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1.

Algunos errores sobre la conciencia

Se pueden señalar fundamentalmente dos errores sobre la conciencia, que observamos a veces
entre la gente común, pero sobre todo defendidos por algunos filósofos e incluso teólogos.

(a) Sobre la naturaleza de la conciencia

El primer error consiste en entender la conciencia como una especie de facultad autónoma,
independientemente de la inteligencia. En realidad la conciencia es un acto y no una facultad. En
efecto, para explicar su función no hace falta suponer en el hombre una facultad distinta de la
inteligencia. Pablo VI, hablando de la conciencia psicológica ha dicho que “es una especie de
vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual,
la propia personalidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo” 1. La
conciencia moral es ese mismo conocerse pero respecto de la moralidad de esos actos: del bien y
del mal de nuestros actos pasados, presentes y futuros (los que planeamos). Las ideas de la
conciencia que divulgan en nuestro tiempo muchas corrientes inspiradas en la New Age, hacen de
la conciencia una especie de superfacultad, en algunos casos separada de todo hombre, concebida
a modo de “alma del mundo” o “conciencia cósmica” o “universal”, que ni es Dios ni nada que en
el fondo pueda definirse. Tampoco es exacta verla como hace Häring, tratando también de
hacerse eco de la visión “holistica” en la que tanto insiste la New Age: “Habita tanto en el
entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en ambos, ya que la inteligencia y la
voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de nuestra vida psíquica y espiritual” 2.

(b) Conciencia creadora

Un segundo desacierto es atribuir a la conciencia la función de crear los valores morales, es decir,
el determinar lo que está bien y lo que está mal. Advertía Juan Pablo II contra este equívoco: “Las
tendencias culturales… que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo
idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de
la posición tradicional de la Iglesia y de su magisterio” 3.

Lamentablemente, el Pontífice no hablaba de corrientes ajenas a la Iglesia sino de posiciones


enseñadas por moralistas “católicos”. Por ejemplo, B. Häring habla de la “cualidad creativa de la
conciencia”, como algo superior a lo que él llama conocimiento abstracto y sistemático 4. Esto,
traducido en lenguaje comprensible para los “no iniciados” significa lisa y llanamente que es el
hombre quien en última instancia debe decidir cómo obrar en cada circunstancia concreta,
sirviéndose sólo de modo ilustrativo de cuanto enseña la filosofía, la tradición, el magisterio y el
mismo evangelio, etc. De este modo, un acto o comportamiento sería bueno si ha sido decidido
“en conciencia”; pero la expresión “en conciencia” no significa aquí, como para la sana tradición
filosófica, “después de haber visto qué es lo que Dios quiere (lo que muchas veces ya está
expresado en sus mandamientos, en la revelación y en el magisterio auténtico de la Iglesia) y la
naturaleza de las cosas exige” sino solamente en una especie de “resolución prometeica”: pura
determinación de la voluntad del individuo en contra (o al menos, con total independencia) del
querer de Dios y de la naturaleza de las cosas. Juan Pablo II ha notado en su encíclicaVeritatis
splendor que a esto responde el mismo cambio de lenguaje que se ha operado entre la gente
común: a los actos de la conciencia no se los llama ya “juicios” sino “decisiones” 5; en efecto, el
juicio implica una comparación respecto de una norma (se juzga si algo está bien o mal, según que
se adapte o no con una norma superior); en la decisión, en cambio, soy yo quien sentencia el valor
que tendrán las acciones. Esta concepción, lastimosamente, quiebra la función de la inteligencia
como “lugar” donde el hombre encuentra la luz de Dios que ilumina su obrar 6.

De aquí se sigue que, cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide, con frecuencia, no
es respeto por aquello que vemos sinceramente que Dios (a través de las vías que tiene para
mostrar su voluntad al hombre: naturaleza, revelación, magisterio) quiere de nosotros, sino el
“derecho” de decidir lo que a cada uno le parece bien, y obrar en consecuencia. Muy semejante a
la tentación del Paraíso: el pecado de Adán y Eva —a tenor del relato bíblico— consistió en el
querer determinar por su propia cuenta el bien y el mal de sus actos, sin importarle la voluntad
objetiva de Dios.

