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Expertos vs cuñados: ¿buenos y malos?

No tan
simple

29/09/2020

La pandemia de coronavirus ha puesto de manifiesto multitud


de cosas. Una de ellas es el papel de los expertos y su autoridad.
Como durante el confinamiento se canceló también el fútbol, multitud
de “cuñados” que antes se dedicaban a poner en su sitio a los
entrenadores cada vez que su equipo perdía un partido, entonces se
ocuparon de pontificar sobre virología, epidemiología y economía. La
reacción de virólogos, epidemiólogos y economistas fue la de exigir
un respeto a su autoridad como expertos y denunciar la temeridad de
opinar de asuntos tan complejos por parte de quien no tiene una
mínima formación en ellos. El ejemplo se extendió a otros ámbitos
donde los expertos en cada uno de ellos exigía lo mismo: pediatras,
profesorado, jueces, etc. La idea subyacente es que en cada ámbito
solamente pueden opinar del mismo los expertos en dicho ámbito.
De medicina solo pueden opinar los médicos, de Derecho los juristas
o de fontanería los fontaneros.

Y la idea no sería mala si no fuera por un detalle: que los


expertos en cada campo no solo son expertos sino también parte
interesada en otros aspectos, sobre todo en caso de conflicto. De
modo que siempre cabe la duda sobre si una opinión experta
solamente expresa conocimiento puro o si, por el contrario, lo que se
esconde es un interés particular camuflado bajo la apariencia de
opinión experta. O la simple pereza e inercia de hacer las cosas de
una forma sin pararse a pensar que pueden hacerse de otra.

Lo anterior se refuerza porque otra de las cosas que ha puesto


de manifiesto la pandemia es que algunas cosas que hacíamos antes
se pueden hacer de otra forma mejor. Y no solo eso: que ya antes se
podían haber hecho mejor y que sería conveniente seguir
haciéndolas así haya o no pandemia. Un ejemplo es el teletrabajo,
que antes de la pandemia casi nadie se tomaba en serio. O que para
ciertas consultas o trámites médicos te puedan atender
telefónicamente en vez de hacerte ir presencialmente a una sala de
espera. O que tantos otros trámites se puedan hacer online en vez
de presencialmente, con ahorro de desplazamientos y papeleo de por
medio.
En mi caso particular, no tengo ni idea de mecánica. Cada vez
que a mi coche le pasa algo, lo llevo al taller y sigo a rajatabla las
indicaciones del experto, o sea, el mecánico. Normalmente tiene que
cambiarle alguna pieza, y a veces no le queda más remedio que
“pedirla a Alemania”. Casi siempre el precio me parece bastante caro,
aunque según él me está haciendo un favor inmenso cobrándome
solo lo que me está cobrando. Dado mi absoluto desconocimiento
pago religiosamente lo que me pide, pero a veces me queda la duda
de si realmente las cosas serán como me dice o si no será que a él
le interesa hacer las cosas de esa forma y no de otra que pudiera
resultar más barata para mí. O si es que simplemente hace las cosas
así porque así lo ha hecho siempre sin plantearse siquiera si podría
hacerlas de otra forma mejor.

Pues bien, mis dudas acerca del taller pueden tener sus
análogas en otros campos. Desde luego que el lego en una materia
puede no comprender las razones de algo que escapa a su
conocimiento, y caer en cuñadismo si además lo critica desde esa
ignorancia como si realmente lo entendiera. Pero tampoco está mal
que sospeche (eso es el pensamiento crítico, ¿no?) y que plantee
sus dudas (con humildad, sin cuñadismo) y que el experto esté
abierto a explicarse de forma comprensible (o lo más posible) y, en
su caso, aceptar que a veces puede confundir razones con intereses
propios o pura pereza al cambio.

El único campo en el que puedo decir que soy lo más parecido


a un experto es el de la docencia y la filosofía. Vamos a poner unos
ejemplos, y que además están de actualidad ahora que estamos
inmersos en pleno debate sobre la nueva ley de educación
(LOMLOE).

