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Le quiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció.

Crónicas
Le guiñó un ojo, volteó la
esquina y desapareció
Crónicas

Editor literario:
Gabriel Jaime Alzate

Facultad de Psicología
2013
Alzate, Gabriel Jaime
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas
Gabriel Jaime Alzate, editor literario.
- Cali : Editorial Bonaventuriana, 2013
200 p.
ISBN: 978-958-8785-05-9

1. Crónicas 2. Relatos personales 3. Guerra y sociedad 4. Violencia juvenil
5. Conflictos sociales

C868.4 (D 23)
A478

© Universidad de San Buenaventura Cali


Editorial Bonaventuriana

Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

© Gabriel Jaime Alzate, editor literario


Facultad de Psicología
Universidad de San Buenaventura
Colombia

© Editorial Bonaventuriana, 2013


Universidad de San Buenaventura, de Cali.
Calle 117 No. 11 A 62
PBX: 57 (1) 5200299
http://editorialbonaventuriana.edu.co
Bogotá – Colombia

Los autores son responsables del contenido de la presente obra.


Prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio, sin permiso escrito
de la Editorial Bonaventuriana.
© Derechos reservados de la Universidad de San Buenaventura.

ISBN: 978-958-8785-05-9
Tiraje: 300 ejemplares.
Depósito legal: se da cumplimiento a lo estipulado en la Ley 44
de 1993, decreto 460 de 1995 y decreto 358 de 2000.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia.
Le guiñó un ojo. volteó la esquina y desapareció. Crónicas, es un libro de crónicas escritas por los estudiantes de la Facultad
de Psicología de la Universidad de San Buenaventura Cali, por lo tanto los personajes y las situaciones presentadas en las
crónicas son de responsabilidad de los autores y no comprometen el pensamiento y la filosofía de la universidad. Algunos
nombres han sido cambiados por petición expresa de los personajes.
Índice

Presentación 13
• Danza, salti, danza 15
Juan Sebastián Zúñiga Mosquera

• Errores humanos para toda la vida 23


Alejandra Magón Zabala

• El más joven y el más viejo caen 33


Andrea Ramírez Lenis

• El Calvario de Gafitas 45
Cristián Adrián Ibarra Jaramillo

• Las Diez lágrimas de Ángel Lebrón 59


Julián Esteban Benítez Vásquez

• No me hablen de esa gente 69


Daniela Díaz López

• Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció 77


Daniela Galvis Sánchez

• Seamos realistas, vivamos lo imposible 85


Dayana Gutiérrez

• Alguien enfermo no es belleza 97


Diana Lorena Gutiérrez Ardila

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

• No soy cualquiera, soy la mejor y la más bella 107


Jessica Betancourt Márquez

• Quítate la máscara con estilo y sabor 117


Leidy Carolina Rodríguez

• Ni putas ni nada, solo mujeres 125


Laura Lucía Martínez Estevan

• Bailando al ritmo de la vida 134


Lina Marcela Londoño

• Anubis 145
Manuela Rocha Ruiz

• ¿Cuánto nos darán por estos pelados? 157


Melissa Benavides Bohórquez

• Mamá, mamá, yo quiero ir donde Kathe 167


Paola Andrea Argüello

• ¡Jueputa!, ¿me estoy enloqueciendo? 175


Paula Vanessa Valencia López

• ¿Quien miente? usted o... 183


Vanessa Ardila Téllez

• Ni la primera, ni la última 193


Willian Andrés Hurtado León

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En el proceso de elaboración de este libro fue fundamental para
la relectura, selección, corrección y orden de los textos que lo
integran, el trabajo realizado por la estudiante de la Facultad de
Psicología, Stephanie González Córdoba, de octavo semestre.

Nuestra gratitud y reconocimiento para ella.

G. A.

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Presentación

Epígrafe,
Pepito Pérez.

Cuando nuestros estudiantes de psicología llegan a primer semestre, en el curso


Taller de escritura se les hace una propuesta. Una propuesta que no deben recha-
zar y que constituye el comienzo de un proceso de conocimiento que, sin duda,
dejará más que recuerdos en ellos: Empecemos a escribir una crónica. Elija cada
uno un personaje, una vida que merezca ser narrada desde afuera, sin juicios,
sin ningún tipo de intervención de parte de ustedes. Es apenas el comienzo.

Lo demás, ¿en qué consiste lo demás? Se trata de leer a los grandes cronistas:
Talese, Wolfe, Guerriero, Mac Farquart, Sims, Salcedo y muchos más. Son los
que han puesto en claro cómo hay que ver el mundo, desde dónde y con qué in-
tención. Los que han mostrado una senda para que otros aprendan a transitarla,
a escribirla, mejor dicho. Y a eso, justamente, es a lo que invitamos a nuestros
estudiantes. A ver el otro lado de los otros, la cara que se esconde detrás de la
vida de cualquier vecino, académico, deportista, reinsertado, político, artista,
profesional, ama de casa, ejecutivo, agente viajero, para solo citar algunos oficios
entre los miles que han escogido los seres humanos que van por la calle. Y estos
estudiantes, psicólogos en formación, resuelven contar esas vidas, preguntar por
ellas, buscar otros diferentes puntos de vista, informarse acerca de los oficios,
de las soledades, las penas y las ilusiones que la gente maneja, esconde, exhibe,
construye cada día.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

El proceso implica leer, escribir, reescribir. Nada más que eso. Igual comprende
preguntarse, oír, dejar que el otro hable, se cuente, se narre. No interrumpirlo.
Vivir con, cerca de, junto a, al mismo tiempo que el personaje que ha de con-
vertirse en el protagonista de su crónica. Es el comienzo de un trabajo de clínica,
para decirlo en términos más precisos: conocimiento del otro y acercamiento
a la comprensión de su vida.

Luego de la escritura llega la confrontación de su modo de ver el mundo con las


realidades que viven los demás. Así empieza el futuro libro de crónicas, así ha
sido a lo largo de estos cinco volúmenes. Esperemos que el tiempo sea generoso
con todos y haya más opciones de escritura, más inquietudes, más preguntas.
Personajes, historias por el contar, sobran.

Gabriel Jaime Alzate Ochoa.


Profesor Taller de escritura
Facultad de Psicología.

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1

Danza, salti, danza


Juan Sebastián Zúñiga Mosquera
II Semestre de Psicología
Las notas del Vals del Emperador del maestro Strauss resuenan en la sala de
ensayo número cuatro del Instituto Colombiano de Ballet Clásico, Incolballet.
En el tablado veinte danzantes parecen flotar al compás del piano. Al frente de
estos bailarines profesionales se encuentra el maestro Italiano Gaetano Petrosini
quien el 11 de febrero de 2013 vino a Cali a dirigir uno de los montajes de la
compañía.

El reloj marca la 1:30 pm y el maestro Gaetano, con sus 1.70 de estatura y sus
delgadas pero fuertes manos, palmea cada vez que da una orden al grupo de
bailarines que en el centro de la sala ejecutan el Arabesque, paso básico en el
que el cuerpo, apoyado en una pierna extendida hacia atrás y las manos en
posición armónica, crean una línea perfecta desde la punta de los dedos de la
mano hasta los dedos del pie. Este movimiento se repite una y otra vez hasta que
el maestro dirige su mirada al extremo izquierdo de la sala donde los estudiantes
de octavo de ballet –grado once– intentan imitar los pasos de los bailarines de
la compañía, a quienes ven en los enormes espejos que rodean la sala.

Esta es la segunda vez que el maestro viene a Colombia. En la primera ocasión


hace tres años, vino como bailarín de la compañía Danse Partout y en esta se-
gunda es invitado por la maestra Gloria Castro para dirigir Tanguiando, obra que

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

se presentará en el Festival Internacional de Ballet programado para el mes de


junio de 2013. Ensayan cuatro horas diarias de lunes a sábado.

Una de las imágenes que el público apreciará es el grupo de seis hermosas bai-
larinas que con sus maillots negros y sus cabellos recogidos mueven sus cuerpos
al compás del Vals número 2 de Dimitri Shostakovich. Se deslizan en sus calen-
tadores y zapatillas bloch de un lado al otro y extienden las manos de derecha a
izquierda invitando a seis bailarines que en sus mallas negras rápidamente se les
unen. En ese momento el maestro Gaetano se acerca y les corrige la posición
de los brazos; las jóvenes se mantienen en puntas mientras los bailarines las
sostienen por la cintura y caminan a su alrededor.

La música continúa. Varios grupos se dirigen al centro de la sala para luego


apartarse y darle espacio a una pareja que cruzando miradas y pasos se coquetean
y giran entre sí mientras sus cuerpos se rozan y las manos del bailarín se posan
en la cintura de la bailarina. Luego, empiezan a subir suavemente hasta su cara
dando la sensación de que van a juntar sus labios.

Por unos instantes son el acto central del espectáculo hasta que el maestro
Gaetano hace una señal a la pianista para que interrumpa la música. Se acerca
a la pareja y es entonces cuando se escucha su voz que en italiano da las últimas
indicaciones. Con un palmoteo del maestro la pianista retoma la melodía y los
bailarines se unen para ensayar por última vez la coreografía.

En medio de los bailarines hay uno que sobresale no solo por su elegancia al
hacer los pasos sino por ser la única mujer negra. Es Evelyn Rentería, tiene die-
cinueve años, es graduada de Incolballet y ahora está en periodo de prueba para
hacer parte activa de la compañía. Aunque no lleva mucho tiempo ensayando
con ellos se sabe los pasos a la perfección y cuando la corrigen o le llaman la
atención lo toma de la mejor manera: “La repetición conduce a la perfección y
eso es lo que me gusta de Gaetano, porque de tantas cosas que dice, uno le va
agarrando confianza y ya no me siento intimidada como cuando recién llegó.
Creo que eso ha generado mucho cariño y ha aportado bastante en la relación
maestro-estudiante”, dice.

Cuando el reloj marca las 4 p.m. todos los bailarines empiezan a hacer el afloje
o estiramiento final en el piso. Se abren de piernas y llevan el abdomen de una
rodilla a otra. En una esquina de la sala está Salomé Trujillo, una de las bailarinas
más jóvenes, tiene el cabello negro recogido y una sonrisa que ilumina la sala.
Recoge una toalla y un termo con agua y los introduce en su maletín. Tiene
veintidós años y lleva seis en la compañía. Todavía siente el cansancio de una

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Danza, salti, danza

rutina de más de cuatro horas que le exige no solo físicamente sino también
mentalmente. Seca las gotas de sudor que bajan por su frente, pues el ensayo
de hoy ha sido particularmente agotador. El maestro llegó de malgenio y los
hizo repetir una y otra vez los pasos con poco tiempo de descanso. A pesar de
que lleva seis años bailando Salomé siente el cansancio en su cuerpo: “El día
que no salga cansada de aquí es porque lo hice todo mal”. Al lado de Salomé
está Leonardo Ramírez de veintiún años y ocho de estar en la compañía. Dice
haber viajado por Europa y la presentación que más recuerda fue en Holanda
donde bailaron Barrio Ballet. Leonardo llega treinta minutos antes para calen-
tar y ensayar un poco antes de que la sala se llene. Son cuatro horas saltando,
corriendo, bailando y repitiendo los pasos varias veces hasta que queden casi
perfectos. “No me puedo quejar de los ensayos; estos son los que nos mantienen
los cuerpos así. No tenemos necesidad de irnos a matar a un gimnasio ni hacer
dietas extremas, con el solo hecho de venir y bailar con dedicación y tomar
mucha agua se logra lo que se tiene”. De Gaetano dice que es un excelente
maestro quien a pesar de la barrera lingüística ha logrado acoplarse muy bien.
El grupo sabe que las correcciones y los comentarios son hechos con la mejor
de las intenciones: “Ustedes son buenos –dice– pero yo vine aquí a volverlos
perfectos”.

El reloj de la sala marca las 4:30 p.m. Gaetano sale y habla en italiano algunas
palabras por celular y antes de cerrar la puerta se despide de sus estudiantes.
Con sus gafas negras de Marc Jacobs, un jean claro, zapatillas negras y su bolso
negro de Calvin Klein camina hasta la entrada donde lo espera el taxi para
llevarlo de regreso a casa.

***

Es 11 de febrero de 2013. En el vuelo 8412 llega a Cali Gaetano Petrosino


desde Salerno, Italia. Es su segunda vez en la ciudad. “Cuando crucé la puerta
de llegadas había muchas personas esperándome y a todos los que salíamos nos
gritaban ‘Bienvenidos’. Había ruido de tambores, platillos y silbatos. Eso es algo
que uno nunca verá en Italia”.

El día de Gaetano empieza a 6:00 am con un tinto sin azúcar y mientras recorre
su apartamento ubicado en El Caney elige lo que va a ponerse para ir a trabajar.
Abre su clóset donde hay camisas, camisetas, pantalones, jeans y sudaderas.

Aborda un taxi y se dirige a Incolballet. “No me gustan las busetas ni mucho


menos el MIO porque hay muchas personas y porque me han dicho que es peli-
groso”. Las gotas de sudor caen sin parar de su rostro. El trancón de las 10:00 am

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

en la vía Cali-Jamundí retrasa su llegada. “Me aterra ver cómo la gente maneja
en esta ciudad y todo el ruido que hacen los conductores con los pitos y cómo
discuten entre ellos”, dice Gaetano mientras sus dedos hacen círculos en su sien.

A sus ocho años Gaetano ve por primera vez una presentación de ballet en la
ciudad de Nápoles. Ese día bailaba su prima Cristina Spisso. “Fue como amor a
primera vista”, dice. Dos años más tarde el niño Gaetano habla con sus padres
acerca de su deseo de bailar ballet. A su padre no le gustó la idea, pero en su
madre encontró el apoyo que este no le daba. Meses después estaba en Tulsa
Ballet que aunque era una academia pequeña ubicada en su ciudad natal era
más de lo que Gaetano esperaba.

Nando Angelini fue su primer maestro y de él aprendió a trabajar hasta el


cansancio. Repetía una y otra vez las coreografías hasta que sus pies no daban
para más. De su maestro aprendió a amar el ballet y su vida se redujo a bailar
en la Academia y en su casa. “Me quedaba dormido pensando en ballet y me
levantaba pensando en ballet”.

Su primera presentación y tal vez una de las que más evoca fue El lago de los
cisnes en la que interpretó a Sigfrido, el príncipe que debe de luchar por amor
y que tiene que romper una maldición para estar con su amada Odette. Cierra
los ojos y suspira profundamente al hablar de la obra Don Quijote. “Es una de
mis favoritas por su preparación tan agotadora y por la energía que desprende
el público hacia los bailarines”.

Mira el reloj y recuerda que el ensayo debe continuar. “Ya no alcancé almorzar”,
dice, y entra a la sala donde lo espera el cuerpo de bailarines de la compañía.
Suena el piano.