(c) La conciencia, último juez absoluto

Un tercer error que podemos señalar es el de quienes hacen de la conciencia el último juez
absoluto. Es la consecuencia lógica del error anterior. Si la verdad objetiva (natural o revelada)
juega un papel fundamental en la determinación de lo que está bien y de lo que está mal,
entonces el último juez es la verdad objetiva, y nuestra conciencia debe, ante todo, buscar y
descubrir esa verdad y adecuarse con ella. Pero si no es así; si nuestra conciencia es independiente
de la realidad objetiva de las cosas y de las leyes divinas y humanas, entonces, cada uno de
nosotros es su propio juez. En filosofía esto se denomina “justificación absoluta de la conciencia
errónea”. Lo cual se dice pronto y fácilmente, pero ¿quién es capaz de medir las consecuencias de
esta falsificación de las ideas? Recomiendo vivamente la lectura de la novela de Dostoievski
“Crimen y castigo” para ver cuáles son los finales de tales principios. Si no se puede acceder a esta
obra, puede tenerse una visión aproximada leyendo la crónica policial de cualquiera de los diarios
de esta mañana. Después nos quejamos cuando escuchamos al machista que justifica su crimen
diciendo “la maté porque era mía”. Este no es más que un caso de “conciencia-juez supremo” (uno
de todos los que día a día elaboran las mentes de personas que no pasan por malevos sino por
honrados ciudadanos… de este mundo).

Así y todo, esto es lo que enseña, por ejemplo, el ya citado Häring, cuando escribe que, en caso de
conflicto entre la razón humana (que es falible, recordamos nosotros) y las leyes divinas (que son
infalibles, recordamos nuevamente nosotros) … ¡hay que dar el privilegio a la razón humana! 7

A propósito de una discusión sobre el tema, y ante alguno que defendía posiciones semejantes a la
que aquí trascribimos (por supuesto, siempre en el campo abstracto de los principios donde las
consecuencias últimas quedan desdibujadas por las nubes de las alturas especulativas), escribió el
entonces Cardenal Ratzinger en un hermoso discurso (sugestivamente titulado “Elogio de la
conciencia”): “Una persona objetó a esta tesis que, si esto tenía valor universal, entonces
quedarían justificados incluso los miembros de las S.S. nazistas, a quienes tendríamos que buscar
en el Paraíso. Porque estos, en efecto, realizaron sus atrocidades con fanática convicción y
también con una absoluta certeza de conciencia. A esto, el otro respondió con la mayor
naturalidad que las cosas eran precisamente así: no hay ninguna duda que Hitler y sus cómplices,
que estaban profundamente convencidos de su causa, no hubieran podido obrar de otro modo y
que, por tanto, aunque sus acciones hayan sido objetivamente espantosas, ellos, en el plano
subjetivo, se comportaron moralmente bien. Desde el momento en que siguieron su conciencia —
aun cuando estuviese deformada— se debería reconocer que su comportamiento era para ellos
moral y, por tanto, no se podría dudar de su salvación eterna. Después de tal conversación quedé
absolutamente seguro que había algo que no cuadraba en esta teoría del poder justificativo de la
conciencia subjetiva; en otras palabras: quedé convencido que lo que lleva a tal conclusión debía
ser una falsa concepción de la conciencia. Una convicción firme y subjetiva y la consiguiente
ausencia de dudas y escrúpulos no justifican para nada al hombre” 8. Por algo Juan Pablo II afirmó
que “hablar de la inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones, conlleva el
riesgo de graves errores” 9.

