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Una mosca rompe el delicado silencio de mi habitación. La veo volar fugitiva, casi
como en una persecución policial de alguna película acerca de detectives; y voy
dibujando, acto seguido, su trayectoria en mi cabeza sobre un mapa de dos dimensiones.
Una rana aparece bajo el alfeizar de mi ventana y da un salto, extendiendo su lengua
resbaladiza y húmeda hasta que logra velozmente reducir la frecuencia del aleteo de la
mosca prácticamente a cero. Voy observando como la escena se repite dentro de mi
cabeza en una especie de caleidoscopio, pues cada imagen reflejada por un espejito
compone otra realidad, así en otras perspectivas la mosca se mueve hacia la lengua y se
atrapa, y en varias otras la rana se cuela por mi ventana caminando en slowmotion. Yo,
sin embargo, también veo la escena dentro de esa repetición caleidoscópica como un
fragmento, una seguidilla que mi pupila alcanza a distinguir en fotogramas separados:
mosca, rana, salto, energía en movimiento, tierra, lengua, golpe, saliva anfibia que vuela
por los aires.
Una voz me llama dentro de mi sentido de ebriedad que a estas alturas, después de años
en el negocio, puedo entregarle premios no menores; por ejemplo un Rómulo Gallegos
por sus incontables elucubraciones cuyo objetivo consiste en deleitar de forma estética
la cabecita de alguna. Esa voz interior de estar ebrios la tenemos todos, es la que huele a
“Vamos, tú puedes, hazlo, no tengas vergüenza, etc”. Quizá alguna vez pensé en
otorgarle el Nobel, pero me parece una condecoración sumamente presurosa. Esa voz se
parece a una vieja radio mal sintonizada o cuya antena sea incapaz de captar las ondas
que como misiles se disparan hacia todos lados sin dejar heridos. La vocecita gutural se
moldea en mi cabeza y me indica exactamente qué hacer, cómo y cuándo. Es más, al
estar en la cúspide de mi borrachera puedo oírla silbar alguna melodía exótica y
recordarme que la noche, nuevamente es mía e inacabable.
Pienso en lo lastimoso que resulta el hecho de que hasta ayer no haya podido encontrar
aquella mujer que me pueda hacer vibrar y con la cual me apetezca hacer cosas
inmateriales. Una mujer material que me inmaterialice. Ahí está el punto.
Sobre mi escritorio puedo divisar a Tolstoi que me mira de reojo. Concuerdo conmigo
mismo respecto de las cosas superficiales que se venden hoy, en los best seller de las
vitrinas inmaculadas (limpiadas por un ser cuya hora vale una décima parte de cualquier
libro), en la digerible basura pseudointelectual que no contribuye al lenguaje, ni a la
literatura ni a nada; temo que más temprano que tarde las bibliotecas estén de pronto y
sin anestesia, atestadas de libros intrascendentales, de historias producidas en serie
como lo hacen las industrias con la ropa, calzado, mochilas y un largo etcétera difícil de
mencionar. Temo, además, que finalmente esa forma de literatura se convierta sin más
en la intelectualidad y quede solo (o levemente acompañado) como defensor de los
Murakamis, Tolstois, Cortázar, y un largo etcétera que no recordaré, por lo menos no en
este estado. Quizá en un par de horas quiera agregar algún otro (¿Bolaño? ¿Borges?
¿Dostoievski? ¿Benedetti?). Quizá también sea ahora mismo criticado por un grupo de
hombres de otra generación lamentando muy pesarosos que los tipos como Hemingway,
Baudelaire o Rimbaud sean poco leídos por alguien como yo, o como los yo que
conformamos este conjunto generacional. Me sobresalta un fuerte dolor de cabeza.
Pienso que fue bueno evitar la yerba por esta vez, y mi cuerpo se retuerce un poco
imaginando el malestar de haber incluido drogas. Hipocondría de un pasado que pudo
haber sido y que jamás será conforme la continuidad lineal del tiempo.
El amor se nos vende conforme el televidente deje que penetre la visión de Disney en
los sesos. La mujer rubia debe estar ahora mismo en su cama, tal vez como yo, pero con
esos enormes senos de pezones que imagino deben ser rosados. Me paro y me dirijo al
refrigerador, atrás de la muralla en forma de arco en cuyos lados se encuentran un par
de esculturas de temática incaica. Un cóndor, un puma y una serpiente, mejor dicho; una
serpiente, un puma y un cóndor (este arreglo de mención refuerza el orden en el cual se
encuentran, desde abajo hacia arriba). Tomo el agua y esta penetra durísimo en mi
cuerpo, siento el frío recorrer desde la punta de mi lengua hasta mi estómago como una
corriente de electrones que excitan mis átomos. El frío repentino me saca del letargo,
me devuelve en cierta forma el sentido.
