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Michela Marzano

La muerte
como
espectáculo

La difusión de la violencia
en Internet
y s u s implicaciones éticas
Michela Marzano
LA MUERTE COMO
ESPECTÁCULO
Estudio sobre la «realidad-horror»

Traducción de Nuria Viver Barri

Colección dirigida por Josep Ramoneda


con la colaboración de Judit Carrera

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t u s Q uets
Título original: La mort spectacle.
Enquête sur l'«horreur-réalité»

1.a edición en Tusquets Editores España: febrero de 2010


1.a edición en Tusquets Editores México: abril de 2010

O Éditions Gallimard, 2007

© de la traducción: Nuria Viver Barri, 2010


Diseño de la colección: Estudio Úbeda
Reservados todos los derechos de esta edición para
©Tusquets Editores México, S.A. de C.V.
Campeche 280 Int. 301 v 302 - 06100 México, D.E
Tel. 5574-6379 Fax 5584-1335
www. tusquetsedi tores .com
ISBN: 978-607-421-168-9
Fotocomposición: Anglofort, S.A.
Impresión: Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.
Centeno 162-1 - México, D.F.
Impreso en México

Queda rigurosam ente prohibida cualquier forma de repro­


ducción, distribución, comunicación pública o transform a­
ción total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los
titulares de los derechos de explotación.
Índice

Prólogo ....................................................... 9

La «realidad-horror» ............................... 17
La sociedad de la in d ife re n c ia ............... 63
¿Qué h a c e r? ................................................ 95
A Jacques
Prólogo

Al estudiar el fenóm eno pornográfico, a


m enudo me he topado con imágenes de vio­
lencia, tortura, violación, hum illación... La
evolución rápida hacia lo hiperduro, a partir
de finales de los años noventa, generalizó es­
tos espectáculos cada vez m ás crudos. Sin
embargo, en la m ayoría de los casos, sólo se
tratab a de escenificaciones. Escenificaciones
extrem as y am biguas, es cierto, porque eso
es lo propio del porno, una mezcla de ficción
y de realidad. Pero estas producciones tam ­
bién tenían parte de representación cinem a­
tográfica; pertenecían al ám bito del artifi­
cio, con un guión, actores, actrices, realiza­
dores... En los años setenta, se oía decir que
existían vídeos que supuestam ente represen­
taban violaciones y asesinatos muy reales de
una o varias víctimas, pero no existía ningu­

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na prueba form al de lo que los rum ores lla­
m aban las películas snuff. No obstante, yo
em pezaba a hacerm e preguntas: a p artir del
m om ento en que se m uestran individuos re­
ducidos a «cosas», de los que se puede dispo­
ner a placer, ¿qué nos im pide deslizam os de
la ficción a la realidad?
En 2004, todo se trasto rn a. Es cuando
aparecen los vídeos m acabros, realizados por
grupos islamistas. Circulan libremente por In­
ternet y los ven miles de personas en Occiden­
te. M uestran la fría ejecución por degolla­
ción de cientos de prisioneros occidentales en
Irak o en Afganistán. Encontré en ello una tris­
te respuesta a mis prim eras preguntas, la rea­
lidad había sustituido progresivam ente a la
ficción. Las imágenes representaban torturas
y asesinatos reales. Quise saber más. ¿Cuál era
la am plitud del fenómeno? ¿Qué m ostraban
exactam ente los vídeos? ¿Dónde se podían
encontrar? ¿Quién los m iraba? Y sobre todo,
¿cómo habíam os llegado a ese extremo?
Al tom ar la decisión de intentar respon­
der a estas preguntas, de comprender, no sa­
bía entonces que iba a em barcarm e en un au­
téntico viaje a las profundidades del infierno.

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Porque esta vez ya no se trataba de reflexionar
sobre esa mezcla am bigua de ficción y de rea­
lidad que pone en escena la pornografía, sino
de llevar a cabo un estudio sobre la violencia
real y el horror extrem o puestos al alcance
de todos los usuarios potenciales de la Red.
Una violencia y un h o rro r que no son el pro­
ducto de una simulación, sino que m uestran
violaciones, torturas y degollaciones perfecta­
m ente auténticas. Una violencia y un horror
que expresan la crueldad en estado puro. De
m anera que, durante meses, dudé, aplacé, no
di el paso. Después, un día, tomé la decisión.
Em pecé a mirar, una vez, otra vez, una vez
m ás...
Cabría preguntarse por qué sentí la ne­
cesidad -o la o b lig ació n - de visionar esas
imágenes, en ocasiones varias veces. Cabría
tam bién observar que la voluntad de com ­
prender, por loable que sea, no está exenta de
riesgos. Debo precisar, sin embargo, que el
descubrim iento y el análisis de estas produc­
ciones no se deben a ninguna especie de gus­
to por el horror. Cada vez que «hacía clic»
sobre un vídeo, sentía aum entar la repugnan­
cia; cada vez tenía que «forzarme»; cada vez

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era violento... Pero tenía que saber exacta­
mente de qué iba a hablar; para no basarm e
en las im presiones de los demás; para obser­
var de prim era m ano y sin interm ediarios un
fenómeno cuya m agnitud, visiblemente, no
deja de aum entar.
A lo largo de este estudio, visioné decenas
de vídeos de degollaciones. H abría podido
continuar, porque en Internet se encuentran
m uchos m ás. Pero había alcanzado el u m ­
bral físico y psíquico de la tolerancia. Ade­
más, el acceso a estas imágenes no siem pre
es fácil; para llegar a ellas, a m enudo hay que
navegar por la Red durante horas, pasar de
un sitio a otro y a veces en trar en páginas
web que se encuentran en el límite de la le­
galidad. Porque el sitio principal que a n ­
tes hacía fácilmente accesibles estos vídeos
-O g rish .co m - se cerró definitivam ente en
enero de 2006. En efecto, se dieron cuenta de
que, cada día, m ás de 200.000 personas m i­
raban aquellas imágenes y de que el núm ero
de visitantes superaba los 700.000 cuando
se ponía en línea un nuevo vídeo. Hoy, otros
sitios ofrecen los m ism os servicios, pero el
acceso es m ás com plicado. Entre los sitios

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francófonos que continúan m ostrando estas
imágenes, el núm ero de visitantes varía de
6000 a 8000 al día, pero no se dispone actual­
m ente de ningún dato sobre los sitios angló-
fonos y árabes.
Otro elem ento significativo es la m ultipli­
cación de foros de discusión alrededor de es­
tos vídeos. He visitado varias decenas de ellos.
Igualm ente, en este caso, es imposible saber
cuántos hay de form a precisa y cuál es el nú­
m ero exacto de visitantes. Existen pocos si­
tios que den cifras (según las escasas indica­
ciones disponibles, el núm ero de inscritos
oficiales se elevaría a un centenar y el de visi­
tantes a varios miles). Más allá de la preci­
sión de los datos cuantitativos, en cualquier
caso es cierto que miles de personas, sobre
todo jóvenes, m iran estas imágenes, a veces
repetidam ente, y lo que m uestran es literal­
m ente insoportable.
¿Cómo explicar que tanta gente quiera vi-
sio n ar estos vídeos? ¿Quieren inform arse,
com o dicen a veces en los foros, o sim ple­
m ente se sienten «intrigados» por la m uerte
film ada en directo? ¿Qué razones, qué pul­
siones conducen a un adolescente o a un

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adulto a contem plar o a discutir durante ho­
ras en un chat con desconocidos acerca de
estos indecibles espectáculos? ¿Qué visión del
hom bre pueden tener, cuando viven en una
sociedad que no deja de potenciar los dere­
chos hum anos? Además, ¿qué se puede h a­
cer? ¿Hay que perm itir que estas imágenes
sean accesibles? ¿El cierre de los sitios que
los cuelgan sería un beneficio para el interés
general o un atentado contra la libertad de
expresión?
Mi propósito es justam ente in tentar es­
clarecer estas cuestiones. Pero, para hacerlo,
necesito em pezar por co n tar mi «viaje» y
describir las consecuencias, la principal de
las cuales es anestesiar poco a poco, «neutra­
lizar», el juicio del espectador. Estas im áge­
nes extrem as que se construyen con un tras-
fondo de odio, odio tanto hacia uno m ism o
como hacia los demás, estos vídeos que h a­
cen un espectáculo de actos de barbarie ge­
neran, en efecto, una nueva form a de barba­
rie, la de la indiferencia.
Lo cual es como decir que la m uerte co­
mo espectáculo nos concierne a todos. Por­
que el fenóm eno se produce muy cerca de

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nosotros, incluso en nuestras propias casas,
donde la crueldad p en etra por el peque­
ño tragaluz del ordenador o del móvil. Des­
pués del reinado de la telerrealidad, ¿hemos
entrado en el de la «realidad-horror»?

15
La «realidad-horror»

El ru m o r crecía desde hacía algunos


años. Circulaba un poco por todas partes,
alarm aba a unos, sorprendía a otros e im pul­
saba a algunos a lanzarse a búsquedas im ­
probables. ¿El rum or? Películas clandesti­
nas, con imágenes auténticas de malos tratos
y asesinatos reales, se vendían a escondidas,
en París, en Bruselas, en Londres, en Nueva
York... ¿Su nom bre? Películas snuff, del ver­
bo inglés to snuff, que significa literalm ente
«apagar, despabilar u n a candela, ahogar la
llam a de una vela». Las películas snuff, que
supuestam ente escenificaban la m uerte real
de un individuo, circulaban entre un público
restringido, dispuesto a pagar m ucho dinero
para visionar la hum illación, el sufrim iento y
la m uerte.
Se realizaron diversas investigaciones po­

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liciales a p artir de los años setenta; fue en­
tonces cuando los periodistas em pezaron a
em plear la expresión «películas snuff». E n
1975, Joseph Horm an, un sargento de la poli­
cía de Nueva York perteneciente al servicio
de control del crim en organizado, habló en la
prensa de la existencia de películas clandesti­
nas en rollos de ocho m ilím etros. En la m is­
m a época, el New York Post y el Daily News se
hicieron eco de las investigaciones del FBI
como consecuencia de los rum ores que circu­
laban entonces sobre estas cintas sulfurosas.
A pesar de todos estos esfuerzos, ninguna
prueba form al pudo confirm ar la existencia
real de las películas snuff. Es cierto que las
cintas confiscadas por la policía o por el FBI
eran m uy violentas, pero siem pre se trataba
de ficciones y no de vídeos que exhibían ase­
sinatos reales.
Saliesen a la luz otras películas que m os­
traban violaciones y m uertes reales, realiza­
das por asesinos en serie; imágenes tom adas
por los asesinos para poder «revivir» en im á­
genes, por así decir, los m om entos más inten­
sos de sus crím enes. Pero estas películas,
descubiertas por la policía durante los regis­

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tros en los apartam entos de estos criminales
y utilizadas como pruebas por la justicia, no
estaban destinadas a circular y m enos toda­
vía a ser comercializadas.
Sin embargo, a principios de los setenta,
el im aginario del público parecía cada vez
m ás sensible al ru m o r de las películas snuff.
Y p ro n to la in d u stria cinem atográfica se
apropiaría del fenóm eno y produciría cierto
núm ero de ficciones. E n 1979, Paul Schrader
realiza Hardcore, donde se aborda, por pri­
m era vez de form a explícita, el tem a de las
películas snuff. Schrader, preocupado por la
verosimilitud, llega al extremo de integrar en
su película las im ágenes de un asesinato su­
puestam ente auténtico. Unos años m ás tar­
de, David Cronenberg recupera el tem a en Vi-
deodrome (1982). Esta vez, en u n a película
que m ezcla hábilm ente realidad y ciencia fic­
ción, las imágenes de tortura y asesinato se
difunden por la televisión, com o si la vio­
lencia y la m uerte p u d ieran efectivam ente
convertirse en un gran espectáculo. Max, el
héroe de la película, dirige una pequeña cade­
na en u n a red por cable y propone a sus te­
lespectadores secuencias chocantes. Un día,

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tropieza por casualidad con un program a ti­
tulado «Videodrome». Sin intriga ni persona­
je, la película es una sucesión de asesinatos y
torturas. Max, prim ero fascinado p o r estas
imágenes, se da cuenta progresivam ente de
que «Videodrome» tiene el poder de alterarle
la m ente y el cuerpo. En realidad, la sociedad
«Spectacular Optical», productora de «Video­
drom e», es un a organización política que
utiliza las señales de vídeo para m anipular a
los espectadores. Max se sum erge así en una
ilusión perm anente y em pieza a creer que es­
tos cam bios físicos y psíquicos pueden con­
ducirle a vivir en una «nueva carne». Sin em ­
bargo, ¿se trata de una evolución positiva o
de una pesadilla? Las escenas finales de la
película son equívocas; Max se abandona a
la nueva carne, y «Videodrome» se cierra con
un eslogan, «¡Vive la carne nueva!», lanza­
do por nuestro héroe en el m ism o m om ento
en que se dispone a suicidarse en el caos de
una últim a y devastadora alucinación. Como
trasfondo, una voz fem enina lo guía: «Estoy
aquí para guiarte, Max. He aprendido que la
m uerte no es el fin. Puedo ayudarte. Ahora
debes llegar hasta el final, una transform a­

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ción total. No tengas miedo de dejar m orir
tu cuerpo, conténtate con venir a mí, Max,
ven con Nicki. ¡Mira, voy a m ostrarte lo fácil
que es!».
En 1996, Tesis, la película española de
Alejandro Amenábar, obtiene un gran éxito.
Cuenta la historia de Ángela, una estudiante
m adrileña que investiga para su tesis, dedica­
da a la violencia en el medio audiovisual. En­
cuentra a otro estudiante, Bosco, un psicópa­
ta que rapta chicas jóvenes con el objetivo de
torturarlas y m atarlas ante la cám ara. Fasci­
nada por la personalidad de Bosco, Ángela ter­
m inará por m irar las imágenes de tortura que
aparecen en la pantalla, una m anera para el
realizador de sugerir que cualquiera puede
convertirse en espectador potencial de este
tipo de vídeos.
Después, en 1999, Joel Schum acher reali­
za Asesinato en ocho milímetros, cuya histo­
ria se desarrolla en Estados Unidos. Se inicia
con el descubrim iento, por la viuda de un m i­
llonario, de una película en superocho que
representa a una m uchacha, medio desnuda,
golpeada y asesin ad a a navajazos por un
hom bre encapuchado. La investigación de

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un detective privado descubre al espectador
que el m illonario había encargado esta pe­
lícula por el precio de un millón de dólares.
El objetivo de Joel Schum acher es alertar y
prevenir. «No solam ente quisiéram os no ver
nunca películas de este tipo», declara des­
pués del rodaje, «sino que, en lo más profun­
do de nosotros mismos, rezam os para que no
existan realm ente, porque sólo pensarlo es
dem asiado horrible. Me niego a creer en la
realidad de semejantes ignominias.» Pero su
deseo es letra m uerta, y de la ficción y el ru ­
m or que acom pañan a las películas snuff, se
pasa insensiblem ente a la realidad.
En efecto, apenas un año más tarde, se
asiste al nacim iento de un fenóm eno que ya
no pertenece al simple ru m o r y que actual­
mente, unos diez años después, parece for­
m ar parte de nuestra vida cotidiana; se trata
de vídeos de m ala calidad que m uestran m a­
los tratos, violaciones y asesinatos. ¿Películas
snuff? Sí y no. Como las películas snuff, estos
vídeos presentan la to rtu ra y la m uerte en
directo. Pero, a diferencia de las películas
snuff, no persiguen un objetivo com ercial,
se film an y se difunden por Internet, donde

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todo el m undo puede verlas una y otra vez.
Los prim eros vídeos conocidos d atan de
2000. Reproducen las imágenes de malos tra ­
tos y asesinato de civiles durante los enfren­
tam ientos de Chechenia. Es el inicio de una
«moda m acabra», la «realidad-horror» m ulti­
media.

