Está en la página 1de 9

Tras 250 años de su nacimiento

Beethoven: el maestro de la dificultad

Laura Camila Arévalo Domínguez

Antes de que cumpliera 30 años, Beethoven se quedó sordo. Su forma de


afrontar los cambios, el silencio sobre su enfermedad y las transformaciones
en su carácter moldearon al compositor, quien para muchos no habría sido lo
que fue sin las limitaciones que padeció.

Ludwig van Beethoven falleció el 26 de marzo de 1827, en Viena. / Joseph


Karl Stieler

“Me apoderaré del destino agarrándolo por el cuello. No me dominará”, dijo


Beethoven, y así lo cumplió hasta la madrugada en la que murió, pero que
esperaba revertir con unas cuantas cirugías que lo esperaban para intentar
alargarle la vida. Eso fue lo único que no pudo evitar: la muerte. De resto, ni
su sordera, limitación que hubiese sido el justificado final para cualquier
compositor, le bloqueó las ambiciones: ser el músico más aclamado de su
época. Y no solo logró ser el de su tiempo. Hoy, 250 años después, seguimos
rendidos ante un Beethoven que se sabía único y superior, inclusive ante la
realeza: “Usted es príncipe por azar, por nacimiento; en cuanto a mí, yo soy
por mí mismo. Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay
uno”. Así se lo dijo al príncipe Lichnowsky, su mecenas, quien en alguna
ocasión le ordenó que se sentara al piano.

Nació en una familia de artistas, así que su formación comenzó a los cinco
años. Recibía clases, aprendía rápido y practicaba constantemente, pero lo
que realmente impresionaba a los que lo miraban fue el tiempo en el que
duraba recostado en el piano fantaseando y tecleando con lo poco que sabía
siendo un niño. Desde esos días reconoció, gracias a los demás, pero sobre
todo a su olfato, que tenía un talento excepcional, una habilidad rara y
poderosa con la que podría eternizarse.

A pesar de que su carrera como músico y compositor comenzó muy rápido,


los veintes eran también para él la edad en la que los conocimientos se
fortalecían y los caminos se encarrilaban. Su exploración por estos años fue
angustiante: no tenía treinta y ya comenzaba a darse cuenta de que sus oídos
estaban fallando. “Mi audición en los últimos dos años es cada día más
pobre; los ruidos en los oídos se hacen permanentes y ya en el teatro tengo
que colocarme muy cerca de la orquesta para entender el autor. Si estoy
retirado, no oigo los tonos altos de los instrumentos. A veces puedo entender
los tonos graves de la conversación, pero no entiendo las palabras. Mis oídos
son un muro a través del cual no puedo entablar ninguna conversación con
los hombres”, le contó a su amigo violinista, Carl Ameda, según el libro de
Yolanda Pinto, “Viviendo con Ludwig”.

Lejos de ser una molestia pasajera como esas que se sienten de repente, que
asustan un poco por el dolor o la incomodidad y se van sin aviso, los oídos de
Beethoven cada vez estaban peor. Cada día oía menos y eso lo fue
enfureciendo más. Su problema, que intentó resolver por todos los medios,
con todas las herramientas y tratamientos- muchos dolorosísimos- que le
sugirieron los médicos, lo mantuvo en secreto mientras pudo: se expuso
como un tipo ausente, huraño y obsesionado con su trabajo, un rasgo que no
fue falso, pero que reforzó aún más a pesar de que en ocasiones anhelaba
compañía. Beethoven no siempre fue un asocial: a su fama y a sus
patrocinadores los cultivó desde muy joven deslizándose en medio de una
aristocracia a la que él creía que pertenecía.

Se quiso suicidar. Después de darse cuenta de que ningún tratamiento, ni


ningún estilo de trompetilla o corneta, ni la cercanía a los músicos, ni mucho
menos al piano servirían para que sus oídos funcionaran, entró en una
depresión de la que salió por orgullo: a pesar de su sordera, su sueño de que
lo compararan con Mozart no se había desgastado. Aun así, escribió su
testamento a los 31 años y acusó a los que conoció de injustos. Pidió que se
le leyera con compresión y que, además, sus peticiones se publicaran para
que “el mundo se reconciliara con él”. Aunque murió a los 56 años ya
sospechaba que tendría una vida solitaria y llena de dolencias.

