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Cuat ro v ision e s ac e rc a de l a r e l ac ión


entr e Cienci a y A rte

Xavier de Donato Rodríguez

1. Introducción
A veces se pretende insistir en que ciencia y arte son mundos separados.
Incluso modernamente, allí donde muchos han querido ver coincidencias,
algunos grandes artistas del siglo xx se apresuraron a manifestar los límites de
una precipitada comparación entre dos mundos después de todo tan diferentes.
Así, por ejemplo, preguntado por el valor que ha de conceder el artista a las
nuevas imágenes científicas del mundo, el pintor Paul Klee dijo que el artista
debe utilizar el conocimiento científico solo en el ejercicio de su libertad
intelectual, y el escultor constructivista Antoine Pevsner (fig. 1), preguntado
en una ocasión por el papel de las matemáticas en su trabajo, aclaró:

«Mi obra no tiene nada que ver con las matemáticas o la ciencia, aunque los
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científicos insistan en que vamos en la misma dirección. Pero ellos buscan


calcular y encontrar leyes naturales, mientras que yo me baso únicamente
en el arte puro. Mis esculturas no usan figuras ni fórmulas, aunque los
científicos intenten encontrarlas en mis obras» (Pevsner, 1957, citado por
Haffner, 1969, p. 392)1.

Es contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada
tienen que ver entre sí, que se dirigen las reflexiones siguientes. Es más, la idea de

1 La traducción es mía.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

considerar el arte como una ciencia, de insistir en que justamente arte y ciencia,
lejos de constituir mundos separados, son dominios colindantes e incluso
coincidentes, es una idea clásica, que encontramos ya en el Renacimiento italiano
—por ejemplo, en Vasari y en Leonardo— y la reencontramos modernamente
en los pintores impresionistas y neo-impresionistas2 . El presente capítulo tiene
el modesto propósito de examinar algunas preguntas acerca de la relación entre
ciencia y arte de la mano de cuatro autores cuyas reflexiones pueden resultar
iluminadoras en el debate actual: Kuhn (1922-1996), Gombrich (1909-2001),
Panofsky (1892-1968) y Goodman (1906-1998).
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Fig. 1. Maqueta (Tate Gallery) en bronce de un monumento que había de


simbolizar la liberación del espíritu. Constructivismo ruso ca. (1914). Él y su
hermano Naum Gabo, quien tuvo formación científica, son caracterizados
por Herbert Read como una fusión entre la visión científica y la visión
espiritual del mundo. De hecho, en algún momento Pevsner dijo que el arte
era la inspiración controlada por las matemáticas.

2 El estudio sobre la ley de contraste simultáneo de los colores del químico e industrial Michel Eugè-
ne Chevreul (publicado en 1839), director del Museo de Historia Natural de París, influyó tanto sobre los
impresionistas y neo-impresionistas como lo pudieron hacer los experimentos de Delacroix con el color.

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2. Revoluciones en la ciencia y en el arte


Comenzaré llamando la atención sobre un artículo que uno de los más
influyentes filósofos de la ciencia, Thomas S. Kuhn, escribió sobre la relación
entre ciencia y arte. Se trata del artículo que cierra su importante libro The
essential tension (1977), titulado «Comentarios sobre las relaciones de la ciencia
con el arte», el cual es básicamente un comentario al artículo de Everett M.
Hafner (físico y músico, decano de ciencias del Hampshire College) «The New
Reality in Art and Science». Ambos fueron originalmente publicados en la revista
Comparative Studies in Society and History (volumen 11, 1969). En su trabajo,
Hafner establecía una serie de sorprendentes comparaciones entre la ciencia y el
arte y entre la forma de ver ambas que tiene el público en general, lego en ambas
materias. Así, Hafner intenta subrayar los elementos estéticos que puede haber en
la ciencia a través de ilustraciones científicas, como por ejemplo microfotografías
de sustancias orgánicas, o a través de la influencia de ideas estéticas en la historia
de las ideas científicas. Al mismo tiempo, el arte puede revelar y de hecho revela
nuevos aspectos de la realidad observable. Dice Hafner:

«Al igual que la objetividad cambiante de la ciencia comporta una nueva


subjetividad, las interpretaciones y abstracciones del arte gráfico revelan
insospechados matices en la realidad» (Hafner, 1969, p. 389)3.
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También ve Hafner un paralelismo entre ciencia y arte por el lado de la idea


de revolución frente a paradigma que extrae de Thomas Kuhn. De hecho, al citar
un pasaje de La estructura de las revoluciones científicas, señala la sorprendente
facilidad con que la visión de Kuhn puede ser trasladada a la historia del arte.
La conclusión de Hafner va a ser que

«Cuanto más cuidadosamente tratemos de distinguir entre el artista y el


científico, tanto más difícil va a devenir nuestra tarea» (1969, p. 390).

3 La traducción es mía.

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El comentario de Kuhn comienza dando la razón a Hafner. Kuhn recuerda


la relevancia de su libro más famoso para el problema en discusión diciendo:

«Al analizar las pautas de desarrollo o la naturaleza de la innovación


creativa en la ciencia, se tratan asuntos como la función de las escuelas
rivales y las tradiciones inconmensurables, el cambio de normas de valor y
modos de percepción alterados. Desde hace mucho tiempo, asuntos como
estos han sido básicos en el trabajo del historiador del arte, pero están
representados mínimamente en los escritos sobre historia de la ciencia.
No sorprende pues, —continúa diciendo Kuhn— que el libro en donde
aparecen como asuntos dominantes dentro de la ciencia se ocupe también
de negar, al menos por fuerte implicación, que le arte puede distinguirse
con facilidad de la ciencia solo aplicando las dicotomías clásicas entre, por
ejemplo, el mundo de los valores y el mundo de los hechos, lo subjetivo y
lo objetivo, lo intuitivo y lo inductivo. El trabajo de Gombrich, que apunta
en muchas de las mismas direcciones, me ha dado grandes alientos, lo
mismo que el ensayo de Hafner. En estas circunstancias, debo concordar
con su conclusión principal: “Cuanto más cuidadosamente tratemos de
distinguir al artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra
tarea”. Este enunciado describe con certeza mi propia experiencia» (Kuhn,
1977, p. 365).
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Sin embargo, la conclusión de Kuhn no termina aquí. En realidad, todo el


texto del artículo al que me refiero está dedicado a matizar las afirmaciones
de Hafner y a subrayar las diferencias substanciales que separan la actividad y
producción artísiticas de la actividad y producción científicas. En efecto, muy
poco después de referirse a los puntos de concordancia con Hafner, Kuhn se
apresura a decir:

«Si el análisis cuidadoso hace que el arte y la ciencia parezcan tan


implausiblemente iguales, esto puede obedecer menos a su similitud

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intrínseca que al fracaso de los instrumentos que empleamos para realizar


un escrutinio minucioso […] El análisis minucioso debe capacitarnos para
mostrar lo obvio: que la ciencia y el arte son actividades muy diferentes, o
que por lo menos se han vuelto así durante el último siglo y medio» (Kuhn
1977, p. 366).