Es 20 de abril de 2013. En las afueras del Teatro Municipal Enrique Buenaventura


la gente espera que sean las 6:00 pm para entrar al teatro en donde se estrenará
Tanguiando. A las siete la sala se oscurece y entre un mar de aplausos se abre el
telón. Aparece en escena la pareja de bailarines, suena la música y comienzan
a girar mientras sus miradas se cruzan y sus manos se unen. Recorren todo el
escenario mientras los otros bailarines los siguen formando parejas. Los hom-
bres se apoyan en sus piernas para recibir a las mujeres que luego de un salto se
posan en ellos. Con coordinación impecable bajan de la pierna a su pareja y en
puntas de pies comienzan a caminar hacia una de las esquinas del escenario. Se
cierra el telón entre aplausos del público y cuando se vuelve abrir sale Leonardo
Ramírez haciendo un solo. Lleva puesta una licra rosada y encima de una falda
de tiras de diferentes colores. Baila por todo el escenario haciendo diferentes

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Danza, salti, danza

movimientos con sus brazos y piernas; salta, grita, hace piruetas, se detiene en
el centro y hace un tour en l’air.

Apoyándose en sus pies da dos giros en el aire y cuando toca el suelo vuelve
y da otro giro hasta que cae al suelo. Eleva su espalda y sus piernas y cae nue-
vamente; no se mueve. La música se detiene y se escucha un ruido similar al
agitar de varias monedas. Sale una bailarina en puntas con un vestido azul largo
y en su cintura lleva un velo similar al que usan las bailarinas de danza árabe.
En cada mano tiene la punta de la túnica y parece que el viento es el que la
mueve. La música continúa y la bailarina camina en puntas hasta donde está
el cuerpo del bailarín. Moviéndose en círculos alrededor de este lo tapa con la
túnica y dando saltos por el escenario comienza a hacer varios developpés que
consisten en la elevación pausada de una pierna hasta la altura de la rodilla de
la pierna de apoyo para después abrirla suspendida en el aire hasta sostenerla
controlada en posición y con elegancia. Se retira de la escena después de darle
vida al bailarín quien de un solo salto se pone en pie y al sonar de unos tambores
empieza a mover su cuerpo agitándolo y dando giros sobre su pie. Vuelve a caer y
comienza a buscar con desespero a su pareja que está en puntas en una esquina.
Se miran fijamente y cuando el bailarín aplaude ella corre hacia él y se entrega
a sus manos mientras él intenta levantarla formando así una línea casi perfecta.

Desde los palcos del teatro se escucha una voz aguda que en italiano dice con
gran efusión: “Bravo, bravissimo". Es Gaetano. “Todas las cosas malas se van,
se esfuman por un momento y lo único que se siente es una energía única que
desprende la emoción y los aplausos del público”, dice visiblemente contento.

En un costado del escenario el resto de los bailarines observa a sus compañeros


mientras esperan que se detenga la música y baje el telón para salir todos y
acomodarse en línea recta cogidos de la mano. Una vez el telón sube de nuevo,
se ahogan en un mar de aplausos.

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2

Errores humanos para


toda la vida
Alejandra Magón Zabala
III Semestre de Psicología
La medicina como ciencia ha permitido que los seres humanos alcancen el
bienestar físico y en muchos casos espiritual. Pero como los ejecutores de esta
son seres humanos, cometen errores que pueden cambiar la vida de una persona
y su familia para siempre. Tal es el caso de la familia Giraldo Ordoñez, integrada
por Hugo Giraldo (padre), Clara Ordoñez (madre) y sus cuatro hijos.

Santiago es el menor de cuatro hermanos. Nació el 10 de mayo del 2005.


Después de un embarazo y un parto normal, pesó casi ocho libras y midió 52
centímetros. “Nació completamente sano, grande y hermoso. Cuando tenía un
mes de nacido lo llevé a sus primeras vacunas”, dice Clara. A esta edad a los
infantes se les aplican cuatro vacunas: hepatitis B, pentavalente y neumococo
que son inyectables y el rotavirus que es oral. “La enfermera nos dijo que si al
bebé le subía fiebre era normal y que lo tratara con acetaminofén o un baño de
agua fría, y así fue”, dice Hugo, su padre.

Ocho días después de las vacunas Santiago presentó fiebre y malestar. Clara lo
trató como la enfermera le había explicado. “Le dimos acetaminofén y baños de
agua fría pero al ver que la fiebre no cedía decidimos consultar y llevé al bebé a
la clínica. Allá lo volvieron a bañar y nos mandaron para la casa”. El niño con-
tinuó con el malestar los dos días siguientes por lo que su madre decidió volver

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

a la clínica. Para ese entonces tenía 40 días de nacido. “Ante mi insistencia el


médico decidió mandarle exámenes de sangre y orina; le dije que Santi tenía el
pecho congestionado y le pregunté por qué no le mandaba unas nebulizaciones
para descongestionarlo; su respuesta fue que él era el médico y que yo no sabía;
así que le tomaron el examen de sangre y quedó faltando el de orina”.

La idea que tiene Clara hoy de los médicos es que muchos de ellos solo trabajan
por ganar dinero. No tienen amor por su profesión y no miden la gravedad de
algo que parece insignificante, por negligencia o porque no se trata de uno de
sus familiares; se creen unos dioses y no son conscientes de que al igual que los
demás se pueden equivocar.

El médico le dijo a Clara que llevara a su bebé a casa porque sin el examen de
orina y el resultado de ambos exámenes no podían formularle ningún medica-
mento, así que de nuevo había que esperar. “¿Cómo le dices a un bebé que orine
porque es urgente? Así que no me fui a casa sino que me quedé en la sala de
espera dándole tiempo para tomar el examen que faltaba. Estando ahí comenzó
a hacer movimientos bruscos, como brincos, que para mi eran desconocidos pues
nunca había visto una convulsión”. La fiebre no cesaba así que Clara decidió ir
por ayuda y se acercó a uno de los guardas que estaba parado en la entrada de
los consultorios. Junto a éste se encontraba una enfermera:

—¿Por qué mi bebé hace así? —preguntó.

—No se preocupe mamá, eso es normal. Mejor vaya y siéntese —respondió la


enfermera.

“Me dije a mí misma: ‘esto no es normal’, así que me detuve a pensar qué haría”.

Al ver que no obtenía respuesta, Clara decidió entrar a la fuerza al consultorio


del doctor y este al verla le dijo:

—¿Otra vez usted? ¿No le dije que esperara?

“Como si estuviera mal que yo deseara el bienestar de mi hijo y quisiera entender


qué le estaba sucediendo. Puse a Santi en la camilla y le dije:

—¡Mireee! Mire a mi bebé ¿por qué está haciendo así?

Santiago no había dejado de convulsionar. El médico solo lo miró y sin tocarlo


dijo: “Ve, sí, está convulsionando”, y señalaba con su dedo de un lado a otro.
Ante eso Clara solo pudo gritar: “¿Y entonces? ¡Haga algo!”.

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Errores humanos para toda la vida

El médico reaccionó y llamó a la enfermera para que lo tratara con algunos


medicamentos. “A partir de ese momento la vida de mi hijo nunca sería igual”,
dice su padre. “Empezó un calvario de dolor para él y para nosotros, su familia”,
agrega Clara.

Santiago fue hospitalizado y llevado a una sala donde lo canalizaron y fue puesto
en observación. “Le aplicaron un sedante y no recuerdo cuántas horas estuvo
dormido. Al cabo de un rato, esperábamos ansiosos que nos dijeran qué pasaba
con mi bebé”, dice Clara.

Los doctores les dijeron que debían hacerle unos exámenes y tomarle unas radio-
grafías, pero para eso debían esperar a que Santiago despertara, y posiblemente
demoraría en hacerlo pues le habían puesto un sedante extremadamente fuerte.

“Al rato Santi reaccionó y procedimos a tomar sus exámenes, pero una enfermera
con cara de vergüenza se nos acercó y nos dijo que debía sedarlo de nuevo porque
les había faltado la punción lumbar para descartar que fuera meningitis y no
podían realizar el examen con el bebé despierto”, dice su padre. “La enfermera
nos explicó que la punción lumbar era un examen muy delicado ya que es una
inyección en la columna para extraer un líquido. Por tal motivo era imposible
permitir que un niño tan pequeño estuviera despierto”, cuenta Clara.

“No sabíamos si dejar que lo sedaran otra vez. Entonces se nos acercó otro enfer-
mero y nos dijo entre sorprendido y molesto: ‘¿Cómo es posible que hayan dejado
pasar por alto este examen? ¡No hicieron nada!’. Estábamos igual de asombrados
y confundidos que él. Accedimos a que le realizaran el examen pensando que
después de esto nos dirían qué estaba sucediendo y por fin iríamos a casa”.

Santiago fue llevado a una sala y lo pusieron en una camilla. Después de unos
minutos llegó una nueva doctora. “Nos dijo que se encargaría de tomar el examen
y que estaba esperando que le trajeran el instrumental que necesitaba, pues no
lo había en la clínica y habían salido a conseguirlo”, agrega Clara.

“A mí me pareció normal. No pensé que se fueran a demorar, pero al ver que


el tiempo pasaba y nadie llegaba con lo que Santi necesitaba para el examen,
comencé a desesperarme y a preguntarles a los jefes de enfermeros y doctores
qué era lo que sucedía; por qué tardaban tanto. Al no obtener respuesta les
pregunté dónde podía comprarlos o que me dejaran llevar al bebé a otra parte
pero que no soportaba más esta incertidumbre”, dice Hugo.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Después de una hora la doctora entró a la sala con sus guantes y su ropa
esterilizada lista para hacer el examen aunque preocupada, pues había trans-
currido mucho tiempo y temía qué el efecto del sedante desapareciera. “Entró
un enfermero y le entregó lo que parecían ser los recipientes que estábamos
esperando”, dice Hugo.

—¿Qué es esto? ¿Cómo se les ocurre traerme tubos de ensayo? —dijo furiosa.

“Yo la vi muy molesta y decidí preguntarle qué era lo que estaba sucediendo”,
dice Clara.

—No puedo arriesgarme a que se contaminen las pruebas y no puedo creer que
me salgan con esto después de que ya estoy esterilizada —respondió.

“Me miró y me hizo un gesto de lástima, como diciéndome qué pesar, todo lo
que esperaron y este examen no podrá realizarse”, agrega Clara.

Clara y Hugo se sorprendieron y se detuvieron a pensar qué harían. “Decidimos


buscar al doctor de nuevo para contarle lo sucedido”.

—Vamos a tratarlo como si fuera meningitis con antibióticos extremadamente


fuertes. No podemos esperar más y es mejor pecar por exceso que por defecto
—dijo.

Santiago fue llevado a una habitación. Ya era media noche. “La enfermera de
turno fue una o dos veces. Yo la llamaba porque mi bebé continuaba convul-
sionando y lo único que le aplicaban era ese antibiótico para la meningitis y
aunque yo llamara a la enfermera ella no venía. Fue la noche más larga de toda
mi vida. Yo oraba y oraba,clamándole a Dios que mi bebé no se fuera a morir”,
dice Clara.

Santiago no reaccionó en toda la noche. Clara permaneció a su lado atenta a


cualquier cambio. “Al amanecer, abrió sus ojitos; pienso que fue la última vez
qué Santi me miró”. A las seis de la mañana un doctor se acerca a Santiago,
lo mira y empieza a revisar su historia clínica. Después de unos minutos, muy
enojado comienza a regañar al personal que en ese momento estaba de turno.

—¿Por qué este niño está aquí? ¿Por qué no le han realizado nebulizaciones si
sus bronquios están completamente congestionados? —preguntó.

28
Errores humanos para toda la vida

“Me quedé asombrada. Este doctor era un ángel que Dios me había mandado.
Desde el principio yo rogaba por las nebulizaciones y ahora tenía a un doctor
de mi lado”, dice Clara.

—Es increíble que un bebé en este estado esté aquí. Debió haber sido remitido
a una UCI pediátrica desde la noche anterior —dijo el doctor.

De inmediato ordenó que Santiago fuera remitido por urgencias a la Fundación


Valle del Lili. Lo que comenzó como un simple resfriado, unas nebulizaciones
y medicación para la fiebre se había complicado.

“Los Giraldo llegaron a eso de las ocho de la mañana del domingo con Santiago,
que inmediatamente fue remitido a la UCI. Estaba a punto de un paro respira-
torio. Ese chiquito se encontraba muy mal de salud y uno no podía comprender
cómo los otros doctores no habían hecho nada. Un poco más y ese bebé se
muere”, cuenta Laura, una de las enfermeras de la Fundación Valle del Lili.

Esa mañana Santiago ingresó a la UCI. “No pude quedarme con él. Ese día mi
hijito estuvo inconsciente y así lo estaría por casi dos meses”, cuenta Clara. Al
día siguiente ella y Hugo se dirigieron nuevamente a la Fundación Valle del Lili
a ver a Santiago. “Recuerdo que llegaron muy entusiasmados a ver a su bebé sin
saber que la noche anterior casi lo perdemos, pues sufrió un paro respiratorio.
Yo había estado de turno toda la noche y era muy difícil decirles que su hijo
casi muere”, dice Laura.

“De ahí en adelante solo fueron malas noticias. Aparte del paro respiratorio,
Santi sufrió una trombosis cerebral. En fin, muchas cosas más se sumaron en
ese instante”, dice Clara. “El examen de la punción lumbar dio como resultado
lo que temíamos: meningitis bacteriana por neumococo”, señala Hugo.

A causa de esto, fue necesario que le suministraran antibióticos extremadamente


fuertes y le pusieran sondas para que orinara y alimentarlo; su estado de salud
era reservado.

“Cada día yo le llevaba de mi leche para que se la pusieran por la sonda y así al
menos recibiera un poquito de vitaminas. Fue un tiempo de prueba muy difícil
y creo que si mi esposo y yo no hubiésemos tenido a Jesús en nuestro corazón
no lo hubiéramos podido soportar”, dice Clara.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

En la fundación les enseñaron los cuidados que en adelante debían tener para
con Santiago ya que su estado era muy delicado y era peligroso que las sondas
se infectaran. Los padres, llenos de dudas, acosaban al doctor con preguntas:

—¿Cómo está mi bebé?

—Tu bebé está muy mal. En cualquier momento puede morir; las posibilidades
de que sobreviva son muy mínimas y si lo hace va a quedar ciego o sordo —dijo
el doctor.

“Yo pensaba: ‘esto no es para mí’; me aferraba al hecho de que Dios podía e iba
a hacer algo con esta situación”, expresa Clara.

Así estuvo Santiago. Entró a la clínica de 41 días de nacido y salió de casi


cuatro meses.

“Mi bebé tuvo que soportar tantas canalizaciones en sus venitas de las manos,
los pies y las piernas que al final fue necesario hacerle un cateterismo en la vena
del cuello porque el resto de sus venas estaban destrozadas. Después de esto
salió de la UCI y lo pasaron a hospitalización. Yo me sentía muy feliz, pues esto
significaba que estaba estable, pero cuando lo estaba vistiendo note que Santi
no me miraba”, cuenta Clara. Habló con su esposo y juntos decidieron hablar
con el pediatra.

—Doctor, Santi no me está mirando —dice Clara angustiada.

—Entonces, señora, hay una posibilidad de que el antibiótico para contrarrestar


la bacteria haya dañado el nervio óptico —respondió el pediatra.

Pero no solo fue el nervio óptico; Santiago también había perdido la audición.
Fue necesario, entonces, enseñarle de nuevo a hacer cosas como chupar ya que
a causa de su enfermedad lo había olvidado. Santiago comió por su boca de una
manera normal solo a los tres años. A esa edad enfermó de bronconeumonía.

