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1. Introducción
A veces se pretende insistir en que ciencia y arte son mundos separados.
Incluso modernamente, allí donde muchos han querido ver coincidencias,
algunos grandes artistas del siglo xx se apresuraron a manifestar los límites de
una precipitada comparación entre dos mundos después de todo tan diferentes.
Así, por ejemplo, preguntado por el valor que ha de conceder el artista a las
nuevas imágenes científicas del mundo, el pintor Paul Klee dijo que el artista
debe utilizar el conocimiento científico solo en el ejercicio de su libertad
intelectual, y el escultor constructivista Antoine Pevsner (fig. 1), preguntado
en una ocasión por el papel de las matemáticas en su trabajo, aclaró:
«Mi obra no tiene nada que ver con las matemáticas o la ciencia, aunque los
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Es contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada
tienen que ver entre sí, que se dirigen las reflexiones siguientes. Es más, la idea de
1 La traducción es mía.
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considerar el arte como una ciencia, de insistir en que justamente arte y ciencia,
lejos de constituir mundos separados, son dominios colindantes e incluso
coincidentes, es una idea clásica, que encontramos ya en el Renacimiento italiano
—por ejemplo, en Vasari y en Leonardo— y la reencontramos modernamente
en los pintores impresionistas y neo-impresionistas2 . El presente capítulo tiene
el modesto propósito de examinar algunas preguntas acerca de la relación entre
ciencia y arte de la mano de cuatro autores cuyas reflexiones pueden resultar
iluminadoras en el debate actual: Kuhn (1922-1996), Gombrich (1909-2001),
Panofsky (1892-1968) y Goodman (1906-1998).
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2 El estudio sobre la ley de contraste simultáneo de los colores del químico e industrial Michel Eugè-
ne Chevreul (publicado en 1839), director del Museo de Historia Natural de París, influyó tanto sobre los
impresionistas y neo-impresionistas como lo pudieron hacer los experimentos de Delacroix con el color.
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3 La traducción es mía.
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Así, señala Kuhn, las pinturas, las esculturas… son las obras finales del
arte, mientras que las imágenes científicas que puedan acaso tener elementos
estéticos son productos secundarios de la actividad científica. Por otra parte,
la estética es un objetivo en sí de la actividad artística, mientras que la ciencia
es a lo sumo un instrumento, un criterio de elección entre teorías que son
comparables en otros muchos aspectos, o una guía para la imaginación que
busca la clave para solucionar un acertijo técnico difícil de manejar. El objetivo
del artista es la producción de objetos estéticos y los problemas técnicos son
los que el artista debe resolver para llegar a la producción de tales objetos,
mientras que para el científico, el problema técnico es el objetivo y la estética
un mero instrumento. Al recordar que los astrónomos de la Antigüedad y de
la Edad Media estaban limitados por la perfección estética del círculo, Kuhn
nos insiste en que
importante para la astronomía antes del siglo xvi pues era necesario un
cambio previo en la visión del sistema astronómico. Así, la visión pitagórica
que Kepler tuvo de las armonías matemáticas en la naturaleza fue un
instrumento para el descubrimiento de que las órbitas elípticas se conforman
a la naturaleza. Pero no fue más que un instrumento: el instrumento
correcto en el momento correcto para la solución de un apremiante acertijo
técnico, la descripción del movimiento observado de Marte» (Kuhn, 1977,
p. 368).