Así, señala Kuhn, las pinturas, las esculturas… son las obras finales del
arte, mientras que las imágenes científicas que puedan acaso tener elementos
estéticos son productos secundarios de la actividad científica. Por otra parte,
la estética es un objetivo en sí de la actividad artística, mientras que la ciencia
es a lo sumo un instrumento, un criterio de elección entre teorías que son
comparables en otros muchos aspectos, o una guía para la imaginación que
busca la clave para solucionar un acertijo técnico difícil de manejar. El objetivo
del artista es la producción de objetos estéticos y los problemas técnicos son
los que el artista debe resolver para llegar a la producción de tales objetos,
mientras que para el científico, el problema técnico es el objetivo y la estética
un mero instrumento. Al recordar que los astrónomos de la Antigüedad y de
la Edad Media estaban limitados por la perfección estética del círculo, Kuhn
nos insiste en que

«Ningún cambio de la estética podría haber hecho que la elipse se volviera


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importante para la astronomía antes del siglo xvi pues era necesario un
cambio previo en la visión del sistema astronómico. Así, la visión pitagórica
que Kepler tuvo de las armonías matemáticas en la naturaleza fue un
instrumento para el descubrimiento de que las órbitas elípticas se conforman
a la naturaleza. Pero no fue más que un instrumento: el instrumento
correcto en el momento correcto para la solución de un apremiante acertijo
técnico, la descripción del movimiento observado de Marte» (Kuhn, 1977,
p. 368).

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Otro de los niveles de comparación de Hafner era la reacción del público,


el alejamiento del gran público, perplejo igualmente ante las nuevas corrientes
artísticas como científicas. Kuhn replica en este punto que la ciencia no tiene
un público, pero sí lo tiene el arte.

«[El] arte es intrínsecamente una actividad dirigida por otros, en formas


y en grado que la ciencia no lo es […]. Los productos mediante los
cuales [el científico] mantiene comunicación con el público, aunque a
veces solo una generación atrás, están para él muertos e idos» (Kuhn,
1977, p. 371).

Pero la diferencia más evidente que ve Kuhn entre ciencia y arte tiene que
ver con el modo muy distinto de valorar la tradición: si en el caso del arte, la
tradición todavía juega un papel muy importante en el gusto del público y en
la formación de los artistas, en la ciencia todo nuevo avance relega al olvido
las contribuciones previas en la materia, especialmente si pasan a verse como
anticuadas y erróneas. Ya nadie lee, ni conviene leer, a los grandes científicos
del pasado, a no ser que uno sea —como lo era Kuhn— un historiador de la
ciencia. «A diferencia del arte, la ciencia destruye su pasado» (Kuhn, 1977,
p. 370). Por otro lado, en el arte, el triunfo de una determinada técnica o
estilo no vuelve errónea a otra anterior y, por eso, el arte puede soportar al
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mismo tiempo, con mayor facilidad que la ciencia, muchas tradiciones o


escuelas incompatibles. Por lo mismo, nos dice Kuhn, la ciencia suele resolver
sus controversias de manera mucho más rápida que el arte. Al mismo tiempo,
la ciencia y el arte se distinguen por el papel que respectivamente conceden a
la innovación, la ciencia confiriendo a esta un valor relativo supeditado a la
resolución de un problema particular, el arte asignándole, por el contrario,
un papel intrínsecamente positivo, pues cada artista busca nuevas cosas que
expresar y nuevas maneras de expresarlas.
Son estas algunas de las diferencias que Kuhn ve entre la ciencia y el arte,
todas ellas síntomas de alguna diferencia más sustancial que finalmente,

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y a pesar de todas las similitudes que puedan establecerse, separan ambos


mundos de un modo insalvable. El análisis de Kuhn, sin embargo, no va
más allá, según su propia confesión, porque le falta demasiada información
acerca del arte y de su historia como para atreverse a hacer un diagnóstico
más profundo.

3. La cuestión del progreso en la ciencia y en el arte


Una de las cosas que podríamos comenzar cuestionando es si, en efecto,
el arte no progresa, como sí lo hace la ciencia. En este sentido, se planteaba
Gombrich en unos de los ensayos de sus Meditaciones sobre un caballo de
juguete, si desde nuestra perspectiva actual todavía se puede hablar de logro
artístico al hablar de arte medieval. Volverá a retomar la cuestión del progreso
cuando en Norma y forma reconsidere la teoría del arte renacentista debida
a Vasari y su relación con la noción de progreso. La idea básica de su obra
más importante, Arte e ilusión, tendrá también que ver con este concepto.
Aunque no admite la idea de Vasari de progreso como penosa marcha hacia
la perfección de la representación de la realidad, puesto que Gombrich, al
igual que Goodman, no concibe el arte como imitación de la naturaleza, sí
está de acuerdo con que el arte progresa en el sentido de mostrarnos nuevas
maneras de ver y organizar la realidad que además nos resultan placenteras.
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Maneras que, por así decirlo, ya estaban ahí, pero que todavía no habían sido
descubiertas. Gombrich nos recuerda la cita de Constable, el gran paisajista
inglés (fig. 2), según la cual:

«La pintura es una ciencia y debería cultivarse como una investigación de


las leyes de la naturaleza. ¿Por qué, pues, no puede considerarse a la pintura
de paisaje como una rama de la filosofía natural, de la que los cuadros son
solo experimentos?» (citado en Gombrich, 2003, p. 29).

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Fig. 2. Constable: Wivenhoe Park, Essex (1816). National Gallery of London.


Señala el cambio hacia una nueva manera de concebir la pintura por parte de
este artista, según la cual la pintura es una investigación experimental acerca
de la representación de la luz y del color. Constable es una de las referencias
constantes para Gombrich en Arte e ilusión.

