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HISTORIA Y LENGUAJE

EL DISPOSITIVO ANALÍTICO DE MICHEL FOUCAULT

DR © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas


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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS

DR © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas


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FERNANDO BETANCOURT MARTÍNEZ

HISTORIA Y LENGUAJE
EL DISPOSITIVO ANALÍTICO
DE MICHEL FOUCAULT

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA
MÉXICO 2006

DR © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas


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Primera edición: 2006

DR © 2006, Instituto Nacional de Antropología e Historia


Córdoba número 45, Colonia Roma, Delegación Cuauhtémoc, 06700, México, D. F.

DR © 2006, Universidad Nacional Autónoma de México


Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS

Impreso y hecho en México


ISBN 968-36-9919-7

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Son las palabras las que toman una actitud,
no los cuerpos; las que se tejen, no los vestidos;
las que brillan, no las armaduras;
las que retumban, no las tormentas.
Son las palabras las que sangran, no las heridas.
PIERRE KLOSSOWSKI

La totalidad del mundo reposa sobre


la precariedad del yo, sobre la muerte.
GEORGES BATAILLE

¿Acaso no es necesario recordarnos,


a nosotros que nos creemos ligados a una finitud
que sólo a nosotros pertenece y que nos abre,
por el conocer, la verdad del mundo,
que estamos atados a las espaldas de un tigre?
MICHEL FOUCAULT

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ÍNDICE

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

La modernidad como cuestión: historicidad y filosofía . . . . . . . . . 23

El ser del lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

La exterioridad del lenguaje: el afuera del pensamiento . . . . . . . . 43

Entre la escritura y el deseo: un nuevo espacio de producción . . 51

Una analítica de las prácticas discursivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

Interpretación, comentario y arqueología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Palabras e imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

Antropología e historicidad: el campo de la finitud . . . . . . . . . . . . 103

Hacia una posible arqueología de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

A MANERA DE EPÍLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147

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PRÓLOGO

¿Qué es posible buscar en el espacio interior que funda un libro? ¿Apre-


hender y dominar un sentido pretendidamente originario? ¿Desarmar-
lo en un sin fin de unidades menores para después construir otra forma
de articulación, ese camino infinito del comentario? ¿Una imagen pre-
cisa del mundo que pueda por fin consolarnos? Los epígrafes que
abren este estudio señalan tres temas que complejizan toda tentativa
de respuesta pues atienden a la cuestión de los límites del libro: la
escritura, apertura donde las palabras son las que sangran, la finitud,
es decir, la muerte como figura conjurada y sin embargo amenazante,
y, finalmente, el saber como la puesta en marcha de una labor que las
enlaza pero que también les debe su emergencia. Porque finalmente
¿no son las palabras inmovilizadas en el espacio de la página las que
constituyen la sustancia material de un libro? ¿No es la muerte la ob-
sesión que acompaña incesante a la escritura? El conocimiento ¿no le
debe al libro su dominio y pertinencia? Pareciera que la cultura mo-
derna, en la medida en que encuentra en el conocimiento su punto de
apoyo fundamental, nace en el momento en que conjuga estos temas
en una forma de pensamiento particular. Foucault le llamó analítica de
la finitud a ese pensamiento que busca la forma de superar los límites
de la grafía para acceder a la concreción de un saber sobre las cosas y,
de manera paralela, las vías por la cuales escapar de toda contingen-
cia. Sobre este doble límite se ha construido, sin duda, este libro. Pri-
mero, como su propia condición de existencia; segundo, al darle una
orientación general sobre la cual bordar la textura misma de las pala-
bras que lo forman. Así que los intersticios establecidos entre las pala-
bras y la finitud corresponden al marco en el que encuentra acomodo
una serie de intereses reflexivos y lo que bien podrían llamarse asun-
tos de perspectiva problemática, es decir, las modalidades por las cua-
les es posible formular problemas que guíen esos intereses.
Si bien lo anterior es el horizonte en el cual pretendo inscribir este
trabajo, no legitima el medio por el cual un estudio pasa a tomar la
forma de un libro. En todo caso, el hecho de su presentación impresa
no se justifica, de ninguna manera, por su matriz inaugural o por la
luminosidad de una temática. Aunque, ¿alguna vez sería posible justi-
ficar total y claramente la aparición de un libro por sí mismo, por su

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8 HISTORIA Y LENGUAJE

propio espesor, sin hacerlo depender de algo exterior a él? No preten-


do aquí hacer tal cosa, y esto porque quizás esté convencido de que
ésa es una labor condenada de antemano. O antes bien, porque me
parezca que su justificación sólo abreva de la existencia de sus iguales:
el libro, así, sólo debería su pertinencia a los otros libros, anteriores,
contemporáneos, futuros; y por tanto, a su adscripción a los innume-
rables circuitos de lo ya escrito.
Es necesario decir, entonces, que este espacio, en donde se lleva a
cabo la ceremonia de un duelo (el espacio de lo escriturístico),1 se des-
pliega a partir de un silencio y una locuacidad. Por un lado, un silen-
cio que se establece con la entrada de un muerto en la escritura (me
refiero no sólo a la muerte física de Foucault) y, por otro, una incesante
escritura parlanchina que parece nunca cesar. Entre uno y otra se en-
lazan líneas de reciprocidad que se mantienen ocultas pero que se ali-
mentan mutuamente. Por ello la ausencia se convierte en condición
de un trabajo que ocupa el vacío, el hueco dejado por una presencia, a
condición de nunca llenarlo. Y, a la inversa, el trabajo de la memoria
trae al presente al que ya no está más aquí, aunque bajo la forma de
un fantasma, de algo intangible que es convocado al ser, de alguna
manera, repetido. De tal modo puedo decir que el campo de esta es-
critura, de este libro, se encuentra conformado por el cruce dado en-
tre la diferencia (la ausencia) y la repetición (lo ya dicho).
Y bien, ¡he aquí un libro!, otro libro más, y para colmo, ¡otro sobre
Foucault! ¿No es ya bastante? Sobre todo tomando en cuenta el con-
junto de textos que este personaje escribió y aquellos que han sido es-
critos acerca de él. Es posible pensar que el conjunto que corresponde
al primer caso, los textos signados por el nombre Foucault, señala ya
un ámbito preciso y finito, circunscrito a una frontera realmente in-
salvable: la muerte del autor. Sin embargo, hoy presenciamos la bús-
queda incesante de unos textos, ya sea inéditos o antes desdeñados
por los comentaristas, que son transformados y agrupados bajo la es-
tela luminosa de una obra y de una coherencia de principio. Tal es el
caso de los ya famosos Dits et écrits,2 en donde se tejen las entrevistas

1
“Es preciso que el cuerpo muera para que nazca la escritura. Así es la moral de la histo-
ria que no se prueba con el sistema de un saber, sino que se narra. La ‘fantasía’ que la recita no
está autorizada por un lugar propio, pero se ha vuelto necesaria debido a la deuda que signi-
fica un nombre. Se construye a partir de la nada (nichts: no tengo nada que perder) y de la
obligación (no te olvidaré).” Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 16.
2
Michel Foucault, Dits et écrits (1954-1988), 4 v., Daniel Defert y François Ewlad, dir.,
Paris, Gallimard, 1994. Hay una edición española condensada bajo el título de Obras esen-
ciales, 3 v., Barcelona, Paidós, 1999-2000. Véase también: Michel Foucault, De lenguaje y lite-
ratura, introducción de Ángel Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1996.

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PRÓLOGO 9

y las conversaciones con artículos, conferencias y cursos, hasta confi-


gurar un espacio de materiales que convoca a una tarea por hacer: es-
tos textos no dejan de anunciar un recomienzo ahí donde suponíamos
un final. Por el otro lado, una y otra vez se anuncian nuevos materia-
les que abordan, desde un sinfín de perspectivas, ya sea un asunto
particular, por ejemplo la sexualidad, ya sea, pretendiendo visiones
generales, los márgenes y centros del pensamiento foucaultiano.
Aun así, me parece que la respuesta a la pregunta anterior es no.
De ninguna manera es suficiente el cúmulo de escritos que comentan
unas obras pues este trabajo sólo encuentra, desde su propio princi-
pio, la constancia precaria del lenguaje, su carácter frágil e imperfecto.
“Lo que ‘interpretamos’ —el sentido, nuestra historicidad, el pasado—,
no se agota nunca en ‘una’ interpretación y permanece abierto e in-
acabable.”3 Si nos acercamos a los libros escritos por Foucault desde
una distancia irreductible, distancia dada por la diferencia entre el
momento de su emisión y el momento de su recepción presente, esto
quiere decir que toda lectura no puede ser más que interpretación y
que, como tal, nunca es única ni última, sino siempre finita e incom-
pleta. De ahí que sigamos rindiendo tributo a esa escritura parlanchina
que nunca parece adecuarse a su objeto, lo que implica que, finalmente,
continuamos atrapados en una espesa telaraña. ¿Dónde está el verda-
dero Foucault? ¿En qué libro, en qué comentario, en qué nota, en qué
irónica cuenta de lavandería? Lo que bien pudiera demostrar que el ob-
jeto Foucault no existe, salvo para la corte de creyentes en el dogma
de que la escritura depende del peso obsesivo de una biografía.
Sin duda, lo que nunca es posible encontrar en los libros escritos
por o sobre Foucault es a Foucault mismo y éste sería el postulado
principal de este trabajo. El otro, que evidentemente está en relación
con ese postulado, consiste en ver a la escritura, en tanto práctica,
como escritura del pasado. De tal suerte, ausencia de objeto e his-
toricidad de una práctica son dos de los problemas explícitos que este
texto buscar desentrañar. Pero éste no tiene como fuente sino un ejer-
cicio de lectura, de diálogo abierto y relativo con esos trabajos e in-
vestigaciones signados por el nombre Foucault, bajo la consideración
de que este diálogo no se establece con el propio personaje sino sólo
con sus escrituras. Además, tal ejercicio se ve acompañado, en estas
páginas, por los trabajos realizados por otros autores, particularmen-
te Michel de Certeau, lo cual no deja de ser un atrevimiento de mi
parte si tomamos en cuenta las distancias que los separan. Sin embar-
go, si para Foucault la labor intelectual consistía en excavar el suelo

3
Mario Teodoro Ramírez, “Ciencia y hermenéutica según Gadamer”, p. 138.

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10 HISTORIA Y LENGUAJE

de nuestras seguridades, en problematizar lo que hasta entonces se


mostraba como evidente, se podría señalar que gran parte de los au-
tores citados, si no es que todos, comparten esa actitud crítica asumida
como labor interminable que reconoce sus propios límites y la fragili-
dad del lugar desde donde mira. Esto permite, más que el constrate y
la lucha de las opiniones, enriquecer la reflexión con múltiples conexio-
nes inesperadas, con espacios comunes y paralelos que, en todo caso,
no escapan a la singularidad de un lugar desde donde se habla y de
una condición.
Se habrá notado la persistencia de una temática en todo lo dicho
hasta aquí: los lenguajes, y, en particular, la experiencia de la escritura
que se presenta como momento inaugural de nuestra modernidad.
No es otro el tema central que me propuse abordar desde un oficio, el
de historiador, que trabaja precisamente con esos elementos y desde
los cuales se lanza como actividad productora de conocimientos so-
bre el pasado. Habrá que tomar en cuenta, entonces, lo que las reflexio-
nes modernas, propias del siglo XX, muestran, a saber: el lenguaje ha
dejado de ser considerado, principalmente en las actividades científi-
cas, pero no sólo en ellas, como una representación exacta del mundo,
como una adecuación entre discurso y realidad, o como un instrumento
más o menos fiel que permite expresar las ideas. Por el contrario, se
ha pasado a un horizonte en el que el lenguaje sujeta, crea, permite,
somete. El poder del lenguaje, paradójicamente, se expresa como una
actividad sometida a reglas y diversificada en una variedad de juegos
lingüísticos que crean fronteras precisas al conocimiento del mundo y
de nosotros mismos. Por el lado de la escritura, se reconoce que el
momento en que se instituyen las ciencias y los saberes modernos fue
permitido por el ejercicio de una práctica específica que alcanzó ran-
go dominante y que dictó a la empresa de conocimiento las modali-
dades por las cuales se presenta hoy como actividad productiva.
Así pues, habrá que pensar qué tipos de problemáticas arroja tal
cuestión y cómo define, de un modo incluso opuesto a la epistemolo-
gía, que funda la historia como saber específico, las acotaciones de una
disciplina y los problemas teóricos a los que nos enfrentamos: ¿cómo
considerar las prácticas de lectura y escritura en relación a un trabajo
que se interroga sobre el pasado? Esto es, interpretación y producción,
en una tensión que hace visible los actos dialógicos que la articulan.
Éste es, en suma, el escenario de un retorno: el lenguaje.4

4
Así intitula Foucault una parte de su libro Las palabras y las cosas: una arqueología de
las ciencias humanas, p. 295-299.

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INTRODUCCIÓN

La lectura es una actividad a la que estamos sujetos los historiado-


res de manera evidente. Sin embargo, pocas veces hacemos explíci-
ta una labor que prácticamente define el contenido de una disciplina
y las formas tangibles de sus resultados. Desde los materiales que
actúan como intermediarios respecto a nuestro objeto de estudio,
las fuentes, hasta el producto de multitud de investigaciones par-
ticulares, no dejamos de ejercitar esa actividad. Por tanto, quiero se-
ñalar que lo que aquí se presenta es fruto de una labor de lectura
que como cualquier otra, generada en el seno de un oficio, busca
entablar un diálogo que no sabe bien cómo terminará, si es que al-
guna vez termina. Aun así, se pretende que tal ejercicio esté guiado
por algún objetivo que, finalmente, actúe como acotación y permita
ordenar, sistematizar y volver expresivos ciertos resultados. En ese
sentido, lo que se busca es delimitar y analizar cómo se presenta la
relación entre filosofía e historia en los trabajos arqueológicos de
Michel Foucault. La problemática reconocida en estos trabajos es el
saber, o para decirlo con más precisión, consiste en analizar las con-
diciones de posibilidad de los saberes modernos que instituyen a
los seres humanos como objetos y sujetos de conocimiento. De tal
manera que lo que ahí se interroga es por aquello que hace posible
que surjan estos saberes como discursos determinados. El tratamien-
to que lleva a cabo Foucault de tal cuestión es abordarla en conexión
con toda una gama de problemas que son atendidos de diversas ma-
neras y grados, lo que da una dimensión sumamente compleja a la
escritura foucaultiana: críticas respecto a la metafísica y a la ontolo-
gía tradicionales, discusiones específicas con la fenomenología, el
marxismo y con posiciones que provienen tanto de la lingüística
como de la hermenéutica, elaboraciones que tienen que ver con te-
máticas propias de la historia de las ciencias en su versión epis-
temológica, precisiones respecto al estructuralismo, planteamientos
críticos relacionados con la historia de las ideas, entre otros; todas
estas temáticas señalan los modos de un trabajo asumido como des-
pliegue de una diversidad. Panorama complejo que señala las coor-
denadas culturales que conforman hoy nuestra modernidad como
cuestión puesta a debate.

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12 HISTORIA Y LENGUAJE

Así que, de entrada, la lectura presenta serias complicaciones so-


bre todo si pretende ejercerse desde el horizonte de una cierta disci-
plina, en este caso la historia, es decir, desde una situación en que
predomina la necesidad de sostener una distancia, como garante de
la identidad disciplinaria, y para la cual estos temas, propios de filó-
sofos, resultan por lo menos extraños y sin mayores implicaciones para
la forma en la que se ejerce el oficio. Sin embargo me parece que los
problemas a los que se enfrenta hoy el historiador no pueden seguir
siendo abordados desde esta distancia, desde la intimidad resguar-
dada de nuestras fronteras, pues estos problemas toman dimensiones
más generales que no se atienen a las separaciones establecidas entre
las disciplinas. Fuera de todo diagnóstico elaborado en tono de catástro-
fe, incertidumbre, crisis, inoperancia de las ciencias sociales y humanas,
etcétera, la situación en la que nos encontramos puede ser caracteri-
zada como producto de una gran mutación por la que han ido de-
sapareciendo, aceleradamente, los modelos de comprensión y los
principios de inteligibilidad que gobernaban, desde el siglo XIX, la pro-
ducción de conocimientos. Es por esto que las ciencias sociales y hu-
manas han sido sometidas a un proceso de desgaste en el panorama
general de las sociedades contemporáneas, cuestión que toma tintes
políticos, prácticos y éticos de la mayor importancia. No pretendo dar
soluciones al respecto ni encontrarlas en lo más recóndito de las pos-
turas sostenidas por Foucault, nada más alejado del carácter de este
trabajo; tampoco se trata de desarrollar aquí las implicaciones que esta
mutación acarrea para los historiadores pues esto se intentará hacer
de manera general en los capítulos VIII y IX,1 sólo quisiera señalar, por
el momento, la necesidad de reflexionar sobre ello desde una pers-
pectiva que no se atenga a las disposiciones tradicionales de la espe-
cialización disciplinaria.
La interrogante central que guía el desarrollo de este trabajo y
a partir de la cual se desprenden otras, podría formularse así: ¿es
posible realizar hoy una lectura de los trabajos arqueológicos de
Foucault desde la perspectiva y desde el terreno mismo de la histo-
ria, y qué implicaciones arroja tal lectura? La filosofía, es dable en-
tenderlo como presupuesto, puede ser una valiosa ayuda para el
historiador, sobre todo si podemos tener, más o menos claro, de qué
filosofía se trata, pues ella tampoco ha podido escapar a los dictados de
una transformación por la cual ha ido perdiendo su rostro tradi-

1
Para un análisis de los problemas a que se enfrentan los historiadores a partir de esta
mutación puede consultarse el trabajo de Roger Chartier, “La historia hoy en día: dudas,
desafíos, propuestas”, en Historias, n. 31, p. 5-19.

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INTRODUCCIÓN 13

cionalmente reconocible desde el siglo XVIII, transformación que par-


ticularmente se agudiza a mediados del presente siglo. La filosofía,
como sistema general de pensamiento en el que descansaba, a la
vez, la dilucidación de la validez de nuestros conocimientos sobre
el mundo y la posibilidad de asumirnos como sujetos pensantes,
racionales, es decir, como el centro privilegiado de una actividad,
ha sido sometida a una constante y reiterada erosión. En la actuali-
dad, la filosofía no puede entenderse sin mayor justificación como
un ejercicio reflexivo de fundamentación a partir del cual sea posi-
ble construir una teoría global del mundo y del conocimiento en ge-
neral. Su papel, si se quiere, es más modesto pero al mismo tiempo
más crucial: ejercer la crítica de los modelos de racionalidad sobre
los que han descansado, hasta el momento, nuestras creencias, nues-
tros valores y nuestros conocimientos.2
En el tipo de filosofía que nos propone Foucault, la crítica debe
dirigirse, primero y antes que nada, contra la propia tradición filosó-
fica que se gesta a partir del siglo XVIII, sin perder de vista las conse-
cuencias que tal tradición arrojó sobre los saberes particulares que se
constituyeron sobre el hombre. De ahí la necesidad de preguntarse
por la figura misma que adopta la crítica como actividad filosófica,
sobre todo si podemos admitir que, en el caso de Foucault, la noción
de crítica no trata de sostener pretensión alguna de alcanzar una ver-
dad intencionalmente oculta, de mostrar, con la fuerza de la razón, el
proceso de una falsificación que sea necesario refutar. La introducción
de una noción de crítica cargada de implicaciones se convierte en una
plataforma que revela la pertinencia de una reflexión filosófica sobre
la historia. Anteriormente, esa reflexión tendía a establecerse como fi-
losofía de la historia, como aspiración a dilucidar el sentido general
del devenir, produciendo por ello mismo explicaciones teleológicas o
construyendo sistemas teológicos disfrazados. Foucault nos advierte
que entre los filósofos todavía se sostiene una visión mítica de la his-
toria, en donde predominan los temas trascendentales al considerar
la presencia de “una tosca continuidad en la que se engarzan la liber-
tad de los individuos y las determinaciones económicas y sociales”.3
Otra es la historia sobre la que trabajan los historiadores. A pesar de
este divorcio manifiesto, los historiadores deberíamos reconocer que
la forma en la que fue reflexionada la temporalidad, la continuidad
histórica, la disposición epistemológica sobre la que se construyó la
historia como saber, entre otros problemas, se realizó desde el campo

2
Francisco Vázquez García, Foucault: la historia como crítica de la razón, p. 44.
3
Michel Foucault, “Foucault responde a Sartre”, en Saber y verdad, p. 44.

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14 HISTORIA Y LENGUAJE

de la filosofía. Este reconocimiento resalta la importancia que


adquiere la tarea de pensar la historia desde el horizonte de las trans-
formaciones que han conducido a la filosofía por la senda de un pen-
samiento crítico.
Los trabajos arqueológicos realizados por Foucault siempre se de-
sarrollan a partir de un doble cariz, reflexivo-filosófico, por un lado,
histórico, por otro; doble camino que termina por delinear una con-
fluencia en el terreno problemático marcado por la actualidad, por
nuestra actualidad. ¿Qué implicaciones pueden desprenderse de esta
doble vertiente, en la perspectiva de la arqueología foucaultiana?,
y, de manera más precisa, ¿cómo puede reflexionar filosóficamente
Foucault desde el territorio de la historia?, ¿de qué manera realiza in-
vestigaciones históricas a partir de problemas filosóficos, de cara a una
labor crítica sobre nuestro presente? Son preguntas que pueden deri-
varse del objetivo principal de este trabajo y que, finalmente, nos lle-
van a interrogar por la forma en la que la historia puede llegar a ser
una reflexión crítica de la noción de razón, precisamente esa noción
que permitió su emergencia, es decir, ¿desde dónde puede hacerse la
crítica de la noción de razón ?
Ahora bien, si la filosofía ha podido tomar distancia de la tradi-
ción de la cual proviene, en el sentido que apunta Habermas, es posi-
ble hacer notar una influencia determinante en el tránsito hacia el
pensamiento postmetafísico: la problemática del lenguaje. Si la histo-
ria se debate desde hace algún tiempo entre la necesidad de apunta-
lar su propia teorización y la urgencia de reflexionar sobre aquello que
ha permanecido a la sombra, sus formas de hacer, sus operaciones, o
sea, su régimen de prácticas, es posible decir que encuentra en el análi-
sis sobre el lenguaje, sobre los discursos a partir de los cuales trabaja y
sobre los discursos que produce, un camino por el cual abrirse paso pero
que, al mismo tiempo, le plantea nuevas y decisivas interrogantes. De
tal suerte que la filosofía de la conciencia y del sujeto, en su versión
clásica, va siendo desplazada por la filosofía del lenguaje, en tanto para
la historia, al alejarse del ideal de objetividad propio del siglo XIX, el
interrogante central al que se enfrenta es aquel que pregunta sobre el
cómo se escribe la historia, no ya cómo se conoce el pasado.4
Para ambos procesos es evidente lo crucial que ha resultado la
cuestión del lenguaje y es precisamente esta cuestión la que se locali-
za en el centro de la discusión arqueológica. La posibilidad misma de
transformar la filosofía como pensamiento crítico de la actualidad y
la posibilidad de pensar, a la luz de esa transformación, el papel de la

4
Alfonso Mendiola, “Una relación ambigua con el pasado: la modernidad”, p. 3.

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INTRODUCCIÓN 15

historia, se asientan en una reflexión sobre el lenguaje. La arqueolo-


gía, como procedimiento de análisis, al abordar el problema de los
discursos que promueven el surgimiento de nuestros saberes modernos,
apunta hacia la necesidad ineludible de atender críticamente aquello que
se juega en el lenguaje mismo. De tal manera que es posible decir que
la relación filosofía e historia, tal y como está planteada en los trabajos
de Foucault, nos conduce irremediablemente a la cuestión del lenguaje.
Filosofía, historia y lenguaje confluyen en la perspectiva arqueológica
de una manera determinante, de ahí que analizar las condiciones que
adquiere tal confluencia en las investigaciones foucaultianas, puede
ser una labor que ayude a los historiadores a reflexionar sobre las con-
secuencias que trae consigo la mutación que hoy presenciamos y que
toca al corazón mismo de nuestra disciplina.
La filosofía se identifica con el uso crítico de la razón en tanto pue-
da articularse con la elaboración de un diagnóstico del presente, nos
dice Foucault. El sentido de tal postura alude a una situación en la
que la razón es siempre histórica, es decir, se encuentra necesariamente
situada en un horizonte determinado del cual sólo puede hacer como
si escapara, ya sea por medio de las ilusiones objetivistas, ya sea a
través de las posiciones transcendentales. Una y otra vez Foucault nos
llama a tomar distancia de todo dualismo, particularmente de aquel
que se constituye a partir de la doble dimensión sujeto-objeto, pues el
dualismo es la fuente que alimenta ambas posturas. El ideal de objeti-
vidad al que se adscribe la historia es permitido por el juego de ese
dualismo, cuyas consecuencias más visibles son, por un lado, el em-
pirismo ingenuo que está detrás del primado del documento como
rastro de evidencia y del hecho histórico como unidad, y, por el otro,
la formulación del devenir en términos de continuidad histórica, cues-
tión que conduce a la pregunta por el sentido mismo de la historia
como coherencia asumida de principio. Si la filosofía puede ayudar-
nos a pensar la historia tiene que hacerlo a partir de plantear lo que
hay detrás del trabajo del historiador y de la historia misma como
empresa de conocimiento, y esto supone trasladarse a un análisis que
involucre la problemática central del lenguaje. Con ello se genera un
desplazamiento del nivel teórico-epistemológico tradicional, al delinear
la cuestión del horizonte cultural desde el cual se produce la emergen-
cia y el desarrollo de la historia como aspiración de un saber y como un
campo de prácticas determinado. Ayudarnos a reflexionar no quiere
decir acceder de inmediato a soluciones mágicas y todopoderosas, más
bien lo que se pretende es, ni más ni menos, retomar la tarea de pensar
de otra manera esos problemas, de sumergirse bajo la superficie y ajus-
tarse a las condiciones mismas que los hacen ser problemas. En otras

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16 HISTORIA Y LENGUAJE

palabras, se quiere dibujar una complejidad creciente tomando como


plataforma ciertos elementos reflexivos que Foucault nos propone.
Por otro lado, bien podría preguntarse ¿por qué los escritos de
Foucault son la matriz de este trabajo y no los de cualquier otro pensa-
dor que se haya acercado reflexivamente a la historia? Es ya ampliamen-
te reconocido que sus libros se han ido convirtiendo en una referencia
común para la investigación histórica contemporánea. Los temas an-
teriormente considerados marginales, tales como la locura, la enfer-
medad, la penalidad, la sexualidad o las disciplinas, son vistos ahora
como territorio legítimo del quehacer de los historiadores. Sin embar-
go, me parece que se ha interrogado a sus investigaciones como si es-
tos temas pudieran ser igualados al mismo nivel que los objetos de
estudio que utilizan los historiadores. De tal manera que pocas veces
se ha intentado analizar los procedimientos reflexivos que postuló
Foucault y que atañen a las condiciones de posibilidad de la historia
como empresa, pues al llevarse a cabo esta igualación se termina aten-
tando contra la distancia que separa a Foucault del trabajo propio del
historiador. Decir que Foucault realiza un trabajo reflexivo desde el
territorio de la historia misma no quiere decir que podamos asumirlo
como historiador por derecho propio, y con todas las consecuencias
que esto acarrea. Como señala Deleuze, Foucault realiza investigacio-
nes históricas, no trabajo de historiador.

No hace una historia de las mentalidades, sino de las condiciones bajo


las cuales se manifiesta todo lo que tiene una existencia mental, los
enunciados y el régimen de lenguaje. No hace una historia de los com-
portamientos, sino de las condiciones bajo las cuales se manifiesta todo
lo que tiene una existencia visible, bajo un régimen de luz. No hace
una historia de las instituciones, sino de las condiciones bajo las cua-
les éstas integran relaciones diferenciales de fuerzas, en el horizonte
de un campo social. No hace una historia de la vida privada, sino de
las condiciones bajo las cuales la relación consigo mismo constituye
una vida privada. No hace una historia de los sujetos, sino de los pro-
cesos de subjetivación, bajo los plegamientos que se efectúan tanto en
un campo ontológico como social. En realidad una cosa obsesiona a
Foucault, el pensamiento, “¿qué significa pensar? ¿A qué llamamos
pensar?”5

Es esta distancia que media entre el tipo de investigación históri-


ca que realizó Foucault y las condiciones bajo las cuales se despliega
el trabajo del historiador, la que permite, precisamente, postular la po-

5
Gilles Deleuze, Foucault, p. 151.

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INTRODUCCIÓN 17

sibilidad de pensar la historia desde el sentido de esa obsesión seña-


lada por Deleuze. Esa distancia constituye otra línea de trabajo que
puede muy bien guiar las pautas de este estudio en términos de orien-
tación general. Al no tomar en cuenta esta diferencia, la discusión que
se dio entre los historiadores, desde la publicación de los primeros
libros de Foucault a la fecha, ha sido en el sentido de establecer los
puntos de contacto o de divergencia, señalando afinidades, críticas y
reclamos, pero quedándose en el nivel que él mismo llamó doxológico,
es decir, nivel que atañe a los juegos de opinión relacionados con la
movilidad de modelos y métodos, organizados, por tanto, en una
perspectiva propiamente epifenoménica.6 En cualquier caso, Foucault
fue uno de los pocos filósofos, si no el único, que se atrevió a realizar
investigaciones históricas asumiendo con ello la necesidad de reflexio-
nar sobre la historia no a partir de una distancia prudente, no desde
el territorio lejano de la filosofía, sino desde el campo mismo puesto a
debate. Si la tarea a la que estamos enfrentados es la de pensar la histo-
ria y si pensar es problematizar tal y como nos lo señala Foucault,
entonces esta labor supone un esfuerzo de experimentación, proble-
matizar el suelo sobre el que descansa nuestro oficio; problematizar,
sobre todo, la relación entre una escritura, es decir, unos discursos, y
una serie de prácticas específicas. Esto es, me parece, uno de los pro-
blemas más acuciantes en términos historiográficos. ¿Qué es aquello
que se juega en el ámbito de la escritura de la historia y en el tipo de
prácticas, tanto sociales como epistémicas o disciplinarias, que posi-
bilitan tanto la historia como al historiador?
Entonces, ¿qué presupuestos guiarán este ejercicio de lectura? Ante
todo, lo que se busca es un proceso que tienda a relativizar toda pos-
tura esencialista en términos de la lectura misma. ¿Qué es lo que se
lee o lo que se puede leer en el caso de Foucault? ¿Se puede presumir
que en sus libros se encuentra la prefiguración de una teoría determi-
nada? Atengámonos a lo escrito por Deleuze al respecto: “en un libro
no hay nada que entender, pero mucho por utilizar. No hay nada que
interpretar ni significar, sino mucho por experimentar”.7 Experimen-

6
Existe ya un buen número de trabajos excelentes que analizan las obras de Foucault
en relación a la historia desde la perspectiva de esta diferencia. De ellos pueden consultarse
los siguientes: Francisco Vázquez García, Foucault y los historiadores; Rosario García del Pozo
y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault; Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault
revoluciona la historia; Mark Poster, Foucault, marxismo e historia: modo de producción versus
modos de información. Además puede consultarse el ya célebre debate que sostuvo con un
grupo de historiadores: La imposible prisión: debate con Michel Foucault. Así como La verdad y
las formas jurídicas y Genealogía del racismo: de la guerra de las razas al racismo de estado, entre
otros textos del mismo Foucault.
7
Citado por Miguel Morey, “Prólogo”, en Gilles Deleuze, op. cit., p. 13.

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18 HISTORIA Y LENGUAJE

tar y utilizar señalan al libro como una máquina que debe entrar en
conexión múltiple con otra cosa o con otros libros, con otras escrituras.
Es otra forma de leer para la cual el libro deja de ser una imagen preci-
sa del mundo, el resultado de una labor que expresa la coherencia y la
unidad de un pensamiento que se concreta en y por la escritura. Los
libros de Foucault son máquinas críticas cuya finalidad no consiste en
decir la verdad de lo que ocurrió; son críticas “no porque transcriban o
suministren un modelo de lo que pasó, sino porque el modelo que efec-
tivamente dan es tal que permite que nos liberemos del pasado”.8 Así,
romper con la tiranía del pasado y asomarse a la posibilidad de lo nue-
vo son los objetivos explícitos bajo los cuales funcionan estas maquina-
rias. La lectura, entonces, no puede ser aquella que busque, en las
determinaciones obscuras de una escritura, las claves sobre las que se
organiza una teoría acabada. No hay tal teoría, o más bien, hay teoría
en tanto que lo que nos ofrece Foucault es “una caja de herramientas”.
Esto quiere decir que “se trata de construir no un sistema sino un ins-
trumento” y que la búsqueda de tal instrumento “no puede hacerse más
que gradualmente, a partir de una reflexión (necesariamente histórica
en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas [...] Lo que he
dicho no es aquello que pienso, sino lo que con frecuencia me pregunto
si no podría pensarse”.9 Lectura como ejercicio, es decir, como juego y
como oscilación; los libros como cajas de herramientas, como un espa-
cio en el cual descubrir instrumentos para ser utilizados; lectura de unos
libros en los cuales se quiere identificar elementos que nos sirvan. Pro-
ceso que obliga al pensamiento a situarse en su propio límite y que, por
tanto, no pretende clarificar ni descifrar, es más, ni siquiera presentar el
pensamiento de Foucault en su concreción.
Es así que partiendo de lo anterior podría precisarse la forma de
este ejercicio de lectura de la siguiente manera: primero, el proceso
de lectura remite a pensar sobre una complejidad que se da siempre
en términos históricos y que por consiguiente se encuentra referida a
un tiempo y a un espacio. Esto significa que si la lectura es un acto
dialógico y comunicativo no puede existir una posible lectura que se
presente, desde un ámbito preciso de autoridad, como aquella que ilu-
mine y muestre por fin la verdad profunda e invariable del texto. No
hay un método correcto para leer a Foucault. Segundo, si esto es así, el
libro no puede ser concebido como una unidad de suyo coherente a la
que es posible acceder, de una vez y para siempre, por medio de una
lectura objetiva. Antes al contrario, al leer nos asomamos a la diversi-

8
Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, p. 172.
9
Michel Foucault, “Poderes y estrategias”, en Microfísica del poder, p. 173-174.

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INTRODUCCIÓN 19

dad y pluralidad de sentidos y de interpretaciones que nacen de todo


acto dialógico. El libro, por sí mismo, no dice nada, ni oculta, en la
densidad de sus palabras, el trofeo de una verdad disimulada y muda.
Ante la pretendida unidad del texto aquí se sostiene la necesidad de
asumir el carácter múltiple de su diversidad y alteridad, desmintien-
do, con ello, las fronteras mismas del libro. Tercero, este ejercicio pre-
tende alejarse de toda tentativa de exégesis o de comentario, de tal
suerte que no intenta duplicar un discurso con otro decir que, a su
vez, restituya un significado más profundo o auténtico. No se trata de
clarificar la opacidad de la escritura foucaultiana; por el contrario, pre-
tende mantenerse al nivel mismo del discurso, tal y como lo propone
Foucault en su arqueología. Ésta es una labor que quiere escapar a la
necesidad de aclarar la opacidad de lo dicho, es decir, de lo escrito; al
contrario, se parte de esa misma opacidad sin tratar de sujetarse a las
coacciones de aquella figura que, rebasando la escritura por arriba,
transparente las determinaciones instauradas por una subjetividad
fundadora, o, en forma paralela, se hunda hacia la profundidad de
una realidad más allá y más abajo de las palabras. Cuarto, es una lec-
tura entendida como actualización, como labor productiva. Se trata,
entonces, de adentrarse en una lectura como proceso reflexivo que ge-
nere otros sentidos, reconociendo con ello su cualidad arbitraria. Lec-
tura desde una cierta perspectiva, ni mejor ni peor que otras, y que
pretende asomarse al terreno de las problematizaciones establecidas
por el despliegue de un pensar en dispersión.
Ahora bien, es menester ubicar, aunque sea de una manera gene-
ral, el lugar que la arqueología guarda en el conjunto de las investiga-
ciones foucaultianas. Al respecto existe toda una discusión sobre las
diferencias entre la arqueología y el proyecto genealógico posterior.
En ese sentido, se han presentado interpretaciones que sostienen que
el paso a la genealogía significó la supresión y superación del enfo-
que arqueológico.10 Otros autores sostienen una visión no lineal y más
matizada del problema. Es esta última la que se ha ido asentando como
la más aceptada. Tradicionalmente se distinguen tres etapas intelec-
tuales en las investigaciones que Foucault realizó: la primera, la ar-
queológica, centrada alrededor de la pregunta por el saber; la segunda,
la genealógica, articulada sobre la cuestión del poder, y, por último,
la tercera, que aborda el tema de la sexualidad, de la gobernabilidad
y de las técnicas de subjetividad. El inconveniente de tal secuencia
cronológica es que toma como un hecho que el paso de un procedi-

10
Cfr. Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault: más allá del estructuralismo y
la hermenéutica.

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20 HISTORIA Y LENGUAJE

miento a otro sigue el camino de una superación o de una evolución


más acabada del pensamiento foucaultiano. El presente trabajo se ads-
cribe a las observaciones y sugerencias que realizó Miguel Morey con
base en el análisis de los escritos inéditos de Foucault.11 Para este
autor la diferencia entre la arqueología y la genealogía consiste en la
diferencia que media entre un procedimiento descriptivo y otro deci-
didamente explicativo. De tal manera que la arqueología intenta des-
cribir los regímenes de saber en dominios determinados y de acuerdo a
cortes históricos breves, mientras que la genealogía, recurriendo
a las relaciones de poder, intenta explicar lo que la arqueología sólo
describe.12 A partir de un análisis del texto de Foucault sobre la ilus-
tración,13 Morey retoma la dirección general que el mismo Foucault
definió para su trabajo en términos de una ontología histórica de no-
sotros mismos, dirección que permite precisar tres ejes en una orde-
nación diferente a la tradicional. Entre estos tres ejes lo que existe no
es una sucesión de métodos sino diferentes aperturas de una misma
tarea general, de modo que la arqueología y la genealogía son proce-
dimientos complementarios, no opuestos. Estos ejes son:

— Ontología histórica de nosotros mismos en relación a la verdad que


nos constituye como sujetos de conocimiento (Histoire de la folie, Naissance
de la clinique, Les motes et les choses).
— Ontología histórica de nosotros mismos en las relaciones de poder
que nos constituyen como sujetos actuando sobre los demás (Histoire
de la folie, Surveiller et punir).
— Ontología histórica de nosotros mismos en la relación ética por
medio de la cual nos constituimos como sujetos de acción moral (Histoire
de la folie, Histoire de la sexualité).14

Es así que tanto la arqueología como la genealogía, asumidas como


procedimientos analíticos particulares, son retomadas en cada uno de
estos ejes, si bien con desplazamientos y reformulaciones. Tomando en
cuenta esta ordenación es que se puede decir que la empresa foucaul-
tiana adquiere la consistencia de una “historia crítica del pensamien-
to”, proyecto que busca trabajar situando los “modos de subjetivación”
(modos para los cuales se instituyen formas históricas de subjetividad)
y los “modos de objetivación” (modos que instituyen a los seres hu-
manos como objetos de un conocimiento posible), como territorios de
11
Miguel Morey, “Introducción: la cuestión del método”, en Michel Foucault, Tecnolo-
gías del yo, p. 9-44.
12
Ibidem, p. 14-15.
13
Cfr. Michel Foucault, “¿Qué es la ilustración?”, en Saber y verdad, p. 197-207.
14
Miguel Morey, “Introducción: la cuestión del método”, p. 25.

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INTRODUCCIÓN 21

su acometida analítica. Es por eso que la historia crítica del pensamien-


to puede ser vista, también, como una historia de la emergencia de
los juegos de verdad; en palabras de Foucault:

la historia de las veridicciones entendidas como formas según las cua-


les se articulan sobre un dominio de cosas discursos susceptibles de
ser llamados verdaderos o falsos: cuáles han sido las condiciones
de esta emergencia; el precio que, de algún modo, se ha pagado, sus
efectos sobre lo real, y el modo en que, vinculando un cierto tipo de
objeto con ciertas modalidades de sujeto, ha constituido para un tiem-
po, un área y unos individuos dados el apriori histórico de una expe-
riencia posible.15

Es una historia para la que resulta primordial abordar la cuestión


del sujeto,16 cuestión que se dilucida no ya desde el horizonte de una
filosofía trascendental de matices metafísicos, sino desde una red de a
prioris históricos, es decir, desde una posición en la que el sujeto es
siempre histórico. Por ello resaltan las serias divergencias que sostu-
vo Foucault con el paradigma antropológico, uno de los elementos
principales que conforman el pensamiento moderno y del cual fueron
impregnadas las ciencias humanas desde el momento que emergieron
en el panorama del siglo XIX. Divergencias que, traducidas al terreno
arqueológico, señalan la búsqueda de un modo de acceso al análisis
de los discursos sin tener que apelar a instancias positivas o trascen-
dentales. Romper con los universales antropológicos es una cuestión
que, me parece, tiene grandes implicaciones para los historiadores.
Hay, además, una preocupación de otro tipo, que no contrapuesta
a todo lo dicho hasta aquí. Foucault nos invita a una aventura intelec-
tual, la posibilidad de pensar de otra manera, lo que significa el postu-
lar la posibilidad de ser otros, de liberarnos de nosotros mismos, de
constituirnos en sujetos morales en un presente que podamos volver
inteligible. Y mostrar las determinaciones históricas de lo que somos,
de nuestros límites, es mostrar la pertinencia de un hacer. La historia
no puede ser ya más una empresa que traslade esta preocupación hacia
un pasado lejano, sojuzgado e inalcanzable, pretendiendo exorcizar así
las sujeciones de nuestro presente al exorcizar a los muertos.17

15
Citado por Miguel Morey, ibidem, p. 26.
16
Cfr. Oscar Martiarena, Michel Foucault: historiador de la subjetividad.
17
“Después de haber atravesado una por una la Historia de Francia, las sombras ‘re-
gresaron menos tristes a sus tumbas’, allá las lleva el discurso, las sepulta y las separa, las
honra con los ritos fúnebres que faltaban […] Nuestros queridos muertos entran en el texto
porque no pueden ni dañarnos ni hablarnos. Los fantasmas se meten en la escritura, sólo
cuando callan para siempre.” Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 15-16.

