poniendo en
marcha diversos planes. Pero, como mi propósito aquí no es hablar de
planes, sino de realidades, debo seguir adelante con estas, dejando
aquellos para mejor ocasión.
410 Diccionarios del siglo XX

Pasemos, pues, a los diccionarios no académicos. Como he dicho


antes, estos diccionarios están abrazados como la hiedra a los diccio­
narios académicos, constituyendo con ellos una tradición sustancial­
mente unitaria. Esa tradición es una ruta rectilínea que, partiendo del
año 1780, llega hasta nuestros mismos días. A izquierda y derecha de
esa senda que es el Diccionario común o usual de la Academia se ex­
tiende un páramo solo alterado de tarde en tarde por cumbres aisla­
das. La llanura está poblada por una serie de diccionarios de autores y
editores diversos, de dimensiones variadas, de desigual fortuna, uni­
formados todos por un denominador común: el de ser clientes de ese
Diccionario vulgar o usual de la Academia. Incluso las cumbres más
altas — por ejemplo, Salvá en el siglo pasado, Casares, Vox y Moliner
en el nuestro— , son en gran medida, a pesar de sus muy notables
aportaciones personales, acreedores del repertorio académico. El de
Salvá, el mejor diccionario no académico del xrx, es, según declaraba
francamente en la portada su propio autor, un «nuevo diccionario que
comprende la última edición íntegra, muy rectificada y mejorada, del
publicado por la Academia Española, y unas 26.000 voces, acepcio­
nes, frases y locuciones, entre ellas muchas americanas». Y en 1966,
María Moliner decía, en el preámbulo de su Diccionario de uso, que
su primer pensamiento había sido «tomar las definiciones del Diccio­
nario de la lengua española, diccionario oficial de la Real Academia
Española, como han hecho hasta ahora absolutamente todos los dic­
cionarios españoles» [cursiva mía]. Esta última afirmación, algo exa­
gerada, puede aceptarse si se entiende en el sentido de que todos se
han inspirado directamente en esas definiciones; en tal caso, es tam­
bién aplicable al propio Diccionario de Moliner.
Tenemos, pues, como rasgo compartido por toda la lexicografía
española no académica la dependencia respecto al Diccionario común
de la Academia. Tanto la macroestructura como la microcstructura de
este han constituido el cañamazo sobre el que se han labrado unas y
otras obras. Este saqueo no siempre se ha producido sin protesta de la
Academia. En 1842, cuando apareció el Panléxico de Juan Peñalver,
el secretario de la Corporación denunció a este como plagiario, lo
Lexicografía del español en el fin de siglo 411

cual dio lugar a una violenta polémica que se extinguió sin conse­
cuencias. Cuando, solo cuatro años más tarde, se publicó el Dicciona­
rio nacional de Domínguez, que aprovechaba mucho más a fondo el
texto académico y que para mayor oprobio se burlaba reiteradamente
de la Academia y de sus miembros, la docta Casa no reaccionó, y
desde entonces es habitual que los editores consideren perfectamente
normal utilizar con la mayor libertad y sin ningún disimulo la com­
pilación académica para la edición de cualquier diccionario privado.
Conviene puntualizar que no toda la dependencia respecto a la
Academia se polariza en tomo al Diccionario común. La presencia
académica también se da, en no pequeña medida, a través del Diccio­
nario manual, que, aunque emanado directamente del común, ofrece
una fisonomía innovadora frente a este. En primer lugar, se descarga
de todo el léxico que la Academia califica de anticuado, y segundo,
incorpora multitud de voces y acepciones vivas o novedosas a las que
el Diccionario grande, en su criterio restrictivo, niega la entrada. Este
Diccionario manual, más cercano que el común a la lengua real de
nuestro tiempo, recibe menos atención de lo que merece por parte
de su propia creadora. Por el contrario, los lexicógrafos privados, más
interesados por la lengua moderna que por la clásica, no han desde­
ñado seguir de cerca esta segunda y más joven voz de la Academia.
Sería erróneo sacar de aquí la conclusión de que todos los diccio­
narios no académicos son mero eco de los académicos. Cada uno
añade al caudal patrimonial aprovechado rasgos particulares que me­
joran el original en alguno o algunos de sus aspectos. Además, tam­
poco son muy rígidos a la hora de abstenerse de la imitación o de la
copia mutuas, lo cual aumenta la combinatoria de posibilidades.
Hay diccionarios que buscan esas mejoras por el procedimiento
más fácil en el fondo: la amplificación. Basta dejar todo lo que está
en el Diccionario académico y añadir lo que no está, tomándolo de
enciclopedias, diccionarios técnicos y vocabularios dialectales. Así se
crearon, por ejemplo, la Enciclopedia del idioma, de Martín Alonso,
y el Gran Sopeña, obras caudalosas de utilidad innegable, aunque
muchos no se la reconozcan.
412 Diccionarios del siglo XX

Otros diccionarios siguen la dirección contraria: el aligeramiento


del léxico por medio de la eliminación de lo poco usado y de lo anti­
cuado. Es la línea de los diccionarios didácticos (escolares o para ex­
tranjeros), entre los cuales se encuentran los de Enrique Fontanillo,
Francisco Marsá, Aquilino Sánchez, Sergio Sánchez Cerezo y Con­
cepción Maldonado. El caudal de todos ellos oscila entre las 30.000 y
las 50.000 entradas, si bien la reducción real es más drástica por la
gran cantidad de unidades pluriverbales excluidas. Estas obras, por
otra parte, no dejan de incorporar algunos usos no recogidos por la
Academia, Así, en el tramo fuerte-fumar, que en la Academia com­
prende 70 entradas, Santillana, que no pasa de 26, incluye entre ellas
varias voces que faltan en aquella: fuet, fuete, fulgurante, futí,
full-time. Son también estos diccionarios mucho más generosos que el
académico en los ejemplos (destacando en este aspecto por su riqueza
Planeta). Y, naturalmente, como corresponde a su carácter, ofrecen
en la microestructura variada información complementaria no sema­
siológica (sinonimia, gramática y uso, principalmente). Verdad es que
no todas esas informaciones son solventes, como ocurre con las trans­
cripciones fonéticas y las divisiones silábicas presentadas por alguno
de estos diccionarios.
A mitad de camino entre la expansión y la compresión del caudal,
los diccionarios llamados «grandes» — Casares, Vox, Moliner—
mantienen un nivel cuantitativo aproximado al de la Academia. Coin­
ciden los tres en el descarte, en general, de las voces que la Academia
señala como anticuadas. La incorporación, en contrapartida, de voces
y acepciones nuevas u omitidas por la Academia es la aportación más
visible de Vox, que en su última versión, Vox actual (1990), supera en
20.000 el número total de entradas del Diccionario académico. Casa­
res primero y Moliner después componen diccionarios a la par sema­
siológicos y onomasiológicos. Pero así como el Casares es más apre­
ciado como herramienta onomasiológica, el Moliner debe su prestigio
casi exclusivamente a la vertiente semasiológica. Moliner no solo re­
visa todas las definiciones académicas, sino que en gran número de
entradas distribuye y compone de nueva planta las acepciones, rom­
Lexicografía del español en el fin de siglo 413

piendo con más libertad que otros lexicógrafos los enunciados defi-
nitorios, a veces marcadamente arcaicos, de la Academia. La segunda
novedad importante de Moliner es su división de todo el léxico en dos
niveles: palabras y acepciones usuales y palabras y acepciones no
usuales. Llevada a cabo materialmente esta diferenciación por medios
tipográficos, ofrece en forma plástica una información acerca de las
vigencias léxicas, sumamente útil para los aprendices del vocabulario.
El punto débil de esta información es que se basa en la competen­
cia personal de la autora, la cual, por considerable que sea (y creo que
lo es), no deja de constituir una base subjetiva, cuando lo que pide la
lexicografía moderna es la base documental objetiva. Tocamos aquí
con las manos de nuevo la misma carencia que antes señalé en el Dic­
cionario académico. Y precisamente la falta de base documental en
los diccionarios privados —-no solo en Moliner, por supuesto— es la
que los empuja a depender de otra base externa, el Diccionario aca­
démico, que a su vez, como ya hemos visto, tampoco dispone de los
cimientos exigidos hoy por la técnica lexicográfica.
Esa dependencia hace que los diccionarios particulares, a pesar
del valioso esfuerzo de algunos de sus autores, queden en general
bastante cortos en el registro de la lengua viva oral y escrita, y que
inevitablemente aparezcan contaminados de algunos errores de su
fuente. Voces y acepciones comprobadamente anticuadas aparecen
aquí y allá presentadas como si fuesen del español de hoy, e incluso
fórmulas definidoras dieciochescas todavía se dejan ver de vez en
cuando en esos diccionarios, si bien es cierto que todos han procurado
siempre modernizar el mctalenguaje. En cuanto a la técnica de la de­
finición, solo en contados diccionarios, como Vox y sobre todo el es­
colar Intermedio, es visible el intento de perfeccionarla.
Hasta aquí, pues, muy resumido, el panorama un tanto gris de los
diccionarios españoles que hoy, en los finales del siglo, ofrecen los
estantes de los libreros. El Diccionario académico y los no académi­
cos coinciden en lucir un nivel general más bajo que el que encon­
tramos en la producción lexicográfica de otros países europeos de los
que nos sentimos culturalmente hermanos. La sombra de la Academia
414 Diccionarios del siglo X X