Pero la manera correcta de entender esto no es que el pintor descubre leyes


inmutables de la naturaleza, como supuestamente haría el científico, sino más
bien que lo que estudia son las reacciones de nuestro sistema perceptivo ante
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la variedad de estímulos de la realidad física. «No le conciernen las causas,


sino la naturaleza de ciertos efectos. El suyo es un problema psicológico: el de
conjurar una imagen convincente a pesar de que ni uno solo de sus matices
corresponde a lo que llamamos realidad» (Gombrich, 2003, pp. 44-45).
Constable no representó el paisaje que tenía ante los ojos tal cual, esto es, no
lo reprodujo o imitó a través de su pintura. Toda la primera parte de Arte e
ilusión es un intento de refutación de la idea, que remonta hasta los griegos, del
arte como imitación de la naturaleza. Hoy por hoy, el lenguaje de Constable
y los paisajistas de la primera mitad del siglo xix nos parece tan natural que
tendemos a pensar que sus cuadros son casi reproducciones fotográficas. Nada

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más lejos de la realidad. Lo que hizo Constable fue más bien adaptar aquello
que veía a los medios de que disponía. Eso sí, como pintor innovador que era,
quería rehuir las normas preestablecidas de la pintura paisajista de la época.
Las gamas de color eran entonces algo muy calculado. Así, por ejemplo, los
colores cálidos (especialmente las tonalidades pardas y doradas) debían estar
en primer término, mientras que los fondos debían diluirse en un azul pálido.
Existían recetas para pintar las nubes y los troncos de los árboles, las rocas y
el agua de los ríos. Es bien sabido que los pintores de la época, probablemente
también Constable en alguna ocasión, solían pintar no mirando el paisaje al
natural sino reflejado en un espejo que les facilitaba la tarea al reducirles la
gama de tonalidades del paisaje y uniformizarles el conjunto en un todo menos
detallado pero más simple. Este espejo (fig. 3) llamado «de Claude» (por su
posible inventor, el pintor francés Claude Lorraine) era un espejo pequeño,
cóncavo, de color negro, que reducía el paisaje sintetizando las tonalidades de
colores volviéndolas más simples.
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Fig. 3. Espejo de Claude.

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El pintor solo tenía que recrear la uniforme gradación de colores reflejada


en el espejo de Claude y traspasarla a la tela. Como nos recuerda Gombrich,
los paisajistas de los siglos xviii y xix consiguieron interesantes efectos con
este procedimiento. Cuando Constable puso en tela de juicio la necesidad de
limitarse a una escala única y quiso respetar un poco más el verde local de la
hierba, no lo hizo con la voluntad de hacer una mera copia o imitación del
natural, sino de conseguir un efecto artístico mediante una nueva forma de
pintar el paisaje consistente en sugerir, según sus propias palabras, «los efectos
evanescentes del claroscuro natural». Constable despreció todas las fórmulas
establecidas, las cuales probablemente le debían parecer que no producían ya
nada nuevo, y quiso acercarse a la realidad. «El gran vicio de nuestra época es la
audacia, el intento de hacer algo más allá de la verdad» —llegó a decir el artista
en una carta—. Como muchos artistas innovadores, fue mal recibido por el
gran público, aunque solo al principio. Muy pronto el público se acostumbró
al verde hierba de Constable y cuando más tarde volvió la vista a los paisajes
más claros de Corot fue invadido por una sensación de luz que le resultaba
placentera, y no echó en falta las gradaciones tonales que se consideraban
indispensables en la pintura paisajística del siglo xviii. Como dice Gombrich,
el público había aprendido una nueva notación y extendido el registro de su
conciencia visual.
Volveremos a encontrarnos con una dificultad semejante cuando años más
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tarde, hacia 1875, algunos científicos, como el fisiólogo austriaco Ernst Wilhelm
Ritter von Brücke, se atrevieran a dictar sentencia con respecto al problema de
la luz en la pintura. Según Brücke, los pintores estaban destinados a fracasar
en su intento de traspasar la sensación de luz a la tela. Hoy sabemos que estaba
equivocado. Los experimentos de Claude Monet en esa misma época fueron la
prueba de lo contrario. La fig. 4 corresponde a su famoso óleo de la fachada de
la Catedral de Ruán al mediodía (1894), en el que Monet consiguió plasmar la
reverberación que produce la luz a esa hora del día.

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Fig. 4. Monet: Catedral de Rouen al mediodía (1892-1894).


Musée Marmottan Monet, París.

La fig. 5 corresponde a un cuadro especialmente famoso porque es el que


dio nombre al movimiento impresionista: Impresión. Sol naciente (1872), obra
presentada en la exposición que dio origen al grupo en 1874. Es bien conocida
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la anécdota que dio origen a la denominación de este estilo de pintura. El


crítico Louis Leroy encontró el óleo de Monet, una vista de Le Havre al
amanecer, particularmente risible, y utilizó la palabra «impresionismo» en su
crónica despectivamente para referirse al hecho de que aquella pintura no era
un cuadro acabado sino una mera impresión del momento injustificable como
obra de arte. Así se refería a la que, retrospectivamente, podemos considerar
una de las obras más revolucionarias de su tiempo. Hoy quizá hemos olvidado
que muchos términos (gótico, manierismo, barroco…) nacieron como términos
despectivos para referirse a estilos y tendencias artísticas que resultaron en un
primer momento chocantes, bizarros, por completo extraños a la sensibilidad

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de un público demasiado acostumbrado a un arte que, mediante aquellas


atrevidas y casi insultantes obras, estaba poniéndose en cuestión.

Fig. 5. Monet: Impresión. Sol naciente (1873). Musée Marmottan Monet, París.

Los ejemplos podrían multiplicarse en todas las artes. Y sería muy ilustrativo
comprobar que los experimentos revolucionarios en arte, los que han llevado
a nuevas formas artísticas, fueron mal recibidos y mal comprendidos en sus
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inicios. Recordemos el famoso caso del ballet La consagración de la primavera,


una de las obras musicales más revolucionarias del siglo xx por sus innovaciones
en armonía, timbre y ritmo, que fue recibido con tal desagrado por parte del
público —aquella noche del estreno en el Teatro des Champs Elisées en 1913—
que en la segunda parte tuvieron que hacer acto de presencia las fuerzas del
orden para evitar agresiones y destrozos.
Evidentemente, al público de entonces le faltaba la educación necesaria para
advertir no solo lo profundamente innovador de aquella obra, sino también la
estética y estructura interna de una obra que hoy nos resulta tremendamente
familiar y natural. Volviendo a la pintura, la falta de familiaridad con el objeto

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que se intenta representar (el que supuestamente se copia del natural o de


un dibujo previo) puede ocasionar errores de comprensión fundamentales.
Ejemplos de este tipo abundan en el libro de Gombrich y están destinados a
mostrar que el artista nunca parte de cero, sino de un código previo, establecido
por la tradición y aprendido trabajosamente por el artista durante su tiempo de
aprendizaje. Un buen dibujante podría, por ejemplo, intentar copiar grabados
de Hokusai (véase fig. 6) hasta quedar, después de varios intentos, bastante
satisfecho. De hecho, sé de alguien que lo hizo y tuvo que enfrentarse a la
pérdida inmediata de sus ilusiones cuando una persona de raza oriental a quien
enseñó orgulloso sus dibujos, le dijo que «no había entendido» (sic) ciertos
motivos de los ropajes.
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Fig. 6. Grabado de Hokusai.