Durante los ensayos de la Ópera Fidelio, en noviembre de 1814, Beethoven


hizo que sus músicos ensayaran y ensayaran y ensayaran. No paraba ni
mostraba intención de que se detuvieran pronto. Lo veían mover la batuta
sin descanso y se dieron cuenta de que nada de lo que tocaban atravesaba
sus oídos. No escuchaba. Motivados por un agotamiento desconocido que ya
los acercaba al desespero, le escribieron una nota: “No continúe con esto,
por favor”. La leyó, el color que tenía gracias al esfuerzo de sus brazos y la
excitación por el momento se esfumó inmediatamente y salió del auditorio
dando un portazo. Una de las tantas veces en las que dejó salir su cólera, la
cara más visible de su temperamento. La otra era la de un tipo con sentido
del humor y algo de nobleza, pero seguramente surgía en los pequeños
momentos en los que olvidaba que se quedaría sordo o que ya lo estaba.

Era irascible. Sus brotes de furia salían sin aviso, así que los que lo rodeaban
vivían con una especie de alerta continua, de miedo a la explosión repentina
del maestro que, por genio, estaba convencido de poder lanzar sus
frustraciones hacia el que estuviera en frente. Se sentía perseguido, así que
se mudaba continuamente y el sol, el frío, el ruido, el silencio, la belleza o la
fealdad lo desencajaban.

Sus trabajos finales casi que son incomprensibles. Ya estaba sordo, así que el
ensimismamiento fue radical: se encerró literalmente, pero también
emocional e intelectualmente. No podía oír, pero el lenguaje musical estaba
más que claro en su cabeza, así que se decidió a escribir lo que quería.
Después de todo, ya había perdido mucho. Desechó las ambiciones por
complacer y se dedicó a satisfacer su necesidad de gobernar las notas y las
melodías que de su cabeza saldrían. Hoy siguen siendo composiciones
insuperables y adelantadísimas a cualquier tiempo: nadie lo ha igualado. Hay
una opinión en la que muchos coinciden: si Beethoven no hubiese quedado
sordo, no habría sido Beethoven.

Beethoven: “El sentimiento es la palanca de todo lo grande”

María José Noriega Ramírez

Las dos grandes pasiones de Beethoven fueron el arte y el honor. A su


parecer, lo bueno y lo bello iban de la mano, así como la virtud era una
condición necesaria para todo artista. No en vano, en uno de sus cuadernos
de conversaciones, escribió: “La ley moral en nosotros, el cielo estrellado
sobre nuestras cabezas”.

Edouard Herriot, en su libro La vida de Beethoven, escribió que el compositor


alemán creó la cavatina del cuarteto XIII casi entre lágrimas, a unos cuantos
años antes de morir, con la intención de alcanzar su ideal de vida. Y es que
Beethoven es recordado no solo por ser un devoto del arte, sino también por
ser alguien que buscó la perfección moral. Lo dijo el compositor bohemio
Tomaschek, que lo escuchó en Praga en 1798, al afirmar que la genialidad del
alemán no se “impone por su ciencia de la ‘armonía, del contrapunto o de la
euritmia’. Sus méritos son diferentes. Se distingue de Mozart o de Haydn por
otros dones: por la originalidad con la que traduce un carácter sensible, pero
independiente, brusco y casi salvaje”. De ahí que sus melodías se consideren
como “emocionantes” y sus armonías como “deslumbradoras”, pues la
expresión de los sentimientos fue el norte de su quehacer musical.