puede servir para explicar la anemia de los otros diccionarios. Pero,


en definitiva, ¿quién obliga a los editores privados a ser tributarios de
la Academia? Tal vez sea solamente el temor a hacer las inversiones
necesarias para emprender proyectos medianamente ambiciosos, y la
desconfianza ante los resultados futuros de tales inversiones. Sin em­
bargo, el éxito de diccionarios «grandes», como Casares y Moliner,
que siguen agotando reimpresión tras reimpresión a pesar de no ha­
berse puesto al día desde hace 35 y 27 años respectivamente, debería
hacer pensar que vale la pena aventurarse a renovar un poco a fondo
nuestra flota lexicográfica. La única obra privada importante que
hasta ahora ha dado alguna muestra de dinamismo es Vox. Es cierto
que no faltan en este momento iniciativas muy interesantes en marcha
dentro de España. Pero, como dije antes, mi propósito aquí es hacer
balance de realidades presentes y no fiituras.
El diagnóstico que acabo de exponer, que nos lleva a sentimos
más satisfechos por lo que esperamos que por lo que vemos, se toma
más optimista cuando, apartándonos de la lexicografía del español
producida en España, volvemos la mirada a la que se produce fuera
de España. Se da la paradoja de que es el léxico del español de Amé­
rica, tradicionalmente mal atendido y mal registrado, hasta el punto
de ser todavía uno de los flancos más débiles de los diccionarios ge­
nerales de nuestra lengua, el que está produciendo desde hace casi
treinta años una serie de trabajos que abre nuevos caminos, no ya a la
lexicografía de América, sino a la lexicografía general del español.
El precursor fue, en 1966, un ensayo de dimensiones muy mo­
destas, de cuatro profesoras uruguayas: Diccionario uruguayo docu­
mentado. Era un repertorio léxico levantado sobre el despojamiento
de un número reducido de textos literarios contemporáneos. No me­
nos de diecisiete años pasaron después hasta la aparición del primer
tomo de una obra de más envergadura, solo terminada de publicar el
año pasado: el Diccionario de venezolanismos, dirigido por María Jo­
sefina Tejera y realizado sobre un corpus extenso de amplia cronolo­
gía. Y entre 1984 y 1987 se publicó el nutrido Diccionario ejemplifi­
cado de chilenismos, en cuatro tomos, dirigido por Félix Morales
Lexicografía del eSpañol en el fin de siglo 415

Pettorino y redactado sobre un corpus del siglo xx. Las tres obras, a
pesar de la diversidad de su alcance, coinciden en tres rasgos meto­
dológicos importantes que las destacan sobre los diccionarios penin­
sulares de hoy: 1 ", la orientación básica es descriptiva y no prescrip-
tiva; 2.°, están compiladas exclusivamente sobre documentación de
uso real; y 3.°, todas las definiciones van seguidas de textos en que se
apoyan y que las certifican. Aparte de esto, el uruguayo y el chileno
están guiados por un punto de vista sincrónico, cuya unidad de sin­
cronía es el siglo xx.
También de enfoque sincrónico, estrictamente contemporáneo, es
el ambicioso proyecto llamado de la Universidad de Augsburgo, diri­
gido por Günther Haensch y Reinhold Wemer, del Nuevo diccionario
de americanismos (cf. Haensch / Wemer, 1978). Consiste el proyecto
en la realización de una serie de diecinueve diccionarios nacionales,
redactados según un método homogéneo, la cual, una vez completa,
se fundirá en un único diccionario general de todo el continente, su­
perando por primera vez los desiguales trabajos clásicos de Malaret,
Santamaría, Morínigo y Neves. Tres piezas del conjunto se han publi­
cado hasta ahora: los diccionarios de colombianismos, de argentinis­
mos y de uruguayismos. Para la redacción de cada uno de estos dic­
cionarios la documentación, escrita y oral, está apoyada por una red
de consultores externos.
Tanto los tres diccionarios nacionales que cité antes como los del
Proyecto de Augsburgo tienen en común el carácter contrastivo, to­
mando como piedra de toque el español de España. Este sesgo está
justificado por razones de índole práctica: es mucho más abarcable la
tarea si se encuadra dentro de una parcela limitada, el léxico «dife­
rencial», en lugar de pretender abrazar todo el léxico general del país,
así el propio como el compartido. Pero esta ventaja realista no va sin
inconvenientes: salvo en los diccionarios de Augsburgo, la informa­
ción sobre el léxico de España se basa fundamental o casi exclusiva­
mente en el Diccionario de la Academia, el cual, por sus numerosas
insuficiencias, induce a numerosos errores sobre el uso real de la Pe­
nínsula (según pude demostrar, en 1988, a propósito del por otra parte
416 Diccionarios del siglo XX

excelente Diccionario ejemplificado de chilenismos) (Seco, 1988 [=


capítulo 21 de este libro]); con lo cual se corre el riesgo de dar como
peculiar de Venezuela o de Chile un termino que vive también en Es­
paña, o inversamente se puede omitir una voz viva de estos países por
la creencia equivocada de que tal voz que en España se abandonó ha­
ce trescientos años se mantiene en ella vigente todavía hoy. Haensch
y Wemer, en las obras por ellos dirigidas, esquivan este grave incon­
veniente gracias a su información directa sobre los usos vivos en la
España de hoy.
Es sumamente valiosa, por la riqueza y la precisión de sus datos,
la aportación que obras como las que menciono sobre el español de
América ofrecen para la elaboración de diccionarios generales del es­
pañol mucho más completos que los actualmente disponibles. Cier­
tamente, lo ideal sería el inventario total — no el diferencial— del es­
pañol hablado en cada país americano. Pero la empresa es hoy dema­
siado ardua para no presentarse como utópica. En Méjico ya existe,
desde 1971, el proyecto de Luis Femando Lara Diccionario del espa­
ñol de México, con una riquísima documentación; pero precisamente
las ingentes dimensiones del proyecto hacen que hoy se encuentre
estancado (ojalá no por mucho tiempo).
Contentémonos, pues, por ahora con lo que se ha hecho en esa lí­
nea lexicográfica que he descrito del español de América, y bendigá­
mosla por la lección que está dando a los diccionaristas españoles de
nuestros días. Porque esa línea nos enseña cuánto hay que abandonar
y cuánto hay que innovar para la lexicografía futura de la lengua es­
pañola.
25

EL DICCIONARIO SINCRÓNICO DEL ESPAÑOL*

1. O r ig e n d e l p r o y e c t o

Voy a tratar de presentarles un diccionario que ofrece alguna no­


vedad dentro del panorama lexicográfico español. Se trata de una
obra ambiciosa y modesta a la vez. Ambiciosa por su propósito y mo­
desta por los medios con que se ha realizado.
Cuando yo concebí el proyecto de esa obra, tenía nada menos que
la intención de superar todos los diccionarios del español existentes.
No en el caudal, que suele ser el objetivo de los mercaderes del léxi­
co; sino en la metodología. Yo aspiraba a componer un diccionario
extenso basado en un planteamiento distinto del que hasta ahora ha
regido en la lexicografía general del español. Un diccionario sincró­
nico.