El dibujante quedó perplejo mirando los detalles a los que se refería y


hubo de confesar que seguía sin entender aquellos detalles. Sin duda, su falta
de familiaridad con la ornamentación nipona, es más, su desconocimiento

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de todo cuanto tiene que ver con lo japonés, explican fácilmente su falta
de capacidad para entender, pues eso era al fin y al cabo. Esta misma falta
de familiaridad con el objeto de su dibujo, en este caso la anatomía de una
ballena, llevó al artista holandés del grabado siguiente (fig. 7) a dibujar una
aleta demasiado cercana a la cabeza del animal, pues quizá le recordaría una
oreja (se trata de un grabado que representa una ballena arrojada por el mar
a las costas de Holanda y data de 1598). Este mismo error fue transmitido
en otros grabados inmediatamente posteriores y supuestamente dibujados del
natural. Esto quizá recuerde la divertida anécdota relacionada con la fig. 8,
el rinoceronte de Durero, que hasta bien entrado el siglo xviii constituyó el
modelo para representar a este animal perisodáctilo, incluso en los tratados
de zoología.
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Fig. 7. Grabado holandés de 1598.

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Fig. 8. Durero: Rinoceronte (1515). Museo Británico.

Volvamos ahora a la idea general de Gombrich. La idea es, pues, que el artista
no copia o imita, sino que traduce mediante algo semejante a un código, y esto
es lo que explica que ciertas cosas fueran posibles y otras no lo fueran en cierto
momento dado. El degustador del arte, y no digamos ya el historiador, tiene la
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misión de hacer el esfuerzo (porque se trata de un esfuerzo, y no precisamente de


uno fácil, que además puede exigir bastante tiempo) de situarse en la época para
disfrutar de los hallazgos del artista; hallazgos que indudablemente ha de tener,
porque si no la obra no sería una obra de arte digna de mayor consideración.
Las obras especialmente novedosas, por otra parte, nos revelaron, a través de
la intuición prodigiosa del artista, nuevos aspectos de la realidad y de nuestra
manera de percibirla (o en general entenderla), y con ellos, nuevas disposiciones
del espectador, oyente… a tener una experiencia placentera ante la obra de arte;
y es aquí donde la idea de descubrimiento y de experimento, provenientes del
mundo de la ciencia, encuentran su aplicación en el arte.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

«El artista —dice Gombrich en Norma y Forma— trabaja como un


científico. Sus obras existen no solo por su interés intrínseco, sino también
para mostrar ciertas soluciones a problemas. Las crea para que todos las
admiren pero con la vista puesta principalmente en sus colegas artistas y
en los entendidos, capaces de apreciar el ingenio de la solución ofrecida»
(Gombrich, 1985, p. 27).

Gombrich equipara así la historia de la ciencia a la del arte; ambas son


historias de descubrimientos, solo que la historia del arte hace descubrimientos
psicológicos: cómo nuestro sistema perceptivo es capaz de adaptarse a la realidad
percibida e interpretarla de ciertos modos, e incluso de tener placer con ella: la
historia del arte se podría describir así «como un forjar llaves maestras para abrir
las misteriosas cerraduras de nuestros sentidos» (Gombrich, 2003, p. 304). El
arte se convierte entonces en un proceso de exploración y experimentación en
el campo de nuestras capacidades perceptivas. Valga decir que Gombrich toma
claramente de Popper la idea de conjeturas y refutaciones (Gombrich habla de
«ensayo y error»). No hay progreso en el sentido de descubrir nuevos aspectos de
la realidad y las leyes que los gobiernan, sino en el sentido de descubrir nuevas
capacidades perceptivas antes insospechadas. Lo que nos enseñan las obras
de arte es, pues, a mirar la realidad de manera diferente y a reconocer nuevas
formas en ella. La otra enseñanza de Gombrich es que esto no se logra desde la
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nada. El aprendizaje de un estilo y de una técnica son elementos indispensables


para lograr una representación que pueda ser reconocida como tal. Como diría
Wölfflin, un cuadro debe más a los cuadros precedentes que a la propia realidad
que supuestamente trata de representar. Lo mismo valdría para la historia de la
música e incluso de la literatura. No solo para las artes plásticas. En toda obra
de arte hay, pues, un doble elemento cognitivo: uno lleva la carga implícita de
un sistema de conocimiento que organiza la realidad de cierto modo y que es
aquel que permite al artista partir de una base para comenzar a crear; el otro
es una indicación de una dirección de investigación en el estudio de nuestras
propias maneras de percibir. De ahí que la psicología y la sociología sean, para

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Gombrich, instrumentos tan importantes para el historiador y el estudioso del


arte 4. Que al arte le son esenciales los aspectos cognitivos es algo que volvemos
a encontrar de forma manifiesta en Nelson Goodman —quien menciona a
Gombrich y su cita de Constable en Languages of art5.