El 3 de abril de 2000, el servicio de prensa


del K rem lin m anda una cinta al Consejo de
Europa, en Estrasburgo. Contiene una serie
de secuencias grabadas en vídeo que los ru­
sos p resen tan com o crím enes chechenos.
Después de una serie de estudios, que com­
paran la cinta con otra un poco m ás antigua
y un poco m ás larga, se observa que los auto­
res de las torturas y los asesinatos quizá no
son únicam ente chechenos. Pero m ás allá de
los potenciales autores y de los objetivos es­
tratégicos que pueden explicar p o r qué la
cinta llega a Estrasburgo unos días antes de
la deliberación sobre el conflicto checheno
en la Asamblea Parlam entaria del Consejo de
Europa, el hecho sobrecogedor es el montaje

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particular de una serie de secuencias que ex­
hiben actos de tortura. Una de ellas m ues­
tra a un individuo encapuchado que levanta
un hacha y corta de un golpe la cabeza de un
hom bre tendido en el suelo, con los pies y las
manos atadas. Otras presentan a unos hom ­
bres abatidos de un disparo en la sien. Otra
secuencia, y en prim er plano, m uestra la cara
de un hom bre joven, con la cabeza pegada al
suelo; un cuchillo le corta la garganta en el
espacio de unos segundos; la sangre fluye
del tronco m ientras la m ano del verdugo se
apodera de la cabeza y la levanta ante la
cám ara...
A p artir de entonces, se m ultiplican los ví­
deos que m uestran en im ágenes los m alos
tratos, las torturas y las ejecuciones en Che-
chenia. Los policías chechenos, encargados
de restablecer el orden en la república rebel­
de, eran los que film aban sus crímenes con
los teléfonos móviles. G rababan estos vídeos
para después com partirlos y m ostrarlos a sus
amigos, a sus familias y a sus jefes. La prácti­
ca podía llegar lejos. Por ejemplo, un vídeo
m uestra a un grupo de hom bres que m altra­
tan a una mujer, le rapan la cabeza y le pintan

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una cruz verde en la frente (el color del islam)
porque sospechan que ha tenido relaciones
íntim as con un soldado ruso ortodoxo. La
m ujer recibió golpes tan fuertes que sufrió un
aborto. Se puede asistir también a ejecucio­
nes sum arias y a decapitaciones. En un vídeo,
se observa al líder checheno, el prim er m inis­
tro Ram zan Kadyrov, que mira, sin intervenir,
a sus milicianos m ientras em pujan a varios
hom bres al interior del maletero de un coche,
probablem ente hasta asfixiarlos. Algunos alle­
gados de la periodista rusa Anna Politkovs-
kaia, asesinada el 7 de octubre de 2006 en Mos­
cú, afirm an que m urió, entre otras cosas, por
haberse atrevido a denunciar la existencia de
estos vídeos. Como confirm a Serguéi Soko-
lov, ex redactor jefe de la Novaia Gazeta, el bi-
sem anario donde escribía la periodista rusa,
«cerram os los ojos ante estos espectáculos
m acabros, porque, en nuestro país, la vida
hum ana tiene poco valor».

La realización y la difusión de vídeos m a­


cabros se m ultiplican y pronto cam bian de

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naturaleza cuando los islam istas se apropian
de ellos p ara convertirlos en una herram ien­
ta de propaganda.
El 22 de febrero de 2002, el periodista es­
tadounidense Daniel Pearl es degollado. Se
m anda una cinta de vídeo de la ejecución al
consulado de Estados Unidos en Pakistán. La
cadena de televisión estadounidense CBS di­
funde secuencias que m uestran al periodista
justo antes de ser asesinado por sus secues­
tradores, aunque se abstiene de difundir la
ejecución en la pantalla. Poco tiem po des­
pués, el vídeo integral circula por Internet. El
hom bre está pálido, habla despacio, proba­
blem ente lo han drogado. Todo ocurre muy
deprisa, sus declaraciones, el acta de acusa­
ción, la decapitación, la cabeza levantada
como signo de trofeo.
El 12 de mayo de 2004, otra secuencia
de vídeo, la del asesinato de Nicholas Berg,
un hom bre de negocios estadounidense de
26 años, se p resenta parcialm ente en tres
grandes cadenas de televisión anglosajonas.
Al día siguiente, la CIA confirm a su autenti­
cidad. Como en el caso de Daniel Pearl, el ví­
deo integral muy pronto se puede encontrar

26
en Internet. Con una duración de 5 m inutos
y 37 segundos, este vídeo está com puesto por
dos secuencias distintas: la presentación y
después la ejecución. La cám ara se coloca
prim ero sobre un soporte y después sobre el
hom bro durante los dos últimos planos del
asesinato. Esta vez, la degollación constituye
una auténtica puesta en escena política, pues
Berg aparece sentado en el suelo, vestido con
un chándal naranja. El signo es terriblem en­
te elocuente, ¡se trata del atuendo de los pri­
sioneros de G uantánam o! Detrás de él, hay
cinco personas encapuchadas, de pie, que es­
cuchan una larga declaración en árabe. Des­
pués, em piezan los alaridos. Sale un cuchillo.
El hom bre es degollado vivo. La cabeza, como
la de Daniel Pearl, se levanta, como un tro­
feo, en señal de victoria. También en este caso,
varios sitios web dan acceso a estas im áge­
nes. ¿Quién las ha difundido? ¿A quién «bene­
ficia» el crimen?
Continuemos. El 22 de junio de 2004, el
joven surcoreano Kim Sun-Il, un traductor
que trabajaba para la sociedad Gane General
Training, es decapitado por terroristas ira­
quíes. D urante 3 m inutos y 45 segundos, se

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ve desfilar lo innom brable. Kim llora y grita:
«No quiero morir»; «Quiero volver a casa»;
«Os lo ruego, dejadm e vivir». Los gritos se
m ezclan con las lágrim as ante la im pasibili­
dad de los talibanes. La desesperación del jo ­
ven invade la escena, m ientras los verdugos
leen su condena a m uerte. El tiem po pare­
ce infinito. Y el ritual m acabro se repite; el
joven está tendido en el suelo, el verdugo en­
capuchado del grupo Tawhid wal Jihad (Gru­
po de la Unicidad Divina y de la Guerra San­
ta) saca un largo cuchillo, el janyar, utilizado
para los sacrificios y las degollaciones. Sigue
la decapitación. Y, m ientras la cabeza de la
víctima se eleva en señal de victoria, los tali­
banes declaran: «Alá es grande». En este
caso, la «escenificación» es, por decirlo de al­
guna m anera, menos cuidadosa, aunque Kim
Sun-Il está vestido de naranja, como Nicho-
las Berg, com o los prisioneros de Guantána-
m o...
El vídeo de su degollación se cuelga inm e­
diatam ente en la Red, a pesar de las prohibi­
ciones del Gobierno coreano. Un responsable
del M inisterio de Inform ación y Com unica­
ción incluso advierte que cualquier usuario

28
de la Red que difunda las imágenes será san­
cionado. Pero nada consigue detener su pro­
pagación.

El 30 de diciem bre de 2006 es el día del


ahorcam iento de Sadam Husein. La televi­
sión pública Al-Iraqiya difunde una secuen­
cia de u n a veintena de segundos, film ada por
los servicios de com unicación del prim er m i­
nistro chiíta N ouri al-Maliki; m uestra, sin
sonido, los últim os instantes del dictador, a
fin de dem ostrar que el «tirano [está] bien
muerto»; Sadam Husein tiene las m anos ata­
das a la espalda y la cara descubierta. Una
vez más, Internet va m ucho más lejos y hace
circular imágenes piratas filmadas con un te­
léfono móvil. El vídeo, que dura 2 m inutos y
43 segundos, m uestra las condiciones exactas
de la ejecución. Los testigos de la escena son
todos chiítas, y en el m om ento en que el dic­
tador em pieza a invocar el nom bre de Alá,
los guardianes se ponen a gritar el de Moqta-
da al-Sadr, el jefe de una de las principales
milicias chiítas iraquíes. En las imágenes, se

29
percibe prim ero la escalera que conduce a la
horca, u n a instalación de m etal rojo coloca­
da varios m etros por encim a del suelo. Sa­
dam, rodeado de verdugos vestidos de civil y
encapuchados, avanza sobre la tram pilla,
con una cuerda gruesa al cuello. Chasquean
unos cuantos flashes de cám aras fotográfi­
cas. Uno de los verdugos ajusta la cuerda y
aprieta un poco más el enorm e nudo lateral.
Entonces algunas personas lanzan «¡Moqta­
da, M oqtada, Moqtada!». «Vete al infierno»,
grita otro testigo. Sadam recita la shahada,
la profesión de fe m usulm ana. Los flashes de
las cám aras fotográficas destellan de nuevo.
Con un ruido metálico, la tram pilla se abre
antes incluso de que term ine la últim a plega­
ria. El ex dictador cae al vacío. Siguen unos
segundos de confusión; las imágenes inten­
tan enfocar el cadáver que continúa balan­
ceándose. Prim er plano de la cabeza del ajus­
ticiado, colgado de la cuerda, con el cuello
roto. Sadam Husein está m uerto, pero toda­
vía tiene los ojos abiertos. Gritos entre los
asistentes. Un testigo invoca a «Dios el mise­
ricordioso» y reza a su vez. «El tirano ha caí­
do, maldito sea», clama otro. «Dejad que cuel­

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gue de la cuerda», ordena un tercer hombre.
«Que siga colgado d u ran te ocho m inutos.
¡Que nadie lo descuelgue!»
El presidente estadounidense George W.
Bush celebra la ejecución de Sadam Husein
com o una «etapa im portante» en el camino
hacia la dem ocracia en Irak, «una dem ocra­
cia que puede gobernarse, ser autosuficiente
y defenderse, y ser un aliado de guerra contra
el terror». En cambio, Francia, Italia, Ingla­
terra, Suiza y otros m uchos países se suble­
van contra el ahorcam iento del ex dictador y
estim an que nunca hay que responder a la
barbarie con la barbarie... Más allá de las po­
lém icas alrededor de la pena de m uerte, la
transform ación en «espectáculo» de la ejecu­
ción de Sadam H usein es lo que plantea pro­
blem as. En efecto, el vídeo integral de su
ahorcam iento, todavía disponible en línea, se
añade a las otras im ágenes m acabras que
atraen a los internautas. En uno de los sitios
en que se puede consultar, incluso se lee: «¡Fi­
nalm ente, el vídeo com pleto de la m uerte de
Sadam Husein tom ado con un teléfono m ó­
vil!». Como si el hecho de m ostrar este vídeo
form ara parte de u n derecho fundam ental

31
a la inform ación. ¿Inform ación o «realidad-
horror»?
En la línea de esta singular voluntad de
«informar», el 16 de m arzo de 2007, el noti­
ciario televisado de la noche de la Rai Uno
ofrece la grabación realizada por periodistas
italianos del proceso sum ario al que fueron
sometidos el periodista Daniele Mastrogiaco-
mo, su chófer, Sayed Agha, y su intérprete,
Adjmal N aqshbandi. Los tres hom bres es­
tán arrodillados, con u n a venda en los ojos y
las m anos atadas a la espalda, y un grupo de
talibanes les ap u n tan a la cabeza con sus
arm as. Se han elim inado del vídeo las im á­
genes del asesinato de Sayed Agha, pero
m uestra las que preceden a la degollación y
después el cuerpo tendido en el suelo. Sin
em bargo, el vídeo com pleto nunca será di­
fundido por Internet. Igual que el del asesi­
nato de Fabrizio Q uattrocchi. Este joven
guardaespaldas había sido asesinado en 2004
y el vídeo de su ejecución se había m andado
a la cadena de televisión Al-Jazeera. El Go­
bierno italiano no lo obtuvo hasta dos años
más tarde. En los extractos todavía accesi­
bles hoy en Internet, el italiano está arrodi-

32
liado; justo antes de ser abatido, pide a sus
secuestradores que le quiten el pañuelo que
le cubre la cabeza: «Voy a enseñaros cómo
m uere un italiano».
¿Por qué el vídeo tardó tanto tiempo en
llegar a las autoridades italianas? ¿Por qué,
además, los terroristas no lo difundieron de
inm ediato por Internet como en los otros ca­
sos? ¿El valor del joven los incomodó? Esta
hipótesis dice m ucho sobre el uso de la «rea-
lidad-horror» por parte de los grupúsculos
terroristas.