[Conferencia pronunciada en el Institut Universitari de Lingüistica Aplicada,


Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, en mayo de 1996, y publicada en Léxic. cor-
pus i diccionaris. Cicle de conferencies 95-96, Barcelona 1997, 133-49. Una primera
versión fue la conferencia dada en la Universidad de Santiago de Compostela en octu­
bre de 1995, con el título “La microestructura del Diccionario del español actual", y
publicada en Actas do Simposio de Lexicografía Actual: Elaboración de diccionarios
(Cademos de Lingua, Anexo 3), La Coruña 1996, 25-38. La obra a la que se refiere el
presente texto, Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y
Gabino Ramos, apareció tres años después de la conferencia de Barcelona].
418 Diccionarios del siglo X X

Mi primera aproximación al mundo de la lexicografía tuvo lugar


cuando, siendo yo bastante joven, una editorial me contrató para que
redactara un diccionario gramatical. El plan que presenté consistía en
seleccionar, por orden alfabético, las dudas y dificultades lingüísticas
de cualquier tipo que con más frecuencia se les presentaban a los ha­
blantes de español, señalando o aconsejando en cada caso la solución
adecuada. Al no estar tratados muchos de esos problemas en ningu­
na gramática ni en ningún diccionario general, para ejecutar mi plan
hube de recoger documentación directa del uso escrito en la lengua
moderna y contemporánea, incluidos los testimonios de la prensa, a
fin de fundamentar y razonar mis propuestas. La experiencia de la
preparación de este libro me sirvió para comprobar muy de cerca
la insuficiencia de las informaciones ofrecidas por los diccionarios
tradicionales.
Mi segunda aproximación a la lexicografía fue inicialmente para­
lela a la primera. Era la preparación de mi tesis doctoral sobre el vo­
cabulario popular madrileño de Carlos Amiches. Esta tarea me pro­
porcionó una doble enseñanza fundamental para mi futura dedicación
al quehacer lexicográfico: por una parte, me introdujo de lleno en la
creación sistemática de un fichero léxico; y por otra, me inició en
la aventura infinita de la técnica de la definición.
Mi entrada definitiva y mis votos perpetuos en la profesión lexi­
cográfica se produjeron cuando, en 1962, mi maestro don Rafael La-
pesa me invitó a formar parte del equipo redactor del Diccionario
histórico de la lengua española, publicado por la Academia Española,
y cuyos dos primeros fascículos acababan de editarse. En los treinta y
un años que allí trabajé, y donde terminé de director, no solo viví por
dentro en su forma más pura y auténtica el oficio lexicográfico, sino
que estudié de cerca, a través de un contacto cotidiano, toda la tradi­
ción lexicográfica del español. Estas dos vivencias fueron el principal
estímulo para la concepción de mi proyecto. Por un lado, el conoci­
miento a fondo de los diccionarios españoles a través de su historia
me hizo ver claramente la necesidad, ya atisbada en mis andanzas
anteriores, de dar un nuevo rumbo al cultivo de este género entre no­
El diccionario sincrónico del español 419

sotros; por otro, las características metodológicas del Diccionario


histórico en cuya construcción yo estaba tomando parte abrían ante
mis ojos la posible vía de esta renovación.
La tradición lexicográfica española se caracteriza por el «acade-
micocentrismo». El Diccionario de la Academia es el centro de un
sistema solar; en tomo a ese Sol giran todos los demás diccionarios.
El Diccionario que es centro de ese sistema es una obra que se
redactó en la primera mitad del siglo xvm y que en su primera ver­
sión tenía seis volúmenes. A finales del mismo siglo (1780) se hizo
una versión abreviada en un solo tomo. Y esa versión abreviada es la
que a lo largo de 212 años — hasta 1992— se ha editado veinte veces
más. En todo ese tiempo, no se ha llevado a cabo una sola revisión
profunda y sistemática de la obra, ni se ha ido más allá de introducir
enmiendas y adiciones esporádicas. Esto no es obstáculo para que, en
el mundo hispanohablante, el respeto popular al Diccionario de la
Academia sea ilimitado y se haya mantenido incólume a través de to­
das las eras geológicas. El Diccionario de la Academia, para muchas
gentes, es el libro sagrado del idioma, guía y luz infalible para el buen
uso de todas las palabras.
Consecuencia de esta fe religiosa de una sociedad en una institu­
ción es ese papel central que siempre ha desempeñado el Diccionario
académico en toda la lexicografía del español. Este fenómeno no tie­
ne paralelo en ninguna de las lenguas de nuestro entorno cultural. La
influencia del repertorio académico es visible, en mayor o menor me­
dida, en los diccionarios no académicos. No había de sorprendemos
que María Moliner, autora de uno de los más apreciados entre ellos,
escribiese en 1966 que «absolutamente todos los diccionarios espa­
ñoles» habían tomado del académico sus definiciones.
Este aire de familia ha sido un factor funesto para todo el género.
Porque las producciones no académicas de más calidad, a pesar del
interés de sus innovaciones particulares, nunca han llegado a romper
el cordón umbilical con la madre Academia. No deja de existir un as­
pecto positivo en este hecho, ya que es innegable la presencia de mu­
cho material valioso en el Diccionario académico. Pero no es menos
420 Diccionarios del siglo X X

verdad que hay un lado negativo, y es que también abundan en él los


datos erróneos y los análisis desacertados, como consecuencia, sobre
todo, del desfase cronológico entre la composición de la obra original
y la fecha en que la reciben los usuarios.
En la última edición del Diccionario académico figura, en la en­
trada despilfarrado, una acepción «desharrapado, roto, andrajoso».
Este sentido se remonta, a través de los siglos, al primer Diccionario
de la Academia, el de 1726. El uso está registrado solamente en el Te­
soro de Covarrubias (1611) y en tres textos de los siglos xvn y xvm
— el último, de Moratín en 1789— . Desde entonces no consta que
ningún escritor se haya acordado de esc sentido. Sin embargo, ahí
está, como si fuese vivo y normal, en el Diccionario de la Academia
de 1992. Como es habitual, dan crédito a la Academia diccionarios
tan respetables como Casares, Moliner y Vox, que recogen el uso sin
reservas. Pero también los bilingües caen en la trampa: uno de los
mejores diccionarios actuales de español-inglés, uno de los mejores
de español-alemán y uno bueno de español-italiano registran despilfa­
rrado en ese anacrónico sentido, con lamentable desorientación para
los lectores extranjeros.
El Diccionario de la Academia, tras dos siglos de ediciones, no
refleja adecuadamente la evolución de la lengua a lo largo de ese
tiempo. Hay en él definiciones que se imprimieron por primera vez en
la primera mitad del siglo xvm y que se reproducen palabra por pala­
bra en la edición de 1992. Añádase a esto igual falta de rigor en
cuanto a la vigencia cronológica de muchas voces y de muchas acep­
ciones. Y añádase también el mezquino criterio selectivo del léxico,
basado con frecuencia en principios puristas, y, por si fuera poco,
aplicado en forma arbitraria e irregular.
La Academia, en los preliminares de sus diccionarios, dice marcar
con la etiqueta «anticuado» las voces que pertenecen a la Edad Me­
dia; y con las etiquetas «desusado» y «poco usado» las voces que
pertenecen a la Edad Moderna, que quiere decir a los siglos xvi a
xvm . Pues bien: en un tramo de 304 entradas de la letra a, en el Dic­
cionario de la Academia de 1984, comprobé, examinándolas a la luz
El diccionario sincrónico del español 421

de los datos del Diccionario histórico de la propia Academia, que la


calificación de «anticuada» (es decir, medieval) aparecía a menudo
aplicada a voces que constan como todavía usadas en el siglo xvn, o
en el xvm , o incluso en el xx; y la calificación «desusada» (es decir,
siglos xvi-xvm ) se daba a voces que en realidad se registran como
vivas en el siglo xix o en el xx. Inversamente, faltaba toda marca
cronológica en palabras que no han dado señales de vida después del
xvm (el caso de despilfarrado que he comentado antes)1.
Luego están los criterios puristas en la selección del léxico. El ho­
rror a la importación de voces de otros idiomas hizo que hasta 1970, a
espaldas del uso real, no se diese acogida en el Diccionario a una pa­
labra como lupa, y hasta 1992, a una palabra como ballet, y que hoy
todavía hall esté en la lista de espera. En algunos casos se ha llegado
a intentar esquivar la voz extranjera inventándole un sucedáneo ibéri­
co, como se hizo en 1925 con perifonía para designar lo que hoy lla­
mamos radio — esta última voz no entró en el Diccionario hasta
1936; pero perifonía sigue ahí, y curiosamente ha conseguido algún
arraigo en países americanos— . Y otras veces se las han ingeniado,
sin éxito, para vestir a la española voces demasiado forasteras; así se
creó un aterrar para no tener que admitir aterrizar; y un recauchar
para eludir recauchutar; y un travelín para no decir travelling; y un
yaz para evitar jazz.
La necesidad de una reforma radical del Diccionario de la Aca­
demia fue proclamada ya en 1945 por Ramón Menéndez Pidal — que
fue director de la propia Corporación— en el prólogo a la primera
edición del Diccionario Vox, dirigido por Samuel Gili Gaya. Señalaba
allí Menéndez Pidal la urgencia de crear un inventario total del léxi­
co, cuyo objetivo había de ser el registro tanto de la lengua usada en
el momento presente como de la lengua de las épocas pasadas del
idioma, «formando un diccionario histórico total, sin criterio selecti­
vo». Y mencionaba como posible modelo de ese inventario total el
diccionario inglés de Oxford. Solamente a partir de una obra así se

1 [V. capitulo 4 de este libro].