2. La auténtica concepción sobre la conciencia

El Concilio Vaticano II describió la conciencia como “el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”10. Decíamos
más arriba que por “conciencia” (moral) no designamos otra cosa que el juicio moral de nuestra
inteligencia sobre nuestros propios actos (presentes, pasados y futuros). Esto es posible porque se
da en nosotros no sólo una conciencia psicológica de nuestro obrar (o sea, autopercepción de
nuestros propios actos: yo sé lo que he hecho, lo que estoy haciendo y lo que proyecto hacer en el
futuro) sino también un conocimiento de los principios fundamentales del bien y del mal (de la
moral): “llevamos dentro de nosotros mismos —ha dicho el Cardenal Ratzinger— nuestra verdad,
porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad” 11. Esto nos permite captar la
armonía o el desacuerdo de nuestros actos con esos principios morales que advertimos como
universales y superiores a nosotros. San Pablo, al hablar de los paganos, ha escrito:cuando los
paganos, que no tienen ley  [es decir ley revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la
ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley
escrita en su corazón (Ro 2,14). Esto explica la percepción de determinados comportamientos
como abominables en cualquier cultura, época o nivel de civilización, como la traición a la patria,
el filicidio, el homicidio del inocente, etc. Cada vez que obramos percibimos la conformidad o
desajuste de nuestros actos con esa ley sobre el bien y el mal escrita en nuestro corazón (como lo
atestiguan los remordimientos de los malos y la serenidad de conciencia de los buenos). Por eso, la
conciencia moral es la inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí
mismo, pero a la cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón” 12.

De este modo, la conciencia, cumple un triple oficio: es testigo de lo que estamos haciendo o
hemos hecho, de la bondad o malicia de lo que obramos o hemos obrado (cf. 2Co 1,12; Ro 9,1); es
juez (aunque no supremo), porque nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena
(remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando mal; y es pedagogo al
descubrirnos e indicarnos el camino del buen obrar 13. Como decía san Buenaventura: “La
conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma,
sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y
de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” 14.

3. Dos corolarios fundamentales

Yo señalaría dos temas importantísimos que deben tenerse en cuenta sobre la realidad de la
conciencia: su relación con la verdad y el problema del error.

(a) La conciencia y la verdad


Con muy buen tino un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de la función mediadora de la
conciencia. ¿Qué significa esto? Quiere decir que la conciencia no es la instancia absoluta del bien
y del mal en nuestros actos, sino que hay algo que está por encima de ella, y que sí merece el
título de referencia moral última. Por eso, los antiguos decían que la conciencia era «regula
regulata»: regla reglada; algo así como “regla medida”. Ella debe guiar nuestros actos, pero a
condición de que ella misma se deje guiar, se con-forme, con algo que superior a sí misma. Eso
superior es la verdad objetiva, que se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta, y en la
misma esencia de las creaturas, como verdad participada.

Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro deportivo. Los jugadores deben
atenerse a él y a sus decisiones, pero él juzga bien de un partido en la medida que aplique
correctamente el reglamento y no distorsione la realidad según sus gustos, intereses o ganancias
personales. A veces uno escucha: “es un referí bombero 15; sólo le pedimos que cobre lo que hay
que cobrar”. El sentido común entiende que siempre hay un“lo que” (una relación objetiva) con lo
que hay que ajustarse para estar en la verdad. Muchos tienen una conciencia bombera, pero como
“cobra” a favor de nosotros (y en contra de la verdad) “no levantamos la perdiz” 16.

Así nuestra conciencia es árbitro de nuestros actos, pero sobreentendiendo que hay un
Reglamento superior a ella; por tanto ella guía bien en la medida en que es fiel al reglamento de la
verdad. La dignidad de la conciencia proviene de que nos hace de puente, intermediario, con esa
verdad que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra naturaleza y
corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Es por eso que la Sagrada Escritura insiste
constantemente que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo a la verdad: No os acomodéis
al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma
que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Ro 12, 2).

(b) La falibilidad de la conciencia

El segundo tema que hay que tener en cuenta es la realidad de que la conciencia a veces se
equivoca, puede fallar. “Ella, dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” 17. Es un acto de nuestra
inteligencia, la cual es creada, finita, falible, herida e influenciable.