E n los sitios que propagan estos vídeos,


se invoca el derecho de los ciudadanos a ser
«informados». En nom bre de la libertad de
inform ación, se hacen públicas im ágenes
abrum adoras. Por otra parte, el acceso a la
inform ación se reivindica cada vez más co­
mo un derecho, el derecho a saber, conocer,
forjarse una opinión propia... Sin embargo,
a pesar de la aparente facilidad con la que
cada uno puede ahora tener acceso a todo
tipo de imágenes, surgen nuevos problemas.

33
¿Hay que m ostrarlo todo? ¿Es realm ente in­
form ación lo que busca el que visiona estas
imágenes?
Uno de los vídeos m ás crudos que he po­
dido visionar en Internet es el realizado el
22 de octubre de 2004 por el grupo m usulm án
iraquí Ansar al-Sunna, los «protectores de la
tradición». M uestra la decapitación con un
cuchillo de un hom bre iraquí que supuesta­
mente es un traidor y un espía. La ejecución
se realiza aparentem ente con facilidad, como
si se tratara de una escenificación hollywoo-
diana. El verdugo corta con rapidez la gar­
ganta del hom bre, sujetado por un acólito, y
después retrocede un m om ento p ara dejar
pasar los prim eros espasm os de la agonía. La
víctima respira entonces ruidosam ente (con
cada inspiración, el hom bre agonizante aspi­
ra su propia sangre), m ientras el verdugo lo
observa con aire distante. A continuación,
cuando el flujo de sangre disminuye, pero an­
tes de que el m oribundo deje de respirar, lo
decapita y m uestra su cabeza ante la cám ara.
El hom bre es arrastrado como un anim al des­
tinado al m atadero. Y, para abatirlo, se utili­
za la m ism a técnica que para m atar corderos.

34
Los Ansar film an sus actos y procuran
que se difundan am pliam ente a fin de exten­
der el «reino del islam». Por otra parte, es el
objetivo de la m ayoría de vídeos de este tipo,
que representan, para los islamistas, un ele­
m ento de propaganda, lo cual explica por
qué son de fácil acceso, sobre todo en los si­
tios islam istas. Los terroristas se han con­
vertido, pues, en productores de películas, en
guionistas. A principios de los años noventa,
sus vídeos, todavía sum arios, sólo com pren­
dían los discursos inflam ados de predicado­
res radicales, con objeto de reclutar m ilitan­
tes para la causa islamista. A m ediados de los
años noventa, estos predicadores -b ajo la in­
fluencia de Osama bin Laden- em pezaron a
darse cuenta del interés que estos vídeos sus­
citaban ante la opinión pública occidental.
Com prendieron que poseían una nueva arm a
de com unicación. Y, por lo tanto, decidieron
ir m ás lejos, golpear m ás fuerte, hasta reali­
zar verdaderas películas snuff.
Los vídeos de asesinatos se h an converti­
do ahora en productos eficaces, cargados de
referencias m íticas de una cultura del odio y
generadores de inducciones al asesinato. Son

35
imágenes que integran un decorado y un telón
de fondo cuidadosam ente concebidos y que
m andan m ensajes dirigidos a un auditorio
bien identificado. Los vídeos más recientes
traducen claram ente esta «asimilación de las
reglas del arte», obedecen a una especie de
guión estereotipado, casi invariable, en que
las víctimas leen antes de m orir una declara­
ción, a m enudo en un dúo siniestro con sus
asesinos.

Para los autores de estas películas, los es­


pectadores potenciales de sus crímenes se di­
viden en dos grupos: el m undo m usulm án y
Occidente. El objetivo es llegar igualm ente a
ambos, pero provocando en el seno de cada
uno u n a reacción diferente. Las im ágenes
destinadas a los m usulm anes se conciben
para incitarlos a actuar; son «vídeos de reclu­
tam iento» que pretenden exacerbar el odio
hacia los occidentales. Las degollaciones p ú ­
blicas se han convertido en u n a herram ienta
de expresión y de presión política por la tea-
tralización de las inm olaciones hum anas.

36
Como explica el filósofo Abdelwahab Med-
deb en Contre-Prêches (2006), si el rito del sa­
crificio celebra la sustitución del hom bre por
el anim al, la locura terrorista es su inversión
sim étrica. Nos hace descender a la barbarie
pura, pues algunos islam istas llegan incluso
a discutir en Internet sobre el detalle de las
técnicas de degollación hasta ahora reserva­
das a las bestias para la fiesta del Aid. Existe
en ello u na desnaturalización de los ritos de
sacrificio analizados por René Girard en La
violencia y lo sagrado (1972). El rito del sacri­
ficio se basa en dos tipos de sustituciones: en
prim er lugar, una víctim a única sustituye a
todos los m iem bros de la com unidad; en se­
gundo lugar, la víctim a del sacrificio (en ge­
neral un animal) sustituye a la víctim a propi­
ciatoria. Por eso, este rito hace posible una
especie de catarsis, es decir, una purificación,
que previene el contagio de la violencia; la
víctim a es única y se trata, generalmente, de
un anim al. En cambio, los sacrificios hum a­
nos perpetrados por los islam istas no hacen
m ás que encadenar una escalada sin fin de la
violencia m ediante la m ultiplicación sin fin
de las víctimas. Porque el espectáculo de la

37
violencia a menudo tiene algo contagioso, una
deriva a la que es muy difícil escapar.
El m ensaje que vehiculan estos mismos
vídeos destinados a Occidente es de una na­
turaleza muy distinta. Las imágenes preten­
den sobre todo invadir la conciencia de los
espectadores. Se ve en ellas a seres hum anos
que im ploran por su vida. El diseño carece
aparentem ente de am bigüedad; se tra ta de
suscitar el espanto y el m iedo de una socie­
dad considerada como rica, culpable, velei­
dosa y decadente. Sin em bargo, las reaccio­
nes del público están lejos de ser claras. Por
una parte, los occidentales parecen querer
volver en su provecho la propaganda islamis-
ta. Es una m anera de decir: «Mirad la barba­
rie de los islamistas», hasta el punto de pasar
horas para encontrar estos vídeos, visionar­
ios, a veces incluso grabarlos y m irarlos repe­
tidam ente. Por otra parte, el horror de estas
imágenes, m ás allá del estupor que provocan,
da la m edida de la am plitud del fenóm eno y
del peligro que representan. Incita por ello a
considerar m edidas de precaución. Los sitios
islam istas com o al-ansar.biz o al-ansar.net se
han eclipsado. Otros, por ejemplo Ogrish.com,

38
como hem os visto, se han cerrado. No obstan­
te, estos vídeos continúan circulando libre­
m ente por la Web, a veces gracias a hackers
que se los han descargado y los difunden en
otros sitios, donde siguen siendo accesibles,
o bien por falta de vigilancia, o bien intencio­
nadam ente, como si, en el fondo; estas im á­
genes m acabras pudieran alim entar el odio
hacia los terroristas a causa de la barbarie
que m uestran.
Intención o negligencia, la circulación de
estos vídeos en el lím ite de lo insoportable
tiene com o resu ltad o in stalar progresiva­
m ente en el espectador una form a de insensi­
bilidad y de indiferencia frente al sufrim ien­
to de los demás. De m anera que el objetivo
últim o se habrá alcanzado: eliminar, con la
propia com plicidad de los occidentales, toda
form a de civilización.

M ientras los terroristas m ultiplicaban su


sin iestra faena, los países occidentales se
acostum braban poco a poco a los espectácu­
los de violencia extrem a. Es cierto que, la

39
m ayoría de las veces, se tratab a de ficciones
o de videojuegos y no de violencia real. Hay
que decir que algunos videojuegos y algunos
sitios pornográficos integran escenas de m u­
tilación, violación y tortura. Algunos incluso
llegan a presentar, al lado de películas de vio­
lación y de sadom asoquism o, vídeos islamis-
tas de degollaciones. Por supuesto, se trata
de una pequeña m inoría. Pero es justam ente
en un sitio de pom o duro anglòfono donde
he podido visionar la decapitación de Shosei
Koda, un m ochilero japonés de 24 años (el
joven había sido secuestrado y ejecutado en
octubre de 2004, después de que expirase el
ultim átum lanzado por el grupo de Abu Mus-
sab al-Zarkaui al Gobierno japonés para reti­
rar sus tropas de Irak). Es como si ya no exis­
tiera diferencia entre la ficción y la realidad;
una vez que se ha adquirido la costum bre de
m irar imágenes de extrema violencia, ¿por qué
con ten tarse con la «ficción-horror»?, ¿con
un h orror de ficción? ¿Por qué no acceder al
horror real? En efecto, podem os preguntar­
nos si la ficción no es el preludio, la vía de ac­
ceso, en cierta manera, a la «realidad-horror».
En este sentido, hay que conceder un lu­

40
gar especial a la serie estadounidense 24 ho­
ras. E sta ficción de Fox TV, cuya prim era di­
fusión data de 2001, alcanzó una audiencia
sem anal de unos quince millones de telespec­
tadores. Cada episodio de 24 horas describe
u n a jo rn a d a ago tad o ra du ran te la cual el
agente de contraterrorism o Jack Bauer dis­
pone sólo de veinticuatro horas para hacer
fracasar un com plot terrorista que pone en
peligro a Estados Unidos. Bauer, enfrentado
a una situación de am enaza terrorista, opta
invariablem ente p o r rec u rrir a la to rtu ra
para obligar a los sospechosos a divulgar in­
form aciones cruciales. Algunos m étodos de
to rtu ra utilizados en 24 horas com prenden la
utilización de drogas, el sim ulacro de ahoga-
m iento o de electrocución. Durante las cinco
prim eras tem poradas de la serie, se asistió a
no m enos de sesenta y siete casos de tortura,
según el Parents Televisión Council, lo cual
representa m ás de un acto de tortura por epi­
sodio. D urante una entrevista en el program a
estadounidense Democracy Now del 22 de
febrero de 2007, Tony Lagouranis, un m ilitar
estadounidense que sirvió en Irak, declaró
que los interrogadores enviados a este país

41
habían copiado algunos m étodos y situacio­
nes utilizados en 24 horas:

Cuando realizamos interrogatorios en Irak


en 2004, nos dijeron que la Convención de
Ginebra no se aplicaba allí. Entonces carecía­
mos de instrucciones que nos precisaran lo
que debíamos hacer, puesto que habíamos
sido formados según esta Convención. Por lo
tanto, la gente tomaba prestadas las ideas de
la televisión. Y entre las cosas que se copia­
ban de la tele estaban el simulacro de aho-
gamiento, las falsas ejecuciones, las falsas
escenas de tortura [...]. Recuerdo haber visto
gente mirar las series que describen la tortu­
ra, y 24 horas pudo formar parte de estas
series.

Pero volvamos a los hechos. En mayo de


2004, el Ejército de Estados Unidos descu­
brió unas fotos de soldados estadounidenses
que m altratab an y hum illaban a detenidos
iraquíes en la prisión de Abu Grhaib y las di­
fundieron p o r la cadena de televisión CBS.
R ápidam ente dieron la vuelta al m undo y
suscitaron la indignación general. Los acon­

42
tecim ientos se rem ontan a noviembre y di­
ciem bre de 2003. E n las fotos, se ven prisio­
neros iraquíes desnudos sometidos a torturas
con electricidad y otros tratos degradantes.
Una im agen m uestra a unos hom bres obliga­
dos a sim ular actos sexuales; otra, a un hom ­
bre desnudo de pie sobre una caja, con el ros­
tro cubierto por una capucha y unos hilos
eléctricos atados a los miembros; otra, a un
m ilitar estadounidense que hace el signo de
la victoria ante una pirám ide de cuerpos des­
nudos...
Interrogado por Dan Rather, el periodista
estrella de la CBS, en la emisión 60 Minutes II
del 28 de abril de 2004, el general M ark Kim-
mitt, jefe adjunto de operaciones m ilitares de
la coalición, se m ostró «aterrado»;

Son nuestros compañeros, personas con las


que trabajamos todos los días, nos represen­
tan, llevan el mismo uniforme que nosotros
[...]. Esperamos que nuestros soldados sean
bien tratados por el enemigo. Si no podemos
dar ejemplo sobre la manera de tratar a las
personas con dignidad y respeto, no podemos
pedir que las otras naciones lo hagan.

43
Luego añadió que se tratab a «de una pe­
queña m inoría». Después le tocó el turno al
sargento Chip Frederick, uno de los soldados
encausados y pendiente de ser juzgado por un
tribunal militar, en especial por haber m al­
tratado a los detenidos y haberles ordenado
que se golpearan unos a otros. «No teníam os
ningún apoyo, ninguna instrucción, y yo no
dejaba de preguntar ciertas cosas a mis supe­
riores, leyes y reglas, que no llegaban», decla­
ra el soldado, al que una foto m uestra senta­
do sobre un prisionero.
La reacción del presidente Bush fue p ru ­
dente. El 6 de mayo, en W ashington, en pre­
sencia del rey Abdalá II de Jordania, declaró
que «lam entaba las hum illaciones sufridas
por los prisioneros iraquíes y sus familias».
Pero añadió: «También lam ento que las per­
sonas que m iran estas fotos no com prendan
la verdadera naturaleza de América». Apa­
rentem ente, los soldados estadounidenses se
dan cuenta de lo que hacen. La principal ra ­
zón que conduce a algunos de ellos a tom ar
estas fotos es muy anodina. Como parecen
reconocer, es «fun», divertido. Pero ¿es posi­
ble divertirse con el sufrim iento ajeno hasta

44
convertirlo en objeto de fotos y vídeos? ¿No
estarem os en presencia de u n a desviación
evidente de la sociedad del espectáculo y del
ocio? La prueba de ello es que el oyente de
una em isión de radio del muy conservador
Rush Limbaugh, que escuchan millones de
estadounidenses, m inim iza la n atu raleza
de los actos: «Amontonar hom bres desnudos
se parece a una novatada». Y Lim baugh res­
ponde: «¡Exactamente! [...] Sabe, cada día
disparan sobre esta gente. Hablo de los que
han pasado buenos m om entos. ¿Ha oído h a­
blar alguna vez de la descarga emocional?»
(Rush Limbaugh Show, 4 de mayo de 2004.)
Es cierto que los abusos com etidos en
Abu G hraib no se pueden com parar con las
degollaciones y las decapitaciones que los is-
lam istas utilizan com o espectáculo. Además,
los responsables han sido denunciados, juz­
gados y castigados. Pero eso no im pide que
las fotos tom adas p o r los soldados estado­
unidenses en esta prisión se inscriban clara­
m ente en el nuevo uso que se hace hoy de las
im ágenes, que se h a n convertido cada vez
más en m ensajes para diseminar, p ara hacer
circular. Antaño, fotografiar la guerra form a­

45
ba parte del ám bito de los reporteros y de los
fotógrafos profesionales; hoy los propios sol­
dados son los que hacen las fotografías, se
intercam bian im ágenes entre ellos y las en­
vían p o r m ail a sus amigos al otro extremo
del m undo. Su objetivo no es hacer reporta­
jes ni inform ar al público sobre la situación
trágica en Irak, sino «pasar un buen rato»,
en nom bre del espectáculo, el nom bre de lo
«fun».