Como músico lírico, Beethoven se formó en Viena, una ciudad en la que se


respiraba música todo el tiempo: se presentaban óperas en la Puerta de
Carintia y en el An der Wien, había conciertos para los dilettanti, el
emperador Francisco tocaba el violín, así como la emperatriz María Teresa
cantaba, y la música de Mozart se escuchaba por los rincones. Luego de
haber hecho una presentación en Oxford, su viaje a Londres lo ayudó a
consolidar una imagen de autoridad ante los vieneses. Es más, se dice que
Beethoven llegó a Viena “por Haydn y para Haydn”, su primer maestro; y
Gluck, quien hizo de la ciudad austriaca su escenario, “ofreció a Beethoven el
ejemplo del retorno a las fuentes tradicionales de la inspiración: la
naturaleza, la pasión. Y le dio un consejo: la sencillez”. Precisamente este
último compositor imprimió en las oberturas de Leonora y de Coriolano un
sello antes desconocido: “Traducir el dolor en sus formas más punzantes,
concentrar sus medios de expresión en sentimientos simples y profundos,
asociar la orquesta a la versión de un lirismo sinceramente humano (…), y dar
al canto la nobleza y la pureza de la poesía”. Así, el valor detrás de las obras
de Beethoven no está en el entretenimiento musical, sino en la inspiración
que hay detrás de ellas. “Lloraba y reía Beethoven; pero, a través de sus
emociones y de sus desfallecimientos, encontraba su salvaguarda en su amor
por el arte, al cual había decidido sacrificarlo todo”.

Orientando su música hacia las preocupaciones del espíritu, Beethoven leyó y


discutió a Aristóteles, Eurípides, Homero, Plutarco, Shakespeare y Klopstock.
Del dramaturgo británico, sobre todo, aprendió “a ensanchar los estrechos
dominios de la poesía, mezclando al drama la fantasmagoría, asociando a los
hechos de los seres humanos todos los seres y todas las cosas”; y del escritor
alemán, por su parte, “le agradó el humor altivo, su apego a la justicia y a la
igualdad, su pasión por la soledad”. Pero, quizá, por encima de ellos estuvo
Goethe. Este último, amigo de Karl Friederich Zelter, quien fue su consejero
musical y, además, admirador de Beethoven, fue digno de su veneración.
“¡Qué influencia tuvo sobre mí!, le dijo Beethoven a Friederich Rochlitz (…).
Ningún poeta admite la música tan bien como él”.

Beethoven, según lo describe Herriot en su libro, fue un hombre de


contrastes, pero, sobre todo, alguien que disfrutó del humor, de la soledad,
de la lectura y del campo. Sus conversaciones estaban llenas de sarcasmos y
paradojas, y en medio de los silencios se permitía hacer unas pausas para
soñar. Nunca le importó el qué dirán. Quienes lo vieron al final de su vida
aseguraron que caminaba con una libreta de música dentro de los bolsillos de
su frac, aunque se ensancharan, así como con un cuaderno de conversación y
un tubo acústico. Sus dos grandes pasiones fueron el arte y el honor. A su
parecer, lo bueno y lo bello iban de la mano, así como la virtud era una
condición necesaria para todo artista. No en vano, en uno de sus cuadernos
de conversaciones, escribió: “La ley moral en nosotros, el cielo estrellado
sobre nuestras cabezas”. Herriot agrega: “Él se arrebataba, se dejaba
arrastrar por su sentimiento, quebrantaba el piano, daba al auditorio la
impresión de una catarata que se escapaba, o de un alud que rodaba, pero
en los pasajes melancólicos apagaba los sones, languidecía los acordes y
hacía subir los himnos como vapores de incienso”.

Beethoven confiaba en la bondad de las personas. Él mismo admitió que


“donde encuentro personas buenas, allí está mi hogar”. De ahí se entiende su
constante preocupación por la perfección espiritual y que el origen de ella no
sea otro distinto al de un amor por la humanidad, pues el sentimiento, a su
parecer, “es la palanca de todo lo grande”. Herriot añade: “Sabemos que
jamás consintió en desdoblar su ser, en disociar su amor por el arte y su culto
a la virtud. Aunque no invocaba la virtud frecuentemente, pensaba en ella.
Beethoven había colocado por encima de todo el deber”.

Tras 250 años de su nacimiento

Beethoven y Napoleón Bonaparte

Fernando Araújo Vélez

Un día como hoy, 250 años atrás, nació en Bonn Ludwig van Beethoven, el
hombre que, en palabras de Joseph Haydn, transformó la historia de la
música.
Ludwig van Beethoven nació el 16 de diciembre de 1770. / Ilustración Tania
Bernal.