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Pero la diferencia más evidente que ve Kuhn entre ciencia y arte tiene que
ver con el modo muy distinto de valorar la tradición: si en el caso del arte, la
tradición todavía juega un papel muy importante en el gusto del público y en
la formación de los artistas, en la ciencia todo nuevo avance relega al olvido
las contribuciones previas en la materia, especialmente si pasan a verse como
anticuadas y erróneas. Ya nadie lee, ni conviene leer, a los grandes científicos
del pasado, a no ser que uno sea —como lo era Kuhn— un historiador de la
ciencia. «A diferencia del arte, la ciencia destruye su pasado» (Kuhn, 1977,
p. 370). Por otro lado, en el arte, el triunfo de una determinada técnica o
estilo no vuelve errónea a otra anterior y, por eso, el arte puede soportar al
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Maneras que, por así decirlo, ya estaban ahí, pero que todavía no habían sido
descubiertas. Gombrich nos recuerda la cita de Constable, el gran paisajista
inglés (fig. 2), según la cual:
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más lejos de la realidad. Lo que hizo Constable fue más bien adaptar aquello
que veía a los medios de que disponía. Eso sí, como pintor innovador que era,
quería rehuir las normas preestablecidas de la pintura paisajista de la época.
Las gamas de color eran entonces algo muy calculado. Así, por ejemplo, los
colores cálidos (especialmente las tonalidades pardas y doradas) debían estar
en primer término, mientras que los fondos debían diluirse en un azul pálido.
Existían recetas para pintar las nubes y los troncos de los árboles, las rocas y
el agua de los ríos. Es bien sabido que los pintores de la época, probablemente
también Constable en alguna ocasión, solían pintar no mirando el paisaje al
natural sino reflejado en un espejo que les facilitaba la tarea al reducirles la
gama de tonalidades del paisaje y uniformizarles el conjunto en un todo menos
detallado pero más simple. Este espejo (fig. 3) llamado «de Claude» (por su
posible inventor, el pintor francés Claude Lorraine) era un espejo pequeño,
cóncavo, de color negro, que reducía el paisaje sintetizando las tonalidades de
colores volviéndolas más simples.
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tarde, hacia 1875, algunos científicos, como el fisiólogo austriaco Ernst Wilhelm
Ritter von Brücke, se atrevieran a dictar sentencia con respecto al problema de
la luz en la pintura. Según Brücke, los pintores estaban destinados a fracasar
en su intento de traspasar la sensación de luz a la tela. Hoy sabemos que estaba
equivocado. Los experimentos de Claude Monet en esa misma época fueron la
prueba de lo contrario. La fig. 4 corresponde a su famoso óleo de la fachada de
la Catedral de Ruán al mediodía (1894), en el que Monet consiguió plasmar la
reverberación que produce la luz a esa hora del día.
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Fig. 5. Monet: Impresión. Sol naciente (1873). Musée Marmottan Monet, París.
Los ejemplos podrían multiplicarse en todas las artes. Y sería muy ilustrativo
comprobar que los experimentos revolucionarios en arte, los que han llevado
a nuevas formas artísticas, fueron mal recibidos y mal comprendidos en sus
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de todo cuanto tiene que ver con lo japonés, explican fácilmente su falta
de capacidad para entender, pues eso era al fin y al cabo. Esta misma falta
de familiaridad con el objeto de su dibujo, en este caso la anatomía de una
ballena, llevó al artista holandés del grabado siguiente (fig. 7) a dibujar una
aleta demasiado cercana a la cabeza del animal, pues quizá le recordaría una
oreja (se trata de un grabado que representa una ballena arrojada por el mar
a las costas de Holanda y data de 1598). Este mismo error fue transmitido
en otros grabados inmediatamente posteriores y supuestamente dibujados del
natural. Esto quizá recuerde la divertida anécdota relacionada con la fig. 8,
el rinoceronte de Durero, que hasta bien entrado el siglo xviii constituyó el
modelo para representar a este animal perisodáctilo, incluso en los tratados
de zoología.
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Volvamos ahora a la idea general de Gombrich. La idea es, pues, que el artista
no copia o imita, sino que traduce mediante algo semejante a un código, y esto
es lo que explica que ciertas cosas fueran posibles y otras no lo fueran en cierto
momento dado. El degustador del arte, y no digamos ya el historiador, tiene la
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4 Este mismo pensamiento sobre la obra de arte como descubrimiento psicológico se halla muy
claramente expuesto en la obra de Rudolf Arnheim (1904-2007), especialmente en su obra maestra Arte
y percepción visual (1954).