¿Es u n a casualidad que, hace unos cuatro


o cinco años, haya aparecido otra «moda»,
el happy slapping, justificada precisam ente
en nom bre de lo «fun»? E n abril de 2006, la
agresión de una profesora del instituto La-
voisier de Porcheville, en Yvelines, Francia,
film ada con un teléfono móvil y difundida
por Internet, provocó u n a gran conmoción.
Fue cuando se descubrió en Francia este fe­
nóm eno social, que en realidad surgió en In­
glaterra hacia el año 2004 y que se conoce
con el nom bre de happy slapping, literalm en­
te «felices bofetadas». Consiste en caer so­

46
bre u n a víctim a e infligirle una especie de
«correctivo», m ientras un cómplice filma la
escena con una cám ara o con un móvil. Co­
mo su nom bre indica, el happy slapping en
prin cip io form aba p arte del ám bito de lo
«fun», lo divertido. Pero rápidam ente se m os­
tró m ás bien temible.
E n junio de 2005, en un barrio de Leeds,
Inglaterra, una adolescente fue asesinada por
varios disparos de rifle; su m uerte se filmó y se
difundió por Internet. En la actualidad, se han
descubierto más de doscientos casos de happy
slapping en Inglaterra, que van de la simple
bofetada y la paliza «recreativa» a la violación
y el asesinato. En diciem bre del año 2005, en
Londres, una joven inglesa de 15 años, Chel-
sea O’Mahoney, y sus cómplices Reece Sarge-
ant, 21 años, Darren Case, 18 años, y el joven
David Blenman, 17 años, fueron declarados
culpables de la agresión a David Morley,
38 años. El guión es simple. La chica de la
banda se acerca a la víctim a y hace u n a señal
a sus cómplices, que em piezan a golpear a su
presa h asta la m uerte, m ientras otro filma la
escena.
Estos nuevos «juegos» tam bién h an llega­

47
do a Francia, donde se h an extendido con
extraordinaria rapidez. E n 2007, el m inistro
de Educación Nacional hablaba de un caso de
happy slapping por sem ana. Con unos clics,
se encuentran los vídeos de happy slapping en
Internet, donde los internautas pueden m i­
rarlos repetidam ente, antes de iniciar discu­
siones -« ch ats» - en los foros. Algunas im á­
genes tien en una ap arien cia anodina: una
m ujer golpeada en una parada de autobús; un
niño derribado de la bicicleta; un hom bre,
dorm ido en un bus, despertado por un ado­
lescente con una violenta bofetada, etcétera.
Pero estas «felices bofetadas» a m enudo van
más lejos que los golpes o los tortazos, hasta
la puesta en escena de incendios de coches o
violaciones. En Niza, en enero de 2007, una
estudiante de 13 años, víctim a de una viola­
ción colectiva, descubre, abatida, que las fo­
tos de la escena, tom adas con un móvil, circu­
lan por el patio de su escuela. En abril de
2007, en Pantin (Seine-Saint-Denis), unos ado­
lescentes obligan a unos niños de 9 y 11 años
a un com bate de boxeo en una plazoleta ro­
deada de tela metálica, filman la escena con
un móvil y difunden las imágenes por Inter­

48
net. El vídeo, de 1 m inuto y 28 segundos de
duración, sólo está en línea unos días, después
de la denuncia interpuesta por la m adre de
uno de los niños. Los adolescentes, interro­
gados por la policía, declaran que, p ara ellos,
sólo se tratab a de un juego, de una diversión
como otra.
El happy slapping es una práctica cuyo
significado no está claro, al menos a prim era
vista. Para empezar, consiste en una agresión
corporal tradicional, cuyo objetivo es hum i­
llar y hacer vulnerable a la persona agredida.
Sin em bargo, al film ar la escena, se transfor­
m a el sufrim iento de otro en una fuente de
entretenim iento y diversión para com partir
con otros, cada vez m ás num erosos y anóni­
mos, gracias al móvil y a Internet. Massire
Touré, el joven de 20 años que filmó la agre­
sión de la profesora de Porcheville (Yvelines)
en 2006, sostuvo que había actuado «sin ra ­
zón y sin motivo» y acaba de ser condenado a
seis meses de prisión por «falta de asisten­
cia a u n a persona en peligro y atentado con­
tra la vida privada».
¿Cómo es posible que unos jóvenes se di­
viertan lesionando a la gente y film ando sus

49
actos? ¿Por qué se ríen ante el sufrim iento
hum ano?

E n un foro de discusión de la Red, los in-


ternautas, en su m ayoría jóvenes, intercam ­
bian sus opiniones sobre los vídeos de deca­
pitación. A parentem ente, parecen ten er la
costum bre de com unicarse entre sí y hablan
de estas escenas com o si se tra ta ra de un
tem a de conversación com o otro cualquiera.
La persona que lanzó en un sitio francófono,
en abril de 2007, el foro «Vídeos de decapita­
ción» parece buscar u n a respuesta a una se­
rie de preguntas que se plantea después de
haber m irado la degollación de Nicholas Berg.
«He visto recientem ente el vídeo de la ejecu­
ción de Nick Berg en Irak. ¿Qué?, ¿ya habéis
visto un vídeo que m uestra la decapitación
de un rehén? ¿Qué pensáis de eso?» Las res­
puestas llegan deprisa, diferentes, a m enudo
sorprendentes, a veces inquietantes. «¡Lo evi­
to entre el entrante y el postre!», responde de
inm ediato alguien, seguido por otro que, sin
ningún problem a, replica: «¡Sí, en casa de un

50
amigo, he visto algo de este tipo! ¡Nos diverti­
mos mucho!». Después el tono asciende. Los
inscritos a este foro son unos sesenta, con
una m edia de edad de 20 años. Los visitantes,
en cam bio, son m ucho más num erosos y, se­
gún las estadísticas del sitio, dos meses des­
pués ya contaban con 10.000 lectores de es­
tos intercam bios.

-E l peor vídeo que he visto es el de un solda­


do ruso que es degollado en un prim er plano
(se veía la hoja del cuchillo pasar por la caró­
tida, la sangre que salpicaba y se oía al solda­
do toser al ahogarse en su propia sangre).
-No comprendo que se busque este tipo de
imágenes en la Red. Me ha costado mucho
no verlas [...]. No tengo la intención de poner
este tema sobre la mesa, pero hay que estar
gravemente enfermo para hacer eso... No
comprendo que se quiera ver m orir a alguien.
¿Echáis de menos las ejecuciones públicas
o qué?
-¡Me pregunto por qué caes en la agresividad
cada vez que te encuentras frente a un com­
portamiento que no comprendes!
-Q uieres que confesemos que somos unos

51
desviados y que eso nos gusta [...]. El número
de personas que dism inuyen la velocidad
ante un accidente de coche para «ver» es m a­
yor de lo que se cree.
-H e visto un vídeo en el que le cortan la ca­
beza a un chico, pero estamos tan acostum ­
brados a ver la violencia que eso me dejó
frío.

Como en otros m uchos foros, los jóvenes


se hacen preguntas y adelantan hipótesis. Al­
gunos se indignan. Otros, m ás num erosos,
parecen «hastiados», com o si el espectáculo
de la violencia no llegara realm ente a afec­
tarlos.
A veces, su discusión se vuelve muy seria y
afecta a puntos fundam entales, como la posi­
ble relación entre vídeos e información. ¿Mi­
rar estas imágenes es una form a de inform ar­
se sobre el m undo, de la m ism a m anera que
se leen los periódicos o se m ira la televisión?
¿Tenemos necesidad de verlo todo para com ­
prender bien?

-¿Realmente hay gente lo bastante estúpida


para m irar eso?

52
-Sí, ya he visto un vídeo de decapitación, no
sé si era en Irak o en otro lugar. La informa­
ción en general nunca es mala.
-M e parece que tenemos derecho a ejercer
nuestro derecho a la información, ¿no? Dejad
de tapaos la cara. ¡Tomad conciencia del mun­
do en el que vivimos!
-¿Para tomar conciencia del mundo en el que
vivimos hay que visionar estas atrocidades?
Lee los periódicos, mira a tu alrededor, qué
sé yo, hay otros métodos, ¿no? Esto me hace
pensar en algo; hace algún tiempo, vi a unos
chicos que estaban mirando unas imágenes
muy chungas en un sitio, en especial un crá­
neo humano abierto por un disparo y con el
cerebro al aire... Estuve a punto de vomitar.
Y sé que este sitio (cuyo nombre no citaré
porque no tengo ningunas ganas de hacerle
publicidad) es famoso y muy consultado por
las atrocidades que muestra. Me parece muy
malsano.
-¡El derecho a la información existe! Leer los
periódicos está muy bien y deben ser la pri­
mera fuente de información. Pero pienso que
tenemos derecho a completarla con otros ele­
mentos de información. ¡Aunque no siempre
sea bueno m irar el mundo real!

53
-O bservar la violencia por la violencia, la
sangre por la sangre, no tiene estrictamente
ningún interés en sí mismo, excepto cultivar
una especie de fascinación. Lo interesante
es comprender de forma muy precisa el con­
texto de esta violencia, el político, el social, el
histórico... a fin de entender cómo algunos
han podido llegar a esto e intentar oponerse.
En realidad, ver un vídeo sólo por verlo así,
sin explicación del porqué, del cómo, de las
reacciones que genera... no sé, me deja dubi­
tativo.
-Sólo podemos darnos cuenta del horror de
una decapitación o de una degollación cuan­
do vemos una con nuestros propios ojos.
-No creo que la gente se fuerce a ver ví­
deos para «completar su información». Los
que miran este tipo de vídeos sienten una fas­
cinación morbosa por las decapitaciones.

Sigue una discusión entre los que se di­


vierten com parando la calidad de las im á­
genes y los que se indignan con la com pa­
ración; algunos in tern au tas, dicen estos
últimos, parecen sim plem ente olvidar que se
trata de asesinatos reales, film ados y difundi­

54
dos por Internet, y no de una ficción cinem a­
tográfica.

-¡Francamente, el vídeo de Nick Berg no es


tan horrible!
-¿Qué quieres decir?
-Me explicaré. El vídeo de Berg está muy mal
filmado.
-Eso no es un espectáculo, es una ejecución.
¡Alguien que muere de verdad delante de ti!
¡Es atroz!
-Lo digo por comparación con otros vídeos
que son mucho más sangrientos que éste.
Compara y verás que la decapitación de Berg
se ha filmado muy mal, el vídeo es de muy
mala calidad.
-Pero justamente eso que me dices es lo que
me descompone. Estam os ante una ejecu­
ción, o mejor dicho, ante la masacre de un
hombre en unas condiciones abominables, y
a ti todo lo que se te ocurre es decirnos: «Lo
habrían podido filmar mejor». No estamos
juzgando la realización de una ficción de se­
rie B, se trata de la auténtica muerte de un
hombre, salvajemente ejecutado, como un ani­
mal, ante los ojos del mundo, en unas condi­
ciones de tortura horrible.

55
La verdad más perturbadora de estos in­
tercam bios aparece cuando algunos inter-
n au tas confiesan su fascinación p o r estas
imágenes. Parecen presos de un verdadero
placer. Y otros se contentan con divertirse.
Otros confiesan su indiferencia. En todos los
foros que he visitado -seis en sitios francófo­
nos y cinco en sitios anglófonos- se encuen­
tran siem pre las m ism as opiniones, aunque
la m edia de edad y el núm ero de inscritos
pueden variar de un sitio a otro.

-He visto como unos cincuenta vídeos, y no


sólo iraquíes. Cada vez, pienso en algo con­
creto; el cerebro permanece con vida durante
dos minutos después de la decapitación gra­
cias al oxígeno que queda en la sangre; así
que se puede decir que el tipo al que le aca­
ban de cortar la cabeza todavía está vivo, en
cierta m anera. Pero de ahí a decir si está
consciente o no, no sé nada. Supongo que en
estos momentos, la conciencia, como los cin­
co sentidos, no es asum ida por el cerebro,
que se concentra en la supervivencia. Fantás­
tico, ¿verdad?
-Me gusta ver un rictus forzado dibujarse en

56

y
la cara del condenado bajo el efecto de la
hoja que le estira la piel del cuello.
-¡Sois asquerosos!
-¡Si no podemos divertimos!
-Extraña m anera de divertirse... Pero, bue­
no, antaño a la gente le gustaba asistir en fa­
milia a las ejecuciones capitales; ¡no me sor­
prende que algunos sigáis fascinados por esta
morbosidad!
-E n cierta época, se ejecutaba a la gente en la
plaza pública y se mostraba la escena a los
niños [...].
-E n la Edad Media, hacían durar las ejecu­
ciones el mayor tiempo posible e incluso con­
tinuaban torturando a los cadáveres. Es pro­
palar una idea falsa al hacer creer que hoy se
están alcanzando picos de barbarie. La bar­
barie siempre ha existido. El hombre siempre
ha sido capaz de lo mejor y de lo peor.
-Realmente no comprendo por qué sorpren­
de tanto, en el momento actual, que ejecuten
a un hombre.
-Verdaderamente admiro a la gente que con­
sigue m irar eso sin que parezca afectarle de
forma especial.
-Tengo un amigo al que le gustan mucho las
ejecuciones. He podido ver un empalamien-

57
to (hundir una estaca en el ano para que la
víctima agonice e introducirla hasta que mue­
ra por ello). También he visto ejecuciones de
grupos a balazos, y un negrito en un país
de África al que los militares le arrancaron el
brazo en la parte trasera de un pick-up. He
visto un vídeo bastante conocido de degolla­
ción filmada en primer plano, seguida de deca­
pitación. Es un poco tipo «degollación de un
cerdo». Como Nick Berg. Todavía tengo el
vídeo en mi PC.
-Es gracioso, cuando ves una degollación por
primera vez, te asquea, pero sobre todo por­
que no lo conoces, no lo has visto nunca.
Ahora me da lo mismo, ya no me dice gran
cosa [...].
-Me parece imposible no sentir nada al m irar
este tipo de imágenes.
-¡Se necesita valor para m irar eso!
-Aparentem ente, hay gente que m ira este
tipo de secuencias como una simple distrac­
ción.
-Es cierto que hago mi búsqueda diaria de de­
capitaciones en la Red (las auténticas, no las
de las películas) o que las veo todos los días, e
incluso que las hago todos los días [...].