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LA MODERNIDAD COMO CUESTIÓN:
HISTORICIDAD Y FILOSOFÍA

Desde Historia de la Locura hasta El orden del discurso, una problemáti-


ca común atraviesa las investigaciones y reflexiones foucaultianas: la
cuestión del saber. ¿Qué es lo que se encuentra en entredicho en tal
empresa? ¿Qué es aquello que puede generar una atención crítica tan
meticulosa por parte de un “intelectual”? ¿Hacia dónde puede llevar-
nos una lectura, es decir, la actualización de un trabajo que pone en
cuestión ni más ni menos que al sistema supremo que nuestra cultu-
ra, la cultura occidental, nos ofrece como forma de autocomprensión?
Pensar en el saber, ¿no involucra el preguntarse por el pensar mismo?
Foucault alguna vez aventuró una caracterización de sus investiga-
ciones bajo el rubro de una historia del pensamiento o de los sistemas
de pensamiento1 y con ello delimitó un cierto territorio que, en todo
caso, no deja de ser movedizo. Respecto a un texto de Borges en el
que éste cita una enciclopedia china que clasifica los animales y con el
cual da inicio a su libro, Las palabras y las cosas, hecho que no deja de
ser indicativo de sus preocupaciones, Foucault escribió: “En el asom-
bro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del
apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento,
es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto. Así pues, ¿qué
es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata?”2
El límite de nuestro pensamiento, nos dice Foucault, señala la fron-
tera que separa nuestra cultura profana de eso que es su Otro, eso que
se resiste a ser pensado. Ahora bien, el pensar pareciera que de mane-
ra natural nos obliga a incluir en el problema al sujeto que piensa, aquel
que ejercita una cierta capacidad reflexiva, en otras palabras, a postu-
lar el sentido de una subjetividad que de principio se presenta a sí
misma como racional.3 En los escritos de Foucault se encuentra la re-
nuncia expresa a remitirse a una conciencia fundadora sobre la cual

1
Michel Foucault, El orden del discurso, p. 49.
2
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 1.
3
Para un análisis de la forma en la que Hegel, al postular la necesidad de la filosofía
como forma de enfrentar teóricamente el problema de la modernidad, liga la reflexión, es
decir, la razón, con el principio de subjetividad, cfr. Jürgen Habermas, El discurso filosófico
de la modernidad, p. 28-52.

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24 HISTORIA Y LENGUAJE

hacer descansar la explicación respecto a la constitución de nuestros


saberes. Entonces, si el pensar nos remite al límite de nuestro pensa-
miento y no podemos recurrir a ninguna solución que haga valer la
fuerza de una racionalidad soberana, ¿qué es aquello que es imposi-
ble pensar? En efecto, ¿de dónde surge su imposibilidad?, ¿del espa-
cio de lo incongruente, de lo fantástico, de lo desorbitado?

Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que


podrían ser vecinas. Los animales, “i] que se agitan como locos, j] innu-
merables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello”, ¿en
qué lugar podrían encontrarse, a no ser en la página que los transcribe?
¿Dónde podrían yuxtaponerse a no ser en el no-lugar del lenguaje? Pero
éste, al desplegarlos, no abre nunca sino un espacio impensable.4

De nuestra tradición filosófica se desprende el supuesto que seña-


la el movimiento de un logos trascendente que eleva las cosas hasta el
concepto, supuesto que comienza a tambalearse ya bien entrado el si-
glo XX; en esta elevación que conduce hacia el objeto pensado se ma-
nifiestan las posibilidades de desplegar la racionalidad del mundo.
Es el paso del caos aparente al orden que se revela. Orden, es decir,
vecindad, poner en juego las armas y la fortaleza de una voluntad que
introduce concierto, que aparta las singularidades de una masa infor-
me y las coloca aparte, las recorta, las clasifica, las une, las somete.
Para esta tradición, lo impensado es aquello que se escapa y se diluye
frente a la tarea de ese logos que, por eso mismo, resulta no ser tan
poderoso. Cuando Hegel afirma que lo real no es real, en el sentido
de que es finito, descubre, por un lado, la fuerza unificante de la ra-
zón, pero al mismo tiempo descubre también su límite, su umbral. Ele-
varse por sobre la existencia, por sobre lo contingente, vencer al fin lo
azaroso y alzar el pabellón de la victoria: conquistar el reino del or-

4
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 2. Más adelante, en el mismo libro, apun-
ta: “Las utopías consuelan: pues si no tienen lugar real, se desarrollan en un espacio mara-
villoso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas
fáciles, aun si su acceso es quimérico. Las heterotopías inquietan, sin duda porque minan
secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nom-
bres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la ‘sintaxis’ y no sólo la que
construye las frases, aquella menos evidente que hace ‘mantenerse juntas’ (unas al otro lado
o frente de otras) a las palabras y las cosas. Por ello, las utopías permiten las fábulas y los
discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la
fábula; las heterotopías (como las que con tanta frecuencia se encuentran en Borges) secan el
propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de
gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases”, ibidem, p. 3.
En cierta forma la escritura que Foucault despliega en el espacio de la página se encuentra
a medio camino, en el límite más bien impreciso donde se confunden las utopías y las
heterotopías.

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LA MODERNIDAD COMO CUESTIÓN: HISTORICIDAD Y FILOSOFÍA 25

den y abrir, con ello, el espacio donde quepa todo lo que legítimamente
pueda ser materia para la razón.

Hegel, con su concepto enfático de realidad como unidad de la esen-


cia y la existencia, habría marginado precisamente aquello que más
tenía que importar a la modernidad: lo transitorio del instante preña-
do de significado, en que los problemas del futuro que en cada caso
nos apremian se traban en un nudo. Precisamente la actualidad histó-
rica de la que se supone brota la necesidad de filosofía, el viejo Hegel
la había apartado de la construcción del acontecer esencial o racional
como lo meramente empírico, como la existencia contingente, “fugaz”,
“insignificante”, “pasajera”, y “marchita” de una “infinitud mala”.5

Con este gesto de apartar aquello que no entra en el proyecto de


construir un pensamiento racional, encontramos el momento en el que
se configura el nacimiento de nuestros saberes modernos y, por tanto,
de las ciencias positivas, momento que Foucault considera como no
glorioso. Y éstas se presentan, ante todo, como elaboraciones que, pre-
cisamente al excluir algo, afirman un espacio sobre el que expanden
su dominio. ¿Qué es aquello que intentan excluir? La sin-razón, el in-
consciente, las pulsiones. ¿Cómo vencer la muerte si no es apostándo-
lo todo a la voluntad de trascendencia? La voluntad de verdad es
voluntad que promueve la necesidad de trascender el límite mismo
del pensamiento, es decir, la muerte. Pero, paradójicamente, en el co-
razón mismo de esta fuerza encuentra morada y refugio la intensidad
del deseo. De tal suerte que lo pensable sólo puede afirmarse no a par-
tir de sí mismo sino, por una extraña operación de duplicación, recor-
tándose en la medida de aquello que siempre se le evade. La forma
de esta reflexión, a contrapelo de la voluntad de verdad, no puede
iluminar de manera absoluta el objeto de su deseo, pues encuentra su
acomodo en una articulación incesante con esa existencia muda.
Foucault parte de una constatación: aquella que supone que la for-
ma de nuestro pensamiento no puede seguir anclada en una proble-
mática ontológica tradicional para la cual el trabajo de la reflexión
conduce, necesariamente, a dilucidar el problema del ser en general

5
Jürgen Habermas, op. cit., p. 71-72. Este autor señala que los jóvenes hegelianos reac-
cionan frente a su maestro reclamando “el peso de la existencia”, problemática que será
desarrollada de diferentes maneras, pero que nos permiten encontrar los ecos de una línea
que continuará con la fenomenología hasta el existencialismo. Foucault escribió de Hegel
lo siguiente: “Pero escapar realmente de Hegel supone apreciar lo que cuesta separarse de
él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizá, se ha aproximado a
nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar
contra Hegel.” Michel Foucault, El orden del discurso, p. 58.

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26 HISTORIA Y LENGUAJE

en tanto forma trascendente. Antes bien, es necesario encarar una


transformación tal que posibilite un planteamiento diferente y que,
de entrada, inaugure una serie de nuevas interrogantes.

Para Descartes se trataba de sacar a luz el pensamiento como forma


más general de todos estos pensamientos que son el error o la ilusión,
de manera que se conjurara su peligro, con el riesgo de volverlos a
encontrar, al fin de su camino, de explicarlos y dar, pues, el método
para prevenirse de ellos. En el cogito moderno, se trata, por el contra-
rio, de dejar valer, según su dimensión mayor, la distancia que a la
vez separa y liga el pensamiento presente a sí mismo y aquello que,
perteneciente al pensamiento, está enraizado en el no-pensado [...] En
esta forma el cogito no será pues el súbito descubrimiento iluminador
de que todo pensamiento es pensado, sino la interrogación siempre
replanteada para saber cómo habita el pensamiento fuera de aquí y,
sin embargo, muy cerca de sí mismo, cómo puede ser bajo las especies
de lo no-pensante. Pero no remite todo el ser de las cosas al pensa-
miento sin ramificar el ser del pensamiento justo hasta la nervadura
inerte de aquello que no se piensa.6

Es, pues, la necesidad de replantear el análisis de nuestra moder-


nidad lo que se encuentra en la perspectiva de Foucault y ello en dos
sentidos: primero, como forma general que le permite delinear el pro-
blema del saber; y segundo, como necesidad de desplegar una histo-
ria en el sentido de una crítica a la modernidad, esto es, transformar
la modernidad en cuestión, lo que involucra, a su vez, la obligación
de distanciarse de la forma abstracta, universal y totalizante que ad-
quiere la razón a partir del siglo XVIII. Historia de los sistemas de pen-
samiento es, entonces, un tipo de estudio que permite mostrar la forma
en la que se concretan y se despliegan los saberes modernos en térmi-
nos de un esfuerzo crítico. Y en este proyecto aparece, además, otra
cuestión central, aquella que tiene que ver con la relación que se esta-
blece, necesariamente, entre historia y razón. El sentido de este pro-
yecto como crítica está dado, precisamente, en el desplazamiento del
territorio de la reflexión filosófica hacia el espacio de la historicidad.7

6
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 315.
7
Para un análisis del sentido que toma la relación razón e historia en Foucault, cfr.
Mauricio Jalón, El laboratorio de Foucault: descifrar y ordenar, p. 31-100, y Francisco Vázquez
García, Foucault: la historia como crítica de la razón. En este último texto (p. 19), señala el
autor: “La crítica foucaultiana [...] no consiste en refutar, en mostrar la falsedad de las eviden-
cias hasta ahora asumidas indicando su carácter autocontradictorio o su falta de correspon-
dencia con la realidad. La crítica no se identifica con una falsificación; pone al descubierto
las condiciones que hacen aceptables las creencias y valores sobre los que nos movemos.
Éstos dejan de parecer incondicionados, obvios, al hacerse manifiestos los límites restricti-
vos y contingentes dentro de los cuales pueden funcionar.”

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LA MODERNIDAD COMO CUESTIÓN: HISTORICIDAD Y FILOSOFÍA 27

Razón e historia, o más bien, racionalidad e historia. Aquí se des-


cubre un movimiento que va desalojando el sentido de una ontología
general hacia un cuerpo problemático que retoma la cuestión misma
que plantea la modernidad con urgencia, el problema de la actuali-
dad; de tal suerte que la vía de esta transformación conduce hacia una
ontología histórica, hacia una historia del presente; es éste entonces,
un desplazamiento radical. Foucault sostiene que la fuente de esta
transformación se encuentra en Kant. A partir de él se desarrollan dos
tradiciones enfrentadas que toman la forma, por un lado, de una “ana-
lítica de la verdad”, la cual intenta responder por las condiciones que
permiten construir un conocimiento verdadero y, por otro, de una in-
terrogación crítica respecto al procedimiento por medio del cual la mo-
dernidad, como cuestión, perfila los contornos de nuestra actualidad.

esta otra tradición crítica se plantea: ¿en qué consiste nuestra actuali-
dad?, ¿cuál es el campo hoy de experiencias posibles? No se trata ya
de una analítica de la verdad sino de lo que podría llamarse una onto-
logía del presente, una ontología de nosotros mismos. Y me parece
que la elección filosófica a la que nos encontramos enfrentados actual-
mente es la siguiente: bien optar por un pensamiento crítico que apa-
recerá como una filosofía analítica de la verdad en general, bien optar
por un pensamiento crítico que adoptará la forma de una ontología de
nosotros mismos, una ontología de la actualidad; esa forma de filoso-
fía que, desde Hegel a la Escuela de Frankfurt pasando por Nietzsche
y Max Weber, ha fundado una forma de reflexión en la que intento
trabajar.8

La relación racionalidad e historia, que permite a Foucault enfren-


tar sus estudios sobre el saber, parte primera de su proyecto de una
historia crítica del pensamiento, alude a una consideración que me
parece central pues tiene que ver con la forma en la que la moderni-
dad hizo posible el desarrollo de una concepción profana de la histo-
ria o, más precisamente, de una nueva conciencia histórica. Esta nueva
conciencia, preñada de temporalidad, el problema con el que se en-
cuentra es el siguiente: ¿cómo dotar de significación algo que de entra-
da no tenía sentido por sí mismo antes del siglo XVIII, es decir, el
momento histórico, lo puramente transitorio, lo que no permanece,
el pasado del futuro? ¿Cómo establecer la posibilidad misma de la
autocomprensión de la modernidad, cuestión que después de Hegel
no puede ser pensada por la filosofía en términos de pura trascenden-
cia, con la fuerza de lo que siempre se desvanece? En otras palabras,

8
Michel Foucault, “¿Qué es la ilustración?”, en Saber y verdad, p. 207.

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28 HISTORIA Y LENGUAJE

¿cómo convertir lo puramente “relativo” en espacio de “relevancia


absoluta”?9 Me parece que intentar construir un espacio de sentido
por medio de un trabajo particular y a partir de una nueva capa de
“empiricidades”, para usar una noción foucaultiana, es lo que da pie
a la emergencia de la historia como disciplina, como un conjunto de
prácticas postuladas sobre la pretensión de construir conocimientos
verdaderos. Y aquí lo que aparece es una tensión. En Las palabras y las
cosas, al comprometerse en la dilucidación de la “analítica de la fini-
tud”, Foucault descubre una lógica que funciona a partir de instan-
cias dobles: lo empírico y lo trascendental, el cogito y lo impensado,
el retroceso y el retorno al origen. Particularmente en el primero de
estos dobles resuena como un eco esa tensión en la que se ve invo-
lucrada la historia a partir de su fundación moderna. Esta situación la
trataré más adelante;10 aquí sólo quisiera señalar lo siguiente: la ten-
sión a la que me refiero, propia de las ciencias humanas, se produce
al introducir en su marco normativo la pretensión de objetividad, es
decir, de verdad; y está dada, por un lado, en aquello que se refiere a
la verdad instaurada en el reino del objeto, lo empírico y, por el otro,
en la necesidad de establecer un conocimiento por medio de un discur-
so verdadero. Discurso verdadero y verdad del objeto; y es, precisa-
mente, el duplicado empírico-trascendental lo que se encuentra como
problema en el centro de la relación historia y racionalidad. ¿De qué
manera, entonces, volver significativa la propia historicidad? Para
Foucault se han intentado tres tipos de respuesta que, en todo caso,
han mostrado su inconveniencia: la de la “verdad reducida”, la de la
“verdad prometida” y “el análisis de lo vivido”.11
El proyectar la problemática de la modernidad como cuestión im-
plica, obligatoriamente, tal y como hemos visto hasta aquí, plantear
la pregunta por la historia misma. Y, en ese sentido, lo que realiza
Foucault es una apuesta: aquella que consiste en intentar salirse tanto
de los marcos establecidos por la tensión señalada, como del ámbito
de toda filosofía de la historia, al enfocar sus estudios respecto al sa-
ber a partir de la relación problemática que se instaura entre la filoso-
fía y la historia. Tal relación está marcada por una serie de posturas

9
Jürgen Habermas, op. cit., p. 27. La referencia de la historia a la razón es el camino
que, según Habermas, siguieron los jóvenes hegelianos para distanciarse de la noción de
absoluto, retomando el sentido crítico de la modernidad, es decir, el problema de la actuali-
dad que Hegel fue marginando de su sistema filosófico. Apunta este autor más adelante (p.
73, nota 4): “el discurso filosófico de la modernidad [...] introduce la razón en un ámbito
que tanto la ontología griega como la filosofía del sujeto consideraron absolutamente ca-
rente de sentido y no susceptible de teoría”.
10
Vid. infra, c. “Antropología e historicidad: el campo de la finitud”.
11
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 310-313.

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LA MODERNIDAD COMO CUESTIÓN: HISTORICIDAD Y FILOSOFÍA 29

generales. Primera, la filosofía de la que se trata no puede ser ya aque-


lla que se postulaba como un sistema general a partir del cual extraer
los fundamentos sobre los cuales hacer descansar saberes subordina-
dos. La filosofía como pensamiento que se aboca a delimitar los fun-
damentos del ser en general o los fundamentos del conocimiento en
general, establecida como “tribunal de la razón pura, que confirma o
rechaza las pretensiones del resto de la cultura”,12 no puede ser ya
sostenida: lo que está en entredicho es la posibilidad misma de la
fundamentación.

Ha habido la gran época de la filosofía contemporánea, la de Sartre,


de Merleau-Ponty, en la que un texto filosófico, un texto teórico, de-
bía finalmente decir qué era la libertad, qué era preciso hacer en la
vida política, cómo comportarse con el prójimo, etcétera. Tengo la im-
presión de que esta especie de filosofía no tiene cabida en la actuali-
dad, que, si usted quiere, la filosofía si no se ha volatizado se ha, al
menos, dispersado, que hoy el trabajo teórico en cierto modo se con-
juga en plural. La teoría, la actividad filosófica, se produce en dife-
rentes terrenos que están como separados unos de otros. Existe una
actividad filosófica que se genera en el campo de las matemáticas, una
actividad teórica que se manifiesta en el dominio de la lingüística o en
el de la mitología, en el terreno de la historia de las religiones, o, sim-
plemente, en el de la historia. Y precisamente en esta pluralidad del
trabajo teórico, desemboca una filosofía que aún no ha encontrado su
pensador único ni su discurso unitario.13

Segunda, la filosofía sólo puede entenderse hoy como actividad


crítica siempre y cuando se encuentre anclada en el mundo, sea ella
misma forma de acción de tal manera que pueda ser superada la di-
cotomía entre filosofía académica y filosofía mundana. Filosofía como
forma de acción, como forma de vida “donde el trabajo conceptual
—la escritura— es sólo un aspecto más, sin ningún privilegio, un ejer-
cicio que debe ser continuamente contrastado con el resto de la vida
filosófica, con las elecciones políticas y éticas que se realizan”.14 Es en
este sentido que la afirmación de Foucault acerca de que la filosofía

12
Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, p. 14. Más adelante escribió:
“Son imágenes más que proposiciones y metáforas más que afirmaciones, lo que determina
la mayor parte de nuestras convicciones filosóficas. La imagen que mantiene cautiva a la
filosofía tradicional es la de la mente como un gran espejo, que contiene representaciones
diversas [...] y [que] se pueden estudiar con métodos puros, no empíricos”, ibid, p. 20. Sin
esta idea no se hubiera desarrollado la noción de conocimiento como representación exac-
ta. En todo caso, este tipo de filosofía es un intento por escapar de la historicidad.
13
Michel Foucault, “Foucault responde a Sartre”, en Saber y verdad, p. 39-40.
14
Francisco Vázquez García, op. cit., p. 12.

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30 HISTORIA Y LENGUAJE

debe ser pensamiento de nuestra actualidad y por tanto tiene como


objetivo el ayudar a configurar un diagnóstico del presente, de lo que
somos hoy en nuestro momento histórico, cobra un significado cen-
tral en sus investigaciones; no es, por ello, una afirmación marginal,
pues de ahí se desprende una serie de consecuencias las que articulan
sus investigaciones concretas con un horizonte problemático de carác-
ter filosófico.15 Y, en esta pregunta por la forma en la que pensamos lo
que pensamos, la filosofía desemboca en el problema de la acción:
“en él se ventila saber en qué medida el trabajo de pensar su propia
historia puede liberar al pensamiento de lo que piensa en silencio y
permitirle pensar de otro modo”.16 Pensar de otro modo es postular la
manera de ser de otro modo, configurar las determinaciones que nos
permitan saber lo que hay que hacer; en definitiva, “hacer de la liber-
tad un problema estratégico” es crear el espacio donde sea posible
liberarnos de nosotros mismos.17
Tercera, la filosofía entendida como crítica supone, antes que otra
cosa, romper con una de las tradiciones críticas propias del kantismo,
de tal suerte que no se trata ya de llevar a cabo una investigación de
los contenidos de la conciencia planteada en términos de introspección,
trabajo en el cual reina la soberanía de la trascendencia. Ahora lo que
se proyecta, más bien, es establecer una “investigación sociohistórica”
en otros términos, es decir, apuntar hacia la exterioridad de la con-
ciencia individual de tal manera que sea posible realizar una crítica
de la razón en términos de prácticas “socioculturales”.18 En la pers-
pectiva de los trabajos de Foucault esto significa la necesidad de tras-
ladar el enfoque hacia el estudio de las condiciones de posibilidad de
aquello que es analizado: la locura, la mirada y el discurso de la me-
dicina clínica, el trabajo, la vida, etcétera. Correlativamente, el cono-
cimiento no puede ya ser referido a la actividad de un sujeto autónomo

15
En una entrevista publicada en 1969, Foucault dice lo siguiente: “Es muy posible
que lo que yo hago concierna a la filosofía, teniendo en cuenta que desde Nietzsche la filo-
sofía tiene la misión de diagnosticar, y ya no se dedica solamente a proclamar verdades que
puedan valer para todos y para siempre. Yo también intento diagnosticar y diagnosticar el
presente; decir lo que hoy somos, lo que significa decir lo que decimos. Esta labor de excava-
ción bajo nuestros propios pies caracteriza al pensamiento contemporáneo desde Nietzsche
y en ese sentido puedo declararme filósofo.” Paolo Caruso, Conversaciones con Lévi-Strauss,
Foucault y Lacan, p. 73-74.
16
Michel Foucault, El uso de los placeres, p. 14.
17
Miguel Morey, “Introducción”, en Michel Foucault, Tecnologías del yo, p. 44.
18
Thomas McCarthy, Ideales e ilusiones, p. 52. Este autor analiza las coincidencias y
divergencias entre Foucault y la Escuela de Frankfurt, sobre todo en relación a Horkheimer
y Adorno. Particularmente McCarthy destaca el desplazamiento que se produce en el pen-
samiento contemporáneo y que lleva de la noción de razón fundamentalista y trascenden-
tal, hacia el uso de categorías propias de un análisis socio-histórico.

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LA MODERNIDAD COMO CUESTIÓN: HISTORICIDAD Y FILOSOFÍA 31

y racional (autónomo respecto de la historia), sino que tiene que estar


en relación con el entramado de prácticas de las cuales el conocimien-
to y el sujeto mismo son un producto. Así, la ruptura mencionada asu-
me que toda teoría del conocimiento es, fundamentalmente, parte de
una “teoría social”.19
En suma, retomando la cuestión de la relación entre historia y
racionalidad, lo que puede encontrarse en Foucault, más que una re-
ferencia crítica a la razón en general que, en todo caso, seguiría pri-
sionera de la noción de filosofía que él rechaza, es una propuesta de
análisis de las prácticas de racionalidad, las cuales no pueden ser en-
tendidas de manera independiente de los contextos socio-históricos
en los que surgen. Por eso la historia de los sistemas de pensamiento
no señala el camino por el que atraviesa la conciencia racional victo-
riosa frente a la ignorancia y el oscurantismo; es historia de las prácti-
cas, de las relaciones que permiten pensar aquello que pensamos, es
historia de nuestros procesos de racionalidad. Por ello toda crítica de
la razón moderna sólo puede establecerse desde el horizonte de la his-
toria, pues la razón es siempre histórica, es decir, está situada en el
ámbito de la historicidad. No hay, pues, razón soberana que goza de
privilegios absolutos. Doble camino el de Foucault, histórico y reflexi-
vo, y cuyos términos se implican a cada paso, camino que señala una
transformación más general de la filosofía contemporánea: la supera-
ción de la metafísica, pues no es otra cosa lo que se encuentra detrás
de la noción de razón históricamente situada.20
Para Nietzsche, referencia fundamental en los análisis de Foucault,
la metafísica no puede ser una postura filosófica ni una corriente de-
terminada; por tanto la crítica a la metafísica no es aquella dirigida
contra una disciplina adyacente al edificio filosófico ni una cierta pers-
pectiva enfrentada a otra. La metafísica es la figura misma de la filo-
sofía, es lo que distingue a todo el proyecto de pensamiento que define
nuestra cultura. Lo que caracteriza a este pensamiento es el privilegio
de la fundamentación, postura que alude, por tanto, al establecimien-
to de una dualidad determinada por una instancia trascendental que

19
Ibidem, p. 53.
20
Para un análisis de las implicaciones de esta noción, cfr. Jürgen Habermas, Pensa-
miento postmetafísico, p. 50-54. En este texto se estudia la forma en la que se produce tal
superación de la metafísica, superación que permitiría hablar propiamente de una ruptura
respecto de la tradición filosófica occidental. Habermas señala al respecto: “Pero lo es-
pecíficamente moderno, que se ha apoderado de todos los movimientos de pensamiento,
radica no tanto en el método como en los motivos de ese mismo pensamiento. Cuatro moti-
vos caracterizan la ruptura con la tradición. Los rótulos son los siguientes: pensamiento
postmetafísico, giro lingüístico, carácter situado de la razón e inversión del primado de la
teoría sobre la praxis —o superación del logocentrismo.”, p. 16.

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32 HISTORIA Y LENGUAJE

constituye el “ser verdadero”. Aquí la noción de verdad es tomada en


el sentido de representación de un mundo verdadero existente en sí,
es decir, como presencia sin límites y con una “extensión absoluta en
el tiempo”. Es una búsqueda de las esencias, de un fundamento que
lo explique todo por medio de una garantía veritativa, ya sea dios, el
sujeto o la realidad en sí.21 El problema del fundamento implica so-
meterse a los términos de una reducción: la metafísica trata de res-
tringir el todo a lo uno, de someter lo múltiple a la lógica de una forma
condensada que lo explique; en ese sentido es una operación que con-
lleva una violencia reduccionista. Asumir, por el contrario, que el ser
y la razón están traspasados por la historicidad implica, inevitable-
mente, poner en entredicho no sólo las pretensiones adscritas a la ra-
cionalidad cartesiana, sino a la filosofía misma como sistema general
de interpretación del mundo, de la naturaleza y del hombre.
La filosofía no puede ya asegurarse un terreno propio por encima
de los saberes o las ciencias, ni suponerse como movimiento reflexivo
global que defina contenidos normativos para otros campos proble-
máticos, incluyendo la sociedad, el arte, la moral, etcétera. Si estamos
en una situación en la que ya no es posible una filosofía sistemática
general, quiere decir que su papel —es dable entenderlo así— se esta-
blece en los términos de un pensamiento crítico; y aunque lo anterior
esté a debate, se percibe que uno de los problemas más acuciantes para
definir sus contenidos críticos está centrado en la cuestión del lengua-
je. En todo caso, distanciarse de la metafísica obliga a aventurase por
otros senderos con todos los peligros que esto encierra. Si la metafísi-
ca mira hacia lo lejano y hacia lo alto, como nos enseñó Nietzsche,
ahora hay que dirigir la mirada, establecer una perspectiva, hacia lo
bajo y lo próximo.

21
Cfr. Juan Luis Vernal, La crítica de la metafísica en Nietzsche.

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EL SER DEL LENGUAJE

En el intersticio en donde la historia y la filosofía se entrecruzan, en el


centro mismo de esta relación, lo que se localiza es la problemática
del lenguaje como forma de diluir los temas de la trascendencia. En
los trabajos de Foucault, el lenguaje es un arma invaluable que esgri-
mir contra todo intento que subyace en la búsqueda de las esencias;
significa, por tanto, también, superación de la metafísica. En el texto
de Borges se insinúa una risa inquietante proyectada sobre lo heteró-
clito de una clasificación imposible; ahí, en el no-lugar del lenguaje,
descubrió Foucault una forma de abordar la cuestión del pensamien-
to y su conexión con el ser mismo del lenguaje. Borges es entonces un
signo que enmaraña las palabras arruinando así el orden moderno de
lo Mismo. ¿Cómo pensar esa fantástica clasificación de animales si,
de antemano, las palabras no remiten a un orden establecido en el que
se restaure su íntima pertenencia con las cosas? Es el espacio en el que se
reparten, el no-lugar del lenguaje, el que permite su existencia a pesar
del des-orden manifiesto que generan.
Tras la risa de Foucault se esconde algo más que una incomodi-
dad y una sospecha: traza a partir de la expresión literaria líneas hete-
rogéneas que van perfilando un modo complejo de abordar la cuestión
del pensamiento en su conexión con el ser mismo del lenguaje. Pensa-
miento y lenguaje marcan, de este modo, los senderos de una deriva,
de un intento por configurar los contornos huidizos de una disper-
sión. Si desde principios del siglo XIX el problema del conocimiento
fue abordado a partir de una espistemología que tenía, como objetivo
central, la obligación de dirimir las condiciones generales para la pro-
ducción de enunciados verdaderos, en la actualidad se pone en duda
la capacidad de correspondencia directa, inmediata, entre enunciado
y realidad. En el centro de esta agitación se deja ver, al estallar nues-
tras evidencias más caras, el desasosiego en que se envuelve ahora a
la verdad misma. “Al negar esta supuesta relación entre proposicio-
nes y mundo objetivo, lo que se relativiza es la noción de experiencia
como fundamento de la verdad.”1 Para Foucault, el punto de partida,

1
Alfonso Mendiola, “La inversión de lo pensable. Michel de Certeau y su historia reli-
giosa del siglo XVIII”, p. 56-57. Al respecto, Mendiola señala (ibidem) lo siguiente: “Esta crítica

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34 HISTORIA Y LENGUAJE

la interrogación sobre el pensamiento, no puede dejar de lado las con-


secuencias que este cambio sustancial acarrea.

Para Kant, la posibilidad de una crítica y su necesidad estaban vincu-


ladas, a través de determinados contenidos científicos, al hecho de
que hay un conocimiento. En nuestros días están vinculadas —y el
Nietzsche filólogo es testimonio de ello— al hecho de que hay un len-
guaje y de que, en las palabras sinnúmero pronunciadas por los hom-
bres [...] ha tomado cuerpo un sentido que cae sobre nosotros, conduce
nuestra ceguera, pero espera en la obscuridad nuestra toma de con-
ciencia para salir a la luz y ponerse a hablar. Estamos consagrados
históricamente a la historia, a la construcción paciente de discursos
sobre discursos, a la tarea de oír lo que ya ha sido dicho.2

Pensamiento y lenguaje no pueden ser vistos ya como elementos


autónomos que esperarían la elaboración y puesta en marcha de una
teorización particular. Pensamos porque tenemos lenguaje aunque
cuando hablamos hacemos algo más que expresar lo que pensamos.
Entonces, el lenguaje no es un simple instrumento a partir del cual
nuestra razón se manifiesta. ¿Qué hay de peligroso en el hecho de
que la palabra prolifere indefinidamente? Esto fue lo que se pregun-
tó Foucault en El orden del discurso. La palabra que prolifera indefi-
nidamente escapa a los marcos mismos que nuestra cultura estableció
para identificar, claramente, la palabra sabia, racional. Esto sólo pudo
establecerse a partir de lanzar al silencio (al espacio de la otredad)
aquella expresión que, por ser deriva, era delirio, sin-razón, locura.
“Pliegue del hablado que es ausencia de obra”, doble lenguaje el de la
locura, pues es “lengua que no existe más que en esta palabra, pala-
bra que no dice más que su lengua”;3 lenguaje que no dice nada.
Sin embargo, y de ahí el parentesco entre locura y literatura, el
ser del lenguaje se manifiesta, se percibe más bien, en esta palabra
que sólo se despliega, que no intenta decir nada más pues se queda
en su propia desnudez. Voluntad radical de dejar hablar al lenguaje,
“dar al decir, en vez de hablar en lugar de, y con esto se “replantea no
sólo la tarea del intelectual sino la del pensar mismo”.4 ¿En dónde en-
cuentra Foucault la posibilidad misma de pensar el lenguaje como

a la verdad como correspondencia entre el enunciado y la realidad fue puesta en duda a fines
del siglo XIX y principios del XX. El cuestionamiento se hace desde dos frentes, en ese momen-
to radicalmente opuestos: la filosofía analítica anglosajona (me refiero en especial a John
Austin) y la filosofía como crítica de la metafísica occidental alemana (Martin Heidegger).”
2
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, p. 10.
3
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, v. 2, p. 336.
4
Ángel Gabilondo, El discurso en acción, p. 7-8.

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EL SER DEL LENGUAJE 35

dispersión y apertura? Su respuesta apunta a la literatura, es decir,


aquella figura en la que las palabras al extenderse en el espacio de
su propia sucesión compensan, más que confirman, el funcionamien-
to significativo que el lenguaje adquirió desde el siglo XIX.5 Pero en-
tonces la pregunta que interroga sobre el ser del lenguaje requiere
suspender no sólo el punto de vista del significado sino también el
del significante para así dejar aparecer el hecho en bruto de que, aquí
y allá, hay lenguaje. El procedimiento de la suspensión trabaja bajo
la lógica de la distancia: más que buscar la adecuada construcción
de una especie de contra-hipótesis lo que se quiere es liberar un te-
rritorio, señalar los límites de un espacio sobre el cual articular la
descripción, desalojar de él todo cuanto signifique inercias y resis-
tencias previas. Procedimiento que es, en el fondo, un mecanismo
de precaución por medio del cual se intenta preparar herramientas
de análisis que no conlleven un capital teórico inherente que termi-
ne sometiendo a la descripción misma.

Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura


ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han
roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión
y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente con su identidad
irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura,
sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas;
duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo. La magia,
que permitía el desciframiento del mundo al descubrir las semejanzas
secretas bajo los signos, sólo sirve ya para explicar de modo delirante
por qué las analogías son siempre frustradas. La erudición que leía
como un texto único la naturaleza y los libros es devuelta a sus qui-
meras: depositados sobre las páginas amarillentas de los volúmenes,
los signos del lenguaje no tienen ya más valor que la mínima ficción
de lo que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan.6

El entrecruzamiento uniforme del mundo y del lenguaje se vuel-


ve problemático a partir de la época clásica. En efecto, las palabras y
las cosas se convierten en mundos divergentes ya entrado el siglo XVII
y es entonces cuando la prosa del mundo deviene en nostalgia de una
época lanzada, de pronto, al lugar de las ensoñaciones quiméricas, a
ese lugar siempre improbable en el que se consume un saber que no
llegó a ser racional. Si las palabras vagan en un espacio propio que es
de suyo enigmático y se resisten en su propia opacidad, ¿cómo, en-

5
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 51.
6
Ibidem, p. 54-55.

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36 HISTORIA Y LENGUAJE

tonces, “puede un signo estar ligado a lo que significa”?7 Éste es un


problema que se intenta resolver por medio de una dualidad tal que
termina siempre relacionando un significado y un significante. La
respuesta de la época clásica encontrará cauce por medio del análi-
sis de la representación, de tal suerte que el lenguaje alcanza una
soberanía solitaria pues las palabras tienen ahora el poder de repre-
sentar al pensamiento y de representarse a sí mismas. Pero esta re-
presentación no se encuentra enraizada en el mundo sino que se
mantiene en su ámbito propio pues son representaciones que repre-
sentan, a su vez, otras representaciones y es este desdoblamiento in-
terno el que da lugar al sentido. Lo que se reconoce, en todo caso, es
que el lenguaje no es un “efecto exterior del pensamiento, sino pen-
samiento en sí mismo”.8 Mientras tanto nuestra modernidad perfila
su respuesta por el lado de la significación promoviendo un tipo de
análisis en el que se localiza, como cuestión central, la temática del
sentido. De tal manera que el lenguaje, o bien es un caso particular
de la representación, o bien se muestra bajo la óptica de la significa-
ción. Y en este movimiento, que deshace la capa uniforme en la que
se entrecruzaban indefinidamente lo visible y lo enunciable, se pre-
senta la emergencia de una situación inédita que hace vislumbrar
una reorganización general de la cultura: la constitución del lengua-
je como objeto de conocimiento.

A partir del siglo XIX, el lenguaje se repliega sobre sí mismo, adquiere


su espesor propio, despliega una historia, leyes y una objetividad que
sólo a él le pertenecen: al lado de los seres vivos, al lado de la riqueza
y del valor, al lado de la historia de los acontecimientos y de los hom-
bres. Muestra, quizá, conceptos propios, pero los análisis que tratan
de él están enraizados en el mismo nivel de todos aquellos que con-
ciernen a los conocimientos empíricos.9

Así, desde el siglo XIX, el lenguaje se encuentra inmerso en


la labor siempre inacabada del conocer, expresión de la modernidad
como labor de desgajamiento pues a pesar de que se le quiera
disponer bajo la observación acuciosa de una ciencia, el lenguaje re-
aparece siempre, ya sea del lado del sujeto que conoce, ya sea como
discurso científico, ya sea como habla cotidiana, ya sea como pos-
tulado (lo no-dicho) del discurso científico que emerge en la “validez
intersubjetiva de la interpretación del mundo y de sí, lingüística-

7
Ibidem, p. 50.
8
Ibidem, p. 83.
9
Ibidem, p. 289.

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EL SER DEL LENGUAJE 37

mente mediada”,10 ya sea como literatura, y en este sentido, reapa-


rece bajo una modalidad que puede mostrarse como distinta a la de
esa empresa de conocimiento. En todo caso, el hecho de que se lo
vea como objeto supone la implementación de un modelo y su apli-
cación: puesta en marcha de una serie de métodos que intentarán
lograr un dominio y una comprensión de un espacio que se supone
particular de la objetividad.
Distancia insalvable que nos separa de un horizonte, el del llama-
do Renacimiento, en donde el lenguaje era un arte; arte de nombrar
que requería, en un segundo momento, designar esos nombres pri-
meros con otros nombres bajo la lógica de una duplicación. Entre el
lenguaje como arte y el lenguaje como objeto de conocimiento, siendo
este último objeto al mismo tiempo que instrumento de lo que se sabe,
lo que se identifica como transformación, como desplazamiento ge-
neral, es aquello que tiene que ver con el orden mismo en el que el
lenguaje es pensado. Lo que en este movimiento desaparece es la po-
sibilidad de restaurar un entrecruzamiento entre lo que se ve y lo que
se enuncia, desaparición dada por los cambios en las configuraciones
del saber mismo. Y es sobre este desplazamiento sobre el que Foucault
mantiene una interrogación siempre abierta, una “incertidumbre que
sube de las fluctuaciones subterráneas y que se insinúa en la cohesión
de nuestras evidencias, pues se encuentra con que no es posible sepa-
rar “el análisis espectral de la historia cultural y la revelación de la
luminosidad oscura que en ella se difracta”. “Inquietud del lenguaje”
que se proyecta sobre la “ley de la muerte”.11 Interrogación que se di-
buja permanentemente al preguntar por el ser mismo del lenguaje en
donde éste se despliega. La literatura es un invento reciente y si esto
es así entonces puede decirse que ocupa hoy el espacio en donde an-
teriormente reinaba la retórica, aquella que nos decía qué era un len-
guaje bello, camino que conducía “de la opacidad del lenguaje a la
transparencia del signo”.12
La retórica era un trabajo que se realizaba a partir del principio
de la semejanza, principalmente entre palabra y figura, entre sensibi-

10
Karl-Otto Apel, “El problema de la evidencia fenomenológica a la luz de una se-
miótica trascendental”, p. 187. Al discutir el problema central de la evidencia bajo el tamiz
semiótico y como una crítica a Husserl, Apel apunta (ibidem) lo siguiente: “Tal crítica no
consiste en reducirla a un simple sentimiento de evidencia, negando así a la evidencia toda
función fundacional, en el sentido de un criterio de verdad. Por el contrario, consiste en mos-
trar que la evidencia para mí, para mi conciencia, es por cierto un criterio de verdad necesario,
pero no suficiente, por la muy sencilla razón de que la evidencia de los fenómenos, en cuan-
to cognoscitiva, para nosotros debe ser ya siempre una evidencia interpretada lingüísticamente.”
11
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 13.
12
Tomás Abraham, Los senderos de Foucault, p. 13.