El hecho mismo de que se esté modificando la nueva ley de


educación. Es un mantra repetido hasta la saciedad que las leyes
educativas se cambian cada dos por tres y que cada vez que hay un
nuevo gobierno este pone una ley educativa distinta. En realidad es
falso. Leyes educativas que realmente hayan supuesto cambios
significativos en la organización del sistema educativo y la docencia
solamente ha habido cinco en 50 años (medio siglo): la LGE (1970),
la LOGSE (1990), la LOE (2006), la LOMCE (2013) y la LOMLOE si
llega a aprobarse (¿2021?). Las demás (LOECE, LODE, LOPEG,
LOCE) o no llegaron a aplicarse nunca (o no enteras) o no afectaban
a aspectos significativos del sistema o la docencia.
De cualquier modo, la oposición a una nueva ley educativa ¿a
qué se debe: a razones pedagógicas o a intereses particulares (o a
simple pereza ante el cambio, sea o no necesario ese cambio)? ¿A
que realmente la nueva ley va a afectar negativamente a la educación
y formación de las nuevas generaciones, o a que el docente
acostumbrado a una ley no quiere adaptarse ahora a otra distinta?
(Aunque a veces da igual: hay docentes que siguen enseñando
exactamente igual haya la ley que haya: la ley no pasa por ellos.
Conozco a docentes que ni han usado los indicadores que decía la
LOE de 2006 ni los estándares de la LOMCE de 2013: y ni se
inmutan. Algo impensable en otros campos como el Derecho: ¿se
imaginan a un juez juzgando siempre igual independientemente de
las reformas del Código Penal?).

Pensemos en las asignaturas que se imparten ahora mismo en


educación secundaria: matemáticas, plástica, música, educación
física, biología, historia, latín, filosofía… Cada una cuenta con una
plantilla de profesorado fijo que las imparte y cuyo número está en
consonancia con las horas semanales de dicha asignatura. Por eso
hay más plantilla de profesorado de lengua, por ejemplo, que de latín,
ya que lengua se imparte en muchos más cursos y más horas que
latín. Supongamos una ley educativa que pretendiera modificar las
horas semanales de alguna asignatura. O peor aún: que planteara
eliminar alguna de esas asignaturas a favor de más horas para otra
o para introducir una asignatura nueva: Antropología, por ejemplo, o
Introducción al Derecho. Eso implicaría profesorado de ciertas
asignaturas ahora mismo existentes que sobrarían por falta de horas
o por desaparición de su asignatura. Evidentemente, ese profesorado
apelaría a la importancia transcendental que tiene su materia para
una adecuada formación del alumnado, y además con las horas que
ahora mismo tiene y no menos (y que por supuesto son insuficientes
y deberían ser más, según él). La duda que surge es inmediata: ¿la
oposición a dicha reforma sería por esas razones o por el claro (y
legítimo) interés particular en no perder el empleo?

Hagamos el siguiente experimento imaginario: cojamos a un


profesor de cada asignatura ahora mismo existente y con las horas
semanales ahora mismo establecidas. Metámoslos en una habitación
cerrada por fuera que solo abriremos con una condición: que nos
entreguen un plan de estudios consensuado entre todos por
unanimidad sobre qué asignaturas han de impartirse y con cuántas
horas semanales cada una y hecho exclusivamente en base a
razones pedagógicas y no de otro tipo. Pueden eliminar asignaturas
ahora mismo existentes e introducir otras nuevas y aumentar o
disminuir las horas de cada una (disminuyendo o aumentando las
horas de otras asignaturas, claro). ¿Cuál sería el resultado al que
llegarían estos expertos? Creo que no me equivoco si digo que, o
bien jamás saldrían de allí, o lo que nos entregarían sería
exactamente el mismo plan de estudios que tenemos ahora mismo,
es decir, cada uno se quedaría exactamente tal y como está ahora
(¡Virgencita que me quede como estoy!). Y eso se debe a que ningún
profesor de lengua estaría dispuesto a aceptar que en vez de 4 horas
semanales podría apañarse con 2 o 3, ni ninguno de música admitiría
que en vez de música el alumnado aprendiera otra asignatura nueva
(por poner dos ejemplos distintos). ¿Y de verdad alguien piensa que
a esa conclusión se llegaría solo por razones expertas y sin mediar
los intereses particulares (que insisto que pueden ser legítimos, pero
no pedagógicos)?

Supongamos que ahora mismo alguien planteara que es buena


idea que el alumnado sepa un mínimo de chino dada la importancia
del gigante asiático y que cada vez más empresas demandan
trabajadores que sepan chino. Supongamos que pedimos su opinión
a dos expertos: ¿debería haber una asignatura nueva, en detrimento
de la asignatura de Francés ahora mismo existente (o cualquier otra),
en la que se enseñara chino al alumnado? Un experto consultado
sería un profesor de Francés (u otra), el otro un experto en chino.
¿Llegarían a un acuerdo? Recordemos que ambos son expertos…

Ahora mismo no existe ese debate en la escuela, pero sí sobre


la educación bilingüe. El debate sobre las ventajas e inconvenientes
y sobre si es mejor o peor una educación bilingüe está sesgado por
un elemento evidente: la mayoría del profesorado no sabe suficiente
inglés para dar clases en ese idioma. Y caben dos posibilidades: que
el profesorado que sí sabe esté demasiado emocionado con enseñar
en ese idioma y que eso le lleve a ver ventajas donde no las hay, y
que el que no sabe esté tan aterrado con la idea de tener que
aprender inglés a su edad que solo pueda ver los inconvenientes.