58
Éste es el p an o ram a, incom pleto pero
elocuente, de los m irones del horror. Están
los que buscan en estos vídeos una form a de
distracción; los que se m uestran más bien in­
diferentes, como si la frecuentación regular
de estas imágenes los hubiera «anestesiado»,
y finalm ente los que proclam an su adm ira­
ción por la gente «que consigue m irar eso»
sin verse afectada.

El islam ism o radical parece haber fallado


en su objetivo; no ha conseguido «aterrori­
zar» a Occidente con sus espantosos espec­
táculos. Pero ha ayudado, involuntariamente,
a expandir un fenóm eno m ucho m ás inquie­
tante, el éxito creciente de las imágenes de
«realidad-horror».
En los sitios que dan acceso a estas im á­
genes, se «procura» prevenir al internau-
ta: «Atención, este vídeo puede herir la sen­
sibilidad de los más jóvenes y de las almas
sensibles». ¿Aviso? ¿Necesidad de protegerse?
¿Amenaza implícita? ¿Medio suplem entario,
pero cam uflado, de incitación a ver? Como

59
por casualidad -si es que hay realm ente ca­
sualidades en este asunto-, la advertencia a
los jóvenes y las «almas sensibles» es exacta­
mente la m ism a que advierte a los consum i­
dores a la entrada de un sitio pornográfico.
Las «almas sensibles» deben abstenerse de
m irar... O sea, ¿que habría, por un lado, unas
mentes «sensibles», por no decir «débiles», y,
por otro, unas mentes «fuertes», resistentes,
capaces de m irarlo todo? Pero ¿de qué habla­
mos concretam ente? ¿No m irar imágenes de
asesinatos sería un signo de debilidad? ¿Qué
decir, qué pensar, de esta retórica de la sensi­
bilidad?
La prim era vez que m iré uno de estos ví­
deos, sentí un intenso malestar. Porque me
había atrevido a infringir un límite que yo
m ism a m e había im puesto; sentada en mi
butaca, acababa de asistir, trastornada, im ­
potente, al asesinato de un hom bre. Continué
experim entando las m ism as sensaciones
cada vez que tuve que visionar otros vídeos.
Cuando escuché las plegarias y la desespera­
ción de Kim Sun-Il, sentí que la rabia crecía
en mí. Después, poco a poco, me di cuenta de
que es posible acostum brarse a estas im áge­

60
nes extrem as... La costum bre, esa costum bre
que perm ite aceptar lo inaceptable, que in­
cluso puede convertir a un «alma sensible»
en m ás o menos insensible...
Las palabras de Diderot, según el cual es
m ucho m ás fácil para un pueblo civilizado
volver a la barbarie que para un pueblo bár­
baro avanzar hacia la civilización, parecen
encontrar aquí la confirm ación.

61
La sociedad de la indiferencia

Desde siempre, la virulencia de la m irada


ha sido objeto de interrogación. Se encuentra
una expresión de ello ya en la mitología grie­
ga con Medusa, cuyos ojos lanzan un fuego
tan intenso que convierten en piedra a cual­
quiera que la mire. En un texto muy famoso,
«La cabeza de Medusa» (1922), Freud se pre­
gunta lo que ha podido conducir a los pinto­
res y los escultores a representar tantas veces
esta cabeza de m ujer decapitada y rodeada
de una cabellera hecha de serpientes. Porque
si bien es el símbolo de la victoria de un héroe
que esgrim e su trofeo, tam bién cuenta con lo
necesario para suscitar el espanto y la repug­
nancia. La respuesta es sencilla. M ediante la
representación artística, el espanto y el asco
son, por así decir, sublim ados. El arte posee
aquí una función bien establecida, perm ite a

63
los hom bres d om inar y su b lim ar precisa­
mente sus miedos.
Pero cuando hablam os de vídeos de ase­
sinatos, de violaciones o de tortura, nos en­
contram os an te varias am bigüedades. ¿De
qué tipo de representación se trata? ¿Esta­
mos todavía en el m arco de u n a represen­
tación? ¿Hay en este caso u n a form a cual­
quiera de sublim ación? Por otra parte, estas
preguntas no solam ente conciernen a los ví­
deos propiam ente dichos. También se refie­
ren a sus espectadores. ¿Por qué m irar estas
imágenes de asesinatos? ¿No estarem os recu­
perando una práctica b árb ara antigua, la de
los sacrificios hum anos organizados con fi­
nes de espectáculo? ¿Acaso los vídeos que
escenifican la m uerte no corren el riesgo de
producir u n a sociedad de la indiferencia, en
la que nadie se preocupa por el otro?

Tanto si se trata de una pintura, una es­


cultura, u n a fotografía o un vídeo, u n a re ­
presentación es, para em pezar, el fruto de
una elección. R epresentar un objeto no signi­

64
fica ú n icam en te copiarlo o convertirlo en
imagen, sino tam bién darle un valor, anim ar­
lo; es designarlo como un «objeto particular»
atribuyéndole un sentido nuevo; es evocarlo,
hacerlo aparecer, volverlo presente.
En este m arco, las fotos de guerra realiza­
das por fotógrafos profesionales o reporteros
de im agen pretenden atraer la atención so­
bre la tragedia de la guerra y los sufrim ien­
tos que genera. El autor se interroga; adopta
un ángulo y una ilum inación; selecciona un
tema. La foto traduce una intención que se
m aterializa p o r la separación entre el punto
de vista del fotógrafo y la realidad; esto per­
mite al fotógrafo dar testim onio de ciertos
aspectos de la realidad y descartar otros. Es
decir, las fotos de guerra sirven no solam ente
para informar, sino tam bién para «consolar»;
más allá de los cadáveres que m uestran, tie­
nen u n a función de purificación y contribu­
yen a un trabajo de reparación esencial para
los supervivientes y, de form a más general,
para los seres vivos. En sum a, cuando se
pone un objeto o una realidad en imágenes,
existen unas reglas que definen incluso el es­
tatuto de las representaciones. Por ejemplo,

65
el ángulo de visión elegido por el au tor de
una foto delim ita sus contornos y perm ite co­
m unicar a los espectadores cierta visión del
mundo. La sensibilidad del autor es lo que
define el m arco y el contexto en el interior de
los cuales se reproduce el objeto. También
deja al espectador la libertad de m antener
una distancia y de tom ar posición con res­
pecto al objeto representado: su relación con
la im agen no está com pletam ente lim itada
por lo que ve; su m irada puede deslizarse so­
bre ciertos detalles, retener otros, apropiarse
de lo real representado, en trar en contacto
con sus em ociones y su subjetividad. De m a­
nera que la cosa, como tal, desaparece y em ­
pieza a form ar parte de otra realidad, la que
cada uno construye a su m anera, según su
sensibilidad, sus intereses, sus deseos y sus
obsesiones.
Las imágenes, en otras palabras, siem pre
m uestran u n a cosa que no es la cosa en sí
misma; entre representación y realidad, exis­
te una distinción irreductible, aunque sólo
sea porque la cosa m ostrada no está disponi­
ble ni es utilizable com o tal. Nietzsche, en
sus Fragmentos postumos, dice con razón que

66
«tenemos el arte para no caernos al fondo
de la verdad». O, com o explicaba Aristóteles
m ucho antes que él en la Poética, hablando
del teatro, la tragedia es una representación
que, m ed ian te la puesta en práctica de la
piedad y del espanto, hace posible la catar­
sis, es decir, la purificación de las emociones
(48 b 19 y siguientes). Por eso, las escenas a
las que asistía el espectador, en una tragedia,
le perm itían ejercitar su m irada y despertar
sus em ociones por objetos a su vez purifi­
cados; la tragedia le daba la posibilidad de
encontrarse no frente a la simple visión de las
cosas, sino ante el producto de la mimesis, la
imitación.
Esto vale tam bién para el cine. En Saló o
los 120 días de Sodoma (1975), por ejemplo,
Pier Paolo Pasolini lleva m uy lejos la esceni­
ficación de la violencia y de la m uerte. La
historia tiene lugar hacia 1944-1945 en la re­
pública de Saló, cuando cuatro notables fas­
cistas (el Duque, el Obispo, el Presidente y el
M agistrado) deciden pasar ciento veinte días
en una villa para saciar todas sus fantasías.
Secuestran a ocho m ujeres y ocho hom bres
jóvenes, que deben doblegarse a todas sus

67
exigencias; se organizan en tres círculos:
«círculo de las pasiones», «círculo de la m ier­
da» y «círculo de la sangre». En cada «círcu­
lo», una narradora cuenta historias p ara ex­
citar a los cuatro «señores», que interrum pen
a m enudo el relato para poner en práctica los
pasajes m ás «sugestivos» (por ejemplo, la es­
cena de la com ida a base de excrem entos
para celebrar la boda del Presidente con un
m uchacho vestido de recién casada). Con
ello se llega a la «solución final»: tres «seño­
res» se dedican al suplicio de las víctimas,
m ientras que el cuarto se lim ita a contem plar
lo que hacen los demás, espectador/m irón de
escenas atroces. A m enudo, las im ágenes
de la película se encuentran en el límite de lo
que un espectador puede soportar. Pero Pa-
solini no pretende dejar estupefacto a su p ú ­
blico. Siem pre contrabalancea el efecto de
«fascinación horripilante» que podría resul­
tar con el avance de los artificios del relato
(alternancia entre las escenas y los discur­
sos), m ediante el encuadre teatral de los pla­
nos (que realza el efecto de representación) y
m ediante la propia tom a de imagen (las im á­
genes de los suplicios de la últim a parte de la

68
película, por ejemplo, están desdibujadas o
distanciadas por la utilización del teleobje­
tivo).
Sin em bargo, ¿qué ocurre cuando una
im agen m uestra la realidad sin ninguna for­
m a de mediación, como en el caso de los ví­
deos m acabros? ¿Cómo puede el espectador
contrabalancear la «fascinación» frente a la
violencia y la m uerte, cuando la crueldad se
expone en estado bruto? ¿Acaso no hay algo
obsceno en la exposición directa, no cons­
tru id a, del sufrim iento y de la m uerte? Si
bien es cierto, como señala Georges Bataille,
que no hay «obscenidad» como hay «fuego» o
«sangre», es asim ism o cierto que, en las im á­
genes de degollación y decapitación, el espec­
tador se enfrenta a la consternación, puesto
que la realidad de las imágenes lo expone al
vértigo de la crueldad m ás feroz. El que m ira
no puede ni distanciar sus emociones ni es­
clarecer sus juicios; el abism o provocado por
la realidad de la violencia no se ve contrarres­
tado por ningún filtro.

69
Así pues, en los vídeos contem poráneos
que sacan a escena la «realidad-horror», la
crueldad se m anifiesta en su brutalidad des­
nuda, sin ningún interm ediario. Lo que se
busca es un doble fracaso de la catarsis: el
fracaso de la m irada, enturbiada por la vio­
lencia difusa, extrem a y confusa; y el fracaso
del pensam iento por la ausencia deliberada
de todo elem ento susceptible de hacer posi­
ble la sublim ación de las emociones.
La crueldad saca su nom bre de la sangre
d erram ad a, y su triunfo tiene lugar ju sta ­
mente ante la sangre vertida. En su prim er
sentido, el acto de crueldad consiste en des­
garrar la carne y hacer fluir la sangre, es un
acto despiadado. Es com parable a la violen­
cia. Pero, a diferencia justam ente de la vio­
lencia, la crueldad se m uestra como la volun­
tad de h acer el m al deliberadam ente. Por
eso, Platón, en el Gorgias, y Aristóteles, en la
Ética a Nicómaco, explican que la crueldad
depende de la b arb arie y se en cu en tra en
cierta m edida excluida del orden hum ano.
Y es tam bién la razón por la cual se puede
avanzar la hipótesis de que existe un vínculo
entre la crueldad hacia los dem ás y el olvido

70
de uno m ism o como ser hum ano; ser despia­
dado y no experim entar ninguna em patia
frente al sufrim iento de un semejante signifi­
ca en uno y otro caso un desprecio por la hu­
manidad, la m ism a que se com parte con la
víctima.
En este contexto, se puede h acer u n a
com paración rica en enseñanzas entre los
que m iran con com placencia los vídeos con­
tem poráneos y los espectadores de los juegos
de la antigua Roma, los del circo y la arena,
esos juegos crueles de los que nos creíam os
liberados desde hace dos milenios. En efecto,
la lógica parece la misma. En los espectáculos
de circo que se organizaban en Roma, sobre
todo durante los tres prim eros siglos después
de Cristo, el público asistía a com bates en los
que el vencido solía ser degollado por su ad­
versario. La m uerte del perdedor constituía
la sanción de los duelos que m ás entusiasm a­
ba a los espectadores; el m om ento de la de­
gollación representaba el apogeo del placer.
Desde siempre, a los hom bres les gustan
los espectáculos, quizá p ara apropiarse de
una realidad que se les escapa. Pero hay es­
pectáculos y espectáculos. Las tragedias clá­

71
sicas, por ejemplo, escenificaban situaciones
sin salida, que provocaban en el espectador
una interrogación sobre sus propios valores,
o tam bién sobre el significado de su existen­
cia. Sin embargo, al apoyarse sobre la im ita­
ción y el ritual, la tragedia perm itía estable­
cer cierta distancia entre el espectáculo y el
espectador. Los com bates de gladiadores, en
cambio, m uy valorados en la antigua Roma,
invitaban a los espectadores a participar di­
rectam ente en la acción, a em briagarse ante
la sangre derram ada, a decidir la suerte del
perdedor, a m ostrar su valor y su indiferencia
ante el sufrim iento. La actitud valorizada en
este caso era la im pasibilidad gozosa ante el
rostro del gladiador m ientras expiraba -a c ti­
tud que podía ir de la fascinación, como la
del em perador Cómodo, al sadism o, com o
la del em perador Claudio. Incluso M arco
Aurelio, conocido por su m oderación estoica,
después de haber m andado acabar con un
gladiador que su m ujer encontraba deseable,
no vaciló en hacer bañar a la desgraciada en
la sangre del m uerto y después reunirse con
ella en el lecho conyugal em papado en esa
m ism a sangre.