4. Arte, ciencia y cultura humanística a las puertas del siglo xxi


Para continuar estas reflexiones sobre las relaciones entre ciencia y arte
resultará importante detenernos en la figura de Erwin Panofksy, padre de
los estudios iconológicos. Como Gombrich, Panoksky pertenecía a la escuela
inaugurada por Aby Warburg y, como él, fue en experto en la iconografía
del Renacimiento. Nadie ha superado hasta ahora sus estudios dedicados al
arte flamenco, a Durero o a Piero di Cosimo. De las ideas que hemos visto
hasta aquí, la más explotada por Panofksy es aquella según la cual la obra
de arte no nace de la nada, sino que se encuadra dentro de un código que
nos dice cuáles son imágenes válidas y cuáles no, solo que Panofsky amplía
todavía más esta idea y va más allá: una obra de arte es reflejo de todo un
sistema de cultura, de toda una Weltanschauung. El estudioso del arte es
un humanista, en el antiguo y más auténtico sentido de la palabra, cuya
vasta formación cultural le permite leer, interpretar las obras de arte desde
un lugar privilegiado, que si bien no le capacita para darnos una lectura
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definitiva (pues cualquier lectura está siempre abierta a la posibilidad de una


refutación), sí lo pone, al menos en principio, inmediatamente por encima
del lego, aunque a veces —admite Panofsky— la erudición puede ser un
obstáculo y estar desprovista de inteligencia. Según Panofksy, y esta va a
ser una de sus contribuciones fundamentales, la forma no puede separarse
del contenido: la distribución del color y las líneas, la luz y la sombra, los

4 Este mismo pensamiento sobre la obra de arte como descubrimiento psicológico se halla muy
claramente expuesto en la obra de Rudolf Arnheim (1904-2007), especialmente en su obra maestra Arte
y percepción visual (1954).
5 Véase Goodman (1968, p. 33).

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

volúmenes y los planos, por placenteros que sean como espectáculo visual,
deben entenderse también como algo que comporta un significado que
sobrepasa lo visual (hay aquí una diferencia con Gombrich, pues mientras
que para Gombrich los recursos técnicos de representación, pongamos por
ejemplo, la perspectiva, son fundamentalmente convencionales, establecidos
tras largas series de ensayos y errores, Panofsky otorga a dichos recursos una
función simbólica profunda —esta, por otra parte importante, diferencia
no la quería explotar en este capítulo pues me llevaría demasiado lejos—).
En un primer plano (no tan primero, pues un verdadero análisis de una obra
de arte debe comenzar con una descripción puramente material, fáctica, de
la obra y, por tanto, preiconográfica), el estudioso del arte debe identificar
imágenes y alegorías en las figuras que tiene delante. Esto es algo que
requiere conocimiento, aunque un conocimiento que se puede adquirir de
forma relativamente fácil. Tener a mano la Iconografía de Cesare Ripa o la
Legenda Aurea de Jacobo de la Vorágine nos podría solucionar bastantes
problemas desde un inicio. Lo que en un segundo plano debe realizar el
estudioso es bastante más complicado y requiere del concurso de todos
sus vastos conocimientos referidos a casi todos los ámbitos de la cultura:
el valor simbólico y la significación cultural de una obra, que a menudo
inconscientemente son trasladados por el artista a la obra de arte. Esta
lectura más compleja desde luego no la puede dictar tratado sistemático
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alguno. Es más bien campo de la intuición, más refinada cuanto más


experimentada y cuanto más bañada en el estudio de la cultura como un
todo. Dice Panofsky:

«La interpretación de lo que yo llamo significación intrínseca o contenido,


que trata de lo que hemos llamado significación simbólica profunda en vez
de imágenes, historias y alegorías, requiere algo más que el conocimiento
de temas o conceptos específicos, tal como los transmiten las fuentes
literarias. Cuando queremos captar los principios básicos que subyacen
en la elección y presentación de motivos, de la misma forma que en la

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producción e interpretación de imágenes, historias y alegorías, y que dan


significado incluso a las disposiciones formales y a los procedimientos
técnicos empleados, no podemos esperar encontrar un texto individual que
cuadre con estos principios básicos, de la misma forma que San Juan XIII
(21 y ss.) corresponde a la iconografía de la Última Cena. Para comprender
estos principios necesitamos una facultad mental similar a la del que hace
un diagnóstico —una facultad que no puedo describir mejor que con el
bastante desacreditado término de “intuición sintética” y que puede estar
más desarrollada en un aficionado inteligente que en un erudito estudioso»
(Panofsky, 1977, p. 23).

Mientras el científico aspira a establecer un sistema que explique los


fenómenos naturales, el estudioso del arte, el humanista, trata de extraer de
la caótica confusión de los testimonios del pasado un sistema o cosmovisión
del mundo. Como el científico, el humanista se basa en la observación de
hechos y en el análisis sistemático de sus interconexiones. Igualmente, sus
teorías están sujetas a contrastación empírica. Y así como el científico se vale de
instrumentos, así él también se basa en herramientas para el análisis objetivo de
documentos (herramientas que también pueden ser científicas, como los rayos
X para detectar pentimenti, o los análisis químicos para identificar pigmentos).
Solo que en última instancia, para la lectura completa de una obra de arte ya
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no podemos ampararnos en una teoría sistemática fija, sino que la intuición es


nuevamente el camino para recrear el resultado artístico y situarlo debidamente
en un sistema de cultura. La investigación puramente arqueológico-histórica
es ciega sin esa capacidad intuitiva de recrear, sin esa sensibilidad estética tan
valiosa para el humanista. Lo primero, acaso podríamos decir, acerca el mundo
del arte a la ciencia, lo segundo en última instancia los distingue (si bien dicha
intuición también resulta importante en la actividad científica).
Para mostrar que el estudio del significado de la obra de arte puede llegar
a ser muy complicado, a veces incluso para el propio experto, podemos tomar
como ejemplo una pintura muy conocida, Las Hilanderas, de Velázquez (fig.

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9). Panofsky hubiera preferido, desde luego, una obra del Renacimiento. Hoy
es comúnmente admitido que esta pintura representa la historia de Atenea
y Aracne, que se describe en el libro VI de las Metamorfosis de Ovidio. Esta
lectura permaneció inadvertida para los estudiosos hasta muy tarde. Incluso
Carl Justi, el insuperable estudioso de Velázquez y su tiempo, pensó que
se trataba meramente de una pintura de género que mostraba una escena
cotidiana en el interior de una fábrica de tapices. Hoy la interpretación más
ampliamente aceptada es que debajo de la lectura mitológica hay una lectura
más profunda, de manifiesto artístico (como en Las Meninas), según la cual
se pretendería hacer apología de las bellas artes y mostrar la superioridad de la
pintura sobre la artesanía, estableciendo una especie de origen divino para la
figura del genio artístico (que por supuesto sería Velázquez). En general, esto
tiene que ver con que la obra de arte permite, obviamente, lecturas ilimitadas
y ahí radica precisamente su grandeza. Pero también está relacionado con algo
mucho más concreto y cultural: la superposición de lecturas, una mitológica y
otra moral, por ejemplo, era un juego típico del Barroco, como bien sabemos
por la literatura de la época, y las artes plásticas no son una excepción. Sea
como fuere, lo cierto es que el autor del cuadro le confirió una importancia
decisiva entre sus obras, pues, incluso a distancia, resultan evidentes los
recursos novedosos, revolucionarios, en el uso del color y lo difuminado de
los contornos o en la rapidez y soltura del trazado de las pinceladas. Por cierto,
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el detalle de la rueca moviéndose es citado por Gombrich como el primer


