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Veinticuatro veces bidimensionales

Una mosca rompe el delicado silencio de mi habitación. La veo volar fugitiva, casi
como en una persecución policial de alguna película acerca de detectives; y voy
dibujando, acto seguido, su trayectoria en mi cabeza sobre un mapa de dos dimensiones.
Una rana aparece bajo el alfeizar de mi ventana y da un salto, extendiendo su lengua
resbaladiza y húmeda hasta que logra velozmente reducir la frecuencia del aleteo de la
mosca prácticamente a cero. Voy observando como la escena se repite dentro de mi
cabeza en una especie de caleidoscopio, pues cada imagen reflejada por un espejito
compone otra realidad, así en otras perspectivas la mosca se mueve hacia la lengua y se
atrapa, y en varias otras la rana se cuela por mi ventana caminando en slowmotion. Yo,
sin embargo, también veo la escena dentro de esa repetición caleidoscópica como un
fragmento, una seguidilla que mi pupila alcanza a distinguir en fotogramas separados:
mosca, rana, salto, energía en movimiento, tierra, lengua, golpe, saliva anfibia que vuela
por los aires.

Mi cabeza explota como un domingo corriente después de un sábado cualquiera donde


la noche, además de ser mía, me había dejado sin recuerdo alguno (vaya ironía)
producto de la eficiencia del etanol y residuos de compuestos químicos variados
sintetizados por mi organismo. No obstante, debo desmentirme a mí mismo. Del día de
ayer recuerdo mi vigesimocuarto beso, el más frío de todos sin que me quepa duda.
También quedan resabios de sabor amargo en mi boca; un sabor inconfundible a
whisky, ron, pisco, chicha, cigarro y un dolor de espalda que sabe a cumbia, rock y
hacer el ridículo sobre la mesa; ahora que lo pienso más claramente y con la cabeza a
contrasentido gravitatorio puedo concluir que no estuvo nada de mal: lograr que una
chica rubia, rubísima, mostrara los pechos envuelta en el inconfundible velo del alcohol
y drogas no corresponde a una proeza de menor calibre. Lástima que no recuerdo
aquello, pero mis amigos (si estaba uno, al menos) la deben haber pasado de puta
madre.

Una voz me llama dentro de mi sentido de ebriedad que a estas alturas, después de años
en el negocio, puedo entregarle premios no menores; por ejemplo un Rómulo Gallegos
por sus incontables elucubraciones cuyo objetivo consiste en deleitar de forma estética
la cabecita de alguna. Esa voz interior de estar ebrios la tenemos todos, es la que huele a
“Vamos, tú puedes, hazlo, no tengas vergüenza, etc”. Quizá alguna vez pensé en
otorgarle el Nobel, pero me parece una condecoración sumamente presurosa. Esa voz se
parece a una vieja radio mal sintonizada o cuya antena sea incapaz de captar las ondas
que como misiles se disparan hacia todos lados sin dejar heridos. La vocecita gutural se
moldea en mi cabeza y me indica exactamente qué hacer, cómo y cuándo. Es más, al
estar en la cúspide de mi borrachera puedo oírla silbar alguna melodía exótica y
recordarme que la noche, nuevamente es mía e inacabable.

Pienso en lo lastimoso que resulta el hecho de que hasta ayer no haya podido encontrar
aquella mujer que me pueda hacer vibrar y con la cual me apetezca hacer cosas
inmateriales. Una mujer material que me inmaterialice. Ahí está el punto.

Sobre mi escritorio puedo divisar a Tolstoi que me mira de reojo. Concuerdo conmigo
mismo respecto de las cosas superficiales que se venden hoy, en los best seller de las
vitrinas inmaculadas (limpiadas por un ser cuya hora vale una décima parte de cualquier
libro), en la digerible basura pseudointelectual que no contribuye al lenguaje, ni a la
literatura ni a nada; temo que más temprano que tarde las bibliotecas estén de pronto y
sin anestesia, atestadas de libros intrascendentales, de historias producidas en serie
como lo hacen las industrias con la ropa, calzado, mochilas y un largo etcétera difícil de
mencionar. Temo, además, que finalmente esa forma de literatura se convierta sin más
en la intelectualidad y quede solo (o levemente acompañado) como defensor de los
Murakamis, Tolstois, Cortázar, y un largo etcétera que no recordaré, por lo menos no en
este estado. Quizá en un par de horas quiera agregar algún otro (¿Bolaño? ¿Borges?
¿Dostoievski? ¿Benedetti?). Quizá también sea ahora mismo criticado por un grupo de
hombres de otra generación lamentando muy pesarosos que los tipos como Hemingway,
Baudelaire o Rimbaud sean poco leídos por alguien como yo, o como los yo que
conformamos este conjunto generacional. Me sobresalta un fuerte dolor de cabeza.
Pienso que fue bueno evitar la yerba por esta vez, y mi cuerpo se retuerce un poco
imaginando el malestar de haber incluido drogas. Hipocondría de un pasado que pudo
haber sido y que jamás será conforme la continuidad lineal del tiempo.