Por aquellos tiempos, 1803, y a los 33 años, Ludwig van Beethoven aún no
era un inmortal. Se debatía entre los intereses humanos, alguna que otra
conveniencia, su orgullo, hijo de sus inseguridades y de sus dolencias, y la
música. Quería que el mundo se rindiera a sus pies, como lo había hecho en
París con Napoleón Bonaparte, por ejemplo, de quien dijo que era un
hombre en mayúsculas por su disciplina, su férrea voluntad y su inteligencia.
Un hombre, en fin, nada más que un hombre, de origen humilde, como él,
que había sido capaz de superar todos los obstáculos del mundo para
convertirse en el hombre fundamental del Estado francés luego de la
Revolución de 1789. Quería, también, en lo posible, conocerlo, y entre
aquella admiración, y su orgullo, y sus deseos porque Europa lo reconociera
como el músico más valioso de su época, decidió organizar un viaje a París.

Mientras cuadraba detalles, escribía cartas, seleccionaba algunas de sus


obras, como sus primeras dos Sinfonías, recordaba que en 1801 la condesa
Von Kielmansegge le había pedido que escribiera una sonata para Napoleón
Bonaparte y la Revolución Francesa, pero él no lo había hecho, en parte
porque estaba aguardando a que se sucedieran los acontecimientos, en parte
porque le había molestado que Napoleón hubiera firmado un concordado
con el Vaticano. “¿Qué diablos les pasa señores, están todos locos?,
proponerme a mí hacer esa sonata; si hubiera sido en la época de la fiebre
revolucionaria vaya y pase, pero ahora que todo vuelve a los viejos carriles,
Buonaparte firmando un concordato con el papa, ¿una sonata así?, como si
fuera una missa pro sancta maria a tre vocis o una víspera etcétera -ya
mismo tomo el pincel para escribir con grandes notas un Credo in unum,
pero tú querido Dios, líbrame de una sonata de esas, para esos nuevos
tiempos cristianos no resultará nada”, escribió.

Beethoven, la Novena Sinfonía y una ética universal

María Paula Lizarazo

A 250 años del nacimiento de Ludwig van Beethoven, recogemos la historia


de la Novena Sinfonía y su relación con el espíritu romántico de la época. “El
idioma de Dios”, así definió Beethoven la música.
Ludwig van Beethoven compuso la Novena Sinfonía entre 1822 y 1824. /
Cortesía AP

En el centro de la pequeña ciudad de Bonn hay una estatua en su honor que


sugiere que los 250 años de su nacimiento no son tan lejanos. Ludwig van
Beethoven, es el hombre que, en palabras de Laura Tunbridge, autora de
Beethoven: un vida en nueve piezas, “de muchas maneras revolucionó el
alcance de la música en términos de sonido y volumen, su ambición y la idea
de que esta puede expresar ideas y sentimientos; (demostró que la música)
es algo profundo”.

Beethoven imprimió en la música un sentido político de la vida: en uno de sus


momentos más difíciles, ya sordo en lo absoluto, adaptó la Oda a la alegría
de Schiller, ese canto de hermandad en el que la voz humana antepuso por
primera vez en la música sinfónica la comunión, la salvación conjunta, el
destino colectivo, la fe.

Fue un hombre enfermo y solidario. Estuvo sometido a tratamientos que


agravaron sus malestares. En el documental Diseccionando a Beethoven, el
neurocirujano Henry Marsh describe que sufrió una “enfermedad
inflamatoria intestinal, síndrome del intestino irritable, diarrea violenta,
enfermedad de Whipple, depresión crónica, envenenamiento de mercurio e
hipocondriasis”, y aunque no hay una relación clara entre estos diagnósticos
y su sordera, se sabe que se fue quedando sordo al mismo tiempo que
empezó a padecer aquello encontrado por Marsh. Un día después de su
muerte le hicieron una autopsia en la que hallaron su abdomen inflamado y
el hígado de un cuarto del tamaño normal, lo que indicó una cirrosis por el
alcohol. La mayor parte de su vida tuvo dolencias físicas y conflictos con Dios
por tal sufrimiento.