resultado exitoso de los muchos ensayos que hubo en la pintura anterior para
representar el movimiento. No es extraño que los impresionistas se declararan
herederos de cuadros como este. El estudioso del arte debe por fin advertir estos
detalles y ponerlos en el debido contexto de la historia de la pintura, explicar
su importancia para la evolución de la representación pictórica y situarlos en la
historia general de la cultura, una tarea nada fácil, sin duda. Si se me pregunta
si todos estos elementos son necesarios para disfrutar de la pintura les diré
que hasta cierto punto quizá no, pero que ayudan mucho. Desde luego, nos
garantizan en general un mayor disfrute, de la misma forma que un madrigal

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de Monteverdi lo disfruta más quien es capaz de entender la forma sutil en que


la música está conectada con el texto, siguiendo la teoría de los affetti, y todavía
más si es consciente de las aportaciones novedosas en armonía salidas del genio
del compositor.

Fig. 9 Velázquez: Las hilanderas, ca. 1657. El Prado.


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5. Arte, ciencia y cognición según Nelson Goodman


El último autor en el que nos vamos a detener es acaso la figura más importante
en el contexto de la presente discusión: Nelson Goodman. En general, podemos
decir que, aunque inicialmente provocadoras y poco ortodoxas, muchas de
las opiniones de Goodman sobre arte han prevalecido de algún modo. Me
atrevería a cifrar la importancia de la estética goodmaniana en tres puntos
principales. En primer lugar, su clásico de 1968 tiene el mérito de ser una
de las primeras obras en situar la discusión sobre estética en el campo de la

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filosofía analítica del lenguaje 6 . En este sentido, se ha insistido en que una de


las motivaciones de Goodman al escribir su obra fue romper con la tradición
estética dominante, fuera de tendencia idealista (Collingwood y sus seguidores)
o de tendencia empirista deweyana (Monroe Beardsley)7. En segundo lugar,
la obra de Goodman se presenta como una teoría general de las artes que
tiene en cuenta su especificidad. No se trata de un conjunto asistemático de
reflexiones abstractas sobre la esencia y el sentido de la obra de arte. Antes al
contrario, el suyo es un estudio sistemático del lenguaje de las artes a través de
una teoría general de los símbolos, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo
la idiosincrasia de cada arte y, en él, demuestra su familiaridad no solo con
las anteriores teorías de los símbolos (las de Peirce, Cassirer, Morris, el propio
Panofsky) sino también, como revela sobre todo su análisis de la notación,
con teorías y estudios específicos de cada una de las artes (desde la pintura
o la escultura hasta la literatura o la arquitectura, pasando por la música o
la danza). Una ojeada a las citas y referencias en notas a pie de página de su
libro, y quedamos rápidamente convencidos del saber casi enciclopédico de
Goodman en casi todos los campos del arte 8. Finalmente, la idea goodmaniana
de que la obra de arte es una entidad con significado, con valor cognitivo, que
requiere de interpretación y, por tanto, de recreación por parte del espectador
o lector, pervive en muchas teorías contemporáneas del arte y la literatura, que
han acabado con la idea de que el arte era cuestión de una mera contemplación
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o apreciación pasiva. Ya sabemos que en este punto no estaba solo, siendo


Gombrich uno de los principales valedores de esta idea; Goodman todavía la
acentúa más. En efecto, una de las ideas más estimulantes de Goodman fue la

6 Como muchos otros libros del autor, Languages of art se basa en una serie de conferencias previas,
las John Locke Lectures, que impartió en la Universidad de Oxford en 1962.
7 Véase Robinson (2000), p. 213.
8 Quizá no esté de más recordar que Goodman fue también un apasionado galerista y coleccionista
de arte que donó sus obras a varios museos y que dirigió en Harvard un programa interdisciplinar de
estudio de las artes (que hasta donde yo sé, continúa existiendo hoy día), así como un festival de danza.
Él mismo es autor de proyectos multimedia que combinan música, danza y pintura, por ejemplo «Rabbit
run» (1973), adaptación musical y coreográfica de la novela de John Updike.

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tesis de que el arte no está tan separado de la ciencia como en principio pudiera
parecer, sino que, para utilizar sus propias palabras:

«Las artes no deben tomarse menos seriamente que las ciencias en cuanto
modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el
amplio sentido de avance y entendimiento» (Goodman, 1978, p. 102)9.

Cada obra de arte es, en cierto modo, el descubrimiento de una manera


particular y perfectamente posible de ver el mundo, nos ofrece un modo
posible de percibirlo y comprenderlo, y ha de ser juzgada fundamentalmente
por sus propósitos cognitivos10. Hacia el final de Languages of Art (1968, p.
264), Goodman escribe estas reveladoras palabras:

«La diferencia entre arte y ciencia no es la diferencia entre sentimiento y hecho,


intuición e inferencia […] o verdad y belleza, sino más bien la diferencia en el
dominio de ciertas características específicas de los símbolos.»

Ni siquiera es posible distinguir entre ciencia y arte a partir de su diferente


función: Goodman niega que se pueda distinguir taxativamente la ciencia del
arte diciendo que la primera se ocupe del conocimiento y el segundo de buscar
el placer o satisfacción emocional. Insiste en que es un error separar percepción,
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inferencia, conjetura, etcétera por un lado, de placer, displacer, satisfacción,


etcétera, por otro, porque nos impide darnos cuenta de que justamente la
función de las emociones en la experiencia estética es cognitiva. También insiste
en que el empleo cognitivo de las emociones no es algo característico del arte
por oposición a la ciencia11.

9 La traducción es mía.
10 «Symbolizing, then, is to be judged fundamentally by how well it serves the cognitive purpose
[…] by how it participates in the making, manipulation, retention, and transformation of knowledge»
(1968, p. 258).
11 «Cognitive employment of the emotions is neither present in every aesthetic nor absent from
every nonaesthetic experience» (1968, p. 251).