“De nuevo teníamos en la clínica a la familia Giraldo. Ya había pasado mucho


tiempo desde que su hijo había estado en la UCI y para este momento Santiago
tenía tres años y estaba mucho más grande. Pero en esta ocasión el tratamiento
sería más difícil” dice Laura.

“Mi bebé se puso muy mal de un momento a otro”, agrega Clara. “Cuando es-
tábamos en la clínica esperando a que nos atendieran yo sentía mucho miedo
de lo que pudiera pasar”.

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Errores humanos para toda la vida

“Tuvimos que practicarle una gastrostomía para poderlo alimentar sin que co-
rriera el riesgo de ahogarse. Para ese momento su estado era tan crítico como en
aquellos meses que estuvo internado en la UCI cuando era más bebé. O bueno,
tal vez era un poco más crítico”, explica la enfermera.

—Otra vez de la casa a la clínica y de la clínica a la casa. De nuevo, esa cons-


tante preocupación de si Santiago soportaría las sondas, las inyecciones y los
tratamientos que la última vez casi le cuestan la vida”, dice el padre del niño.

El estado de salud de Santiago había empeorado. Aun así, Clara y Hugo a pesar
de sus miedos y preocupaciones se aferraban a la idea de que se repondría y
saldría adelante como ya lo había hecho en la anterior ocasión.

“Aunque mi Santi fuera un pequeño niño era más fuerte que muchos de los
adultos que nos encontrábamos en la clínica”, dice Clara.

“Para mí Santiago es una de las cosas más bellas que tengo en el mundo. Nunca
he sentido vergüenza de decir que es mi hermanito; por el contrario, me siento
orgulloso de ser hermano de un luchador. Al principio sentí mucha ira con el
doctor que provocó todo esto con sus insensateces, pero con el tiempo entendí
que más sufre aquel que odia que aquel que es odiado. Por esta razón decidí
no darle importancia a ese hombre, pues no la merece, y más bien disfrutar
de lo maravilloso que es Santiago. Sé que los especialistas que han visto a mi
hermano han dicho que no tiene esperanzas de mejorar y que no ve ni oye;
pero yo pienso que sí lo hace y que me ama tanto como yo a él. Con Santiago
me siento bien, me siento feliz. Juego con él, le hago cosquillas y tal vez no
reacciona como cualquier otro niño de su edad lo haría, pero sé que cuando yo
lo cargo él entiende que soy yo y sabe que está seguro, que lo voy a proteger.
Yo no voy a permitir que nunca nadie más lo lastime y sé que algún día se va a
recuperar. Dios nos hizo una promesa y estoy convencido de que así será, a su
debido momento”, dice Hugo Jr., el hijo mayor de los Giraldo.

En este momento Santiago ya tiene casi ocho años. La familia ha aprendido a


sobrellevar el dolor a disfrutar cada momento con él.

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3

El más joven
y el más viejo caen
Andrea Ramírez Lenis
III Semestre de Psicología
Él es un habitante más de las calles de Cali. Vive donde lo coja la noche, aunque
últimamente descansa en una vieja banca de cemento junto a un chiminango
del parque que lo vio crecer. En las frías noches se arropa con cualquier “mecha”
que encuentra y si tiene dos, envuelve los zapatos con la otra y la usa como
almohada.

“Marquitos”, como comúnmente lo llaman en el barrio, es trigueño, de con-


textura delgada y baja estatura. Tiene dos hijos de dieciocho y veintitrés años.
Ellos conocen la situación que vive su padre, la aceptan y respetan su espacio.
La comunicación con ellos es constante y trata de enseñarles, según su expe-
riencia, qué está bien y qué no.

Veinte años atrás Marco tenía una casa. Vivía con la que era su esposa su primer
hijo. Tenía un trabajo en una empresa como técnico en electrónica y ganaba un
poco más del salario mínimo y en los diciembres instalaba las luces navideñas
de la cuadra. Para ganarse algunos pesos de vez en cuando arreglaba algunos
electrodomésticos para sus vecinos y aún lo hace.

Un día de 1997, Marco le dijo a la familia que saldría y no tardaría en regresar.


Transcurrieron cinco largos días pero él no volvía. Tiempo atrás había conseguido
un ingreso adicional aparte de su trabajo en una de las reconocidas discotecas

35
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

de la ciudad en los años noventa. Desafortunadamente empezó a sumergirse en


mundo de las fiestas, el alcohol y las drogas y esa era la razón de sus ausencias.
Su jefe era una persona muy adinerada quien “consentía” mucho a sus traba-
jadores y los llevaba a sus fincas donde organizaban verdaderas bacanales con
mujeres, trago y “todo lo que se pueda ver en este mundo”, asegura Marquitos.
Cuando finalmente regresó a su casa se detuvo frente a la puerta por un largo
rato y su esposa, que lo observaba desde la ventana, decidió salir a su encuentro.

—Marco, —le pregunta molesta—. ¿Te parece justo lo que nos estás haciendo?,
¿lo que te hacés vos? Ya no sé qué inventarles a los niños. No sé cómo explicar
tu ausencia.

Pasaron varios minutos y él no contestaba. Su esposa al ver esto, se alteró y le


gritó: “Vos sos un hijueputa”. Desde entonces, Marco no ha vuelto a entrar a
la que era su casa, aunque a veces desde la puerta habla con los hijos y estos
le dan comida.

Marquitos consume bazuco desde que tenía treinta y un años. “Cuando consumo
bazuco me transformo; no me deja mover ni ‘pa’llá ni pa’cá’, simplemente me
agüevo”. También, le produce resequedad en los labios y en la garganta y solo se
calma bebiendo chirrinchi, que es una mezcla de alcohol antiséptico con gaseosa
y se consigue en algunos estancos por menos de cuatro mil pesos.

Hace seis años, a fines de abril Marco se dirigió al centro de la ciudad a hacer
una vueltica que le había pedido una vieja amiga del barrio. Aprovechando su
ida al centro se compró un taco de papeleticas cada una con tenía medio gramo
de cocaína. Abrió un pequeño roto en el cuello de su camisa y en él escondió
el taco redondo de papeletas.

Cuando se dirigía adonde se encontraba su amiga se topó con una patrulla de


la policía que se encontraba haciendo requisas.

—¡Venga, venga, venga, vengaaa! A usted lo estábamos esperando —le dijo


uno de los policías.

-—¿Yo? —preguntó Marco.

—Sí señor, ¡usted! —le respondieron.

—Sí, señor agente, dígame.

—Una requisa, por favor.

36
El más joven y el más viejo caen

Le hicieron quitar los zapatos, los pantalones y la camisa y le encontraron cinco


papeletas de bazuco en el bolsillo derecho de su pantalón sucio y desgastado,
pero se las devolvieron inmediatamente ya que en este país es permitida la dosis
personal. “De una recibí mis papeleticas y me quería abrir rápido, pero cuando me
agaché a ponerme los zapatos uno de los tombos vio que el cuello de mi camisa
se movió de una forma extraña, como si llevara algo pesado”.

—Venga, espere un momentico —le ordenó el policía y puso su mano en el


cuello de la camisa de Marco.

El policía le sacó el taco de papeletas, lo observó y le dijo:

—Papi, le vamos a leer sus derechos. A partir de este momento se encuentra


arrestado.

El policía lo esposó y lo subió a la patrulla.

“Bueno, si el angelito que anda conmigo dispuso que me cogieran, señor Dios,
te agradezco por enviármelos para que me guardaran, porque tal vez si no me
hubieran cogido me hubiera pasado algo”, pensó.

Esa vez lo encerraron en la estación de Junín y allí permaneció dos meses y medio.
Recuerda que cierto día llegó un teniente de la policía y empezó a señalar a las
personas que se iban para Villa Hermosa. “Yo estaba cagado del susto porque no
quería que me llevaran por allá. A mí me han contado que ese lugar es horrible.
Estaba parado haciéndome el güevón y cuando menos pensé ese man me estaba
señalando”. Finalmente no lo trasladaron a Villa Hermosa, ya que en el primer
mes de estadía en la estación se había ganado la confianza y el cariño de los
agentes por barrer, trapear y lavar los baños y las motos de la estación.

La siguiente vez lo cogieron con quince papeletas y le pidieron sus documentos


de identidad, como comúnmente lo hacen. Marco sabe cómo es el “movimiento”
con esto de la droga y le insistía al policía que lo iban a reprender ya que esa
cantidad no daba para que lo penalizaran.

—Mire. Lo van a regañar; créalo que lo van a regañar porque esto que me
acaba de coger no da pa’ una judicializada. Lo van a regañar, páreme bolas —
insistía Marco.

—No, tranquilo Marco Malio —le respondió el policía con acento costeño.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

El policía subió a Marquitos en la patrulla y se lo llevó a la fiscalía de la diez


con trece. “Fue muy cómico. De entrada le dijeron al tombo: ‘¿Cuántas veces,
señor agente, le tenemos que decir que por esa bobada no nos traiga gente aquí?
¡Por favor! Ustedes ya saben que esto es un flagelo, un problema social; es más
la plata que se gasta en papelería que joder con esas papeletas ¡Por el amor de
Dios!, consíganse una persona que ande por lo menos con una libra’. Voltié a
mirar al policía y le dije: ‘te dije que te iban a regañar’”.

Cuatro años atrás, un jueves en la noche Pocho, amigo de Marco, le pidió el


favor de que le comprara droga. Le dio treinta y cinco mil pesos y de ese dinero
le tenía que devolver dos mil quinientos. “De los $2.500 que me sobraron saqué
doscientos para comprarme un cigarrillo, quitarle parte de la picadura, com-
binarla con una papeletica de bazuco y fumármela. A eso se le llama pistolo”.
Marco fumó su pistolo cerca del barrio en el que compró la droga y se dirigió
a la calle frente al colegio San Pedro Alejandrino donde se encontraba Pocho
para entregarle los $2.300 que le quedaban.

—Marco faltan doscientos pesos —dijo Pocho.

—Es que me compré un cigarrillo —respondió Marco.

—Hacen falta doscientos pesos —replicó Pocho.

—Ya te los voy a pasar —dijo Marco.

—¡No!, los necesito ¡ya! —le replicó Pocho.

—No, este… Lo que pasó es que me compré un cigarrillo porque lo necesitaba


—contestó Marco nervioso.

—¡Necesito mis doscientos pesos! —interrumpió Pocho exaltado.

—Mira, mi viejo. Yo te estoy entregando $2.300 de devuelta de los treinta y pico


mil que me diste. Me hacen falta doscientos pesos; me demoré haciéndote esa
vuelta media hora. ¿Por qué no me puedes esperar dos minutos para entregarte
los doscientos pesos?

—¡Los necesito ya! —vociferó Pocho.

Pocho estaba frente a Marco con un caneco de aguardiente. “Pocho se puso


azul, rojo, amarillo. Tenía una caneca de trago y estaba por la mitad. Cogió esa
botella y de lo puto que estaba la rompió y a lo que la rompió me rompió a mí”.

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El más joven y el más viejo caen

Marco cayó al suelo. De su cabeza y brazo izquierdo salía mucha sangre y en


menos de dos minutos con ayuda de su mano derecha se apoyó en un muro
de cemento que había al lado de una matera grande y logró ponerse de pie y
caminado lentamente se fue a la casa de su hermana para que lo auxiliara.

—¡Marco, ¿qué te pasó!? —le preguntó su hermana sobresaltada.

—Tuve un problema por ahí —respondió.

—Marco, ¿por qué no hace lo posible por conseguirse un venenito y se lo toma?


Así descansa usted y descansamos nosotros —le replicó su hermana con furia.

—Pues podría ser —le contestó imperturbable. —Pero es que yo quiero tanto
mi vida. Entre otras cosas ese vicio me ha costado tanto que yo no lo puedo
dejar. Si me vas a curar, curame; si no, dejame tranquilo y yo me voy; y si tenés
platica para el venenito regalámela.

Su hermana le vendó el brazo con una gasa, le dio una pasta para el dolor y
puso una colchoneta rota y desgastada en el suelo de la sala y le dijo que se
acostara y descansara ahí, pero que al siguiente día antes de las ocho de la
mañana tenía que irse.

“Yo llegué a la casa de mi hermana como a las once y media de la noche y como
a eso de las dos y pedazo de la mañana me paré y me fui a la casa de la Mona.
No me aguantaba el dolor y pensaba que me iba a desangrar; menos mal que
es cerca de la casa de mi hermana. Llegue allá, toqué la puerta y la monita se
demoró en abrirme”

Pasaron diez minutos hasta que su amiga le abrió, lo invitó a pasar y le dijo que
descansara en su cama porque la herida se veía muy mal. A eso de las ocho
Marquitos estaba pálido, tenía fiebre muy alta y su brazo seguía sangrando. La
Mona le dijo: No, Marco, no aguanta que usted esté votando sangre así, papito.
Usted ya no está ni rojo, ni azul, ni amarillo; ¡usted está muerto! Yo tengo una
plata aquí que no tengo por qué gastármela. Camine, vámonos al médico”. Su
vieja y querida amiga lo ayudó a salir a la avenida, pararon un taxi y rápidamente
se dirigieron a un centro de salud.

La enfermera que atendió a Marco le dijo que si hubieran pasado dos días más
habría perdido el brazo ya que se estaba poniendo negro debido a la infección.

—Oye, yo como que a usted no lo cojo con la mano. Me dan como ganas de
ponerle el pie encima para que bote toda esa materia —le dijo la enfermera.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

“Cuando la enfermera me apretaba el brazo para sacarme esa materia yo veía a


la Virgen, al Espíritu Santo y hasta a mi mamá y mi papá. ¡Qué horror!”.

Marco empezó a sentirse mejor. A los pocos minutos la fiebre le bajó y estaba
recuperando su color natural. “Cuando me sacó bastante materia la enfermera
me dijo: ‘si no viene mañana no respondo’”.

Al siguiente día Marco llegó 20 minutos antes de la cita y la enfermera se preparó


para sacarle el resto de materia que le quedaba.

—¿Usted me tiene odio? —le preguntó a la enfermera.

—No, negrito lindo. Yo lo que quiero es curarte —le respondió.

Después de unas semanas Marco se recuperó totalmente de su brazo. “Mi brazo


se puso bien; solo me queda una cicatriz de las muchas que tengo”.

Desde hace algún tiempo los hermanos de Marco lo dejan dormir en su casa
con la condición de que llegue antes de las diez de la noche y se marche al
día siguiente antes de las siete. Un miércoles temprano, uno de los hermanos
llamó a informar que Ferney, el hermano mayor, había sufrido un accidente y
se encontraba en estado crítico.

—Marco, Ferney está que pierde la vida. Él que trabaja, que tiene sus responsa-
bilidades, que es bien, está malo en un hospital; y vos que sos un vago completo
estás bien aquí —le dijo la hermana, irritada.

—Algo tiene que estar pagando; quién sabe qué fue lo que hizo que le está pa-
sando lo que le pasó. Desafortunadamente todas las cosas que uno hace malas
las paga; de pronto no al otro día, pero la vida se las va cobrando —respondió
Marco.