Lo mismo se puede decir del debate sobre la introducción de


las TIC en el aula: manejarlas con soltura es tan difícil que resulta
imposible saber si las posiciones encontradas al respecto se deben
realmente a verdaderas razones o al grado de competencia o
incompetencia en su uso. De hecho, jamás he conocido a un docente
que no sepa inglés entusiasmado con la educación bilingüe ni a un
inepto de la informática entusiasta de la utilización de las TIC en clase
(aunque sí que he conocido a docentes que echan pestes del
bilingüismo que, pudiendo elegir, prefieren para sus hijos centros
bilingües, curioso cuanto menos).

A estas alturas puede entenderse lo que pasa también en los


debates acerca de las metodologías docentes y por qué son diálogos
de besugos: clase magistral, flipped classroom, ABP, etc.

Último ejemplo, aunque habría más: según este enlace,


“médicos y científicos de las universidades de Oxford, Harvard y
Nevada han hecho un llamamiento internacional para que los
institutos empiecen la jornada a las diez de la mañana”. ¿Hace falta
decir si la opinión del profesorado es a favor o en contra de esta
medida? ¿De qué expertos nos fiamos, de unos o de otros? ¿Y las
razones a favor o en contra son puramente expertas o de otro tipo?

¡Ojo!, no me posiciono a favor ni en contra de unas u otras


alternativas, tan solo quiero llamar la atención hacia el hecho de lo
difícil que es distinguir en esos debates la opinión puramente experta
de los sesgos que se introducen inevitablemente debido a intereses
propios o pura pereza al cambio (o entusiasmo por lo novedoso solo
porque es nuevo, sin más, lo mismo me da una cosa que otra).

La única forma de garantizar que todos estos debates se


abordaran de forma únicamente experta sería hacerlos en lo que
Rawls llama “posición originaria”: una situación en la que quienes
debaten tienen un “velo de ignorancia” sobre su situación particular.
Por ejemplo, tienen que debatir sobre la diferencia de sueldos entre
jefes y empleados sin saber si ellos mismos son jefes o empleados.
O tienen que debatir sobre leyes de inmigración sin saber si ellos son
nativos o inmigrantes. El problema es que, en la práctica, nadie es
capaz de hacerlo así. Nuestros intereses particulares en un asunto
sesgan nuestra opinión experta queramos o no.

Todo lo dicho puede aplicarse a los demás campos (si me he


centrado en la docencia es porque lo domino más): medicina,
judicatura, administración, policía, etc. En todos ellos hay expertos
que, además, tienen intereses particulares. ¿Cómo distinguir cuándo
un experto habla solo como experto y cuándo (o en qué medida) su
opinión está sesgada por sus propios intereses (aunque sean
legítimos)?
Por no hablar del hecho de que la propia especialización del
experto puede estrechar tanto su punto de vista que le impida tener
una perspectiva más amplia que incluya otros puntos de vista
igualmente importantes. Sucede también en el campo de la docencia.
El profesorado tiende a estrechar tanto su perspectiva que parece
que no existe nada más que no sea estudiar, minusvalorando o
ignorando directamente otras cosas importantes como socializar,
divertirse o aprender otras cosas que no sean lengua o matemáticas.
Es un sesgo que afecta, por ejemplo, al debate sobre los deberes
para casa.

Algo que también se ha puesto de manifiesto con la pandemia


de COVID. Las opiniones de virólogos, epidemiólogos, médicos,
enfermeros, economistas, profesorado, etc., son tan expertas como
estrechas cada una, y a cada uno le cuesta entender que su opinión
debe coordinarse y ponderarse en el conjunto de opiniones expertas
si de verdad queremos hacer algo sensato para encontrar una
solución a este problema. Añade además los sesgos particulares de
todo experto y tienes una bomba perfecta (y mientras tanto el virus
campando a sus anchas y la economía hundiéndose).

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología


Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza
Secundaria. Coautor del libro Profesor de Secundaria, y colaborador
en la obra colectiva Elogio del Cientificismo junto a Mario Bunge et
al.

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