72
Los que expresaban reservas y conside­
raban las luchas de gladiadores como espec­
táculos inhum anos eran considerados como
«débiles», com o hom bres, según Cicerón,
que no tenían «el alm a lo bastante viril» (Tus-
culanas, II, 17, 41). Prevención que no deja
de recordar las advertencias de los sitios ac­
tuales que difunden los vídeos de degollacio­
nes al desaconsejarlos a las «almas sensi­
bles». Por otra parte, la escenificación de la
m uerte en Rom a pretendía ser intencionada­
m ente m acabra: las hojas de hierro utiliza­
das se calentaban al rojo vivo; los cadáveres a
veces se abandonaban en medio de la arena
para que el público los contem plara, etcé­
tera.
H ubo que esperar al cristianism o p ara
poner fin a estos juegos, a estas m uertes es­
pectaculares, a las luchas de gladiadores, en
sum a para invertir el orden de los valores.
En efecto, lo que los prim eros cristianos de­
nunciaban en estos espectáculos era ju sta ­
mente el gozo m alsano que suscitaban en el
público. «La sangre deleita una libido de m ira­
das crueles», escribió san Cipriano (Ad Dona-
tum, 7); «alim enta una voluptuosidad», dice

73
Prudencio (Contra Símaco, I, 383); genera el
arrebato (furor), la crueldad (saevitia) y el im ­
pudor (impudicitia), denuncia Tertuliano (De
spectaculis, 19, 1). Pero las páginas m ás pe­
netrantes nos llegan de san Agustín, cuando
cuenta en las Confesiones cóm o su amigo Ali-
pio se transform a en bestia sanguinaria. Este
hom bre sereno siem pre se había negado a
asistir a los juegos del circo. Un día, después
de haber oído hablar tanto de estos com bates
espectaculares, decidió a c u d ir a la arena.
Nunca volvió a ser el mismo. Después de h a­
ber visto co rrer la sangre, «bebió tam bién
por los ojos la crueldad, pues no los apartó
de aquel espectáculo, antes fijó en él la vis­
ta, y em bebido en aquel furor, sin advertirlo
se iba deleitando en la m aldad de la pelea y
em briagándose con tan sangriento deleite»
(VI, 8, 13).
Para Agustín, la pasión de los espectáculos
convierte a los seres hum anos en animales.
Con sus aclamaciones, estim ulan a m atarse a
hom bres que no tienen otro motivo para lu­
char que el deseo de com placer a un público
de fanáticos. En el m ism o sentido de estas
condenas, se dice en el capítulo «De la cruel­

74
dad» de los Ensayos de Montaigne: «Cuando
los rom anos se habituaron a los espectáculos
en que las bestias recibían la m uerte, vieron
tam bién gozosos fenecer a los m ártires y a los
gladiadores. La naturaleza misma, lo recelo
al menos, engendró en el hom bre cierta ten­
dencia a la inhum anidad» (II, 11).
Ni siquiera el cristianism o pudo erradi­
car totalm ente esta inclinación. El espectácu­
lo de las condenas a m uerte fue uno de los
rasgos del Occidente medieval. En la concep­
ción de la ejecución extendida bajo el Anti­
guo Régimen, se hacía lo posible para reunir
al m ayor núm ero posible de gente. El espec­
táculo em pieza con la llegada del condenado
encadenado, sostenido por los ayudantes del
verdugo y escoltado por los guardias. Todas
las m iradas se dirigen hacia el que va a morir.
Se im agina su miedo frente a lo que le espera
o, al contrario, su fuerza de carácter. Se ace­
chan sus últim as palabras. ¿Morirá como un
cobarde o como un héroe? ¿M ostrará arre­
pentim iento, pedirá perdón por sus faltas al
cura que lo acom paña o, al contrario, persis­
tirá en su odio a la sociedad?
La Ilustración, con Beccaria, se opuso a

75
estas muertes convertidas en espectáculo, pero
la Revolución francesa no seguirá el ejemplo
de la Toscana, que abolió la pena de m uerte
en 1787. No obstante, muchos autores france­
ses se inquietan por el éxito del espectáculo y
consideran el núm ero de asistentes como un
testim onio de la pasión m orbosa de la m ul­
titud. En una carta del 2 de enero de 1854,
Flaubert traduce este sentim iento al relatar la
ejecución de un asesino en Provins: «Para ver
guillotinar a este excéntrico, el día anterior
llegaron a Provins más de diez mil personas
del campo. Como los albergues no eran sufi­
cientes, m uchos pasaron la noche al raso y se
acostaron en la nieve. La afluencia era tan
grande que se acabó el pan [...]».
¿Cómo explicar hoy el regreso del gusto
por este tipo de espectáculos? ¿Se pueden ca­
lificar la fabricación, la difusión y la visión
repetida de vídeos de tortura, hum illación y
degollación com o un retroceso de la civiliza­
ción? Desde cierto punto de vista, se podría
decir que cada época tiene los com bates de
gladiadores que se merece. Pero ¿dónde es­
tán hoy los defensores de la civilización con­
tra la barbarie? ¿Dónde están los Agustín, los

76
Beccaria, los Clemenceau? ¿Cómo explicar
esta indiferencia creciente ante el espectácu­
lo de la violencia m ás extrema?

Algunos pensadores contem poráneos ha­


cen apología de la indiferencia. Como el filó­
sofo Alain Cugno, que insiste en la im portan­
cia de volver la m irada ante lo que hace el otro
de m anera que cada uno pueda conservar un
«espacio donde respirar». De ahí el valor, para
él, de la indiferencia:

Sólo hay solicitud auténtica en la fundada so­


bre la indiferencia, que, en sí misma, consti­
tuye una relación muy rica, muy abierta y
muy libre. [...] ¿Qué significa, en este senti­
do, ser indiferente? No verse afectado por los
demás ni en un sentido, ni en otro (Etudes,
2005).

Pero ¿está establecido que «no verse afec­


tado por los demás» deja realm ente al otro
«libre de respirar»? Cuando la indiferencia se
eleva a la categoría de valor, la propia presen­

77
cia del otro corre el riesgo de ser neutralizada
por nuestra m irada; cada uno se vuelve hacia
sí m ism o y deja al otro a su suerte; cada uno
continúa su cam ino sin verse afectado p o r la
presencia del otro, por su petición de ayuda.
¿Cómo construir entonces un espacio plena­
m ente hum ano, donde cada uno «aparezca»
ante los dem ás como un hom bre y no sim ple­
m ente com o una «cosa»? ¿Cómo conseguirlo
sin poner al otro en una situación de depen­
dencia?
Esta «apología de la indiferencia» me pa­
rece una respuesta muy torpe de nuestra so­
ciedad a la desviación compasional, de la que
constituye u n a apariencia engañosa, por de­
cirlo así. Hay que precisar, a este respecto,
que «compasional» y «compasión» no signi­
fican lo mismo. Es un error -y por desgracia
un error b astan te extendido- confundirlos.
La com pasión es un sentim iento que va hacia
el otro y que nos obliga m om entáneam ente
a olvidarnos de nosotros mismos. La incli­
nación com pasional, en cambio, es una em o­
ción que va hacia uno m ism o e intenta em ­
bellecer, por m edio de otro, la bonita im a­
gen que uno m ism o se fabrica. Experim entar

78
r

com pasión no significa en absoluto lam entar


sin m ojarse los males de otro y apiadarse in­
genuam ente, o com placientem ente, o quizá
p resu n tu o sam en te, de su suerte, sino pe­
netrar en su desgracia y com partir su sufri­
m iento. La com pasión tiende a elim inar la
distancia entre el que la siente y el que es ob­
jeto de ella. Lo com pasional, en cambio, no
deja de in stau rar esta distancia. La prim era
pone de m anifiesto una disposición moral, lo
segundo u n a postura social. Lo com pasional
es la propia expresión de una com pasión au­
sente, u n a especie de discurso social de la
com pasión que alim enta con buenas inten­
ciones la ausencia de actos.
Donde la com pasión considera al hom bre
como hum ano y constituye uno de los funda­
m entos del sentim iento de justicia, la «rom­
piente com pasional» de la que hoy som os
testigos tan a m enudo participa más bien de
cierta delectación, de u n a especie de auto-
prom oción, ante el espectáculo de la desgra­
cia ajena. Y, en la m ism a lógica, contribuye a
alim entar nuestro voyeurismo. En el discur­
so com pasional, hay un goce ambiguo ante la
adversidad de los dem ás que im pulsa a algu­

79
nos a disfrazarse de «socorristas im agina­
rios» para acercarse al m áxim o o para utili­
zarla con fines com erciales o políticos. Lo
com pasional, en otras palabras, va de la m a­
no con la em oción fácil, lo sensacional, la
com placencia gratuita; «navega» sobre todas
las olas em otivas y, por ello, instrum entali-
za la desdicha que le sirve, p o r así decir, de
alimento.
En realidad, entre la postura com pasional
y la indiferencia pura y simple, la distancia
no es grande. Ésta elige ignorar el mal, aqué­
lla lo m antiene para sus propios fines, sin ver­
lo verdaderam ente y sin intentar remediarlo.
Entre la indiferencia y el cinismo, no hay más
que un paso; perm anecer sordo ante el sufri­
miento significa en el fondo avalar la cruel­
dad que lo genera y, por lo tanto, no hacer
nada para evitar el retorno de la barbarie.

Quizás el bárbaro, com o señala Claude


Lévi-Strauss en su reflexión sobre el etnocen-
trismo, es el hom bre que piensa que la civili­
zación se detiene a las puertas de su propio

80
mundo. Por otra parte, en este sentido par­
ticular se em pleaba originalm ente la palabra
«barbarie». Este uso perm itió después cons­
tru ir u n a verdadera oposición conceptual en­
tre civilización y barbarie. Todavía hoy, los
diccionarios tienen tendencia a separar radi­
calm ente los dos conceptos; el térm ino «civi­
lización» rem ite al progreso, a la cultura y a
la evolución; la palabra «barbarie» rem ite en
cam bio a la falta de civilización, a la ausen­
cia de gusto, a la rudeza. ¿Qué decir entonces
cuando la barbarie surge en el propio seno de
la civilización? La vieja E uropa tiene una
larga y dolorosa experiencia en esta terrible
cuestión.
En 1939, cuando Sim one Weil redacta
sus «Reflexiones sobre la barbarie», el nazis­
mo ha em pezado su obra de destrucción en
E uropa. Es entonces cuando ella propone
considerar la barbarie com o un rasgo perm a­
nente y universal de la naturaleza hum ana,
que puede desarrollarse m ás o menos según
las circunstancias. Al m ism o tiem po, está
convencida de que la utilización de la razón
puede ay u d ar a los hom bres a edificar un
m undo m ejor gracias al dom inio del desor­

81
den de nuestras pulsiones. Para Simone Weil,
ser o no bárbaro depende en el fondo de cada
uno de nosotros. Volviendo a la enseñanza
platónica, piensa que el acceso a la civiliza­
ción sólo es posible si nos sometem os a la
«recta razón». Esto explica por qué, durante
siglos, el esfuerzo de la civilización consistía
en reducir lo m ás posible las m anifestacio­
nes de las pulsiones hum anas. Pero ¿pode­
mos realm ente «dominar» sin consecuencias
estas pulsiones? ¿Qué ocurre cuando se olvi­
da que el hom bre no es únicam ente un ser
razonable?
Aquí es donde interviene el d escubri­
m iento hecho por el psicoanálisis de la in ­
trínseca am bigüedad de la naturaleza hum a­
na. Como explica Freud, la barbarie es un
«rasgo indestructible» de lo hum ano, una
tentación siem pre presente hasta en el seno
de la civilización más refinada. Para el padre
del psicoanálisis, todo individuo estaría incli­
nado a h u m illar al otro, a infligirle su fri­
mientos, a m atarlo. Excepto si acepta cierto
grado de restricción de sus pulsiones. Las
pulsiones son constitutivas del ser hum ano y
nunca pueden ser elim inadas o com pleta­

82
m ente dom inadas, a riesgo de generar for­
mas graves de neurosis, e incluso un verdade­
ro «m alestar en la civilización». Al m ism o
tiempo, tam poco pueden expandirse sin lim i­
taciones. Para im pedir que la barbarie destru­
ya a la com unidad hum ana, deben ser «en­
cauzadas».
Así pues, el psicoanálisis sacude la certeza
ilusoria en cuanto a la bondad intrínseca de
la naturaleza hum ana; reconoce y m uestra la
am bivalencia del hom bre. Las m ism as cosas
hum anas pueden ser buenas o malas. Jean
Laplanche escribe en 1999:

El hombre es a veces una bestia [...]. A menu­


do es un Leviatán cruel; y más a menudo to­
davía es ambas cosas. Pero esa referencia a
la animalidad es puramente ideológica [...].
En realidad, el hombre es quien ha creado en
él a ese no humano bestial.