Hay afirmaciones que son puramente abstractas o especulativas y que, por tanto, no nos
comprometen en absoluto (mi vida difícilmente se encuentre en una encrucijada por declarar
cosas como “hoy es un día pintoresco” o “pi es la decimosexta letra del alfabeto griego”). Pero hay
otras que comprometen seriamente nuestra conducta (como reconocer que “nadie puede salvarse
si muere en el estado en que yo me encuentro en este momento” o “en un peligro como el que se
nos viene encima, un hombre honrado debe jugarse el pellejo”); estos son “juicios prácticos” que
exigen de nosotros actitudes correspondientes, sacrificios, heroísmos o simplemente “obrar de
modo consecuente”. Y como no todos están dispuestos a cambiar situaciones que hay que
cambiar, a afrontar riesgos que hay que afrontar, a mantenerse firmes a pesar de las desventuras
que puedan venir cuando la verdad lo exige, ocurre que los gustos, miedos, hábitos, comodidades,
oportunismo, cobardía, flaqueza de ánimo o ruindad, interfieren sobre nuestra conciencia para
“matizar”, “acomodar”, “ahogar, “amordazar” o “cauterizar” la conciencia. De allí que no siempre
ésta pueda juzgar libre de prejuicios e influencias. Y por eso, tantas veces yerra o juzga
tuertamente.
Pero cuando la conciencia juzga erróneamente —apartándose de la verdad— pierde su dignidad.
Sólo hay un caso en que la conciencia, aún en el error, mantiene accidentalmente cierta dignidad:
cuando yerra involuntariamente y es absolutamente incapaz de salir del error porque ni siquiera
sospecha que está en el error. Esto es lo que los moralistas llaman “error invencible”. Ocurre
cuando buscando decididamente la verdad cree encontrarla donde la verdad no está y la persona
no puede percibir su error por ningún medio. En estos casos, la conciencia
es subjetivamente inocente y nos desliga de toda responsabilidad. Pero esto no ocurre siempre tan
limpiamente. No es el caso de los que no aman la verdad, ni se preocupan de ella; no es tampoco
el caso de los que desprecian el consejo de los sabios y prudentes, y, en nuestra condición de
católicos, no es el caso de quienes desprecian la enseñanza autorizada del magisterio de la Iglesia.
Juan Pablo II, hablando de los teólogos que enseñaron (y enseñan) que se puede seguir la propia
conciencia aún después de haberse enterado que el magisterio, en este o aquel punto concreto,
enseña lo contrario de nuestro propio parecer, afirma con particular dureza: ¡“esta negación hace
vana la cruz de Cristo”! 18; porque precisamente “…el magisterio de la Iglesia ha sido instituido
por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”19. El magisterio no es una opinión más sino una de
las fuentes donde debemos iluminar la conciencia. De ahí que nos deban interpelar agudamente
aquellas palabras de un documento sobre la función del teólogo en la Iglesia: “Oponer al
magisterio de la Iglesia un magisterio supremo de la conciencia es admitir el principio del libre
examen, incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como
con una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo” 20. O sea: es mala teología
y equivale a renovar el error de los reformadores protestantes.

Por eso, citando nuevamente a Juan Pablo II, debemos decir que “no es suficiente decir al hombre
‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu
conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera
esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora
de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien” 21.

4. La educación de la conciencia

Esto nos lleva al último punto: la necesidad de educar nuestra conciencia para que nuestros juicios
sean siempre veraces 22. Para esto son necesarias dos cosas.

Ante todo, vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestras
pasiones no fuercen nuestra conciencia para “justificar” los comportamientos defectuosos o los
pecados que no queremos reconocer.

Y en segundo lugar, debemos iluminar (instruir) nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad.
Y esto se hace mediante la fe, la meditación de la Palabra de Dios y el estudio de la enseñanza del
magisterio de la Iglesia. Vale para todos lo que Juan Pablo II mandaba a los Obispos de Francia:
“Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es
malo” 23. ¿Se va a exceptuar un laico católico de esta obligación por el hecho de no ser pastor de
nadie? Sólo si uno ha puesto todos los medios para que su conciencia sea recta (estudio, búsqueda
de la verdad, oración) puede honestamente tener la certeza moral de que es un hombre o una
mujer de conciencia y que obra en conciencia. Si se equivoca, después de poner tales medios, no
sería culpable. Pero sólo después de poner tales medios y no antes.
*   *   *

