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costo del orden
Fernando van de Wyngard
Publicado en Nueva Crónica y Buen Gobierno. No. 141, La Paz, Abril de 2014
Las dictaduras latinoamericanas (aún más, todas las tercermundistas), sin duda alguna,
trajeron orden y prosperidad… pero sólo a algunos. Llama profundamente la atención, por
lo demás, el que estos virajes violentos y autoritarios, casi simultáneos entre sí (los que al
ser vistos en forma sincrónica no tienen nada de nacionalistas, a pesar de lo que dicen sus
idénticos instructivos, y más bien urden intrínsecamente una ideología del
internacionalismo financiero), fueron alojados en el ethos mismo de la población
dominante, creando una particular cosmovisión en relación con ellos. La de un
funcionamiento rabiosamente liberal, que dice lo que se puede y, que por poderse, es
impelido a hacerlo. Ante todo, la promoción y permisión espirituales de sentirse bien por la
determinación y el emprendimiento privado (nótese, que priva a otros), de modo de hacer
de los impulsos egoístas ‐y egoístamente purgativos‐ el motor económico‐moral de la
sociedad, como única causa del progreso colectivo. Así se han creado prácticas y valores,
hasta entronizar el imperativo categórico que ve en el modelo su inevitabilidad, como si
fuera una completa naturaleza. En dicho marco, lo desmedido de unos significaría el avance
consecuente de los otros, sólo en cuanto estos últimos efectivamente pueden participar
como operarios (eufemismo para obreros) empleados en el trabajo comandado de sus
contratantes, los que gestionan en lo alto de una pirámide “expansiva” que
simultáneamente ayudan a solidificar, mientras se postula que la desocupación ya es cosa
de ellos, de su falta de ambición, de su indolencia. El mercado regularía entonces la relación
entre las personas, pero ¿regulará también la disparidad de universos cognitivos y afectivos,
comprometidos con las correspondientes capacidad y discapacidad de discernir, con la
facultad de contemplarse a sí mismos y contemplar el mundo, entre los de una posición (los
cultivados) y los de la otra (los alienados)?
No es de extrañar que los discursos espirituales de tipo calvinista se extendieran en tamaña
magnitud bajo el imperio de estos regímenes mortales. Florecieron los integrismos
católicos, ciertos sectores clasistas del judaísmo, los evangelismos radicales y, sobre todo,
los grupos contemporáneos de la ahora llamada metafísica (procedente de esoterismos
varios). Todos ellos apuntalados en la firme creencia de que la prosperidad y la abundancia
son una gracia de Dios, el que quiere eso para nosotros, y cuya manifestación terrenal es
signo de una buena armonía entre el alma y los órdenes del cielo. Y cómo negarlo, sólo que
el noventa por ciento (siendo discretos con los números) de nuestras poblaciones ‐algo así
como 6.500 millones de habitantes del planeta, todas almas en pena‐ parece no haberlo
advertido y estar aún en débito respecto al despertar de la conciencia individual, la que
tendrá que esperar su parte en este divino banquete o dejarlo para el quimérico más allá.
La no encarnación de la fortuna (o sea la desgracia social o, siquiera, la pura medianía) sería
evidencia del rezago de sus espíritus.
Porque si de algo se trata en dicha orientación es de la conciencia profunda de ser un
individuo (ya no comunidad, ni más comunismo, dicho sea de paso) y, por ende, de ser
responsable de su vida, como si quienes están excluidos del chorreo material fueran
intrínsecamente malvados o, a lo menos, irresponsables de su karmática deriva por la pena
de este mundo. Desligarse del peso que implica cargar con el karma de los otros es, ahora,
una virtud ‐y digamos‐ bien pagada. Como si de evolución personal se tratara. O si fuera el
destino querido por la mezquina providencia que reserva sólo para algunos el
personalísimo sentimiento de aspirar a más y el don de la voluntad para surgir en
consecuencia, llámese a ello la obra (¿casualmente es Ud. uno de los afortunados?). Y Dios
calla, ¿por qué calla?, ¿acaso es, también, un gran emprendedor afanado en sus negocios
de acaudalamiento de espíritus notables?
Ser pobres es, pues, cuestión de estar en falta con el alma. Se trataría, en breve, de que
todo sujeto se merece o, incluso, ha elegido de antemano su destino, y de que las varias
vidas implican un ascenso en las posibilidades de elegir una posición de bienestar. Ya no es
bien vista la compasión por los demás (por ésos que no tendrían luz, en quienes su aura
sería débil y/o estaría sucia). La virtud moderna ya no responde por la inhumanidad del
mundo que le ha tocado vivir a los desposeídos y maltratados. Ya no se quiere pensar
siquiera en la profundidad de ese desposeimiento y maltrato, en cómo afecta las
estructuras de la ética mínima que se requiere para optar y elegir lo mejor entre varias
alternativas. No se admite que bajo el rigor de la servidumbre no hay siquiera alternativas
que plantear. Que la idea en sí de una conciencia individual precisa de condiciones y
condicionamientos materiales que permitan el distanciamiento de las necesidades
inmediatas y su postergación. Cosa de la que unos disponen y de la que a otros se les
usurpa.