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Ahora bien, esta íntima conexión del arte con la ciencia no implica para
Goodman que el arte sea reducible o supervenga sobre un sistema científico12 .
Según Goodman, cada una de estas múltiples versiones «realizan» mundos,
pero no hay una sola versión que, por así decirlo, represente el mundo real
tal como es. Goodman es un constructivista y un relativista (sutil). Su
pluralismo no es compatible con el realismo. Por tanto, podemos preguntarnos
1) hasta qué punto son concluyentes los argumentos de Goodman en contra
del reduccionismo; y 2) hasta qué punto el realismo implica monismo, como
asume Goodman. Estas dos preguntas están relacionadas, pues si el pluralismo
es compatible con el reduccionismo, es decir, si la idea de que hay distintos
mundos, en el sentido goodmaniano de múltiples versiones, puede mantenerse
aún pensando que esos distintos mundos son reducibles a una versión común
(que «representaría» el mundo real), entonces hay un pluralismo alternativo
al de Goodman, que es de corte realista13. En Goodman es muy fuerte este
componente en última instancia nominalista según el cual estamos, por así
decir, prisioneros de un lenguaje u otro:

«Estamos confinados a los modos de descripción empleados al describir lo


que describimos. Nuestro mundo, por decirlo de algún modo, consiste en
esos modos más que en un mundo o en varios» (Goodman, 1978, p. 3)14 .
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Bajo la expresión «lo que describimos», uno podría pensar que Goodman
permite la existencia de algo independiente de nuestras descripciones. Sin
embargo, poco después, el autor subraya: «No podemos examinar una versión
comparándola con un mundo no descrito, no representado, no percibido».
Presumiblemente, su argumento es que para establecer tal comparación ya
tenemos que partir de una manera de describirlo. El relativismo de Goodman
ha sido ampliamente criticado tanto desde un punto exclusivamente filosófico

12 Como bien arguye, por ejemplo, Elgin (2000, p. 219).


13 Esta es precisamente la tesis defendida por Scheffler (2000).
14 Siempre en mi traducción.

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como desde el punto de vista de la teoría del arte15. Sin embargo, el relativismo
de Goodman tiene sus límites, pues no se presenta como un relativismo burdo:
Goodman admite que hay versiones correctas y otras que no lo son. Un intento
de construir un mundo puede fracasar. Si esto es así, uno podría argumentar
si «el mundo» no sea el trasunto o referencia común de todas esas versiones
correctas.
¿Qué indica cuáles son versiones correctas y cuáles no? Pues, en principio,
las reglas sintácticas y semánticas que rigen un lenguaje artístico, y Goodman
estudia varios a lo largo de su libro (desde la notación musical o la labanotación
en danza a las distintas formas de expresión pictórica o los distintos registros
literarios). Por supuesto, el arte debe estar abierto al descubrimiento de nuevas
reglas. Ninguna forma o lenguaje tiene privilegio sobre otro, ni siquiera los hoy
existentes, los que se han impuesto sobre las abandonadas formas del pasado.
Para Goodman, no tiene sentido hablar de un estilo realista en arte, porque
para él no hay base posible de comparación aparte del propio sistema simbólico
en el que la obra de arte ha sido realizada. Todo lector de Languages of Art
recuerda la insistente y elaborada argumentación al principio de la obra con el
fin de mostrar cuán equivocada está toda concepción del arte como imitación.
En este punto coincide completamente, pues, con Gombrich. Cita la famosa
frase de Gombrich de que el ojo nunca es inocente y cita también muchos
trabajos que tienen que ver con la influencia de la cultura en la percepción. La
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representación no es algo intrínseco del objeto que tiene la función de representar


sino que depende del sistema simbólico en virtud del cual representa. De ahí
su conocida afirmación de que cualquier cosa puede representar cualquier cosa
(dependiendo siempre del sistema de símbolos) y, su no tan conocida pero
igualmente significativa aserción de que representar es una cuestión más de
clasificar objetos que de imitarlos (este es un punto en el que haré hincapié
más adelante). Así como qué cosas consideramos clases naturales depende de
cómo estamos habituados a clasificar el mundo (como sabemos por su famoso

15 Gombrich (1972) y Gombrich (1982) son dos referencias clásicas.

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

artículo sobre el nuevo enigma de la inducción), así qué consideramos una


representación realista es también una cuestión de hábito. Goodman pone el
ejemplo de cómo la manera de representar algo para un japonés del siglo xviii
y para un egipcio de la época faraónica son cosas completamente distintas:
el realismo está determinado por el particular sistema de representación
considerado estándar en una cultura y un tiempo dados16 .
Obviamente, y este es uno de los puntos en los que Goodman ha recibido
más críticas, el estudio del arte no puede agotarse solamente en los aspectos
sintácticos o semánticos. Hay en la obra de Goodman ciertas insinuaciones
o incluso afirmaciones explícitas que pueden hacernos reconsiderar un
elemento pragmático en su análisis por otro lado típicamente formalista.
Por lo demás, Goodman introduce un término técnico con el objeto de
mostrar qué diferencia el arte de cualquier otro sistema de representación
simbólica no artístico (Goodman compara aquí un dibujo de Hokusai con un
electrocardiograma17). El término en cuestión es el de «repleción» (repleteness),
una noción considerada por Goodman como sintáctica, pero que se refiere
a la relevancia de las características de la representación no artísticas (si son
o no suficientes para transmitir la información esperada): para el dibujo
son relevantes, es más: necesarias, toda una serie de características como
lo delgado o grueso del trazo de la línea, el color de la tinta, el contraste
con el fondo, etcétera, que para el electrocardiograma no son relevantes. Sin
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embargo, no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que esta noción
solo establece una diferencia de grado y nunca definitiva. Como criterio de
demarcación, caso de convencernos, es sencillamente insuficiente. Todos
los criterios sintácticos y semánticos que Goodman establece en su teoría
de la notación son, de hecho y aun en el caso de considerarlos adecuados,
insuficientes como criterios de demarcación entre lo artístico y lo no artístico.
En algunos pasajes de su obra, Goodman parece darse cuenta de este hecho.

16 Goodman (1968), p. 37.


17 Goodman (1968), p. 229.

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Al final de su análisis formalista en Languages of Art, en las últimas páginas


del libro, llega a decir:

«Todo este análisis técnico parece bastante lejano de la experiencia estética,


pero creo que una cierta concepción de la naturaleza de la estética y de las
artes comienza a emerger» (Goodman, 1968, p. 241).