Marco se sintió triste y decepcionado. Salió de la casa y no volvió al barrio los


siguientes dos días. Cuando regresó buscó a su vieja amiga para contarle lo
ocurrido. Se la encontró en el parque de la Virgen y se sentó en la banca junto a
ella: “Mi hermano estuvo a punto de perder la vida; perdió el brazo y casi pierde
una pierna. Creo que la vida le cobró algo que hizo, igual que a mí. Algo tuve
que haber hecho porque se derrumbó mi castillo que construí bien construido.
Le hice buenos cimientos a mi hogar; le puse muy buen refuerzo; pero no sé qué
pasó que se me derrumbó”, dice Marco bajando la mirada.

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El más joven y el más viejo caen

“Mi vida no está totalmente destruida. Se me dañó mi matrimonio, se me dañó


mi hogar, casisito que acabo con mi casa. Pero ahí está… todo, todo, todo, por
la droga…”. Su amiga que lo escuchaba atenta extendió sus brazos y le dio un
abrazo.

—Mona, usted más que nadie cómo me ha llegado. Es difícil. En estos dos días
me tocó abrir unas bolsas de basura para buscar comida. Tenía hambre… me
tocó untarme de excremento —expresó Marco con tristeza.

—¿Por qué no me buscaste? Yo nunca te he negado un plato de comida —le


dijo su amiga.

Marco se puso de pie. Estaba llorando.

—Monita, esta vida que yo llevo es brava, es tremenda; no se la deseo al peor


de mis enemigos —dijo Marco con el rostro compungido.

—Usted cuenta conmigo —le dijo ella mirándolo fijamente.

—No Mona; me siento mal. Usted sabe que todos por aquí me conocen, me
saludan; todo mundo me busca. Marquitos, te necesito pa’ tal cosa, pa tal otra.
Tengo mucha gente que me quiere pero, me siento solo. Pero me gusta estar
solo porque me sirve más que estar acompañado. Uno anda con el mejor de los
amigos y de pronto hace un rotico y de una te echan la culpa —comentó afligido.

Pablo es el sobrino de Marco. Tiene treinta y ocho años de edad y vive en el


tercer piso de una casa en el nororiente de Cali. Convivió y compartió con su tío
toda su niñez y adolescencia. “Cuando yo estaba peladito me compré una moto y
no tenía cómo mandarla a arreglar porque en un taller costaba mucho. Entonces
mi tío llegaba y me decía: ‘venga, venga yo se la lijo’ y de un momento a otro
¡prumm! la moto funcionaba. ¡Ah!, que se dañó tal cosa; mi tío lo arreglaba”,
comenta Pablo con orgullo.

Respira profundo y continúa. “Marco era mi ídolo, un orgullo. Lo admiraba


porque tenía un potencial increíble. Él es de esas pocas personas que saben de
todo, que te arreglan las cosas en un momentico”. Pablo bajó la mirada y suspiró:
“Ahora si uno necesita que le arregle algo hay que estar pendiente de él; si no
se vuela con el objeto o con la plata y uno es el que pierde”.

Pablo recuerda que su tío trabajó mucho tiempo como mensajero de un hombre
adinerado. “Marco era el mensajero de un tipo que tenía mucha plata. Ese tipo
tenía muchas discotecas por allá en los noventa y creo que él veía a mi tío como

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

la persona que le iba a solucionar todo. Pero, por andar ‘pa’allá’ y ‘pa’cá’ hacién-
dole vueltas al tipo, empezó a frecuentar mucho esas discotecas; mujeres, trago
y ya todo era rumba. Yo creo que se dejó influir mucho por esto, y ahí empezó a
consumir y a meterse por la droga, ya que en las discotecas se veía y aún se ve
drogas, pepas; mejor dicho, de todo. Pero ya está en uno si decide meterse o no”.

De vez en cuando Pablo visita a sus tíos que viven en el barrio Salomia donde
permanece Marco y cada vez que va implora a Dios para no encontrárselo.
“Me da tristeza encontrármelo; incluso ni le hablo. Yo lo veo tan mal que me
da pena. Es mi tío y lo quiero mucho; pero, ¿qué puedo esperar de él? Cada vez
que lo veo me suplica: ‘Dame cinco mil pesos; dame diez mil pesos’… y no hay
más qué hablar con él. Es que la verdad no me explico por qué se metió por ese
camino. Nadie en la casa había consumido alguna sustancia alucinógena, los
hijos nunca se le enfermaron como pa’ que él dijera: ‘huy, no, yo me voy a fumar
esto porque mi hijo está enfermo’. ¡Nunca! Yo creo que si mis abuelos estuvieran
vivos estarían sufriendo porque el hijo menor cayó en tremenda situación”.

Hace algunos años Pablo se encontró por casualidad con su tío y este llevaba
una botella de licor en una mano y un encendedor en la otra.

—Qiubo. ¿Y vos es que vas a tocar fondo pa’ salirte ya, o qué? —le preguntó
Pablo.

—Ahh… —dijo Marco, y se marchó.

Pablo asegura que Marco se fue deprisa porque a lo mejor sintió pena. Cuatro
meses atrás Pablo había llegado a casa de sus tíos y estos le comentaron que no
sabían qué hacer con Marco. La situación con él era cada vez más difícil. “La
casa de Salomia tiene tres pisos. En el tercero vive mi tío Herney, en el segundo
mi tía Esperanza y en el primero vive mi tío Vicente”, comenta Pablo.

—¡Se me llevó el televisor! —dijo Herney.

—¿Otra vez Marco robándote? —preguntó Esperanza.

—Pues, ¿quién más? —replicó Herney apesadumbrado.

— ¿Y ustedes por qué dejan entrar a ese marica? Cada vez que vengo se les ha
llevado algo —reclamó Pablo.

“Herney lo dejaba dormir en su casa y Marco se le llevaba la bicicleta, el tele-


visor, una cosa, la otra y todos mantenían y aún mantienen timbrados. Herney

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El más joven y el más viejo caen

le cerraba las puertas, incluso le mandó a poner rejas al tercer piso; pero él
busca por dónde meterse y se le lleva las cosas o se le come la comida. Mi tía
Esperanza no lo deja entrar a la casa; lo saluda desde el portón y mi tío Vicente
mantiene diciendo: ‘¡hay que ayudarlo!’, pero tampoco lo deja entrar a su casa.
Si un día Marco se apareciera por mi casa yo no lo dejaría entrar. Él es mi tío,
pero conmigo no va. Yo no voy a permitirle entrar a mi espacio para que me
robe lo poco que tengo”, dice Pablo.

Hace unos días Marquitos le pidió a un amigo que fuera a Sucre, una olla de Cali,
a comprar un encarguito que le habían pedido. “Eso le pasa a uno por perezoso.
Le dije que subiera a Sucre y que me comprara media libra de bazuco porque
un man me iba a regalar cuatro papeleticas de eso y yo le dije que le daba dos
si iba. Y pasó como hora y media y mi amigo por ningún lado. Entonces, salí a
buscarlo y justo me encuentro con el man que me había mandado.

—Quiubo, ¿dónde está aquello? —preguntó el amigo.

—Uy, mi panita. Cómo le parece que mandé a un amigo a que comprara el


encargo; pero ya se lo traigo —respondió Marco.

“Ese man no me creyó nada. Se transformó de un momento a otro y me dio una


puñalada en el pecho, cerquita de la costilla que tengo rota, con un navajito que
tenía. Me tocó salir a correr porque si me quedo me hace picadillo. Mi supuesto
amigo nunca llegó, por eso es que no confío en nadie”, dice Marco y continúa:
“Será esperar qué me viene; esperar y esperar qué pasa con mi vida. Vamos a
ver qué tiene mi Diosito pa’ mí. Vamos a ver si mis hijos me siguen queriendo y
aceptando más adelante. Yo quiero salir de esto, pero es muy duro. La droga se
vuelve tan indispensable pa’ uno. Pero, nadie me ha obligado a fumar, a meter;
eso le pasa a uno porque uno lo quiere y pues, lo sumo a mi vida, a mi problema.
Esta vida que llevo es muy dura, muy tremenda, no se la deseo ni al peor de mis
enemigos porque es muy brava. Me siento muy mal. Yo no sé si hoy me coja la
noche en el andén de la trece, en una banca o si amanezca tieso...ja, ja, ja. Yo
creo que ni los cuervos van a querer comer de mí a menos que les gusten los
huesos viejos y rotos”.

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4

El Calvario de Gafitas
Cristian Adrián Ibarra Jaramillo
III Semestre de Psicología
Después de un día largo y sin un peso en el bolsillo, Andrés Felipe Suárez, alias
Gafitas, arrastra su costal dirigiéndose hacia su hogar. Piensa que esta noche,
como muchas otras, le va a tocar dormir en la calle porque no logró reunir los
tres mil pesos que vale la pieza en la pensión donde actualmente vive y comparte
su vida con cuarenta recicladores.

Son casi las diez y treinta de la noche y el cielo avisa una fuerte lluvia. En su
recorrido Gafitas se encuentra con un gamín que conoció en unas trabas con
bazuco. El muchacho andaba pegado de un tarro de solución y a duras penas
pronunciaba una frase completa. A lo lejos, Gafitas alcanza a ver una camio-
neta Nissan Murano negra que estaba parqueada y exclama: “Se nos apareció
la Virgen”.

En su infancia, su madre lo levantaba para ir a estudiar. Le tenía listo el café con


leche, dos pandebonos calientes, el saludo de buenos días y una caricia. Hoy
lo levantan las peleas de los socios, las balaceras y el fuerte olor a berrinche y
mierda que se siente en cada cuadra de las ollas de El Calvario, una de las zonas
más deprimidas de Cali. Allí hay que pedir permiso para entrar y hasta se debe
pagar peaje en algunos sectores como si se tratara de otra ciudad.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Gafitas, como lo llaman en la calle por sus grandes anteojos, vive hace diez años
en las calles de El Calvario, Sucre y San Pascual, donde es respetado y conocido
por los colegas recicladores, pero igual será castigado y quizás asesinado si la
embarra.

Sonríe y dice: “Acá no solo está la gente a la que le faltaron oportunidades en


la vida. Acá hay de todo un poco, como un infierno en medio de la ciudad. La
olla es muy curiosa. Todos los días despierto y conozco gente nueva, pero no
cualquier gente. Acá también estamos bien relacionados; tenemos abogados,
matemáticos, profesores y hasta sociólogos, personas que le dan prestigio a la
olla que un día entraron y no salieron”.

Gafitas y su nuevo amigo, el gamín que se había encontrado un par de cua-


dras atrás, deciden acercarse lentamente a la camioneta. En lo primero que
pensaron fue en la pantalla del carro. “Es la más fácil”, dice Gafitas. Se acercó
cuidadosamente a la puerta que estaba entreabierta pero antes le dijo al gamín
que se pusiera mosca y estuviera pendiente de los tombos y de los chismosos que
pasaran por ahí.

Echa un vistazo al interior de la camioneta. El conductor estaba recostado en la


silla y parecía muerto. Gafitas miró el cuerpo inmóvil del hombre que aunque
estaba bastante perfumado, su olor era opacado por el tufo de alcohol que salía
de su boca. Este tipo de camionetas tiene la pantalla integrada al tablero y no
se puede extraer fácilmente, pero era lo único que se podía robar dado que al
parecer no había nada más de valor. Gafitas empieza a esculcar al conductor y
se da cuenta de que tiene algo guardado en la ingle.

“Una de dos: este marica está cagado y usa pañal o anda enfierrado”, pensó
Gafitas. Pero no se iba a quedar con la duda. Suavemente deslizó su mano por el
interior del pantalón del conductor que aunque respiraba, por la borrachera no
sentía nada. Su mano se topa con un bulto grande y en ese momento su respira-
ción empezó a acelerarse. Sudoroso saca el paquete lo abre y vaya sorpresa. “A
ojo, mal contados, hay unos tres millones de pesos en billetes de cincuenta mil.
Me llegó la Virgen”, piensa. Como no estaba dispuesto a compartir su dinero, le
dijo al gamín que el conductor estaba muerto y que se abrieran que eso estaba
caliente. El gamín no le creyó. Se asomó al interior del carro y le dijo:

—Estás ciego o qué. Mírale ese reloj y ese anillo que tiene en la mano —dijo
el gamín.

48
El Calvario de Gafitas

—Cogelos vos que yo no quiero calentarme porque ese mancito está como
muerto —respondió Gafitas.

—¿Vos qué vas a coger, pues? Tanto que te demorás y no cogés nada. Vos vivís
dormido. Poné cuidado que no nos vayan a caer —le replicó el gamín.

—Nooo, yo me largo, no me voy a calentar.

El gamín buscaba que más sacar y Gafitas introduce en su ingle el bulto con
el dinero.

—Hablamos, firma. Me abro, ahí le dejo —le dijo y salió corriendo.

Camina dos cuadras mirando a todas partes. Nunca en la vida había tenido
una suma de dinero tan grande en sus manos. Dio una última mirada atrás y
empezó a correr sin parar. No sabía si gritar, llorar o reír; solo sabía que por lo
menos iba a pasar un buen tiempo sin hambre. De repente recuerda lo que su
madre le inculcó sobre no robar y una frase que le decía: “La vida es fascinante
si sabes vivirla”.

En sus planes está pedir una suculenta chuleta de cerdo en el restaurante y ce-
nadero El Bochinche. “Esta vez no voy a pedir sobrados ni a comer nada agrio”.
Al día siguiente en la mañana va a su casa materna en el barrio Bretaña. Trepa
la reja de la entrada como lo hacía cuando niño y no quería ser visto después
de hacer alguna travesura.

Doña Nelly atiende al llamado de la puerta para encontrase con la sorpresa de


que su hijo por fin volvió a casa después de tanto tiempo. Sin mediar palabra
intentó abrazarlo, pero él, sucio y pasado a bazuco, esquiva el abrazo para sacar
su paquete. Agarra casi la mitad del dinero, toma la mano de su madre y le dice:
“Madre, me lo encontré por ahí”.

Ella no entendía lo que pasaba. Su hijo llegaba después de varios meses una
mañana y con dinero. “Mijo, dígame, ¿usted a quién mató? Yo no quiero sufrir
más”. Le devolvió el dinero rogándole que si lo había robado lo regresara a su
dueño. Gafitas, sin entender la reacción de su madre, guardó el dinero y se fue
sin decir palabra.

Más callado que de costumbre llega a El Calvario después de una noche bastante
agitada por el robo y con el temor de que la policía empezara a buscar al ladrón.
Llega al parche de sus socios, saca trescientos mil pesos y empieza a repartirlos
entre todos. Ellos se reían y no recibían el dinero pensando que eran billetes

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

falsos, de esos de Tío Rico. Gafitas decide llamar a Ana María, una amiga suya
y le muestra el dinero. Apenas ella lo ve se le esfuman las mil trabas que lleva
encima y dice.

—¿Qué hacemos con todo esto?

—Qué no hacemos, mami.

Inmediatamente se dirigen a la pensión que ha sido su hogar los últimos ocho


días para asegurar su estadía pagando dos meses por adelantado para él y su socia.

Ana María es una alcohólica a quien semanas atrás habían visto con siete meses
de embarazo y hoy camina con el estómago plano. No se sabe nada de su hijo
y no quiere que nadie le pregunte; solo se sabe que a la edad de trece años su
madre vendió su virginidad por veinte mil pesos y un mercado. Ana María le
propone a ir a la tienda de la esquina y tomarse unos tragos para celebrar.

