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Nació en una familia de artistas, así que su formación comenzó a los cinco
años. Recibía clases, aprendía rápido y practicaba constantemente, pero lo
que realmente impresionaba a los que lo miraban fue el tiempo en el que
duraba recostado en el piano fantaseando y tecleando con lo poco que sabía
siendo un niño. Desde esos días reconoció, gracias a los demás, pero sobre
todo a su olfato, que tenía un talento excepcional, una habilidad rara y
poderosa con la que podría eternizarse.
Lejos de ser una molestia pasajera como esas que se sienten de repente, que
asustan un poco por el dolor o la incomodidad y se van sin aviso, los oídos de
Beethoven cada vez estaban peor. Cada día oía menos y eso lo fue
enfureciendo más. Su problema, que intentó resolver por todos los medios,
con todas las herramientas y tratamientos- muchos dolorosísimos- que le
sugirieron los médicos, lo mantuvo en secreto mientras pudo: se expuso
como un tipo ausente, huraño y obsesionado con su trabajo, un rasgo que no
fue falso, pero que reforzó aún más a pesar de que en ocasiones anhelaba
compañía. Beethoven no siempre fue un asocial: a su fama y a sus
patrocinadores los cultivó desde muy joven deslizándose en medio de una
aristocracia a la que él creía que pertenecía.
Era irascible. Sus brotes de furia salían sin aviso, así que los que lo rodeaban
vivían con una especie de alerta continua, de miedo a la explosión repentina
del maestro que, por genio, estaba convencido de poder lanzar sus
frustraciones hacia el que estuviera en frente. Se sentía perseguido, así que
se mudaba continuamente y el sol, el frío, el ruido, el silencio, la belleza o la
fealdad lo desencajaban.
Sus trabajos finales casi que son incomprensibles. Ya estaba sordo, así que el
ensimismamiento fue radical: se encerró literalmente, pero también
emocional e intelectualmente. No podía oír, pero el lenguaje musical estaba
más que claro en su cabeza, así que se decidió a escribir lo que quería.
Después de todo, ya había perdido mucho. Desechó las ambiciones por
complacer y se dedicó a satisfacer su necesidad de gobernar las notas y las
melodías que de su cabeza saldrían. Hoy siguen siendo composiciones
insuperables y adelantadísimas a cualquier tiempo: nadie lo ha igualado. Hay
una opinión en la que muchos coinciden: si Beethoven no hubiese quedado
sordo, no habría sido Beethoven.
Un día como hoy, 250 años atrás, nació en Bonn Ludwig van Beethoven, el
hombre que, en palabras de Joseph Haydn, transformó la historia de la
música.
Ludwig van Beethoven nació el 16 de diciembre de 1770. / Ilustración Tania
Bernal.
Por aquellos tiempos, 1803, y a los 33 años, Ludwig van Beethoven aún no
era un inmortal. Se debatía entre los intereses humanos, alguna que otra
conveniencia, su orgullo, hijo de sus inseguridades y de sus dolencias, y la
música. Quería que el mundo se rindiera a sus pies, como lo había hecho en
París con Napoleón Bonaparte, por ejemplo, de quien dijo que era un
hombre en mayúsculas por su disciplina, su férrea voluntad y su inteligencia.
Un hombre, en fin, nada más que un hombre, de origen humilde, como él,
que había sido capaz de superar todos los obstáculos del mundo para
convertirse en el hombre fundamental del Estado francés luego de la
Revolución de 1789. Quería, también, en lo posible, conocerlo, y entre
aquella admiración, y su orgullo, y sus deseos porque Europa lo reconociera
como el músico más valioso de su época, decidió organizar un viaje a París.
Esta sinfonía fue un espíritu y una ética que apenas en1824 llenaría de
música el siglo XX a venir, no tanto en los conservatorios y discos, como en
momentos históricos: en 1989 la caída del Muro de Berlín se celebró con la
Novena Sinfonía de Beethoven.