422 Diccionarios del siglo X X

podrían superar las deficiencias de que adolecía el Diccionario aca­


démico común.
Poco después (1947) trazaba Julio Casares precisamente el pro­
yecto académico del Diccionario histórico de la lengua española, en
el que la propuesta de Menéndez Pidal y el modelo de Oxford ocupa­
ban lugar preeminente. Esta obra, prevista en 25 volúmenes, empezó
a publicarse en 1960. En ella, cada artículo contiene el estudio más
completo hasta ahora realizado de la palabra, con información no solo
sobre su contenido semántico, su sintaxis y su fraseología, sino tam­
bién sobre su vigencia pasada y actual y su extensión geográfica den­
tro y fuera de España; todo ello efectuado de primera mano sobre una
documentación suficiente y con ejemplos de uso real, acepción por
acepción. Algo que para la lengua española no se había hecho nunca,
y que constituye el proyecto más importante de la Academia desde su
fundación. La realización de este inventario general del léxico sería el
único punto de partida sólido para reedificar el Diccionario común de
la Academia, y con él, toda la lexicografía del español.
Por desgracia, y por increíble que parezca, la misma Academia
— salvo en muy contadas ocasiones— no ha llegado a darse cuenta de
la trascendencia de su propio proyecto, y en este momento, publica­
dos ya dos gruesos tomos y en marcha otros dos, se vislumbra como
probable el próximo abandono de la empresa.
Al poco tiempo de incorporarme a la tarea del Diccionario histó­
rico, ya eran para mi claramente perceptibles el escaso entusiasmo
con que era impulsada desde arriba la construcción de una obra que
tenía que ser la piedra angular de una nueva lexicografía española, y
la profunda incomprensión que rodeaba la empresa. La conciencia de
esta situación me empujó, en 1969, a estudiar la posibilidad de inten­
tar por mi cuenta, desde mi modestísimo rincón, esa renovación de
nuestra lexicografía en una escala reducida y dentro de los límites
mucho menos ambiciosos impuestos por una extremada escasez de
medios. Así nació mi proyecto del Diccionario del español actual.
El diccionario sincrónico del español 423

2. C a r a c t e r ís t ic a s d e l D ic c io n a r io d e l e s p a ñ o l a c t u a l

No se trataba de componer un diccionario histórico «alternativo»


en pequeño, sino de emprender una segunda vía en busca de la misma
meta que debería alcanzar, al cabo de muchos años, el Diccionario
histórico dirigido por Lapesa. Yo no consideraba incompatibles las
dos ofensivas, sino complementarias, y la prueba de ello es que, des­
pués de poner en marcha mi proyecto personal, seguí trabajando al
mismo tiempo en el académico durante los veintitrés años que duró el
grueso de la elaboración del Diccionario del español actual.
Un diccionario histórico es un diccionario con una perspectiva
vertical. Está constituido por la serie alfabetizada de las monografías
históricas correspondientes a cada una de las unidades léxicas de un
idioma, concebido este a su vez no como el idioma de un tiempo de­
terminado, sino como el total del tiempo que ha existido el idioma.
Las monografías de las unidades léxicas no se comunican entre sí, si­
no que son paralelas, siguen su curso, sin mirar a derecha ni izquier­
da, desde el nacimiento hasta la muerte o el punto actual de la unidad
léxica.
En cambio, un diccionario sincrónico, como el Diccionario del
español actual, tiene una perspectiva horizontal. Su estudio de las
unidades léxicas se limita al estado de cada una de ellas en un mo­
mento dado. En el caso de mi diccionario, se limita al estado de las
unidades coexistentes en el momento presente. Así como en el Dic­
cionario histórico cada palabra se estudia en la relación entre su esta­
do más reciente y cada uno de sus estados anteriores, en el Dicciona­
rio del español actual el análisis de cada palabra parte de la consi­
deración de esta como pieza de un engranaje global que es el sistema
de la lengua en un tiempo dado.
El objetivo de mi proyecto era, por supuesto, diferente del del
Diccionario histórico: mucho más limitado, más concreto y con una
orientación distinta. Mi propósito era romper el círculo cerrado de la
tradición lexicográfica del español, superando la habitual dependen­
cia respecto al Diccionario académico común y aplicando una meto­
424 Diccionarios del siglo X X

dología más rigurosa que la empleada hasta aquel entonces en la ela­


boración de los diccionarios de nuestra lengua. Era una avanzada en
el intento de descubrir cuál es el léxico «real» del español de nuestros
días: por un lado, dejando el catálogo enteramente purgado de las vo­
ces y sentidos que ya no están en uso y que abruman las páginas de
los diccionarios usuales, especialmente el de la Academia; y, por otro
lado, paralelamente, registrando los numerosos vocablos y sentidos
que pertenecen a la lengua de nuestro tiempo y que no se encuentran
en esos diccionarios.
Esta fundamental renovación metodológica tenía como puntos
claves, en primer término, la orientación descriptiva; en segundo lu­
gar, la definición de una sincronía precisa para la descripción del lé­
xico contemporáneo; y, en tercer lugar, la creación de un corpus do­
cumental como fundamento indispensable para el establecimiento del
léxico objeto de la descripción.
Siempre la orientación descriptiva ha sido víctima de la orienta­
ción normativa que ha presidido las sucesivas ediciones del Dicciona­
rio de la Academia y las obras pertenecientes a su escuela. Es cierto
que la línea normativa ha sido repetidas veces quebrantada en todos
esos diccionarios, de manera más consciente en los no académicos;
pero, como actitud general, sigue activa en la lexicografía del es­
pañol. Rufino José Cuervo señaló hace un siglo el peligro de esa
orientación, particularmente si, como suele, parte de planteamientos
puristas. En los diccionarios académicos del siglo pasado la Corpora­
ción editora advertía que no incluía las palabras que no consideraba
«dignas de aumentar el caudal del habla castellana»; y para alcanzar
esa dignidad era necesario que estuviesen avaladas por el uso de los
buenos autores, o que, en su defecto, estuviesen bien formadas con
arreglo «al genio de nuestra lengua»; o que, al menos, tuviesen a su
favor, en su circulación, «el sello de una razonable antigüedad». La
práctica decimonónica — hoy todavía no abolida de hecho— de no
dar entrada en su catálogo a las voces que no les parecen bien a los
académicos, o que todavía se encuentran esperando sentadas a hacer­
se lo suficientemente añejas, ha ido siempre en detrimento no solo de
El diccionario sincrónico del español 425

la proclamada finalidad informativa del Diccionario, sino incluso


de la propia vertiente normativa. Porque, como señalaba Cuervo, de
la ausencia de un término en el Diccionario no se puede inferir si ella
se debe a que la Academia lo desaprueba o a que lo ignora; con lo
cual se deja sumidos en la incertidumbre por igual a quien busca
orientación «morab> sobre el uso y a quien busca información «real»
sobre él. La Academia pretende ser al mismo tiempo notario y juez,
pero en ella el juez se impone al notario. «Lo justo — decía Cuervo—
[...] es la combinación de los dos oficios: registrar todos los términos
autorizados [es decir, suficientemente documentados], y añadir la in­
dicación de su calidad actual, dándolos por anticuados [...], por vulga­
res [...], por impropios, [etc.]».
De hecho, lo normativo no está reñido con lo descriptivo. Lo que
sí está reñido es la prcvalencia de lo normativo en pcijuicio de lo des­
criptivo. Pero los dos enfoques son compatibles, y hasta tendríamos
que decir que su cohabitación es ineludible. Hasta en los diccionarios
de máxima objetividad, que son los históricos, un simple detalle co­
mo la necesidad de elegir una determinada grafía para el lema del ar­
tículo es exponente de que la norma, como el ojo de Dios, es algo de
lo que nadie puede escapar.
Por otra parte, no podemos ignorar que, salvo los diccionarios
históricos — de máxima pretensión científica, destinados a un público
muy restringido—, todos los productos lexicográficos tienen puesta la
mirada en un público amplio. Esos usuarios de los diccionarios los
quieren para obtener información sobre las palabras; y no una infor­
mación que se limite al contenido de ellas, sino que abarque cuestio­
nes relativas a su buena utilización. Esta información se la pueden dar
perfectamente los diccionarios comerciales sin menoscabo de la otra
información, la primera: la de aquello que realmente existe y circula
en el léxico del idioma.
Los otros dos puntos básicos de mi diccionario, la perspectiva
sincrónica y el corpus documental, solo podían definirse a la vista de
los medios con los que había de contar para la realización del pro­
yecto.
426 Diccionarios del siglo X X