Pero estos no son tragos normales. Son los tragos de la olla, una mezcla de alcohol
antiséptico y fresco Royal o Frutiño llamada combinado y servidos en una copa
de guaro. Gafitas solo toma esto cuando está muy estresado o contento, como
esta vez. A ella estos tragos no le hacen cosquillas, dice que, “es como tomar
agüita”. La historia de Ana María, la reparcera de Gafitas, es bien particular y
él la recuerda de paso:

“Salíamos al centro a reciclar y cada vez que ella veía a un hombre empezaba
a tocarle los genitales. Muchos lo tomaban como burla y hasta le seguían la
corriente, pero otros simplemente reaccionaban violentamente por temor a ser
robados. La verdad, ella no tenía un aspecto para nada agradable. El pelo era
una costra y ni hablar de su cara: le faltaba el ojo derecho, pues lo perdió en
una riña callejera. A veces mostraba orgullosa el hueco o se desnudaba para
pararse frente a un bus repleto de pasajeros”.

Un día, terminó su historia. Habló de más con la policía acerca de lo que pasaba
en la olla. “Aquí, todo error y toda cagada se paga con la vida”.

Después de tomarse dos “combinados” y empezar el día con ese desayuno de-
ciden irse de compras al centro de Cali. Ningún taxista se detenía a recogerlos
dado su aspecto físico y sus ropas. Algunos se espantaban al ver a Ana María
con una costra de mugre en el cabello. Después de esperar un taxi por varios
minutos, Gafitas decide sacar un fajo de billete y ponerlos en forma de abanico

50
El Calvario de Gafitas

y así poder viajar. “A pesar de que nos habíamos bañado el taxista estaba que se
vomitaba por nuestro olor, especialmente por el de Ana María”, dice entre risas.

Van a la zona de los gangazos donde venden blusas a tres mil pesos y pantalones
a diez mil. Allí le compra a Ana María cuatro blusas y cinco jeans. Para él solo
compra dos pares de zapatos y dos gorras. Su ansiedad de consumir no lo deja
en paz. Aparte de las prendas también le regaló sesenta mil pesos para que se
hiciera arreglar y cortar la costra del cabello.

La mujer de Gafitas está en la cárcel hace años por tráfico de drogas y porte
ilegal de armas, al igual que su suegra y ninguna de las dos quiere volverlo a
ver en la vida. Esto a él le da igual, pero lo que le duele y lo que lo encadena al
vicio es el dolor de no volver a ver a su hija Luz Angélica.

La familia de su mujer y su hija no solo manejan gran parte de la distribución de


drogas y sustancias psicoactivas en las calles de El Calvario, sino que también
son los encargados de gran parte del control de las famosas oficinas de sicaria-
to de la zona. Por esta razón, después de que capturaron a su mujer no pudo
volver a ver a la pequeña Luz Angélica, pues sus cuñados la alejaron de él con
un revólver y le dijeron que había dejado de ser persona digna para convertirse
en un “zombie” y que su sobrina no debía saberlo. Es consciente de que es un
mal padre y una mala influencia para la niña de quien dice haber olvidado
hasta su rostro y que hoy tiene aproximadamente dos años de edad. Solo por
recuperarla fue que un día le aceptó a Gavilán someterse al tratamiento en la
fundación La luz.

“Gavilán, mi mejor amigo de la infancia y juventud, después de varias amenazas


de muerte y otras cuestiones decidió rehacer su vida en Holanda y dejar los
vicios y muchos pecados en Colombia”. Ambos eran compañeros de colegio:
uno, de familia humilde y otro de familia con dinero por montones. Ninguno
de los dos logró terminar el bachillerato. A la edad de dieciocho años empezó
a traficar con drogas en discotecas, colegios y en parchecitos de niños ricos con
ayuda de Gafitas, quien en ese entonces era como su escolta. Lo acompañaba
donde fuera con todos los gastos pagos.

“Con mi socio pasé las mejores rumbas de mi vida con droga en cantidad y
variedad; lo mejor de lo mejor, no cualquier droga. Nos llegaban las rocas de
perico que empezábamos a raspar en plena rumba y las bolsadas de marihuana.
Me costeaba las mejores hembras, mujeres de revista y trago ni hablar. Casi
siempre se gastaba dos millones en una noche para quedar como un rey ante
las hembritas; igual a los veinte años tenía mucho para gastar, yo solo lo veía y

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

disfrutaba. A los veintitrés años estábamos más enviciados que un hijueputa,


a un punto en que Gavilán empeñó la camioneta del papá por cinco millones
en la olla. Esa plata duró dos días y al tercero estábamos durmiendo abrazados
en una esquina”.

Al padre de Gavilán poco le importaba el bienestar de su hijo pero sí estaba


pendiente de sus cuentas bancarias; así que decidió bloquearle las tarjetas.
En ese momento empezó la decadencia para ambos porque Gavilán cada mes
contaba con una buena suma de dinero en su cuenta.

“Empezamos a vender chicles y pendejaditas en los semáforos cerca del Sucre


y El Calvario para hacernos lo de la traba y terminar de pasar el día. Recuerdo
que ya no nos interesaba cambiarnos de ropa ni bañarnos; solo nos interesaba
levantarnos unas monedas y pegarnos una buena traba”.

De sus momentos en familia y de sus épocas de joven, Gafitas solo recuerda


algunos episodios y lo que su madre le decía: “Aquel hombre, tu padre, siempre
fue un cobarde y un incapaz”. Igual recuerda que, aparte de jugar béisbol, escon-
dite y fútbol, respetaba demasiado a su padre y en ciertos momentos le temía,
pero también recuerda que un día aprovechó que su mujer, doña Nelly, salía
muy temprano para el mercado y los abandonó. Pero antes de salir de la casa se
dio vuelta, miró a Gafitas, sonrió y luego le hizo un guiño. Esa fue la despedida.

En un momento de su vida vio a su amigo Gavilán como un padre que le brin-


daba seguridad, protección y compañía, lo que no recibió en su hogar, pues su
madre trabajaba casi once horas al día en un almacén de calzado para que a
su hijo no le faltara nada. Pero su madre solo podía brindarle lo necesario, a
diferencia de Gavilán quien acostumbró a gafitas a su estilo de vida rumba, ropa
de marca, carros y mujeres.

“Mientras mi madre trabajaba todo el día me cuidaba mi tía Rosalba, esa vieja
no hacía ni mierda por la vida, solo me servía el almuerzo cuando llegaba de
estudiar y se tiraba en la poltrona a ver sus novelas todo el día, pero yo no estaba
solo ahí estaba mi amigo Gavilán con el que pasaba todo mi tiempo”.

Pero, como era de esperarse, la familia de Gavilán no permitiría que su hijo


se perdiera en las drogas con tanto dinero para tratamientos. Este partió ha-
cia Ámsterdam un día de enero para someterse a un estricto tratamiento de
desintoxicación. Afortunadamente no había probado el bazuco como Gafitas.

52
El Calvario de Gafitas

Con seis kilos de menos y la muda de ropa que llevaba puesta, Gafitas llega a
las calles de El Calvario más solo que nunca. Días atrás habían capturado a
Olga, su mujer, y esa misma semana le había llegado el chisme de que Gavilán
había viajado al exterior sin despedirse. La primera noche en El Calvario vio
cómo apuñaleaban a un moreno al frente suyo por unas papeletas de bazuco
que no aparecían. “Fue una experiencia traumática, pero me mostró en lo que
me había metido”.

Diez años en las calles le han dejado un movimiento repetitivo en el cuello y en


la boca por el consumo de bazuco, una especie de tic nervioso que no lo deja casi
ni hablar; mira y es como si estuviera saludando todo el tiempo. A lo largo de
estos años aprendió que si quería vivir más tiempo debería tratar de conseguir
el dinero para satisfacer su ansiedad, y hablando poco acerca de lo que ve y oye.

Con una sonrisa de oreja a oreja Gafitas dice: “Me salvé varias veces de que me
hubieran matado”. Una de tantas fue una golpiza que recibió; le fracturaron
el fémur de un varillazo cuando el gamín que había sido cómplice del robo
al comerciante de la camioneta Nissan Murano, se dio cuenta de que este se
había encontrado esos tres millones, los cuales volvió cenizas en una semana
y no le dijo nada.

Hay días en los que se sienta en la esquina de un semáforo a pensar por qué eligió
esa vida; ya ni si quiera recuerda la fecha exacta de su nacimiento. Dice que
su edad promedia los ventiocho años, pero sí recuerda muy bien la casa de su
madre, la que posiblemente, si no estuviera en el vicio, heredaría para disfrutarla
con su hija en un futuro. Mientras recibe los rayos del sol directamente en el
rostro ve pasar la película de su vida envuelto en alucinaciones durante horas.
Se imagina jugando y corriendo con su hermosa Luz Angélica en un parque y
no de aquí para allá a fin de no ser alcanzado por la balas después de robar a un
taxista en las calles de El Calvario.

Gafitas se escapa de la fundación La luz, ubicada en el municipio de Jamundí,


donde Gavilán le pagó un tratamiento de seis meses de desintoxicación. Solo
duró un mes allí y no aguantó: “Era una tortura. No soportaba que nadie pronun-
ciara una palabra. Azotaba las mesas y los asientos contra las paredes; solo quería
mi bazuco no más y que no me hablaran de Dios ni de lo bella que es la vida”.

Dice haber cometido este robo por la desesperación que le produjo estar tanto
tiempo encerrado en la fundación La luz. Fue un mes de agosto como a las seis
y media de la tarde y no había consumido nada. La razón: la noche anterior
había prometido a su madre por teléfono que dejaría la calle y su adicción para

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

así llegar a ser el buen hijo que nunca pudo ser. Pero esa tarde no importaban
ni la promesa ni volver a casa nuevamente; solo esas ganas de consumir, por eso
decidió, en compañía del Karateka y dos recicladores más, atravesar tres llantas
viejas en la calle y un gran tina metálica para así forzar a los conductores ya sea
de motocicletas o de vehículos a reducir la velocidad y despojarlos de sus per-
tenencias. El Karateka intimidaba a los conductores con una varilla puntiaguda
y oxidada de dieciocho centímetros de largo que llevaba en un canguro viejo.

Esa tarde, la víctima fue un taxista quien al ver las llantas y la tina metálica
atravesadas frena el vehículo. Pero ya era tarde: el Karateka lanza un huevo en
el parabrisas del taxi para nublarle la visión y Gafitas, quien nunca había partici-
pado en un robo de esa naturaleza entra en choque al escuchar el chirrido de los
neumáticos del carro y ver a su al Karateka y a los dos recicladores abalanzarse
sobre el taxi. Gafitas, impulsado por su ansiedad y su afán de dinero, se acerca
al conductor junto a los demás. De repente, el hombre saca un revólver de la
guantera y empieza a disparar.

Sin pensarlo, Gafitas empezó a correr sin mirar y sintiendo cómo las balas
rozaban su cabeza y sus brazos. A la vez, escuchaba cómo el Karateka gritaba
y se arrastraba por el andén. Cruzó la esquina y esperó detrás de un muro por
un par de minutos mientras el Karateka se desangraba por los impactos de bala
recibidos. Temblando de miedo y revisándose si tenía alguna herida, llegó a la
esquina donde vio cómo a su socio lo empezaron a raquetear los viciosos de la
zona mientras agonizaba. Minutos después llegó una ambulancia y la policía.
Gafitas decidió no ir a ver el estado de su socio para no calentarse y cambió de
zona varios meses por temor a la venganza de los taxistas.

***

Enviando dinero desde Holanda y contratando personas para que lo buscaran


por toda la ciudad, Gavilán luchaba para que su amigo volviera a ser el mismo
de antes. Lo llamaba casi todos los días a la olla para aconsejarlo y casi que le
suplicaba que aceptara nuevamente su ayuda. Gafitas se sentía asediado por las
llamadas y por los hombres que lo buscaban a diario. Desde el exterior, Gavilán
le mandaba maletas repletas de ropa y enlatados importados con estos hombres.
Gafitas sacaba de las maletas lo necesario y el resto lo vendía por cualquier cosa
o simplemente lo cambiaba por droga.

“Después de casi once años sin saber de Gavilán este me abandona y así como
si nada llega para rehabilitarme. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué me busca después

54
El Calvario de Gafitas

de tanto tiempo? ¿Que ganaba con ello si él lo tenía todo como me lo decía
en cada conversación telefónica? ¿Realmente sí era Gavilán?”, se preguntaba.

Se sentía bastante extraño por la insistencia y la vigilancia permanente de


aquellas personas, lo cual ya empezaba a incomodarlo. Los hombres lo seguían
todo el tiempo en camionetas como si fueran sus escoltas durante doce horas
al día. Después de varias semanas de vigilancia y excelente alimentación que
estos hombres le daban por órdenes de Gavilán le dijeron que el jefe, Gavilán,
estaba en Cali y lo quería ver.

“La verdad nunca esperé volverlos a ver. Estaba muy ansioso después de todo,
pero presentía que me iba a llevar una gran sorpresa y efectivamente eso fue
lo que pasó”. Gavilán ya no vestía ropa grande de rapero ni usaba gorra con
grandes logos como en su juventud ni olía a marihuana ni a drogas sintéticas.
Vestía prendas de Armani y Hugo Boss.

“No lo hubiera reconocido si no hubiera sido por su fuerte tono de voz. Era todo
un hombre padre de dos varones y esposo de una rubia de ojos claros”. Gafitas
queda paralizado, pues su amigo ya no es el mismo de antes. El que siempre
andaba buscando problemas y diciendo malas palabras se había convertido en
un hombre elegante.

Gavilán se acerca mirándolo fijamente y sin decir palabra comienza a detallarlo.


Gafitas rompe el silencio y elevando su voz le expresa: “¿Qué dice, mi Gavilán?”.
Este sonríe, se acerca un poco más y le responde: “Llámame Luis. Aquel Gavilán
murió en un centro de rehabilitación. Hoy soy un hombre nuevo”.

—Cuál Luis, no me jodás —contesta Gafitas.

De repente, Gavilán lo abraza como si fuera su hermano y lo hace con tanta


fuerza que por momentos lo deja sin respiración.

—Pensé que estabas muerto —le manifiesta.

—Hum… me he salvado de unas.

—Tranquilo que aquí estoy yo —le responde con afecto.

Conversaron varias horas en un lujoso apartamento en el sur de Cali. Gafitas


se sentía bastante extraño en el lugar, no por los lujos ni por la cantidad de
escoltas que cuidaban a Gavilán, sino porque su amigo y socio de la infancia
había cambiado radicalmente.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Lo mira por un rato y le dice:

—Entonces, viajaste desde Holanda solo para venir a ayudarme.

—Vine a ver a algunos familiares y por unos negocios pendientes. Pero de Co-
lombia no me voy hasta sacarte de El Calvario.

—No me podés juzgar. Parece que se te olvidó el día en el colegio cuando me


dijiste que probara, que no iba a pasar nada.