Ayer llevaba una chaqueta de mezclilla, una polera de líneas verticales y cuello en v, en
el pecho un viejo estampado de V de la película “V for vendetta”, esa máscara que
esconde al personaje principal y lo ensalza, pues ni la más cándida y hermosa Portman
fue capaz de quitársela. Cosa aparte, la película rompe el sentido de amor tradicional
como se vende al por mayor: ser un príncipe rubio, delgado, delicado, blanquísimo y de
buenos modales. Yo no soy ni rubio, ni blanquísimo ni, por supuesto, tengo buenos
modales. Por el contrario, siempre me consideré un hombre más bien vulgar, sin mucho
interés en la mujeres (a menos que sea la que me inmaterialice), sino más en el alcohol y
experiencias en las cuáles se puedan oscilar por otros estados sin desbaratarse. He ahí la
importancia de las cosas: el mantener la identidad siguiendo una línea que me diferencie
bastamente a mí, de los otros que al igual que yo respiran, fuman, se drogan y bailan al
ritmo de Deep Purple.
Enciendo el celular que está sobre la mesa de centro (es marrón y pequeña, un triángulo
isósceles perfecto, confeccionado y realizado por mí). Reviso mis mensajes y entro a
Facebook con total tranquilidad, sin embargo, las imágenes de la noche anterior se
agolpaban en mi cabeza de pronto. Recuerdo la polera de la rubia que salió por sobre su
cabeza, llevaba grabado “Be yourself” en letras, sé tú mismo me decían sus senos bajo
la polera blanca de letras negras. Curioso ser uno mismo, pues acaso ¿se podía ser
alguien más? La imaginé (a mi querida compañera rubia), despertando una mañana, tan
peinada, maquillada y dispuesta a ser Frida Khalo, o dispuesta a ser de una vez por
todas Paris Hilton, e imagino su profunda decepción al darse cuenta que triste y
llanamente solo podía ser ella misma, con sus bonitos senos y sus piernas de agilidad
felina sobre una mesa redonda aún sucia. No obstante ella, pese a sus lamentos,
difícilmente hubiera entendido que cualquiera de esas vidas es al fin y al cabo anodina
a medidas diferentes, y además la perspectiva solipsista siempre resulta ser la más
acertada para entenderse.
En la pantalla táctil del celular reviso las principales noticias del menú inicio, así veo
todo tipo de cosas: noticias de modelos anoréxicas, portadas de revistas de hombres
musculosos, informes de varias páginas acerca de realities, un poco de humor, pues los
humoristas parecen tener hoy en día más tribuna crítica destinada a las masas que
muchos pensadores (qué palabra más extraña!), veo extractos de libros (citas profundas,
sin un contexto), mensajes de autoayuda, algunos otros textos de índole feminista y por
último un perro que anda en skate. La sociedad se ha vuelto adicta a al mensaje fácil y
común, aquella noticia estrambótica y sin sentido, que bien podría ser como no y daría
lo mismo; es decir, todo aquello que pueda sacar una risa fácil o alguna noticia que a
través de un título sensacionalista genere curiosidad. Además, como sociedad hemos
adoptado estereotipos muy acordes con la imagen. Una imagen que vende, cuerpos
sobremusculados, mujeres en extrema delgadez que van afirmando los cimientos de una
sociedad profundamente capitalista que no sabe ni entiende nada más que consumir: el
auto del año, la ropa de temporada, el celular más moderno, la mujer con pechos más
grandes y que haga más espectáculo y que mueva mejor el culo. La sustancia se ha
supeditado a lo intrascendental de una forma increíblemente grosera y lo más curioso es
que todo desde mi vereda parece extraño. Las tiendas de retail ofrecen productos de
temporada, a la moda, la tendencia que se está llevando y además, por si fuera poco,
ellos mismos crean esas tendencias de vestir mediante diseñadores y todo esto
potenciado por herramientas tales como la publicidad y el marketing, la modelo del
reality ocupando tal o cual atuendo, etc. Es un círculo, una cadena que se me antoja más
bien autoconsumista, todo en una dinámica perfecta para mantener los bolsillos de
algunos pocos bastante llenos.