A Beethoven lo bautizaron el 17 de diciembre de 1770, un día después de su


nacimiento, en la Iglesia de San Remigio. Del catolicismo tomó los patrones
de los ritmos que halló en los salmos y en ciertos himnos de la Iglesia.
Cuando compuso su Missa Solemnis (entre 1819 y 1823) le preguntaron si
pretendía que sonara en una iglesia o en un auditorio: “Mi objetivo principal
es despertar e infundir permanentemente sentimientos religiosos no solo en
los cantantes sino también en los oyentes”, respondió.
En 1802, cuando tenía 32 años, les escribió una carta a sus hermanos, un
documento que se ha conocido como el Testamento de Heligenstadt: “...
hace casi seis años he sido golpeado por un mal pernicioso que médicos
incapaces han agravado”, y añadió que le tocaba “vivir lejos del mundo, en
solitario (…) Debo vivir como un proscrito. Si me acerco a la gente, me
atenaza en seguida una angustia terrible: la de exponerme a que adviertan
mi estado (…) ¡Ah! cómo confesar la debilidad de un sentido que en mí
debería existir en un estado de mayor perfección, en un nivel de perfección
tal que muy pocos músicos la hayan conocido”.

Sin embargo, nunca la envió. La música fue su esperanza, no su rendición.


Asumió su vida desde el diálogo y el conflicto con Dios, como lo atestiguan
sus escritos. Siempre tuvo fe, pero nunca fue ortodoxo. Entendió su sentido
musical como una fuerza de combate con la que podía exceder aquello que le
aquejaba.

Desde niño, su padre alcohólico lo despertaba a la media noche a practicar


algún instrumento. Quería que fuera el nuevo Mozart. Y si el niño entre
dormido se equivocaba en las notas, recibía un golpe.

Cuando cumplió 17 años llegó a Viena a recibir lecciones de Joseph Hayden.


Allí conoció a Mozart, tan admirado y añorado por su padre, quien diría sobre
Beethoven: “Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo”.
Hayden, Mozart, Beethoven, tres hombres de fe, tres románticos, dotando la
historia de la música de sus propios sentires: la transición entre el clasicismo
y el romanticismo.

Beethoven se volvería un héroe romántico: convertiría su sufrida sordera, su


silencio inimaginable, en música. En 1822, once años después de que notara
que se quedaba sordo, empezó a componer su gran sinfonía, la novena, la de
la Oda, aquella en la que la voz digna del hombre se fusiona con la alegría de
la comunión. La Novena Sinfonía sería su composición más larga. Se
necesitan 150 músicos para entonarla.

Aunque Beethoven no podía escuchar el mundo, nada confirma que en su


mente la música se hubiera diluido, ni que hubiera perdido el potencial de
imaginar.

Dos años después, el 7 de mayo de 1824, estrenó en el Kärntnertortheater de


Viena su composición. La película Copying Beethoven (2006) se basa en que
en el estreno, los músicos tenían la orden de seguir a Schuppanzigh, un
director que estaba en la sombra. Tan pronto acabó, Beethoven no volteó a
mirar al público. Temía que su obra no se hubiera entendido. El auditorio por
completo lo observaba. Él permanecía con los ojos puestos en las partituras,
dejando que los segundos, como los nervios, pasaran. Un solista fue y lo
tomó del brazo y lo volteó de cara al público. Otra versión indica que
Beethoven no se percató de que la composición había terminado y siguió
dirigiendo. Recibió aplausos de pie, algunos espectadores lloraron; los
aplausos no cesaron en un buen rato, como no han cesado en dos siglos.

Un crítico escribiría al día siguiente, en una crónica recogida por el portal


eldebatedehoy.es: “Fue una impresión en verdad imponente y grandiosa: el
aplauso que se tributó al autor fue inenarrable, reconocimiento al genio que
nos ha descubierto un nuevo mundo. No se puede llegar a más”.

Beethoven volvió su propia tragedia una sinfonía universal. Su añoro de


redención contra el sufrimiento, fue un canto por la comunión pactado por la
voz del hombre. Entendió la música como el lenguaje de Dios. Y se entendió a
sí mismo, decía, como un instrumento para expresar la humanidad.

Esta sinfonía fue un espíritu y una ética que apenas en1824 llenaría de
música el siglo XX a venir, no tanto en los conservatorios y discos, como en
momentos históricos: en 1989 la caída del Muro de Berlín se celebró con la
Novena Sinfonía de Beethoven.

También podría gustarte