La luz que se filtra débilmente por la ventana de mi departamento en el vigésimo cuarto


piso, y me percato intempestivamente que justamente anoche fue mi vigésimo cuarto
beso. Esas casualidades permanentes. Ni quiero, ni me cuestionaré respecto a si el beso
a la niña de cuatro, cuando yo tenía 5 años, cuenta. Probablemente deba contar solo si
toque con mis labios más del 50% de los suyos. Asumiré que fue un 50,001%, cifras
fáciles, aproximaciones, y sobre todo: dejar las casualidades en su lugar y con el respeto
que se merecen.

El amor se nos vende conforme el televidente deje que penetre la visión de Disney en
los sesos. La mujer rubia debe estar ahora mismo en su cama, tal vez como yo, pero con
esos enormes senos de pezones que imagino deben ser rosados. Me paro y me dirijo al
refrigerador, atrás de la muralla en forma de arco en cuyos lados se encuentran un par
de esculturas de temática incaica. Un cóndor, un puma y una serpiente, mejor dicho; una
serpiente, un puma y un cóndor (este arreglo de mención refuerza el orden en el cual se
encuentran, desde abajo hacia arriba). Tomo el agua y esta penetra durísimo en mi
cuerpo, siento el frío recorrer desde la punta de mi lengua hasta mi estómago como una
corriente de electrones que excitan mis átomos. El frío repentino me saca del letargo,
me devuelve en cierta forma el sentido.

Ayer llevaba una chaqueta de mezclilla, una polera de líneas verticales y cuello en v, en
el pecho un viejo estampado de V de la película “V for vendetta”, esa máscara que
esconde al personaje principal y lo ensalza, pues ni la más cándida y hermosa Portman
fue capaz de quitársela. Cosa aparte, la película rompe el sentido de amor tradicional
como se vende al por mayor: ser un príncipe rubio, delgado, delicado, blanquísimo y de
buenos modales. Yo no soy ni rubio, ni blanquísimo ni, por supuesto, tengo buenos
modales. Por el contrario, siempre me consideré un hombre más bien vulgar, sin mucho
interés en la mujeres (a menos que sea la que me inmaterialice), sino más en el alcohol y
experiencias en las cuáles se puedan oscilar por otros estados sin desbaratarse. He ahí la
importancia de las cosas: el mantener la identidad siguiendo una línea que me diferencie
bastamente a mí, de los otros que al igual que yo respiran, fuman, se drogan y bailan al
ritmo de Deep Purple.

Salgo de la cocina a paso ligero, me siento en el sillón. Al frente la televisión de 32


pulgadas empotrada en el muro de color crema (¿a quién se le ocurrirán estos colores?)
y la rutina de cada domingo al medio día me toma por control. ¿Qué hice? ¿La pasé
bien? ¿Traje toda la ropa a casa? ¿Es mi casa? Y empiezo con la rememoración de un
pasado de horas que a mediodía se me antoja lejano. El alcohol y los excesos se
traducen en mi memoria como un pasado fugitivo, lleno de luces de neón multicolor y
penas eléctricas, besos neumáticos y un sinfín de cosas sin salida ni entrada, es como si
el tiempo de pronto se cerniera sobre mis recuerdos a tal medida que logra fácilmente
imprimirles cierta sensación nostálgica, pues como dicen en muchos lugares: “Todo
tiempo pasado siempre fue mejor”. Pienso esto último y lo repito en voz alta, y lo repite
mi voz interior premiada y siento que nada tiene sentido. “Nada tiene sentido” repito en
voz alta, “nada tiene sentido” le escucho decir, y detrás el sonido que se siente a vacío
esperanzador, quizá en un momento se escuche la voz salvadora detrás de la otra voz
diciendo “¡Aquí, lo escuchamos!”.