Goodman complementa, pues, su teoría con elementos pragmáticos, pero


estos claramente son muy insuficientes para constituir una teoría del arte en
su totalidad. Hay muchos aspectos del arte que Goodman simplemente no
explica ni puede explicar con su teoría. Goodman se limita a decir que los
distintos lenguajes y estilos artísticos son convenciones adquiridas, hábitos de
clasificar el mundo de cierta manera y establecidos por razones históricas y
culturales más bien en un lugar que en otro, pero no nos dice en qué medida
influyen, qué papel juegan, cuál es su función y cuáles sus mecanismos de
interacción con el mundo. Tampoco explica adecuadamente la polivalencia y
polisemia de las representaciones artísticas, la cual parece una de las cualidades
consustanciales del arte, pues en estas parece jugar un papel no tanto el dominio
de ciertos sistemas o códigos simbólicos por parte del espectador o lector,
cuanto las emociones, la psicología y la propia cultura personal. Así, pues,
sus criterios sintácticos y semánticos son precisos pero insuficientes, mientras
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que sus criterios pragmáticos son imprecisos y, por tanto, en cualquier caso
también insuficientes. Pero él era, en gran medida, consciente de todas estas
dificultades.

6. Conclusión
La irrupción del relativismo y del subjetivismo en el pensamiento occidental,
unida a lo que parece una crisis del arte contemporáneo, perdido entre tantas
tendencias y visiones diferentes, incluso opuestas, ha ocasionado que se
propague un pensamiento nada alentador acerca del estado y del futuro del

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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

arte. Según dicho pensamiento, el arte tendría poco que ver con la ciencia, al
haberse convertido en un ámbito en el que todo vale y todo el mundo parece
tener la capacidad, el derecho e incluso el deber de opinar. Dependiendo de lo
relativista que se sea y de si considera la ciencia como un dominio asimismo
minado por el subjetivismo y la inexistencia de método, esto podría ser hasta
un motivo de semejanza entre la ciencia y el arte. La idea de que en arte vale
todo tiene sus antecedentes en la propia historia del arte contemporáneo,
comenzando con los objetos sacados fuera de contexto de Duchamp o la célebre
merda d’artista de Piero Manzoni, hasta la ironía fenomenal de John Cage
cuando escribe una partitura únicamente con silencios para ser «interpretada»
por un pianista durante cuatro minutos y medio. Desde luego, todos estos
experimentos pueden resultar interesantes como reflexiones metaestéticas y
como invitación al juego, pero vuelven el problema más acuciante. Quizá una
posible respuesta sea que no hay ningún problema, que el arte siempre está allí
donde se quiera verlo, sin necesidad que lo sustente una razón de ser y menos
aún un discurso teórico. Además, el arte —se nos dirá— siempre tuvo algo de
juego, más explícitamente en unas que en otras obras. Después de todo, resulta
absurda la idea de que el arte pueda verse como un resultado enteramente
predeterminado por unas reglas. Sin embargo, los autores que hemos visto a
lo largo de este capítulo muestran que el arte no nace ex nihilo de una mente
caprichosa que impone un criterio o una determinada forma de ver el mundo
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tan válida como cualquier otra. De creer a Gombrich, la obra artística se


impondrá en la medida en que solucione un problema de representación, en la
medida en que contribuya a mejorar el poder de sugestión o de alusión a un
concepto, un motivo, un pensamiento. Esto es, en la medida en que sea un
descubrimiento. Por su parte, Goodman podría leerse equivocadamente con
el fin de apoyar una suerte de relativismo en estética que, en realidad, él no
defendió nunca. La enseñanza de Goodman es que el arte tiene importantes
elementos cognitivos que un estudio sintáctico-semántico solo puede revelar
en parte. Que todo lenguaje artístico es válido en la misma medida porque
nos revela aspectos de una realidad que no podemos conocer en su totalidad.

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Xavier de Donato Rodríguez

Su enseñanza no es que todo vale, sino que toda forma artística es válida e
interesante y contribuye a nuestro conocimiento. Sería como comparar
diferentes teorías científicas que nos ayudan a organizar, predecir y explicar los
fenómenos sin que de ninguna de ellas pueda decirse que es la «historia final»,
como los realistas y los reduccionistas pretenden. Finalmente, Panofsky nos
enseña la lección más hermosa, pues para él el arte solo es tal en la medida en
que sea una efectiva contribución a la cultura, en la medida en que contribuya
a perfeccionar y enriquecer nuestro sistema o nuestra visión del mundo, y ello
en el sentido humanista de la tradición clásica a la que pertenecía, ese sentido
de exaltación de la dignidad humana que a un tiempo pone énfasis en los
valores específicamente humanos (racionalidad y libertad) y es consciente de
los defectos de su naturaleza imperfecta, esa tradición en definitiva de la que,
para nuestra inmensa desgracia, estamos tan exentos hoy en día.

Referencias bibliográficas
— Elgin, C. Z. (2000): «Reorienting Aesthetics, Reconceiving Cognition», en
The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 58: 3, pp. 219-225.
— Gombrich, E. H. (1972): «The “What” and the “How”: Perspective
Representation and the Phenomenal World», en R. Rudner e I. Scheffler
(eds.): Logic and Art. Essays in Honor of Nelson Goodman, Indianapolis/New
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York: The Bobbs-Merrill Co., pp. 129-149.


—— (1982): The Image and the Eye, Oxford: Phaidon Press.
—— (1987): Norma y forma, Madrid: Alianza Universidad.
—— (2003): Arte e ilusión, Madrid: Debate.
— Goodman, N. (1968): Languages of art, Indianapolis: Hackett (existe traducción
española con el título Los lenguajes del arte, en Seix Barral, Barcelona, 1976).
—— (1978): Ways of Worldmaking, Indianapolis: Hackett (existe traducción
española en la editorial Visor con el título de Maneras de hacer mundos).
— Hafner, E. M. (1969): «The New Reality in Art and Science», en Comparative
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Cuatro visiones acerca de la relación entre Ciencia y Arte

— Kuhn, T. S. (1982): La tensión esencial, trad. esp. de R. Helier, México: F. C.


E. Original publicado por The University of Chicago Press con el título de The
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— Panofsky, E. (1977): Estudios sobre iconología, Madrid: Alianza Universidad.
—— (1955): Meaning of the Visual Arts, Chicago: University of Chicago Press
(ed. orig. de 1955).
— Robinson, J. (2000): «Languages of art at the Turn of the Century», en The
Journal of Aesthetics and Art Criticism, 58: 3, pp. 213-218.
— Scheffler, I. (2000): «A Plea for Pluralism», en Erkenntnis, 52, 161-173.
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