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Elena despertó con una sensación punzante en el estómago; apenas eran las siete
de la mañana, y sentía como si no hubiese dormido las tres horas que en realidad había
dormido. Se levantó y le echó un ligero vistazo a su marido, el cual se hallaba dormido
a su lado y que ignoraba, por supuesto, que ella se había ido con kike, un hippie al que
apenas conocía, a la primera fiesta divertida de su vida. En la fiesta, Elena hizo lo que
nunca creyó poder hacer: bebió, fumó, esnifó cocaína, se puso a bailar al ritmo de los
Rolling Stones, cantó a voz en cuello canciones de Los Beatles que nunca supo que se
sabía, hizo el amor con kike y regresó cerca de las cuatro de la mañana a su residencia
sin que su marido se diera cuenta. Elena se sentía, en cierta forma, una gran triunfadora.
Era demasiado temprano, pero Elena sabía que, si “Carlitos” su marido, la
encontraba en es estado tan lamentable (ni siquiera se había limpiado el maquillaje y
tenía la sensación de que le había quedado cocaína en la nariz) haría un escándalo de
campeonato y quizás y hasta la correría de la residencia, idea con la que Elena estaba
completamente de acuerdo. Carlos era tan celoso y aprehensivo, que ella se sentía
encarcelada. Bueno, de hecho, ella siempre se sintió encarcelada desde que su madre la
obligó a casarse con ese chico tan “apuesto e inteligente”, al que ella siempre detestó.
Ni siquiera cuando eran niños le caía bien por presumido, manipulador y discriminador
de gente negra y homosexual; pero Carlos era un chico muy inteligente, y comenzó
ganándose la confianza de la madre de Elena, y ahora ella estaba ahí, encerrada en una
enorme residencia rodeada de lujos y de soledad. Su marido trabajaba desde las diez de
la mañana hasta las ocho de la noche en una importante agencia de modelos de lunes a
sábado, pero la tenía muy vigilada, y ella no podía salir de su casa si no era con él o con
María, una sirvienta dulce y muy prudente. Ella fue la que le ayudó a escaparse para irse
con kike a la alocada fiesta-orgía.
Elena se metió a la tina y la llenó hasta el tope con agua helada. Aún se sentía
acalorada porque toda la noche (bueno, casi toda) estuvo bailando y, además, quería
estar completamente despierta para cuando su marido se despertara. Duró demasiado
tiempo en la tina, porque quería darse un baño completamente acucioso: se lavó el
cabello tres veces, para que su marido no notara que aún tenía olor a marihuana o
“mota” como le decía kike; se talló la cara muchas veces hasta que quedó convencida de
que no tenía maquillaje, porque unas chicas de ahí la maquillaron con unas pinturas
minerales muy difíciles de borrar; se metió agua en la nariz y hasta se la horadó con un
cotonete húmedo para quedar completamente convencida de que no tenía ni un rastro de
cocaína, porque, aunque la cocaína le había caído maravillosamente, el efecto ya se
había pasado y ahora sólo quedaba la típica sensación de culpa. Cuando terminó de
bañarse, Elena se puso su bata de dormir y se acostó al lado de Carlos; de pronto, ella
reparó en el anillo de compromiso, que estaba en su cómoda y, sólo para darle un
disgusto a Carlos, se levantó y lo tiró por el desagüe de la tina, que aún no se acababa de
vaciar. Ella sabía que lo primero que hacía Carlos al levantarse era decirle “ponte el
maldito anillo. No eres soltera.” Pero el anillo no iba a aparecer nunca jamás… y eso le
encantó.
El 9 de diciembre amaneció nublado y ventoso, y Elena pensó que ese clima era
el epígrafe perfecto para lo que se iba a celebrar ese día. Con la ayuda de una de sus
mejores amigas y de su madrina, se puso el largo y carísimo vestido que Carlos le había
mandado hacer directamente desde Francia, se sentó por 2 horas y esperó pacientemente
a que la estilista la terminara de peinar, se calzó las finas zapatillas blancas con
bordados en oro traídas de Italia, se puso sus aretes de perlas, sus numerosos anillos y,
como un desprecio por la ceremonia, una pulsera de tela con el símbolo de Guns N’
Roses, uno de sus grupos favoritos. Lo único que se puso que no fue un regalo de Carlos
fue un collar de esmeraldas, el cual era un regalo muy especial, porque se lo había dado
su padre antes de morir.