Enciendo el celular que está sobre la mesa de centro (es marrón y pequeña, un triángulo
isósceles perfecto, confeccionado y realizado por mí). Reviso mis mensajes y entro a
Facebook con total tranquilidad, sin embargo, las imágenes de la noche anterior se
agolpaban en mi cabeza de pronto. Recuerdo la polera de la rubia que salió por sobre su
cabeza, llevaba grabado “Be yourself” en letras, sé tú mismo me decían sus senos bajo
la polera blanca de letras negras. Curioso ser uno mismo, pues acaso ¿se podía ser
alguien más? La imaginé (a mi querida compañera rubia), despertando una mañana, tan
peinada, maquillada y dispuesta a ser Frida Khalo, o dispuesta a ser de una vez por
todas Paris Hilton, e imagino su profunda decepción al darse cuenta que triste y
llanamente solo podía ser ella misma, con sus bonitos senos y sus piernas de agilidad
felina sobre una mesa redonda aún sucia. No obstante ella, pese a sus lamentos,
difícilmente hubiera entendido que cualquiera de esas vidas es al fin y al cabo anodina
a medidas diferentes, y además la perspectiva solipsista siempre resulta ser la más
acertada para entenderse.

En la pantalla táctil del celular reviso las principales noticias del menú inicio, así veo
todo tipo de cosas: noticias de modelos anoréxicas, portadas de revistas de hombres
musculosos, informes de varias páginas acerca de realities, un poco de humor, pues los
humoristas parecen tener hoy en día más tribuna crítica destinada a las masas que
muchos pensadores (qué palabra más extraña!), veo extractos de libros (citas profundas,
sin un contexto), mensajes de autoayuda, algunos otros textos de índole feminista y por
último un perro que anda en skate. La sociedad se ha vuelto adicta a al mensaje fácil y
común, aquella noticia estrambótica y sin sentido, que bien podría ser como no y daría
lo mismo; es decir, todo aquello que pueda sacar una risa fácil o alguna noticia que a
través de un título sensacionalista genere curiosidad. Además, como sociedad hemos
adoptado estereotipos muy acordes con la imagen. Una imagen que vende, cuerpos
sobremusculados, mujeres en extrema delgadez que van afirmando los cimientos de una
sociedad profundamente capitalista que no sabe ni entiende nada más que consumir: el
auto del año, la ropa de temporada, el celular más moderno, la mujer con pechos más
grandes y que haga más espectáculo y que mueva mejor el culo. La sustancia se ha
supeditado a lo intrascendental de una forma increíblemente grosera y lo más curioso es
que todo desde mi vereda parece extraño. Las tiendas de retail ofrecen productos de
temporada, a la moda, la tendencia que se está llevando y además, por si fuera poco,
ellos mismos crean esas tendencias de vestir mediante diseñadores y todo esto
potenciado por herramientas tales como la publicidad y el marketing, la modelo del
reality ocupando tal o cual atuendo, etc. Es un círculo, una cadena que se me antoja más
bien autoconsumista, todo en una dinámica perfecta para mantener los bolsillos de
algunos pocos bastante llenos.

A parte de capitalistas, parece que la sociedad ha caído inevitablemente en la


imbecilidad, todo lo que genere un trabajo mayor de comprensión no merece el esfuerzo
de una masa orgánica que se mueve como el humo, sin un camino propio y siendo
trasladado por una corriente de viento que es sinónimo de dinero, exitismo y sin las
menores intenciones de equidad. Pienso que el capitalismo, cuando lo inventaron fue
una idea fantástica, pues no solo nos dieron todo digerido, todo en masa, siguiendo esa
tendencia, sino que nos entregaron (o entregamos) además a tareas absurdas, trabajos de
8 horas diarias, 5 días a la semana, 11,5 meses al año por un sueldo, para después ser
empujados por la vorágine consumista y gastar el dinero (sea mucho o poco) en las
veleidades hedonistas del ofrecimiento circunscritos a lo conocido como mercado.

Levanto mi mano derecha y veo los débiles rayos de sol, al refulgir sobre mis delgados
dedos, formar la cabeza de un toro sobre mi palma. Elucubro cosas sin sentido, y pienso
en Poemas Humanos. Me propongo leerlo de nuevo. Vallejo, poeta universal. Ni todo el
dinero puede compensar finalmente las bagatelas que pienso en mi letargo de residuos
alcohólicos y creo que definitivamente un grupo de buenos amigos borrachos bien
podrían decir algunas verdades, pues falta que nos hace dentro de los espacios
gobernados por la sobriedad.