El 6 de julio de 1535 quien fuera Canciller del Reino de Inglaterra fue decapitado por orden del
Rey. Perpetró el crimen (políticamente) imperdonable de no aceptar la nulidad del matrimonio del
monarca con su primera (y única verdadera) esposa, el cual, objetivamente no era nulo. Tuvo en
sus manos la llave de la vida: decir lo que el rey quería que dijese. Rechazó una llave que para él
exigía un precio impagable. Y por eso Tomás Moro fue decapitado; pero antes de morir pudo
escribir a su hija: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las
riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia”.
¡Cuántas cabezas en nuestros días viajan cómodamente sobre sus hombros, porque dentro de
ellas ya no pilotea una conciencia inmaculada!

P. Miguel A. Fuentes, IVE

___________________

1 Pablo VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilía en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965.


2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I, 244-245.
3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.
4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una teología moral que intente afirmar la
fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión.
Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a
numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria
y derivada de conocimiento” (Ibídem).
5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.
6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en
discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia crea-
dora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa
voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es,
efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón
creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha sido creado…” (Juan
Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de
noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).
7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de (…) ley humana
positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun
a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la
libertad «posee» sobre la ley” (B. Häring, La Ley  de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225). La
aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es falible como también
nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni para la ley natural (que es ley divina) que
es infalible y divina (y, por tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley).
Es una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una infalible, no puedo
pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.
8 J.  Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo 1991.
9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de
noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4.
10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3, concl.
15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente a
alguien.
16 Levantar la perdiz = alertar.
17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.
18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la anticoncepción como gravemente
ilícita (contenida en la Humanae  vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del
Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión” (Discurso a los
participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988,
L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).
19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo,
24/V/1990, nº 38.
21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.
23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.

1. La conciencia moral es susceptible de un continuo progreso. Pero hemos de


decir que la educación de la conciencia es la más difícil de las artes. No todos
reciben de la naturaleza idéntica disposición para el recto juicio: porque
mientras en algunos es más fácil, otros son más tardos en apreciar todos los
aspectos éticos del acto y su relación con las diversas normas de la moral. A
esto se añaden las enfermedades del espíritu, la ignorancia, los prejuicios, los
hábitos y las pasiones, que pueden fácilmente plegar la mente para que juzgue
el valor ético de una determinada acción en conformidad con sus propios
intereses.
2. La rectitud del juicio de la conciencia (en lo que consiste una conciencia
educada) implica un conocimiento exacto de la ley y la sabia aplicación de la
misma a la acción concreta. A esto, por lo tanto, debe mirar la educación,
mediante:
a) el estudio amoroso de la verdad y de la ley, considerada no como carga, sino
como camino trazado ya ante nosotros; debemos ilustrar, iluminar nuestra
conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la Fe, la
Palabra de Dios y la enseñanza clara de la Iglesia. Dicho, de otro modo,
debemos ser fieles a la verdad. Vale para todo cristiano, lo que el Papa
mandaba a los Obispos de Francia: ‘Los Pastores deben formar las conciencias
llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo’. No puede estar
seguro de que está obrando con una conciencia recta, con honestidad de
conciencia, cuando ha puesto todos los medios para que ésta sea recta. Esto
vale particularmente para los temas delicados de nuestra vida moral y
espiritual, y especialmente aquellos aquellos sobre los que tenemos dudas.
Aquí se ve, finalmente, el motivo por el cual no puede haber divergencia entre
la Enseñanza de la Iglesia y la conciencia del cristiano. Porque el Magisterio no
es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos iluminar la
conciencia. Un decreto sobre la función del teólogo ha dicho estas palabras
que nos deben hacer pensar seriamente: ‘Oponer al magisterio de la Iglesia un
magisterio supremo de la conciencia es admitir el principio del libre examen,
incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la
Iglesia, así como con una concepción correcta de la teología y de la función del
teólogo’. El Papa ha dicho: ‘…el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por
Cristo el Señor para iluminar la conciencia’. Y en la Veritatis Splendor dice: [VS,
64].
b) el hábito de reflexionar antes de obrar;
c) el ejercicio de las virtudes que nos dan un conocimiento experimental
mucho más eficaz que el doctrinal; sólo la virtud puede garantizarnos que
nuestra conciencia no quiera ‘justificar’ nuestros comportamiento defectuosos
o nuestros pecados.
d) la impetración y uso de los dones sobrenaturales, de los cuales la prudencia
cristiana, moderadora de la actividad sobrenatural, debe recibir continuo
alimento.
3. Finalmente, dos son, sobre todo, las enfermedades que pueden afectar
habitualmente a la conciencia en sus juicios: el laxismo y el escrúpulo. Éstos
constituyen respectivamente la degeneración del error y de la duda. El hombre
de conciencia laxa tiende a subestimar la inmoralidad de algunas acciones y la
responsabilidad de sus actos. Hábito éste que no puede ser vencido sino
mediante el hábito contrario, adquirido gradualmente por un diligente examen
de las dudas que se presentan, un amor más sincero de la verdad y del deber,
una docilidad más obsequiosa al confesor y una más severa valoración de las
acciones propias. El escrúpulo, entendido no como fenómeno esporádico, sino
como hábito morboso del espíritu, puede definirse: la obsesión de la duda en
el campo moral. En efecto, presenta los caracteres de la idea obsesiva y es
como ella lúcido, irresistible, angustioso, persistente, a pesar de que el mismo
paciente lo reconoce irrazonable. El escrúpulo ha de ser curado con remedios
oportunos.