Las capas excrementicias de la sociedad así son, a fin de cuentas, un insulto a la decencia,
una ofensa que sancionar y expiar policialmente con su desterritorialización de la geografía
del buen vivir propio de los verdaderos ciudadanos. Ya no existe como mérito la
responsabilidad que emana del darse cuenta. Ahora rezamos en términos de tener más, y
no de no necesitar menos y, al parecer, este Dios beneficia con su mano generosa al mejor
rogante. El cinismo religioso resulta tanto más hiriente, más venenoso, que la desfachatez
de los que sólo actúan por codicia. Así, en la organización política de la sociedad, lo que se
designa como centralismo del Estado, hoy ya parece una trasnochada idea de que la
carestía de las multitudes dependientes es nuestra culpa y que, por ende, deberíamos
socorrerlas. Lo que afirmamos es que, en contraparte, corresponde que avancemos hacia el
ideal de que cada uno se promueva a sí mismo, sin cargarle la mata al vecino, sea ello en
sus impuestos, sea en sus consentimientos políticos o sea en su conciencia. Consideramos
caduca la idea de que el Estado tenga que cumplir con el rol de la representar la voluntad
de todos, aquélla a la que, sin embargo, ninguna suma de iniciativas particulares logra
realmente reemplazar.
Quedé estupefacto ya en dos ocasiones en que escuché, de boca de personas humildes,
meditar y compartirme la convicción de que aquí, en Bolivia, faltó un Pinochet para sacar a
este país de la miseria y el caos, y convertirlo en un país ordenado, limpio, respetuoso,
bienintencionado y pujante. Lo escuché primero de un guardia nocturno de una institución,
y ex‐policía, y luego de una sirvienta del hogar, anteriormente educada en un internado de
monjas, y lo decían no sin honesto pesar, no sin melancólica envidia, no sin añoranza, pues
desde su perspectiva a Banzer no le dio el porte para ser un verdadero Pinochet. Ambos
confidentes se pensaron, obviamente, del lado de quienes fueron conmovidos con la misión
restauradora del hombre moderno y promovidos por la refundación conservadora de la
cultura. En suma, no se vieron jamás en el caso de haber provenido de familias
proletariamente comprometidas con su clase, las que lucharon y perdieron todo (entre
otras cosas la fuerza moral, incluso la salud sicológica y, cuando no, la vida) en la
encrucijada que los sacó de raíz del acceso al porvenir. Ésos que me confesaron su deseo
oculto no sospecharon, ni vieron por el rabillo del ojo, que la secuela fue la muerte de una
idea completa de hombre, la que fue castigada y perseguida ahí donde se sospechara su
marca, trastocando el imaginario con una barrida general (y sacrificial) de la cultura, y por
supuesto de la civilidad, generando ingentes traumas histórico‐espirituales que conciernen
a la dignidad de la continuidad humana. No vieron el desmayo del prójimo, no vieron en
rigor un prójimo en esos derrotados por el corvo degollador del militar triunfante de una
guerra que nunca hubo, el que, para colmo, robó millonariamente y con pésimo gusto, des‐
sublimando así la tan cantada circunspección de la “gesta libertaria”. No en vano, cuando se
anhela el orden, éste es siempre el acallamiento de los otros, de los que no son nosotros, y
su des‐orden (su bullanga, su protesta) escandaliza o, todavía más, afrenta en la delicada
piel que exponemos siempre hacia abajo, nunca hacia arriba.
Veo a Chile como un país que, tras su triunfalismo, está profundamente enfermo… de
frustración, de clausura antropológica, de malestar subjetivo, de enojo y rabia encubiertos
porque su objeto aparece ubicuo. Tomemos este dato documentado: hay un enlace directo
entre el crecimiento del PIB y el aumento de la tasa de suicidios, la que ahora debe rondar
aproximadamente las casi 2.000 personas al año, contando que por cada una de ellas otras
veinte también lo intentan (o sea, sumaríamos cerca de 40.000 otros derrotados a los
primeros). ¿Hace falta agregar alguna reflexión? Pero el apego ‐qué digo‐, la veneración a la
ley va de la mano con la sordera ante el gemido subterráneo de haber perdido la trama y el
rumbo de la existencia colectiva. Se ha perdido el relato que congrega a una comunidad y
enraíza en ella a cada uno de sus miembros en pos de una pasión que supera al individuo.
Sin embargo, se tiene en lo más alto el orgullo de que las instituciones funcionen, aunque
las susodichas sean intrínsecamente excluyentes y sirvan al expedito desenvolvimiento de
unos pocos. En Chile, los socialistas de antaño, hoy “corrigen” la democracia liberal antes
que impulsar y cuidar un proceso propio de raigambre popular (¿qué podría significar lo
popular hoy en día?, ¿existe aún el pueblo?), el que sería de por sí vertiginoso (como el que
se constata en la actual Bolivia), porque éste va hacia lo desconocido, en tanto lo atraviesan
fuerzas también desconocidas. Lo que sostengo no es una valoración, sino una simple
constatación. Allí no hay líderes para aventurarse fuera de los marcos conocidos y
probados, o sea, fuera del trauma de la polarización anterior que los desbancó
horrorosamente fuera de la escena, sólo hay tentativas de hacer más justo el reparto y más
profundas las libertades. Tal vez, se han rendido tácitamente ante aquello de que la
derecha es buena generando riquezas y la izquierda redistribuyéndola.