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38 HISTORIA Y LENGUAJE

lidad y habla, y cuando se estableció perentoriamente el parentesco


entre esta forma y la ilusión surgió una forma de escritura que, ocu-
pando el lugar de lo que sólo es sueño y fantasía, quedó presa en el
volumen del libro. Al hacer a un lado la retórica y delimitar lo litera-
rio en tanto escritura, el mundo de los afectos fue arrojado de esa nue-
va forma de saber que se impuso, finalmente, como el lugar de la
autoridad. Las tentaciones de san Antonio confirman que, ahora, “para
soñar no hay que cerrar los ojos, hay que leer”.13 La modernidad se
insinúa en los linderos de esos espacios en donde, a partir del siglo
XIX, encuentran su lugar las nuevas tentaciones: los libros, el reino de
los impresos y de la escritura. Las palabras se transforman en tumbas
que designan un vacío, tumbas escriturísticas determinadas por su
enfrentamiento con la muerte, pero, aunque parezca a simple vista una
paradoja, es ese vacío el que continúa infinitamente abierto al rumor
del lenguaje.
Si estamos transidos de lenguaje, si éste se promueve en la for-
ma de un murmullo perpetuo y además sin origen alguno, la obra,
esa cosa-libro que señala unos contornos, que delinea unos perfiles,
que funda un espacio, se presenta como un intento por retener ese
murmullo, por establecer coordenadas físicas que lo delimiten y es
en ese sentido que espesa la transparencia. La literatura, por tanto,
no pertenece a la dimensión de lo inefable, no es esa substancia úni-
ca, principio tanto del ser como del no-ser, de la materia y del espí-
ritu; la literatura, más bien, está hecha de lo no-inefable pues ahí no
hay nada divino, se hace con lo fabulado, es leyenda (legenda, cosa
para leer). El ser de la literatura consiste en una imagen particular: el
simulacro.14 La obra clásica se ceñía al modelo de la re-presentación
y por tanto su principio básico era el teatro. El camino que siguió la
literatura del siglo XVII al XX va del teatro al libro, de la representa-
ción al simulacro.
La representación era un camino que conducía hacia el exterior
del libro y que, por tanto, se cumplía fuera de él, mientras que el si-
mulacro se consume en su interior, se cumple en la dimensión de la
palabra escrita. Marcel Proust simboliza, para Foucault, el tiempo per-
dido que nunca puede recuperarse y no se recupera porque la litera-
tura es ya obra: el momento en que ésta se despliega es el momento
en el cual la vida se cierra. La vida y su tiempo, es decir, tiempo de
vida, se convierten en una referencia lejana, perdida, irrecuperable.
El tiempo de vida de Proust no está inmerso en el tiempo de su obra;

13
Michel Foucault, “La biblioteca fantástica”, p. 99.
14
Michel Foucault, De lenguaje y literatura, p. 73.

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EL SER DEL LENGUAJE 39

no hay correspondencia pues lo que aparece, en el espesor mismo de


la obra, es un desfase.15
El tiempo de la obra es un tiempo sin cronología, es un tiempo
perdido que nunca puede realizarse. Este desfase de tiempos, que
además es desfase entre vida y escritura, es lo que establece la di-
mensión de simulacro en el seno mismo de la obra de Proust, pero
también señala un elemento central de nuestra cultura: la obra, la
literatura, se encuentra sometida a la dictadura de lo ya escrito, en-
cuentra su lugar entre las otras obras, entre los otros libros. No más
representación, no más escritura para ser recitada y puesta en esce-
na, para ser oída y asimilada por otros, y esto porque ya sólo puede
encontrar soporte entre sus pares, definiendo, con ello, el fenómeno
moderno de la biblioteca,16 fenómeno donde la literatura “no existe
más que por y en la red de lo ya escrito”; el libro se juega en la fic-
ción de los libros.17
El simulacro presupone la presencia de una fuerza que localiza ahí,
en la escritura, su lugar de privilegio: la imaginación. Lo imaginario es,
por derecho propio, un fenómeno de biblioteca; es retenido y potencia-
do en ese rumor asiduo de repeticiones que dibuja el circuito de lo ya
escrito; no quiere rebelarse contra lo real para negarlo o compensarlo,
más bien “se extiende entre los signos, de libro a libro, en el intersti-
cio de las reiteraciones y los comentarios; nace y se forma en el inter-
valo de los textos”.18 Así que esta disposición, al mezclar imagen y
saber, conocimiento e imaginación, borra las fronteras que delimitan
a la literatura como el lugar por excelencia de la fantasía, contrarian-
do a ese deseo que se esfuerza por encontrar, en su alejamiento del rei-
no de las letras, la oportunidad misma de decir lo real. Puede uno
suponer que existe una diferencia clara, tajante, entre la ficción y aque-
lla escritura que no lo es, escritura que se aleja de lo ficticio por la
capacidad de representar las cosas en el grosor mismo de las pala-
bras; distancia perdurable que la autoriza a mantener, en su propia
apertura, un camino de acceso a lo que está más allá de sí misma: lo

15
Ibidem, p. 74.
16
¿No hay aquí, de nueva cuenta, un eco que nos conduce a Borges? Si la biblioteca
resume el conjunto de lo escrito, esto quiere decir que en ella se localiza el mundo entero:
“Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo
fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos, la demostración de la falacia del catálogo
verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comenta-
rio del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada
libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros.” Jorge Luis
Borges, “La biblioteca de Babel”, p. 94.
17
Michel Foucault, “La biblioteca fantástica”, p. 99.
18
Ibidem, p. 99.

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40 HISTORIA Y LENGUAJE

real. Mostrar el mundo depositado fielmente en el discurso es, desde


el siglo XIX, la obsesión de Occidente. Pero esto no deja de ser, en tan-
to suposición, más que el juego de una intención prescriptiva. La fic-
ción se establece, a contrapelo de la imagen que explota en la órbita
de la fantasía, como una relación, como el espacio que se crea entre
las palabras y las cosas; espacio que hace patente “la imposible vero-
similitud de aquello que está entre ambos: encuentros, proximidad de
lo más lejano, ocultación absoluta del lugar donde nos encontramos”:
la ficción no anhela mostrarnos de repente aquello que es invisible,
consiste, más bien, en “hacer ver hasta qué punto es invisible la invi-
sibilidad de lo visible”.19
Entonces Foucault puede declarar que sólo ha escrito ficciones, li-
bros sobre libros,20 pues los “enunciados se parecen a los sueños, y
todo cambia, como en un caleidoscopio, según el corpus considerado
y la diagonal trazada”.21 Sí, en efecto, los enunciados, las palabras, se
parecen a los sueños pues los sueños desgarran lo que es “uno” y nos
lanzan al universo de lo múltiple. La ficción es un tipo de discurso
que rompe con lo unívoco al instalarse en la metáfora, “cuenta una
cosa para decir otra”, hace proliferar efectos de sentido cuya disper-
sión no puede ser controlada. Por eso el saber moderno no encuentra
otra forma de establecer un espacio propio sino por medio de un ale-
jamiento constante respecto de la ficción, operación que permite nuli-
ficar sus efectos por la seguridad de la distancia. Con ello se presenta
la oportunidad de reducirla al error.22 Pero el desvanecimiento impre-
visto de ese abismo que separaba la ficción de las ciencias, promo-
viendo la ruptura que hizo posible la historia, es decir, la distinción
entre pasado y presente, entre objeto de saber y discurso productor
de conocimientos, significa para De Certeau el retorno de lo que fue
rechazado: el mundo de las pasiones, de lo literario.
Al arrojarlo del discurso científico no sólo se lanzó fuera del do-
minio objetivable a lo impensado, sino que, por obra de ese mismo
movimiento, se determinó de manera correlativa la desaparición del
sujeto de conocimiento (el lugar del locutor). “Al explicitar esta elimi-
nación, la historiografía se encuentra de nuevo de regreso a la particu-
laridad de un lugar ordinario, a los afectos recíprocos que estructuran

19
Michel Foucault, El pensamiento del afuera, p. 27-28.
20
Foucault cita la siguiente frase de Montaigne: “Hay más que hacer interpretando las
interpretaciones que interpretando las cosas; y más libros sobre libros que sobre cualquier
otro tema; lo único que hacemos es entreglosarnos” (Essais, libro III, capítulo III), Las pala-
bras y las cosas, p. 48.
21
Gilles Deleuze, Foucault, p. 45.
22
Michel de Certeau, op. cit., p. 53.

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EL SER DEL LENGUAJE 41

las representaciones, a los pasados que determinan desde el interior


el uso de las técnicas.”23 El murmullo incesante de ese lenguaje que
escapa de los contornos de una expresión controlada, seria, objetiva,
y por tanto, expresión soberana de la verdad, sigue los senderos de
los sueños, del deseo y de la muerte.

Para la especie humana existe una doble perspectiva: por un lado, el


placer violento, el horror y la muerte —exactamente la perspectiva de
la poesía— y, en sentido opuesto, la de la ciencia o la del mundo real
de la utilidad. Sólo lo útil y lo real poseen un carácter serio; jamás se
nos otorga el derecho de preferir la seducción: la verdad impera sobre
nosotros. Tiene todos los derechos sobre nosotros. Sin embargo, po-
demos y hasta debemos responder a algo que, no siendo Dios, es más
fuerte que todos los derechos, este imposible al que no llegamos sino
olvidando la verdad de todos estos derechos, aceptando su desapa-
rición.24

Por tanto, como nos mostró Foucault, si la literatura no puede ser


en modo alguno pensada bajo la lógica de la significación y el sentido,
pues es “pura y simple manifestación de un lenguaje que no tiene otra
ley sino notificar su existencia escarpada”,25 esto quiere decir que las
palabras, en su materialidad, en esa existencia escarpada, no tienen otro
fin que el que se cumple en ellas mismas. ¿Quién detenta la palabra,
quién habla? Interrogación formulada por Nietzsche y que genera un
desplazamiento casi obligado para Foucault señalado en la respuesta
de Mallarmé: “A esta pregunta nietzscheana: ¿quién habla? responde
Mallarmé y no deja de retomar su respuesta al decir que quien habla,
en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma
—no en el sentido de la palabra, sino en su ser enigmático y precario.”26
De tal manera que la pregunta por el pensar no puede más que ser abor-
dada desde el reconocimiento de la problemática del ser del lenguaje.
Y esta interrogación, en la que se cumple el itinerario de la arqueología
foucaultiana, es asumida desde la respuesta de Mallarmé.

23
Ibidem, p. 73.
24
Georges Bataille, Lo imposible, p. 14.
25
Miguel Morey, Lectura de Foucault, p. 158.
26
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 297. Sobre esta distancia entre Mallarmé
y Nietzsche se cumple el recorrido de Foucault en relación al problema del sujeto. La ar-
queología es, en este sentido, una exploración a partir de la respuesta de Mallarmé. En tan-
to, del Orden del discurso en adelante, Foucault se atiene a la respuesta nietzscheana. Aunque
hay que reconocer que el camino señalado por la pregunta ¿quién habla? se deja percibir en
Historia de la locura, El nacimiento de la clínica y al final de La arqueología del saber. Mallarmé
fue, en todo caso, la figura dominante de este periodo. Cfr. Oscar Martiarena, Michel Foucault:
historiador de la subjetividad, p. 47-48.

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42 HISTORIA Y LENGUAJE

Foucault descubre que aquello planteado con urgencia, pensar de


otra manera, sólo puede ser sustentado a partir de trabajar sobre la
cuestión del lenguaje en un sentido delimitado: lo que se encuentra
en este problema es, en suma, la desaparición del sujeto que habla y
con ello se constituye una apertura, aquella delimitada por la exterio-
ridad del lenguaje. Esta desaparición del sujeto consiste, más bien, en
un proceso de descentramiento del sujeto: deja de ser éste, como con-
ciencia trascendental, el principio básico de inteligibilidad; desapare-
ce, de esta manera, como centro fundador de toda experiencia y de
toda determinación. En la apertura de la exterioridad el sujeto no pue-
de ser más el dueño absoluto de las palabras y, de manera paralela,
las cosas dejan de ser designadas de manera transparente por ellas. Y
es en la literatura moderna donde, para Foucault, el sujeto se desva-
nece al mismo tiempo que las cosas. Con ello se indica que ambos,
sujeto y mundo, se someten al poder del lenguaje al dispersarse en el
murmullo, en ese índice de su ser en bruto.
Con esta postura, Foucault se opone a las dos teorías tradiciona-
les que han gobernado las deliberaciones sobre la producción artísti-
ca en general y literaria en particular. Primero, la mimética, que se
remonta a Platón y Aristóteles y que ve la obra de arte a partir de la
metáfora del espejo, de tal manera que el valor de aquélla reside en
su cualidad imitativa respecto de la naturaleza, mientras el texto se
encontraría arraigado en una exterioridad de la cual depende su cali-
ficación literaria. La segunda, la expresiva, propia del siglo XIX, con-
siste en hacer depender absolutamente la obra de su autor, ligando su
destino a su propia capacidad de expresión subjetiva. Desde esta teo-
ría es al sujeto al que se interroga, a sus intenciones, a todo aquello
que se encuentra escondido en los más recónditos pliegues del alma.
La ruta que va del objeto reproducido al sujeto creador busca ser evi-
tada por la arqueología. De tal manera que lo que ésta plantea, a dife-
rencia de aquellas dos teorías, es una situación en la que dejamos de
hablar la lengua para ser hablados por ella. Por supuesto esto entraña
una consecuencia radical: “el discurso tendrá desde luego como tarea
decir lo que es, pero no será más de lo que dice”.27

27
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 50.

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LA EXTERIORIDAD DEL LENGUAJE:
EL AFUERA DEL PENSAMIENTO

Hay entonces una delimitación en el terreno del lenguaje que será


crucial para el análisis arqueológico, a saber: las palabras sólo se des-
pliegan en su propia materialidad discursiva. De ahí se pueden sacar
dos tipos de consecuencias; por un lado, no se trata de buscar en la
profundidad de las palabras aquello que designan, y, por el otro, tam-
poco son un mecanismo por medio del cual alguien se expresa. Se pre-
senta aquí la necesidad de suspender un tipo de análisis que busque
en la interioridad del decir la marca de otra cosa, la señal de algo que
nos arroje, por fin, al sendero luminoso de la verdad disimulada. Ha-
brá que reconocer, por fin, la imposibilidad de restaurar esa lozanía
localizada en la íntima relación del lenguaje con las cosas, con el mun-
do. El lenguaje “tiene un ser, y es sobre este ser sobre el cual hay que
interrogarlo”.1 Este ser interrogado marca, en el cruce del asombro, el
proceso mismo de una ontología, ontología del lenguaje, cuya posibi-
lidad descansa en esa delimitación señalada arriba por medio de la
cual se constata la inoperancia de lo que se designa y, en un mismo
movimiento, la desaparición de aquel que habla. Así se despeja esta
ontología.
Ahora bien, la necesidad de dejar hablar al lenguaje por él mismo
no supone establecer un espacio en el que se manifieste su propia in-
terioridad, pues las palabras carecen de intimidad; por eso trabajar
con ellas no solicita la atención de un cirujano que, con su escalpelo,
traspase la dureza de una superficie para acceder a una hondura es-
clarecedora, trabajo que hace visible, en la violencia de ese hurgar,
aquello que antes no lo era y someter, con ello, el secreto misterioso al
escrutinio de un ojo exhaustivo y de una vigilancia extrema. El cami-
no que Foucault nos propone va en un sentido inverso, pues quiere
encontrar en la forma de una exterioridad el proceder de la disper-
sión en la que el lenguaje se juega. Esto es, convertir al lenguaje en un
acontecimiento, en un evento cuya naturaleza no está determinada por
la coherencia, por la unidad prefigurada y soberana que impone su
ley. El lenguaje-acontecimiento no se refiere a una positividad ni a una

1
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, v. 2, p. 338.

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44 HISTORIA Y LENGUAJE

esencia por descubrir en ella; más bien es un efecto dado por la dis-
persión, por la diferencia, por lo heterogéneo. Nunca se logra una co-
hesión, por tanto, a la sombra de una conciencia fundadora, es una
forma de exterioridad en la que los enunciados se dispersan para
aparecer, finalmente, en un campo de diseminación.2 El afuera es una
apertura, una distancia:

La literatura no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el


punto de su incandescente manifestación, es el lenguaje alejándose lo
más posible de sí mismo; y si este ponerse fuera de sí mismo, pone al
descubierto su propio ser, esta claridad repentina revela una distancia
más que un doblez, una dispersión más que un retorno de los signos
sobre sí mismos. El sujeto de la literatura (aquel que habla en ella y
aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su positividad,
cuanto el vacío en que se encuentra su espacio cuando se enuncia en
la desnudez del “hablo”.3

La transitividad del lenguaje se pone de manifiesto con la simple


afirmación “hablo”. Transitividad, en este caso, se refiere a una situa-
ción opuesta a la inmanencia y en ese sentido se instala fuera del ser,
lo rebasa. Pero también alude a aquello que es movimiento y en tanto
movimiento soporta el desasosiego de lo perecedero, de lo que pasa y
no deja nada tras de sí; es pura variación enfrentada a la dimensión
de lo inmutable y duradero, a eso que siempre permanece inalterable.
Entonces, transitividad evidencia de suyo una magnitud temporal que
no puede soslayarse de ninguna manera, pues marca la forma misma
de la dispersión del lenguaje.
¿Qué sucede cuando digo que hablo? Para empezar, es una afir-
mación que se cumple en sí misma pues no hay nada más en ella que
la pura afirmación de que “hablo”, de que estoy diciendo sólo eso y
nada más que eso. Se descubre, entonces, que esta simple palabra no
se encuentra sustentada por otra cosa que ella misma, pues no hay un
discurso previo que la soporte y la justifique en una referencia privi-
legiada respecto a otro decir. “Hablo” es, por tanto, un emplazamien-
to vacío, de tal suerte que si bien no es un efecto expresivo que intente
comunicar un sentido, tampoco, por ser vacío, es “un retorno de los
signos sobre sí mismos”;4 traza el índice exacto de la exterioridad,
constituye el ser en bruto del lenguaje. En este caso, la exterioridad
no tiene que ver con la férrea voluntad que anhela un “fuera de sí”, en

2
Georges Deleuze, Foucault, p. 84-85.
3
Michel Foucault, El pensamiento del afuera, p. 12-13.
4
Ibidem, p. 13.

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LA EXTERIORIDAD DEL LENGUAJE 45

tanto distancia pertinente que le ofrezca reconocimiento propio, para


después, finalmente, restituirse a la seguridad de esa interioridad pri-
mera. El afuera es el espacio donde las palabras vagan, se dispersan
de manera indefinida “formando una red en la que cada punto, dis-
tinto de los demás, a distancia incluso de los más próximos, se sitúa
por relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los se-
para al mismo tiempo”.5
Es el murmullo continuo del lenguaje el que dicta los términos
de su propia diseminación. Espacio de dispersión que, además, noti-
fica de otra ausencia: la de aquel que se presenta como el sujeto de la
enunciación. El sujeto que habla desaparece al perder su identidad
como conciencia soberana. Esta conciencia se manifiesta a partir de la
expresión pienso, expresión que genera un marco de certidumbre
sobre el que se edifica la identidad del yo, poniendo con ello en evi-
dencia el carácter de su dominio como conciencia racional. El vocablo
pienso necesita instalarse en una forma de lenguaje que responda, pun-
to a punto, por la solidez de una unidad que posibilite dar cauce a
la construcción paciente y enconada de una identidad, que se some-
ta a la búsqueda interminable de la verdad, de la verdad del ser, de
su verdad y que autorice formularla como expresión última de su pro-
pia actividad. Necesita de un “discurso reflexivo” que, en su transpa-
rencia, ilumine el desarrollo y el trabajo de la razón. Para Foucault aquí
se encuentra un peligro pues este trabajo de la razón, desplegado bajo
la forma de un discurso reflexivo, significa retornar al camino de la
interiorización anulando, con ello, el acceso hacia la exterioridad.

De ahí la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo. Hay que diri-


girlo no ya hacia una confirmación interior —hacia una especie de cer-
tidumbre central de la que no pudiera ser desalojado más— sino más
bien hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente: que
una vez que haya alcanzado el límite de sí mismo, no vea surgir ya la
positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desapare-
cer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desenlace en el ru-
mor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que no es
la intimidad de ningún secreto sino el puro afuera donde las palabras
se despliegan indefinidamente.6

¿No hay en el párrafo anterior el eco soterrado de una risa? Sí, la


risa de Foucault, que no está ahí donde suponemos sino en otro lado,
siempre en otro lado desde donde nos mira, riéndose. ¿En qué lugar

5
Ibidem, p. 12.
6
Ibidem, p. 24-25.

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46 HISTORIA Y LENGUAJE

está Foucault?, o más bien, ¿qué es lo que se oculta hoy detrás del
nombre Foucault? ¿Qué son un autor y una obra? ¿Qué significa decir
que Foucault dice, que Foucault afirma, que Foucault piensa? En efec-
to, la risa de ese fantasma es la resonancia irónica que nos acompaña
cuando tratamos de apresar el punto cero, el centro, la esencia de un
pensamiento en el sustrato de una escritura. Un trabajo como éste,
un libro, es decir un discurso particular, pone en juego ese mecanismo
propio del lenguaje reflexivo que quiere (y que por tanto se postula en
términos de un deseo) mostrar, en su culminación, el relámpago de
una certidumbre, de una claridad irrefutable. El afuera es el espacio
de una estrategia, estrategia de la dispersión, que al aludir al desplie-
gue lúdico de lo múltiple apuesta contra toda centralidad, contra
todo intento de ubicar en una posible coherencia las determinaciones
condensadas que se ocultan bajo un nombre propio y una obra. En el
afuera no hay centro ni márgenes. El nombre Foucault es un empla-
zamiento vacío; no es el espacio de una unidad en la que se resuma
todo lo que el personaje Michel Foucault dijo alguna vez, escribió o
pensó.
Cuando nos referimos a la obra de Foucault nos sometemos a las
tensiones de un doble simulacro: primero, aquel que intenta re-crear
a partir de un origen, de una fuente primaria, de una subjetividad fun-
dadora, los elementos en bruto de un pensamiento que después se con-
vierte en escritura; es a partir de este trabajo que se vuelve posible
ubicar tal subjetividad en el estanco de una caracterización que lo ex-
plique todo, de tal manera que la escritura transparenta las significa-
ciones al nivel del autor. Segundo, con respecto a la obra se opera una
forma de discrecionalidad que permite, de acuerdo a supuestos pre-
vios, establecer aquellos libros signados por el nombre Michel Foucault
como manifestaciones de una unidad, de una coherencia que traspasa
y marca definitivamente lo que este autor escribió; es así como la trans-
parencia del autor prescribe la unidad de la obra. Doble simulacro éste,
el de la ley y el de la expresión, por consiguiente juego de una doble
función, la función autor y la función obra.
El autor, se supone, es aquel individuo que escribe algo y cuya
escritura es ante todo un acto afirmativo; escribir es visto como ex-
presión fundamental de una conciencia soberana, como el lugar origi-
nario de la creación, esa sustancia profunda que se levanta y afirma:
“yo soy el nombre, la ley [...] mi intención debe ser vuestro precepto,
plegaréis vuestras lecturas, vuestros análisis, vuestras críticas, a lo que
yo he querido hacer”.7 El modelo de esta ley, como puede apreciarse,

7
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, v. 1, p. 8.

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LA EXTERIORIDAD DEL LENGUAJE 47

es correlativo al modelo de la expresión. La subjetividad creadora se


localiza en el ámbito de una autonomía y es a partir de aquí que la
subjetividad es lanzada hacia un proceso por el cual se manifiesta a sí
misma bajo la forma de una objetivación; en otras palabras, adopta
una forma externa al concretizarse en otra cosa, en otra superficie. La
escritura, como acto de creación, es la configuración básica, material,
expresiva, de una operación consciente e inconsciente a la vez, pero,
en todo caso, labor centrada en la subjetividad que pone “fuera de sí”
elementos esenciales.
La obra es la evidencia de ese precepto, la unidad sometida, la
agrupación de escrituras que se revelan como la expresión de un pen-
samiento; unidad tangible dada por la conciencia que crea, que es-
cribe. Hay entonces continuidades establecidas entre el autor y la
obra, determinantes a tal grado que se puede pasar de uno a otra sin
perder la seguridad del suelo que se pisa, pues en esta relación todo
es limpio, diáfano. Pero, finalmente, “qué importa quien hable, dijo
alguien, qué importa quien hable”.8 En la radicalidad de esta indife-
rencia se deja ver otra precaución, nuevamente la estrategia de la
suspensión, porque detrás de estas nociones aparentemente diáfanas,
lo que se retoma no es otra cosa que los senderos de la interioridad,
cuando hemos visto que el afuera se afirma como disrupción de la
unidad del sujeto que habla, que escribe, y es a partir de esta situa-
ción como la escritura sólo se identifica con su propia exterioridad y
con nada más.
La ley de la muerte, sombra sobre la que se proyecta la inquietud
del lenguaje, como escribió Michel de Certeau, anuncia no sólo el pa-
rentesco entre la escritura y la desaparición, sino también una con-
versión: de la narración como figura que convoca a la inmortalidad,
conjuro explícito de la muerte, lo que hoy se descubre es, más bien, el
sacrificio de la vida en la forma de la escritura: la obra tiene el de-
recho de matar, “de ser asesina de su autor”,9 escribió alguna vez
Foucault. Si escribir se desarrolla como un desplome, el del sujeto, su
significado, si es que tiene alguno, sólo podría darse como reconoci-
miento de una situación en la que el mismo Foucault se implica: escri-
bir para perder el rostro, para alcanzar el límite tras el cual sólo está
el vacío en el que él mismo desaparece. ¿Qué es lo que queda tras la
muerte del autor Foucault sino la constancia de un rumor, de una fuga,
la notificación de que tras de su risa no queda nada de él más que
palabras, escrituras que vagan sin otra ley que su pura diseminación?

8
Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, p. 54.
9
Ibidem, p. 55.

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48 HISTORIA Y LENGUAJE

Aunque, claro, frente a la palabra que prolifera de manera ince-


sante hay barreras de contención que sirven para diferenciar las escri-
turas unas de otras. Decir que Foucault es el autor de la Arqueología
del saber tiene, como función, independientemente de un cierto ejerci-
cio de erudición, el dotar a sus escritos de un estatuto del cual no pue-
den desembarazarse fácilmente, pues con ello se asienta que de
ninguna manera ésta es una palabra como cualquiera otra, no es “una
palabra que va, que flota [...] sino que se trata de una palabra que debe
recibirse de cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un
cierto estatuto”.10 La función autor, en este caso, la función Foucault,
garantiza la unidad de una obra remitiéndola a un único foco de ex-
presión a partir del cual poder resolver los elementos heterogéneos
presentes en sus libros, sus desfases, sus propias refutaciones, en fin,
aquello que tiene de múltiple y diverso. La función Foucault amarra
las posibilidades de esa palabra que se va, que flota, a un ejercicio de
control y de sometimiento que organiza y selecciona los discursos, los
encuadra en una lógica que tiende a minar sus posibilidades, a limar
sus asperezas.
¿Quién habla en esos textos firmados por Foucault? Si la noción
de autor se encuentra dominada por una distancia insalvable, bien
podría suponerse que tal distancia no es aquella que se establece en-
tre Foucault y nosotros, sus lectores, sino la que separa a Foucault de
Foucault mismo. “Está más lejos de sí de lo que jamás lo estaremos
nosotros; Foucault nos sobrepasa, nos elude y embauca al condenar-
nos a una distancia interior, al permanecer reservado en una distancia
sin interioridad.”11 ¿Es esto una simple audacia o una broma para
embaucarnos y reírse de los desvaríos producidos por una pluma? Lo
anterior precisa otra cuestión, el nombre Foucault, que remite al indi-
viduo, al personaje, no es isomorfo de la función Foucault que remite
a una obra. No se trata aquí de sostener la inexistencia del individuo,
sino de problematizar la forma en que funciona la atribución de escri-
turas a un nombre propio que es recuperado como autor, cuestión que
de ninguna manera es neutra. Por ejemplo, ¿es el mismo autor el de
Enfermedad mental y personalidad que el de Inquietud de sí? Firmados
ambos por Michel Foucault pareciera no haber problemas al respon-
der que sí, que ambos libros son, por supuesto, del mismo autor. Pero
la forma en la que estos textos, sobre todo el primero, han sido recu-
perados por los estudiosos marcaría una diferencia, quizá algo más

10
Ibidem, p. 60.
11
Denis Hollier, “Las palabras de Dios: estoy muerto”, en Michel Foucault, filósofo,
p. 128.

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LA EXTERIORIDAD DEL LENGUAJE 49

que un matiz. El libro Enfermedad mental y personalidad tiene proble-


mas para identificarse sin más con el pensamiento de Foucault, pues
en este texto hay una postura humanista muy próxima al análisis mar-
xista de la alienación histórica y, en el colmo, se orienta a la constitu-
ción de una psicología científica y liberadora. Entonces, una de dos, o
bien se opta por desdeñarlo asegurando que ese Foucault no es el mis-
mo de sus obras posteriores, de tal manera que no vale la pena tomar-
lo en cuenta, o bien, se dice que, al contrario, muestra la forma de una
evolución, de una superación que es entonces desarrollo de un pensa-
miento que se va concretizando paulatinamente.
En ambos casos la función de autor es el elemento previo que ase-
gura una organización y selección de los discursos, pues define una
serie de contenidos, un pensamiento, una coherencia que tiene que
encontrar acomodo y expresión en la escritura. Incluso cuando alguien
menciona el nombre Foucault, casi de inmediato se pone en juego este
mecanismo pues se tiende a identificar ese nombre con una postura
determinada: el pensador del poder, el filósofo antihumanista, el inte-
lectual estructuralista, etcétera. Por eso el autor, como mecanismo, no
se da de manera independiente sin su referencia a una obra o, más
bien, al establecimiento de un cuerpo de escrituras que asumen el ca-
rácter de obra y que es, fundamentalmente, proceso de selección, or-
denación y distribución de los discursos.
De todos modos, cabría preguntarse ¿cuál es la obra de Foucault?,
¿todo lo que escribió? Realmente ¿todo?, ¿los borradores, las tachadu-
ras, las notas y comentarios escritos en los márgenes de algún libro,
“la indicación de una cita o de una dirección, una cuenta de lavande-
ría”?12 Entonces, ese todo se matiza: sólo es obra aquella que es pala-
bra cargada de significaciones; lo otro, lo que rebasa los márgenes y
se desborda, es una palabra “sin cualidades”, palabra leve que no deja
huella. ¿Pero quién define, entre los millones de huellas que alguien
deja después de su muerte, aquellas que corresponden a una obra?
Hay, por tanto, otra clase de operaciones que participan en esta distribu-
ción, pues el discurso no es poca cosa, no sólo es, como se nos quiere
hacer creer, el lugar privilegiado de la expresión en la que se descubre
un sentido, es también un campo de batalla, de lucha y confrontación,
de ahí la necesidad de establecer ciertos mecanismos de control. En la
pregunta anterior se localiza un desafío: más que tratar de darle res-
puesta por el lado de la identificación de una supuesta falsedad o en-
gaño, se pretende mostrar la función en la que se instala, función que

12
Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, p. 57.

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50 HISTORIA Y LENGUAJE

deja ver la necesidad de rechazar, en el ejercicio de una lectura, en


este caso de la lectura de algunos libros y textos escritos alguna vez
por Foucault, los parámetros que inducen a descubrir el sentido ocul-
to de las palabras, la coherencia de un pensamiento bajo el nombre de
un autor, la unidad de una escritura dada por la presencia, en ella, de
un sujeto que se expresa. El libro mismo no es el espacio de una afini-
dad ni responde al establecimiento de una coherencia, pues “su uni-
dad es variable y relativa. No bien se la interroga, pierde su evidencia;
no se indica a sí misma, no se construye sino a partir de un campo
complejo de discursos”.13 El postulado de la coherencia y la unidad, y
el de la originalidad creadora y el de la significación, muestran sus
propios límites cuando se opta por un intento que acepta, de entrada,
las discontinuidades, lo heterogéneo, el azar y la materialidad de las
palabras, es decir, cuando se pretende asumir el carácter de aconteci-
miento que presenta el lenguaje. Frente a esos postulados no se inten-
ta otro camino que el que señala el afuera.

Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para ha-


cer surgir como del exterior sus límites, enunciar su fin, hacer brillar su
dispersión y no obtener más que su irrefutable ausencia, y que al mis-
mo tiempo se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para
extraer su fundamento o su justificación, cuanto para encontrar el espa-
cio en que se despliega, el vacío que le sirve de lugar, la distancia en
que se constituye y en la que se esfuman, desde el momento en que es
objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas —este pensamiento,
con relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y con rela-
ción a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podríamos lla-
mar, en una palabra, “el pensamiento del afuera”.14

Entonces el afuera no indica la búsqueda de una salida que nos


permita sustraernos al pensamiento, que nos coloque en un más allá
de él; es, al contrario, un pensar afuera, fuera de todo territorio re-
flexivo que adopte la forma de una interiorización pero, también, fuera
de ese exterior codificado que diagrama los intercambios de nuestra
cultura; desaparición del sujeto, del “rey”, desaparición de la refe-
rencialidad de las palabras: sólo así es posible dar cuenta de ellas sin
recurrir a lo que siempre se encuentra al otro lado de su límite bo-
rrando con ello su materialidad. Esta opción es, en la fuerza de su
radicalidad, “un pensar fuera del corazón y del salón”.15

13
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 37.
14
Michel Foucault, El pensamiento del afuera, p. 16-17.
15
Tomás Abraham, Los senderos de Foucault, p. 19.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO:
UN NUEVO ESPACIO DE PRODUCCIÓN

La literatura como obra, es decir, experiencia del lenguaje que se ma-


nifiesta en su propio ser y al mismo tiempo espacio de despliegue de
su exterioridad, nos advierte de un fenómeno crucial: el privilegio ab-
soluto de la escritura. La modernidad es la época en que este privile-
gio se asienta y generaliza. Si bien hasta antes del siglo XVII la escritura
había sufrido varios procesos de transformación y cambio, por ejem-
plo, el surgimiento de una literatura “cortesana” que pretendía diferen-
ciarse de la escritura religiosa, la utilización de las lenguas “vulgares”,
la aparición de la imprenta, etcétera, no es sino hasta el siglo XIX cuan-
do se desemboca en un cambio sustancial: aquel que determina la des-
aparición de un mundo dominado por la oralidad y su sustitución por
un mundo nuevo en el que la escritura se convierte en la forma domi-
nante de comunicación. Este cambio trae aparejadas transformacio-
nes “en los modos de percepción: de un mundo que giraba en torno
de la mirada, el gesto y la voz —la teatralidad— a otro donde lo úni-
co que queda es la conciencia como pura inmaterialidad. Del texto a
la conciencia sin la mediación de la voz”.1
Mirada, gesto y voz convocan al cuerpo como elemento central
propio de una cultura oral. Cuerpo de la mirada que ve en las cosas,
en la naturaleza, los signos dispuestos por Dios como marcas visi-
bles y silenciosas, pero, en todo caso, accesibles; la naturaleza es
como un gran libro pues el lenguaje está depositado en el mundo,
de suerte que naturaleza y lenguaje se llaman una al otro incesante-
mente, se implican a cada paso. Pero se reconoce que lenguaje y mun-
do no pertenecen a la conjunción de un único estrato, de tal manera
que por eso se necesita acudir a las artes de la similitud y de la se-
mejanza, siendo éstas las formas por las cuales mundo y lenguaje
pueden concordar bajo la fuerza de la interpretación, pues si bien
los signos están depositados en las cosas para hacerlos hablar, hay
que trabajarlos, es decir, descifrarlos por medio de la magia y de la
erudición.

1
Alfonso Mendiola, Bernal Díaz del Castillo: verdad romanesca y verdad historiográfica,
p. 48.

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52 HISTORIA Y LENGUAJE

...Divinatio y Eruditio son una misma hermenéutica. Que, sin embar-


go, se desarrolla según figuras semejantes, en dos niveles distintos: la
una va de la marca muda a la cosa misma (y hace hablar a la naturale-
za); la otra va del grafismo inmóvil a la palabra clara (devuelve la vida
a los lenguajes dormidos). Pero así como los signos naturales están
ligados a lo que indican por la profunda relación de semejanza, así
los discursos de los antiguos son la imagen de lo que enuncian; si tie-
nen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fondo de su
ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se
ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y de emulación [...] Por
doquier existe un mismo juego, el del signo y lo similar y por ello la
naturaleza y el verbo pueden entrecruzarse infinitamente, formando
para quien sabe leer, un gran texto único.2

Mirada y verbo se implican necesariamente y esto es así porque


la voz es el modo de transmisión que permite dar a conocer los se-
cretos que descubre esa hermenéutica. Leer supone el ejercicio de la
voz, leer requiere hacerse oír para acercar a los otros los mensajes
descubiertos que provienen de ese gran texto de la naturaleza y de
los otros libros que, finalmente, forman parte de ese gran texto pri-
mero. Leer en voz alta pertenece al campo de la gestualidad: incluye
aspectos tales como modalidad, entonación, uso del cuerpo en un
ámbito teatral. Ahora bien, el ritmo de la voz deja aparecer otro ele-
mento, la música, que juega aquí el papel de un auxiliar en esta pues-
ta en escena; música que se mantiene enteramente dependiente de
la palabra dicha y que provoca de manera natural una serie de mo-
vimientos corporales que hacen comparecer a la danza. Es, por tan-
to, un conjunto de la teatralidad que conduce al disfrute físico y
psíquico. Por otro lado, la memoria en las culturas orales tiene un
papel determinante, pues es la única barrera contra el olvido y esto
vale tanto para el lector como para el que se mantiene en el nivel de
escucha. Así como la lectura se convierte en un acto público y tea-
tral, la memoria se convierte en signo del oído: forma de retención
que sólo se cumple en la repetición incesante, en la actualización per-
manente de lo que se escuchó. Comprender, por tanto, es sinónimo
de oír. La realización de esta suerte de mnemotécnica que se pone
en juego en la transmisión de valores colectivos impone ciertas de-
terminaciones: promueve la evocación, la persuasión de lo emotivo,
antes que el análisis o el examen; forma del placer antes que forma
pura del conocimiento reflexivo.3

2
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 42.
3
Cfr. Sergio Pérez Cortés, “La escritura y la experiencia de sí”, en Crítica del sujeto,
p. 118-122.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO 53

Del discurso hablado al discurso escrito, es decir, objetivado en una


permanencia material, media una distancia que inaugura, sin duda,
cuestiones nodales para la cultura occidental moderna. Escribir no es
un acto inocente incluso visto desde el modelo expresivista, sobre todo
por la carga significativa con la cual es valorado de acuerdo a nuestro
modelo cultural. Trabajo pleno, labor que colma un espacio, el ejercicio
escriturístico sobrepasa al habla, la somete y la supera por ser vehículo
para una conciencia racional y dominante. Sin embargo, para Michel
de Certeau la situación es más bien a la inversa, la escritura y el espacio
en el que ésta se despliega constituyen la condición de posibilidad para
la noción moderna de sujeto y más que señalar una extensión colmada
por su acción, expresa una carencia: “Un faltante nos obliga a escribir,
que no cesa de escribirse en viajes hacia un país del que estoy aleja-
do.”4 El proceso de la escritura es, desde la primera palabra puesta en
el papel, el ejercicio de un duelo, de una ausencia como ley inscrita y
silenciosa que obliga a postularla como apropiación; es, en ese sentido,
la utopía moderna que se origina desde un límite insalvable.
La vinculación entre el deseo y el espacio escriturístico, entre un
querer (ausencia) y un nuevo espacio de producción (apropiación), ca-
racteriza la práctica moderna de la escritura. Para ella la voz se con-
vierte en el lugar de los excesos, dominio de las supersticiones, como
lo ejemplifica el caso de los místicos “deportados a la región de la fá-
bula” (simbolización narrativa de una sociedad). Si la fábula habla ”no
sabe lo que dice, y es necesario esperar del escritor intérprete el cono-
cimiento de lo que ella dice sin saberlo”.5 Destino parecido espera al
salvaje (al loco, al pueblo, al pasado), pues su palabra es ahora des-
plazada de la enunciación hacia un nuevo ámbito en el que es trans-
formada, producida de otra manera. De tal suerte que la etnografía
tiene como misión decir (escribir) la verdad que el habla ignora. La
historia moderna se muestra solidaria con tal empresa pues, como la
etnología, se sitúa en la palabra del otro para transformarla según una
serie de procedimientos científicos y presentarla como la verdad del otro.
Con esto la escritura moderna pudo asumirse como ruptura de la tra-
dición, porque, referida a un lugar social y a un conjunto específico
de operaciones, constituye un espacio de fabricación. Si antes del si-
glo XVII la escritura decía el orden (verdad revelada), ahora lo cons-
truye (verdad producida). Tres rasgos estudiados por De Certeau
quisiera destacar aquí respecto a esta práctica moderna: primero, el
espacio mismo, la página; segundo, el texto como sistema; tercero,
el progreso como eficacia social.