En otras palabras, es el hom bre el que


crea la barbarie, y no el anim al, como a m e­
nudo se ha creído. Por otra parte, el hom bre
civilizado es el que com ete a veces lo peor.
E ncontram os una adm irable ilustración de

83
esto en la película de Lars von Trier, Dogville
(2003), u n a au tén tica m editación sobre la
am bigüedad de las relaciones entre civiliza­
ción y barbarie. El personaje principal, Gra-
ce, desem barca en el pueblecito de Dogville,
donde los habitantes, ciudadanos agradables
y respetuosos de las leyes, llevan una vida
tranquila. No obstante, la llegada de la her­
m osa Grace altera esta quietud. Porque ante
la vulnerabilidad y el aspecto cándido de
Grace, los habitantes de Dogville se vuelven
progresivam ente inhum anos. Igual que Sel-
m a en Dancer in the Dark (2000) o Bess en
Rompiendo las olas (1996), Grace «sufre» el
peso del m undo hasta convertirse en mártir.
Inicialm ente es acogida y protegida, pero
poco a poco pasa a ser detestada, desprecia­
da, explotada, encadenada, entregada cada
noche a sus violadores y reducida a un esta­
do de abyección desgarrador. D urante tres
horas, tom ando al espectador como testigo,
Lars von Trier diseca el alm a hum ana, su
maldad, su crueldad, sus debilidades y, final­
mente, su barbarie. El hom bre está dispuesto
a todos los acom odos a poco que uno de los
«diques psíquicos» se rompa.

84
Pero esta película no es sim plem ente una
m editación sobre la pro fu n d a am bigüedad
de la naturaleza hum ana. Si bien el realiza­
dor no es dem asiado tierno con la conciencia
hum ana, su obra pretende ser sobre todo un
llam am iento a las leyes, a las leyes hum anas
y justas, las m ism as -justam ente como un di­
que- que im piden caer en la barbarie. ¿Cómo
seguir siendo civilizado en nuestra sociedad
regida por el im perio de la im agen y la ley del
espectáculo y donde el pensam iento y la
«recta razón» tienen dificultades para encon­
tra r su lugar?

En efecto, el hom bre no es solam ente un


ser frágil y necesitado de amor, tam bién está
poseído por una inclinación a la agresividad.
Por lo tanto, representa potencialm ente una
am enaza constante para los demás. De ahí la
im p o rtan cia de la civilización, que asigna
unos lím ites a las pulsiones de agresión de
los hom bres. Pero ¿cómo considerar estos lí­
mites?
Freud no da una respuesta explícita a esta

85
pregunta capital. En sus Tres ensayos sobre
teoría sexual (1905), se lim ita a indicar algu­
nas pistas cuando habla de la necesidad de
considerar unos diques psíquicos para «es­
tructurar» a los individuos y perm itirles en­
contrar u n a especie de equilibrio ante la vio­
lencia de sus pulsiones. E n especial, evoca
tres diques: el pudor, la repugnancia y la com ­
pasión. El p u d o r perm itiría encauzar la vo­
luntad irrep rim ib le de desvelarlo todo; la
repugnancia, restringir la tendencia a sobre-
valorar el objeto del deseo; la com pasión se­
ría esencial p ara contener la agresividad y
la crueldad. Precisam ente sobre la cruel­
dad, Freud es m uy elocuente. Explica que «la
crueldad es cosa enteram ente natural en el
carácter infantil; en efecto, la inhibición en
virtud de la cual la pulsión de apoderam iento
se detiene ante el dolor del otro, la capaci­
dad de compadecerse, se desarrollan relati­
vam ente tarde». Con esto, se sitúa en las an ­
típodas de Sade, que reconoce tam bién, en La
filosofía en el tocador (1795), la presencia de
la crueldad en los niños y que la convierte
en una especie de ley de la naturaleza: «La
crueldad», escribe Sade, «lejos de ser un vi­

86
ció, es el prim er sentim iento que im prim e en
nosotros la naturaleza; el niño rom pe su so­
najero, m uerde la teta de su nodriza y estran­
gula a su pájaro, m ucho antes de entrar en la
edad de la razón». Freud, en cambio, señala
la necesidad de c o n tra rre sta r esta pulsión
para perm itir que el niño se vuelva hum ano y
civilizado. Pero su análisis se detiene ahí, con
lo que deja a los dem ás la responsabilidad de
llegar m ás lejos en el desarrollo de sus intui­
ciones. Sin embargo, si no hemos progresado
m ucho después, quizá sea porque m uchos
de los que tendrían que haber reflexionado
sobre esto se inclinan a pensar que la com ­
pasión representa algo consustancial al ser
hum ano.
Sólo que la com pasión no es en absoluto
un dato adquirido de una vez por todas; se
puede perder o no adquirirla nunca. El es­
pectáculo del mal y de la injusticia com etida
contra los dem ás no es en todas partes y
siem pre instintivam ente rechazado por los
hom bres. La sensibilidad ante la desgracia lo
es todo salvo una pasión «original». Si no se
enseña a los niños las consecuencias de los
actos de crueldad y el sufrim iento que pue­

87
den causar al otro, no es posible ninguna ex­
periencia interior de la com pasión. Creerlo
sería hacer gala de una certeza muy ilusoria
que los hechos no confirm an.
Y es que el hom bre -¿hay que recordar­
lo?- es un ser extrem adam ente complejo que
aprende m ás o menos torpem ente a com po­
ner con sus defectos y sus heridas. En la in­
fancia, se enfrenta a la dependencia total de
los adultos e in ten ta d o m in ar el m iedo al
abandono. Incum be a los adultos ayudar a
los niños a adquirir su autonom ía, sin por
ello hacerles creer que la autonom ía es sinó­
nim o de independencia; crecer significa
com prender que la hum anidad está hecha a
la vez de confianza y dependencia, de éxitos
y renuncias. Crecer es ser llevado hacia la al­
teridad, ir hacia los demás. Pero, en el movi­
m iento que nos acerca unos a otros, hay
siem pre un espacio vacío, u n a distancia no
recorrida, alguna cosa ausente. Aunque sólo
sea porque todo encuentro se basa en cam i­
n ar hacia el otro; pero el otro nunca pue­
de conocerse o poseerse por completo. Así
pues, ser hum ano significa estar dispuesto a
com partir el propio espacio -el espacio del

88
cuerpo, el espacio de la palabra, el espacio
de la com prensión- y apostar por que el otro
acepte com partir su espacio, sin desposeer­
nos del nuestro, sin destrozarlo, sin abando­
narlo bruscam ente y dejarlo vacío. Es acep­
tar a veces el reto de hacer tocar a alguien lo
que está hundido en alguna parte en los re­
pliegues de nuestro ser, lo que se encuentra
en el intervalo entre el interior y el exterior,
entre el yo y el no yo, y a la vez ser capaz
de resp etar lo que el otro nos da para ver y
tocar.
Sin em bargo, es posible que un individuo
crezca con la convicción de que uno se basta
a sí m ism o y de que los dem ás sólo son obs­
táculos que hay que apartar, enemigos que
hay que derribar. Es entonces cuando el ser
hum ano se vuelve insensible y cínico, y cuan­
do el sufrim iento del otro lo puede dejar indi­
ferente. El hecho de estar constantem ente en
contacto con la violencia y sus múltiples m a­
nifestaciones crea una especie de hábito; y el
hábito em bota las em ociones y atenúa la có­
lera ante las injusticias a las que nos enfren­
tam os. H asta acostum brarse a la crueldad,
acom odarse a ella y creer que la com pasión

89
ante el sufrim iento de los dem ás no es más
que una m anifestación de debilidad.

Cuando, en una sociedad, la crueldad se


vuelve en cierta m anera «norm alizada», la
propia com pasión term ina por sufrir las con­
secuencias. Y me parece que, en la a c tu a ­
lidad, estam os asistiendo a este proceso, un
proceso en el que, ante los vídeos, la repug­
nancia y la com pasión dan paso de form a
progresiva a la aceptación insensible o a la re­
signación de cierto público. Cuando se bus­
ca, voluntariam ente, m irar este tipo de im á­
genes, se deja de luchar contra el espectáculo
al que se asiste. Uno se coloca en una posi­
ción de comodidad, fuera de las escenas crue­
les y m onstruosas de las que es espectador,
como si, con la interposición de la pantalla, la
realidad no fuera más que una imagen virtual.
La «realidad-horror» term ina por instalarse
en nuestra vida cotidiana.
Ante estas imágenes de espanto, me pre­
gunto si los espectadores que las m iran re­
cuerdan todavía que el que m uere degollado

90
es un ser hum ano m uy real. Porque estos
asesinatos en directo reducen a la persona a
una «cosa», la cosifican. El concepto de cosi-
ficación tuvo cierto éxito en el m undo germa-
nófono en los años veinte del siglo pasado, en
que se convirtió en una especie de leitmotiv
de la crítica de la sociedad y de la cultura.
Después de la segunda guerra m undial, este
concepto cedió el terreno y las reflexiones so­
bre la sociedad más bien se dirigieron a las
deficiencias de la dem ocracia y de la justicia.
Ahora bien, justam ente durante los horrores
de la segunda guerra m undial la cosificación
llegó a su apogeo, ya que el tratam iento ins­
trum ental de los individuos se convirtió en
una práctica corriente; en los cam pos de con­
centración y de exterminio, los hom bres y las
mujeres fueron tratados como objetos, como
«cosas», h asta su aniquilación. B asta con
pensar en el caso del nazi Franz Stangl, en­
viado en 1942 a Polonia para la construcción
del cam po de Sobibór y que, entrevistado por
Gitta Sereny en En aquellas tinieblas (1974),
responde que, progresivam ente, es posible
habituarse a la liquidación de seres hum a­
nos, sobre todo cuando se olvida que son se­

91
res hum anos y se tratan com o un «cargamen­
to»: «Estaban tan débiles; no hacían n ad a
para oponerse a lo que les llegaba, se dejaban
hacer. E ran personas con las que no se tenía
nada en común. Así fue com o surgió el des­
precio». El desprecio probablem ente no «na­
ció» de esta cosificación, pero ésta lo m antu­
vo, por no decir que lo acentuó.
En la actualidad, en los vídeos de degolla­
ciones, se encuentra este elem ento de cosifi­
cación de la víctima, que hace posible no tan
sólo su deshum anización, sino tam bién la in­
diferencia y el desprecio que se experim enta
hacia ella. D eshum anización y desprecio que
algunos espectadores co m p arten al m irar
con indiferencia este espectáculo. La reduc­
ción del individuo a una cosa es lo que im ­
pide cu alquier com pasión. No solam ente
el otro no se reconoce como un semejante,
como una presencia que surge ante mí y pide
ser respetado com o individuo, sino que ade­
más ya no se reconoce como un ser dotado
de hum anidad. Reducido a un cuerpo desve­
lado, no puede reivindicar la consideración
que hace posible que el «yo» no vaya a la de­
riva; el otro ya no es un «otro» que nos cues­

92
tiona y nos hace dudar de nuestra visión de
las cosas; ya no nos reta con su carácter «in­
destructible».

El que está tum bado en el suelo, con los


ojos vendados, esperando a ser degollado,
¿es u n hom bre? Sus verdugos, ¿son hom ­
bres? Y los que m iran estos vídeos con indife­
rencia o con placer, ¿son hombres?
E n el fondo, estas im ágenes deleitan a
una sociedad en la que se está a favor de los
reality-shows y de la revolución digital y ya no
se vive m ás que en el reflejo que se da de uno
mismo. Todo puede realizarse, todo puede ver­
se. Las fronteras entre ficción y realidad son
cada vez m ás borrosas; hasta el punto de que
el espectador pierde la conciencia de lo real,
se acostum bra a todo, tanto a la m uerte con­
vertida en espectáculo com o a la indiferencia
que le sirve de cortejo.

93
¿Qué hacer?

¿Se puede ver todo? ¿Se debe m o strar


todo? En un país dem ocrático, la libertad de
expresión y la libertad de inform ación cons­
tituyen derechos fundam entales. Sin em bar­
go, ¿qué hay que entender por «expresión» y
por «información»? E n principio, u n a infor­
m ación concierne a un hecho o un aconteci­
miento que se da a conocer a una persona o a
un público después de una investigación más
o menos profunda. Para describir una cosa,
un acontecim iento, un hecho, se debe em pe­
zar po r prop o rcio n ar inform ación objetiva
sobre ello. Es cierto que resulta difícil esca­
par a la propia subjetividad, pero los profe­
sionales de la inform ación tienen la obliga­
ción de tender a la objetividad. En cuanto a
la «expresión», el térm ino se refiere a todo lo
que puede ser dicho o expresado por el len­

95
guaje, el arte, la creación. Se trata pues de un
concepto m ucho m ás am plio que la inform a­
ción; se expresan opiniones, emociones, sue­
ños, obsesiones, ideas, etcétera. Pero tanto si
se trata de inform ación com o de expresión,
cada vez que se inform a o se expresa algo, se
establece una relación con un destinatario, a
veces con millones de destinatarios, que m e­
recen, com o tales, cierto respeto. Por eso,
una inform ación debe ser lo m ás verídica po­
sible y u n a expresión debe evitar herir, in ­
sultar o humillar. Es decir, que la libertad de
expresión y la libertad de inform ación no
carecen de límites. Pero si bien los lím ites de
la libertad de expresión parecen en princi­
pio evidentes, al menos en la medida en que
esta libertad se detiene donde se convierte en
una form a de insulto -racism o, xenofobia, ho-
m ofobia-, los lím ites de la lib ertad de in ­
form ación parecen forzosam ente más borro­
sos. Si se adm ite que la inform ación debe
evitar «engañar» voluntariam ente, ¿se es -se
debe ser- libre de dejarlo ver todo? ¿La liber­
tad de inform ación se extiende hasta el vo-
yeurismo?
Éstas son las preguntas que despierta la