Gavilán se queda en silencio por varios segundos ante el comentario de su amigo


quien lo acusaba de cierto modo de ser responsable de su estado actual. Gafitas
rompe el silencio con una fuerte tos que lo aquejaba hace varios meses y expulsa
una flema sanguinolenta. Su amigo mira la flema en el piso e inmediatamente
se dirige a la camioneta donde lo espera su familia y varios hombres más, pero
antes de salir se acerca a Gafitas y le dice:

—Si querés hacemos de cuenta que nunca nos vimos, pero quiero que sepás
que en realidad vine a este país solo por vos.

Al parecer Gavilán hablaba en serio. Seis meses después se acabó la vigilancia,


la buena comida y las cajas de ropa. Todo había vuelto a la normalidad, como
si nunca se hubieran visto o se hubieran hablado. De nuevo la rutina: la misma
vida, la misma gente y los mismos muertos. Un tarde Gafitas esperaba en la puerta
de un taller las piezas dañadas de una motocicleta que estaba en reparación
para venderlas como chatarra y comprarse una bolsa de bazuco.

Gavilán llegó en su camioneta de vidrios oscuros en compañía de dos escoltas a


las calles de El Calvario porque esta vez no quería mandar razones ni estar al otro
lado del mundo comunicándose por una línea telefónica. Hoy quería hablar por
última vez con su socio antes de su viaje a Holanda en compañía de su esposa
e hijos y radicarse en ese país. Gafitas entra a la camioneta y observa a Gavilán
que estaba bastante ebrio y más callado que nunca. Inclinó la cabeza y le dijo
a su escolta que cruzara a la izquierda en la próxima calle porque necesitaba
hablar con su socio a solas y ver ese mundo en el que estaba metido. Gafitas le
propuso que se sentaran a hablar en la tienda donde se tomaba los combinados
de alcohol etílico con fresco Royal en compañía de Ana María.

“Hablamos como dos horas de todo un poco, como cuando estábamos jóvenes,
de todas las cagadas y lo que hacíamos. Me contó cómo había sido su proceso
de rehabilitación y lo puto que fue salir de eso, pero yo ni bolas le paraba de

56
El Calvario de Gafitas

la ansiedad tan hijueputa que tenía en ese momento. No me abandonaba y


aumentaba mucho más cuando veía a mis colegas recicladores pasar por ahí
con los cachos prendidos, pero sabía muy bien que no podía poderme a joder
ni a fumar enfrente de mi socio porque de pronto me traía un lichiguito o algo
de plata; uno qué iba a saber”.

Palabra va y palabra viene. Gavilán pregunta por doña Gloria, la mamá de


Gafitas.

—La cucha, bien; en la casa —le responde gafitas. ¿Y eso que preguntás por ella?

Gavilán rompe en llanto y deja caer la botella de whisky.

—Mi socio, discúlpame —dijo mientras le agarraba la cara a Gafitas—. No


puedo más, no puedo con este peso en los hombros. Saber que estás aquí como
un perro y yo como un rey. Mirá cómo visto, cómo huelo, mirá lo que tengo.
Yo te metí en este infierno y por mí estás así.

Gavilán agarra el rostro de Gafitas, lo junta frente a su cabeza y le dice.

—Prometeme que vas a salir de aquí; yo te pago todo y te pongo a vivir bien.
Pero salí de esta mierda.

Gafitas le dice que se va a someter a un tratamiento, pero esta vez no pensaba


ni en su hija ni en su madre; solo en librarse de la insistencia de su amigo e irse
a pegar una buena traba.

—Así quedamos, ¿no? —dice Gavilán y se despide.

Días después a eso de las cinco de la tarde, Gafitas estaba sentado en una es-
quina con un colega reciclador fumándose un bazuco. En ese mismo momento
pasa un gamín gritando: “Esa es mucha balacera tan áspera la que se armó en la
gasolinera de El Triángulo”. El gamín se acerca lentamente a Gafitas diciendo:
“Acaban de acribillan a unos manes en una camioneta y ahí están dos de los
que te traían comida y ropa”. Sin pensarlo, Gafitas empezó a correr atravesando
toda la carrera quince.

Algo le decía que los abaleados en la gasolinera eran Gavilán y sus escoltas. Al
llegar a la gasolinera ve a Gavilán con la cabeza abierta. Había recibido, según
dijo la policía, trece impactos de bala. Ocho de ellos en el cráneo. Sus escoltas
agonizaban.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

“Recuerdo que la policía me empujaba pensando que iba a robar el lujoso reloj
que mi amigo llevaba en su muñeca”.

Gafitas golpeó a los policías que no le permitían ver el cuerpo tendido sobre el
pavimento. Estaba inconsolable y muy agresivo. Gafitas agarró un revólver que
estaba junto al cuerpo de Gavilán y se lo metió en la boca.

— Recoja sus gafas y entrégueme el revólver —le gritaban.

Hoy, mientras alucina en la esquina de siempre, ve pasar los carros y la gente


acostado en su costal. El semáforo cambia una y otras vez de rojo a verde y
viceversa. Mira y no parpadea. Deja pasar las horas como si esperara a alguien
que ya no volverá.

58
5

Las Diez lágrimas de


Ángel Lebrón
Julián Esteban Benítez Vásquez
III Semestre de Psicología

59
Parece como si el tiempo se hubiera detenido. Aparta el celular de su oreja y
lo deja sobre sus piernas.

“A mi hermano lo tienen que operar otra vez”, dice Ángel sacándose el cigarrillo
de la boca. “Le acaban de abrir el pecho para hacerle una cirugía de corazón
abierto y, ¿abrirlo otra vez?”. En este momento hace una pausa, se pone en
pie y saca otro cigarrillo. Los niños corren y gritan en el parque. Ángel mira al
infinito y sus ojos se humedecen. Al llegar a la clínica lo aguardan la esposa de
su hermano y la hija.

“Me informan que no han dicho nada”, dice. “No es fácil para nosotros, los
tres hermanos, que uno esté enfermo. Después de la muerte de Pablo hace ya
tiempo nos preocupa mucho la salud de cada uno”. Se le corta la voz al recordar
la muerte de su hermano, Pablo Lebrón, el 13 de julio del 2010.

Pablo era el mayor de ellos y vocalista del grupo. Fue el primero que tuvo una
orquesta aparte. “Su muerte fue muy dura para todos”. Ángel se lleva la mano
a la cara y con sus dedos se limpia los ojos. “Aunque ya venía enfermo después
de un problema cardiaco que le dejó una parálisis corporal no nos esperábamos
su muerte. Incluso le hicimos un homenaje en el 2006 en el teatro Jorge Isaacs”.

61
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Todos los hermanos tocan algún instrumento en la orquesta: Ángel el bajo,


Carlos los bongós y la campana y Frank las congas. Para ellos esto es un “asunto
de familia”, como su álbum.

“Asunto de familia. Por eso es que nos hace tanta falta Pablo. Incluso, además
de ese álbum, hay otro que se llama 4 + 1 = The Lebron brothers. Es que éramos
los cinco, Los hermanos Lebrón”.

El “bum, bum” se escucha salir del bajo desde la tarima mientras el eco del
chiflido del director de la orquesta da la orden de iniciar Salsa y control en el
teatro Jorge Isaacs de Cali.

“¡Una gran noche!”, dice Ángel emocionado al recordar la noche del homenaje
a su hermano Pablo. “El teatro estaba lleno. Fue muy emotivo cantar canciones
como Diez lágrimas y Pena y dolor al lado de Pablo en silla de ruedas”.

Hace una pausa y dirige su mirada al cielo. “Lloré al ver así a Pablo. Era el más
fuerte de nosotros. Lo veíamos como un padre. Con él la unión de los hermanos
era muy buena; hasta en los conciertos nos iba mejor”.

Si bien los hermanos Lebrón tienen cuarenta y tres años de trayectoria salsera
sus inicios no fueron en este género. Sus orígenes se remontan al barrio Brooklyn
de Nueva York donde les dieron la oportunidad en el Rythm & Blues. Tanto
Ángel como su hermano Pablo dieron sus primeros pasos en grupos separados
antes de unirse después de que George Goldner los escuchara.

“Cuando empecé con esto de la música mi papá me decía: ‘La música es para
vagos, esa vida no es buena’ pero cuando a los dieciocho años tienes una limusina
esa opinión cambia”, dice Ángel entre risas.

Salsa y control fue su primer álbum salsero. Les dio tanto éxito que aún “cuarenta
años después lo siguen escuchando y nos lo piden en los conciertos. Todavía
se baila, incluso los jóvenes conocen nuestra música; es un orgullo. Canciones
como La temperatura y Salsa y control son canciones que siempre escuchas en
la radio”, dice Ángel. Ríe, levanta la ceja y mete su cigarrillo en la boca. “It’s
crazy —dice—. Al principio no fue fácil entrar a la fama. Las productoras eran
muy exigentes y nos pedían canciones propias. Ahí fue cuando José empezó a
componer. Hizo ocho canciones en un tiempo muy corto”.

El cigarrillo, que ahora es su mejor amigo, también puede convertirse en su


peor enemigo.

62
Las Diez lágrimas de Ángel Lebrón

“El cigarrillo ya no es un vicio; se me convirtió en una costumbre. Hace unos


días me tuvieron que hacer un cateterismo porque se me taparon las arterias y
por poco me da un infarto. Mi salud es otro factor que me preocupa. A todos
los hermanos algo nos han hecho en el corazón porque tenemos las arterias
muy tapadas. Dejar esta costumbre no es fácil. Es algo que he hecho desde los
dieciséis años. Ahora me toca usar cigarrillos eléctricos pero son muy malos;
uno no siente lo mismo”.

Mientras habla mueve sus piernas y manos rápidamente. “Esto es lo que produce
la falta de nicotina”, dice Ángel sudando y moviéndose rápido.

“Mi hija Corrine es una mujer ya, pero ha tenido cáncer en muchas partes del
cuerpo. Ya no tiene un seno. Hace tiempo me tocó ir a Estados Unidos para
acompañarla. Ella estaba esperando un hijo pero no sabía de su enfermedad. Le
habían dicho que no podía quedar en embarazo y el médico le dijo que se tomara
una medicina para empezar a erradicar el cáncer. Bueno, eso pasó así. Tiempo
después, por supuesto, se le notó el embarazo. El médico le dijo que ese niño
no viviría y ya tiene varios meses de nacido. Fue algo increíble porque ambos
casi mueren en el parto. Ahora mis hijas América y Taína son muy pequeñas y
no entienden muchas cosas. Cuando estoy tranquilo y tengo inspiración toco
algunas de mis canciones con las que empecé”.

Recostado, baja la mirada y observa las cuerdas mientras recuerda viejos tiem-
pos. Componer no es fácil. Estas melodías que ponen a bailar a la gente son el
resultado de meses de preparación, de botar papeles arrugados y de interminables
ensayos.

“Al componer Diez lágrimas me acordé de mi madre y de mi padre que fueron


personas a las que quise mucho. Es una canción que habla de mi realidad, de
la realidad del sentimiento que en verdad se necesita para cantar. Pero entonar
ese pregón no es fácil. Cada vez que la canto se me hace un nudo en la gargan-
ta que no puedo con él. Vienen recuerdos a mi mente. Pena y dolor es otra de
las canciones que tiene mucho sentimiento dentro de nuestro repertorio. Son
canciones que la gente baila y goza, pero no sabe –ni es necesario que lo sepan–
que me ponen muy triste. Recuerdo que hace tiempo tuvimos un concierto en
Bugalagrande con lleno total. Como es un pueblo pequeño la plazoleta central
estaba preparada con la tarima y la gente gritaba ¡Lebrón, Lebrón!. Nos tomamos
unos whiskies para calentar la garganta.”

El alcalde, que estaba en los camerinos, decía:

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

—¿Y entonces qué? ¿A qué hora salen ustedes?

—Tranquilo, alcalde. Deje que se acomoden los trombones y bailará con noso-
tros —le responde Ángel con un vaso de whisky en la mano.

“Empezamos con Llegamos, esa que dice Póngase usted a bailar, que nosotros llega-
mos. Con esa canción siempre iniciamos nuestros conciertos y seguimos con La
temperatura. La gente bailaba desde el momento en que se escuchó mi chiflido”.

Antes de continuar suelta una carcajada.

“¡Ah! ¿Y cómo olvidar al alcalde cuando empezó a cantar Qué pena? Pero en
ese momento me dio mucha rabia. Le cogí el micrófono y lo hice bajar. Más
adelante, a eso de las tres de la madrugada, un señor se subió a las barandas
de la tarima y con las manos pedía Diez lágrimas. Pasaron unos tres temas más
y tocamos la canción que él pedía y apenas sonó la primera parte el señor se
desmayó y la Defensa Civil tuvo que llevarlo a la carpa de primeros auxilios. A
uno lo alegra mucho que cuando cantamos Qué pena la gente grita; después de
cada qué pena me da del coro, cantan ¡ay, salsa! Es algo que ha tenido siempre
el público colombiano”

Hace un tiempo un señor le preguntó respecto de la gente en sus conciertos,


que pareciera que no los quisieran dejar ir.

—Óigame, y ustedes ¿cómo hacen para componer esas canciones tan buenas
que la gente no quiere dejar de escuchar?

—Es muy sencillo. Sin negro no hay guaguancó —respondió Ángel.

Desde que algunos de los hermanos se establecieron en Colombia –Ángel y


Frank en Cali y José en Armenia– sus vidas han cambiado drásticamente, tanto
a nivel emocional como artístico, en el sentido de que ahora son más conocidos
en el país.

“Nosotros podemos ir por la calle y nadie nos hace nada —cuenta Ángel
con satisfacción—. Recuerdo cuando nos invitaron una noche al centro de
la ciudad y había mucha gente. Mis hermanos y yo estábamos emocionados
porque estábamos en una ciudad que casi no conocíamos y en donde apenas
nos habíamos instalado. Esa tarde nos acompañaba Virgilio, nuestro vocalista;
sabemos que el centro es algo peligroso en las ciudades de Colombia, pero ese
día nos sentimos como en casa”.

64
Las Diez lágrimas de Ángel Lebrón

Esa noche cantaron partes de sus canciones y la gente –que en su mayoría


era afrodescendiente– se emocionaba y cuando Virgilio cantó Sin negro no hay
guaguancó el improvisado público enloqueció.

“Vivo en un barrio en el sur de Cali. Dejé mis raíces neoyorquinas para vivir en
este país y en esta ciudad que me ha recibido como si fuera colombiano. Aunque
ya tengo la ciudadanía colombiana, antes de eso ya me sentía así”.

Todos los hermanos tienen su temperamento, pero Ángel por ser el director de
la orquesta, tiene más.

“Todos lo queremos, claro está, pero a la hora de definir conciertos, ensayos y


acordes definitivos para las canciones es Ángel quien decide. Es una persona
muy seria, de mucha experiencia. Desde joven ha hecho sus negocios sin ne-
cesidad de una persona que esté al lado de él diciéndole qué hacer. Infunde
mucho respeto”, dice Rosa, la manager de la orquesta.

“Cuando uno es el director de la orquesta tiene muchas responsabilidades. Eres el


encargado de que todo salga bien en los acordes, en los conciertos, y en general,
en todo. Además, el bajo, el instrumento que yo toco, es el que da el punto de
partida en los tiempos de las canciones, por eso mi chiflido”, dice Ángel mirando
con desdén su cigarrillo eléctrico. “Algo que me parece curioso es que a mí nadie
me enseñó a tocar guitarra y menos a afinarla. Fui a una escuela de música,
cierto, pero al principio nadie me enseñó; igual pasó con otros instrumentos”.