4
Michel de Certeau, La fábula mística: siglos XVI y XVII, p. 11.
5
Ibidem, p. 22-23.

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54 HISTORIA Y LENGUAJE

La página en blanco, antes de cualquier otra determinación, se


muestra como la condición misma para el saber moderno. Y ello por-
que inmoviliza las palabras en un espacio determinado, de tal modo
que ya no son éstas palabras que vagan a la deriva y que tienen que
ser retenidas por la acción de la memoria. Al ser conservadas en un
espacio del que ya no se separan, las palabras se constituyen, preci-
samente, como tales. Al inmovilizarlas, la página se convierte en
lugar de retención que sustituye al oído, implicando con ello una rup-
tura con la oralidad. Entonces, este espacio en blanco se reconoce
como parte de una lógica más general de diferenciación: el conocer
sólo alcanza su pertinencia si logra distanciarse tajantemente de to-
dos aquellos elementos que se presentan ya extraños y que por eso
enturbiarían su horizonte. El saber moderno tiene que diferenciarse
de la emoción, de la capacidad inmediata de los sentidos (del oído y
de la voz), y en ese sentido supone tomar distancia, a su vez, de la
tradición y del cuerpo.
De la tradición, en la medida en que rompe con “el cosmos tradi-
cional donde el sujeto quedaba poseído por las voces del mundo”.6
Del cuerpo, en tanto aísla a ese sujeto de sus propias pasiones al enfren-
tarlo a un espacio, la página, que se convierte en superficie autónoma
para un hacer, teatro de operaciones que lo salvaguardan del mundo
de las ambigüedades. A partir de esta distancia, el sujeto queda apro-
piado dentro de un campo de objetivación en donde no sólo el mun-
do se vuelve tratable, sino que él mismo, en tanto sujeto, es instituido
como territorio de análisis. Entonces, ese lugar puede ser visto como
ámbito de reconocimiento, de individualización, es decir, donde pue-
de fundarse la unidad imaginaria del yo. Soledad de la concien-
cia frente al discurso que convierte al individuo en sujeto a partir de
un espacio: la página es un lugar que, al establecerse, circunscribe un
emplazamiento de producción para el sujeto.7 En este caso lo que se
atestigua es la desaparición de la voz como elemento mediador; esta
desaparición genera una situación en la que la comunicación se vuel-
ve un problema, pues ahora se trata de un lenguaje que se realiza en
la escritura, un hacer, mientras que la oralidad y sus determinaciones
(el habla) es desplazada hacia los márgenes de este nuevo mundo.
Anteriormente, el individuo se asumía como perteneciente a un or-
den mayor, un cosmos organizado que le asignaba un lugar al locu-
tor; ahora ese lugar se ha perdido, se ha convertido en una nada, en
un vacío “que empuja al sujeto a dominar un espacio, a plantearse a sí

6
Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. I. Artes de hacer, p. 148.
7
Ibidem, p. 151.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO 55

mismo como productor de escritura”; de tal manera que, “por perder


su sitio, el individuo nace como sujeto”.8
Es en ese espacio donde se construye un texto, es decir, un siste-
ma. Operaciones articuladas por una relación fundamental entre el
espacio y el lenguaje, y que señala la emergencia misma de la escritu-
ra como artefacto. Es en el corazón de esta maquinaria donde se con-
sagra la posibilidad de la reflexión y el análisis: las ciencias son, de un
cabo al otro, empresas escriturísticas y con ello se indican los marcos
de una práctica, de una producción. Si bien la página es un lugar, éste
se transforma en un lugar de apropiación cuando ahí se produce un
texto. Escribir es un acto, ante todo, de tipo productivo; “economía
escrituraria” lo denomina Michel de Certeau, pues consiste en la pues-
ta en marcha de un hacer que transforma una especie de materia prima
y cuyo resultado es ya otra cosa. Fabricación de un mundo en el espa-
cio de un texto. En la época “renacentista”, como la llama Foucault, la
naturaleza es un libro por leer y con esta apreciación se indica que esa
lectura era algo recibido, que no implicaba ninguna noción de activi-
dad para un sujeto reflexivo.
En la época moderna la naturaleza y la sociedad entera se consti-
tuyen por medio de la escritura; naturaleza y sociedad se establecen
al escribirse. De ahí la necesidad, paralela a la formación del lenguaje
como objeto de un saber, de contar con lenguajes, más bien discursos
escritos, que preservaran su carácter científico al purificarlos de las
impurezas propias de la escritura cotidiana, de tal manera que fueran
capaces de responder por la construcción de un conocimiento objeti-
vo, es decir, alejado de lo fortuito, de lo aleatorio. De tal manera que
las ciencias, concebidas como empresas escriturísticas, son llevadas al
nivel de verdaderos artefactos que tienen por misión construir siste-
mas, estructuras de inteligibilidad, formaciones que permiten la apro-
piación de un espacio exterior. Ésta es la labor propia de una utopía
en la que “el modelo de una racionalidad productivista” se funda “so-
bre el no lugar del papel”.9
El despliegue visual del discurso permite ejercicios de examen y
crítica al tomar lo escrito como objeto diferenciable del contexto de la
vida cotidiana; en ese sentido la dualidad sujeto-objeto es proyectada
en el espacio del texto entendido como un dominio particular. Sólo
entonces emergió la posibilidad de un “yo” reflexivo, autónomo e in-
dependiente; sólo entonces pudo aceptarse la idea, crucial en la histo-
ria de esta cultura, de la existencia de una conciencia que se gobierna

8
Ibidem, p. 151.
9
Ibidem, p. 148.

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56 HISTORIA Y LENGUAJE

a sí misma y que descubre la razón de sus actos en sí. La filosofía, la


historia, la ciencia en general, todo lo que pueda caber en la noción
de saber moderno, es impensable sin el primado de la escritura, pues
desde entonces y desde esa práctica, razonar y conocer son elevados
al nivel de facultades intrínsecas de una conciencia, son asumidas
como manifestaciones legítimas que se producen en el seno de un do-
minio: el del sujeto.
Si conocer es una búsqueda permanente, que no tiene fin y por
tanto que nunca se cumple, esto se debe a que, como empresa de pro-
greso, adquiere la forma de un andar sin término, sometido a la in-
tensidad de un deseo que siempre se muestra insatisfecho: “caminar
y/o escribir, tal es el trabajo sin tregua ‘impuesto por la fuerza del
deseo, por el aguijón de una curiosidad ardiente a la que nada puede
detener’”.10 Caminar y/o escribir son las máximas de nuestra cultura
moderna que le dan, precisamente, su rango de occidental y de mo-
derna. El conocer (esa “curiosidad ardiente”), al distanciarse de la voz,
al subordinar la oralidad, sólo se transforma en viable en tanto que es
escritura; en otras palabras, conocer se convierte en una tarea realiza-
ble porque hay la conducción de un proceso que va de la voz a la
grafía. Escribir es, por tanto, construir un nuevo sustrato dentro de
los márgenes de “un espacio propio, la página, fabricación de un tex-
to que tiene poder sobre la exterioridad de la cual, previamente, ha
quedado aislado”.11 Con esto se pretende lograr una “eficacia social”
remitiéndose a una realidad exterior al discurso con el fin de actuar
sobre ella. Podría decirse de otra manera: al escribir el mundo, lo pro-
duce como texto. Pero no es sólo la sociedad entera la que se produce
de esta manera, sino el cuerpo mismo de los individuos, pues ahí tam-
bién se escribe la “ley”. Por tanto, la escritura es el soporte que liga
dos procesos simultáneos: en primer lugar, la formación de un yo en-
tendido como lugar de la conciencia racional; en segundo, la perti-
nencia de un conocimiento humano del mundo. Lo que surge de tal
confluencia, y surge como “problematización”, es la noción de tem-
poralidad. La conciencia moderna del tiempo, aquella que ve en la
actualidad la fuente de su propia consistencia inestable, aquella que
mira al pasado como tradición de la que hay que tomar distancia y

10
Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 15. En este mismo texto (p. 11-12) y
con relación a la dualidad que se establece entre el sujeto y el objeto, De Certeau escribió
lo siguiente: “Partiendo de una ruptura entre un sujeto y el objeto de su operación, entre
un querer escribir y un cuerpo escrito (o por escribir), la escritura de la historia fabrica la
historia occidental. La escritura de la historia es el estudio de la escritura como práctica
histórica.”
11
Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 148.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO 57

que al mismo tiempo mira al futuro como apertura que siempre se le


escapa, se eleva como problema en el seno de la escritura occidental.

De este modo, en el interior del lenguaje, más exactamente en este plie-


gue de las palabras en el que se reúnen el análisis y el espacio, nace la
posibilidad primera, aunque indefinida, del progreso. En su raíz, el
progreso, tal y como fue definido en el siglo XVIII, no es un movimiento
interior de la historia, sino el resultado de una relación fundamental
entre el espacio y el lenguaje.12

Ahora bien, ¿de qué manera puede determinarse el acercamiento


de De Certeau al estudio de la práctica escriturística? En tanto prácti-
ca, es decir, teatro de operaciones, la escritura establece la necesidad
de atender a su propia historicidad, destacando aquellos elementos
(diferenciaciones) que la posibilitan como producción de sentido. Es-
tas diferenciaciones son: “1) la del presente con el pasado, 2) la del
progreso con la tradición y, por último, 3) la que se da entre trabajo y
naturaleza y que se remite a la separación entre discurso y cuerpo so-
cial”.13 Pero estos tres puntos, campo sobre el que la sociedad institu-
ye la operación textual como forma de dirimir su propia identidad,
son producto de un equívoco originario: aquel que pretende ocultar
la alteridad bajo los términos de una apropiación (colonización), re-
duciéndola a formas que puedan ser pensadas a partir del esquema
de lo mismo. Pero así como lo rechazado regresa para el psicoanálisis
como inconsciente, de la misma manera se produce un retorno, en el
corazón mismo de la historia, de aquello de lo que quiso distanciarse:
la literatura.
A contrapelo de la yuxtaposición entre mundo de la ficción (lite-
ratura) y mundo de la verdad (ciencia), propia del siglo XIX, ahora se
reconoce la necesidad de repensar su relación. “Yo muestro de inme-
diato mi tesis: la literatura es el discurso teórico de los procesos histó-
ricos. Ella crea el no-lugar en donde las operaciones reales de una
sociedad acceden a una formalización.”14 Es así que la historia toma
de la literatura su capacidad explicativa, esto es, el historiador que
busca la verdad del pasado sólo puede alcanzarla utilizando unidades
narrativas, introduciendo, con ello, elementos de ficción bajo la for-
ma de estructuras textuales. La historia, como las otras escrituras, pu-
lula sin cesar en los laberintos de la biblioteca. Toma de ésta la fuerza
imaginativa que la proyecta como saber, pues participa de las reglas

12
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 118.
13
Alfonso Mendiola, “Michel de Certeau: la búsqueda de la diferencia”, p. 24.
14
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 98.

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58 HISTORIA Y LENGUAJE

silenciosas que constituyen el mundo a partir de lo que ha sido escri-


to. Sin embargo, en este espacio moderno de la biblioteca, que diagra-
ma los circuitos de lo escrito, es donde se lleva a cabo la ceremonia de
un duelo, es decir, de una pérdida y de un exilio: lo real, aquello que
se encuentra siempre inaprensible del otro lado de sus muros. La bi-
blioteca, entonces, es el escenario donde rige el simulacro y, por con-
siguiente donde la verdad se produce, se fabrica. No pertenece ésta a
la esfera de una intimidad lejana y evasiva; es, habrá que reconocerlo,
resultado, producto de un “trabajo histórico, crítico, económico. Com-
pete a un querer hacer”.15
La escritura muestra, entonces, el rostro de una voluntad de ver-
dad, deseo que se manifiesta menos en la aprehensión de un estado
de cosas, en la comprensión lograda de un orden anclado en el mun-
do real, que en la proyección de una voluntad de decir, en una volun-
tad de escribir el mundo, de construir el mundo al escribirlo. Y así
“llegó un día en que la verdad se desplazó del acto ritualizado, eficaz
y justo, de enunciación, hacia el enunciado mismo”.16 El texto se con-
virtió en el territorio en el que la verdad se vuelve posible en virtud
de una escritura que, de repente, alcanzó el poder de fabricarla: la vo-
luntad de verdad se constituye y se afirma como discurso verdadero.
¿Qué es lo que se pone en juego en la escritura de Foucault y de
De Certeau? Si pensamiento y lenguaje se encuentran implicados de
tal manera que es imposible enfrentar al primero sin reconocer la pro-
blemática que envuelve al segundo, tendría que partirse de una situa-
ción tal que asuma que el límite de nuestro pensamiento se deja ver
en el acto de la escritura. Es posible reconocer que en los textos de
estos dos intelectuales hay un esfuerzo por delimitar diferentes estra-
tos, proceso que intenta construir un aparato, un dispositivo, un con-
junto multilineal compuesto por elementos de diferente naturaleza en
desequilibrio constante. Acercamientos, alejamientos, variaciones, de-
rivaciones, marcan menos los contornos definitivos que las rutas
esquivas de esas líneas que de repente se hunden, se quiebran, se frac-
turan. El dispositivo evoca una máquina, en este caso, máquina de
producción de enunciados, de escrituras cuyos trazos generan efectos
diversos, distintos. El uso persistente de la metáfora, la utilización de
la paradoja como mecanismo desplegado, señalizaciones todas de un
discurrir que huye de la linealidad. Sí, en efecto, escritura-laberinto,
“jardín de senderos que se bifurcan”, pero también escritura como
método, pero también una poética... Ver y escribir, ¿es todavía creíble

15
Ibidem, p. 150.
16
Michel Foucault, El orden del discurso, p. 16.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO 59

que la misión del intelectual sea clarificar, ilustrar, hacer ver, iluminar
algo, volverlo transparente por medio de una escritura? Nociones to-
das que son recortadas sobre la fuerza de la luz. ¿No será éste, tam-
bién, el lugar donde juega incesantemente un equívoco?
Foucault sigue a Nietzsche de diversas maneras, pero una que me
parece central tiene que ver con la abolición de la distinción platónica
entre mundo real y mundo aparente.17 La escritura, en la lógica de
esa distinción, sería vista como el instrumento adecuado para traspa-
sar la superficie de aquello que sólo resulta aparente, trabajo que
permite acceder a la esencia del mundo real. De ahí la necesidad de
contar con conceptos totalmente adecuados, esto es, conceptos que
comprendan, de forma idéntica y total, el contenido que subsumen,
conceptos, entonces, que contengan una gran capacidad de represen-
tación. Tanto De Certeau como Foucault pretenden enfrentarse a tal
pretensión y la forma de hacerlo pasa por el mecanismo de su escritu-
ra. Escrituras que quieren escapar a la lógica de la reducción y de la
simplificación, palabras que estallan al asumir que no hay una reve-
lación última de la verdad, que no existe la forma de acceder a la
interpretación final y privilegiada que lo diga ya todo. La escritura
es una experiencia que no clarifica en el sentido de la distinción
platónica, experiencia que se asume como producción y como juego
de una pluralidad de sentidos que arruinan cualquier lógica funda-
da sobre el principio de la correspondencia; experiencia lúdica que
más que permitir el reconocimiento alienta la posibilidad de perder-
se en el juego mismo.
Ahora bien, si ya no es posible encontrar las marcas tenues de lo
que fue una relación privilegiada entre la palabra y el oído, palabra
dicha, gritada, cantada; si ahora sólo es posible vivir la experiencia
que se desprende de otra relación, ésta sí privilegiada y tirana, entre
la palabra y el silencio, entre la escritura y la soledad, se podría soste-
ner que tal experiencia sólo se cumple bajo la forma de un simulacro.
Si la literatura, lenguaje apresado en la dimensión de un espacio, tie-
ne como rasgo central poner en práctica una simulación, tal atributo
es fundamental para esa empresa de la verdad que es la escritura oc-
cidental. Simulación y voluntad de verdad son partes de un mismo
proceso que se manifiesta en la voluntad de escritura. Pero ¿en qué
consiste esa dimensión de simulacro propia de la labor de escribir la
verdad del mundo, de producir un mundo verdadero? Es simulacro
en tanto que presume convertir lo absolutamente indeterminado en
lo extremadamente determinado, en fundar el mundo como escritu-

17
Cfr. Michel Haar, “Friedrich Nietzsche”, p. 402-405.

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60 HISTORIA Y LENGUAJE

ra, en querer apresarlo y ordenarlo en un espacio limitado. La simu-


lación se dibuja en el momento en el que la escritura pretende sepa-
rar, aislar, el lenguaje del mundo. Retirada que, al espaciar la distancia,
permite producir el mundo como sistema escriturístico, suponiendo
o queriendo mostrar, al contrario, que en realidad lo que hace tal ope-
ración de retirada es transparentarlo, volverlo inteligible, convertirlo
en un pensable sólo determinado por sí mismo pero suceptible de ex-
presión lingüística. Operación que es posible por la mediación de una
escritura que se adapta a la realidad; escritura, entonces, mostrada
como mero instrumento de una razón ya sin cuerpo. Así, la verdad,
que radica en el exterior de la escritura, es representada fielmente
como escritura verdadera. Y de nueva cuenta doble simulacro, pues
al mismo tiempo que se instaura o, más bien, que aparenta instaurar
la posibilidad de transparentar el mundo por las artes de una escritu-
ra, se le quiere dar la prerrogativa de constituirse a sí misma como el
lugar en el que la identidad del sujeto se vuelve pertinente.
La historia como escritura participa de este doble simulacro: lu-
gar que da cuenta del pasado del mundo en tanto realidad, lugar que
atiende a la construcción paciente de las identidades. Recordémoslo,
la identidad sólo es posible en el enfrentamiento con el Otro (el pasa-
do), pero ese Otro no puede más que constituirse desde el lenguaje;
se despliega en el orden mismo de la palabra. Es por eso que la otredad
sólo puede perfilarse en la sucesión temporal en la que es narrada.
Pero se descubre que entre narratividad y realidad contada lo que se
establece no es una relación de adecuación o correspondencia, de tal
manera que la memoria no se sujeta a lo vivido; más bien, lo recrea y
con esto se denota el funcionamiento moderno de la ficción en el co-
razón desnudo de la historia. Puede entonces decirse que la ficción en
la historia se establece a partir de la disyunción nunca superada entre
memoria y vida, entre narración y aquello que es contado.
En la historia, por tanto, se lleva al límite la función de la escritu-
ra, en la medida en que se pretende un acceso a la realidad pasada
por medio de documentos que no son otra cosa que escrituras, escri-
turas sobre escrituras, en una acumulación sin fin pero de la cual no
puede escapar y que es la forma misma a partir de la cual se lanza
como actividad productiva. Al contar el pasado como realidad lo que
hace es que termina produciendo la realidad como pasado: es enton-
ces una escritura eficaz, porque “pretendiendo contar lo real, lo fabri-
ca”.18 Aquí lo que se notifica es una cuestión central para la cultura

18
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 59.

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ENTRE LA ESCRITURA Y EL DESEO 61

moderna, aquella que se desarrolla a partir del siglo XIX: la historia,


en tanto escritura, se convierte en el espacio privilegiado desde el cual
se vuelve posible el reconocimiento de ella misma; la historia es ele-
vada al nivel de figura que proyecta una autoconstatación, espacio a
partir del cual es posible la autocomprensión de sí. Por ello puede de-
cirse que la modernidad es la edad de la historia en la medida en que
pretende conjugar escritura e identidad, obra y vida.
Pero esta modernidad es también la edad del hombre, es decir,
del juego de una duplicación incesante, al mismo tiempo que fuente
de inestabilidad, entre el ser del hombre y la configuración de su
experiencia finita, entre lo empírico y lo trascendente; lo impensado
como condición que lo obliga a encarar su propia extrañeza frente al
mundo y a sí mismo, y el cogito lúcido al que aspira. Duplicación
que se levanta sobre el perfil de una inestabilidad originaria: por un
lado, un deseo de totalidad y unidad del mundo y del ser del hom-
bre; por otro, la constancia de la diferencia. En suma, hombre que se
divide como sujeto y objeto bajo los términos de una interrogación
vital.19 Es así que la historia se ve constreñida a la obligación, frente
a ese vitalismo como interrogante, de poner en marcha la construc-
ción de una identidad narrativa que le dé rostro, que establezca fron-
teras más o menos claras sobre las cuales la figura de hombre pueda
labrarse un lugar propio. Es entonces el espejo en el que la moderni-
dad se mira, logrando con ello diferenciarse de aquello que la prece-
dió (la tradición). Pero no deja de ser ésta una mirada preñada de
extrañeza, pues toda identidad supone siempre una distancia desde
la cual se constituye: es una apertura dada desde el límite del len-
guaje. Así que eso que mira, es decir, escribe, es sólo un reflejo, qui-
zá el mismo reflejo que vio Narciso. En este tránsito hacia el dominio
de la escritura, la cultura occidental pudo edificarse a sí misma;
devino autoconsciente de sí, al dotarse de una historia reconocible;
tuvo una historia porque se puso a escribir su historia. En suma, lo
que se descubre es la confluencia de un conocimiento, de un saber
proyectado como apropiación, y de una escritura como sistema pro-
ductivo; y a partir de esta confluencia es como la modernidad pudo
por fin desplegar su dominio.

19
Vid. Infra, c. “Antropología e historicidad: el campo de la finitud”.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS

Retomando la noción de historia de los sistemas de pensamiento pue-


de verse que, en esta primera parte del trabajo de Foucault, es decir,
la arqueología, la dispersión se convierte en una estrategia, en un me-
canismo descriptivo y general de las prácticas discursivas que son el
soporte material del saber. Esta estrategia permite establecer “la co-
rrelación en una cultura determinada, entre dominios de saber, tipos
de normatividad y formas de subjetividad”,1 y éste, que sería el gran
esquema general de la acometida foucaultiana, se encuentra ya pre-
sente en sus análisis arqueológicos, aunque es reconocida la preemi-
nencia del primer elemento, es decir, los dominios del saber en términos
de prácticas discursivas. La arqueología, como procedimiento de aná-
lisis, se desplaza por el territorio de ciertas formaciones culturales asu-
miendo, de entrada, la necesidad de rechazar el tipo de categorías
puras de examen, pues éstas se sostienen en una postura que dictami-
na que el estudio de esos fenómenos sólo puede realizarse a partir de
un sistema conceptual cerrado, sistema que es el que permite captar
la realidad de una manera definitiva.
Es frente a este rechazo que se dibuja otro proceder, la dispersión,
que obliga a trabajar siempre bajo la forma de un ensayo para el cual
las herramientas metódicas sólo pueden tener una validez limitada;
estas herramientas son puestas a prueba de manera continua, en un
ejercicio permanente que toma el diseño de tentativas, de intentos que
no tienen como objetivo arribar a una determinación definitiva. Es por
eso que pueden ser desechadas o reutilizadas en otro nivel y con otros
contenidos que, de todos modos, nunca podrán tener un estatuto de-
finitivo. Aquí, de nueva cuenta, se deja entrever esa doble dimensión
del trabajo foucaultiano, el reflexivo-filosófico y el histórico, en el sen-
tido de que la forma del ensayo, como disposición asumida a partir
de la estrategia de la dispersión, es también forma general del trabajo
filosófico: a este quehacer se le puede entender hoy como “prueba
modificadora de sí misma en el juego de la verdad y no como apro-
piación simplificadora del otro con fines de comunicación; es el cuer-

1
Michel Foucault, El uso de los placeres, p. 8.

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64 HISTORIA Y LENGUAJE

po vivo de la filosofía” en tanto permite “un ejercicio de sí, en el pen-


samiento”.2
Por ello no es posible encontrar en los textos de Foucault los per-
files básicos de una teoría, en este caso, de una teoría del discurso,
pues desde el inicio la forma de este esfuerzo nulifica tal posibili-
dad. El concepto de teoría implica la construcción de una especie de
edificio formal que debe, en rigor, aislarse de tal manera que pueda
ser trasladado a otros proyectos de análisis distintos, sin que su ca-
pacidad explicativa quede mermada. Se le atribuye, por tanto, el
objetivo de construir un modelo abstracto que sea aplicable a un nú-
mero indefinido de descripciones empíricas. Entonces, más que una
teoría, los textos arqueológicos de Foucault proponen sólo una vía
metódica para abordar el trabajo de análisis, una analítica que ex-
plicita sus propios presupuestos y está delineada en un esquema de
indagación específico. En La arqueología del saber se ha querido ver
las líneas maestras de un método ya estructurado y probado; sin em-
bargo, lo que ahí puede encontrarse es una reformulación de nocio-
nes que, más que dar cuenta de la forma en que abordó sus trabajos
anteriores, señala la urgencia de determinar cuestiones futuras a par-
tir de autocríticas, desplazamientos, variaciones y nuevas delimi-
taciones posibles. Es un intento de reescritura, de una actualización,
realizada por el mismo Foucault, en tanto puede entenderse como
actualización la “reinserción de un discurso en un dominio de gene-
ralización, de aplicación o de transformación nuevo para él”;3 es, en-
tonces, una relectura de sus trabajos que tiene como fin el señalar
caminos viables por los cuales discurrir.

a cada momento, toma perspectiva, establece sus medidas de una parte


y de otra, se adelanta a tientas hacia sus límites, se da un golpe contra
lo que no quiere decir, abre fosos para definir su propio camino. A
cada momento denuncia la confusión posible. Declina su identidad,
no sin decir previamente: no soy esto ni aquello. No es crítico, la ma-
yor parte del tiempo; no es por decir por lo que afirma que todo el
mundo se ha equivocado a izquierda y derecha. Es definir un empla-
zamiento singular por la exterioridad de sus vecindades; es —más que
querer reducir a los demás al silencio, pretendiendo que sus palabras
son vanas— tratar de definir ese espacio blanco desde el que hablo, y
que toma forma lentamente en un discurso que siento tan precario,
tan incierto aún.4

2
Ibidem, p. 12.
3
Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, p. 70.
4
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 28.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS 65

Definir un emplazamiento bajo el desasosiego, sometido a una in-


certidumbre de la cual no se quiere ni se puede evadir, es la delimita-
ción ya no de una técnica intelectual, sino de toda una actitud que nos
instala en la dimensión exacta de la agitación. Hay aquí la forma de
un pensamiento nómada que nunca se deja penetrar del todo, que no
permite el dominio de un lugar fijo, que promueve sin cesar el cum-
plimiento de una escapatoria, de una huida respecto de cualquier dis-
posición totalizante y dictatorial, pues todo lugar desde donde se habla
es frágil. Foucault delimita temáticas y establece formas de abordar-
las como si señalara puntos en un mapa (función de cartógrafo de la
que gusta Deleuze, pero que aquí la realiza el archivista), puntos que
son más bien intersticios en tanto que localizan un cruce producido
en una red, un momento casi fugaz de convergencia, un campo de
encuentro establecido a partir de una co-incidencia que deja aparecer
su condición inmanente de fragilidad, pues inaugura al momento una
dispersión de líneas de fuga. La misma noción de episteme, tan acla-
mada por unos, tan criticada por otros, no se refiere a la conjunción
de un concepto y de un sustrato subyacente que actúa como referente,
conjunción que es nombrada por la lucidez del teórico; antes al con-
trario, reclama para sí el espacio de una dispersión, establece la di-
mensión de un campo sin duda indefinidamente abierto y sometido
al juego de relaciones que, sin embargo, es susceptible de descripción
que, en todo caso, el análisis no puede nunca agotar. “La episteme no
es un estadio general de la razón, es una relación compleja de desni-
veles sucesivos.”5
Esta actitud denota, en su fragilidad asumida, una posición en tor-
no al papel de los intelectuales que, acercándose a lo que Vattimo lla-
ma concepción débil del ser,6 replantea las condiciones necesarias para
una perspectiva que ya no parta, necesariamente, de la relación tradi-
cional entre teoría y práctica. Si el intelectual deja en la oscuridad del
pasado aquel papel que le asignaba la tarea de mostrar, en la lumino-
sidad de su razón, las resoluciones finales para un hacer, es porque
ahora la imagen narcisista de prestigio y poder se ha diluido, se ha
evaporado. El intelectual no es ya aquel sujeto que descubre la ver-
dad a los otros mortales a partir de su trabajo señalándoles con ello el
camino seguro que deben transitar. Su verdad no es ya más la Verdad,
incluso es dudoso que sean ellos los que trabajen en o sobre la verdad
en términos del descubrimiento de una unicidad; lo uno se difumina

5
Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
Saber y verdad, p. 51.
6
Cfr. Gianni Vattimo, Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica.

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66 HISTORIA Y LENGUAJE

en lo múltiple y en lo fragmentario de tal manera que toda teoría, si


se intenta mantener tal noción, y toda práctica, sólo pueden ser lo-
cales y relativas, es decir, no totalizadoras, no totalizantes.7 Así, la
dispersión es a un mismo tiempo técnica intelectual y actitud que se
deja desbordar, elementos ambos que me parece constituyen el mo-
tor que animó los estudios de Foucault sobre la cuestión de la subje-
tividad y la eticidad y que notifican su presencia ya en el llamado
“periodo arqueológico”; pero, además, en esta imbricación entre una
técnica intelectual y una actitud se localiza toda una evocación de
tipo nietzscheana. En los escritos de Nietzsche es posible encontrar
la fuente de esta imbricación a partir de una situación de transvalo-
ración, o trastocamiento, a la que nos emplaza. Asumir la vida con
todas sus consecuencias supone instalarse en la diversidad misma,
contemplación gozosa y trágica a la vez de los múltiples horizontes
que nos envuelven y que requiere llevar a cabo un combate contra
todo aquello que la niega, contra todas aquellas fuerzas depresivas
que la anulan.
La vida impone un punto de vista que de ninguna manera pue-
de ser justificado a partir del conocimiento objetivista. Al calor de
este combate la transvaloración mide sus posibilidades y éstas no
pueden ser otras que la interpretación y la valoración, dos dimen-
siones que conforman una aspiración de trastocamiento. Interpre-
tación y valoración, es decir, técnica intelectual y actitud, son dos
niveles que se unen para alcanzar un propósito: localizar la emer-
gencia y la procedencia de los valores que nos constituyen desde una
voluntad crítica que reconoce que ella misma es valoración. Técnica
intelectual que se realiza como interpretación rigurosa y que se pre-
gunta por la emergencia de los valores; actitud como cuestionamien-
to lanzado a partir de interrogarse por el valor de esos valores.8
Desde la transvaloración se plantea la necesidad de delimitar una
actitud afirmativa frente a la vida que, ante todo, debe asumirse de
manera pluralista, afincada en la diversidad, reconocida en el carác-
ter irreductible de la vida misma. La vida, entonces, como creación,
como subversión de un presente, se convierte en el marco de una
apertura que nos invita a realizar una apuesta sobre el futuro, el
nuestro; es así que ética y estética se unen en la puesta en marcha de
un trastocamiento que adquiere la forma de un excavar continuo,
de una horadación producida en el suelo de nuestras seguridades y

7
Cfr. “Los intelectuales y el poder. Entrevista a Michel Foucault-Gilles Deleuze”, en
Microfísica del poder, p. 77-86.
8
Cfr. Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault, p. 97-101.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS 67

es ésta la situación en la que estamos implicados nosotros, seres del


mundo de la modernidad y de la contingencia.9
Ahora bien, el problema del saber, en la propuesta foucaultiana, sólo
puede abordarse desde la perspectiva de los discursos, de aquellos dis-
cursos serios, alejados del habla cotidiana y que por lo tanto tienen un
gradiente de formalización, aunque presentan problemas para alojarse
en un ámbito inequívoco de cientificidad. La noción de saber no es aná-
loga a la de ciencia; en el trabajo de Foucault, antes al contrario, la pri-
mera adopta tal amplitud al retomar discursos diversos no propiamente
científicos, como en el caso de Historia de la locura en donde toma en cuenta
discursos literarios, decretos, formulaciones filosóficas, disposiciones ju-
rídicas, etcétera. Independientemente de esto, esos discursos serios, que
no ciencias, conforman la base de sus estudios arqueológicos.
Señalo, entonces, una primera delimitación que muestra que el
trabajo de análisis no tiene la consistencia de un análisis o teoría del
discurso. El trabajo arqueológico se define a partir de las prácticas
discursivas tomando a éstas como un universo de relaciones, pero es-
tas relaciones no las encuentra hacia el interior del discurso, en una suer-
te de interioridad tal que permita plantear las condiciones formales de
su construcción; tampoco se localizan en su exterior, en una referencia
inagotable a una realidad que las explique; estas relaciones se ubican
en el límite mismo del discurso. La propuesta consiste en mantenerse
al nivel de los discursos mismos sin buscar sus leyes de construcción,
por un lado, y sin localizar en ellos fenómenos vertebrados de expre-
sión, por otro. Se trata de atenerse a sus condiciones de existencia, de
establecer el campo de condiciones en el que se produce su dispersión,
su emergencia y sus transformaciones. Entonces, más que un análisis
del discurso, se postula un estudio de las prácticas discursivas como
“monumento”, investigación centrada en una materialidad que es pre-
ciso “describir en su disposición propia”, sin tener que atenerse a los
estudios estructuralistas10 que pretenden localizar sus leyes de construc-

9
“Nietzsche plantea que la gran liberación tendrá lugar cuando ya no se haga respon-
sable a nadie, pero exige lanzarse a la multiplicidad, descender a los infiernos, para desde
ahí volver a elevarse. El espíritu del pluralismo afirma la coincidencia entre lo múltiple y lo
trágico. Dionisio afirma lo múltiple, danzando se sumerge en el devenir y transmuta lo
pesado en ligero: existe una relación fundamental entre la alegría y lo múltiple […] Con
Nietzsche se transmuta la vida en un fenómeno de juego, hace valer la apariencia y la sen-
sación y no busca esencias o culpables. Sólo vale la estética que hace triunfar la apariencia.”
María García Torres, “El sujeto se disfraza”, en Crítica del sujeto, p. 94-95.
10
Para un análisis de las relaciones y divergencias entre la arqueología y el estructura-
lismo, cfr. Rosario García del Pozo, Michel Foucault: un arqueólogo del humanismo; Mauricio
Jalón, El laboratorio de Foucault; Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault: más allá
del estructuralismo y la hermenéutica; Dominique Lecourt, Para una crítica de la epistemología;
Ángel Gabilondo, El discurso en acción.

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68 HISTORIA Y LENGUAJE

ción, cuando de lo que se trata es de aislar “sus condiciones de existen-


cia”; sin retomar, al mismo tiempo, al sujeto que lo ha producido, pues
esta referencia anula la posibilidad de determinar “el campo práctico”
en el cual se despliegan.11 Estas dos precauciones, mantener en un ni-
vel de indiferencia las reglas formales de constitución del discurso y
alejar el tema del sujeto productor, aluden a la cuestión de la unidad
discursiva.
¿De qué unidad se trata? Por supuesto no puede ser aquella que
responde “a la lejana presencia del origen”,12 de tal manera que se
duda de las nociones de tradición, influencia, mentalidad. Tampoco
pueden aceptarse los agrupamientos fáciles como los de literatura,
política, religión, etcétera, ni mucho menos aquellos que tienen al
autor, a la obra o al libro, como elementos de una centralidad orga-
nizadora y total. Al respecto Foucault señala cuatro hipótesis que le
permitirían abordar este problema desde otra perspectiva:

a) Definir un conjunto discursivo, más bien, un conjunto de enuncia-


dos, supone reconocer su sistema de dispersión, “captar todos los
intersticios que los separan, medir las distancias que reinan entre
ellos; en otros términos: formular su ley de repartición”.
b) Lo que se busca describir, por tanto, es la forma en la que se da la
coexistencia de esos enunciados sometidos a la dispersión; se trata
de localizar el sistema que determina su repartición, “el apoyo de
los unos sobre los otros, la manera en que se implican o se exclu-
yen, la transformación que sufren, el juego de su relevo, de su dis-
posición y de su reemplazo”.
c) Esta ley de repartición y el sistema que la recrea no requieren ya
determinar una arquitectura estable, una unidad a partir de un con-
junto de conceptos tan generales y abstractos que soporten
a todos los demás, de tal manera que lo que se debe probar es preci-
samente el análisis en el “juego de su aparición y de su dispersión”.
d) En relación a la identidad y persistencia de los temas, por ejemplo,
el tema del evolucionismo en el siglo XIX, se trata de postular, al
contrario, la necesidad de establecer el “campo de posibilidades
estratégicas” que se genera a partir de la “dispersión de los puntos
de elección”, lo que promueve que tal identidad y persistencia te-
mática desaparezcan como elementos unitarios.13

11
Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
Saber y verdad, p. 59.
12
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 41.
13
Ibidem, p. 56-60.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS 69

Tres nociones claves se desprenden de estas hipótesis que, hay que


hacer notar, no tienen, necesariamente, un carácter retrospectivo o ex-
plicativo con respecto a la forma en que Foucault abordó el análisis
de las prácticas discursivas en los trabajos anteriores a La arqueología
del saber, pues aquí lo que se intenta es delimitar un territorio que pen-
saba seguir con posterioridad. Estas nociones son la de enunciado, la
de formación discursiva y la de acontecimiento. Las hipótesis señala-
das pueden resumirse en el término formación discursiva en tanto que
ésta describe ya no una unidad presumible, sino una regularidad que
se localiza en la forma misma en la que el enunciado se dispersa,
regularidad de la que se pueden extraer reglas de formación y condi-
ciones de existencia de los enunciados en tanto elementos de una re-
partición. Es así que la regularidad, como esquema de dispersión de
los enunciados, tiene que ver con la formación de los objetos, con las
modalidades de enunciación, con los conceptos y elecciones temáti-
cas, es decir, con el campo estratégico. En relación a las condiciones
de existencia, el análisis debe describir la forma en que coexisten los
enunciados, las maneras de su conservación, los ritmos de sus trans-
formaciones y su eventual desaparición.14 El enunciado, como puede
apreciarse, es tomado como elemento básico del discurso sin igualar-
lo a la frase, a la proposición o al acto de habla. No se encuentra del
lado de los agrupamientos unitarios de signos pues es lo que los hace
posibles. De tal manera que el enunciado es más una función:

a) de tipo referencial, pero no en cuanto a que a partir de él se locali-


ce la relación clásica entre el significado y el significante; determi-
na, al contrario, las posibilidades de aparición, de delimitación y
de diferenciación “de los individuos o de los objetos, de los esta-
dos de cosas y de las relaciones puestas en juego por el enunciado
mismo”.
b) respecto al sujeto, en el sentido de que determina cuál es la posi-
ción que puede ocupar un individuo para ser sujeto.
c) que sólo puede cumplirse en relación a un campo o dominio adya-
cente de carácter enunciativo; es esta función la que determina la
forma de su coexistencia, sucesión y ordenación.
d) que se inscribe en el marco de un régimen de materialidad que perte-
nece menos a una localización espacio-temporal, que al orden de la
institución: “define posibilidades de reinscripción y de transcripción
[…] más que individualidades limitadas y perecederas”.15

14
Ibidem, p. 62-63.
15
Ibidem, p. 152-173.

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70 HISTORIA Y LENGUAJE

Es entonces que el enunciado se define por sus modalidades de


existencia, por la relación que guarda con un conjunto de objetos, por
la determinación de las posiciones del sujeto, por estar inmerso en una
coexistencia con otros enunciados y por tener una materialidad repe-
tible. Estos elementos permiten, a su vez, definir el discurso: éste se
constituye a partir de un universo de enunciados en tanto que éstos
responden a modalidades particulares de existencia.16 De tal manera
que el discurso es rebasado de forma vertical y horizontal; vertical por
las modalidades del enunciado, horizontal, por la forma en la que se
articula una formación discursiva. En suma, la arqueología pretende
tratar a los enunciados en la forma en la que se presenta su dispersión
y para ello quiere analizarlos en su exterioridad, exterioridad que es,
ante todo, distancia a partir de la cual encontrar los modos en que se
reparten, el espacio que muestra su despliegue.
Este breve rodeo por ciertos rincones del análisis arqueológico
muestra que éste, como procedimiento analítico, en ningún modo pro-
yecta un tipo particular de teoría del discurso; es ante todo un análi-
sis histórico de las prácticas discursivas. Cuando Foucault se pregunta
por qué ha aparecido ese enunciado y no otro cualquiera en su lugar,
señala la cuestión de su emergencia, de su irrupción histórica; en otras
palabras, señala la necesidad de “restituir al enunciado su singulari-
dad de acontecimiento”17 y ésta es la segunda gran delimitación.
La noción de acontecimiento parece tener una importancia crucial
para Foucault, no sólo en la arqueología sino también en los últimos
volúmenes de su Historia de la sexualidad, donde recurre a las proble-
matizaciones de tal manera que resultan conceptos análogos. Estu-
diar la locura y la enfermedad, la vida, el lenguaje y el trabajo, en
términos de problematizaciones, consiste en relacionar estos aconte-
cimientos en un campo regular de prácticas en el que emergen, ad-
quieren ciertos rasgos funcionales, se mantienen o se ven inmersos
en procesos discontinuos, se articulan de cierta manera a otros cam-
pos de prácticas institucionales, políticas, sociales. “La descripción
arqueológica del análisis permite analizar las formas mismas de la
problematización; su dimensión genealógica, su formación a partir
de las prácticas y de sus modificaciones.”18 La descripción arqueo-
lógica y la explicación genealógica se implican una a la otra, a tal
grado que no son dos dimensiones cuyas fronteras respondan a la
lógica de una secuencia, primero una y después la otra; no respon-

16
Ibidem, p. 180-181.
17
Ibidem, p. 45.
18
Michel Foucault, El uso de los placeres, p. 14-15.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS 71

den tampoco al recorrido de una evolución, de tal suerte que el paso


de la arqueología a la genealogía se deba a la superación de un mé-
todo que ha demostrado sus inconvenientes y su sustitución por otro
método más eficaz; las dos se conjugan en el juego de las nociones
de práctica y de acontecimiento.
Ahora bien, el acontecimiento no señala la unidad de una sustan-
cia que permanece invariable en la medida en que es un efecto produ-
cido por el cruce de prácticas determinadas. De tal manera que el
acontecimiento pertenece, más bien, al orden de la relación, “no al or-
den de los cuerpos”, y sin embargo no es inmaterial; es efecto que res-
ponde a la convergencia de series discontinuas que se producen a
partir de una “dispersión material”.19 El acontecimiento supone dos
niveles diferenciados que permiten su descripción y análisis: rareza y
regularidad. Primero, el acontecimiento-enunciado es inseparable de
una condición de rareza en tanto que es espacio en el que se distribu-
yen según un principio de déficit; déficit en el sentido de que existe el
reconocimiento de que “jamás se ha dicho todo”.20 Es entonces el indi-
cador de la singularidad del acontecimiento; muestra su carácter in-
frecuente: demarcación del lugar que ocupa un enunciado y que sólo
a él pertenece. Es un espacio vacío que designa su índice de arbitra-
riedad y su presencia azarosa. De tal manera que la rareza traza sus
límites y su localización pero no como una figura aislada y solitaria,
sino en el proceso de una disgregación de series heterogéneas. Que la
palabra locura, en un momento determinado de su historia, se haya
articulado en un discurso médico como patología, como enfermedad
mental, constituye un acontecimiento raro. Que la medicina clínica
haya promovido la confluencia de una mirada en profundidad y un
discurso que toma al individuo como cuerpo enfermo, es un aconteci-
miento raro. Que en la formación de las ciencias humanas éstas hayan
tenido que elaborar un concepto de hombre, a partir de las condicio-
nes de su propia finitud, para convertirlo en sujeto total y objeto total
de su propio conocimiento, responde a la conjugación de eventos que
son raros. Acontecimientos raros quiere decir no invariables y arbi-
trarios; no invariables en tanto que responden a una historicidad en
profundidad, pues locura, enfermedad y hombre no se resumen en
una condición primaria localizada como esencia, como naturaleza in-
trínseca intocable que pueda escapar a la historia y que siempre haya
existido; arbitrarios en tanto que no responden a una necesidad, a una
cadena lógica de inferencias, a una serie calculada de causalidades;

19
Michel Foucault, El orden del discurso, p. 45-46.
20
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 201.

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72 HISTORIA Y LENGUAJE

no son, por tanto, la coronación o el cumplimiento de un destino ni el


resultado del despliegue de una teleología.
Segundo, el acontecimiento-enunciado es trazado en una regulari-
dad, en una trama de relaciones que circunscriben los límites de su
aparición y de su funcionamiento. La regularidad es “el campo de condi-
ciones en el que se localizan los acontecimientos efectivamente pro-
ducidos”;21 es, por tanto, el régimen en el que se inscribe su funcio-
namiento, régimen que dibuja el campo histórico de condiciones de exis-
tencia del evento y lo sitúa como diferencia en una trama de prácticas
adyacentes. Así, este análisis histórico de las prácticas discursivas que
se constituye al dotar al enunciado de una dimensión de acontecimien-
to es precisamente histórico porque hace estallar la identidad del even-
to: su determinación responde a la forma que en cada momento tenga
ese cúmulo de relaciones manteniendo siempre la dispersión que le es
propia. La noción de archivo pretende definir el modo regular de exis-
tencia de esta disposición en un momento histórico determinado.

No tiene el peso de la tradición, ni constituye la biblioteca sin tiempo


ni lugar de todas las bibliotecas; pero tampoco es el olvido acogedor
que abre a toda palabra nueva el campo de ejercicio de su libertad;
entre la tradición y el olvido hace aparecer las reglas de una práctica
que permite a la vez a los enunciados subsistir y modificarse regular-
mente. Es el sistema general de la formación y de la transformación
de los enunciados.22

Foucault propone un estudio del acontecimiento sin referencia a


un sujeto fundador para tratarlo en su inmanencia, es decir, situarlo
fuera del orden de la conciencia y proyectarlo en su propia configura-
ción entrelazada a un campo histórico. De tal suerte que los aconteci-
mientos discursivos se describen en una exterioridad inconsciente: los
seres humanos ignoran las condiciones que determinan esas prácti-
cas. En todo caso, este inconsciente no significa una profundidad sub-
yacente o un impensado que habría que descifrar, pues no corresponde
a una estructura atemporal, “se trata siempre de rarezas locales en
metamorfosis”.23 El estudio de las prácticas discursivas es legítimo en
sí mismo, pues no deviene historia del referente, de las cosas o de los
objetos nombrados, ni como un reflejo de algo que las constituye des-
de lejos: el sujeto omnipresente. Hasta aquí el análisis se ha centrado
en el ámbito discursivo, las prácticas discursivas, y ha establecido un

21
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, op. cit., p. 63.
22
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 221.
23
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, op. cit., p. 77.