96
discusión de los vídeos de degollaciones.
Hasta ahora, los noticiarios televisados han
seleccionado extractos y han m ostrado algu­
nas imágenes, pero nunca los han pasado en­
teros. ¿O currirá lo m ism o m añana? ¿La tele­
visión va a ceder a la tentación de mostrarlo
todo, como ocurre con Internet? ¿La búsque­
da de lo sensacional y de la prim icia acabará
por tener la últim a palabra? Porque el éxito
de la telerrealidad parece confortar la idea de
que el público está ávido de imágenes y quie­
re -y p u ed e- verlo todo. La serie Loft Story,
adaptada de la em isión holandesa Big Bro­
ther (1999) y difundida por el canal M6 fran­
cés por prim era vez en 2001, se convirtió en
unos días en un fenóm eno social. Fue segui­
da por millones de personas y dio lugar a la
creación de otras em isiones de telerrealidad
como La isla de la tentación, Koh Lanta, Fac­
tor Miedo, Le Bachelor, etcétera. Cada vez, el
objetivo era ir un poco m ás lejos.
Al principio, en Loft Story no pasaba nada
excepcional, nadie em itía opiniones grose­
ras; bastaba un gesto o un guiño fugaz para
«im presionar» a la cám ara m ás cercana.
Cada candidato intentaba afirm arse, im po­

97
nerse a sus com pañeros y seducir a los espec­
tadores. Después empezó la subasta. En La isla
de la tentación, se trataba de poner a prueba
la estabilidad de una pareja, rodeando a los
dos com ponentes de la m ism a de tentadores
y tentadoras. E n Le Bachelor, un hom bre te­
nía la posibilidad de elegir a la m ujer de sus
sueños entre u n a serie de chicas dispuestas a
todo para conquistar sus favores. Koh Lanta
establecía u n a com petencia entre los candi­
datos en islas desiertas, que supuestam ente
«sobrevivían» con los «medios del lugar». Fi­
nalmente, Factor Miedo im pulsaba a los can­
didatos a vivir situaciones en las que eran
«obligados» a superar sus miedos: el vacío, la
velocidad, la oscuridad, el agua, los anim ales
extraños... ¿Por qué no ir m ás lejos todavía?
Es cierto que los candidatos que partici­
pan en los espectáculos de telerrealidad en
principio están de acuerdo, m ientras que en la
«realidad-horror», las víctimas de palizas, de
tortura, de violación o de degollación no han
pedido nada, nunca han elegido; sim plem en­
te se han encontrado, muy a pesar suyo, en el
papel de actores pasivos y obligados de una
tragedia real, filmados a escondidas o abier­

98
tam ente. Pero a p artir del m om ento en que el
«derecho de ver y de saber» tiende a ser sa-
cralizado y se extiende la idea de que la gente
quiere m irar la «realidad» de form a integral,
incluso cuando es m acabra, ¿cómo defender
el derecho de un ser hum ano a no verse pri­
vado de sí mismo, de su intim idad y sim ple­
mente de su pena?
Los profesionales de la im agen no pue­
den escapar a estas preguntas; no pueden pa­
rap etarse detrás del voyeurism o im púdico
de los telespectadores que «piden más». Mos­
trar el asesinato de alguien no aporta nada,
sólo unos escalofríos que la desgracia pro­
porciona a los espectadores ávidos, que jue­
gan a provocarse el m iedo para sentir que
están m uy vivos... Los espectadores no ob­
tendrán inform ación suplem entaria; m irar la
tortura o el asesinato de alguien en directo
puede desestabilizar, repugnar, dejar indife­
rente, excitar, pero en ningún caso inform ar
sobre la realidad.
La cuestión fundam ental es la del estatu­
to de las imágenes que se m uestran, evitando
una doble tram pa: la que consiste en alim en­
tar el cinism o y la indiferencia, y la que con­

99
siste en caer en el m ercado de lo compasio-
nal. Porque, en el fondo, los dos extrem os
acaban por unirse; la exhibición emocional
que consiste en instrum entalizar a las vícti­
mas reduciendo su dram a a un espectáculo
generador de emociones va de la m ano con la
indecencia de estos vídeos, que instrum enta-
lizan a la vez a las víctimas y a los especta­
dores.

Cuando se habla de guerra, de to rtu ra o


de ejecuciones, hay que analizar los aconte­
cimientos en todo su horror, a veces con la
ayuda de im ágenes explícitas. Pero la m uer­
te reducida a un espectáculo -la «realidad-
ho rro r» - tiene un objetivo opuesto; los ví­
deos m acabros no generan ni el análisis ni la
reflexión; paralizan el pensam iento, dejan es­
tupefacto y, por lo tanto, confortan -y refuer­
zan- la indiferencia o el disfrute de los espec­
tadores. Si bien es cierto que el deber del
periodista es inform ar y, por ello, en la m edi­
da de lo posible, ofrecer la verdad, no es m e­
nos cierto que no se puede ofrecer la «reali­

100
dad» en estado bruto. Ante el horror y lo in­
soportable, uno m ism o puede caer en la bar­
barie. Y no se trata aquí de preconizar una
form a cualquiera de paternalism o, sino de
hacer un llam am iento a la ética de los perio­
distas.
Los noticiarios televisados o los reporta­
jes pretenden inform ar a todo el m undo, y la
inform ación no tiene la misión de em itir cual­
quier imagen, de decirlo todo. Algunos inter-
nautas, en sus foros, celebran la nueva libertad
que les da Internet.

Los medios de comunicación se pasan una


semana mostrando una selección de imáge­
nes de un vídeo que ellos han visto y dicen
«nosotros lo tenemos pero no podemos mos­
trarlo». Gracias a Internet, se acabó el elitis-
mo de las oficinas de redacción, que se guar­
dan para ellos la información «no apta para
el pueblo». Por otra parte, estos vídeos son
fáciles de encontrar.

Solam ente que, cuando se habla de Inter­


net, se sale del ám bito de la inform ación y se
entra en un m undo en el que se encuentra

101
todo y su contrario. El ám bito m ultim edia
interactivo (o hiperm edia) perm ite utilizar el
ordenador com o un medio de com unicación
con el objetivo de comunicar, divertir o infor­
mar. Se trata, por tanto, de un tipo de presen­
tación audiovisual, pero cuyo «control», con­
trariam ente a una em isión de televisión, se
deja en parte a la discreción del usuario. El
ordenador se convierte así en espectáculo, y
el espectador participa en ello activam ente
por medio de «prótesis»: teclado, ratón, palan­
cas, guantes y otros sensores. A p artir de ahí,
los intem autas se acostum bran a aceptar la
violencia com o una m anera de vivir y algu­
nos ya no experim entan ninguna repugnan­
cia o repulsión al verla. M ediante la expe­
riencia continua de los vídeos bárbaros, las
sensaciones de asco y de repulsión de los in­
dividuos se vuelven cada vez menos fuertes.
Entonces es, como he dicho, cuando la com ­
pasión hum ana se entumece.
¿Qué hay que hacer pues con respecto a
la Red? ¿Hay que prohibir que se cuelguen
en ella vídeos que proyecten asesinatos o
imágenes film adas con un móvil durante una
agresión? En Francia, se h an tom ado m e­

102
didas jurídicas en el m arco de la ley sobre
la delincuencia, votada en m arzo de 2007.
E ntre las diferentes disposiciones, algunas
hacen referencia a la definición de un nuevo
tipo de infracción ligada a las imágenes de
violencia, como consecuencia de los sucesos
relacionados con el happy slapping. El artícu­
lo 44 de la ley incluye en el Código Penal una
disposición que sanciona la grabación y la di­
fusión de imágenes que m uestren infraccio­
nes que afecten a la integridad de la persona.
La grabación se considera como un acto de
com plicidad, lo cual significa que el autor
de esta nueva infracción es punible por las
m ism as sanciones que el autor de la infrac­
ción principal; la pena puede ir hasta la reclu­
sión crim inal a perpetuidad. La difusión se
castiga con cinco años de cárcel y una fuerte
multa. Se prevé una sola excepción, «cuando
la grabación o la difusión resulten del ejerci­
cio norm al de una profesión que tenga por
objeto inform ar al público o se realice con el
fin de servir de prueba a la justicia».*

* Actualmente, las leyes españolas no castigan la ven­


ta o difusión de este tipo de grabaciones. (N. de la T.)

103
Ahora bien, estas m edidas no dejan de
crear cierto núm ero de problem as. En p ri­
m er lugar, no se ha realizado ningún análisis
previo del fenómeno, en especial en cuanto
a la je rarq u ía entre vídeos de denuncia,
happy slapping e im ágenes de degollación.
En suma, se reacciona a la violencia con la
violencia de la prohibición. No se intentan
com prender los vínculos entre violencia, es­
pectáculo y diversión. En segundo lugar, no
se reflexiona sobre las posibles consecuen­
cias para la libertad de expresión, puesto que
la ley prohíbe la difusión de imágenes de vio­
lencia aunque el autor de un vídeo no tenga
vínculos con el au to r de la violencia. Lo cual
representa, p o r ejemplo, condenar a quien
(si no es periodista) filme actos de violencia
perpetrados por la policía. Como señala con
razón la organización Reporteros sin F ron­
teras:

Los pasajes de este texto [ley] que supuesta­


mente se refieren al happy slapping en reali­
dad tienen un alcance mucho más amplio.
Los internautas tienen ahora prohibido pu­
blicar vídeos que m uestren violencia hacia

104
alguien, aunque estos actos sean cometidos
por las fuerzas de la policía. [...] Es especial­
mente lamentable que este texto instaure la
prohibición de hacer circular por Internet las
imágenes de eventuales exacciones cometi­
das por las fuerzas del orden.

Por o tra parte, la asociación recu erda


que, en Egipto, unos blogueros han revelado
recientem ente una serie de escándalos que
implican a los servicios de seguridad y han
dem ostrado, por m edio de vídeos filmados
clandestinam ente en centros de detención,
que la to rtu ra era todavía una práctica regu­
lar en este país. Ellos, y no los periodistas
profesionales, son los que originaron la infor­
mación m ás fiable y m ás m olesta para el po­
der egipcio.
En realidad, h ab ría que conseguir no
confundir el derecho a la inform ación legíti­
m a con la horror-reality. En este punto, la ley
parece caer en una generalización peligrosa.
No distingue entre la libertad de inform ar y
la voluntad explícita de hacer propaganda o
de film ar el sufrim iento con el objetivo de di­
vertirse y pasar «un buen rato». Por lo tanto,

105
no tiene en cuenta la intención culpable del
realizador de los vídeos, lo cual abre la puer­
ta a una tem ible am algam a entre inform a­
ción e instrum entalización de los medios de
com unicación. Por otra parte, las imágenes
de to rtu ra y asesinato producidas y difun­
didas por los islamistas, com o los vídeos de
happy slapping, no com peten ni a la libertad
de expresión ni a la libertad de inform ación.
Así pues, h ab ría que reflexionar sobre los
medios m ás apropiados de evitar que sigan
siendo objeto de la codicia de espectadores
cínicos o perversos.
Una censura sistem ática aplicada a Inter­
net sólo puede generar consecuencias peli­
grosas; cada vez que se invoca la censura, se
corre el riesgo de aten tar co n tra las p ro ­
pias bases de la dem ocracia. Basta con pen­
sar en lo que está pasando en China, donde la
libertad de expresión y de inform ación aca­
ba de sufrir graves restricciones. En efecto,
en su voluntad de apartar a los ciudadanos
de fuentes de inform ación que consideraba
«subversivas», el Gobierno com unista de Pe­
kín decidió en 2003 bloquear el acceso a los
motores de búsqueda como Google o Altavis-

106
ta y proporcionar, para sustituirlos, un m o­
tor de búsqueda más conforme, a su modo
de ver, con lo que está perm itido, o prohibi­
do, ver.

Pienso que el problem a planteado por la


«realidad-horror» no puede en ningún caso
resolverse recurriendo a la censura. En un
país dem ocrático, no puede haber ninguna
censura previa, ni control arbitrario, ni pre­
siones oficiales, ejercidas contra los partici­
pantes en procesos de com unicación o trans­
misión de contenidos. Lo que se plantea aquí
es ante todo una cuestión de responsabilidad
y de educación. En prim er lugar, se plantea a
los profesionales de la inform ación, aunque
sólo sea porque el propio acto de inform ar
consiste en ayudar al público a descifrar este
tipo de im ágenes y explicarle que no tien en ...
ningún contenido de información; que pre­
tenden o bien alim en tar la propaganda, o
bien deleitar placeres m orbosos.
In fo rm ar significa, pues, sensibilizar al
público hacia el problem a de la «realidad-
horror» y hacerle com prender el lugar y el pa-

107
peí de la com pasión en el respeto a los dere­
chos hum anos. Debemos repensar y recons­
tru ir el dique que ayuda a co n trarrestar la
crueldad b árb ara e im pedir que la «realidad-
horror» term ine un día por com pararse con
el «derecho a saber».

108
Y
D e sd e hace u n o s a ñ o s circulan en Internet
víd e os que contienen e sc e n a s de una ex­
trem a violencia, en los que el espectador
asiste a torturas, violaciones y degollaciones
auténticas. Evolución digital de las «sn uff
m ovies», o del « h y p e r-h a rd » pornográfico,
e sta s grab a cio n e s del sufrim iento, de la h u ­
m illación y finalm ente la m uerte -real, no
sim u la d a - de un s e r hum ano, hoy pueden
s e r con te m p la d as en la Red sin ningún tipo
de restricción.

La filósofa m ic h e la m a r z a n o reflexiona en
este ensayo, ilu m ina d or a la vez que terri­
blem ente inquietante, acerca de estas m a ­
ca b ra s prácticas, y n o s insta a tratar de e n ­
tender por qué la m uerte se ha convertido
ya en un espectáculo b usca do y deseado en
la s pantallas del ordenador. La creciente
anestesia que s u frim o s tod os ante el dolor
ajeno, el odio que se advierte en tantos fo­
ro s de in te rn a u ta s y la «in d ife re n cia ante
la b arb arie» que se dibuja en el Occidente
contem poráneo plantean graves interrogan­
tes sob re la s c oo rd en ad a s éticas de nuestra
sociedad.

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