5 Véase Goodman (1968, p. 33).
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volúmenes y los planos, por placenteros que sean como espectáculo visual,
deben entenderse también como algo que comporta un significado que
sobrepasa lo visual (hay aquí una diferencia con Gombrich, pues mientras
que para Gombrich los recursos técnicos de representación, pongamos por
ejemplo, la perspectiva, son fundamentalmente convencionales, establecidos
tras largas series de ensayos y errores, Panofsky otorga a dichos recursos una
función simbólica profunda —esta, por otra parte importante, diferencia
no la quería explotar en este capítulo pues me llevaría demasiado lejos—).
En un primer plano (no tan primero, pues un verdadero análisis de una obra
de arte debe comenzar con una descripción puramente material, fáctica, de
la obra y, por tanto, preiconográfica), el estudioso del arte debe identificar
imágenes y alegorías en las figuras que tiene delante. Esto es algo que
requiere conocimiento, aunque un conocimiento que se puede adquirir de
forma relativamente fácil. Tener a mano la Iconografía de Cesare Ripa o la
Legenda Aurea de Jacobo de la Vorágine nos podría solucionar bastantes
problemas desde un inicio. Lo que en un segundo plano debe realizar el
estudioso es bastante más complicado y requiere del concurso de todos
sus vastos conocimientos referidos a casi todos los ámbitos de la cultura:
el valor simbólico y la significación cultural de una obra, que a menudo
inconscientemente son trasladados por el artista a la obra de arte. Esta
lectura más compleja desde luego no la puede dictar tratado sistemático
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9). Panofsky hubiera preferido, desde luego, una obra del Renacimiento. Hoy
es comúnmente admitido que esta pintura representa la historia de Atenea
y Aracne, que se describe en el libro VI de las Metamorfosis de Ovidio. Esta
lectura permaneció inadvertida para los estudiosos hasta muy tarde. Incluso
Carl Justi, el insuperable estudioso de Velázquez y su tiempo, pensó que
se trataba meramente de una pintura de género que mostraba una escena
cotidiana en el interior de una fábrica de tapices. Hoy la interpretación más
ampliamente aceptada es que debajo de la lectura mitológica hay una lectura
más profunda, de manifiesto artístico (como en Las Meninas), según la cual
se pretendería hacer apología de las bellas artes y mostrar la superioridad de la
pintura sobre la artesanía, estableciendo una especie de origen divino para la
figura del genio artístico (que por supuesto sería Velázquez). En general, esto
tiene que ver con que la obra de arte permite, obviamente, lecturas ilimitadas
y ahí radica precisamente su grandeza. Pero también está relacionado con algo
mucho más concreto y cultural: la superposición de lecturas, una mitológica y
otra moral, por ejemplo, era un juego típico del Barroco, como bien sabemos
por la literatura de la época, y las artes plásticas no son una excepción. Sea
como fuere, lo cierto es que el autor del cuadro le confirió una importancia
decisiva entre sus obras, pues, incluso a distancia, resultan evidentes los
recursos novedosos, revolucionarios, en el uso del color y lo difuminado de
los contornos o en la rapidez y soltura del trazado de las pinceladas. Por cierto,
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6 Como muchos otros libros del autor, Languages of art se basa en una serie de conferencias previas,
las John Locke Lectures, que impartió en la Universidad de Oxford en 1962.
7 Véase Robinson (2000), p. 213.
8 Quizá no esté de más recordar que Goodman fue también un apasionado galerista y coleccionista
de arte que donó sus obras a varios museos y que dirigió en Harvard un programa interdisciplinar de
estudio de las artes (que hasta donde yo sé, continúa existiendo hoy día), así como un festival de danza.