Indispensable era disponer de alguna colaboración. Un dicciona­


rio de nueva planta, no basado en otro u otros trabajos anteriores, no
puede hacerlo un sujeto solo. Yo tuve la suerte de encontrar dos per­
sonas lo bastante idealistas como para estar dispuestas a trabajar gra­
tis durante todo el tiempo que durase la redacción de la obra, a la es­
pera de los derechos de autor que esta generase en su día. Con este
minúsculo equipo cogido de mis manos, firmé en 1970 un contrato de
edición con la Editorial Aguilar, comprometiéndome a entregar el
Diccionario del español actual en un plazo de siete años.
Los medios humanos con que contaba eran, pues, un equipo de
tres personas, incluido yo mismo. Y los medios materiales eran los
suministrados por la editorial: un despacho prestado para la redac­
ción, y los ficheros y las fichas en blanco necesarios para ella. Para
poder vivir, los tres responsables de la obra no tuvimos más remedio
que dedicarle un tiempo parcial. Toda la tarea, hasta el inicio de la fa­
se última, ha sido exclusivamente artesanal, ya que, cuando la empe­
zamos en 1970, los ordenadores — aquellos ordenadores de tarjetas
perforadas— tenían precios astronómicos para los ciudadanos de a
pie. Cuando el ordenador, por fin, entró en nuestras casas, ya era tar­
de para incorporarlo a la compilación del diccionario. Solo en los úl­
timos años, gracias a la ayuda de los actuales propietarios de la edito­
rial, contamos, en la fase de preparación del texto para la imprenta,
con los equipos informáticos necesarios y, además, con tres colabora­
dores expertos destinados especialmente a esta operación.
No hace falta decir que aquel plazo inicial de siete años no se
cumplió y que hubo de ser prorrogado en sucesivas ocasiones. Con
medios tan pobres no se podía hacer otra cosa, a pesar de que mi plan
del diccionario ya estaba trazado dentro de unas coordenadas muy
estrictas.
En primer lugar, la sincronía era muy reducida. El concepto de
«español actual» se encerraba en un período de veinte años, de 1955 a
1975. Espacio breve, pero suficiente, a mi juicio, para registrar una
imagen válida del léxico utilizado activamente durante esa franja por
los españoles nacidos entre 1885 (70 años de edad en 1955) y 1950
El diccionario sincrónico del español 427

(25 años de edad en 1975). Virtualmente, pues, más de medio siglo en


la vida del idioma. Nuestra recogida de materiales se limitó, por tan­
to, en un principio, a textos escritos y publicados entre esos dos ex­
tremos de 1955 y 1975. Josette Rey-Debove, que señalaba como li­
mite máximo de una sincronía práctica para un diccionario el plazo de
sesenta años, recomendaba, sin embargo, reducir lo más posible ese
máximo, para garantizar una mayor homogeneidad del sistema. Por
supuesto, nosotros estábamos mucho más cerca de ese razonable cri­
terio que el generosísimo concepto de sincronía que se concedió a sí
mismo el Trésor de la langue franqaise, cifrado en un principio en
170 años — y que después, en la hora final, llegaría a los 200 años— .
De todos modos, el retraso paulatino del cierre de la redacción de
nuestro diccionario nos llevó a ir simultáneamente rectificando la fe­
cha terminal del período estudiado. La razón de estos sucesivos cam­
bios de límite era que, tratándose de un diccionario llamado «del es­
pañol actual», era conveniente que el léxico objeto del mismo no
quedase mutilado en su vida más reciente. Como la redacción se
prolongó hasta diciembre de 1993, esa fecha es la última de los mate­
riales que constituyen la base documental del diccionario. Con lo
cual, al final, la sincronía práctica, en lugar de los veinte años ini­
cialmente programados, ha quedado fijada en treinta y ocho años.
Una limitación que desde el primer momento establecí para el
material estudiado en el Diccionario del español actual fue la relativa
a la extensión geográfica. Evidentemente, el dominio geográfico na­
tural para un diccionario del español es el conjunto de los países que
hablan esta lengua. Pero las enormes dificultades técnicas para abar­
carlo, unidas a los estrechos límites de tiempo — incluso pensando en
los límites posteriormente ampliados—, nos impusieron desde el
principio, por puro realismo, no salir en esta primera edición de las
fronteras del español de España.
Aunque no existiesen esas restricciones materiales, la idea de
centrarse en el español de España creo que es hoy por hoy la más sen­
sata, teniendo en cuenta el estado actual de la lexicografía de nuestro
idioma en la generalidad de los países que lo hablan. Si España no
428 Diccionarios del siglo X X

cuenta en la actualidad con un solo diccionario general fiable, los es­


fuerzos lexicográficos más importantes realizados en los países ame­
ricanos — todos ellos posteriores a 1980— no han pasado de los dic­
cionarios hasta ahora publicados del Proyecto de Augsburgo (colom­
bianismos, argentinismos y uruguayismos), el de Félix Morales de
chilenismos y el de M.* Josefina Tejera de venezolanismos: obras to­
das sumamente valiosas, pero compuestas con un método contrastivo,
lo cual da una imagen forzosamente incompleta de la realidad léxica
de cada territorio. El único diccionario general proyectado de un país
americano, el mejicano de Luis Femando Lara, todavía no ha pasado
de la fase de proyecto. Por otra parte, no faltan voces, como la de Nila
Marrone en 1981, que sostienen que la aspiración de componer un
diccionario «panhispánico» es utópica, por la complejidad que supone
cubrir veinte variedades geográficas, aunque se limitara a las respec­
tivas normas cultas. En cualquier caso, empecemos por el intento de
llevar a término una compilación solvente del léxico español de Es­
paña. Después, el que pueda hacer más, que lo haga.

3. M a c r o e s t r u c t u r a

¿Cuáles son las características generales de la macroestructura de


nuestro diccionario? El léxico descrito en él es el de la lengua común,
en sus diversos niveles socioculturales y en sus diversos registros. Pe­
ro a ese léxico estándar se añaden dos elementos secundarios: a) va­
riantes léxicas del castellano hablado en las distintas zonas de Espa­
ña; b) términos pertenecientes a diversos ámbitos especiales.
En cuanto a las variantes geográficas, hemos procurado recoger
las formas regionales aceptadas en el nivel culto del español hablado
en la respectiva zona y siempre capaces de entrar en el vocabulario
pasivo de los hablantes del resto del país. Este principio vale tanto pa­
ra las variantes propias de zonas castellanohablantes (como Andalu­
cía o Canarias) como para las peculiaridades del castellano hablado
en zonas bilingües (como Cataluña o Galicia). En todo caso, al tener
conciencia de que los datos de que disponemos no son exhaustivos,
El diccionario sincrónico del español 429

los usos que registramos como geográficamente no generales no lle­


van una etiqueta que los confine en un área determinada, sino una ge­
nérica: «regional». La cita que acompaña a la definición muestra, a
través de su referencia bibliográfica, el punto o zona precisos donde
nosotros hemos registrado el uso; pero no nos arriesgamos a afirmar
que es allí, y solo allí, donde existe. Nuestra experiencia en el Diccio­
nario histórico nos ha demostrado mil veces la inestabilidad y la im­
precisión de los datos dialectales en general.
Pasemos a los términos de ámbitos especiales. Nosotros inclui­
mos, porque es una exigencia de todos los diccionarios modernos,
una proporción notable de términos técnicos correspondientes a ám­
bitos especiales de la actividad y del saber, aunque limitando su in­
clusión a aquellos que nuestra documentación nos advierte estar en
trance de penetrar en el vocabulario pasivo e incluso activo de los ha­
blantes medios. En general, la presencia del tecnicismo, del campo
que sea, es en la lengua de hoy, en todas las lenguas cultas de hoy,
mucho más intensa que hace cincuenta años, y este fenómeno se re­
fleja de manera conspicua en todos los diccionarios modernos. En
nuestro diccionario procuramos distinguir, mediante el empleo o no
empleo de marcas, entre los tecnicismos que han entrado abierta­
mente en el uso general y los que, aunque tengan dentro de él alguna
presencia, no dejan todavía de sentirse como propios de una especia­
lidad. Voces como artrosis o infarto no llevarán, pues, ninguna marca
de ámbito, ya que circulan hoy en la lengua común con la misma o
quizá mayor frecuencia que reúma o ataque cardíaco. En cambio,
leucemia linfoblástica (nombre que difundieron los periódicos para
hablamos de la enfermedad que padeció el tenor José Carreras) no
podría desprenderse de la etiqueta «Medicina».
La selección de estos términos, como la del léxico general y re­
gional, en modo alguno es intuitiva o introspectiva: está determinada
por los datos que nos ha suministrado nuestra documentación. ¿Cómo
se ha constituido esta? Entremos en este tercer pilar fundamental de
nuestro diccionario.
430 Diccionarios del siglo X X