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UNA ANALÍTICA DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS 73

nivel descriptivo, el enunciado-acontecimiento, bajo la forma de una


historia; pero ¿de qué historia se trata?
Tercera delimitación, la empresa foucaultiana se presenta como
una “historia de la verdad”; no es historia de los comportamientos,
no es historia de las ideas ni de las sociedades o de las ideologías, ni
siquiera es una versión particular de una historia de las ciencias que
termine midiendo su nivel de cientificidad en términos de progreso
continuo. Es un tipo de historia en tanto “análisis de los juegos de ver-
dad, de los juegos de falso y verdadero a través de los cuales el ser se
constituye históricamente como experiencia, es decir, como poderse y
deberse ser pensados”.24 Dicho de otra manera, es historia porque
retoma las problematizaciones a partir de las cuales el ser humano se
ofrece como algo que debe ser pensado; es historia porque alude a las
prácticas a partir de las cuales se establecen los espacios mismos de
las problematizaciones; finalmente, es historia porque la pregunta bá-
sica que se formula es aquella que interroga sobre la emergencia del
hombre moderno en tanto que es pensado, es decir, en tanto que el
hombre pasa a ser sujeto y objeto de conocimiento en una disposición
epistémica situada bajo coordenadas temporales precisas.
En el establecimiento del concepto moderno de locura, de enfer-
medad, de ser vivo, hablante y trabajador, hay procesos de objeti-
vación que conducen a desplazar al ser humano como espacio de
deliberación de un saber y, al mismo tiempo, se crean las condiciones
para que surja un sujeto de conocimiento. Historia de la verdad, his-
toria de los procesos de objetivación y subjetivación de los seres hu-
manos; historia en la que existe una evidente primacía del concepto
de práctica para la que no hay esencia social alguna, para la que es
necesario eliminar todo presupuesto teleológico. Entonces el proble-
ma del saber sólo puede tener sentido en tanto que es historia de es-
tos procesos y de estas prácticas: no se busca la verdad de la historia
sino que se quiere construir las historias de nuestras verdades. No
puede ser historia del progreso, del paso de un saber pre-científico a
un saber coronado por un nuevo estatus despejado ya de inercias, pues
lo que esta historia notifica es que al convertirse en sujeto y objeto de
un saber el ser humano tiene que pagar un precio muy alto: el hom-
bre deja de ser medio de conocimiento produciéndose, con ello, un
proceso de “desposesión”. “Es decir: que es sobre la negatividad del
hombre concreto expropiado por el saber que surge el hombre mo-
derno”, ese hombre que conoce al precio de no poder reconocerse.25

24
Michel Foucault, El uso de los placeres, p. 10.
25
Miguel Morey, Lectura de Foucault, p. 113.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA

La arqueología, tal y como ha podido ubicarse a lo largo de este tra-


bajo, no pretende formular una teoría general de las prácticas dis-
cursivas, antes al contrario, aspira a definir, primero, un espacio de
análisis, el dominio de las cosas dichas o escritas y sus modos de exis-
tencia en el interior de una formación discursiva, y, segundo, a preci-
sar herramientas siempre delimitadas con un carácter provisional pero
que permitan, sin embargo, abordar el estudio de esas prácticas bajo
la forma de una descripción. Ahora bien, desde la perspectiva del aná-
lisis arqueológico las prácticas discursivas tienen necesariamente un
perfil histórico que de ninguna manera queda marginado en sus ex-
ploraciones particulares; es en ese sentido que se puede afirmar que
los elementos constitutivos de esas prácticas son tomados como múl-
tiples complejidades en el campo que ha hecho posible su emergencia
como acontecimientos irrepetibles y singulares.
Por otro lado, el rasgo de exterioridad al que se suscribe la ar-
queología le permite emprender la descripción sin necesidad de re-
currir al sujeto de la enunciación ni al sentido profundo que se localiza
detrás de los enunciados mismos, de tal manera que para situar al
enunciado le basta aceptarlo al pie de la letra y colocarlo en un con-
texto de superficie, es decir, en un campo de coexistencia con otros
enunciados, y ubicarlo en una relación determinada con otros cam-
pos o espacios complementarios. Para la arqueología el enunciado
responde a una multiplicidad, de tal manera que no puede ser visto
como un sistema o una estructura pues su función sólo se produce
en el ámbito de un espacio. El tipo de análisis que propone pasa de
la conciencia constituida al discurso en tanto práctica; suspende el
punto de vista que privilegia al sujeto titular de un saber, entendido
ya sea como conciencia “trascendental”, ya sea como conciencia “em-
pírica”, para adoptar así una postura en la que la relación diferen-
cial de enunciados constituye la fuente de posibilidad de un saber.
El sujeto, antes que autor de un discurso, es concebido como un em-
plazamiento definido en términos discursivos.

Lo que importa es mostrar que no existen, por una parte discursos iner-
tes ya medio muertos, y, por otra, un sujeto todo-poderoso que los

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76 HISTORIA Y LENGUAJE

manipula, los invierte, los renueva; sino más bien que los sujetos par-
lantes forman parte del campo discursivo —tienen en él una posición
(y sus posibilidades de desplazamiento), y una función (y sus posibili-
dades de mutación funcional)—. El discurso no es el lugar de irrupción
de la subjetividad pura, es un espacio de posiciones y de funciona-
mientos diferenciados para los sujetos.1

En otras palabras, el sujeto no es el elemento que crea un discurso


a partir de su propia fuerza reflexiva, sino más bien es aquel que se
sujeta a una serie de reglas determinadas de las que incluso no es cons-
ciente, de tal manera que es un conjunto de relaciones diferenciales y
no el “protagonismo aislado del sujeto lo que para el arqueólogo hará
posible la emergencia de lo que definirá como práctica discursiva”.2
Entonces para la arqueología, por un lado, se produce una situación
en la que el sujeto desaparece como elemento central a partir del cual
ubicar toda explicación posible respecto del saber, y, por el otro, se
genera otra disposición en la que reaparece el sujeto asumido como
una serie de posiciones y funciones en un campo discursivo determi-
nado y desde el cual el saber es posible. “En suma, se trata de quitarle
al sujeto (o a su sustituto) su papel de fundamento originario, y de
analizarlo como una función variable y compleja del discurso.”3
Al final del capítulo anterior se señala a la arqueología como una
historia de la verdad, es decir, de los juegos de verdad instaurados a
nivel discursivo. Pero aquí la noción de verdad no alude a la relación
entre discurso y objeto material, a una correspondencia entre referen-
te externo al discurso y el discurso mismo, de tal suerte que a este
concepto se le aplica también la estrategia de la suspensión: la verdad
desaparece como crítica valorativa con respecto al saber, por lo que el
progreso hacia un conocimiento cada vez más objetivo, más verdade-
ro, resulta totalmente extraño a la labor arqueológica. La verdad, sin
embargo, es reintroducida como una posición dentro de un campo de
relaciones discursivas, responde a reglas enunciativas que diferencian
los discursos verdaderos de los discursos falsos. Es en este sentido que
se puede decir que, más que plantear la verdad como adecuación del
discurso a la realidad, se problematiza la verdad al atender a las con-
diciones de su producción, al estudiar la forma de producción de la
verdad en el espacio discursivo. De tal suerte que la arqueología se
opone a toda historia global en tanto que, a diferencia de ésta, no in-

1
Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
Saber y verdad, p. 55.
2
Rosario García del Pozo, Michel Foucault: un arqueólogo del humanismo, p. 53.
3
Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, p. 73.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 77

tenta recrear la evolución de un objeto pre-discursivo y la forma en la


que se ha interpretado.
Historia de la locura e historia de la enfermedad no requieren par-
tir a la búsqueda de esos objetos de saber establecidos como formas
en bruto, realizando un recuento de cómo, en las diversas épocas, han
sido representados. Esas investigaciones no pretenden determinar el
momento en el que esos saberes, con todo derecho, adquieren una ar-
quitectura propiamente científica al cruzar un cierto umbral. No es
historia que dibuja los contornos del progreso inexorable de la razón,
ni pretende reconstruir el devenir de un fenómeno material para ac-
ceder, con ello, a la revelación de su verdad. Es historia porque intenta
localizar las condiciones que hacen posible su emergencia enunciativa
y las condiciones a partir de la cuales se despliega la enunciación como
artefacto discursivo, siempre en un contexto más vasto con el que se
correlaciona.
La arqueología parte de la enunciación, pero sin pretender “cap-
tar la ligereza inaudita de una palabra que no tendría texto”.4 De ahí
la distancia abismal que separa a la arqueología de la historia de las
ideas. Esta última trabaja en un nivel epifenoménico, es decir, toma la
forma de una doxología, pues se centra en los juegos de opinión, en
los grandes debates, en la movilidad de modelos, etcétera. Jugando
con las nociones de profundidad y superficie, podría decirse que la
doxología se contenta con describir los movimientos de superficie, en
tanto que la arqueología se mueve en otro terreno, aquel que describe
un nivel subyacente a los juegos de opinión y que le permite interro-
garse por las condiciones de posibilidad del saber mismo en un plano
discursivo. Aquí profundidad no quiere decir interioridad, antes al
contrario, apunta a un análisis que intenta acceder a la exterioridad
tal y como hemos visto en el capítulo IV. Rechaza, al mismo tiempo,
esa otra historia empirista que supone la preexistencia de los objetos
sobre los que posteriormente vendrán a posarse las distintas formas
de saber.
En suma, la arqueología no puede ser una descripción ni por el
lado del sujeto ni por el lado del objeto, ni atiende a la relación que se
establece entre ambos; sin embargo, estas nociones quedan incluidas,
aunque con otra perspectiva; no son simplemente desechadas. Ahora
bien, la arqueología intenta desvincularse tanto de las concepciones
formalizadoras como de toda labor interpretativa; busca encontrar un
camino propio que bien podría denominarse el camino de la interrup-

4
Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
Saber y verdad, p. 57.

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78 HISTORIA Y LENGUAJE

ción del sentido, en otras palabras, suspensión del problema de la sig-


nificación. Es entonces que habría que detenerse sobre las cuestiones
que atañen a la interpretación pues ¿no cabría la sospecha de que, a
pesar de los intentos por desvincular a la arqueología de la labor in-
terpretativa, aquélla acaba finalmente siendo interpretación, o, más
aún, interpretación realizada a partir de otras interpretaciones? O, para
preguntar de otra manera ¿en qué sentido podría precisarse la labor
interpretativa de la arqueología cuando ésta intenta alejarse de toda
interpretación en el análisis de las prácticas discursivas? En La arqueolo-
gía del saber se encuentra una postura respecto a la interpretación que
la relaciona con la condición de rareza de los enunciados. Esta condi-
ción señala el hecho de que “pocas cosas, en total, pueden ser dichas”,
de tal suerte que, ante la pobreza enunciativa, se presentan mecanis-
mos compensatorios de desdoblamiento que intentan revertirla, tales
como la exégesis, el comentario y la “multiplicación del sentido”. El
tipo de estudio que propone la arqueología pretende centrarse, preci-
samente, en esa condición de pobreza enunciativa para la que resul-
tan indiferentes los mecanismos de multiplicación, en tanto que éstos
trabajan a partir del descubrimiento de un contenido secreto en el
enunciado. De tal manera que el arqueólogo se atiene a la índole del
enunciado como existencia, circulación y transformación en el marco
de una administración de los “recursos raros”. “Concebido así, el dis-
curso deja de ser lo que es para la actitud exegética: tesoro inagotable
de donde siempre se pueden sacar nuevas riquezas.”5
Hasta aquí esta postura respecto de la interpretación tiene como
objetivo el desplazarla fuera del territorio de análisis, es decir, sus-
pender su utilización como herramienta válida para un trabajo que
quiere mantenerse al nivel de las cosas dichas sin interrogar los senti-
dos implicados en las operaciones de enunciación. Pero, a pesar de
este desplazamiento, aún queda como interrogante la cuestión más
general: aquella que pregunta por la arqueología, en tanto proyecto,
como un sistema interpretativo en sí mismo. Para poder responder a
esta interrogante me parece que resulta útil, en principio, tener en
cuenta lo que Paul Ricoeur escribió respecto a la posibilidad de una
teoría general de la interpretación: “no hay una hermenéutica gene-
ral, ni un canon universal para la exégesis, sino teorías separadas y
opuestas, que atañen a las reglas de interpretación”.6
Entonces, más que preguntarse por una teoría hermenéutica ha-
bría que observar la cuestión por el lado de las técnicas de interpreta-

5
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 203-204.
6
Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, p. 28.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 79

ción. ¿De dónde surge la necesidad de acudir a estas reglas o técnicas


de interpretación? Ante todo de una actitud de sospecha en dos ver-
tientes: sospecha de que el lenguaje dice algo más que lo que dice, de
que bajo la superficie de las palabras hay otro nivel más fundamental,
un resto que se localiza debajo de las palabras y que además es un
resto que tiene mayor importancia pues allí descansa la posibilidad
misma del sentido; sospecha de que el lenguaje es rebasado en su for-
ma verbal, de que hay otras cosas que nos hablan, otro lenguaje aparte
del lenguaje.7 La primera forma de esta sospecha conduce a la apari-
ción del comentario. Éste interroga sobre lo “no-dicho” del discurso,
traspasa su superficie al producir un doble discurso que intenta dar
cuenta del discurso primero por medio de una duplicación; quiere rea-
lizar el discurso por medio de otro decir aparte del texto mismo. El
comentario se basa en una lógica de la abundancia: “exceso del signi-
ficado sobre el significante, un resto necesariamente no formulado del
pensamiento que el lenguaje ha dejado en la sombra”.8 Este resto
es la senda por donde transita un sentido oculto que es forzado a
revelarse; es el reino de la significación que se ilumina por un trabajo.
En este punto hay que hacer notar que los escritos de Foucault se
encuentran sometidos a una permanente discusión con otras posicio-
nes, discusión que se realiza en diversos frentes y en diferentes niveles,
incluso no necesariamente explícitos. Uno de estos frentes, la discu-
sión con Husserl y la fenomenología trascendental, resulta de suma
importancia en los textos foucaultianos, y es particularmente notorio
en Las palabras y las cosas. Las reservas que manifiesta Foucault en ese
texto con respecto a la fenomenología en mucho tienen que ver con la
cuestión de la significación, en tanto que esta posición ve en la activi-
dad de un sujeto trascendente la fuente que otorga y confiere signifi-
cado a las cosas y al mundo en general, incluido el propio sujeto. Por
supuesto que el panorama actual de esta discusión es sumamente com-
plejo y diversificado para poder tratarlo aquí, pero me parece que las
posturas que han pretendido una superación del punto de vista de la
fenomenología trascendental provienen de lecturas de Heidegger, so-
bre todo de El ser y el tiempo, texto en donde se trazan una serie de
problemáticas acerca de la hermenéutica que toman una distancia no-
toria de Husserl y que serán retomadas de diversas maneras.
A tal grado resultan importantes ésta y otras discusiones que es
posible leer Las palabras y las cosas como un esbozo de una nueva his-
toria de la filosofía, con todas las reservas que puedan señalarse

7
Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, p. 24.
8
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, p. 10.

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80 HISTORIA Y LENGUAJE

al caso.9 Ahora bien, la noción de sentido contra la que reacciona


Foucault es aquella que se encuentra ligada a la actividad trascenden-
te de un sujeto que transfiere significado a las cosas y a sí mismo, en
tanto que el marco general que permite tal postulado es el de la filo-
sofía del sujeto. De tal manera que la cuestión del sentido remite ne-
cesariamente a la cuestión del ser. En todo caso, el tema es abordado
desde la perspectiva de la conciencia racional que vuelve inteligibles
las cosas, el mundo, por medio de su despliegue incesante, mientras
que la propuesta arqueológica impone el punto de vista de un des-
centramiento agudo del sujeto para el que se vuelve insostenible ese
tratamiento fenomenológico del sentido.
Volviendo a la actitud de sospecha que sería la base de constitu-
ción de las técnicas interpretativas, por lo menos para Occidente, se
reconocen, en tal constitución, los marcos de una historicidad, posi-
ción que coincide con lo apuntado por Ricoeur; historicidad que im-
pide poder sostener la existencia de una teoría general hermenéutica.
Cada sociedad desarrolla sus propias técnicas de interpretación, sus
propios métodos, sus propias formas de sospechar. Así, en el siglo XVI
es posible ubicar tales técnicas a partir del principio de la semejanza.
Este principio obligó a superponer la semiología a la hermenéutica tal
y como lo apunta Foucault. La pregunta, entonces, sería la siguiente:
¿de qué manera y por qué se dio tal superposición? La posibilidad
del conocimiento, la posibilidad de acceder a él, suponía poner en
práctica las diversas formas que adoptaba la semejanza, convenientia,
aemulatio, analogía, simpatía; pero no bastaba con ello pues se reque-
ría tener, además, los medios que permitieran reconocer la semejanza
de las cosas visibles o invisibles.
Era necesario acudir a las signaturas, a las marcas que se locali-
zan en la superficie de las cosas, pues “el mundo de lo similar sólo
puede ser un mundo marcado”.10 El establecer las semejanzas sólo
podía realizarse en tanto que se registraran cuidadosamente las sig-
naturas y es aquí donde interviene la interpretación: tales marcas so-
lamente podían hablar por medio de una labor de desciframiento. La
naturaleza, entonces, era pensada como un juego de signos y de se-
mejanzas a tal grado que naturaleza y palabra podían entrecruzarse
infinitamente. La disposición de los signos en relación a la interpreta-
ción no respondía a una distancia que los enfrentara, de entrada esto

9
Para una visión general de la discusión que realiza Foucault con la fenomenología,
se puede consultar el siguiente texto: Gérard Lebrun, “Notas sobre la fenomenología conte-
nida en las palabras y las cosas”, en Michel Foucault, filósofo, p. 31-47.
10
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 35.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 81

era imposible por la forma que adquirió ese movimiento de entrecru-


zamiento infinito; al contrario, ambos, signo e interpretación, se unen
en el ámbito mismo de la labor de conocer. Se puede decir, por tanto,
que la hermenéutica, como conjunto de “técnicas que permiten que
los signos hablen y nos descubran su sentido”, suponía la interven-
ción de una semiología en tanto que ésta nos señala la forma de iden-
tificar los signos. Así pues, “buscar el sentido es sacar a luz lo que se
asemeja”, y en otro movimiento, buscar la ley de los signos consiste
en descubrir las cosas semejantes; por eso precisamente se puede de-
cir que “la gramática de los seres es su exégesis”.11
Por un lado encontramos, entonces, que hasta el siglo XVI no hay
distinción posible entre la mirada y el lenguaje, entre lo que se ve y lo
que se lee, haciendo viable un saber como figura de la semejanza; por
el otro, se destaca una situación en la que ese saber, en tanto conteni-
do, sólo se realiza en la interpretación. Saber e interpretación son ele-
mentos conjugables, uno supone necesariamente al otro. Es en ese
sentido que la figura del saber se identificaba como forma misma de
la interpretación y esto es lo que condujo a un desdoblamiento sin tér-
mino del lenguaje bajo la primacía del comentario. De tal manera que
decir que el “saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje”12 deno-
ta, en esa referencia, la obligación de construir un segundo discurso
que apele, en sí mismo, a lo que ha permanecido oculto en la profun-
didad de un discurso primero, discurso sostenido en un decir que al
duplicarlo salvaguarde precisamente su condición primera. Comen-
tar es un trabajo de penetración que se vuelve hacia el enigma oculto
en la densidad de un texto, trabajo de desciframiento cuyo objetivo
consiste en decir lo que no se ha dicho pero que se mantiene en el
sustrato de otras palabras que lo anuncian, que lo disimulan. El co-
mentario encuentra su sostén en una ambición: quiere construir una
nueva unidad discursiva a partir de otra unidad discursiva con la pre-
tensión de volverla transparente y en esa operación anhela llegar a
ser más fiel que el supuesto texto original.
Su rasgo básico es la abundancia y el derroche, pues a tal fideli-
dad sólo puede aspirar en tanto el segundo discurso es más locuaz
que el primero, en tanto que lo rebasa, lo multiplica en una aproxima-
ción infinita, y esto se debe a que esa enunciación que quiere restituir
la significación de un discurso primero sólo puede producir cosas se-
mejante a él, nunca puede llegar a ser él mismo. La tensión que lo lan-
za como tarea infinita, nunca cumplida, se produce por la forma tenaz

11
Ibidem, p. 38.
12
Ibidem, p. 48.

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82 HISTORIA Y LENGUAJE

que adquiere la actitud de sospecha, tensión entre la superficie de las


cosas dichas y su profundidad anunciada, entre la forma manifiesta y
el contenido prefigurado, puesto que la enunciación oculta debe guar-
dar tesoros incalculables a los que solamente se puede tener acceso
con otra enunciación y esta otra palabra nos lanza a un nuevo nivel
de sospecha y así al infinito. Esta labor inacabada del comentario, es
decir, el despliegue de un saber que tiene como característica funda-
mental la de ser interpretación, pura interpretación, descansa en el
suelo homogéneo de los signos que se encuentran dispuestos en un
espacio, a su vez, homogéneo; disposición posible por el primado de
la semejanza.
El acercamiento establecido en el siglo XVI entre el signo y la
interpretación permite, según Foucault, la aparición de dos tipos de
conocimiento claramente diferenciados: cognitio, conocimiento exten-
dido en forma horizontal y que suponía el paso de una semejanza a
otra, movimiento de superficie establecido de tal manera que per-
mitía generar relaciones laterales; divinatio, saber producido por un
movimiento vertical en tanto que constituía el paso de una “seme-
janza superficial a otra más profunda”. Así, conocimiento dado en
la superficie y conocimiento establecido en profundidad, eran dos
formas que manifestaban el “consensus del mundo”, la forma gene-
ral de un saber únicamente posible por la articulación entre her-
menéutica y semiología.13 Cuando la semejanza pierde su lugar de
privilegio, a partir del siglo XVII, cuando pasa a ser pensada en una
situación subordinada respecto a la representación y al proyecto de
una ciencia del orden, no sólo cambian las configuraciones del saber
en general, sino que las técnicas de interpretación fueron sometidas
a una suspensión.

El renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un len-


guaje: en el espesor del mundo, un grafismo mezclado a las cosas o
que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre los manuscri-
tos o sobre las hojas de los libros. Y todas estas marcas insistentes ape-
laban a un segundo lenguaje —el del comentario, de la exégesis, de la
erudición— para hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que dor-
mía en ellas; el ser del lenguaje precedía, como una muda obstina-
ción, a lo que se podía leer en él y a las palabras en que se le hacía
resonar. A partir del siglo XVII, lo que se elide es esta existencia maci-
za e intrigante del lenguaje. No aparece ya oculta en el enigma de la
marca: aparece más bien desplegada en la teoría de la significación.14

13
Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, p. 27.
14
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 84.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 83

La relación establecida entre el signo y la interpretación se ve


trastocada por una nueva disposición de la semejanza: ésta es colo-
cada en un nuevo emplazamiento que se localiza en el extremo más
alejado del conocimiento mismo. Nueva situación que no supone el
desvanecimiento de la figura de la semejanza, pero que, en tanto
el conocimiento ya no consiste en manifestar un contenido anterior
a él sino en configurar un contenido como lugar de aplicación de un
orden dado de las cosas, es relegada a los márgenes, al lado más bien
de la imaginación. A partir del siglo XVII el conocimiento no reque-
ría ya de ligar los contenidos de la interpretación a las formas del
signo pues lo que solicitaba atención era la fabricación de una serie
de cuadros desarrollados a partir de nuevas figuras: la identidad, la
diferencia y el orden.15 Los signos se ligan a la representación per-
diendo con ello su condición cuasi natural, porque de lo que en ese
momento se trataba era de establecer un trabajo sobre los signos mis-
mos, de elaborarlos sobre una nueva perspectiva no ya de descu-
brirlos en la superficie de las cosas y de la naturaleza; se trataba de
dotarse de una teoría convencional de los signos, de fabricar un len-
guaje adecuado al conocimiento. El reino de la representación es el
reino del signo a tal grado que la hermenéutica queda en una rela-
ción subordinada, pues el sentido no es “más que la totalidad de los
signos desplegados en su encadenamiento”.16
La suspensión en la que se mantuvo a las técnicas de interpreta-
ción durante la época clásica fue levantada en el siglo XIX cuando el
lenguaje es elevado al nivel de objeto de un conocimiento delimitado.
Nueva espesura del lenguaje a partir de la cual aparece la filología
como empresa abocada a remontar las palabras hasta el punto cero
que las ha hecho posibles; espesura que reaviva la necesidad de con-
tar con una exégesis que luche contra las formas enigmáticas que el
lenguaje adquiere. Retorno del lenguaje que significa, ni más ni me-
nos, retorno al lenguaje enigmático, retorno a la actitud de sospe-
cha. Filología y exégesis se acercan de tal modo que se convierten en
dos formas que pertenecen a un mismo trabajo, cercanía producida
a partir del reconocimiento de que el lenguaje es opaco y que por
ello requiere ser clarificado. La interpretación pretende “hacer ha-
blar al lenguaje por debajo de él mismo” y lo más cerca posible de lo
que se dice en él, sin él. Esta forma de análisis resulta enfrentada al
camino que emprende la formalización para la cual el lenguaje debe
abordarse a partir “de la ley de lo que es posible decir”. A pesar de

15
Ibidem, p. 74-75.
16
Ibidem, p. 72.

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84 HISTORIA Y LENGUAJE

que aparentemente interpretación y formalización se oponen, en rea-


lidad se trata de dos técnicas correlativas cuya separación no es tan
rigurosa pues ambas reconocen un suelo común: el ser espeso que el
lenguaje adquiere en la época moderna.17 En todo caso lo que aquí se
advierte es el resurgimiento de las técnicas de interpretación y para
Foucault son tres los pensadores que han abierto una senda que permi-
te dotarla de nuevas posibilidades: éstos son Marx, Nietzsche y Freud.
¿De qué manera se abren estas nuevas posibilidades a las labores
de interpretación? Desde el momento mismo en que Marx, Nietzsche
y Freud nos enfrentan a la necesidad de repensar la naturaleza del
signo, desde el lugar preciso en que realizan una actualización de
esta problemática, y esto a pesar de constatar las grandes diferen-
cias que existen entre cada uno de ellos. En Nietzsche, tanto como
en Marx y Freud, los signos no esconden un acceso privilegiado a
una interioridad que los fundamente y los justifique; responden, sin
embargo, a un ámbito de ambigüedad que impone la necesidad de
la interpretación. Excavar su superficie, es decir, señalar hacia su pro-
fundidad, no quiere decir otra cosa que acceder a la forma en la que
se despliega su exterioridad y por la cual toda dimensión de intimi-
dad o interioridad se trastoca en pura superficie. El movimiento que
adopta la interpretación, entonces, no va de la apariencia a la esen-
cia sino que, por el contrario, despliega un trabajo que convierte a
la profundidad en un “pliegue de la superficie”.18 Si en este movi-
miento los signos se distribuyen en un espacio diferenciado, ya no
homogéneo como el del siglo XVI, esto supone que los signos res-
ponden a una apertura irreductible. Espacio fragmentado, por tan-
to, que delinea, a su vez, la forma de una interpretación fragmentada,
sin término, sin límite. Si no tiene fin es porque tampoco tiene un
comienzo. Esta forma que adquiere la interpretación a partir de la
fragmentación del espacio en el que se distribuyen los signos, la vuel-
ve inestable: en la puesta en práctica del trabajo interpretativo éste
hace como si avanzara hacia su cumplimiento, cuando lo que en rea-
lidad hace es “encontrar el inicio de su vuelta atrás”; nunca llega al
punto de su culminación porque lo que encuentra al final es siem-
pre a ella misma como interpretación, es decir, no puede hacer otra
cosa más que someterse a la obligación de interpretarse a sí misma.
Inestabilidad que preña no sólo la labor de interpretación sino que
también incluye la situación del intérprete.19

17
Ibidem, p. 292-293.
18
Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, p. 30-31.
19
Ibidem, p. 33.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 85

Ahora bien, en tanto que la labor interpretativa se presenta como


labor sin término, nunca acabada, podríamos reconocer que entonces
“no hay nada que interpretar”20 en el sentido de que no existe un ori-
gen primero anterior a la interpretación misma: todo lo que se ofrece
a la interpretación es ya, a su vez, resultado de otra interpretación.
Foucault señala en este punto la desaparición de esa especie de materia
prima intacta que precede a la labor del intérprete, materia no viola-
da todavía que se ofrece pasivamente al trabajo hermenéutico, cuan-
do este trabajo lo que genera es una carga de violencia que no se puede
encubrir: la forma en que se da el trabajo de interpretación necesita
apoderarse “de una interpretación que está ya allí, que debe trastocar,
revolver y romper a golpe de martillo”.21 El signo mismo es ya interpre-
tación, no es anterior ni la justifica como origen de ella, no es su pun-
to de partida primario; en todo caso si hay un principio, éste no puede
ser otro más que el intérprete, punto en el que Foucault se decide a
seguir el camino señalado por Nietzsche dejando de lado la respuesta
de Mallarmé.22 Esto resulta de suma importancia en tanto que la herme-
néutica moderna no puede realizar su trabajo interpretativo buscando
encontrar aquello que se esconde en el significado; puede interpretar,
más bien, a partir de la pregunta sobre “el quién” interpreta, quién
propone tal interpretación, es decir, toda técnica interpretativa se en-
cuentra situada, se realiza desde una situación, toda interpretación es
por ello histórica y, por tanto, relativa.
Es así que, nos advierte Foucault, la hermenéutica y la semiología
no pueden superponerse ya y esto se debe a que la forma que adquie-
re el lenguaje en la modernidad obliga a un enfrentamiento agudo.
La interpretación cesa en el momento en que su tiempo circular trata
de ceñirse a la vida de los signos; su muerte se produce cuando pen-
samos que hay signos anteriores a la interpretación. La interpretación
se mantiene, al contrario, cuando asumimos que no hay más que in-
terpretaciones, es decir, cuando la hermenéutica se aleja de la semio-
logía.23 La vida de la interpretación se da cuando se produce y se asume
la pérdida del origen. Es entonces que puede decirse que Nietzsche,
Freud y Marx participan de un movimiento por el cual la compren-
sión se transforma en hermenéutica; buscar el sentido a partir de ellos
ya no consiste en “deletrear la conciencia del sentido, sino en desci-
frar sus expresiones”.24

20
Ibidem, p. 35.
21
Ibidem, p. 36.
22
Vid. supra, c. “El ser del lenguaje”.
23
Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, p. 41.
24
Paul Ricoeur, op. cit., p. 33.

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86 HISTORIA Y LENGUAJE

En suma, lo que encontramos es la suspensión del sentido en tanto


que es manifestación de una conciencia trascendente, por una parte,
restauración de un sentido limitado a la forma misma de la interpre-
tación, por otra. Trabajo de deconstrucción que promueve, a su vez,
la posibilidad de un trabajo constructivo. Si la arqueología delimita
un territorio de análisis, de las cosas dichas o escritas, es decir, análi-
sis de la existencia material de los discursos, lo hace a condición de
lograr despejarse a sí misma de la carga de una interpretación que se
atiene a la búsqueda de un secreto, de una verdad dormida en el ori-
gen que espera ser liberada. Pero si prestamos atención a las técnicas
de interpretación que se desprenden de estos tres pensadores puede
decirse que la verdad sólo puede ser concebida como interpretación,
la verdad es, entonces, una mentira. Así, la arqueología, como intento,
es una interpretación entre otras, no es un comentario si asumimos
que éste pretende localizar un significado diferente y más profundo,
siempre más profundo, es decir, más verdadero. En tanto que es in-
terpretación se mantiene en la superficie, pues lo único que puede afir-
marse con plena certeza es que no hay secreto, que no hay forma de
acceder a una interioridad resguardada. La arqueología es interpre-
tativa cuando realiza su propia violencia; cuando, al rechazar todo
absoluto tiene que rechazarse a sí misma como una empresa que se
cumple en la absolutización de sí. En fin, cuando produce efectos:

efectos de sustitución, de reemplazamientos y de desplazamientos, de


conquistas disimuladas, de giros sistemáticos. Si interpretar fuera sa-
car lentamente a la luz una significación enterrada en el origen, sólo
la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad […] inter-
pretar es apropiarse, violenta o subrepticiamente, de un sistema de
reglas que en sí mismo no tiene significación esencial, imponerle una
dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro jue-
go y someterlo a reglas secundarias.25

Si para Foucault la filosofía tiene como objetivo válido el ayudar-


nos a realizar un diagnóstico de nuestro tiempo, de nuestro presente,
si tiene como misión posible el auxiliarnos a pensar de otra manera y
con ello liberarnos de nosotros mismos, las técnicas de interpretación
pueden verse como un sucesor legítimo de la filosofía. Por último, ca-
bría aquí hacer otro reconocimiento: la cualidad interpretativa de este
trabajo no puede mantenerse implícita. Éste no puede aspirar a des-
cubrir la esencia oculta del pensamiento de Foucault, quizá ni siquie-

25
Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, p. 41-42.

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INTERPRETACIÓN, COMENTARIO Y ARQUEOLOGÍA 87

ra sea un trabajo sobre Foucault sino a partir de él o, más bien, a partir


de algunos de sus textos; es sólo un ejercicio de lectura desde una cierta
perspectiva, trabajo de interpretación limitado que se juega como fic-
ción, texto sobre textos, es decir, que se mantiene como posibilidad de
un diálogo, pues no cabe que el texto sea reducido a un objeto mudo
que espera ser leído, descifrado en su verdad; si todo texto es, final-
mente, textura, esto supone ya desde el primer momento que es lec-
tura que se abre en un espacio de condiciones en las que ha de tener
lugar, diálogo siempre delimitado desde un espacio y desde un lugar,
diálogo siempre relativo.

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PALABRAS E IMÁGENES

Tanto la palabra como la imagen responden a dos órdenes claramente


diferenciados. Una, la primera, se constituye a partir de un despliegue
unívoco, es decir, se desarrolla en una sucesión, forma una cadena a
partir de una secuencia que puede o no ser lógica. Si escribimos la pala-
bra maíz a continuación de la palabra estrella, tal secuencia, como pue-
de verse, no reconoce el engarce lógico de una continuación enunciativa
a pesar de ser una secuencia de palabras; en todo caso, estas palabras, o
cualesquiera otras, no pueden superponerse o empalmarse pues cada
una ocupa un espacio que le es propio. Su despliegue, por tanto, se or-
ganiza siguiendo una línea horizontal. La otra, la segunda, hace esta-
llar el espacio al apropiárselo de manera absoluta; postula el predominio
de unos trazos que escapan a toda lógica sucesiva o continua; éstos pue-
den incluso sobreponerse unos a otros rompiendo toda línea horizontal
o vertical. La imagen es por tanto plena debido a que no deja intersti-
cios vacíos, de tal manera que cuando en ella encontramos huecos, par-
tes en blanco, éstos se integran al conjunto visual como un todo.
La diferencia hasta aquí parece ser patente, entonces ¿qué relación
posible puede articularlos?, ¿qué clase de fuerza puede acercarlas una a
la otra? Es posible decir que ambas se sostienen en el seno de una fun-
ción representativa que ponen en juego en el momento mismo en que
se constituyen, función que pretende agenciarse la posibilidad de mos-
trar, a partir de las palabras o las imágenes, su ligazón con otra cosa.
Porque, claro está, ocupan un espacio y al ocuparlo denotan algo más
que ellas mismas; están ahí en lugar de otra cosa y ese estar ahí en lu-
gar de señala, precisamente, su capacidad de representación. El dibu-
jo de una casa ¿no representa a la casa real, la que existe fuera del
dibujo y que está aquí o allá? La palabra casa ¿no nos envía a la mis-
ma referencia? Entonces, esta capacidad representativa ¿es aquella que
puede relacionar la imagen con la palabra?, ¿puede hacer que se com-
plementen a partir de un elemento común? Quizá habrá que atender
a un problema que se encuentra relacionado: aquel que pone en cues-
tión la representación misma. En efecto, lo que se localiza en esta capa-
cidad es el cruce de dos nociones, similitud y semejanza, que pueden
resultar emparentadas entre sí, pero que hacen resaltar la necesidad
de trabajarlas en un sentido de separación.

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90 HISTORIA Y LENGUAJE

La índole de la similitud y la figura de la semejanza son nociones


que en Las palabras y las cosas parecen ser análogas a tal grado que resul-
tan intercambiables. Sin embargo, a partir de dos dibujos realizados
por Magritte y de dos cartas que le envía, Foucault asume la obliga-
ción de diferenciarlas, de otorgarles a cada una de ellas implicaciones
divergentes. Dos dibujos en los que aparece una pipa y un texto; de
ellos es el segundo el que resulta más inquietante. En éste, Magritte,
pintor del hielo y de la perfecta vigilia, alejado tanto del “sol lírico de
los surrealismos” como de la recurrencia onírica,1 juega con la turbu-
lencia de la repetición. Primero, el dibujo de una pipa cuyos trazos
son señalados por un texto que se localiza por debajo de ella, texto
que la menciona al eludirla: esto no es una pipa. Ambos, texto y dibu-
jo se encuentran apresados en el espacio de una pizarra y parece como
si, al apresarlos, se quisiera rubricar la forma de su unión. Segundo,
arriba de la pizarra el dibujo de otra pipa, más grande que la primera
y que vaga libre de todo límite dentro del límite de la página en la
que fue dibujada. La extrañeza del dibujo no está en esas dos pipas
que mantienen una especie de simetría, sino en que, al observarlo, nos
obliga a relacionar las palabras y las imágenes; el texto parece nom-
brar lo dibujado cuando lo que hace, en realidad, es negarlo (esto no
es una pipa), siendo que el dibujo mismo hace resaltar tal evidencia
pues ahí no se localiza ninguna pipa real (esto no es una pipa).
La repetición adopta la estructura de un caligrama al establecer
una doble propiedad: signo y línea, palabra y figura. La palabra hace
dispersar la plenitud de la imagen, el dibujo parece compensar la au-
sencia de referente visible al que remite la palabra. Doble posibilidad
que autoriza al caligrama para desempeñar un triple papel: primero,
compensa el alfabeto, le da lo que le falta al acercar texto e imagen;
segundo, produce la repetición sin necesidad de acudir a la retórica,
es decir, sin tener que utilizar otras palabras; tercero, por medio de
una doble grafía el caligrama fija la cosa de la que habla, garantiza su
captura.2 Pero, a final de cuentas, este caligrama fabricado por Ma-
gritte resulta fracturado por una fisura que termina negándolo, por
una distancia, por un espacio en blanco que no se integra al dibujo y
que lo separa del texto, de tal manera que uno y otro no pueden nun-
ca interferirse. A pesar de que la pipa dibujada en la pizarra y el texto
estén apresados en un mismo espacio, espacio a su vez dibujado, se-
ñalado de manera determinante como lugar común, no se encuentran
nunca, se mantienen siempre separados haciendo que no se cumplan

1
Citado por Tomás Abraham, Los senderos de Foucault, p. 26-27.
2
Michel Foucault, Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, p. 33-34.

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PALABRAS E IMÁGENES 91

las tres funciones señaladas, particularmente, la tercera, es decir, aque-


lla que asumiría el carácter representativo del caligrama. Espacio como
distancia al que se le agrega la presencia ambigua del demostrativo
en esa frase, ambigüedad agregada al negar cualquier posibilidad
constatativa: esto no es una pipa. Doble divorcio, el de la negación y el
del espacio, que termina fracturando el suelo seguro del caligrama
al mostrar ahora, en su inestabilidad, que ahí, en ese dibujo que rela-
ciona texto e imagen, no hay, no puede haber, pipa alguna.