Él mismo es autor de proyectos multimedia que combinan música, danza y pintura, por ejemplo «Rabbit
run» (1973), adaptación musical y coreográfica de la novela de John Updike.
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tesis de que el arte no está tan separado de la ciencia como en principio pudiera
parecer, sino que, para utilizar sus propias palabras:
«Las artes no deben tomarse menos seriamente que las ciencias en cuanto
modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el
amplio sentido de avance y entendimiento» (Goodman, 1978, p. 102)9.
9 La traducción es mía.
10 «Symbolizing, then, is to be judged fundamentally by how well it serves the cognitive purpose
[…] by how it participates in the making, manipulation, retention, and transformation of knowledge»
(1968, p. 258).
11 «Cognitive employment of the emotions is neither present in every aesthetic nor absent from
every nonaesthetic experience» (1968, p. 251).
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Ahora bien, esta íntima conexión del arte con la ciencia no implica para
Goodman que el arte sea reducible o supervenga sobre un sistema científico12 .
Según Goodman, cada una de estas múltiples versiones «realizan» mundos,
pero no hay una sola versión que, por así decirlo, represente el mundo real
tal como es. Goodman es un constructivista y un relativista (sutil). Su
pluralismo no es compatible con el realismo. Por tanto, podemos preguntarnos
1) hasta qué punto son concluyentes los argumentos de Goodman en contra
del reduccionismo; y 2) hasta qué punto el realismo implica monismo, como
asume Goodman. Estas dos preguntas están relacionadas, pues si el pluralismo
es compatible con el reduccionismo, es decir, si la idea de que hay distintos
mundos, en el sentido goodmaniano de múltiples versiones, puede mantenerse
aún pensando que esos distintos mundos son reducibles a una versión común
(que «representaría» el mundo real), entonces hay un pluralismo alternativo
al de Goodman, que es de corte realista13. En Goodman es muy fuerte este
componente en última instancia nominalista según el cual estamos, por así
decir, prisioneros de un lenguaje u otro:
Bajo la expresión «lo que describimos», uno podría pensar que Goodman
permite la existencia de algo independiente de nuestras descripciones. Sin
embargo, poco después, el autor subraya: «No podemos examinar una versión
comparándola con un mundo no descrito, no representado, no percibido».
Presumiblemente, su argumento es que para establecer tal comparación ya
tenemos que partir de una manera de describirlo. El relativismo de Goodman
ha sido ampliamente criticado tanto desde un punto exclusivamente filosófico
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como desde el punto de vista de la teoría del arte15. Sin embargo, el relativismo
de Goodman tiene sus límites, pues no se presenta como un relativismo burdo:
Goodman admite que hay versiones correctas y otras que no lo son. Un intento
de construir un mundo puede fracasar. Si esto es así, uno podría argumentar
si «el mundo» no sea el trasunto o referencia común de todas esas versiones
correctas.
¿Qué indica cuáles son versiones correctas y cuáles no? Pues, en principio,
las reglas sintácticas y semánticas que rigen un lenguaje artístico, y Goodman
estudia varios a lo largo de su libro (desde la notación musical o la labanotación
en danza a las distintas formas de expresión pictórica o los distintos registros
literarios). Por supuesto, el arte debe estar abierto al descubrimiento de nuevas
reglas. Ninguna forma o lenguaje tiene privilegio sobre otro, ni siquiera los hoy
existentes, los que se han impuesto sobre las abandonadas formas del pasado.
Para Goodman, no tiene sentido hablar de un estilo realista en arte, porque
para él no hay base posible de comparación aparte del propio sistema simbólico
en el que la obra de arte ha sido realizada. Todo lector de Languages of Art
recuerda la insistente y elaborada argumentación al principio de la obra con el
fin de mostrar cuán equivocada está toda concepción del arte como imitación.