Elena se estaba terminando de abrochar el collar cuando su madre apareció en el
cuarto sin tocar la puerta, una pésima costumbre que Elena detestaba. La señora estaba
exageradamente maquillada, había optado por lucir un peinado alto e indiscreto y,
aunque ya tenía 60 años, llevaba un vestido muy ceñido y escotado, como los que
suelen usar las muchachas de 20 años. Elena se sintió avergonzada, pero pronto la
vergüenza se transformó en ira al notar que su madre tenía anillos, aretes, collares y
pulseras que no le había visto. Obviamente, se los había regalado Carlos.
- Te los regaló Carlos, ¿no es así?- dijo, apuntando hacia las joyas, que
su madre lucía sin ningún recato.
- Así es, hija… ¿no son preciosos? Mira- doña Luz se quitó el anillo más
vistoso, pues tenía un enorme diamante auténtico – este anillo es de
Inglaterra ¿No es precioso? Es mucho mejor y más caro que esa
porquería de collar que tu padre te regaló. Si no te lo quitas en este
instante…
- Mamá- la interrumpió audazmente Elena- ¿No podrías, por una vez en
tu vida, tocar la puerta de mi cuarto antes de pasar? Y ¿Hasta cuándo
vas a dejar de interesarte en el dinero de Carlos? ¿Hasta cuándo vas a
comprender que yo no lo amo? Y, sobre todo, ¿Hasta cuándo vas a
dejar de chantajearme y de entrometerte en mis decisiones?
Doña Luz palideció de rabia, y, en lugar de responderle, se tocó su cabello de
forma teatral, antes de levantar la mano y cachetear a su hija. La bofetada mandó a
Elena directamente al suelo.
- Ponte más maquillaje para que Carlos no note que tu rostro está
deformado (no inflamado, deformado) y, por cierto, quítate ese collar
tan corriente. Desentona con todas esas preciosas joyas.- fue lo único
que dijo Doña Luz antes de salir del cuarto sin cerrar la puerta (otra
pésima costumbre).
Elena se levantó. Estaba llorando a lágrima viva, y el maquillaje de los ojos se le
estaba empezando a correr; pasó sus manos por su mejilla y descubrió que de sus labios
brotaba un hilillo de sangre. No se volvió a poner maquillaje, ni se retocó el maquillaje
de los ojos ni de los labios, pese a las súplicas de su amiga. Ni siquiera se molestó en
limpiarse el pequeño rastro de sangre que le quedó en la comisura de los labios. Más
digna y orgullosa que nunca, Elena salió del cuarto, muy derecha y luciendo todas las
joyas que Carlos le había dado. Iba del brazo de su amiga, y Carlos la instaba con la
bocina de su auto a apresurarse o llegarían tarde a la boda. Ella iba a casarse con el
rostro hinchado, la boca sangrante, una pulsera de tela que tenía el símbolo del grupo
que Carlos más odiaba, un collar corriente y los ojos hinchados. Si Carlos quería casarse
con ella, la tendría que conocer con su peor cara. Imposible dar menos por más.
Ya eran las seis de la tarde. En dos horas llegaría su marido y todavía tendría
que resistir otras cuatro con él, porque kike iría a su rescate emocional a las doce en
punto de la medianoche. Una hora bastante incómoda. Por eso la habían elegido, y
Elena estaba bastante nerviosa porque sabía que había noches en que Carlos se acostaba
hasta las dos de la madrugada. Dejó de preocuparse por eso y empezó a hacer su maleta
mientras María la observaba.
- ¿Está segura de lo que quiere hacer señorita?
- Así es María. No puedo resistir otra noche más con Carlos y recuerda nuestra
regla de oro: Tú no sabes nada.
María bajó la cabeza. Le pasó a Elena una colección de viejos y rotos pantalones
de mezclilla que Carlos nunca le dejaba ponerse, varias playeras holgadas y cuatro pares
de tenis.
- Vaya. Nunca pensé que usted tuviera esta clase de ropa, señorita.
- Así es. De ahora en adelante ya no fingiré ser quien no soy. A partir de esta
madrugada seré una mujer libre. No lo olvides.