Por más que el ahora solitario dibujo de la pipa intente asemejarse a


esa forma que designa de ordinario la palabra pipa; por más que el
texto se extienda por debajo del dibujo con toda la atenta fidelidad de
un pie de ilustración en un libro científico: entre ambos no puede pa-
sar ya más que la formulación del divorcio, el enunciado que impug-
na a la vez el nombre del dibujo y la referencia del texto.3

Lo que en este dibujo aparece es una impugnación del enunciado


dirigida contra la identidad aparentemente clara de la imagen y que,
a su vez, se vuelve contra sí misma. ¿Qué es lo que impugna? Sin duda
se enfila, como elemento crítico, contra la capacidad de representa-
ción, pues es precisamente el desalojo de ésta lo que termina fractu-
rando al caligrama. Horadada su solidez al desvanecerse la capacidad
representativa se comprueba que el dibujo abarca un claro que sólo al
dibujo pertenece pero que desvincula, en su interior, el texto de la ima-
gen. Es la fisura misma la que notifica una ausencia: debajo del dibujo
no hay nada pues las dos pipas no están ahí en lugar de otra cosa, en
tanto que el texto se mantiene en su pura función enunciativa. En este
dibujo de Magritte ni las palabras ni las imágenes reemplazan al obje-
to ausente, ni siquiera por esa aparente complicidad en la que entran
lo nombrado y lo mostrado. Es entonces que, al romper con toda re-
presentación, es decir, con el principio de la semejanza que transpa-
renta las cosas en la referencialidad, lo que se deja emerger es la forma
de la similitud.
De la semejanza a la similitud corre la misma distancia que existe
entre lo mismo y lo otro. La semejanza alude a la identidad de lo mis-
mo, mientras que la similitud opera una no-identidad establecida en-
tre algo y otra cosa, entre uno y otro. Lo semejante es aquello que tiene
un patrón, referencia original y primera a partir de la cual se estable-
cen sus copias, referencia que prescribe y clasifica. “Lo similar se de-
sarrolla en series que no poseen ni comienzo ni fin, que uno puede

3
Ibidem, p. 42-43.

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92 HISTORIA Y LENGUAJE

recorrer en un sentido u otro, que no obedecen a jerarquías, sino que


se propagan de pequeñas diferencias en pequeñas diferencias.” La se-
mejanza, por tanto, se instaura en el reino de la representación; lo si-
milar descansa en la repetición, se promueve como simulacro, “como
relación indefinida y reversible de lo similar a lo similar”.4 Así, las
dos pipas del dibujo son similares entre sí, no semejantes; el texto es
similar a lo nombrado pero nunca se le asemeja. El hacer reinar la si-
militud sobre la semejanza permite anunciar, con un tono radical, que
la palabra es sólo un grafismo que no se asemeja más que a sí mismo,
mientras que las dos pipas dibujadas se mantienen en su propio espa-
cio pleno; ambos, texto y dibujos, no tienen el derecho de hacerse pa-
sar por una pipa, nunca podrán hacerse valer como si fueran aquello
mismo que muestran o eso de lo que hablan. En suma, la relación en-
tre imagen y palabra es una relación infinita en la que cada cual se
mantiene a distancia. Como escribió Foucault respecto al cuadro de
las Meninas de Velázquez:

Son irreductibles uno a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo
visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer
ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que
se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que des-
pliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis.5

Esta distancia permite mantener permanentemente abierta la re-


lación entre el texto y la imagen, y esta relación abierta no es otra que
la que se establece entre el lenguaje y lo visible, entre el decir y el ver.
Estos dos elementos, despejado ya el camino que obstruía la repre-
sentación, conforman un dispositivo esencial para la labor arqueoló-
gica y genealógica, dispositivo que tiene una dimensión propiamente
histórica. La historia de los sistemas de pensamiento tiene que aten-
der al desplazamiento de esta relación, relación que se establece entre
dos series que, al ser irreductibles una a la otra, permite mantener ale-
jados los temas de la causalidad y de la simbolización. Ni reducción
de lo que se ve a lo que se enuncia, ni subordinación de la palabra a la
mirada. Si lo enunciable se aborda desde la dimensión de una prácti-
ca determinada, lo visible participa de esa misma dimensión pero a
partir de su propio sustrato. Prácticas de visibilidad y prácticas enun-
ciativas. El análisis que aborda la diversidad de su relación obliga a
conectar la arqueología y la genealogía. De tal manera que Historia de

4
Ibidem, p. 64.
5
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19.

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PALABRAS E IMÁGENES 93

la locura y El nacimiento de la clínica coinciden en este impulso, en tanto


que Las palabras y las cosas constituye la preeminencia de lo decible
postulado como delimitación previa que amarra el análisis sólo a la
magnitud arqueológica.
La locura, en calidad de proceso de fabricación de la sin-razón
como enfermedad mental, es posible en tanto se presenta la constitu-
ción de un discurso médico que promueve una separación tajante en-
tre lo normal y lo patológico, entre sujeto normal y sujeto enfermo.
Pero tal discurso médico es alimentado por otros discursos, jurídicos,
morales, de carácter filosófico, etcétera, de tal manera que la pregun-
ta por el saber sobre la locura rebasa el puro conocimiento con pre-
tensiones científicas. Por otro lado, desde el siglo XVIII y merced a las
imágenes se desarrolla toda una estructura perceptiva que culminará
cuando se establezca un espacio institucional particular, el asilo, es-
pacio que funciona como forma de exclusión social y en el que la lo-
cura se hace visible para una nueva forma de la mirada: es ahí donde
la locura se convierte en objeto de percepción.6 Mirada y discurso
convergen en aquello que es excluido. El loco deviene en objeto visi-
ble cuando es apresado en un espacio institucional; es transformado
en objeto de un saber cuando al excluirlo se le reduce al silencio, cuan-
do se le hace callar. La locura pierde, por esta convergencia, su di-
mensión trágica, “deja de ser una forma de experiencia mágica para
secularizarse por obra de unas formas de conciencia que la cercan y
reducen”.7 La exclusión que se impone responde, en el fondo, a la ló-
gica de desarrollo de una cultura occidental que, al buscar su identi-
dad, no tiene otro camino que instaurarla a partir de su elemento
opuesto, tomando su propia medida a partir de aquello que se le pre-
senta como absolutamente otro, eso que es lanzado fuera de los mar-
cos señeros de lo mismo y que por tanto se convierte en diferencia, en
otredad: es ése el espacio donde reina, soberana, la alteridad. Dialéc-
tica de lo incluido y de lo excluido, de la razón y de la sin-razón, por
medio de la cual lo otro se abre a la mirada y a la palabra de un saber.
El asilo, como espacio médico, reúne formas de conocimiento y de re-
conocimiento, espacio límite producido por la exclusión social y cul-
tural en el que existe la posibilidad de hacer visible y enunciable la
locura bajo la tutela de la objetividad científica.
El loco es, entonces, el otro de la razón, el que es diferente, es decir,
aquél que no es idéntico y del que se hablará en los términos de un
discurso del incluido, sobre el que habrá un reconocimiento de acuer-

6
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, v. 1, p. 321.
7
Miguel Morey, Lectura de Foucault, p. 55.

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94 HISTORIA Y LENGUAJE

do a los códigos de la identidad. En tanto discurso, la locura estará


sometida a un decir que la fija, la delimita, y en ese sentido trabajará
contra su espesura, luchará denodadamente por transparentarla al
decirla. Discurso que pretende enunciar la locura en su verdad, ya sea
como “locura-pasión” propia de los desarreglos de la naturaleza, ya
sea como “locura-error” propia de los desarreglos de la conciencia.
Verdad en tanto que “se vuelve forma contemplada, cosa investida
por un lenguaje, realidad que se conoce”8 y que se reconoce. Pero en
esta pretensión propia del discurso objetivo, científico, sobre la locu-
ra, se descubre, paradójicamente, una cierta ambigüedad en tanto que
la identidad del hombre razonable (la verdad del hombre), o sea del
hombre pensante, del hombre cartesiano que al pensar descubre la
imposibilidad de estar loco, sólo es accesible por medio del hombre
loco (la verdad de la locura). Inestabilidad de un conocimiento que se
pretende positivo pero que se encuentra basado en el elemento obs-
curo de su negatividad, a tal grado que “la verdad del hombre sólo se
dice en el momento de su desaparición; sólo se manifiesta devenida
otra que ya no es ella misma”.9 La verdad del hombre sólo puede des-
cubrirse a partir de la verdad de la locura.
Ahora bien, tal ambigüedad preña también esa mirada que desde
el siglo XVIII vuelve perceptible al loco, pues si de lo que se trata a
partir de esa época es de establecer una mirada en una situación tal
de neutralidad que permita descubrir las verdades profundas del hom-
bre loco, no puede desalojar, a pesar de su pretensión, un elemento
que le resulta absolutamente extraño: el elemento de la pasión. Pa-
sión señalada en el acto propio del reconocimiento y que descubre, de
pronto, que no puede ver al loco sin verse en él; descubrimiento
de otro rostro en el rostro ambiguo de la locura, rasgos delirantes que
perfilan otros rasgos, los de un rostro que pareciera ya conocido, el
de la razón. Para decirlo con otras palabras, reconocimiento a partir
de una mirada que genera, en realidad, desconocimiento. La identi-
dad, pues todo apunta hacia ella, resulta ser a tal grado inalcanzable
que el espejo en el cual quiere reconocerse siempre le devuelve una
imagen invertida. Juego de espejos por el que se pierde toda orienta-
ción y en el que, por tanto, no se sabe ya con certeza cual de esas imá-

8
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, v. 2, p. 159.
9
Ibidem, v. 2, p. 285. En este mismo texto (p. 284) Foucault escribió: “La locura es la
forma más pura, la forma principal y primera del movimiento por el que la verdad del
hombre pasa al lado del objeto y se vuelve accesible a una percepción científica. El hom-
bre sólo se vuelve naturaleza para sí mismo en la medida en que es capaz de locura. Ésta,
como paso espontáneo a la objetividad, es momento constitutivo en el devenir-objeto del
hombre.”

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PALABRAS E IMÁGENES 95

genes es la imagen primera, es decir, aquella que reproduce la figura


original. Esta mirada presumiblemente objetiva es a fin de cuentas una
mirada engañosa:

ya no puede dejar de contemplar un impudor que es el suyo propio.


No ve sin verse. Y el loco, por ello, duplica su poder de atracción y de
fascinación; lleva más verdades que las suyas propias. […] En un solo
y mismo movimiento, el loco se entrega como objeto de conocimien-
to, abierto en sus determinaciones más exteriores, y como tema de re-
conocimiento, invistiendo, a su vez, a quien lo aprehende, con todas
las familiaridades insidiosas de su verdad común.10

Esto quiere decir que la razón y la locura encuentran su medida y


su explicación una en la otra; que, a pesar de la exclusión a la que se
quiso reducir a su opuesto, la razón se encuentra en realidad sitiada
por la locura, por el terror de que, de repente, pierda su propio conte-
nido de identidad, aquello que le da rango de lo mismo y se someta
por ello al delirio de un descenso sin retorno a los infiernos, al cora-
zón puro de su otredad. Entonces, puede decirse que mirada y dis-
curso contravienen, por un lado, la distancia a partir de la cual se
instituye a la locura como objeto visual de reconocimiento y, por el
otro, la distancia que permite delimitar a la locura como objeto dis-
cursivo de un saber. Operación inestable que conduce, paradójicamen-
te, a localizar, en la apertura de esa distancia, una familiaridad entre
la razón y su otro; familiaridad con la locura que produce, a su vez,
una desfamiliarización de la razón misma.
“Este libro trata del espacio, del lenguaje y de la muerte; trata de
la mirada.”11 Así inicia Foucault El nacimiento de la clínica, texto que
anuncia precisamente en el subtítulo, una arqueología de la mirada médi-
ca, su tema general. En efecto, en este libro se atiende al proceso de
una mutación general ubicada a fines del siglo XVIII y principios del
XIX, que transforma los modos en que se relaciona la mirada, la enun-
ciación medica y el espacio institucional. A partir de esta mutación se
produce la emergencia de la medicina clínica moderna. Arqueología
de la mirada médica quiere decir análisis y descripción de la emer-
gencia de una nueva forma de ver, de una mirada que se presume
objetivadora y que participa de la formación de un dominio específi-
co: el individuo enfermo. Mirada que al posarse sobre un sujeto no
pone en juego un simple trabajo de reducción, como pudiera supo-

10
Ibidem, v. 2, p. 273-274.
11
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, p. 1.

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96 HISTORIA Y LENGUAJE

nerse, sino que, por el contrario, lo funda como individuo en su cali-


dad irreductible. Mirada que “hace posible organizar alrededor de él
un lenguaje racional. El objeto de un discurso puede ser así un sujeto,
sin que las figuras de la objetividad sean, por ello mismo, modifica-
das”.12 El surgimiento de la clínica moderna, entonces, será posible
por todos aquellos desplazamientos que constituyen una reorgani-
zación de lo decible y de lo visible.
Ahora bien, en la época clásica la forma dominante era la medici-
na de las especies, cuya configuración tomaba la forma de un cuadro
en donde se organizaban las enfermedades por clases y familias; es-
pacio taxonómico en el que predominaba el despliegue de un orden
dado. Esta medicina localizaba la enfermedad en la superficie corporal
del individuo, no en la profundidad de los órganos, aunque la propia
configuración espacial de la enfermedad, es decir, el cuerpo, suponía
una diferencia respecto al cuadro ordenado de las enfermedades. Al
escapar del cuadro y establecerse en el espesor de un cuerpo, esta me-
dicina acercaba al médico y al enfermo en una proximidad tal que per-
mitía a la mirada descansar en un soporte concreto, en una percepción
singular. Por otro lado, se reconocía la inserción de la enfermedad y
del individuo enfermo en un espacio social más amplio, espaciali-
zación que acarreaba consecuencias: establecía la necesidad de inter-
vención del Estado por medio de una política de asistencia constante
y general, esto es, espacialización institucional de la enfermedad que
llevó a la desaparición de la medicina de las especies. A fines del siglo
XVIII se centró la atención en el fenómeno de las epidemias, fenómeno
que sólo pudo ser encarado a partir de un estatuto político de la en-
fermedad y para cuyo ejercicio requería de un control efectivo de la
población y de toda una red de información puntual. Es a partir de
estos mecanismos que se puede hablar de la formación de una con-
ciencia médica que tiene, como uno de sus momentos estelares, la crea-
ción, en Francia, de la Real Sociedad de Medicina en 1776. De aquí en
adelante la mirada médica puede constituirse en una unidad, en una
especie de registro de las series y variaciones de lo patológico.
Si a lo largo del siglo XVIII el conocimiento médico consistía en
“situar un síntoma en una enfermedad, una enfermedad en un con-
junto específico” y en orientar “éste en el interior del plano general
del mundo patológico”,13 con la aparición de esta conciencia médica
la mirada alcanza una soberanía que ya nunca perderá al distribuirse
en una red, al establecer, en su entrecruzamiento general, una vigi-

12
Ibidem, p. 8.
13
Ibidem, p. 53.

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PALABRAS E IMÁGENES 97

lancia constante y diferenciada: ésta es ya una mirada que domina.


Soberanía que será retomada por la clínica moderna introduciendo una
modificación importante y que fue paralela a la modificación del es-
pacio desde donde se ejercía la mirada y del espacio discursivo desde
el cual se enuncia la enfermedad. Es en la clínica, de hecho, en donde
se produce una íntima relación entre lo que se ve y lo que se enuncia.
A partir de los síntomas lo que se ve remite de manera automática al
ser de la enfermedad y éste, a su vez, es enunciable en su verdad. Es-
pectáculo de la enfermedad por el cual lo que es visible es también
enunciable. En el momento en que se traspasa la superficie en la que
los síntomas se depositaban, es decir, al abrir los cuerpos ofreciendo
con ello una nueva dimensión para la mirada, lo que se descubre son
los órganos como una visibilidad espacial que con anterioridad era
eludida al ser invisible; sin embargo, esta nueva mirada no marca el
acceso a una profundidad esencial pues sigue siendo una mirada de
superficie, ya no atenta a los síntomas sino a las diferentes extensio-
nes que componen el espesor del cuerpo.
El camino abierto por la anatomía patológica, y abierto en la sen-
da misma del cuerpo yaciente, señala la presencia primordial del suje-
to médico en tanto que es éste el que descifra, el que descubre síntomas
y orígenes guiado por una mirada atenta y entrenada; es este sujeto el
que puede enunciar lo descubierto por medio de una palabra que no
es cualquiera pues es una palabra cargada de autoridad. “Lo que hace
que el enfermo tenga un cuerpo espeso, consistente, espacioso, un
cuerpo ancho y pesado, no es que haya un enfermo, es que hay un
médico.”14 Es en el método anatomoclínico donde surge una figura
inquietante pero crucial para la medicina moderna, la muerte, figura
que en un movimiento similar al que sigue la dualidad razón-locura,
permite definir el contenido mismo de la vida. La muerte es la que
autoriza a localizar la forma misma de la enfermedad y, al mismo tiem-
po, es aquella que detenta la verdad de la vida. Aquella que oculta y
esconde los secretos es la vida misma, en tanto que la muerte es la
que puede volver visible lo que antes se ocultaba; la muerte, por tan-
to, detenta un poder particular. Con ello se inaugura un tema central
para la modernidad, la finitud, que, al perfilar la posibilidad de una
medicina positiva, es integrada a ella como núcleo persistente en la
tarea de generar un conocimiento sobre el individuo; es a partir de
este momento, crucial en el despliegue de la cultura moderna, que
finitud y conocimiento sobre el hombre son convertidos en elementos
que no pueden más que implicarse mutuamente. Y es a partir de esta

14
Ibidem, p. 194-195.

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98 HISTORIA Y LENGUAJE

implicación que Foucault descubre el basamento antropológico sobre


el que descansarán las ciencias humanas; por ello la medicina clínica
es el modelo para toda ciencia del individuo, al incorporar la finitud
como tema central.
Ahora bien, este método basado en la percepción corporal inte-
gra otros sentidos al trabajo de la mirada, particularmente el tacto y
el oído; sin embargo, el signo dominante sigue siendo el visual, o
más bien, lo invisible que de pronto se transforma en visible. Otro
desplazamiento de la mirada conduce a la clínica moderna y este des-
plazamiento es el que va de lo visible al espacio. Su figura emble-
mática es Broussais pues con él la mirada se subordina a la acción
de localización. Es entonces que la medicina de las reacciones pato-
lógicas sustituye a la medicina de las enfermedades, es decir, des-
aparece el problema del ser de la enfermedad. Se trata, a partir de
aquí, de un “movimiento complejo de los tejidos en reacción a una
causa irritante: allí está toda la esencia de lo patológico, porque ya
no hay ni enfermedades esenciales, ni esencia de las enfermedades”.15
La mirada ya sólo puede posarse en el espacio del organismo como
profundidad, como volumen. En la medicina de los órganos la mi-
rada se dirige al organismo enfermo, al espacio mismo en el que se
constituye lo patológico. Lo que se recusa en la formación del cono-
cimiento médico moderno es, de esta manera, un hecho de cultura
que permite definir la enfermedad y todo el entramado de figuras
que juegan a su alrededor: el médico, el enfermo y la institución, li-
gándolos a las condiciones de posibilidad que instauran la mirada y
la enunciación médica. Para que fuera posible la emergencia de la
clínica moderna en tanto forma de conocimiento fue necesaria “toda
una reorganización del campo hospitalario, una definición nueva del
estatuto del enfermo en la sociedad y la instauración de una cierta
relación entre la asistencia y la experiencia, el auxilio y el saber”.16
Junto a esto fue necesario establecer una correlación entre el lengua-
je y lo visible a partir de un espacio: el interior del cadáver. Con ello,
lenguaje y visibilidad de la muerte conforman el elemento positivo
de esta medicina que inaugura una interioridad visible para un sa-
ber. Decir lo que se ve no sólo responde al imperativo de una fideli-
dad asumida como concordancia; supone, más bien, que el ver es
posible porque existe un espacio articulado por el lenguaje. La mira-
da se dirige, como gesto de descubrimiento, al interior revelado, es
decir, al espacio discursivo del cadáver. Por tanto, el cuerpo es espa-

15
Ibidem, p. 268.
16
Ibidem, p. 275.

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PALABRAS E IMÁGENES 99

cio de descubrimiento y de descripción y es en ese sentido que se


constituye como objeto de un saber.
En suma, en el tema de la locura lo que resultó significativo es la
convergencia de la mirada y de la palabra en el espacio de la institu-
ción, mientras que en el tema de la enfermedad el espacio sobre el
que convergen es el espacio del cuerpo mismo del hombre, aunque
este cuerpo se encuentre, a su vez, localizado en la órbita de la insti-
tución médica. Por otro lado, si bien es dable ubicar estos dos ensayos
en la frontera de una escisión, aquella que establece una diferencia-
ción respecto a lo “otro”, no deja de reconocerse que esta otredad su-
pone un desafío esencial: tanto para la razón como para la vida, el
momento de su instauración es el momento de su negación. Todo lo
positivo se ha construido con base en una negatividad que, si bien se
mantiene oculta, no quiere decir que no esté ahí, en una actitud de
acecho permanente. Locura y muerte son construidas en una oscilación
sin término que desgaja los límites aparentemente sólidos de las iden-
tidades. Es entonces que espacio y negatividad se desmarcan en el dis-
currir de un trabajo que pretende ir más allá de sí mismo. Dos temas
se desprenden de lo anterior, el tema de las prácticas extradiscursivas,
que son decantandas a partir del problema del poder en la genealogía
foucaultiana, y el tema de las sujeciones antropológicas, sobre el que
borda Foucault el marco general de Las palabras y las cosas.
Las imágenes y las palabras escapan a la reducción de la semejan-
za en el sentido de que las primeras no ilustran ni compensan la par-
quedad enunciativa, por un lado, y las otras, las segundas, no traducen
ni someten la secuencia discursiva a la magnitud pletórica de las fi-
guras, por otro. Al ser irreductibles unas de las otras, al huir de las
ataduras de toda relación de subordinación o de isomorfismo, se re-
clama la adopción de una operación compleja. La confluencia de am-
bas puede ser revelada en un trabajo histórico y es ésta una de las
perspectivas que destacan en la interpretación que hace Deleuze de
los trabajos foucaultianos. Una de las nociones más importantes
de tal interpretación es la de formación histórica o estratos. Éstos es-
tán compuestos de cosas y de palabras, “de superficies de visibilidad
y de campos de legibilidad”.17 Cada formación histórica supone una
cierta distribución de lo visible y de lo enunciable que nunca se pre-
senta al análisis de manera total y absoluta. No sólo hay variaciones,
discontinuidades, en la forma en que se produce esa distribución de
un estrato a otro, sino que, en una misma formación se van gestando
desplazamientos en el modo de la visibilidad y en el régimen enun-

17
Gilles Deleuze, Foucault, p. 75.

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100 HISTORIA Y LENGUAJE

ciativo. La historia es aquí un trabajo en dos niveles: primero, trabajo


de determinación de la forma que adquieren esas combinaciones en
el marco de un estrato determinado y, segundo, análisis de los des-
plazamientos y discontinuidades producidos en el paso de un estrato
a otro. Si la arqueología supone un punto de vista respecto al lengua-
je en el que el sujeto sólo puede ser visto como emplazamiento gene-
rado por la enunciación, debe asumirse que la visibilidad no puede
consistir en la mirada simple de un sujeto previo. Lo visible responde
a un régimen, a un dispositivo que permite volver visible algo que an-
tes no lo era y que al iluminarlo lanza otra cosa a la obscuridad. En
efecto, en esta máquina de visibilidad la operación que convierte en
visible un territorio y la operación que lo recubre para ocultarlo, se
pertenecen íntimamente.

en realidad lo visible y lo invisible son exactamente el mismo tejido,


la misma sustancia indisociable. Luz y sombra son aquí el mismo sol.
Lo visible extrae su invisibilidad del hecho de ser pura y simplemente
visible. Y debe su absoluta transparencia a ése no develamiento, que
lo deja ya, en el umbral mismo del juego, en sombra. Lo que oculta a
lo que no está oculto, lo que devela a lo que se devela es, sin duda, lo
Visible mismo.18

Prácticas enunciativas que permiten decir aquello que es posible


decir; prácticas de visibilidad que permiten ver todo lo que es posible
ver. ¿Cómo pensar su relación? Su combinación alude a un entrecru-
zamiento, a un “reencadenamiento”, dice Deleuze, en el que hay siem-
pre una fisura que desaloja toda jerarquía y subordinación. Si lo visible
y lo enunciable no pertenecen a un mismo suelo común es entonces
que se puede hablar de una “no-relación”, de una “heterogeneidad de
las dos formas, diferencias de naturaleza o anisomorfía: presuposición
recíproca entre ambas, presiones y capturas mutuas; primacía bien
determinada de una sobre otra”. Primacía del enunciado porque “sólo
los enunciados son determinantes y hacen ver, aunque hagan ver algo
distinto de lo que dicen”.19 Para Deleuze es necesario un tercer ele-
mento que explicaría la combinación estratificada de estas dos formas:
el poder. Sin embargo, lo que resulta crucial para la arqueología es
que, por un lado, en esta “no-relación” se presenta la primacía enun-
ciativa que hace a lo visible determinable y, por otro, que el estudio
de esta combinación no responde a la aspiración de crear un marco

18
Michel Foucault, Raymond Roussel, p. 122-123.
19
Gilles Deleuze, op. cit., p. 96.

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PALABRAS E IMÁGENES 101

general, algo así como la mentalidad de una época, sino más bien, en
tanto lo que se produce es un entrecruzamiento es a partir de él que
es posible fijar ciertos límites y puntos de cruce que no son totalmente
estables. De nueva cuenta, efecto multiplicador antes que unificador,
adoptado como elemento propio de las problematizaciones y cuya no-
ción básica es la de práctica. Primacía del enunciado en tanto que éste
es el elemento determinante por la espontaneidad de su condición,
“por la simple razón de que es el lenguaje, y sólo el lenguaje, el que
forma el sistema de la existencia. Es él, junto con el espacio por él tra-
zado, lo que constituye el lugar de las formas”.20

20
Michel Foucault, Raymond Roussel, p. 183.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD:
EL CAMPO DE LA FINITUD

El hombre como sujeto, como figura resplandeciente propia de la mo-


dernidad, se encuentra hoy en una situación incómoda que no ha que-
rido reconocer pero que, sin embargo, no puede ya seguir soslayando.
Alejada la noche de los dioses, el hombre fue pensado, a partir del
siglo XIX, como fundamento de todas las positividades y de sí mismo,
y, a un mismo tiempo, como elemento que toma consistencia de obje-
to empírico. Sujeto y objeto de su propio conocimiento, fuente y ex-
plicación de todas las cosas, sigue quizá resplandeciendo pero esa
luminosidad no puede traspasar el espesor de una máscara tras la cual
se esconden otros rostros. Si bien ocupa desde el siglo XIX el lugar del
rey, ejerciendo un férreo dominio sobre el mundo, no ha podido esca-
par a la constitución de una existencia que, desde el principio, le se-
ñala un límite. Y es que el hombre occidental no ha podido constituirse
a sí mismo como sujeto y objeto sino en la apertura de su propia su-
presión.1 El hombre, imagen encarnada de dios, no puede gozar de
los privilegios eternos de aquél, por lo cual, en una operación paradó-
jica, hace descansar en su límite la fuerza misma de sus posibilidades.
La finitud es convertida en aquel elemento obscuro que permite,
a un tiempo, fundar el espacio de su propia libertad, la fuerza de su
condición autosostenida y el territorio abierto donde se desplazará su
conciencia. Figura extraña en tanto que esas posibilidades que pre-
tenden lanzarlo a las alturas se localizan, se constituyen, al borde mis-
mo de un abismo. Es a partir de esta noción de hombre que se puede
afirmar que tal figura no ha existido siempre, sino que él mismo, como
elemento propio del pensamiento moderno, tiene una consistencia his-
tórica que lo marca definitivamente. Y esta constatación la encuentra
Foucault a partir del cuadro de Velázquez Las Meninas. Cuadro em-
blemático situado a plenitud en la época clásica y que por medio de
un desdoblamiento delinea “una escena para la cual él es a su vez una
escena”.2 Este cuadro muestra la condición que tenía la representa-
ción en esa época; ahí, en la superficie de la tela que inaugura una

1
Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, p. 276.
2
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 23.

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104 HISTORIA Y LENGUAJE

profundidad perceptible, se encuentran todos los temas propios del


clasicismo. Primero, el pintor, detenido en el momento en que obser-
va aquello que le sirve de modelo y que no aparece en el cuadro; de
espaldas, la tela en la que trabaja y que tampoco podemos ver. Doble
visibilidad que se nos escapa pero que puede hacerse presente por
medio de un artilugio, de una artimaña que adopta la forma de un
espejo colocado al fondo de la escena primera. Para que podamos ver
eso que mira el pintor es menester contar con otro elemento simbó-
lico: la luz. Luz que hace ver, que ilumina, y al hacerlo instaura el
volumen, el espacio en el que los objetos y las representaciones se co-
rresponden. Es, por tanto, luz que ilustra y que dibuja la metáfora de
una pretensión que llega hasta nosotros de manera plena: luz que es
la condición misma para el conocimiento.
Es esta luz la que permite que el espejo nos proporcione una “me-
tátesis de la visibilidad que hiere a la vez el espacio representado en
el cuadro y su naturaleza de representación; permite ver, en el centro
de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente invisi-
ble”.3 Reproducción alterada de un orden en el seno mismo de la re-
presentación que, al eludirla, establece una fisura que la deja aparecer
pero de forma invertida. En ese espacio iluminado que corresponde
al espejo se muestran los rostros que, lo suponemos, son pintados en
la tela sobre la cual trabaja el pintor, rostros que conforman el segun-
do episodio de esta representación. Junto al pintor se distribuyen sie-
te personajes de los cuales sólo cuatro dirigen sus miradas al mismo
lugar inaccesible en el que, ya lo sabemos, se encuentran los modelos.
Al fondo, otro personaje, otro espectador, que es mostrado en el cua-
dro en una actitud de espera en el umbral de una puerta. Él es el úni-
co que observa toda la escena, es decir, tanto las figuras representadas
como los modelos del artista, y constituye, por tanto, el tercer elemento
de la representación plasmada en el conjunto del cuadro. Tres elemen-
tos, entonces, de los cuales uno se localiza fuera del cuadro pero cuyo
reflejo se nos muestra, siendo este elemento el que corresponde a los
modelos del pintor. Evocación de una realidad que impregna toda la
escena representada, proyectada al interior del cuadro en las tres figu-
ras descritas. Representación de una representación y que se desplie-
ga de una manera ordenada sobre un cuadro. Aquí la noción cuadro
significa eso, espacio ordenado, replegado sobre una continuidad. Lo
que encontramos en este espacio es la representación misma de las
tres figuras posibles que adoptaba la representación como disposición
para un sujeto: en el pintor, como sujeto de la representación; en los

3
Ibidem, p. 18.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 105

modelos, como objeto de la representación y, finalmente, en el perso-


naje que observa toda la escena, el sujeto como espectador. En tal des-
pliegue de figuras y de escenas hay algo que nunca aparece y cuya
ausencia articula la interpretación que hace Foucault de esta pintura.

En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes,


las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos
que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquella recoge y
despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un va-
cío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta —de
aquél a quien se asemeja y de aquél a cuyos ojos no es sino semejanza.
Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido suprimido. Y libre al
fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse
como pura representación.4

¿Quién es, entonces, el ausente? En su imposibilidad de represen-


tarlo en el espacio de un cuadro, el vacío, la ausencia que señala, co-
rresponde a la del sujeto entendido como subjetividad constituyente
y que, al eludirlo en la representación, señala el límite preciso de la
episteme clásica. Allí no hay lugar para el hombre, no es posible que
figure en la pintura de manera simultánea como sujeto productor y
objeto representado. En el seno mismo del cuadro se percibe una dis-
yunción crucial: o bien se muestra al sujeto como una representación
más, el pintor, los modelos, el espectador, o bien se convierte en sujeto
invisible, es decir, origen de la representación; si esta disyunción se re-
suelve no puede ser más que esquivando el segundo elemento. De modo
que el sujeto productor es invisible y por ello la representación sólo pue-
de darse como pura representación. En la época clásica, en la época
de la representación, el hombre no tiene un lugar dispuesto en el sen-
tido de un sujeto creador, activo, autónomo, esto es, no puede pensar-
se, hasta antes del siglo XIX, en la figura del hombre como el artífice.
Esta ausencia se convierte en determinante, tanto para la gramática
general, como para el análisis de la riqueza y la historia natural, pues
en estos saberes no existían las condiciones para establecer una “con-
ciencia epistemológica del hombre como tal”.5 Mientras que la repre-
sentación podía seguir siendo un elemento confiable no había, no podía
haber, la necesidad de acudir a un sujeto como dimensión en la cual
hacer descansar la actividad productora de la representación. Es por
esto que Foucault afirma que en la época clásica no existía teoría algu-
na de la significación. Si bien el hombre construía un lenguaje artificial

4
Ibidem, p. 25.
5
Ibidem, p. 300.

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106 HISTORIA Y LENGUAJE

y un orden convencional de signos, no era él el que le confería significa-


do; en otras palabras, no era preciso acudir a una figura trascendental
donadora de sentido, tanto con respecto a las cosas, al mundo, como al
lenguaje mismo. La base de esta ausencia estaba determinada por el víncu-
lo establecido, en esa época, entre naturaleza y naturaleza humana. El
ser humano, en esta disposición fundamental de la episteme clásica, era
sólo un ser entre otros. Ahora bien, la posibilidad de establecer la comu-
nicación entre naturaleza humana y naturaleza en general descansaba en
el poder del discurso; es ahí donde la representación y el ser se anuda-
ban, se vinculaban en una relación particular. Las palabras formaban una
red que permitía conocer las cosas y establecer un orden. A partir de ellas
se manifestaban los seres y se ordenaban las representaciones.
De tal manera que la naturaleza humana, o sea aquella que seña-
la la condición específica del hombre, la esencia particular que lo di-
ferenciaba de los otros seres, se encontraba subsumida en la naturale-
za general, en tanto que ésta englobaba al orden completo de todos
los seres. “Para el pensamiento clásico, el hombre no se aloja en la na-
turaleza por intermedio de esta ‘naturaleza’ regional, limitada y espe-
cífica que le ha sido acordada como derecho de nacimiento igual que
a todos los demás seres.”6 Si el ser y la representación se alojaban en el
seno del discurso, esto quiere decir que todo el edificio del saber clá-
sico reposaba en la capacidad representativa de las palabras. En tanto
que la gramática general establecía como su objeto propio el discurso,
es decir, el lenguaje ordenado, éste se constituyó en el basamento so-
bre el que se alzaban tanto la historia natural como el análisis de las
riquezas. Estas tres formas de saber, propias de la época clásica, compar-
tían los mismos elementos que hacían posible la función representati-
va. Es por esto que puede decirse que en ninguna de ellas se prefigura
la distribución que adoptarán, a partir del siglo XIX, los saberes mo-
dernos. De tal manera que ni la gramática general ni la historia natu-
ral, o el análisis de la riqueza, conforman los antecedentes originarios
a partir de los cuales emergerán la filología, la biología y la economía
política. Es así que el hombre, al no entrar en esa disposición general
del saber clásico como lugar soberano y productor, impedía, por su
ausencia, la constitución de las ciencias humanas. La unidad del len-
guaje permitía una representación adecuada, de tal manera que “el
papel de los seres humanos en el establecimiento de relaciones entre
representaciones y cosas no podía problematizarse”.7

Ibidem, p. 302.
6

Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la
7

hermenéutica, p. 43.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 107

La forma en que el lenguaje era pensado en los siglos XVII y XVIII


cambia abruptamente a principios del XIX. El lenguaje de repente per-
dió su unidad, se dispersó. Su función básica, la de representar, la de
acercar las palabras y las cosas por medio del discurso, se puso en
entredicho. El paso de la unidad a la dispersión señala el camino que
desaloja al análisis de la representación llevando a cabo su sustitu-
ción por una analítica que adopta, de inmediato, la temática central
de la finitud. Mutación arqueológica que ya no notifica ausencia al-
guna, sino que ahora, en la inestabilidad del cambio, necesita la pre-
sencia de una figura novedosa: el hombre como objeto de un saber y
como sujeto que conoce y que se conoce. Doble papel que sólo puede
ser asignado a esta presencia en tanto que es su límite el que lo autori-
za. El carácter limitado del hombre, su condición finita, se convierte,
por un sorprendente vuelco, en aquello que lo faculta a sostener una
ambición: transformarse en un ser soberano, sujeto entre objetos, pre-
cisamente porque es limitado, justo porque su vida, su existencia, sólo
prefigura su muerte. Transmutación de lo limitado por excelencia en
otra figura que ya no reconoce como límite ni siquiera el suyo propio.
La crítica kantiana marca el umbral de esta mutación, umbral en
el que ya se dejan aparecer los contornos reconocibles de nuestra mo-
dernidad, al interrogar a las representaciones por aquello que esta-
blece su derecho, por esa presencia que las hace posibles. El límite de
la representación supone tematizar la cuestión del origen mismo que
hace posible las representaciones, de su causalidad y principio esen-
cial. Aquí se encuentra, según Foucault, y debido a que el ser y la re-
presentación dejan de estar unidos, la fuente de una nueva metafísica
que toma como línea maestra la cuestión señalada de la fundamen-
tación. Es entonces que surgen dos formas de pensamiento a partir de
la disolución del campo homogéneo en el que descansaban las repre-
sentaciones con anterioridad. Una recoge el tema trascendental al
interrogar a las condiciones de la representación a partir de aquello
que las hace posibles; se plantea, por tanto, la necesidad de abordar
el problema de su propio fundamento. La otra, recurriendo a las nue-
vas empiricidades, es decir, la vida, el trabajo y el lenguaje, se interro-
ga sobre las condiciones de las representaciones por el lado del “ser
mismo que se encuentra representado en ellas”.8 En otras palabras, la
reflexión trascendental privilegia los condicionamientos que se deli-
mitan por el lado del sujeto, mientras que la otra, aquella que dará
origen al positivismo, pretende hacerlo a partir del objeto mismo. Tor-
sión que impregna esas nuevas empiricidades, pues si bien el trabajo,

8
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 238-239.

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108 HISTORIA Y LENGUAJE

la vida y el lenguaje son admitidos como elementos propios de un


campo empírico, el hombre, en tanto ser viviente, trabajador y par-
lante, señala que estos elementos deben adoptar, a su vez, la forma de
trascendentales o semitrascendentales.

Pues el pensamiento que nos es contemporáneo y con el cual, a que-


rer o no, pensamos, se encuentra dominado aún en gran medida por
la imposibilidad, que salió a luz a fines del siglo XVIII, de fundar las
síntesis en el espacio de la representación y por la obligación correla-
tiva, simultánea, pero también dividida contra sí misma, de abrir el
campo trascendental de la subjetividad y de constituir, a la inversa,
más allá del objeto, esos “semitrascendentales” que son para nosotros
la Vida, el Trabajo, el Lenguaje.9

En suma, a partir de Kant la cuestión de la finitud se convertirá


en la tentativa central que sustituye al análisis de las representaciones
y que se alojará en el corazón mismo de estas nuevas empiricidades y
en las ciencias que se construirán sobre ellas. Finitud que introduce,
en su seno, una dimensión temporal inédita que preña ya las cosas
con una determinación tajante. Las positividades de estos saberes gra-
vitan en el hueco antropológico que abren, pues a partir de la duali-
dad kantiana entre un objeto y un sujeto, por la cual serán posibles
los saberes modernos, se plantea la posición ambigua del hombre en
el sentido de que él es, a un mismo tiempo, sujeto de conocimiento,
de todo conocimiento, y objeto que se ofrece al saber al lado mismo
de las cosas. Desdoblamiento que se especifica en la forma en que es
pensado el ser del hombre: esencia y expresión, fundamento y existen-
cia. Es esta dualidad a la que se alude en la analítica de la finitud y
por la que se anuncia la emergencia de la episteme moderna. En todo
caso, la pregunta que guía el desarrollo de estos saberes es aquella
que interroga por el ser mismo del hombre. Canguilhem escribió al
respecto que el momento en que la vida, el trabajo y el lenguaje dejan
de ser sostenidos como atributos de una naturaleza para ser enraizados
en una historicidad específica, naturaleza en cuyo entrecruzamiento
“el hombre se descubre naturalizado, es decir, a la vez sostenido y con-
tenido, en ese momento se constituyen ciencias empíricas de esas na-
turalezas como ciencias específicas del producto de tales naturalezas,
por tanto, del hombre”.10
En la pregunta ¿qué es el hombre? no sólo se ubica como proble-
ma el determinar la naturaleza humana en su especificidad propia,

9
Ibidem, p. 245.
10
Citado por Miguel Morey, Lectura de Foucault, p. 153.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 109

desligada ya de la naturaleza en general y con la que, sin embargo,


sostiene una cierta relación, sino que en esa pregunta, en la incerti-
dumbre que revela, se enlaza la finitud humana con una metafísica
de la fundamentación. Es entonces que ahí, en el espacio mismo de esta
pregunta, se empalman esas dos formas de pensamiento ya señala-
das, es decir, la trascendental y la empírica, debido a que la interroga-
ción que se dirige hacia la consistencia de algo, en este caso el hombre
mismo, no puede más que preguntarse, al mismo tiempo, por aquello
que señala su esencia. El estudio que se emprende sobre ese nuevo
campo de empiricidades, la vida, el trabajo y el lenguaje, conduce ne-
cesariamente a la aparición de un nivel trascendental en tanto que hay
ya un sujeto que se asume a sí mismo como sujeto que habla, que vive
y que trabaja. Es así como la “repetición de las positividades en su
fundamento y del fundamento en sus positividades es la marca de la
analítica de la finitud.”11
El hombre y sus dobles; juego que conduce a la constitución de
una figura desdoblada desde su inicio mismo, hombre que alude a
una condición empírica que lo hace encajar en el mundo, que le da su
propia condición de existencia, pero que también exige la presencia
de una dimensión trascendental por medio de la cual pueda elevarse
por encima del mundo; forma del peso y figura de la levedad que le
señalan, como principio, su propia consistencia divergente. El hom-
bre y sus dobles; es, como puede observarse, un mismo elemento, o
por lo menos es lo que se pretende, el que aparece situado en la inte-
rioridad de un campo, en el resguardo de su vida, y aquél sobre el
que descansa la posibilidad desnuda de esa experiencia; identidad que
se presuma alcanzable por el movimiento de su separación. El hombre
y sus dobles; repetición de lo positivo en lo fundamental por lo que lo
finito deja de ser el contenido y la forma de una pura negatividad,
deja de ser pensado como esa fatalidad inexorable a la que todo, ab-
solutamente todo, incluido el hombre y su conocimiento, la vida y la
experiencia, tienen que enfrentarse desde el momento mismo de su
devenir y pasa a ser dominado por la forma implacable de lo mismo,
es decir, finitud encarada en “una referencia interminable consigo mis-
ma”, referencia interminable pues la cultura moderna sólo puede pen-
sar al hombre porque piensa lo finito a partir de él mismo.12 Pero
¿habrá que tomar en serio esta referencia interminable? Si lo que está
en cuestión es el problema de lo mismo ¿no se da éste en el juego en-
mascarado de lo pensable y del pensamiento? Porque este hombre des-

11
Tomás Abraham, Los senderos de Foucault, p. 62.
12
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 309.

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110 HISTORIA Y LENGUAJE

doblado, sujeto soberano y objeto de una curiosidad “esencial”, lo que


intenta es planear sobre un territorio que es él mismo, para descubrir-
se ahí, para reconocerse en una identidad y en un origen que siempre
están más allá de sí mismo, todo ello con la fuerza de un pensamiento
que imagina, pensamiento de la adecuación en todo caso, que la posi-
bilidad de su identidad con el hombre-objeto descansa en la diferencia
constituida por su desdoblamiento.
Paradoja de la repetición, pues, al duplicarse en dos rostros la
única posibilidad que tiene de establecer la identidad y el reconoci-
miento se basa en la diferencia que los separa. Repetición y diferen-
cia son los elementos de una dialéctica que los pone en juego bajo el
primado de lo mismo. Repetición que se operativiza en la distancia
de la diferencia, de tal manera que la “soberanía de la dialéctica de
lo mismo consiste en dejarlo ser, pero bajo la ley de lo negativo, como
el momento del no ser”.13 Ser y no ser se revuelven en una opera-
ción cuyos términos se piensan ligados de la misma manera que los
polos de una contradicción que está en vías de resolverse. Así, bajo
el predominio de una dialéctica que heredamos de Hegel, la contradic-
ción trabaja para la salvación de lo idéntico, cuando, para Foucault,
la cuestión consiste en hacer desaparecer los temas del origen y de
la identidad o, más bien, desplazarlos al terreno mismo de un pro-
blema: “en vez de preguntar y responder dialécticamente, hay que
pensar problemáticamente”.14 Ahora bien, esa referencia intermina-
ble de la finitud consigo misma, por la cual se constituye en una ana-
lítica,15 permite la búsqueda de una adecuación entre el sujeto que
piensa y el objeto pensable, pero en el fondo no puede más que cons-
tatar que esta búsqueda es del todo infructuosa; es, finalmente, una
aporía propia de todo dualismo. Constatación, más que de una ade-
cuación final y luminosa, de una disociación primera que no puede
nunca superar: por un lado, un “sujeto central y fundador al que suce-
derían, de una vez para siempre, acontecimientos, mientras que des-
plegaría a su alrededor significación”; por otro, “un objeto que sería

13
Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 32. Un poco antes, en la misma página,
Foucault escribió: “La repetición traiciona la debilidad de lo mismo en el momento en que
ya no es capaz de negarse en el otro y de volverse a encontrar en él. La repetición que había
sido pura exterioridad, pura figura de origen, se convierte ahora en debilidad interna, de-
fecto de la finitud, especie de tartamudeo de lo negativo: la neurosis de la dialéctica. Así
pues, la filosofía de la representación conduce a la dialéctica.”
14
Ibidem, p. 33.
15
“No es preciso insistir en que, desde Kant, la analítica investiga el soporte de las
representaciones, es decir, determina sobre qué puede fundarse la representación y el análi-
sis de la misma, así como su legitimidad.” Patxi Lanceros, Avatares del hombre. El pensamien-
to de Michel Foucault, p. 101, n. 90.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 111

el foco y el lugar de convergencia de las formas reconocidas y de los


atributos afirmados”.16
Inestabilidad, entonces, producida por un deseo que quiere leer
la unidad del mundo y del hombre pero que no cesa de estrellarse en
la tozudez de la diferencia. Inestabilidad generada por la presencia
de dos límites infranqueables; primero, el límite del hombre en tanto
ser sometido a un devenir que lo encara con su propia muerte, ser
cuya condición es la fragilidad, y, segundo, límite de su conocimiento
y de su pensamiento por el hecho de que el ser no puede nunca esca-
par a su carácter efímero. Ser frágil y conocimiento frágil señalan, en
ese doble límite, un abismo que separa al sujeto de conocimiento del
objeto por conocer, distancia a partir de la cual se afirma la imposibi-
lidad de aprehender al objeto-hombre en su verdad, en su propia esen-
cia oculta y misteriosa. Es esta inestabilidad la que se manifiesta en
toda postura antropológica y en sus derivados, el humanismo moder-
no y las ciencias humanas. Otra vez, el hombre y sus dobles: diferencia
e identidad, lo mismo planteado desde el horizonte en que se cruzan
las positividades y su fundamento, temas todos que hacen posible pen-
sar la figura “hombre”.