En este punto coincide completamente, pues, con Gombrich. Cita la famosa
frase de Gombrich de que el ojo nunca es inocente y cita también muchos
trabajos que tienen que ver con la influencia de la cultura en la percepción. La
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embargo, no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que esta noción
solo establece una diferencia de grado y nunca definitiva. Como criterio de
demarcación, caso de convencernos, es sencillamente insuficiente. Todos
los criterios sintácticos y semánticos que Goodman establece en su teoría
de la notación son, de hecho y aun en el caso de considerarlos adecuados,
insuficientes como criterios de demarcación entre lo artístico y lo no artístico.
En algunos pasajes de su obra, Goodman parece darse cuenta de este hecho.
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que sus criterios pragmáticos son imprecisos y, por tanto, en cualquier caso
también insuficientes. Pero él era, en gran medida, consciente de todas estas
dificultades.
6. Conclusión
La irrupción del relativismo y del subjetivismo en el pensamiento occidental,
unida a lo que parece una crisis del arte contemporáneo, perdido entre tantas
tendencias y visiones diferentes, incluso opuestas, ha ocasionado que se
propague un pensamiento nada alentador acerca del estado y del futuro del
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arte. Según dicho pensamiento, el arte tendría poco que ver con la ciencia, al
haberse convertido en un ámbito en el que todo vale y todo el mundo parece
tener la capacidad, el derecho e incluso el deber de opinar. Dependiendo de lo
relativista que se sea y de si considera la ciencia como un dominio asimismo
minado por el subjetivismo y la inexistencia de método, esto podría ser hasta
un motivo de semejanza entre la ciencia y el arte. La idea de que en arte vale
todo tiene sus antecedentes en la propia historia del arte contemporáneo,
comenzando con los objetos sacados fuera de contexto de Duchamp o la célebre
merda d’artista de Piero Manzoni, hasta la ironía fenomenal de John Cage
cuando escribe una partitura únicamente con silencios para ser «interpretada»
por un pianista durante cuatro minutos y medio. Desde luego, todos estos
experimentos pueden resultar interesantes como reflexiones metaestéticas y
como invitación al juego, pero vuelven el problema más acuciante. Quizá una
posible respuesta sea que no hay ningún problema, que el arte siempre está allí
donde se quiera verlo, sin necesidad que lo sustente una razón de ser y menos
aún un discurso teórico. Además, el arte —se nos dirá— siempre tuvo algo de
juego, más explícitamente en unas que en otras obras. Después de todo, resulta
absurda la idea de que el arte pueda verse como un resultado enteramente
predeterminado por unas reglas. Sin embargo, los autores que hemos visto a
lo largo de este capítulo muestran que el arte no nace ex nihilo de una mente
caprichosa que impone un criterio o una determinada forma de ver el mundo
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Su enseñanza no es que todo vale, sino que toda forma artística es válida e
interesante y contribuye a nuestro conocimiento. Sería como comparar
diferentes teorías científicas que nos ayudan a organizar, predecir y explicar los
fenómenos sin que de ninguna de ellas pueda decirse que es la «historia final»,
como los realistas y los reduccionistas pretenden. Finalmente, Panofsky nos
enseña la lección más hermosa, pues para él el arte solo es tal en la medida en
que sea una efectiva contribución a la cultura, en la medida en que contribuya
a perfeccionar y enriquecer nuestro sistema o nuestra visión del mundo, y ello
en el sentido humanista de la tradición clásica a la que pertenecía, ese sentido
de exaltación de la dignidad humana que a un tiempo pone énfasis en los
valores específicamente humanos (racionalidad y libertad) y es consciente de
los defectos de su naturaleza imperfecta, esa tradición en definitiva de la que,
para nuestra inmensa desgracia, estamos tan exentos hoy en día.
Referencias bibliográficas
— Elgin, C. Z. (2000): «Reorienting Aesthetics, Reconceiving Cognition», en
The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 58: 3, pp. 219-225.
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