Para crear nuestra base documental, hemos llevado a cabo un


dcspojamiento selectivo de textos españoles, bastante numerosos, im­
presos dentro de los límites de la sincronía establecida: de 1955 a
1993. Esos textos son de cuatro órdenes: a) publicaciones periódicas;
b) obras didácticas de enseñanza media o de divulgación; c) obras li­
terarias de diversos géneros; d) impresos varios, como guías, folletos,
catálogos y prospectos. La distribución cuantitativa de estos materia­
les no es uniforme. Los procedentes de publicaciones periódicas ocu­
pan un 70 % aproximadamente; los de libros, sumadas las obras di­
dácticas y las literarias, dan un 25 %; y los materiales varios se llevan
el 5 % restante. Como ven, la prensa ocupa un lugar privilegiado, co­
rrespondiente al lugar que llena en la vida cotidiana de los ciudada­
nos, muy superior, ineludiblemente, al que se concede a los libros.
Dentro de estos, de los libros, concedemos primordial atención, entre
los de creación, a los géneros narrativos y al teatro, por reflejar en
principio con más realismo la lengua que se habla, y prescindimos,
en cambio, de la poesía, por ser la forma de expresión más creativa, la
más individual y por tanto la más independiente y ajena al sistema de
la lengua.
Dentro de las proporciones indicadas, hemos buscado la mayor
dispersión posible en la selección de las fuentes, con el fin de favore­
cer al máximo la visión panorámica del léxico español actual. Por ello
nuestra nómina de fuentes es extensa: está formada por unas 340 pu­
blicaciones periódicas y por unos 1.500 libros, publicados todos ellos
•—libros y periódicos— dentro de la franja temporal acotada.
Para la incorporación al diccionario de una voz o de un sentido no
nos ha bastado la mera presencia de un testimonio en nuestro fichero,
que pudiera representar una creación ocasional; le hemos exigido su
confirmación, bien por ulteriores testimonios, bien por informaciones
de carácter objetivo.
Uno de los rasgos más visibles y caracterizadorcs del diccionario
obedece precisamente a nuestro propósito de «demostrar» la existen­
cia de los usos que en él describimos. Igual que los grandes dicciona­
rios históricos, igual que los grandes diccionarios descriptivos, el
El diccionario sincrónico del español 431

nuestro presenta, siguiendo a cada definición, una o más citas, con


indicación precisa de su procedencia, con el fin de cumplir la doble
función de certificar la realidad de lo expuesto en nuestra descripción
y de ilustrar esta descripción exhibiendo la palabra en vivo, en plena
actuación dentro de un contexto.
El enfoque rigurosamente sincrónico del Diccionario del español
actual lleva como consecuencia la exclusión de toda información
etimológica, la cual solo tiene verdadero sentido en las obras de pers­
pectiva diacrónica.

4 . M ic r o e s t r u c t u r a

La estructura general del artículo más simple, el monosémico, es:


• la entrada;
• la información sobre esta, en la cual el centro de gravedad es la
definición;
• la cita o las citas. Si el artículo es polisémico, cada una de las
acepciones lleva también, después de la información respectiva, la
presencia de las citas textuales que la avalan.

El punto de vista sintáctico desempeña un papel fundamental en


la estructura de nuestros artículos. Considerado en general, esto no es
ninguna novedad. También el Diccionario de la Academia despliega
para un verbo en primer lugar las acepciones transitivas, después las
intransitivas, después las pronominales; o, para un adjetivo, agrupa
antes los usos adjetivos y después los sustantivos. Pero hay que re­
cordar que muchas veces antepone el criterio semántico al gramatical.
Y por otra parte, se desentiende en general de aspectos sintácticos
importantes, entre ellos el régimen preposicional. Lo mismo les ocu­
rre a la mayoría de sus seguidores.
Nosotro.s entendemos que el contenido de una voz tiene siempre
dos vertientes, que son su valor semántico y su valor sintáctico. Y
la definición, por tanto, debe describir ambas vertientes. Este con­
cepto de la definición como la intersección de un componente se­
432 Diccionarios del siglo X X

mántico y un componente sintáctico es determinante en la estructura


de nuestros artículos.
La «naturaleza» de nombre, o de adjetivo, o de verbo, de una pa­
labra está modificada decisivamente por la «función» de esa palabra
en la frase, de tal manera que esa función viene a ser su segunda natu­
raleza. El hecho de que esa palabra sea capaz de formar con otras
unas combinaciones dotadas de un significado y una función estables,
distintos de los que presenta fuera de esas asociaciones, es lo que de­
termina la ubicación de aquella dentro de una u otra sección del
artículo.
Por ejemplo, padre es «por naturaleza» un nombre masculino,
con bastantes sentidos que nosotros hemos reunido en bastantes acep­
ciones y subacepciones, las cuales abarcan desde el primario ‘hombre
que ha engendrado a otra persona’ hasta el uso en argot cuartelero
como ‘soldado del penúltimo reemplazo’. Pero el nombre padre
abandona su naturaleza de nombre cuando decimos la paliza padre o
la vida padre, donde es un adjetivo funcional.
Pensemos también en los casos en que el significado de padre,
dentro de una estructura compleja, pasa a un segundo término dentro
del significado global de la combinación; por ejemplo, cuando ha­
blamos de un desayuno de padre y muy señor mío, o cuando comen­
tamos una revista que no lee ni su padre, o cuando una chica describe
a un hombre que está como para hacerle padre y darle las gracias.
Vemos que la combinación de padre y muy señor mío funciona como
adjetivo, con el sentido de ‘muy grande o extraordinario’. Es tan ad­
jetivo como el padre de la paliza padre o el de la vida padre. Así
pues, nosotros, después de haber dedicado un extenso apartado al p a ­
dre nombre masculino, dedicamos un segundo apartado a los usos de
padre como adjetivo (caso de la paliza padre) o como componente
de combinaciones que tienen sentido y función adjetivos (caso de de­
sayuno de padre y muy señor mío). Y después, un tercer apartado co­
rresponderá a la función pronombre, con el ni su padre del ejemplo
una revista que no lee ni su padre, porque ese ni su padre es un ver­
dadero pronombre que significa ‘nadie’. En un cuarto apartado debe­
El diccionario sincrónico del español 433

mos situar la locución estar [un hombre] para hacerle padre y darle
las gracias, que significa ‘ser muy atractivo’, y que evidentemente
hay que considerar dentro de la función verbal. Y todavía tendremos
que reservar un quinto apartado al uso que encontramos cuando al­
guien informa de que se ha incendiado la casa, y alguien responde:
¡su padre! Se trata, sin duda, de una intelección, expresiva de susto o
de sorpresa desagradable.
Como pueden ver, disponemos cinco apartados dentro del artículo
padre atendiendo a la función sintáctica; pero la función sintáctica
que consideramos no es necesariamente la de la voz padre, sino que
puede ser la de cualquier combinación estable con sentido estable de
la cual padre sea componente. Tan adjetivo es la combinación de pa­
dre y muy señor mío en la frase un desayuno de padre y muy señor
mío, como la palabra padre en la frase la vida padre. Agrupamos
siempre en un mismo apartado todas las unidades léxicas, sean uni-
verbales o pluriverbales, comprendidas bajo la entrada, que tengan
una misma función sintáctica. Cuando en un apartado categorial se
dan solo acepciones de la palabra simple, o aparecen, junto con ellas,
expresiones pluriverbales, el apartado lleva la etiqueta correspon­
diente a la categoría: «adjetivo», «pronombre», «verbo», etc. Pero si
el apartado está constituido exclusivamente por unidades léxicas plu-
riverbales, usamos la etiqueta «locución adjetiva», «locución verbal»,
etc. Reconozco que bien podríamos haber puesto simplemente «ver­
bo», porque depositamos en esta palabra la idea de ‘función verbo’;
pero hemos temido causar cierta perplejidad al lector si ve que lla­
mamos «verbo» a toda la expresión no tener padre ni madre ni perro
que le ladre.
No ignoro que la denominación «locución», tal como la emplea­
mos nosotros, puede parecerles a algunos abusiva, ya que casos como
las combinaciones que he citado no suelen llamarse sistemáticamente
así en los diccionarios, sino alternando con otros rótulos como «fra­
se», «expresión» y «modismo», o bien, como hacen algunos, no dán­
doles ningún nombre. Como en nuestro diccionario el empleo de «lo­
cución» es unívoco y expresa con apreciable brevedad lo mismo que
434 Diccionarios del siglo X X