En este espacio minúsculo e inmenso, abierto por la repetición de lo


positivo en lo fundamental que toda esta analítica de la finitud —tan
ligada al destino del pensamiento moderno— va a desplegarse: allí
va a verse sucesivamente repetir lo trascendental a lo empírico, al
cogito repetir lo impensado, el retorno al origen repetir su retroceso;
es allí donde va a afirmarse a partir de sí mismo un pensamiento de
lo Mismo irreductible a la filosofía clásica.17

Repetición y diferencia, repetición de la diferencia, diferencia que


se muestra en la repetición de lo mismo. Esa figura “hombre” es, antes
que nada, expresión de un duplicado empírico-trascendental por el
cual, a un mismo tiempo, se presume como fuente de todo conoci-
miento y como instancia empírica. De esta doble instancia se despren-
de todo un territorio de problemas en relación con la posibilidad de
la verdad. Partición que hace descansar la verdad en el seno de lo em-
pírico, es decir, del objeto, y, por otro lado, quiere hallarla en el orden
del discurso mismo. Discurso verdadero y verdad del objeto. Es el es-
tatuto del discurso verdadero el que presenta una clara ambigüedad
que va a ser trasladada al seno de las ciencias humanas, incluyendo
por supuesto a la historia. Dos temáticas se enfrentan en torno a este
16
Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 24.
17
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 307.

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112 HISTORIA Y LENGUAJE

problema: aquella que conduce al positivismo y aquella otra que da


pie a la escatología. Posturas ya señaladas con anterioridad18 y que
parecieran indicar caminos claramente opuestos. Así, una de dos, o se
concibe que la “verdad del objeto prescribe la verdad del discurso” (po-
sitivismo) haciendo recaer en éste la posibilidad de concordar, en su
descripción, con una verdad instaurada del lado del objeto, o bien se
establece que “la verdad del discurso anticipa esta verdad cuya natura-
leza e historia define”19 (escatología), siendo así una verdad que dibuja,
previamente, las determinaciones futuras que adoptará el objeto.
Para Foucault esta oposición es tan sólo aparente pues tanto el po-
sitivismo como la escatología son indisociables: aquí y allá lo que se
hace valer es la oscilación propia que va de lo empírico a lo trascen-
dente y viceversa. Entonces el hombre aparece, a la vez, como una
verdad reducida o como los términos de una promesa. El análisis de
lo vivido, es decir, la fenomenología en su variante existencial, pre-
tendió enfrentar esta oscilación al presentar un tipo de análisis del
hombre que, siendo trascendental, no obstruyera con ello el conteni-
do empírico involucrado, de tal manera que se pudiera dar cuenta del
hombre como fuente autoproductora de cultura e historia. En este in-
tento el sujeto sigue siendo el centro problemático, de tal manera que
lo que se pretende realizar es la conjunción de una “teoría del hombre
fundada sobre la naturaleza humana y una teoría dialéctica en la cual
la esencia del hombre es histórica”,20 al tiempo que la experiencia es
utilizada como noción operativa básica cargada de una pretendida
fuerza vinculante. Como puede apreciarse, en el análisis de lo vivido,
trascendencia y mundo empírico continúan siendo los términos de una
adecuación. A pesar de sus pretensiones y en tanto que el análisis de
lo vivido no puede renunciar al discurso antropológico resultó ser una
salida inadecuada. La única forma de salir de esta oscilación entre lo
empírico y lo trascendente, y por consiguiente de la escatología y del
positivismo, se encuentra en cuestionar la figura misma del hombre
en los términos presentados por la analítica de la finitud, tarea que
conduce, necesariamente, a plantear la posibilidad de su propia des-
aparición.
Por otro lado, el hombre ha sido condenado a la obligación de pen-
sar lo impensado, de ser capaz de acercar aquello que es la fuente mis-
ma del pensamiento para dominarlo y cercarlo. Pero en la medida en
que este impensado, es decir, lo otro del pensamiento, es la condición

18
Vid. supra, c. “La modernidad como cuestión: historicidad y filosofía”.
19
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 311.
20
Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, op. cit., p. 54.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 113

para su fuerza y para la acción del hombre, el cogito no puede acce-


der a él de manera total. Siempre hay algo que se le escapa al pensa-
miento y es por ello que “el pienso no conduce a la evidencia del
soy”.21 De aquí se desprende algo crucial para nuestra modernidad:
el pensamiento no puede descubrir la esencia de aquello que, siendo
otro, es su propia condición de posibilidad, pero al establecerse como
reflexión transforma aquello que se presenta como su motivo. El pen-
samiento es, en sí mismo, forma de acción, pero acción que no formu-
la ninguna moral pues ya no es teoría, es por eso que resulta ser una
acción peligrosa. En la medida en que tiene que avanzar en “esta di-
rección en la que lo Otro del hombre debe convertirse en lo Mismo
que él”, en la medida en que “piensa, en que bendice o reconcilia,
acerca o aleja, rompe, disocia, anuda o reanuda, no puede abstenerse
de liberar y de sojuzgar”.22 Es desde esta relación de un cogito lúcido
con un impensado que se mantiene siempre impenetrable, que la ac-
ción misma del hombre resulta ser establecida de manera ambigua: o
bien somos sujetos empujados por compulsiones obscuras, domeñados
por un inconsciente que nos desgaja, o bien somos sujetos lúcidos pero
incapaces de actuar.23 En todo caso, aquello que es la condición del
pensamiento se mantiene fuera del control del pensamiento mismo
configurando otra de las paradojas de la modernidad.
Para esta analítica de la finitud, el hombre está determinado por
una historia que le sustrae su origen, vive apresado en una actuali-
dad que le señala que sus determinaciones fundamentales se hunden
en la obscuridad de un pasado del cual él mismo es resultado, efecto.
Ese origen se manifiesta bajo la forma de la experiencia en la que el
hombre vive, se refleja en la superficie de lo que se presenta como
inmediatez y como inminencia. Lo que se advierte es, de nueva cuen-
ta, el juego paradójico de lo mismo; en un sentido, lo originario del
hombre es lo que se mantiene en una lejanía inalcanzable en la medi-
da en que es aquello que se le presenta sustraído de sí; en otro, es tam-
bién lo más cercano a su experiencia vital. Este problema del origen
no se refiere al instante de un comienzo, no es la génesis inaugural
del ser del hombre, es más bien aquello que “lo articula sobre otra cosa
que no es él mismo”, que introduce en su experiencia elementos más
antiguos que él y que no domina; es aquel interrogante que lo liga a
otras cronologías, a otros tiempos irreductibles que lo dispersan. El
origen tiene como significado que el hombre, “en oposición a estas co-

21
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 315.
22
Ibidem, p. 319.
23
Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, op. cit., p. 58.

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114 HISTORIA Y LENGUAJE

sas cuyo tiempo permite percibir el nacimiento centelleante en su espe-


sor, es el ser sin origen, […] aquél cuyo nacimiento jamás es accesible
porque nunca ha tenido lugar”.24 Es por eso que el origen se convier-
te en problemático para el hombre y motivo a partir del cual intenta
apropiarse de toda la historia y de su propia historia; pero pronto se
da cuenta de que, como lo originario se mantiene irreductible y evasi-
vo, no deja de presentársele la necesidad de retroceder a un tiempo
cada vez más lejano y obscuro. El hombre moderno descubre que tie-
ne un tiempo y una historia, pero su sentido se le muestra como ese
resto que queda por comprender. Tarea infinita de pensar el origen lo
más cerca y lo más lejos de sí mismo.
La analítica de la finitud se revuelve en un juego sin término de co-
rrespondencias que se pueden definir a partir de tres elementos centra-
les, todos sobre el telón de fondo señalado por el ser del hombre: verdad,
pensamiento y temporalidad. Con ello, la configuración antropológica
del pensamiento se delimita en dos grandes niveles que se apoyan
mutuamente: “el análisis precrítico de lo que el hombre es en su esen-
cia se convierte en la analítica de todo aquello que puede darse en
general a la experiencia del hombre”,25 es decir, esencia y experiencia
son, finalmente, las figuras que alimentan el sueño antropológico que,
probablemente, siga siendo compartido hoy por las ciencias huma-
nas. Para Foucault la distribución del saber moderno toma la consis-
tencia de un espacio en tres dimensiones: en la primera se localizan
las ciencias físico-matemáticas, en el segundo, las ciencias del lengua-
je, de la vida y de la producción, y, por último, la dimensión en la que
se produce la reflexión filosófica como pensamiento de lo mismo. En
esta distribución no hay un lugar especialmente asignado a las cien-
cias humanas, es por eso que puede decirse que surgen en el vacío, en
la distancia que se instaura entre esas tres dimensiones. Esto no quie-
re decir que sean excluidas, más bien se incluyen en el intersticio que
dejan abierto lo que hace que las ciencias humanas se relacionen con
cada una de las dimensiones señaladas, siendo impregnadas por ello
de una forma inestable. Esta inestabilidad se produce en tanto que se
prescribe que su trabajo depende del establecimiento de un equilibrio
entre finitud y representación. Por una parte, se erigen a partir de la
noción de hombre como finitud constituyente, es decir, como funda-
mento trascendental de las representaciones; por otra parte, quieren
investigar al hombre como realidad empírica espesa pero no lo pue-
den hacer más que a partir de sus representaciones.

24
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 322.
25
Ibidem, p. 332.

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ANTROPOLOGÍA E HISTORICIDAD: EL CAMPO DE LA FINITUD 115

De ahí se desprende que las dimensiones consciente e inconscien-


te que se manifiestan en el elemento de lo representable les sea crucial,
porque de lo “que se trata es de sacar a luz el orden de los sistemas,
de las reglas y de las normas”26 en las que están involucrados los hom-
bres, y estas normas, reglas o sistemas pueden no ser necesariamente
conscientes para los propios sujetos. Pero lo que en esta pretensión se
revela es que la inestabilidad se da en los términos mismos que se re-
lacionan, es decir, finitud y representación, y esto se debe a que tal
relación sólo puede darse a partir de una recurrencia trascendental,
pues al trabajar sobre las representaciones, ya sea conscientes o in-
conscientes, nivelan como objeto propio lo que en realidad es su con-
dición de posibilidad. “Van de aquello que se da a la representación a
aquello que las hace posibles, pero que todavía es una representa-
ción.”27 De tal manera que estas ciencias humanas tienen, como motor
de empuje, el empeño de reducir las formas de la conciencia a sus con-
diciones inconscientes de posibilidad, pero no tienen la fuerza para
llevar hasta sus últimas consecuencias esta aspiración debido a que,
al establecer un parentesco íntimo entre hombre y representación, lo
que en realidad hacen, es dibujar su propio límite y éste es un límite
que no pueden traspasar.
En la pretensión de elevar las representaciones a sus condiciones
trascendentales, buscando con ello hacer posible el conocimiento del
hombre (hombre-objeto), descubren que, en realidad, no pueden ac-
ceder a tal conocimiento sino que, al contrario, generan nuevas repre-
sentaciones en las cuales el hombre (hombre-sujeto) cree reconocerse.
Por tanto, “diluyen al hombre en una red de esquemas de funciona-
miento que permiten un conocimiento objetivo, pero construyen con
dichos esquemas nuevas representaciones en las que el hombre asien-
ta su reconocimiento subjetivo”.28 Es por eso que las ciencias huma-
nas son formas de saber sobre el hombre pero no pueden ser, con todo
derecho, ciencias. En otras palabras, esta figura de hombre se consti-
tuye en un dominio positivo de saber pero, por la forma que adquieren
desde su emergencia en el siglo XIX las ciencias humanas se encuen-
tran en la imposibilidad de reducir esa figura al estatuto de objeto de
ciencia. Es así que son lugar de conocimiento y desconocimiento en el
sentido de que “construyen un sujeto que, atravesado por los discur-
sos, no puede dar cuenta de sí mismo, un sujeto que se juega entre el
ser y el no ser que le prometen los saberes discursivos”. Un sujeto “que

26
Ibidem, p. 352.
27
Ibidem, p. 353.
28
Miguel Morey, op. cit., p. 170.

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116 HISTORIA Y LENGUAJE

se encuentra atrapado entre su saber de sí y su desconocimiento, en-


tre lo que sabe y lo que tendría que saber”.29 La figura hombre propia
de la analítica de la finitud, y por tanto de las ciencias humanas, re-
sultó ser un sujeto extraño para sí mismo.
La muerte del hombre es un acontecimiento que se anuncia en esas
disciplinas que Foucault denominó “contraciencias”, el psicoanálisis,
la etnología y la lingüística. Éstas, al explorar el nivel inconsciente por
sí mismo como un sistema anónimo de signos, prescinden tanto del
hombre, de ese sujeto empírico-trascendental, de su actividad consti-
tuyente, como del sustrato que hizo posibles las ciencias humanas.
Muestran una salida potencial a la analítica de la finitud y a la inesta-
bilidad de sus dobles. Nietzsche inaugura la posibilidad misma de este
acontecimiento al hablar de la muerte de Dios, en tanto que con ello
anunció la muerte de su asesino y el retorno de las máscaras. Si Dios
muere para nosotros es porque nos encontramos de frente con la im-
posibilidad de hallar un fundamento sobre el cual asentar nuestra
vida, nuestro conocimiento, nuestro propio pensamiento. Y muere al
tiempo que aquél que lo mató comienza a difuminarse: si no hay una
trascendencia más allá de nuestro mundo, el hombre no puede más
que reconocer que la tentativa de ocupar el lugar de Dios está conde-
nada de antemano. La cultura moderna se encarga de desmentir to-
das nuestras seguridades y las aspiraciones de permanencia.
Dos son los elementos que se ubican en esta discusión sobre el
hombre y que me parecen de primera importancia. Primero, esta
figura se constituyó como forma de pensamiento a partir de una mu-
tación del lenguaje por medio de la cual éste pierde todo rastro de
unidad. “El hombre ha compuesto su propia figura en los intersticios
de un lenguaje fragmentado.”30 Segundo, el hombre emerge como fi-
gura en la trama de una historicidad que lo instituye en su experien-
cia pero que, además, le marca un límite preciso a su universalidad.
Su historicidad le revela que es un ser sometido a los dictados de un
tiempo que no domina, le señala que el ser es una figura que no pue-
de perdurar más allá del tiempo que lo vio surgir y desarrollarse. Len-
guaje fragmentado e historicidad se confabulan, así, en esta muerte
anunciada.

29
Oscar Martiarena, Michel Foucault: historiador de la subjetividad, p. 203.
30
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 374.

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HACIA UNA POSIBLE
ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA

A partir del siglo XIX la historia se impuso como el campo que define
el lugar de las empiricidades, de tal suerte que es a partir de ella como
las cosas se presentan al conocimiento, pero también, y de ahí una si-
tuación que le es característica, la historia fue asumida como aspira-
ción de un saber determinado. Por el lado de las cosas la historia
permite un despliegue temporal que impregna el análisis de la pro-
ducción, el estudio de los seres vivos y de las lenguas. Esto quiere de-
cir que, más allá de las cronologías que definen una sucesión, esta
historia consiste en el “modo fundamental de ser de las empiricidades,
aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repar-
tidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias
posibles”.1
En la disposición del saber que adquirió la economía política a
partir de David Ricardo, las riquezas, en vez de distribuirse en un
cuadro, fueron organizadas a partir de una cadena temporal ligan-
do con ello la historia y la antropología. Así, la positividad de la eco-
nomía se hizo descansar en un hueco antropológico, es decir, en la
finitud misma del hombre, permitiendo con ello la introducción del
tema de su historicidad.2 En el siglo XIX la biología rompió con toda
noción de continuidad temporal al descubrir que la naturaleza mis-
ma es discontinua en tanto que es viviente. La historicidad en la bio-
logía se localizó en estas formas dispersas de la vida conforme a las
propias condiciones de existencia de lo vivo. En cuanto al lenguaje,
en el momento en que se le pensó ligado a un sujeto y del cual se
hizo depender su valor expresivo, se introdujo una temporalidad
propia en el seno de los lenguajes al ser considerados productos

1
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 215.
2
“El homo oeconomicus no es aquel que se representa sus propias necesidades y los ob-
jetos capaces de satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su vida tratando de escapar a la
inminencia de la muerte. Es un ser finito: y así como a partir de Kant la cuestión de la finitud
se hizo más fundamental que el análisis de las representaciones [...] a partir de Ricardo, la
economía del siglo XVIII estaba relacionada con una mathesis como ciencia general de todos
los órdenes posibles; la del siglo XIX se remite a una antropología como discurso sobre la
finitud natural del hombre.” Ibidem, p. 252.

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118 HISTORIA Y LENGUAJE

de una actividad incesante y progresiva. Es entonces cuando apare-


ció una heterogeneidad en la que fueron repartidos los sistemas gra-
maticales con sus propias leyes de transformación y con sus propios
caminos de evolución. Al dispersarse el lenguaje se abrió paso una
historia que sólo a él pertenece.
Es entonces cuando la historia, entendida como un saber particu-
lar, adquirió carta de ciudadanía bajo la forma de una ciencia empíri-
ca de los acontecimientos; se convirtió así en un dominio erudito de
la memoria que, como toda memoria, introduce una gran carga de
ambigüedad y un registro de tipo metafísico. Esta separación entre
una historicidad por el lado de las cosas y una historia como saber
específico se convierte en un equívoco del que, según Foucault, aún
no hemos podido salir; separación que alude a una distancia localiza-
da entre Historia e historia, entre origen y acontecimiento, y es en este
espacio producido donde se alojará la filosofía a partir del siglo XIX.
Metafísica como memoria en tanto que tiene como problema funda-
mental el dilucidar qué puede significar para el pensamiento tener ya
una historia. Filosofía consagrada a reflexionar el tiempo, sus conti-
nuidades, sus rupturas y sus retornos; filosofía que tiene como tarea
relacionar la historicidad de las empiricidades al fundamento trascen-
dental que delimita el conocimiento histórico. Es así que la historia
tiene también su propia historia y, por tanto, su propia arqueología.
Hasta el siglo XVII la labor fijada para el historiador consistía en
recopilar documentos y signos, trabajo que permitía captar e identifi-
car las marcas, trabajo en y sobre el lenguaje: el historiador “era el
encargado de devolver al lenguaje todas las palabras huidizas”. El sen-
tido de la historia giraba alrededor del comentario, de esa segunda
palabra que promovía sin cesar la repetición, de ahí su acercamiento
a la literatura. La historia en la modernidad adquiere una consisten-
cia muy diferente pues ahora se trata de “posar una mirada minucio-
sa sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida, lo que recoge por
medio de palabras lisas, neutras y fieles”.3 Por eso es que este nuevo
reino de la escritura, reino subsidiario del fenómeno cultural de la bi-
blioteca, busca desesperadamente encontrar los caminos que le permi-
tan distanciarse de la literatura. En palabras de Michel de Certeau:

En un primer nivel de análisis, podemos decir que la producción da


nombre a una cuestión aparecida en Occidente con la práctica mítica
de la escritura. Hasta entonces, la historia se desarrollaba introducien-
do en todas partes una separación entre la materia (los hechos, la simple

3
Ibidem, p. 131.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 119

historia) y el ornamentum (la presentación, la escenografía, el comen-


tario). Trata [ahora] de encontrar una verdad de los hechos bajo la pro-
liferación de las “leyendas”, instaurando así un discurso conforme al
“orden natural” de las cosas, en el mismo sitio donde proliferaban las
mezclas de ilusión y de verdad.4

Tanto aquí como allá, el historiador erige su oficio en el seno de


un lenguaje, de tal manera que es posible decir que, si a partir del
siglo XIX se advierte una mutación en la historia de la historia, esto se
debe en mucho a la dispersión que adquirieron las palabras: de un
lenguaje liso, llano, anudado de cierta manera a las cosas, se pasa a
un lenguaje disperso y opaco. Nueva forma de hacer la historia a par-
tir de una nueva situación del lenguaje. Del comentario a un saber que
se presume positivo, objetivo; podría decirse que se va del habla,
del cuerpo parlante, a la escritura, espacio descarnado de produc-
ción. ¿Hacia qué situación condujo la dispersión del lenguaje? Este
cambio fue posible cuando el lenguaje se pensó a distancia de la re-
presentación.
Al independizarse de su función representativa, las palabras de-
jan de ser pensadas como el posible duplicado del pensamiento, de
tal manera que, por una parte, los signos mismos se convierten en ob-
jeto de conocimiento, es decir, se descubre en ellos una disposición
que les es propia, unas leyes y un funcionamiento que sólo al lengua-
je pertenecen. Por otro lado y como mecanismo compensador frente
al nivelamiento de las palabras al lado de los objetos por conocer, sur-
gen y se desarrollan otras experiencias propias del lenguaje. En primer
lugar, se reconoce que el lenguaje es ambiguo en sí mismo, comporta
una polisemia intrínseca, de ahí la necesidad de depurarlo analítica-
mente en un proyecto de lenguaje científico que “sólo dejará aparecer
las formas universalmente válidas del discurso”. Ligando la lógica al
lenguaje, se quería crear un discurso que “fuera transparente al pen-
samiento en el movimiento mismo que le permite conocer”, proyecto
que se desarrolla bajo el primado de la formalización. En segundo lu-
gar, se produce el reconocimiento de que las palabras se encuentran
depositadas en la historia misma de los pueblos, en sus creencias y en
sus expectativas, abriendo con ello la posibilidad de someter el len-
guaje a la interpretación o a las técnicas de exégesis. Trabajo que su-
pone remontar las palabras hasta aquello que las ha hecho posibles
(filología), pero también descubrimiento de un significado más pro-
fundo que el que se muestra explícitamente en la superficie de las pa-

4
Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 25.

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120 HISTORIA Y LENGUAJE

labras (hermenéutica). En tercer lugar se propicia la aparición de una


experiencia literaria, experiencia salvaje en la que se inscriben las pa-
labras y que no se deja apresar por ningún formalismo, pues la litera-
tura sólo se descubre referida al puro acto desnudo de escribir.5 Es
ésta la forma dividida que adquiere el lenguaje en el umbral mismo
de la modernidad. Historia, modernidad, lenguaje: ahí, en el juego de
estas tres instancias es donde se efectúan y condensan nuestras más
importantes coordenadas culturales. Al dispersarse el lenguaje, al divi-
dirse en espesuras particulares, desaparece el Discurso; al dispersarse
el lenguaje, aparecen los discursos. La historia encuentra su condición
de posibilidad en la experiencia de un lenguaje disperso, es decir, no
sólo emerge en la forma de esa separación equívoca ya mencionada,
sino que también aparece en la distancia misma que el lenguaje ad-
quiere respecto de sí mismo.
Ahora bien, Foucault afirma que la Historia y la historia no son
absolutamente contemporáneas, no surgieron a un mismo tiempo ni
fueron resultado de dos movimientos paralelos coordinados. Al con-
trario de lo que pudiera pensarse, fueron las cosas las que recibieron
una historicidad antes de que el hombre pudiera dotarse de una histo-
ria propia y esto se debe a que, en la disposición del saber moderno,
la realidad deja de ser pensada como sustancia propiamente ontológica
y pasa a ser considerada como fuerza histórica.6 El hombre surgió
como figura de la finitud despojada de historicidad, en tanto “que
habla, trabaja y vive, se encuentra, en su ser propio, enmarañado en
historias que no le están subordinadas ni le son homogéneas”.7 Frente
a este vacío de historia, el ser humano se dio a la tarea de construirse
una historicidad que le estuviera ligada de manera esencial. Pero, en
la medida que habla, que trabaja y que vive, esa operación se tornó
ambigua porque el sentido de esas experiencias le señalaba una tem-
poralidad desgajada, sin unidad previa y por lo tanto extraña, una
temporalidad que le venía por fuera de sí mismo. A pesar de esa ambi-
güedad, o más bien gracias a ella, construyó una historia propia sobre
la dispersión que le marcaban las historias de la producción, del len-
guaje y de la vida. Superposición que le dio, además, la posibilidad de
pensar su historia como aquella que fundamenta a todas las demás.
De ahí se desprende la necesidad urgente de encontrar leyes que
atendieran al desenvolvimiento de la historia humana, entendiendo a
ésta como la vinculación del hombre al campo de los acontecimien-

5
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 290-293.
6
Michel de Certeau, op. cit., p. 93.
7
Michel Foucault, op. cit., p. 358.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 121

tos, es decir, definida a partir del hecho de que el hombre debe res-
ponder por esos semitrascendentales de los cuales no puede desligar-
se totalmente. Así, las interpretaciones de la historia que se sucedieron
a partir del siglo XIX tuvieron que establecerse “a partir del hombre
considerado como especie viviente, a partir de las leyes de la econo-
mía o a partir de los conjuntos culturales”.8 Esta situación hace que la
historia juegue un doble papel respecto a las ciencias humanas, papel
a la vez peligroso y privilegiado. La historia, por una parte, constitu-
ye el trasfondo que establece cada una de las ciencias del hombre y
con ello les señala su espacio de validez en tanto saber; por otra, les
marca una frontera que las limita y les niega su pretensión de validez
general, es decir, las desautoriza a tratar de ir más allá de sí mismas,
más allá del ámbito temporal que las define. La historia se encuentra
frente a la imposibilidad de establecerse en la determinación pura de
lo humano sin tener que recurrir a las experiencias desgajadas de lo que
el hombre es (hombre que vive, que trabaja y que habla), por eso de-
pende de la psicología, de la sociología y de las ciencias del lenguaje.
Éstas deben, a su vez, establecer su trabajo en el interior de una
historicidad que constituye y atraviesa sus objetos. Sin embargo, a dife-
rencia de las ciencias humanas que se ven sometidas a una oscilación
permanente entre la positividad del hombre y las condiciones de su ser
y que se manifiesta al tratar de pasar del plano de lo consciente al de lo
inconsciente, para la historia el problema que se le presenta tiene que
ver con la esfera de la universalidad y con el contenido positivo que la
historia quiere darse.9 Cuanto más se esfuerza la historia por superar
la relatividad para acceder con ello a la universalidad, más notifica
su origen ambiguo, y cuando no tiene otra opción que aceptar su re-
latividad, más se encuentra en una situación de pérdida de su conteni-
do positivo. En otras palabras, el problema que parece insalvable para
la historia moderna es aquel que se presenta cuando se quiere relacio-
nar la historicidad de las empiricidades en las que el hombre se disper-
sa, con los fundamentos del conocimiento histórico. De nueva cuenta,
la tensión con la que se inaugura la historia como saber le viene de su
adscripción al marco epistémico decimonónico, de esa disposición que
nunca puede superar la relación entre finitud y trascendencia.
Así, lo que se encuentra en entredicho es la capacidad de estable-
cer relevancias sobre el trasfondo de una relatividad que nunca pue-
de ser dominada, aspiración a la universalidad a partir de aquello que
es por definición perenne, efímero. Es por ello que la división entre

8
Ibidem, p. 359.
9
Ibidem, p. 360.

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122 HISTORIA Y LENGUAJE

Historia e historia es un equívoco preñado de consecuencias. La sepa-


ración entre acontecimiento histórico y saber histórico responde a la
disposición kantiana sujeto-objeto, determinación a partir de la cual
se piensa la posibilidad, dentro del campo epistemológico moderno, de
todo saber. Sujeto de conocimiento y objeto de conocimiento revelan,
en su relación, un distanciamiento que permite postular la concreción
de la objetividad a partir de la labor enmarañada de una subjetivi-
dad, en este caso, fundadora. La historia, entonces, asume de manera
total las determinaciones ya vistas de la analítica de la finitud y del
juego de sus dobles. Tensión agudizada entre lo empírico y lo tras-
cendente, entre el retroceso y el retorno al origen, entre el cogito lúci-
do y la obscuridad de lo impensado, pues la historia presenta serios
problemas para delimitar con precisión el campo de sus acometidas.
Ya bien entrado el siglo XX, la historia revela sin pudor una de esas
consecuencias del equívoco originario cuando se convierte en territo-
rio de experimentación de modelos y métodos provenientes de otras
ciencias humanas.

La historia interviene en el modo de realizar una experimentación


crítica de modelos sociológicos, económicos, psicológicos y cultura-
les. Se dice que utiliza un “instrumental prestado” (P. Vilar), y es cier-
to. Pero precisamente la historia pone a prueba este instrumental al
transferirlo a terrenos diferentes, del mismo modo como se “prue-
ba” un automóvil de turismo obligándolo a trabajar en pistas de ca-
rreras a velocidades y en condiciones que exceden sus normas. La
historia se convierte en un lugar de “control”, donde se ejercita una
“función de falsificación”.10

¿La historia como falsificación? ¿No es ésta una palabra tan dura
e injusta para dirigirla a una ciencia tan “noble”? La historia que nace
en el siglo XIX, pues antes había otra cosa a pesar de utilizar la misma
denominación, es aquella que pretende alcanzar un conocimiento ob-
jetivo, puro, pero tal pretensión proviene de ese equívoco fundamen-
tal ya mencionado. Si la modernidad es la edad de la historia lo es
porque es también la edad del hombre, es decir, lo es en el sentido de
establecer como su territorio el campo de una duplicación incesante:
sujeto y objeto, lo empírico y lo trascendente, lo universal y lo relati-

10
Michel de Certeau, op. cit., p. 94. Más adelante, en la misma página, De Certeau
identifica dos implicaciones de este funcionamiento moderno de la historia: “el primero
señala la relación de lo real con el modo del hecho histórico; el segundo indica el uso de
‘modelos’ recibidos, y por lo tanto la relación de la historia con una razón contemporánea.
Se refieren, principalmente, el primero, a la organización interna de los procesos históricos;
el segundo, a su articulación en campos científicos diferentes”.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 123

vo, el acontecimiento histórico y el saber histórico. Entre cada uno de


los elementos de estos dobles lo que se instaura es una distancia, una
separación que permite postular la posibilidad misma del conocimien-
to histórico. El saber moderno es tal en tanto que existe esa distancia
neutra, vacía, entre un sujeto que conoce y un objeto más o menos
pasivo que se ofrece a la curiosidad de una mirada tenaz. La cuestión
es que ese vacío debe permanecer inalterable, en otras palabras, el sa-
ber nunca puede acceder al objeto en su concreción por dos motivos
que revela muy bien la historia.
Primero ¿cómo trabajar contra aquello que es la fuente de posibi-
lidad del conocimiento? Incertidumbre que se establece, en el caso de
la historia, por esos dos polos por los que debe transitar: universali-
dad o totalización y relatividad. Oscilación que marca definitivamen-
te a esa historia altanera que presume de lo que nunca puede llegar a
ser. Aquí, en el juego de esta oscilación, “el sujeto y el objeto están en
un recíproco poner en duda”, y esto se debe a que ambos están some-
tidos a una erosión que, de repente, anula toda positividad definitiva
a la cual recurrir;11 “al descubrir la ley del tiempo como límite exter-
no de las ciencias humanas, la Historia muestra que todo lo que se
ha pensado será pensado aún por un pensamiento que todavía no
ha salido a luz”.12 Finitud cuya figura labora sin cesar en el corazón
mismo de la historia. Oscilación que caracteriza al pensamiento mo-
derno y que encadena, en un enfrentamiento inevitable, al histo-
ricismo y a la analítica de la finitud. El historicismo, el tratar de
instalarse en el nivel de las positividades, pretende convertir en un
absoluto el relativismo propio en el que ellas se dan, tratando de sal-
var, por medio de este movimiento, los inconvenientes de la finitud.
En el marco de esta operación trata de acceder a lo que la finitud
impide: la concreción de un conocimiento aunque sea él mismo rela-
tivo y limitado. Así, las diferentes positividades de la historia pue-
den llegar a ser totalidades parciales sin que necesariamente lleguen
a convertirse, por la fuerza de una acumulación, en la totalidad ab-
soluta. Frente a este intento, “la analítica de la finitud quiere inte-
rrogar esta relación del ser humano con el ser que al designar su
finitud hace posibles las positividades en su modo concreto de ser”.13

11
“la historia parece tener un objetivo fluctuante cuya determinación se debe menos a
una decisión autónoma que a su interés y a su importancia para otras ciencias. Un interés
científico ‘exterior’ a la historia define los objetivos que ella misma se da y las regiones
adonde se dirige sucesivamente, según los campos que a su vez van siendo los más decisi-
vos […] y conforme a las problemáticas que los organizan”. Ibidem, p. 97.
12
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 361.
13
Ibidem, p. 362.

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124 HISTORIA Y LENGUAJE

Si bien es un enfrentamiento, éste se produce a partir de esa duali-


dad oscilatoria que va del fundamento a las positividades, de tal
manera que puede decirse que ambas posturas tienen un mismo tron-
co común. Fundamento y positividades, es decir, sujeto atrapado en
una finitud que lo constituye y que se presenta como límite insalva-
ble y objeto inaprensible sometido a una relatividad que lo difumina.
Aquí la paradoja consiste en que la historia, posibilitada por el sen-
tido de una temporalidad profana, se encuentra en una situación tal
que es esa temporalidad, asumida como finitud y relatividad, lo que
le impide salvar la distancia establecida por la disposición episte-
mológica que divide y opone el sujeto de conocimiento al objeto por
conocer. Y como la historia no puede detener el tiempo tiene que
asumir el juego de esa oscilación.
Segundo, la distancia entre Historia e historia, a pesar de lo ante-
riormente dicho, permite operativizar la dualidad objeto-sujeto pero
sólo en el marco de una ficción. Por un lado, la Historia se encuentra
referida al campo de los acontecimientos, es decir, a todo ese cúmulo
de hechos pasados que se localizan en la forma misma del devenir.
Por otro lado, la historia se piensa como el campo de un saber, campo
de investigación y estudio establecido desde un presente. Hasta aquí
pareciera claro que tal distinción transparenta legítimamente la ubi-
cación del objeto histórico frente al sujeto historiador. Sin embargo se
advierten de inmediato ciertos problemas. El corte entre pasado y pre-
sente es voluntarista, como señala Michel de Certeau, es expresión de
una voluntad que ve el pasado como tradición y que le señala al pre-
sente la posibilidad de organizarlo en un saber. Y esto es posible, como
voluntad, en tanto que se genera en la temporalidad un desgajamiento
tajante que en sí mismo es equívoco. La temporalidad es dividida en-
tre pasado, presente y futuro, pero a partir de fronteras que nunca
son claras; sin embargo, se le señala a esa temporalidad dividida la
urgencia de someterse a una continuidad como sucesión. Aquí la fic-
ción se localiza en la forma misma de la separación por la que el suje-
to de conocimiento, el historiador, aparece de alguna manera fuera de
la historia, es decir, del campo histórico que constituye su objeto. “Este
pensarse como separado de la ‘historia’ es lo que hará posible, por otro
lado, la emergencia de un sentido y la búsqueda de objetividad. La
de quien se mantiene al margen de las luchas del presente y busca
con las armas de la razón y de la ciencia la verdad de la historia en-
tendida como ‘el pasado’.”14

14
Alfonso Mendiola y Guillermo Zermeño, “De la historia a la historiografía. Las
transformaciones de una semántica”, p. 247.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 125

Entonces, por el lado del sujeto, la historia consiente en ubicar un


espacio de autonomía respecto de la Historia, es decir, establecer la po-
sibilidad de separación de la historia misma tomada como objeto. Ca-
mino que lleva a la deshistorización del sujeto, camino paradójico pero
que responde a esa necesidad ya mencionada de limitar la temporali-
dad y que se complementa con la forma en la que se piensa la situación
del objeto histórico. El campo histórico, objeto de la historia, se consti-
tuye como el campo de empiricidades sobre el que trabaja el historia-
dor y ya se vio cómo este campo no puede ser delimitado claramente si
no es acudiendo a una transferencia de objetos, temas y métodos pro-
pios de otras ciencias humanas. Podría pensarse que el objeto de la
historia es el hombre mismo y su acción ubicada en una secuencia tem-
poral, pero esto sólo es posible en tanto el hombre es un ser vivo, traba-
jador y parlante. De este modo, la historia duplica las ciencias humanas
que, a su vez, duplican las ciencias del lenguaje, del trabajo y de la vida.
Es entonces que se descubre una inestabilidad esencial en tanto que la
historia, como todas las ciencias humanas, hunde al hombre que toma
por objeto “al lado de la finitud, de la relatividad, de la perspectiva, al
lado de la erosión indefinida del tiempo”,15 pero al ubicarlo como suje-
to y objeto tiene que trabajar en el sentido de limitar tanto la finitud
como la relatividad; éste es un trabajo que no puede cumplir a cabalidad
pues significaría vulnerar sus propias condiciones de posibilidad.
En todo caso, las empiricidades históricas son presentadas como
lo real-pasado y constituyen el motivo de una reconstrucción en su
verdad. Tal realidad pasada es delimitada como objeto sólo si se esta-
blece como pasado muerto, como cosa ya dispuesta, como temporali-
dad detenida. Es entonces que lo que se produce es una doble ficción:
sujeto de conocimiento separado de la historia, objeto por conocer ubi-
cado en un pasado ya fijado, en una temporalidad detenida y eterna.
Doble inestabilidad que se deja ver en el suelo arqueológico a partir
del cual fue posible la aparición de la historia. Por supuesto, aquí la
palabra arqueología no pretende designar a lo más arcaico, aquello
que en su antigüedad devela los rostros de algo que se pierde en la
obscuridad de un pasado lejano; más bien pretende fijar y describir
las condiciones de posibilidad de la historia misma: pregunta por
aquello que hizo posible su emergencia. Y este suelo arqueológico re-
vela los inconvenientes de un dualismo en el que, tanto el estatuto del
sujeto como el del objeto terminan resultando inestables, razón por la
cual no pueden cumplir con la prescripción que les fue fijada en tér-
minos epistemológicos.

15
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 344.