El amor hasta entonces se me había presentado en formatos de tragos dulces de un


pasable whisky (o ron o pisco, etc.), de camas decentes en moteles periféricos de no más
de 17 mil pesos las 4 horas (nunca el mismo motel, consejo de vida) y unos versos de
maravilla que se iban hilando en mi cabeza con la precisión de línea industrial y con la
garantía de un mal seguro de vida. Pensaba poco en la reproducción y en los temas
divinos, más bien creía en una armonía casuística elemental que se podía apreciar bien
desde la lectura de un verso hasta la conformación molecular, atómica y espacial de un
insecto. Mi cabeza no daba más y mi lentitud para pensar y espesa capacidad para
ahondar en temas, salir, flotar y volver a sumergirme en una variedad de conceptos y
razonamientos no podía detenerse. El celular se había apagado hace ya un momento:
rectángulo rojo, batería baja, decir que no a la opción de ahorro de energía y paf, adiós
capitalismo, adiós aparatito tecnológico.

Finalmente decidí leer un poco, me incliné por un libro de arte hiperrealista, pasé la
primera página y ahí la vi; pelirroja, de largo cuello y con unas curvas sutiles pero
soberbias. Los recuerdos golpean como caballos cabalgando y tras la manada de
equinos un fuego abrazador, unas llamas que pueden opacar al sol. Era ella,
vigesimocuarto.

Por el pasillo que da a la cocina pude escuchar unos débiles pasos:

- Buenos días princesa – me dijo con un tono burlesco, quizá emulando a algún
best seller en el cual vomité (metafísicamente) la noche anterior.
- Hola - dije en un tono impávido, como no creyendo aquella situación.
- Has dormido durante mucho tiempo y creo que ya es hora de comer. Tengo
hambre, no obstante, esperé a que salieras de tu dulce sueño. Por cierto, bonita
vista. Desde acá puedes ver incluso mi casa – Se acercó a la puerta e hizo un
gesto con su pulgar.
- ¿Eres real? – No podía entender mi estupefacción, hubiera deseado manejarme
mejor en estas cosas pero era imposible.

Se abalanzó sobre mí con su cuerpo en dos dimensiones y me besó. Pude sentir lo


inexistente de su espesor. Llevaba brillo en los labios, zapatos caros, falda roja, un
cabello que parecía inamovible incluso por los revolcones más calientes imaginables de
las películas. Era una mujer nacida capricho claro del capitalismo y de unos padres con
poco tino para hacer las cosas.

La mujer de dos dimensiones, preciosa y ostentosa de tal forma que yo no era capaz de
entender se quedó desde entonces en mi departamento. No entendía bien cómo
funcionaba eso, la podía ver escabullirse por rincones inhóspitos de perfil y me producía
un profundo miedo. La comida la atravesaba e iba a parar acaso a otra dimensión. No
había conocido jamás a alguien que hablará más de ropa, celebridades, conciertos,
nuevo maquillaje, gimnasios, joyas y toda esa actual forma de observar la vida. Por mi
parte, me quedaba abstraído por su innegable belleza mientras me explicaba, por
ejemplo, cómo funcionaba el mundo de la moda y como Lady Gaga había sido una
visionaria.

….

Un día desperté y ya habían pasado nueves meses desde que ella había entrado en mi
casa. Dormir no me significaba un problema, pues le pedía que se pusiera de costado y
era sumamente sencillo soportarla. Cuando hacíamos el amor el efecto era algo parecido
al de la comida. Jamás entendí y me negué incontables veces a meter mi lengua allá
abajo, pues una cosa es perder algo y la otra distinta perder la otra cosa. Se entiende a
envidiable perfección.

Teníamos fotos en Facebook, Instagram, cuentas de diversa índole que francamente


nunca terminé de entender; lo fotogénico de su rostro siempre me pareció alucinante, y
por sobre ese rasgo me parecía curiosa la forma en que su cuerpo al ser expuesto al
lente, era capaz de aparentar cierto fondo, una dimensión más.