«unidad léxica pluriverbal», hemos decidido servimos sistemática-*


mente de ese término sin mayores remordimientos. Lo más particular
es que, como norma general, el término «locución» va siempre segui­
do de la especificación de su función: «locución adjetiva», «locución
adverbial», etc.
Pasemos ya a hablar de las definiciones. Muy brevemente, porque
mi punto de vista sobre esta materia ya lo he expuesto con suficiente
amplitud en otras ocasiones, si bien no dejare de insistir sobre ello, ya
que los diccionarios españoles, en su mayoría, continúan fieles, tam­
bién en este aspecto, al modelo académico. Los dos tipos de defini­
ción: la sinonímica, en metalengua de contenido, y la explicativa, en
metalengua de signo, no dejan de estar presentes en el Diccionario
del español actual, pero siempre diferenciadas tipográficamente: la
definición sinonímica va en tipo redondo, mientras que la explicativa
va en cursiva. La cursiva representa la voz en off del lexicógrafo, que
no solo interviene cada vez que es preciso sustituir a la perífrasis si­
nonímica cuando esta no es viable o puede no resultar bastante inteli­
gible, sino también cuando interesa aportar explicaciones adicionales
de carácter semántico, sintáctico o pragmático.
Cuantitativamente, constituyen una gran mayoría las definiciones
en forma de perífrasis sinonímica, que hemos utilizado siempre que
ha sido posible. De las definiciones explicativas nos hemos servido en
las palabras funcionales, como preposiciones, conjunciones, artículos
y pronombres, determinados verbos y determinados adjetivos, así co­
mo en las intelecciones.
Uno de los casos especiales en que hemos recurrido habitual-
mente a la explicación como método definitorio es aquel en que el
sentido concreto por definir se da en construcciones de escasa estabi­
lidad, es decir, que se presentan en formas tan cambiantes que no es
posible reducirlas a una locución unitaria. Nosotros, por razones no
solo de economía de espacio, sino de economía mental para el lector,
no nos hemos sumergido en una atomización de locuciones similares
en forma y sentido definidas separadamente con enunciados pareci­
dos. Sería el ejemplo de la enunciación del nombre pajarito cuando
El diccionario sintrónico del español 435

se trata de hacer una foto a un niño pequeño, o, humorísticamente,


cuando la situación se refiere a una o varias personas adultas: «Cui­
dado, que va a salir un pajarito»; «Atención al pajarito»; «Mira, mira
aquí, que va a salir el pajarito», etc. Nos ha parecido suficiente pre­
sentar, con la etiqueta de «coloquial», una acepción única explicada
así: «Se usa en construcciones como mirar al pajarito, o que sale el
pajarito, para reclamar atención e inmovilidad al que posa para una
fotografía». Con esta solución concisa se ha definido con la necesaria
eficacia, en un solo enunciado definidor, algo que no era susceptible
de reducción a una forma lingüística fija.
Un caso que tiene cierta similitud con el anterior es el de las que
llamamos definiciones comprensivas. Ocurre, por ejemplo, que un
mismo nombre aparece empleado para designar distintas especies de
animales o de plantas que poseen algunos caracteres comunes, y cuya
diferenciación última, especie por especie, salvo excepciones, no inte­
resa demasiado al lector normal, aunque ocasionalmente se mencio­
nen con acompañamiento de algún especificador.
Por ejemplo: existe una serie de aves con el nombre paiño, que
tienen todas como característica la de seguir a los barcos en su nave­
gación y que solo van a tierra para reproducirse. Pues bien, las englo­
bamos todas bajo una sola entrada paiño, con esta simple explicación
definitoria que las abarca a todas: «Se da este nombre a varias aves
marinas que suelen seguir a los barcos y solo van a tierra para repro­
ducirse». Con esto, el lector que no sea aprendiz de ornitólogo se dará
normalmente por satisfecho, puesto que ya dispone de elementos di­
ferenciales del ‘paiño’ con respecto al ‘buitre’ o a la ‘gaviota’, y para
qué va a necesitar más. Ahora bien, sucede que los paíños se reparten
en varios géneros y especies, y que algunos de ellos llevan detrás de
su nombre un especificador. ¿Interesa dedicar a cada una de estas es­
pecies una subacepción, con su definición particular? ¿O bien pres­
cindimos de toda referencia a las especies? La primera actitud supone
una abierta concesión al enciclopedismo, es decir, la asunción por el
diccionario de una función que corresponde a la enciclopedia. La se­
gunda actitud puede llevar consigo el desprecio de realidades léxicas
436 Diccionarios del siglo X X

ocasionalmente presentes en los textos de la lengua general. Nuestra


solución trata de seguir el camino intermedio. A la explicación antes
expuesta, añadimos: «Especialmente, Hydrobates pelagicus ( paíño
c o m ú n ), Oceanodroma leucorrhoa ( pa íñ o de L each ), Oceanites
oceanicus ( pa íñ o de W ilson ) y Oceanodroma castro ( pa íñ o de
M adkira )». Como se ve, enunciamos algunos nombres compuestos
correspondientes a especies importantes, asignándoles los respectivos
nombres científicos, de tal manera que quien desee una identificación
más precisa de las especies pueda buscarla en libros de un primer ni­
vel de especialización.
Nuestras definiciones de voces designadoras de realidades que
son o pueden ser objeto de estudio por parte de especialistas o técni­
cos no están redactadas precisamente para servir a los especialistas o
a los técnicos, sino a los hablantes comunes, a quienes basta saber
qué clase de ser es el nombrado y qué rasgos lo diferencian entre los
de su clase. La definición redactada en términos técnicos obliga a
menudo al lector lego a indagaciones ulteriores, dentro (o no) del
mismo diccionario, de las que quizá salga muy instruido en detalles
que no le interesan. Nunca debemos perder de vista que la percep­
ción que de la realidad tiene el usuario común de la lengua no es la
misma que la del que estudia científicamente esa realidad; y que tales
percepciones son expresables en lenguajes diferentes.
La definición en nuestro diccionario tiene en cuenta siempre lo que
entre nosotros se conoce habitualmente con el nombre de contorno
— creo que fui yo el primero que usó esa palabra, adaptando otros tér­
minos usados por los lexicógrafos de otras lenguas— . El contomo es
aquel elemento de la definición que en realidad no es parte sustancial
de ella, pero sí del contexto en que se usa la palabra definida. No en to­
das las definiciones es preciso delimitar el contomo. Si definimos llo­
rar, intransitivo, como «derramar lágrimas», la ecuación definido / de­
finidor es perfecta. Pero al definir un uso transitivo del mismo verbo,
por ejemplo en la oración Lloraron al escritor todos sus amigos, la de­
finición no puede ser «sentir o manifestar pesar por la muerte de una
persona», porque la «persona» en cuestión está, en la frase, Juera del
El diccionario sincrónico del español 437

verbo definido. Sin embargo, lo habitual en los diccionarios de español


es ese tipo de definición de los verbos intransitivos. Nuestro dicciona­
rio indica, en la fórmula que antecede, por medio de unos corchetes,
que el elemento «de una persona» es un elemento de contorno, pertene­
ce al contexto. Así: «sentir o manifestar pesar por la muerte [de una
persona]». Advierte, además (por medio de determinado código que
aquí no reproduzco), que la función de ese elemento dentro del con­
texto es la de complemento directo del verbo enfocado. La separación
del complemento directo de contomo ya la hacen muchos diccionarios
modernos de lenguas extranjeras; muy pocos en las nuestras. Para el
catalán ya la ponía en práctica Pompeu Fabra en 1932. Para el castella­
no, el primer diccionario que lo hizo fue, en 1945, el Vox, dirigido por
Samuel Gili Gaya, el cual había tenido un olvidado precursor lejano en
el esbozo de diccionario que en 1871 dieron a conocer Rufino José
Cuervo y Venancio G. Manrique.
Pero nosotros vamos un poco más allá. Los elementos de contor­
no no se limitan al complemento directo del verbo transitivo. Son
muchas veces complementos necesarios — indirectos o preposiciona­
les— del propio verbo, y no encerrados en su sentido. Y el contomo
también existe en categorías distintas del verbo: la selección del tipo
de nombre al que es aplicable un adjetivo también pertenece a este
capítulo. No es suficiente definir el adjetivo tordo diciendo: «que tie­
ne el pelo mezclado de negro y blanco», porque, tomando al pie de la
letra esta definición, podríamos decir Mi primo es tordo. Falta un de­
talle esencial del contexto: se aplica solo a un caballo. En estos casos,
los diccionarios suelen acogerse a la fórmula dícese de: «Dícese del
caballo que tiene el pelo mezclado de negro y blanco.» Se recurre así
a la definición-explicación, la que se enuncia en metalengua de signo,
rompiendo la uniformidad con la mayoría de las definiciones de adje­
tivos, que, al no estar sometidas a esta suerte de restricciones, están
formuladas de manera normal, en metalengua de contenido (por
ejemplo, neutral: «que no es ni de uno ni de otro»). Esta ruptura de la
uniformidad es innecesaria. Nosotros la evitamos expresando el ele­
mento de contomo por el mismo procedimiento que en el caso de los
438 Diccionarios del siglo X X