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126 HISTORIA Y LENGUAJE

Foucault señala que la historia, a mediados del presente siglo, se


ve sometida a una mutación epistemológica notable. Por una parte,
advierte que el interés de los historiadores se ha ido desplazando de
los episodios muy bien delimitados, hacia los periodos largos que se
basan en equilibrios estables y constantes. Este desplazamiento per-
mite sustituir las visiones lineales por un análisis diversificado de los
estratos en profundidad, de tal manera que la atención de los histo-
riadores se ha ido centrando en la posibilidad de identificar y estu-
diar las diversas capas sedimentarias, cada una con una temporalidad
propia que ya no responde a las transformaciones políticas y a las cro-
nologías tradicionales. Así, las preguntas que guían a los historiado-
res dejan de ser aquellas que interrogaban por las relaciones causales,
por las continuidades que encadenaban a los fenómenos y por el sen-
tido de las totalidades que articulaban; ahora las preguntas giran alre-
dedor de las series mismas, de sus relaciones y de sus periodizaciones
diversas.16 Por otra parte, en la historia de las ideas, de las ciencias,
del pensamiento o de la literatura, el desplazamiento toma un senti-
do inverso: de los grandes periodos a las rupturas y discontinuidades.
El problema que se plantea en este desplazamiento parece ser dife-
rente al del primer caso, en tanto que lo que se deja ver es el estatuto
mismo de la discontinuidad. Entonces “el problema no es ya de la tra-
dición y del rastro, sino del recorte y del límite; no es ya el del funda-
mento que se perpetúa, sino el de las transformaciones que valen como
fundación y renovación de las fundaciones”.17
A lo que apuntan estos dos procesos es a una mutación más fun-
damental y que toca al corazón mismo de la historia en aquello que
permitía la distinción entre Historia e historia, entre objeto y sujeto,
es decir, el valor del documento.18 Para la historia tradicional, esa his-
toria que emerge y se desarrolla a partir del siglo XIX, el documento
era el rastro, la huella a partir de la cual se emprendía la reconstruc-
ción del pasado. El documento, la fuente, permitía tal reconstrucción
porque transparentaba la realidad pasada por medio de un trabajo de
desciframiento; al descifrar el lenguaje que en él se depositaba se le
hacía hablar, decir su verdad que era la verdad del pasado. El docu-
mento hablaba de realidades, por medio de él la realidad nos hablaba.
La crítica de fuentes tenía y sigue teniendo como objetivo el estable-
cer la autenticidad del documento; a partir de este trabajo es como se
torna posible su desciframiento pero ya encuadrado en un campo de

16
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 4.
17
Ibidem, p. 7.
18
Ibidem, p. 9.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 127

autoridad específico. El documento se leía de manera constatativa y


referencial, de tal suerte que esa lectura permitía identificar y encua-
drar datos cuya secuencia delineaba el hecho histórico. A partir de esta
ficción se podía sostener que el historiador era aquel que estudiaba
los hechos por medio de un intermediario fluido y veraz, por medio
de un fragmento de evidencia. Es en esta postura en donde se ubica-
ba una justificación antropológica para una historia pensada como re-
miniscencia, como despliegue

de una memoria milenaria y colectiva que se ayudaba con documen-


tos materiales para recobrar la lozanía de sus recuerdos; es el trabajo
y la realización de una materialidad documental (libros, textos, rela-
tos, registros, actas, edificios, instituciones, reglamentos, técnicas, ob-
jetos, costumbres, etc.) que presentan siempre y por doquier, a toda
sociedad, unas formas ya espontáneas, ya organizadas, de remanen-
cias. El documento no es el instrumento afortunado de una historia
que fuese en sí misma y con pleno derecho memoria; la historia es
cierta manera, para una sociedad, de dar estatuto y elaboración a una
masa de documentos de los que no se separa.19

Elaborar, recortar, trabajar desde el interior el documento, accio-


nes que señalan los contornos de esa mutación epistemológica y que
descubren en las fuentes la presencia del lenguaje. Es desde esta mu-
tación que se puede decir que el documento ya no es un simple trozo
de evidencia. Si la historia tradicional quería memorizar los “monumen-
tos del pasado” transformándolos en documentos, ahora la historia parte
de la necesidad de transformar los documentos en monumentos y ac-
ceder con ello a una descripción intrínseca del mismo.20 Descripción
que pasa por el análisis de la producción de la fuente histórica: pri-
mero, otorgarle un estatuto, es decir, apartar o separar escrituras para
dotarlas de un espacio institucional que defina los límites de su mani-
pulación; segundo, marcarla con la señal de una elaboración, es decir,
convertir una serie de textos en documentos históricos interpretables.
Es éste, sin duda, el gesto fundador de toda historia tal y como la en-
tendemos desde el siglo XIX: fabricación de representaciones sobre el
pasado con pretensiones de objetividad. Pero con ello se señala una
doble labor de carácter productivo. En un primer momento, produc-
ción de la fuente misma como materialidad sobre la que descansa la
empresa de conocimiento histórico. Serie de operaciones que tienen
como objetivo realizar un producto que, para el discurso histórico,

19
Ibidem, p. 10.
20
Ibidem, p. 11.

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128 HISTORIA Y LENGUAJE

pueda jugar el papel de referente externo. Después, producción de las


representaciones como lugar específico del saber. En este nivel, la na-
rración histórica justifica esas representaciones al recuperar la materia-
lidad previa que le sirve de soporte discursivo. Entonces, si la historia
tiene como atributo ser necesariamente referencial, lo es sólo en tanto
ese hablar del pasado depende de documentos signados ya por un
trabajo de significación anterior. En este caso la referencialidad del
conocimiento histórico, condición necesaria de toda justificación obje-
tivista, alude menos a la realidad del pasado histórico que al proceso
por el cual se genera un sentido particularizado por el tratamiento que
otorga a la fuente el carácter de “evidencia”.
Es, por tanto, una operación de significación compleja porque opo-
ne y relaciona una serie de enunciados a otros; no se trata, en este caso,
como lo pretendía el marco epistemológico que heredamos del siglo
pasado, de una situación de correspondencia directa entre enuncia-
dos y realidad externa. Aunado al “gesto de poner aparte”, de reunir
una masa de documentos bajo una “nueva repartición cultural”,21 se lle-
va a cabo un procedimiento de sustitución: la noción de “evidencia”,
puesta en juego en el discurso histórico mediante la cita recurrente,
toma el lugar de la realidad sobre la que se escribe o se habla. Sustitu-
ción que significa la construcción, en la dimensión de la palabra escri-
ta, de un lugar de autoridad que permite y justifica el discurso a partir
de lo “ya dicho”. Aunque, claro, la historia no se detiene en la repeti-
ción enunciativa (la cita); al contrario, redistribuye los enunciados al
redefinir unidades de significación, haciendo posible una historia di-
ferente a pesar del juego de la repetición.
Foucault señala cuatro consecuencias de esta mutación. Primera,
en la historia propiamente dicha se produce el realce de acontecimien-
tos constituidos en series y periodos largos, mientras que en la histo-
ria de las ideas y sus afines, se disocian las series largas constituidas
en teleologías, poniendo en duda todo intento de totalización al descom-
poner la Historia en historias; segunda, la discontinuidad se convier-
te en una noción central para el historiador, siendo a la vez instrumento
calculado y objeto de investigación; tercera, las posibilidades de una
historia global, entendiendo ésta como el intento por encontrar la
centralidad de todo proceso histórico, se difuminan, es decir, la histo-
ria adopta la forma de una descripción que “apiña todos los fenóme-
nos en torno a un centro único”. Al ir desapareciendo este tipo de
historia, se ven perfilarse los contornos de una historia general que des-
pliega, a diferencia de la anterior, “el espacio de una dispersión”; por

21
Michel de Certeau, op. cit., p. 86.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 129

último, cuarta consecuencia, la historia se enfrenta a nuevos problemas


metodológicos tales como definición del nivel de análisis, determinación
de la relación que permita caracterizar un conjunto, establecimiento de
un principio de elección, etcétera.22 En suma, puede decirse que esta
mutación se dirige a un problema central, aquel que plantea
la posibilidad de pensar la “diferencia” misma. Frente a una historia
planteada en términos de continuidad y que pretendía establecer el
devenir alrededor de un centro unitario, correlato de la labor fundado-
ra del sujeto y por tanto preñada de filosofía de la historia, se trata de
postular otra historia: una que, desde el terreno de las problematiza-
ciones, intenta trabajar a partir de dos nociones claves: práctica y acon-
tecimiento.
Foucault reconoce que han existido al menos tres tentativas por
pensar el estatuto del acontecimiento: el neopositivismo, la fenomeno-
logía y la filosofía de la historia. El neopositivismo terminó confun-
diéndolo con un estado de cosas previo; la fenomenología lo desplazó
en relación con el sentido; la filosofía de la historia lo encerró en el
ciclo dictatorial del tiempo:

su error es gramatical; convierte el presente en una figura encuadra-


da por el futuro y el pasado; el presente es el anterior futuro que ya
se dibujaba en su forma misma, y es el pasado por llegar que conser-
va la identidad de su contenido. Precisa, pues, por una parte, de una
lógica de la esencia (que la fundamente en memoria) y del concepto
(que la establezca como saber del futuro) y, por la otra parte, de una
metafísica del cosmos coherente y coronado, del mundo en jerar-
quía.23

Tres tentativas erradas que pierden la superficie del acontecimien-


to bajo la lógica del pretexto: la primera, con el pretexto de que no se
puede decir nada que esté fuera del mundo; la segunda, con el pre-
texto de que “sólo hay significación para la conciencia”; y la tercera,
con el pretexto de que sólo hay acontecimiento amarrado al tiempo, por
tanto a la identidad y a un “orden bien centrado”. Ante ello Foucault
nos propone la vía del acontecimiento incorporal, de una lógica del
sentido neutro y de un “pensamiento del presente infinitivo”.24 Tres
vías de acceso para las cuales el acontecimiento es pura superficie; y
si esto es aceptado, entonces el acontecimiento no puede tener el mis-
mo estatuto que el del hecho histórico, ni siquiera puede ser pensado

22
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 11-17.
23
Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 20-21.
24
Ibidem, p. 21.

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130 HISTORIA Y LENGUAJE

como un estado de cosas o como un atributo; es, más bien, el efecto


de un cruce de procesos diversos. Es en ese sentido que responde al
problema de la diferencia en tanto que pertenece al orden de la rela-
ción.25 Entonces, el acontecimiento siempre está en relación con algo,
en convergencia con otros acontecimientos. Es así que sólo puede di-
bujarse teniendo como trasfondo el cruce de una serie de procesos
heterogéneos y es este cruce el que le da su condición de arbitrarie-
dad y de azar. Todo acontecimiento es raro y esto porque “los hechos
humanos son raros, no están instalados en la plenitud de la razón, hay
un vacío a su alrededor debido a otros hechos que nuestra sabiduría
no incluye, porque lo que es podría ser distinto”.26 Por tanto, el acon-
tecimiento escapa a la lógica de la necesidad y a la evidencia de un
desarrollo, que en sí mismo es claro y oportuno, al ligarse a una serie
de nociones que de entrada pueden resultar extrañas a los historiado-
res profesionales: regularidad, azar, discontinuidad, rareza.
Con ello se vuelve imposible ubicar la noción de acontecimiento al
mismo nivel que el hecho histórico, pues aquélla descansa en relacio-
nes siempre diferenciadas, mientras que el segundo encalla en una pre-
tendida identidad o unidad de principio. Es así que el acontecimiento
hace estallar la identidad de los eventos históricos produciendo con ello
un proceso de desfamilarización del tiempo mismo: el pasado se revela
como lejano y extraño, en tanto el presente, al aparecer en la arbitrarie-
dad de su irrupción, muestra que no puede ser tan evidente y soberano
como se pensaba. En la historia tradicional la separación tajante entre
pasado y presente es ubicada de tal manera que puede ser pensada bajo
el modo de la sucesión, permitiendo con ello que el tiempo sirva de
marco cronológico para ordenar y clasificar los eventos en un espacio
vacío. De este modo separación y continuidad son las dos fases de una
misma operación, aquella que convierte a la historia en memoria y que
somete al tiempo a los dictados de un dominio: dominio del pasado
con el fin de transformarlo en cosa familiar, es decir, en cosa propia para
el reconocimiento. Los temas que se ligan a esta postura son evidentes:
origen, identidad, progreso. Pero la desfamiliarización del pasado, al
restaurarlo en su ambigüedad, en su alteridad, permite que la historio-
grafía pueda volver a su antigua tarea, “tanto filosófica como técnica,
de decir el tiempo como ambivalencia misma que afecta el lugar donde
ella está, y en consecuencia pensar la equivocidad del lugar como el
trabajo del tiempo en el interior mismo del lugar de saber”.27

25
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault, p. 61.
26
Paul Veyne, Como se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, p. 200.
27
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 70.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 131

Ver la historia como acontecimiento significa someterse a una ló-


gica de la diferencia; esto es historización radical. Lo contrario con-
siste en anhelar una conciliación (las interpretaciones como copia
legible del pasado) y tal cosa sólo se logra al precio de una totaliza-
ción construida por fuera de la historia, es decir, de una negación de
la diferencia.28 Pero ello no es más que una paradoja de la ilusión:
quiere hallar, a fuerza de voluntad metódica, lo real del pasado, algo
que está más allá de sí mismo y que es nombrado en la escritura,
pero lo que reencuentra es su límite propio, una realidad que le vie-
ne de abajo y que lo determina. Realidad que la traspasa vertical-
mente y que no consiste en la materialidad de su objeto sino en la
condición de su postulado. Si es ciencia histórica esto no se debe a
las bondades y excelencias de los conocimientos que produce; antes
bien, es histórica porque señala los funcionamientos y operaciones
sociales y culturales que lleva a cabo en tal tarea. Atender el régi-
men de prácticas que pone en juego el trabajo de la historia supone
no desatender los contenidos y representaciones que fabrica sobre el
pasado; lo que cambia es el valor con el que éstos se presentan: más
que el mundo traducido por los enunciados, se trata de valorar los
enunciados a partir de las operaciones que los producen. Es ésta una
labor de articulación entre un contenido particular, es decir, un dis-
curso, y una operación sostenida por “procedimientos científicos” y
funciones sociales. Como señala De Certeau:

Por lo demás, esta perspectiva caracteriza hoy en día los procesos cien-
tíficos, aquél, por ejemplo, que en función de “modelos” o en términos
de “regularidades” explica fenómenos o documentos, manifestando
reglas de producción y posibilidades de transformación. Más senci-
llamente, se trata de tomar en serio expresiones cargadas de sentido
—“hacer historia”, “hacer teología”— en una época en que nos vemos
llevados a minimizar el verbo (el acto producido) para privilegiar el
complemento (el objeto producido).29

28
Ya nos lo hacía ver Foucault por medio de su lectura de Nietzsche: “De hecho, lo
que Nietzsche no ha cesado de criticar desde la segunda de las Intempestivas es esa forma
de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una histo-
ria que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diver-
sidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todo y
dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que
lanzaría sobre lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo. Esta historia de los
historiadores será un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una
objetividad apocalíptica; y es que ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere,
una conciencia siempre idéntica a sí misma.” Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la
historia, p. 43-44.
29
Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 34.

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132 HISTORIA Y LENGUAJE

Ahora bien, el acontecimiento es pensado como un efecto en el


ámbito de una temporalidad particular frente a otras temporalidades
de suyo heterogéneas; es aquí donde aparece la figura de la disconti-
nuidad. Ésta es vista no como un vacío establecido entre los sucesos,
alude a un juego de transformaciones específicas, “diferentes unas de
otras (cada una con sus condiciones, sus reglas, su nivel) y ligadas en-
tre sí según esquemas de dependencia. La historia es el análisis des-
criptivo y la teoría de estas transformaciones”.30
El acontecimiento involucra otra dimensión que ha resultado es-
tratégica para la historia tradicional: el sujeto de la historia. El campo
de los eventos históricos es presentado como el escenario donde un
protagonismo esencial despliega el juego de su acción. Ésta es la ins-
tancia determinante sobre la que hace descansar la explicación histó-
rica misma y aquí la historia de las ideas resulta ejemplar. Puede muy
bien tomar distintos nombres o denominaciones, un personaje genial,
un autor, una sociedad y hasta una cultura, pero el mecanismo fun-
ciona en tanto hay siempre la presencia de un sujeto atemporal que
atraviesa con su acción el devenir histórico. La arqueología, al contra-
rio, pretende restituir a la práctica su carácter de acontecimiento por
medio de un análisis que, en ningún caso, intenta situar en ella la pre-
sencia de una interioridad que se manifiesta.
El sujeto, como se ha visto, no es presentado como interioridad
subyacente a los acontecimientos, de tal manera que la práctica a la
que se alude no constituye la expresión de su actividad fundadora.
Por el contrario, el sujeto es un efecto producido en un campo especí-
fico de prácticas anónimas, de tal suerte que el acontecimiento, en su
rareza y regularidad, se localiza en la superficie de este campo, no en
esa suerte de profundidad esencial en la que se cree descubrir el cen-
tro que lo explica todo; así pues, en la historia no hay, no puede ya
haber, secreto alguno. Historia sin secreto es historia sin sujeto; signi-
fica, por tanto, alejarse de esas posturas que quieren ver en la historia
el trabajo incesante de una conciencia en busca de su libertad, la labor
sin descanso de un sujeto que preña el devenir con la marca imborra-
ble de su acción, en definitiva, progreso acendrado de la razón que se
eleva en la historia y por la historia, disfrazando con ello los ecos de
una crisis en la que se ve envuelto el tipo de subjetividad al que fui-
mos ligados, crisis que es la nuestra:

crisis en la que interviene esa reflexión trascendental a la que se ha


identificado la filosofía desde Kant; en la que interviene esa temática

30
Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
Saber y verdad, p. 56.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 133

del origen, esa promesa del retorno por el que esquivamos la diferen-
cia de nuestro presente; en la que interviene un pensamiento antro-
pológico que ordena todas esas interrogaciones a la cuestión del ser
del hombre y permite evitar el análisis de la práctica; en la que inter-
vienen todas las ideologías humanistas; en la que interviene —en fin
y sobre todo— el estatuto del sujeto.31

Si la práctica hace desaparecer todo rastro de un sujeto constitu-


yente, ¿en qué situación se encuentra el objeto, es decir, el otro ele-
mento de esa dualidad privilegiada? Para la arqueología, las prácticas
discursivas, como soporte material del saber, no constituyen un obje-
to preexistente a la labor del arqueólogo; son productos cuya emer-
gencia y funcionamiento sólo pueden estudiarse en una trama histórica
y ligadas a otras prácticas adyacentes. De la misma manera que la
práctica produce emplazamientos específicos para el sujeto, genera ti-
pos de objetos diversos sobre un estatuto discontinuo. No hay, no pue-
de haber, si de historia se trata, un objeto natural que de repente sea
descubierto en su verdad por nuestra conciencia, objeto retenido y
negado hasta que alguien lo descubre.
La locura no define un mismo objeto siempre y en todo lugar; la
proliferación de discursos sobre la locura señala que no se trata de
la misma cosa, sino que constituyen series de objetos diferentes, de
tal manera que el trabajo del arqueólogo consiste en individualizar
un conjunto de enunciados, en “descubrir las reglas que rigen la iden-
tidad y la diferencia de los objetos sobre la locura, en ámbitos enun-
ciativos distintos, dentro de un mismo periodo temporal”. Reglas que
no definen la constitución interna del objeto locura sino aquello que le
permite aparecer (su a priori histórico) y “situarse heterogéneo y dife-
rente en relación diferencial con otros acontecimientos”.32 El obje-
to, entonces, es un producto y es en ese sentido que tampoco responde
a un estado de cosas que se mantenga estable a lo largo de la historia.
La formación de los objetos discursivos se produce en un conjunto de
relaciones, en una red con múltiples puntos; de tal suerte que la ar-
queología subraya la complejidad de las relaciones que establecen la
aparición de un objeto. Es esta recurrencia a la práctica lo que hace
decir a Paul Veyne que Foucault revoluciona la historia, en tanto que
esta noción permite ver el objeto como una objetivación de prácticas
determinadas, vulnerando con ello el suelo en donde encontraban aco-
modo las ilusiones dualistas.

31
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 343.
32
Rosario García del Pozo, Michel Foucault: un arqueólogo del humanismo, p. 44.

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134 HISTORIA Y LENGUAJE

Lejos de invitarnos a juzgar las cosas a partir de las palabras, Foucault


muestra, por el contrario, que nos hacen creer en la existencia de co-
sas, de objetos naturales, gobernadores o estados, cuando esas cosas
no son sino consecuencias de las prácticas correspondientes, pues la
semántica es la encarnación de la ilusión dualista.33

El suponer que existe una materialidad difusa como objeto pre-


vio, siempre el mismo aunque cambien las reacciones o las actitudes
de los individuos ante él, implica deshistorizar el objeto mismo. Aquí
y allá, ya sean las sociedades, las mentalidades o una época determi-
nada, el objeto descansa, al igual que el sujeto, en una identidad, en
un sustrato transhistórico que sólo puede ser revelado por la razón.
Toda historia que repose en el dualismo objeto-sujeto, que parta de la
distinción Historia e historia, es una historia del logos, pues en esta
posibilidad transhistórica es donde descansan todas las teleologías,
todas las historias construidas como progreso o evolución y todas las
justificaciones.
Entonces, ¿dónde queda lo empírico sobre el cual trabaja el histo-
riador? Foucault utiliza con frecuencia la noción de “empiricidades”
en un sentido preciso: las empiricidades constituyen el conjunto de
condiciones según las cuales se ejerce una práctica, según las cuales
esa práctica da lugar a unos enunciados parcial o totalmente nuevos.
Es, de nueva cuenta, un campo producido por un entrecruzamiento
que regula la aparición de los objetos discursivos, las posiciones de
los sujetos, las elecciones teóricas, los movimientos conceptuales, et-
cétera.34 Lo empírico, por tanto, no se encuentra referido como una
realidad extradiscursiva, no es la realidad sino la condición que per-
mite que se hable de ella y sobre ella. No se niega con ello la existen-
cia de cosas materiales, sino que se afirma que es con el lenguaje como
se constituye un saber sobre las cosas y que, fuera de toda ilusión, en
este lenguaje opaco y disperso no podemos buscar las cosas mismas
como si estuvieran depositadas ahí, en su concreción y en su espesor.
Historia sin sujeto constituyente, historia sin objeto previo; histo-
ria de las prácticas en las que los acontecimientos se juegan, prácticas
de subjetivación y prácticas de objetivación. Es ésta una historia que
no alude a referente alguno, por ello no es una historia de las cosas; se
trata de una historia en la que el sujeto es un producto más, no el cen-
tro antropológico a partir del cual ordenar los eventos; ni sujeto ni
cosas, ausencias que permiten que esta historia no tenga ya que recu-

33
Paul Veyne, op. cit., p. 211.
34
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 351.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 135

rrir a la ingenuidad de un empirismo para el que todo puede ser re-


ducido a los términos de un dualismo. Es entonces que se puede decir
que en los trabajos de Foucault se localiza una “historización” radical,
pues nada es eterno, nada, ni siquiera en el hombre mismo, menos
aun su propio conocimiento. Historización radical por medio de la cual
se pretende evadir los temas propios de ese callejón sin salida en el
que el pensamiento antropológico y sus dobles se ven atrapados. Se
trata de rendir, por fin, el dualismo en el que nos hemos perdido para
poder pensar de nuevo. Historización en la que la filosofía tiene un
papel asignado y en la que el problema del lenguaje no puede pasar
desapercibido. Y si la historia de los sistemas de pensamiento adopta
la forma de una historia de la verdad, de nuestras verdades, es por-
que la “historia se convierte en historia de lo que los hombres han lla-
mado verdades y de sus luchas en torno a esas verdades”.35

35
Paul Veyne, op. cit., p. 226.

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A MANERA DE EPÍLOGO

¿Cómo poner punto final a un trabajo que se ha propuesto tan sólo


establecer algunas aperturas para estudios futuros? Si éste es el modo
por el cual se genera un campo para la reflexión es indudable que no
tiene sentido tratar de presentar conclusión alguna. Aún más porque
dudo que se pueda extraer de la lectura de los libros de Foucault la
síntesis de una propuesta final y acabada, la concreción de una teoría
a la cual adscribirse o rechazar o, finalmente, dibujar los contornos de
una revelación central. La forma que adquieren los análisis arqueoló-
gicos de Foucault se constituye en una deriva, de tal manera que este
estudio bien pudiera ser una deriva construida sobre otra. Noción que
supone la puesta en marcha de un trabajo complejo sobre la disper-
sión que persigue el desarrollo de una diversidad problemática, a pe-
sar de que pueda decirse que la temática común sea la del saber.
Afirmaba en la introducción que el trabajo que abordo se encuen-
tra delimitado por dos elementos: por un lado, la referencia a un fan-
tasma, es decir, la ausencia física de Michel Foucault, y, por el otro, el
procedimiento de repetición sobre lo ya dicho (escrito) por este autor.
¿Cómo, entonces, desde la repetición se introduce la diferencia y cómo
a partir de esta paradójica relación puede ser lanzada una propuesta
de trabajo? Creo que una posible respuesta tiene que ver con la intro-
ducción del modelo de diálogo que caracteriza la labor de lectura. He
buscado la forma de sostener este diálogo con un muerto; preciso: no
me interesa recuperar a Michel Foucault como personaje en su trama
histórica, tampoco los caminos que me conducirían a recuperar la ver-
dad profunda enunciada alguna vez por él. Éste es el límite de la lectura,
a saber, sólo se puede conversar con los muertos desde sus escrituras.
Diálogo con los textos; en eso ha consistido, desde el principio, la guía
básica de este trabajo. Palabras retenidas en el espacio fundado de un
libro y en las que nunca es posible encontrar a Foucault mismo. Por
otro lado está el reconocimiento de que repetir lo escrito por él no con-
siste en trasladar fielmente todo, absolutamente todo. Entre una cita
textual y el texto del cual se extrajo se introduce un cúmulo de des-
plazamientos que no sólo tienen que ver con las otras palabras con las
cuales ahora conviven esas citas. Esto es lo propio de la interpreta-
ción: lo que ahí se encuentra es la constancia precaria y frágil del len-

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138 HISTORIA Y LENGUAJE

guaje. Por sobre la distancia, señalada en este caso por el ausente, se


descubre que toda lectura no puede ser más que interpretación y que,
como tal, no es única ni última, sino siempre incompleta. Si las pala-
bras son las que sangran, como decía Klossowski, es porque señalan
una doble vertiente que socava el triunfo del saber; pero también mi-
nan la posibilidad de una recuperación absoluta del autor. Recosta-
das sobre la línea horizontal de su sucesión, cortan la placidez del
discurso al desmentir la posibilidad de un solo sentido, coherente,
uniformado, finalmente soberano. Introducen la finitud, la muerte
como figura conjurada y amenazante que, sin embargo, las posibilita.
Finitud que marca irremediablemente toda interpretación; trabajo del
tiempo ejercido sobre la violencia interpretativa.1
Es así que el sentido de este libro descansa en una lectura determi-
nada, sesgada por una perspectiva y en la cual no puede haber cabida
para una pretensión de totalidad o exhaustividad; no se ha querido
mostrar el cuadro completo del pensamiento foucaultiano, sólo se ha
pretendido indagar un problema particular. La cuestión central sobre
la que ha girado el presente trabajo es aquella que consiste en tratar
de pensar la relación filosofía e historia en el ámbito de la arqueología
foucaultiana. ¿Qué es posible pensar en tal relación? “No hay cora-
zón, sino un problema, es decir, una distribución de puntos relevan-
tes; ningún centro, pero siempre descentramientos, series con, de una
a otra, la claudicación de una presencia y una ausencia…”2 Transfor-
mar la relación entre la filosofía y la historia en un problema significa,
entre otras cosas, que no es posible establecer conclusión alguna de
manera terminante, no hemos arribado, por fin, a una playa segura que
nos dé resguardo; apenas se ha podido vislumbrar la condición misma
del problema. La filosofía, vista ya su inoperancia como sistema gene-
ral que se aplica a las condiciones subordinadas de los saberes, como
reflexión privilegiada sobre los fundamentos, como pensamiento que
se eleva sobre lo contingente, como razón que se hace descansar en una
conciencia sin cuerpo y que se trasciende a sí misma, se ha visto some-
tida a los dictados de una transformación que no ha cesado todavía de
realizarse pero de la cual podemos contar con ciertas previsiones.
Si nos atenemos al diagnóstico de Habermas3 puede decirse que
a la filosofía moderna se la ha ido despojando de todos esos atributos
clásicos, particularmente aquellos que giraban en torno a la noción de

1
“Si se prefiere, no ha habido nunca un interpretandum que no fuera ya interpretans, y
es una relación más de violencia que de elucidación la que se establece en la interpreta-
ción.” Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, p. 36.
2
Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 7.
3
Cfr. Jürgen Habermas, Pensamiento postmetafísico, p. 13-19.

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A MANERA DE EPÍLOGO 139

razón. Gran parte de esto se debe a esa reflexión sobre el lenguaje que
postuló la necesidad de vulnerar los cimientos de la filosofía de la con-
ciencia, pero también a la forma en la que el pensamiento filosófico se
vinculó, de diferentes maneras y perspectivas, con la historia pero fue-
ra ya de los marcos propios de una filosofía de la historia. Estas dos
instancias, es decir, lenguaje e historia, se localizan en los escritos de
Foucault de una manera de suyo evidente, a tal grado que se puede
decir que tanto la cuestión del lenguaje como el problema de la histo-
ria conforman la plataforma desde la que Foucault pudo reflexionar
filosóficamente, desde la cual pudo ejercer una particular crítica a la
racionalidad y al pensamiento filosófico occidental que heredamos del
siglo XIX.
Historia del saber, de esas disciplinas por las cuales los seres huma-
nos son tanto objeto como sujeto de conocimientos, es una empresa que,
en el caso de Foucault, sólo pudo tener concreción como historia de
los discursos sobre los que descansan esos saberes. La pregunta ¿qué
es el lenguaje?, señala una interrogación de tipo ontológico. Más allá
de las discusiones y las críticas que se le puedan dirigir, el proble-
ma del ser del lenguaje le permitió a Foucault delimitar todo un terri-
torio de análisis para la arqueología, es decir, para esa historia de las
prácticas discursivas que permitieron el surgimiento de los saberes
modernos. Al plantear la interrogante del lenguaje en cuanto a su ser
se toma distancia respecto de la conciencia de un sujeto que habla;
éste es, entonces, un proceso de descentramiento. Si las palabras sólo se
despliegan en su propia materialidad discursiva, esto quiere decir que
no se trata de buscar en ellas aquello que designan, las cosas que sig-
nifican por fuera del lenguaje; esto es tomar distancia de las posturas
objetivistas. Si las palabras no designan algo ni expresan a alguien,
esto nos lleva a suponer que el decir es el lugar de emergencia de una
verdad posible, lugar no delimitado por la presencia de un sujeto que
se expresa ni por la permanencia o la adecuación de las palabras a las
cosas. Hay aquí una precisión central para la arqueología pero que
sólo es una posición determinada en torno al lenguaje frente a otras,
ya sean formalistas, ya sean de tipo hermenéutico. No se trata de de-
fender a Foucault de sus críticos, ni de adoptar sin más las posturas
foucaultianas. Lo que resulta decisivo es que en tal posición hay una
íntima relación entre filosofía, lenguaje e historia.
La capacidad crítica de la filosofía, aquella que atiende a las con-
diciones de posibilidad de nuestras evidencias, valores, creencias, nor-
mas, muestra que éstas no pueden ser nunca invariables, que están
condicionadas a una dimensión histórica y a la presencia de un len-
guaje. La crítica en Foucault consiste en exponer las condiciones his-

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140 HISTORIA Y LENGUAJE

tóricas, accidentales, precarias, surgidas en un periodo preciso y en


situaciones muy diferentes, que han hecho posibles y aceptables esas
evidencias, creencias y normas. Más que la actitud precisa de Foucault
respecto al problema del lenguaje, lo que me parece rescatable como
herramienta que nos ayude a pensar, a reflexionar hoy, es esta actitud
crítica que liga la historia y el lenguaje en una perspectiva filosófica
que se asume a sí misma desde la fragilidad de una situación y que
renuncia a toda explicación trascendental u objetivista. Dejar hablar
al lenguaje implica no sólo el reconocimiento de que somos transidos
por él sino constituidos desde el espacio en el que el lenguaje se dis-
persó; que nuestros saberes sobre el mundo y sobre nosotros mismos,
nuestras creencias y valores, son posibles porque hay una dispersión
del lenguaje. La literatura y la distancia que media entre las palabras
y las imágenes ofrecen la perspectiva de un lenguaje que transgrede
el imperativo de la representación. Es desde esta transgresión que el
problema del lenguaje apunta a una crítica de la razón, pero no en
el sentido de un proceso general característico de la cultura occidental.
Foucault analiza en términos regionales la historia de las racionali-
zaciones que dieron forma a nuestros saberes modernos, sin reducir-
los a la expresión paulatina de un logos universal y todopoderoso.
No es que esos saberes, en su evolución, hayan logrado despojar-
se de los lastres que los ataban a una situación pre-científica, accedien-
do con ello a la positividad de los conocimientos objetivos por medio
de un lenguaje que nos acercara definitivamente a las cosas, multipli-
cando su poder representativo. Nuestros saberes fueron constituidos
en el interior de una serie de prácticas diversas, siendo unas de ellas,
las prácticas discursivas, las determinantes según el enfoque arqueo-
lógico. Prácticas discursivas cambiantes en las que emergen cierto tipo
de enunciados, en las que se encadenan estos enunciados a otros en
una relación diferencial, en las que se establecen emplazamientos
para el sujeto, desde las cuales se permite la constitución de los ob-
jetos de los que se habla, prácticas desde las que se hace posible la
producción de la verdad. La arqueología se atiene a las condiciones
de existencia de los discursos desde una postura tal que la distancia
entre lo que acontece y las palabras es irreductible. Así, todo conoci-
miento objetivo no se establece por la adecuación del lenguaje con el
objeto, lenguaje científico como expresión de la verdad del objeto;
por el contrario, emerge en el seno mismo en el que el lenguaje se
juega. La arqueología, entonces, supone el despliegue de una histo-
ria crítica del pensamiento en el sentido en que analiza la emergen-
cia de los juegos de verdad, juegos que determinan discursos falsos y
verdaderos, juegos en los que el ser humano se ofrece como algo que

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A MANERA DE EPÍLOGO 141

puede y debe ser pensado. Es por esto que a la orientación clásica de


la filosofía del sujeto, caracterizada por el eje conciencia-conocimien-
to-ciencia, se opone ahora el eje prácticas discursivas-saber-ciencia.4
Alejándose de la filosofía de la conciencia, Foucault nos propone el
camino de una filosofía que se aplique a dilucidar el problema del len-
guaje, afirmando con ello la necesidad de problematizar, de vulnerar
el suelo sobre el que han descansado nuestras seguridades. Detrás de
toda aparente solución lo que se esconde es la complejidad de las va-
riaciones, de los matices, de lo diverso.
La actitud crítica, abordada aquí como herramienta de suyo váli-
da, presenta la necesidad de pasar de una filosofía de la conciencia,
filosofía de lo uno, de la síntesis, a una forma de pensamiento de lo
múltiple, de lo diverso; filosofía, por tanto, de la relación. Análisis que
quiere evitar los inconvenientes de las sujeciones antropológicas so-
bre las que se han constituido las ciencias humanas. La arqueología
no presume de ser una analítica de la verdad; por tanto no se pregun-
ta por las condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero; in-
tenta, como acometida general, adscribirse a un pensamiento crítico
como ontología de la actualidad. De la pregunta ¿qué somos hoy en
este presente que es el nuestro? se desprende la necesidad de trabajar
sobre la forma en la que hemos sido constituidos como sujetos y como
objetos de un saber. En la construcción de los saberes sobre el hombre
se localiza el surgimiento del hombre como dominio, como territorio
en el que se instituye la figura de un pensamiento antropológico al
que, desde Kant a Heidegger, parecemos estar condenados. Sujecio-
nes que, a partir de universales, hacen valer los derechos y los privi-
legios de un ser humano como verdad inmediata e intemporal del
sujeto. La continua repetición de lo positivo en lo trascendental, la ne-
cesidad por la cual se obliga al cogito a acceder a lo impensado, la
aspiración a un origen siempre evasivo; en fin, forma de pensamiento
para el cual la finitud aparece a la vez como abismo insondable y como
fundamento que marcan los límites mismos de la duplicación a la que
se ven sometidas las ciencias humanas. Paradigma antropológico que
es la forma por la que la racionalidad moderna, al no poder pensar la
condición misma de lo otro, termina instituyendo su control y su su-
jeción. La arqueología, por tanto, apunta a una dimensión política y
ética que, si bien no se desarrolla por la definición de su territorio pro-
blemático, nos señala la forma de su apertura. En todo caso, permite
describir las condiciones en las que el dualismo sujeto-objeto estableció
los marcos de emergencia y de sujeción para las ciencias humanas.

4
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 307.

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142 HISTORIA Y LENGUAJE

El terreno sobre el que este pensamiento crítico se desarrolla no


puede ser otro que el de la historia. El pensamiento crítico asume, en
el caso de la arqueología, la forma de una historización radical que
permite exponer, como acontecimiento, como efecto imprevisto de una
serie de prácticas, lo que los historiadores tradicionales corrientemente
consideran como objeto natural y preexistente, como estructuras atem-
porales que se instauran bajo los dictados de una necesidad racional
y que responden a los ritmos de un progreso o de un perfeccionamien-
to acumulativo. Proceder en el que se advierte la forma de un comba-
te. En efecto, en esa forma tradicional de hacer la historia se ubica la
presencia de una astucia por medio de la cual nuestro presente se
recalifica a sí mismo como el único orden posible, mientras que la
historización a la que nos llama la arqueología quiere mostrar lo que
el pasado tiene de otredad irreductible, indagando qué tipo de des-
plazamientos fueron necesarios para que emergiera, a partir de múl-
tiples roturas y discontinuidades, nuestro orden presente del saber.
Aquí, pensamiento crítico supone problematizar el estatuto mismo del
acontecimiento de tal manera que el objetivo no consiste en analizar
el saber desde una meta adquirida, sino desde una perspectiva que
atienda a la forma en la que se articularon sus condiciones de posibi-
lidad. Los rasgos visibles de esta historización son:

a) La renuncia a toda explicación histórica que apele a un pretendido


origen en el que residirían la verdad y el sentido que justifican
nuestros discursos actuales. En su lugar se trata de investigar el
momento histórico particular en el que emerge el tipo de prácticas
discursivas que delimita nuestros saberes.
b) No se busca reconocernos en el pasado sino preguntarnos por la
forma en la que nuestro presente fue posible como irrupción arbi-
traria. Frente a los embellecimientos de la memoria, se pretende
romper con toda sacralización del presente y desalojar cualquier
clase de finalidad determinista. Si la memoria tiene su condición
de posibilidad en una serie de olvidos interesados, la historización
consiste en devolver al presente esos olvidos, “en destruir la labor
maquilladora de la memoria”.5
c) Frente a los temas de la continuidad histórica, en la que finalmen-
te se resguarda la presencia de una conciencia soberana, concien-
cia sobre la que se distingue la figura misma de la continuidad, se
trata de oponer el problema de la discontinuidad y de las rupturas

5
Miguel Morey, “Érase una vez: M. Foucault y el problema del sentido de la historia”,
en Discurso, poder, sujeto, p. 47.

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A MANERA DE EPÍLOGO 143

instauradoras, por medio de las cuales las temporalidades de los


eventos estallan en una heterogeneidad compleja.
d) En relación con esa historia que ve en el sujeto el fundamento trans-
histórico del devenir, la figura central cuya acción, ubicada en mar-
cos temporales, permite dilucidar las tramas históricas, se intenta
plantear una historia en la que el sujeto es un producto en el em-
plazamiento de un campo de prácticas determinado. Más que un
hombre genérico o un sujeto fundador, formas ambas equivalen-
tes, los sujetos son un efecto en el desarrollo de una serie de prác-
ticas que dan lugar a constelaciones subjetivas diferentes.
e) Frente a esa historia que parte del supuesto de que existe un obje-
to empírico propio, objeto natural, estado de cosas evidente y pre-
vio, se opone la postura de un objeto construido, producido por
un hacer, por una serie de prácticas, por un campo sometido a
entrecruzamientos diversos en el que se regula la emergencia de
objetos discursivos.
f) Entonces la función de la historia no puede consistir en la búsque-
da de un sentido o de una verdad que rija la totalidad del devenir;
antes al contrario, el sin-sentido de la historia señala la necesidad
de atender con minuciosidad al carácter histórico y por tanto rela-
tivo de nuestras verdades.

Estos rasgos señalan, para el historiador, la necesidad de pensar


la historia misma desde un nuevo horizonte filosófico no autoritario
y desde las palabras, es decir, desde los discursos con los cuales tra-
baja y desde los discursos que produce. Por otro lado, esta histori-
zación radical se asume desde el horizonte de una ontología histórica.
¿Qué es esto que somos en la contingencia histórica que nos hace ser
lo que somos? Pregunta hacia la que se enfila la arqueología y esos
rasgos de historización en los que descansa y que serán desarrollados
y profundizados por la genealogía, pues si, como señaló Foucault, su
tema general de investigación, visto desde un horizonte retrospecti-
vo, no son propiamente los discursos, ni el poder, ni la sexualidad,
sino el sujeto,6 esto quiere decir que la arqueología confluye en el pro-
yecto de elaborar una historia de los diferentes modos de subjetivación
de los seres humanos en nuestra cultura. Para esta historia general no
se trata de analizar los comportamientos o las ideas, las sociedades o
las ideologías, sino la forma misma que adquieren las problematiza-
ciones a partir de las cuales son pensados los seres humanos.

6
Michel Foucault, “El sujeto y el poder”, en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel
Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, p. 227.

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144 HISTORIA Y LENGUAJE

La dimensión arqueológica del análisis permite analizar las formas


mismas de la problematización […] Problematización de la locura y
de la enfermedad a partir de prácticas sociales y médicas, al definir
un cierto perfil de “normalización”; problematización de la vida, del
lenguaje y del trabajo en las prácticas discursivas que obedecen a cier-
tas reglas “epistémicas”.7

La noción de problematización señala la emergencia de una mo-


dalidad reflexiva que se acerca a ciertos temas para descubrir, en el
terreno de su propia historicidad, la forma por la cual se convirtieron
en algo que debía ser pensado. Más que una historia de las soluciones,
Foucault asume la necesidad de analizar, ya se trate de la figura hom-
bre, ya de la enfermedad o de la locura, las condiciones por las cuales
el sujeto se integra como objeto de conocimiento y de saber, es decir,
cómo esos temas se conviertieron en problemas pertinentes para una
cultura determinada. “Es el conjunto de las prácticas discursivas y no
discursivas lo que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de
lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento (ya sea bajo la
forma de reflexión moral, de conocimiento científico, de análisis po-
lítico, etcétera).”8 Con ello, Foucault pone en juego una historia de los
sistemas de pensamiento basada en la arqueología como actitud críti-
ca, en tanto sostiene que “pensar es experimentar, es problematizar”.9
Actitud crítica que sólo puede establecerse bajo la convergencia
del lenguaje, de la filosofía y de la historia; convergencia en la que el
problema del lenguaje sólo puede ser abordado en conexión con una
postura filosófica que tome distancia de la metafísica al plantear una
historización radical; convergencia en la que la posibilidad misma de
una reflexión filosófica descansa en la dilucidación del problema del
lenguaje como dispersión y en la dimensión de una historización so-
bre la cual pensar; convergencia, finalmente, en la que es posible una
historización en tanto hay una filosofía de la relación y en tanto el len-
guaje permite repensar la historia misma desde una situación en la
que la unidad del discurso desaparece. “Ser arqueólogo es intentar in-
vestigar los fenómenos humanos desde lo impensado del lenguaje y
lo olvidado de la historia”, de tal manera que “la principal aliada de
la filosofía es la historia y el principal aliado de la historia es el len-
guaje”.10 Es ésta una actitud que puede convertirse en una herra-
mienta invaluable para aventurarnos en el pensamiento mismo. No

7
Michel Foucault, El uso de los placeres, p. 14-15.
8
Michel Foucault, “El interés por la verdad”, en Saber y verdad, p. 231-232.
9
Gilles Deleuze, Foucault, p. 151.
10
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault, p. 99.

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A MANERA DE EPÍLOGO 145

hay soluciones terminantes pues los problemas siguen ahí; aquí sólo
puede señalarse la apertura que se desprende de tal convergencia
como invitación a una labor de excavamiento, convergencia que no es
nada más, pero tampoco nada menos, que el despliegue de un espa-
cio en que por fin sea posible pensar de nuevo.11 Pensamiento de la
multiplicidad, que se atenga a la fragilidad del suelo sobre el que
descansa; pensamiento fantasma que pueda al fin desligarse de las
deterinaciones de un yo pensante para encontrar, en su propia de-
terminación, sólo la forma de su despliegue como repetición del
pensamiento mismo; pensamiento, en fin, que pueda liberarse de la
presencia dictatorial del sujeto y de las manifestaciones equívocas del
objeto. Pensamiento azaroso pero afirmativo, fuera de toda categoría
que lo ate y lo someta; en suma, pensamiento del límite y pensamien-
to en el límite.

Fisura del Yo y serie de los puntos significantes no forman la unidad


que permitiría que el pensamiento fuese a la vez sujeto y objeto; sino
que son ellos mismos el acontecimiento del pensamiento y lo incorpo-
ral de lo pensado, lo pensado como problema (multiplicidad de pun-
tos dispersos) y el pensamiento como mimo (repetición sin modelo).12

11
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 333.
12
Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 24.

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Historia y lenguaje
El dispositivo analítico de Michel Foucault
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estuvo a cargo de Sigma Servicios Editoriales,
bajo la supervisión de Ramón Luna Soto.
La edición, en papel Cultural de 90 gramos,
consta de 1 000 ejemplares y estuvo al cuidado
de Cristina Carbó

DR © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas


http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/lenguaje/foucault.html

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