Levanto mi mano derecha y veo los débiles rayos de sol, al refulgir sobre mis delgados
dedos, formar la cabeza de un toro sobre mi palma. Elucubro cosas sin sentido, y pienso
en Poemas Humanos. Me propongo leerlo de nuevo. Vallejo, poeta universal. Ni todo el
dinero puede compensar finalmente las bagatelas que pienso en mi letargo de residuos
alcohólicos y creo que definitivamente un grupo de buenos amigos borrachos bien
podrían decir algunas verdades, pues falta que nos hace dentro de los espacios
gobernados por la sobriedad.
Finalmente decidí leer un poco, me incliné por un libro de arte hiperrealista, pasé la
primera página y ahí la vi; pelirroja, de largo cuello y con unas curvas sutiles pero
soberbias. Los recuerdos golpean como caballos cabalgando y tras la manada de
equinos un fuego abrazador, unas llamas que pueden opacar al sol. Era ella,
vigesimocuarto.
- Buenos días princesa – me dijo con un tono burlesco, quizá emulando a algún
best seller en el cual vomité (metafísicamente) la noche anterior.
- Hola - dije en un tono impávido, como no creyendo aquella situación.
- Has dormido durante mucho tiempo y creo que ya es hora de comer. Tengo
hambre, no obstante, esperé a que salieras de tu dulce sueño. Por cierto, bonita
vista. Desde acá puedes ver incluso mi casa – Se acercó a la puerta e hizo un
gesto con su pulgar.
- ¿Eres real? – No podía entender mi estupefacción, hubiera deseado manejarme
mejor en estas cosas pero era imposible.
La mujer de dos dimensiones, preciosa y ostentosa de tal forma que yo no era capaz de
entender se quedó desde entonces en mi departamento. No entendía bien cómo
funcionaba eso, la podía ver escabullirse por rincones inhóspitos de perfil y me producía
un profundo miedo. La comida la atravesaba e iba a parar acaso a otra dimensión. No
había conocido jamás a alguien que hablará más de ropa, celebridades, conciertos,
nuevo maquillaje, gimnasios, joyas y toda esa actual forma de observar la vida. Por mi
parte, me quedaba abstraído por su innegable belleza mientras me explicaba, por
ejemplo, cómo funcionaba el mundo de la moda y como Lady Gaga había sido una
visionaria.
….
Un día desperté y ya habían pasado nueves meses desde que ella había entrado en mi
casa. Dormir no me significaba un problema, pues le pedía que se pusiera de costado y
era sumamente sencillo soportarla. Cuando hacíamos el amor el efecto era algo parecido
al de la comida. Jamás entendí y me negué incontables veces a meter mi lengua allá
abajo, pues una cosa es perder algo y la otra distinta perder la otra cosa. Se entiende a
envidiable perfección.
Arreglamos nuestro matrimonio dentro de dos meses más, los cuáles se fueron volando
como se pasa el tiempo cuando lees Poemas Humanos. Habíamos organizado el
matrimonio de tal forma de asegurar que mi trabajo sería capaz de pagarlo en 10 años
más. Y, además, invitamos a las celebridades más faunescas del medio. Era la primera
boda entre seres que no pertenecen al mismo orden de dimensiones. Me veía feliz.
Asistiría la televisión, daba entrevistas casi a diario, por celular, Facebook, en vivo y
acaso telepáticamente de ser posible. Los medios nos adoraban y mi vida se remitía a lo
que pasaba en internet y en la televisión, ni más, ni menos.
El día antes de nuestro matrimonio, la chica de dos dimensiones me dijo con total
lucidez que había conocido a un tipo de una dimensión. Me pidió que me pusiera en su
lugar. Algo así: “Imagina el boom que será que me case con Donnie (tipo de una
dimensión), todos nos amarán y, además, siendo sincera no nos quedaba mucho tiempo.
Piensa que la boda es el final de todo el morbo periodístico y una vida de casada no está
hecha para mí. También, espero no te lo tomes a mal pero ya nos hemos acostado. Es un
tipo increíble en la cama”. Mi primera duda, bastante razonable (pienso ahora) fue que
cómo era posible eso de acostarse, de qué manera, qué forma, en definitiva nuevamente
había quedado sorprendido por esas cosas locas arrancadas de surrealidades perniciosas.
No pude hacer nada, ella se fue y me quedé en mi vigesimocuarto piso. Releí Poemas
Humanos frente al ventanal y al lado de mi triángulo isósceles.