En estos días le preguntaba Ángel a su hermano José:

—José, ¿y a ti quién te enseñó a tocar la guitarra?

—¡Pues yo! —respondió José entre risas.

“Es que es increíble cómo la música ha estado entre nosotros aunque nuestro
padre nos decía que la música no es un trabajo. Nosotros descubrimos que al
llevarla en la sangre se convierte en un trabajo. La música para mí es la vida;
está en mi sangre, en la de mis hermanos. Es mi trabajo, siempre he estado con
música. Con la música vivo, con la música muero”.

Cali siempre se ha caracterizado por ser la capital de la salsa en el mundo y más


en los años setenta y ochenta cundo muchos artistas de renombre de Cuba y
Puerto Rico llegaban a la ciudad para que la gente gozara con sus pregones.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

“En 1989 vinimos por segunda vez a Cali. Recuerdo que el concierto fue en
la plaza de toros con lleno total. Había sesenta mil personas. Fue increíble ver
esa cantidad de gente. Era la primera vez que ese lugar se llenaba totalmente;
igualmente estaba pegadísima la canción Qué pena. Eso es un orgullo para mí”.

Aunque su máximo apogeo fue en los años ochenta aún los hermanos Lebrón
llenan estadios completos. Y no sólo en Colombia, también en Estados Unidos y
Ecuador, que son unos de los destinos más visitados por la orquesta, sin olvidar
Europa y Asia.

“En los primeros días de mayo de 2013 estuvimos en Roma, Bélgica, Barcelona
y Valencia. Fue lleno total. Es emocionante ver cómo llega gente de otras partes
de Europa, donde no hablan español y se saben las canciones. Incluso una mujer
de unos cuarenta y cinco años se me abalanzó casi llorando a decirme que era
una gran fan de nuestra música. Hace tiempo, en una entrevista que nos estaban
haciendo en Bogotá, el periodista nos mostró un libro en el que estaban las mil
canciones más escuchadas en todo el mundo. Había cantantes como Michael
Jackson y su canción Thriller y para sorpresa de nosotros –que ni sabíamos de
esa lista– estábamos en el puesto número dos con Salsa y control. Mis hermanos
y yo quedamos como ¡wow! al ver que entre esa cantidad de artistas estábamos
nosotros muy arriba”.

A pesar de la fama y todo lo que esta puede traer consigo, es complicado cuando
el tiempo abre un gran abismo entre los conciertos y la familia. Su vida no llega
a ser completa.

“Corta. Mi vida ha sido corta y triste. Me duele que una gira de conciertos que
puede durar días, semanas, meses y hasta un año, es un tiempo en el que no ves
a tus hijos crecer, en el que no sabes qué pasa con tu familia; es algo que no te
devuelve la vida. A veces me pongo a mirar el tiempo: cumplo 46 años de vida
artística ahora en julio y me digo: ‘¿A qué horas pasó todo esto? ¿A qué hora
crecieron mis hijos?’ La vida va muy rápido. Por ejemplo, mi nena América
ahora cumple cinco años y hay momentos en los que me hubiera gustado estar
presente”, dice Ángel.

Después de varios meses su hermano Frank está mucho mejor. Sigue fumando.
“Yo no fumo esos cigarrillos que utiliza Ángel, eso no me gusta”, dice Frank
refiriéndose a los cigarrillos eléctricos de su hermano. Mientras observa a su
hermano Ángel dice: “Yo sí dejaré de fumar. Puede más el querer vivir para
cantar, para la música, para mis nenas que el cigarrillo”.

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Las Diez lágrimas de Ángel Lebrón

Cada canción tiene un recuerdo triste o alegre; más que todo tristes. Pero de eso
se trata la música, que cada nota te haga vibrar. Lamentablemente los hechos que
más te marcan en la vida, son tristes ¿por qué? Ni Ángel, que en sus canciones
expresa ese dolor podría explicarlo. Solo queda el seguir viviendo, el recordar
mirando al pasado para que él, un maestro de la música, le siga poniendo el
guaguancó característico de los Hermanos Lebrón a muchas canciones para seguir
con la Salsa y control y las Diez lágrimas de Ángel Lebrón. “Nadie sabe lo que se
siente mientras se canta…”.

67
5

No me hablen de esa gente


Daniela Díaz López
III Semestre de Psicología
El miércoles 20 de enero vio la noticia en televisión y pudo enterarse del acon-
tecimiento. Su doble condición de psicóloga e integrante de un organismo
internacional hizo que se preocupara por la situación de su fundación, Apedco,
en ese país y decidió, entonces, dirigirse a Puerto Príncipe. Pasó mucho tiempo
antes de que el avión con los auxilios para los damnificados encontrara un lugar
adecuado para aterrizar, pues todo estaba destruido.

“Caras y dramas humanos armaban cada día la historia particular de la sala del
tsunami de Haití, un lugar donde se dieron cita la vida y la muerte; en el que
la distancia entre una y otra cambiaba en cuestión de segundos”, dice María
exvoluntaria de un organismo internacional.

María Josefina Puccini es una trabajadora social y psicóloga de profesión. Dirige


una fundación llamada Apedco en Cali.

“Yo corría de un lugar a otro y solo sentía cómo el piso se movía. Trataba de
ayudar aquí y allá pero no podía; todo se me salía de las manos, nunca pude
hacer nada. No soy médica, pero algo tuve que aprender a las malas cuando
vi a una niña debajo de los escombros. No sé cómo la sostuve para que no se
hundiera más; solo reaccioné y metí mis manos lo más profundo que pude. No
me importó estar sangrando por las heridas que el cemento quebrado me hacía;

71
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

quería sostenerla y esperar que las réplicas pasaran para así poderla sacar. Ella solo
me miraba y yo como pude, le dije en su idioma: de aquí te saco, lo prometo”.

Al fin logró sacarla y sintió esa sensación de descanso de haber hecho su labor.
Pero las malas noticias no se hicieron esperar según dice María sin levantar la
cabeza y mirando fijamente sus zapatos:

“Sentí un dolor muy profundo cuando el enfermero me dijo: ‘La niña no aguantó
pero de verdad felicidades por socorrerla de esa manera’. A mí me importó lo
que ese tipo dijo. La verdad, no sé cómo explicar lo que viví durante los 20
días siguientes.

“En medio de las tantas réplicas la gente vivía desesperada sin saber qué hacer.
Era muy frustrante no poder ayudarlos. Solo recibimos las ayudas que mandaban
muy generosamente los países vecinos ante las cuales uno dice: ‘¡Ave, María!
Si es como lo muestran en la tele estamos hechos con esta generosidad’. Pero
la realidad era otra porque no llegaba ni la mitad de lo que mostraban. Las per-
sonas seguían tiradas en la calle como animales, implorando agua y alimento;
era un infierno”.

Hay organismo internacionales que invierten anualmente millones de dólares en


protección y ayuda a las poblaciones más desfavorecidas. Aunque no lo parezca,
Haití es un foco de inversión desde el año 2010.

“¿Qué harían si me desaparezco un momento?” se preguntaba María. Es una


mujer muy ocupada; su celular nunca deja de sonar porque la requieren de su
fundación o por su trabajo como psicóloga; también tiene un proyecto actual-
mente con la alcaldía y los niños de la calle. Siempre tan pendiente de su celular,
arreglando citas y más citas.

“Las cosas en Haití empeoraron con la llegada de la tan esperada gran ayuda; sin
embargo, llegó con poca comida. Las desesperadas víctimas, armadas de palos y
botellas rasgaron las bolsas y robaron lo poco que había. Algunos llegaron incluso
a autolesionarse para recibir atención médica y poder dormir y comer bien al
menos por tres horas, que era el tiempo que teníamos en los puestos de salud.

Las noches eran de infierno; tenían siempre miedo de ser agredidos físicamente.
Como psicólogos de emergencia sabemos a lo que se someten las personas en
estas situaciones; poco razonan de sus conductas y se tornan primitivos. Yo
como mujer soy más débil con los niños y a mi cargo tenía cincuenta y cuatro

72
No me hablen de esa gente

esperanzados en recibir alguna clase de bonificación por estar conmigo. Yo, por
supuesto, no me negaba”.

Días después del desastre en Haití algunos de los sobrevivientes habían sido
afectados por el cólera. El agua hacía contacto directo con los residuos que este
había dejado en la zona y era bebida por las personas que allí se encontraban.

“Era impresionante ver cómo muchos de los que habían sobrevivido al desastre
morían por una causa totalmente distinta. La desesperación por calmar la sed
era tan fuerte que no oían la advertencia de que el agua podía estar contami-
nada. No se entendía cómo después de ver personas heridas por los escombros,
se empezó a conocer otro desastre: esta bacteria que los dejaba totalmente
deshidratados hasta llevarlos a la muerte cerebral”.

Ante esta situación tan desgastante, María toma la decisión de traer un grupo
pequeño de personas. Para ello tuvo que superar gran cantidad de trámites y
comprometerse con la causa para que dicho organismo y la embajada enten-
dieran su posición. Así, con todo obtuvo una respuesta más bien desobligante.

“Yo no pude creer lo que me estaban diciendo y pensé en declarar todas las
adversidades en medio de las cuales cumplimos con nuestro trabajo. El mal
estado de las comidas que dieron nos daba hizo que esta pareciera comida para
cerdos. Es algo totalmente inaceptable y esta gente pretendía que dejáramos
morir a los pocos niños que podíamos ayudar”.

Cuando recibió esa respuesta absurda corrió por toda la oficina que la entidad
había levantado en Haití y gritaba a voces que los iba acusar, a demandar y otras
ocurrencias que hasta el sol de hoy desconocemos.

Al fin, pasado un buen tiempo hubo aceptación de su propuesta y permitieron


que cinco personas vinieran al país. Ella se haría cargo de todo, pues la orga-
nización le pidió que los alejara de toda responsabilidad, cosa que ella aceptó
y de paso renunció de manera definitiva a sus vínculos con tal organismo
internacional.

“Acepté las condiciones que me pusieron. Abandoné la oficina muy estresada,


pues no sabía a quién de tantos desolados iba a escoger. Era algo muy frustrante
pues quería estar con todos; sin embargo, era consciente de que no soy ni la más
rica ni la más importante en Colombia y obviamente como era de esperarse,
nadie iba a tenderme la mano”.

73
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Yardley Luther, uno de los haitianos establecidos en Colombia gracias a María,


dice:

“Ella ha sido de mucha ayuda para nosotros. Yo que pensé que iba estar solo
porque perdí a mi esposa y a mis tres hijos en el desastre, pero ella ha estado
allí siempre con nosotros. La ayudo en lo que más puedo en la fundación que
tiene acá y por mi cuenta vendo algunas cosas porque siento que la fundación
no es lo mío y quiero vivir por mis propios medios. Igual estaré agradecido con
ella que me sacó de mi peor infierno. Tuve cólera, pues bebía el agua que salía
por las alcantarillas cerca del cadáver de mi esposa. No quería dejarla sola ni un
segundo. Al pasar tres días vi cómo se descomponía y olía a los mil demonios.
Entendí que no podía hacer más que darme por vencido y dejarme morir cerca
de ella”.

Antes de la tragedia Yardley era pescador artesanal y vivía con su esposa y sus
hijos. Cuenta que pasaban días sin probar bocado pues la pesca no era muy
rentable.

“No tenía más familia, pues mi padre desapareció y me tocó trabajar desde los
siete años para mantener a mis hermanos y a mi mamá, quien falleció. Quedé a
cargo de mis hermanos menores a quienes no volví a ver después de un conflicto
que hubo con los pandilleros de la zona, después de lo cual me pasé a vivir con
unos vecinos”.

María Josefina prosigue su relato:

“Yo caminaba cuando de repente vi a un hombre demasiado delgado cerca a


un cadáver. Le ofrecí ir a los lugares asignados pero se enfureció y me golpeó.
Salí corriendo para quitármelo de encima al tiempo que no comprendía por
qué ofrecerles ayuda era como insultarlos. Pasaron algunos días y salí de nuevo
de los establecimientos y volví a verlo. Estaba peor y era deprimente verlo.
Me acerqué y le dejé rodar una botella de agua. Apenas tocó sus pies me miró
fijamente y al cabo de pocos segundos lo increpé: ‘Qué, ¿me vas a pegar porque
quiero hidratarte?’. Como pudo, el hombre alzó la botella y se la bebió en menos
de dos segundos. Era obvio que ya tenía su aceptación así que me acerqué y le
propuse irse conmigo para Colombia. Sin decir ni una palabra se levantó, me
miró y caminó a mi lado hasta el lugar donde los recogí. Había aceptado viajar
conmigo”.

Llegó a Colombia con cinco personas, entre ellas el hombre que había perdido
a su familia quien llegó con cuatro niños que habían perdido a sus padres y tíos

74
No me hablen de esa gente

en el desastre. Desde el principio María Josefina se encargó de ellos; los cuidaba


y estaba siempre pendiente. En algunos momentos les enseñaba a leer algunas
palabras en español y con el tiempo fueron perfeccionando sus habilidades para
el idioma. María dice:

“Son muy inquietos y curiosos a pesar de la situación por la que estaban pasan-
do. Siempre estaban riéndose y haciéndome reír. Era imposible no encariñarse
con ellos; me recordaban a mis hijos. Tal vez fuera esta la razón para haberlos
escogido. Quería ofrecerles algo mejor y alejarlos por completo de la tragedia.
Tanto los niños como el hombre estarán sometidos a una serie de ayudas psi-
cológicas que por obvias razones no haría yo, pues ya había un vínculo entre
nosotros; preferí dejárselo a mis colegas”.

Cuando salí de los establecimientos en Puerto Príncipe en busca de una zona


despejada para subir al helicóptero que nos llevaría a un aeropuerto, vi lo que no
quería ver o más bien lo que no estaba preparada ver: una ciudad, o más bien,
un país totalmente destruido. Las personas tiradas en las calles, los senderos
llenos de basura; era algo tan impresionante que no puedo describirlo.

Sus ojos se humedecen y después de un suspiro continúa:

“Yo no podía creer la magnitud de la tragedia; era impresionante, desolador.


Me hizo pensar en lo malagradecida que soy y en que las cosas materiales son
efímeras; lo sagrado es la vida. También vi cómo los medios de comunicación
están programados para mentirnos. Decirle al mundo que algunas organizacio-
nes de este tipo ayudan cuando la realidad es totalmente diferente. Opacan las
verdaderas noticias con cosas menos importantes, con güevonadas inservibles.
Todo es mierda periodística”.

María Josefina llegó a Colombia con cinco personas a quienes les dio la opor-
tunidad de comenzar una nueva vida sometiéndolos a terapias de recuperación
intensivas. A los niños les enseña lo básico y al hombre lo pone a cargo de la
fundación cuando ella se ausenta.

“No fue una mala experiencia; fue la peor de todas las experiencias. No es nada
bueno ver personas muertas en la calle o aguantando hambre mientras esperan
una ayuda que nunca llegó y ver cómo el mundo entero les da la espalda a las
personas más necesitadas. ¿Cómo un organismo internacional puede ser tan
miserable? Es una organización de mierda que no sirve para lo que debiera.
Ahora sé lo que es aguantar hambre y pasar sacrificios; por eso saco adelante
a mis allegados como puedo. Lo que sufrió esta gente no se lo deseo a nadie”.