ARTÍCULO 6
LA CONCIENCIA MORAL

1776 “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo,
sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón,
llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal [...]. El hombre tiene una ley inscrita
por Dios en su corazón [...]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).

I. El dictamen de la conciencia

1777 Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el


momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas
aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la
autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente
atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral,
puede oír a Dios que le habla.

1778 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la
cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que
dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante
el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa
responsabilidad y deber, temor y esperanza [...] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el
mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos
gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique
Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

1779 Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su
conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa
con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

«Retorna a tu conciencia, interrógala. [...] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis
mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9).

1780 La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La


conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su
aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de
los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han
realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y
concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige
conforme a este dictamen o juicio.

1781 La conciencia hace posible asumir  la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre
comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del
bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de
conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta
cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud
que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

«Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia,
pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 19-20).

1782 El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar


personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se
le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

II. La formación de la conciencia

1783 Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es
recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la
sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos
a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las
enseñanzas autorizadas.

1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta
al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una
educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los
insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la
debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la
paz del corazón.

1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso


que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que
examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones
del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza
autorizada de la Iglesia (cf DH 14).

III. Decidir en conciencia

1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de


acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro,
y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de
Dios expresada en la ley divina.
1788 Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de
los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda
del Espíritu Santo y de sus dones.

1789 En todos los casos son aplicables algunas reglas:

— Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. 

— La “regla de oro”: “Todo [...] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también
vosotros” (Mt 7,12; cf  Lc 6, 31; Tb 4, 15).

— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: “Pecando así
contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia..., pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno
es [...] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rm 14, 21).

IV. El juicio erróneo

1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase
deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia
moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos
proyectados o ya cometidos.

1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede
“cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del
pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal
que comete.

1792 El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la


servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el
rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden
conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del
sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un
mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de
sus errores.

1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al
mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3,
9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).

«Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se
apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad»
(GS 16). 

Resumen

1795  “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios,
cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS  16).
1796 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad
moral de un acto concreto.

1797 Para el hombre que ha cometido el mal, el veredicto de su conciencia constituye una garantía
de conversión y de esperanza.

1798 Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme
al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. Cada cual debe poner los medios para
formar su conciencia.

1799 Ante una decisión moral, la conciencia puede formar un juicio recto de acuerdo con la razón y
la ley divina o, al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1800 El ser humano debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia.

1801 La conciencia moral puede permanecer en la ignorancia o formar juicios erróneos. Estas
ignorancias y estos errores no están siempre exentos de culpabilidad.

1802 La Palabra de Dios es una luz para nuestros pasos. Es preciso que la asimilemos en la fe y en
la oración, y la pongamos en práctica. Así se forma la conciencia moral.

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