Siempre recordaba la mañana en que ella se había colado en mi departamento y desde


su llegada, la noche había sido algo más suya que mía. Mis amigos no lo entendían, más
de alguna vez me ofrecieron dinero por probar una noche con ella, la mujer de dos
dimensiones. Yo, por mi parte me cuestionaba constantemente si ella sería la única
mujer bidimensional en el mundo, si ese fuese el caso no tendría ningún problema. Sin
embargo, su carácter era engreído y antojadizo, falto de autoestima, pues cuando se
suele conocer a una persona de esa índole de manera más profunda se cae en la cuenta
de que la plasticidad y superficialidad con la que actúan responden a un vacío de lo
trascendental; que en cierta medida no pueden explicar, ni explicarse pues las palabras
que deberían ocupar o el proceso lógico que se debe llevar a cabo para converger a
ciertas conclusiones no se les antoja en absoluto triviales. Yo la acompañaba en sus
salvajes ganas de comprarse el mundo, si eso fuera posible, y entonces caíamos en
constantes disputas porque, amigos míos, a mí el dinero no me sobraba y los ahorros
que había podido guardar (a mis no menores 34 años) se habían consumido en esos
meses alborotados y llenos de posters de modelos y revistas de modas que se
amontonaban por todos los rincones de mi casa. Terminé echando a Tolstoi de mi mesa
y quedó ahí arriba Vogue con sus modelos anoréxicas y sus tips dirigidos a mujeres para
“ser mejor en la cama”. Terminé interpretando esto como profundo amor. Pronto caí en
sus caprichos como un corderito manso y ya en la televisión tenía los realities, salíamos
por las noches a los bares de moda, tomábamos fotos de todo lo que hacíamos,
comíamos, bebíamos, veíamos. El mundo que conocí se iba desmoronando y por el
caminaba el nuevo mundo. Mi forma de vestir fue mutando conforme lo hacía el
maniquí de los escaparates de las grandes tiendas, mis gustos se volvieron de comida
refinada y empecé a escuchar pop hasta en la ducha. Mi casa si no era la catedral del
consumismo y cultura basura, de seguro era a lo menos una iglesia importante de estilo
medieval y con vitrales multicolores evocando a los Armani, Madonna, Calvin Klein,
etc, etc.

Al año de convivir, estábamos listos para casarnos. Me había convertido en un hombre


de mundo, en un hombre actual, a la moda, con ropa incómoda, cortes de pelo
prácticamente semanales. Era un tipo definitivamente a la moda y con todas las de la ley
abstracta que gobierna el mundo superficial. Debo admitir que me sentía bien, pensar
poco, vivir de apariencias, entré al gimnasio, de no tener cremas, mi baño pasó a tener
varias, de formas y colores extravagantes y algunas eran para los ojos, para las axilas,
etc. Todo muy al detalle, pues era inconcebible que algo se pueda arrugar en mi piel. La
vejez no es bienvenida en esta forma de vida.

Arreglamos nuestro matrimonio dentro de dos meses más, los cuáles se fueron volando
como se pasa el tiempo cuando lees Poemas Humanos. Habíamos organizado el
matrimonio de tal forma de asegurar que mi trabajo sería capaz de pagarlo en 10 años
más. Y, además, invitamos a las celebridades más faunescas del medio. Era la primera
boda entre seres que no pertenecen al mismo orden de dimensiones. Me veía feliz.
Asistiría la televisión, daba entrevistas casi a diario, por celular, Facebook, en vivo y
acaso telepáticamente de ser posible. Los medios nos adoraban y mi vida se remitía a lo
que pasaba en internet y en la televisión, ni más, ni menos.

El día antes de nuestro matrimonio, la chica de dos dimensiones me dijo con total
lucidez que había conocido a un tipo de una dimensión. Me pidió que me pusiera en su
lugar. Algo así: “Imagina el boom que será que me case con Donnie (tipo de una
dimensión), todos nos amarán y, además, siendo sincera no nos quedaba mucho tiempo.
Piensa que la boda es el final de todo el morbo periodístico y una vida de casada no está
hecha para mí. También, espero no te lo tomes a mal pero ya nos hemos acostado. Es un
tipo increíble en la cama”. Mi primera duda, bastante razonable (pienso ahora) fue que
cómo era posible eso de acostarse, de qué manera, qué forma, en definitiva nuevamente
había quedado sorprendido por esas cosas locas arrancadas de surrealidades perniciosas.
No pude hacer nada, ella se fue y me quedé en mi vigesimocuarto piso. Releí Poemas
Humanos frente al ventanal y al lado de mi triángulo isósceles.

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