Me pasma notar, aquí, en el círculo clasemediero donde me desenvuelvo, lo habitual que es
emitir opiniones y tomar posiciones, ambas de renovado entusiasmo liberal, tanto en lo
político como en lo económico, entre quienes no tendrían nada que perder y mucho que
ganar bajo el modelo que propician vargallosianamente (pero a pesar de todo son mis
amigos y defendería, si fuese necesario, su derecho a voto de minoría). Supuestamente
están movidos por el loable ideal de aunar igualdad con libertad, ya que piensan que el
desbalance en favor del primero es la mayor afección del siglo pasado y, en esa lucha ‐por la
ambigüedad latente respecto a la idea de progreso y a la definición crucial de quiénes lo
pagan‐, terminan convocando sin querer a las fuerzas reaccionarias de la burguesía más
salvaje, la más moralista, la que cree tener a Dios mismo de su lado para explotar los
recursos de la tierra o al mismísimo prójimo y, de paso, empleando a los demás como
instrumentos de sus maniobras, cuando van en busca de la plusvalía. En Chile, no es
extraño que aun los mismos estratos subalternos cuiden y aseguren la estabilidad
institucional del modelo liberal heredado por la dictadura, no bien por ello aplauden
siempre las oportunidades de trabajo (aunque sean segregativas) y la ahora vigente
definición misma del trabajo en abstracto (celebrando coléricamente el alza de sus cifras),
así como la teatral disponibilidad de productos de consumo y, por supuesto, el acceso al
crédito que los permite comprar y que hace vivible la suspensión indefinida (pero nunca
ilimitada) del presente. Lo hacen, sin mediar culpa alguna por la profundización, no
hablemos ya de la pobreza, sino de la miseria en sus contingentes, a los que justamente el
trabajo no les alcanza a tocar o los subutiliza paupérrimamente.
La clase media ‐y en esto es corresponsable‐ tiene en todas partes del mundo el monopolio
de la decencia, de la verdad y del sentido común (por su boca habla el bien de todos), y no
en menor medida están en sus manos la educación, la cultura, las comunicaciones y la
política, pues consuetudinariamente ella ha sido la aplicada para definir y legitimar el
desarrollo de los distintos campos del saber y de la razón práctica. No es raro que desde sus
filas se espeten cosas del tipo: “ellos no tienen valores (o tienen valores invertidos)” o “no
respetan el bien (los bienes) de los demás” o incluso “no distinguen entre el bien y el mal”,
cuando se refieren al vivir de quienes pueblan los inframundos, o mundos degradados,
sobre los que descansan holgadamente. Piensan que la pobreza es una enfermedad, que la
delincuencia es una libre opción en la llana disquisición del espíritu, negando que haya
reales determinaciones (siempre muy materiales) que desvirtúan toda esa sutileza, todo
ese bien montado aparato psicológico donde tales valores precisamente valen y donde el
vivir bien es un mero producto de sus conciencias autoproclamadas como biempensantes.
Hasta aquí he sostenido deliberadamente un vocabulario de tinte arcaico, casi rayano en el
candor, buscando empalmar los lenguajes de antes y de ahora, en la esperanza de que
adquieran un nuevo rédito en el discurso presente. Pero, sintetizando, detallo lo que
firmemente creo: 1) se debe dejar de mirar a Chile, y su orden cívico e institucional, con la
ingenua admiración que se le tiene (su triunfalismo esconde una realidad bastante
grotesca, el de un costo que nadie quisiera volver a pagar); 2) que no se piense como único
y deseable el modelo liberal de desarrollo, a pesar de que sus índices macroeconómicos
hechizan a la lectura técnica, el que no es per se una segunda naturaleza ni es inevitable, y
que además suele estar perversamente sostenido por un discurso espiritual (nada inocente)
que le es ventajoso; y 3) que nos hagamos responsables, como clase media generadora de
comportamientos y valores, del hecho de que la humanidad pasa siempre por ser más que
un individuo, aunque aquél esté velado por ángeles y arcanos. Me pregunto, en últimas,
¿qué queda en Bolivia del izquierdismo no retórico ni centralista, pero tampoco
colaboracionista, en las mentes de los políticos de esta latitud, en que podamos aún
esperar tiempos mejores para un pensar acerca de los demás que nos convoque? Para mí,
todavía es extraño el mapa mental (donde las alternativas representan anhelos) en este
país que, poco a poco, va siendo el mío…
Fernando van de Wyngard, 2014
(poeta y pensador chileno que actualmente reside en La Paz)