complementos verbales. Así, tordo sería «[caballería] que tiene el


pelo mezclado de negro y blanco».
El concepto de contorno, en fin, es aplicable también al sujeto del
verbo constitutivo del núcleo de una definición. Un enunciado defini­
dor como el que hallamos en los diccionarios corrientes para lucir,
«iluminar, dar luz y claridad», es insuficiente, pues parece que resulta
aplicable, y no lo es, a un sujeto de persona (una persona puede lucir,
pero no en este sentido). El agente del lucir de que aquí estamos ha­
blando es restringido: ha de ser un astro, o una lámpara o algo similar.
Esto se puede expresar perfectamente precisando, entre corchetes, el
sujeto de contorno.

5. F in a l

Otras informaciones muy poco frecuentes en nuestra lexicografía,


como el régimen preposicional, las colocaciones, las indicaciones de
tipo pragmático, tan necesarias todas para completar la descripción
semántica de las unidades léxicas, nos hemos esforzado en atenderlas
en la mayor medida posible. Pero tenemos que terminar. Estas y otras
características internas del Diccionario del español actual han de
quedarse sin desplegar en esta ocasión. Pienso, no obstante, que quizá
las pinceladas que aquí he trazado les hayan dado una idea apreciable
de la obra.
Como conclusión les expondré unos datos, digamos, físicos, del
diccionario. Cuando esté terminada su laboriosa maquetación, será una
obra bastante voluminosa. Esto no se debe a la magnitud del caudal, si­
no al gran desarrollo de la microestructura, que hace que el promedio
de artículos por página sea de 17,5 (cuando lo habitual en el género no
baja de 60). Como el número total de entradas es de 7 5 .0 0 0 , el número
total de páginas no será inferior a las 4300: cifra no alcanzada por el
Diccionario de la Academia y el de Moliner juntos2. Dentro de un par
de años, o menos, si Dios quiere, las podrán leer ustedes.

2 [Contando exclusivamente el texto lexicográfico, el número de páginas del DEA


(1999) ha resultado ser 4610, y la suma del DRAE (1992) y el DUE (1998) es 4490],
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460 Estudios de lexicografía española

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ÍNDICE

Prólogo de la primera edició n ..........................................................


Prólogo de la segunda edición..........................................................
La lexicografía teórica, 15. - La actividad lexicográfica en los
últimos años, 18 —La nueva edición de este libro, 19.

P r im e r a pa r te.

PROBLEMAS Y MÉTODOS
1. Problemas formales de la definición lexicográfica ...............
1. Los dos enunciados en el artículo de diccionario, 2 5 . - 2 . El
primer enunciado. Su normalización, 26. - 3. La estructura del
artículo múltiple, 29. - 4. El segundo enunciado. La «ley de la
sinonimia», 30. —5. Definición «propia» y definición «impro­
pia», 33. - 6. Definición de adjetivos, 34. - Definiciones de
adverbios y de nombres, 40. - 8. La definición enciclopédica,
42. - 9. Final, 46.

2. El «contomo» en la definición lexicográfica...........................


3. Sobre el método colegiado en lexicografía.............................
El “Diccionario", obra colectiva de la Academia, 59. - «Labor
de muchas personas con igual señorío», 60. - Discrepancias
464 Estudios de lexicografía española

P á g s.

implícita y explícita: Terreros y Taboada, 62. - La crítica de


Salvá, 63. - La crítica de Cuervo, 63. - Toro Gisbert, 66. -
Unamuno, 67. —Múgica, 68. - Amcrico Castro, 68. - Ramón y
Cajal, 68. - Conclusión, 69.
4. El problema de la diacronía en los diccionarios generales . . . 70
5. Los pilares de un diccionario m oderno............. ...................... 81
6. ¿Para quién hacemos los diccionarios? ............... .................. 91
Popularidad y mitificación del diccionario, 91. - Nuevas auto­
ridades en lexicografía, 93. - El caso de Casares y de Moliner,
95. —La actitud del lector, 97, —La crítica del público, 101. —
La crítica de los críticos, 102. - Conclusión, 103,

S e g u n d a p a r t t í.

LEXICO G RA FÍA H ISTÓ RICA

7. Las palabras en el tiempo: los diccionarios históricos ......... 109

1. Los diccionarios históricos, 109. - 2. El Diccionario alemán


de los hermanos Grimm, 1 1 8 . - 3 . El Diccionario de Oxford,
1 2 1 . - 4 , El Diccionario catalán-valenciano-balear, 126. - 5.
Los diccionarios históricos del español: el Diccionario de
1933, 129. - 6. El segundo Diccionario histórico del español,
133. - 7. Cómo es el Diccionario histórico: una ojeada, 137. -
8. Los problemas de la lexicografía histórica, 143.

8. Cuervo y la lexicografía h istó ric a ............................................ 157

9. El Diccionario histórico de la lengua española................... 163


1. Antecedentes, 163. - 2. El primer Diccionario histórico,
165. - 3. La crisis, 166. - 4. El nuevo Diccionario histórico,
169. - 5, Problemas y perspectivas, 176.
índice 465

Págs.
Tercera parte.

DICCIONARIOS ANTERIORES A 1900

10. Un lexicógrafo de la generación de Cervanrtcs (notas sobre


el Tesoro de Covarrubias).................................................... 185
11. Autoridades literarias en el Tesoro de Covarrubias............. 202
12. Covarrubias en la A cadem ia............................................. . 222
13. El Diccionario académico de 1780 ....................................... 237
El difícil camino del segundo Diccionario de autoridades, 237.
- El compendio en un tomo, 240. - El Diccionario de 1780:
algunas características, 242. - Fortuna del Diccionario de
1780,255.

14. El nacimiento de la lexicografía moderna no académica . . . 259


15. Un lexicógrafo romántico: Ramón Joaquín Domínguez__ 285
16. La definición lexicográfica subjetiva: el Diccionario de
Domínguez (1 8 4 6 )............................................................... 300
17. La crítica de Cuervo al Diccionario de la Academia Espa­
ñola ....................................................................................... 315
1. Introducción, 3 1 5 . - 2 . El alfabeto, 3 1 6 . - 3 . Los tecnicis­
mos, 3 1 7 . - 4 . Los nombres propios, 3 1 8 . - 5 . Observaciones
sobre la microestructura, 319. - 6. La estructura de los artícu­
los, 320. —7. Equivalencias latinas y nombres científicos, 320.
- 8. La calificación de las voces, 322. - 9. Marcas de ámbito,
323. - 10 Marcas geográficas, 324. - 11. Marcas diacrónicas,
325. - 12. Las definiciones, 327. - El circularismo, 327. - 14.
Forma de la definición, 328. - 15. La definición de verbos
transitivos, 329. - 16. Final, 332.
466 Estudios de lexicografía española

Págs.
C uarta parte.

DICCIONARIOS DEL SIGLO XX

18. La otra voz de la Academia Española: notas sobre el Dic­


cionario manual..................................................................... 337
19. Menéndez Pidal y el Diccionario manual de la A cadem ia.. 351
20. El léxico hispanoamericano en los diccionarios de la Aca­
demia Española ..................................................................... 362
21. El español de Chile, el Diccionario de la Academia y la
unidad de la lengua.................................................. . ......... . 375
22. María Moliner: una obra, no un nombre .................... . 390
23. La segunda edición del Diccionario de uso del español---- 395
24. Lexicografía del español en el fin de s i g l o .......................... 399
25. El diccionario sincrónico del esp añ o l.................................... 417
1. Origen del proyecto, 417. - 2. Características del Diccio­
nario del español actual, 423. - 3. Macroestructura, 428. - 4.
Microestructura, 431. - 5. Final, 438.

Referencias bibliográficas............................................................... 439

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