Terminaron de empacar el último par de tenis. Todo iba empacado en una maleta
deportiva de tela, que pudieron ocultar debajo de la cama sin dificultades.
- Me voy a dar un baño María. Cuando salga, prepárame la cena por favor.
- Muy bien señorita.
Elena se dirigió al baño y llenó la tina, como lo había hecho en la mañana, con
agua helada hasta el tope y puso suficientes burbujas. Como ya se había bañado en la
mañana, Elena se pasó una hora dejándose arrullar por la suavidad de las burbujas y la
flexibilidad del agua, que se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Sólo quería ganar
tiempo para pensar y organizarse. El punto era simple: Se iba a escapar de su casa para
largarse con kike a una comuna donde vivirían juntos y tendrían un montón de locas
experiencias. Elena pasó unos segundos sumergida completamente en la tina, porque
quería emerger con una nueva cara limpia, fragante y despreocupada, para que Carlos
no notara nada. En el fondo de la tina, pensó en un pequeño plan alterno que tenía
preparado para “ayudar” a Carlos: Somníferos. Ella sabía perfectamente que cuando
Carlos llegara, lo primero que le pediría serían dos cosas: Sus pantuflas y una taza de
café negro. Si Carlos llegaba con un “tengo cosas que hacer” ella le pondría los
somníferos en el café. Nada más simple.
A las siete y media de la tarde Elena salió del baño envuelta en una toalla,
dispuesta a cualquier cosa. Se puso uno de sus pantalones de mezclilla y una playera
color morado; encima, se puso una pijama muy gruesa de franela, para que Carlos no
notara que abajo tenía otra ropa. Para completar aquella farsa, resistió la tentación de
ponerse los tenis y los cambió por unos huaraches, para no tener la necesidad de ponerse
calcetines y poder ponerse sus pantuflas. Sencillo.
La cena estaba lista, y Elena se dirigió a la cocina. Cenó con toda calma, pues
sabía que Carlos llegaría de un momento a otro. Aún así, sintió la sensación punzante en
el estómago que había sentido en la mañana. Puros nervios. Y Carlos los notaría. Elena
se trató de calmar y hasta prendió el televisor. Walt Disney. Sus películas siempre le
habían agradado. Cuando estaba de lo más divertida viendo a Nemo tratando de salir de
la pecera, escuchó un grito que resonó por toda la casa. Se le secó la boca
inmediatamente.
- ¡Elena! Ya llegué cariño, ¿Dónde estás?
Elena llegó a la puerta, donde estaba él.
-Estoy aquí Carlos. ¿Quieres cenar?
Carlos estaba muy ocupado con unos papeles, y ni siquiera notó que Elena no
tenía el anillo puesto.
- No. Tráeme mi café y mis pantuflas al estudio. Tengo cosas qué hacer y creo
que me voy a pasar la noche en vela.
Elena sonrió. Había llegado la hora de poner en práctica su plan alterno.
- Lo que quieras.
Elena puso a hervir el café y, mientras, terminó de cenar y lavó los trastes. De
uno de los recipientes donde se supone deberían ir las especias sacó dos pequeñas
pastillas de efecto fulminante. Carlos dormiría a pierna suelta hasta bien entrado el día
siguiente sin escuchar nada. Cuando el café estuvo hecho, Elena lo sirvió en una taza y,
con mano temblorosa, puso las dos pastillas. Ya estaba hecho. Ahora solo faltaba que el
proceso se completara. Fue al estudio de Carlos con la taza de café y unas pantuflas.
Carlos estaba escribiendo unas cosas.
- Gracias Elena. Espero que no te moleste, pero- Carlos tomó un sorbo de café.
Elena se estremeció. Ahora todo estaba terminado.- Ahora no voy a poder dormir en el
cuarto. Tengo demasiado trabajo.
Elena le dio la espalda para que Carlos no se diera cuenta de que estaba
sonriendo.
- No te preocupes. Ya habrá más oportunidades.
Elena cerró el estudio y se fue directamente a su cuarto; se acostó, pero no se
pudo dormir y encendió el televisor. Las horas pasaron con una lentitud deprimente. Las
nueve de la noche. La última novela. Las diez. Noticias nocturnas. Las once. Un
programa político. Las doce. Ruido de piedras en la ventana. Kike.