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Preámbulo para la república

Juan Manuel de Prada

Nos duele tanto tener razón, cada vez que profetizamos calamidades! Dostoievski nos
advertía que los pueblos tradicionales, cuando son infectados por ideologías y costumbres
modernas, no reaccionan como vacas pastueñas, al estilo de los pueblos inanes que se
uncieron el yugo protestante, sino que se metamorfosean y revuelven furiosos, despedazando
aquello que antaño encumbraron. En los países uncidos al yugo protestante es posible
mantener monarquías de postal turística, con reyecillos de opereta que se dedican –Gómez
Dávila dixit– a «comprar el mayor número de objetos, hacer el mayor número de viajes y
copular el mayor número de veces», imitando las aspiraciones de cualquier demócrata. Pero
esta pantomima decadente no sirve para los países tradicionales, donde la monarquía sólo es
sostenible mientras sea –como afirmaba Pemán en estas mismas páginas, ejerciendo
también de profeta de calamidades– «de tipo tradicional, social y representativa»; pues
cualquier otra fórmula –advertía el gran escritor gaditano—tendrá inevitablemente
«sustancia republicana, incluida la propia monarquía liberal y parlamentaria, que entre
nosotros ya ha demostrado ser un principio de República». Y concluía Pemán: «Sospecho
que si alguien la defiende hoy en España es con intención –o al menos con riesgo grave– de
que sirve de puerta y preámbulo para la República. Es la monarquía de los republicanos».
Pemán sabía que la monarquía, en un país como España, no resulta viable si se somete a
«modernizaciones» que no hacen otra cosa sino desnaturalizarla. En una Tercera de 1972
afirmaba sin ambages que, en España, una monarquía «con replanteos dinásticos,
forzamientos dialécticos y toisones que sí que no, como la Parrala» estaba tan acabada como
una Iglesia «con interpretaciones sexuales de la pureza o el celibato y charlas de sacristía
volterianas». No han pasado ni cincuenta años y podemos comprobar que la profecía de
Pemán se ha cumplido implacablemente. Los españoles querían una Iglesia con latines y
curas trabucaires repartiendo sopapos y excomuniones, no una iglesita de guitarreo bobelas
y curánganos fofitos que hacen sociología barata; y antes que tragar con estas bazofias
prefieren hacerse ateos furibundos (o, como escribió Foxá, «católicos del revés»). Y lo
mismo sucede con la monarquía: los españoles no quieren «replanteos dinásticos» que
funden sangres que no pegan ni con cola, ni «forzamientos dialécticos» que tratan de
conciliar la monarquía con formas políticas que la repudian; y antes que tragar con un
sucedáneo de república coronada se hacen republicanos furibundos.

Los cortesanos aduladores incitan a los reyes a «comprar el mayor número de objetos, hacer
el mayor número de viajes y copular el mayor número de veces», para luego poder
manejarlos a su antojo; pero, tarde o temprano, estos relajos que los cortesanos fomentan se
vuelven contra la institución, al modo de un  boomerang (casi siempre lanzado, por cierto,
por los mismos que en otro tiempo los adularon). Pues, entretanto, el pueblo antaño
monárquico ya se ha tornado republicano. Escribía Castellani (¡otro profeta de calamidades!)
que el fundamento último de la monarquía se halla en la necesidad que los pueblos tienen de
Justicia (que es uno de los nombres de Dios), ante los atropellos del poder del Dinero. Y,
para «meter en pretina» el poder del Dinero, los pueblos «fabrican un hombre casi-como-
Dios y lo hacen gobernar en nombre de Dios». Pero, apartadas de Dios, las monarquías
pierden su sustento y su norte; y hasta pueden acabar entrampadas en las redes del Dinero.
En ese mismo instante nos hallamos ya en el preámbulo para la República; y sus heraldos
serán los mismos que ayer fueron cortesanos aduladores.

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