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6

Le guiñó un ojo, volteó la esquina


y desapareció
Daniela Galvis Sánchez
IV Semestre de Psicología
Caminó hacia la salida con los brazos cruzados. Una vez afuera miraba la fachada
de la fundación que poco a poco se alejaba de su vista. Giró su cabeza y antes
de cruzar la calle vio un rostro que le pareció conocido. Una sonrisa curvó sus
labios; Miguel Patiño lo vio por unos segundos, le guiñó un ojo, dobló la esquina
y desapareció.

El cuarto se sentía húmedo y no era que estuviese mojado; era la soledad que
recorría la habitación. Llevaba tres días durmiendo a medias; Miguel Patiño se
encontraba aislado por huir de la fundación a donde tiempo atrás había sido
remitido por consumo abusivo de sustancias psicoactivas.

Recostado en la cama miraba al techo, mientras recordaba aquella fecha que


significaba la muerte para él. Su piel se estremeció y sus pupilas se convirtieron
en el adorno perfecto de su mirada. El cabello sudado ensuciaba la funda de la
almohada pero él se envolvía en ella en medio de la desesperación. Recordaba
una y otra vez el día que su sangre sintió la sed de aquella sustancia.

El dolor era tenaz, los huesos me temblaban. Un escalofrío recorría todo mi cuerpo
y vomitaba dos o tres veces. ¡Para qué!, eso fue muy duro y solo por dos centímetros
que me pasé.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Recordó cómo la ansiedad y la angustia que trastornaba sus pensamientos lo


llevaron a comprar cuatro bolsas de heroína.

Transcurridos unos minutos se despertó en una silla de color blanco que le


pareció el lugar propicio para seguir drogándose. Al lado suyo había un hombre
moreno cuyo aspecto no era el mejor. La mugre de este reciclador evidenciaba
abandono y lo único que inspiraba al observarlo era desconfianza y repulsión.
“Tenía pura pinta de lacra y olía muy mal; creo que me vi reflejado en él”, pun-
tualizó Miguel. “No entiendo cómo llegué allí; pero sé muy bien que estaba en
el barrio Sucre. Ese no es un lugar muy grato”, aclaró.

Después de salir de Sucre sucio y drogado como siempre, se fue directamente a


su casa en Jamundí acompañado de esa alucinante excitación que provocaban
los efectos secundarios de la droga. Al llegar fingió un gran carácter para con-
vencer a su madre de que sería la última vez que ingería drogas y se encerró en
su habitación a hacer lo inevitable.

Mi piel estaba helada y mi cabello húmedo, pues el sudor recorría todo mi cuerpo que
estaba flaquísimo, consumido por esa mierda que se había vuelto tan necesaria como
respirar. Sentía cómo mis pupilas se hacían pequeñas como la cabeza de un alfiler. La
desesperación comenzó y un frío de muerte invadió mis huesos. Saqué de mi bolsillo
la jeringa y sin pensarlo dos veces me pinché en una de las venas más marcadas de
mi mano.

Una mañana, a falta de dinero se dirigió al dormitorio de su madre y debajo de


las fundas encontró la solución a su problema. Halló el portátil de su mamá y
angustiado corrió hacia una compraventa. “Quizá no era una bolsa de heroína,
pero era la mejor solución a mi problema”.

Llegó a una tienda de empeño y sin dar largas al asunto desenfundó la laptop
y la ofreció. No le dieron más que 400 mil pesos pero no esperaba más. En
cuanto tuvo el dinero procedió de forma compulsiva a gastarlo. Compró un
par de prendas, ocho bolsas de heroína, una sudadera y algunos accesorios de
su equipo de fútbol favorito: el Deportivo Cali.

Eran casi las dos de la mañana y Miguel con los pies congelados por el frío ca-
minaba drogado y despreocupado por una de las calles más oscuras de Jamundí.
Observó a lo lejos un indigente que llevaba una bermuda de camuflado.

–Quiubo, parce. Paila con esa bermuda –le dijo al indigente cuando ya estuvo
cerca.

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Le guiñó un ojo, cruzó la esquina y desapareció

El indigente no replicó verbalmente. Sacó el cuchillo oxidado que tenía en su


mochila y apuntaba al joven drogado parado frente a él. Ante la inminente sor-
presa, Miguel retrocedió dos pasos antes de que el indigente se abalanzase sobre
él. En medio del forcejeo, Miguel sacó su “chuzo” y le propinó tres puñaladas
en la nuca y salió a correr. El indigente corrió detrás acompañado por otros dos.

“Me cogieron”, dijo Miguel en voz alta mientras sentía a los hombres cada vez
más cerca. Alcanzó un puente cercano a su casa en el que se encontraba otro
habitante de la calle que consumía una botella de sacol. Puñal en mano sacó a
éste de su sitio pero no se imaginó lo que venía.

“El indigente ese se me aventó. Como estaba todo enojado porque lo saqué de su
chuzo, me sapió con los que venían atrás. Sentí cuando me metieron ese puñal
por el abdomen y otro en el brazo. Lo único que hice fue echar dedo para que
un carro parara y me llevara al hospital. Lo más tenaz es que cuando llegué a
ese sitio me encontré a mi cucha con la policía”.

Su madre lo había acusado de hurto agravado. Cuando lo vio quiso saber el


paradero de su portátil y Miguel no tuvo más opción que hablar. Fue llevado a
la estación de policía veinticuatro horas, por el robo que había hecho.

A las diez de la noche del día siguiente Patiño se dirigió a su casa. Después de
haber tocado unas cuatro veces la puerta su mamá le dijo que no le abriría.

—Ya vinieron unos tipos a buscarlo.

—¿De qué está hablando, cucha?

—Usted ya está comprado. Pagaron por su cabeza.

—¿Quiénes?

—Su madre no dijo más

Patiño, aterrorizado, se dirigió a la parada del bus con las únicas monedas que
días antes su madre le había dado para comprar droga y se dirigió a su única
salida: el barrio Sucre.

A media luz caminaba por los pasillos estrechos. No era común a ver aquellos
niños en medio de su recorrido con una botella de sacol entre sus labios, pero
debía proseguir su camino porque aquellos pasillos del enorme edificio en Sucre

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

se convertirían en su nuevo hogar. Desde que llegó allí, leía siempre todas las
noches antes de dormir el mismo fragmento de la Biblia:

No temerás los miedos de la noche ni la flecha disparada de día, ni la peste que avanza
en las tinieblas ni la plaga que azota a pleno sol. Aunque caigan mil hombres a tu lado
y diez mil a tu diestra, tú permaneces fuera de peligro; su lealtad te escuda y te protege.

Sentado en la que sería su nueva “cama”, levantó el colchón y observó las


sorpresas que guardaba en su interior: un nido de insectos muertos que las
sabanas rotas cubrían. No podía hacer nada más que mirar al techo, pues no
era muy grato observar el suelo. “No sabía si era demasiado pulcro o es que
en ese cuarto se veía, se olía y se sentía la mierda”. Las noches en aquel lugar
se hacían más largas por la falta de dinero para pagar la pútrida habitación y
para comprar la droga que siempre lo hacía sentir mejor. Olvidando su soledad
comenzó la búsqueda.

“Es ahí cuando conocí a Dorita, ¡una de las mejores fantasías sexuales de nuestros
clientes!, dijo. La conocí uno de esos días en los que trabajaba como portero
del edificio. Ese día me di cuenta de que era una prostituta”.

Dora era una mujer de 45 años de estatura alta. Usaba tacones bajos y su forma
de vestir no era la de cualquier mujer que ofrecía este servicio. Eran ella y su
aroma lo que hacían que en medio de tanta putrefacción su habitación oliera a
Dora. En su trabajo de prostituta lo más importante eran los clientes de edades
variadas (de vez en cuando uno que otro niño) y de clase alta. Miguel comenzó
a “trabajar” para ella consiguiéndole clientes.

“Aquí comenzó uno de mis trabajos, quizá el más importante; el que más me
favorecía para sobrevivir en esa pocilga. Las recompensas eran buenísimas. La
comida no me importaba. Ella me regalaba dos bolsitas de heroína solo por
traerle gente; qué más pedía yo”.

Dora –o La potra zaina como se la conocía– era una dama pero toda una experta
a la hora de usar un puñal:

“Ella era re-parada. Todo el que se le enfrentara tenía los días contados y vaya
consumidora que era. Yo la veía toda bien puestecita y en un momentico estaba
tomando como hombre. Siempre se emborrachaba con chirrinchi”.

Con el pasar de los días se volvió la compañía de Patiño. Todas las tardes iban
a comer combinado (frijoles y arroz) en un restaurante a la vuelta del edificio.

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Le guiñó un ojo, cruzó la esquina y desapareció

Era un garaje sucio donde la mayoría de los clientes eran recicladores que se
peleaban por la comida o por el salero que había en el suelo.

“Dora y yo nos reíamos de verlos comer como animales y tirándose la comida,


muertos de hambre y echándole medio tarro de sal al plato”, dice Miguel sin
evitar una estruendosa carcajada. “La potra parecía mi mamá; era con quien
realmente me sentía protegido. La única forma de que yo saliera en las noches
de Sucre era con ella; si no, me robaban”.

A Patiño lo atracaron en el barrio. Un jovencito le robó su gorra y una camisa


que su madre le había comprado. En las horas de la tarde se encontró con Dorita
y le contó lo ocurrido. Inmediatamente ella buscó al que suponía había sido el
culpable del hurto y se paró frente a él. Sin emitir palabra, el niño le entregó a
La potra los objetos que pertenecían a Patiño.

“Así viví unos años en Sucre hasta que llegué aquí, a esta fundación. No sé ni
cómo llamarlo, ni cómo estoy viviendo. Creo que las cosas mejorarán; por lo
menos eso espero”, dijo Miguel mientras giraba la cabeza para observar al portero
de la fundación que estaba en la entrada de la oficina.

Días más tarde un visitante llega a la Fundación Villa del Ángel. Transitaba
lentamente sus pasillos mientras una sensación de melancolía recorría su cuerpo.
La ausencia de personal los tornaba más tenebrosos. Finalmente logró cruzar el
pasillo que lo llevaría a la oficina del único enfermero de la fundación.

—Por favor, ¿se encuentra Miguel Patiño? –preguntó con seriedad.

—Hace una semana que no sabemos de él. Ya no hace parte de esta fundación
—dijo el enfermero y echó una rápida mirada al visitante.

—Está bien, gracias –respondió mientras se retiraba.

…¿Dónde estará Miguel?

83
7

Seamos realistas, vivamos


lo imposible
Dayana Gutiérrez
II Semestre de Psicología
Eran los comienzos de 1965, año memorable para la historia del rock en Co-
lombia. Una generación de adolescentes rebeldes, los hippies colombianos,
imitaba todo lo que hacía la juventud anárquica del Reino Unido que creció
escuchando blues –la música negra de la clase baja americana– y lo tomarían
para reinventarlo con su propio sonido cargado de adrenalina y letras llenas de
arrogancia y sexo para convertirlo en rock and roll.

Las drogas alucinógenas y la música estridente se apoderaban de miles de jóve-


nes colombianos. El rock era un medio artístico y la psicodelia abrió la mente
a nuevas ideas, nuevos sonidos y nuevas imágenes que desataron una gran
creatividad musical, pero también los conducía hacia un mundo dominado por
el hedonismo y los excesos al que muchos sentían ya pertenecer.

“Una tarde en el verano de 1965 cuando contaba diecisiete años, Paul Isaza
cantante de armonías, admirador de los Beach Boys y de los coros a 400 voces,
me esperaba fuera de casa con mucho afán. ‘Volate, güevón. Vámonos rápido’,
decía ansioso. Pisaba fuerte y sus pasos resonaban sobre las hojas caídas de los
árboles que adornaban la calle con un ruido semejante al chasquido de los dedos,
como pidiendo que me apresurara”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Ese mismo día, temprano en la mañana, había vendido en la platería Ramírez


tres ceniceros repujados de plata peruana de doña Margarita, su madre, que
había tomado sin permiso.

“Pagaban 50 centavos por el gramo de plata y eso me alcanzaba para el pasaje


a Bogotá. Justo lo que necesitaba. Salté del balcón esquivando los palos de golf
que don Agustín Fernández, mi padre y gran concertista español, me lanzaba
desde la terraza. Paul y yo salimos corriendo despavoridos. Al llegar a la terminal
de buses nos dimos cuenta de que no habían asientos disponibles por lo cual
tuvimos que viajar acostados en el pasillo aguantándonos unas gallinas que
andaban por ahí”, dice Ferdy.

El sol se ocultaba en el occidente. Las lomas parecían teñirse de rojo y el día se


entregaba a su ocaso sobre los farallones. El viento soplaba y el aire mecía las
hojas de las palmas del barrio Granada. De repente un alboroto:

“Se escuchaban gritos, risas y golpes y decidí acercarme a dar una mano. Era
la casa de Paul Isaza y en su interior unos cuantos chicos y su bella hermana
trataban de cazar un murciélago que se les había metido en la sala. Me salté la
reja, les pedí un palo y con un golpe certero en la cabeza el pequeño y aterrador
vampiro cayó barriga arriba. Para cerrar mi hazaña con broche de oro tomé el
murciélago por el tronco y mordí su cabeza. Paul rió al ver mi valentía. Luego
hicimos un dúo y escapamos a Bogotá en busca de nuestro sueño rockero”.

Radio 15, idea de Caracol para la juventud de Colombia. Aquí en esta frecuencia,
la diversión de la música más joven del mundo.

Suena un rock and roll de fondo. Era el comercial de la emisora de la juventud


de los años sesenta en Colombia. Además de su programación tenían su propio
sello discográfico Estudio 15. “Por eso fue que Harold Orozco, Oscar Golden,
Paul Isaza y yo, Ferdy Fernández, entre otros caleños, invadimos a Bogotá con el
sueño de quedar en vinilo. Queríamos ser contratados por el sello discográfico”.

A finales de los años sesenta Bogotá era una ciudad moderna y pujante. En
sus calles podía verse muchos peludos; parecía un pequeño Londres con sus
fábricas humeantes. El rock and roll llegó a Bogotá en 1957 con el lanzamiento
de la película “Al compás del reloj” (Rock Around the Clock) que se hizo en el
Teatro El Cid con la música de Bill Halley y sus Cometas. Esa misma película
había sido proyectada en Barranquilla y Cali dos años antes y registró algunas
desmesuras y destrozos por parte de los caleños que vivieron y sintieron tal vez

88
Seamos realistas, vivamos lo imposible

lo mismo que había experimentado Mick Jagger al verla: ganas de bailar, saltar
y cantar frenéticamente.

Una nueva era había llegado y el rock and roll era la banda sonora de los cam-
bios que acompañaron esa era que acabó por convertirse en una fuerza política
y artística creíble, dándole a la música volumen y actitud.

El naciente grupo solo contaba con una guitarra que Ferdy había tomado de su
padre junto con los ceniceros de su madre, una melódica, dos voces y algunos
covers como Speedy González, Despeinada y A hard days night, Come together,
Twist and shout, de los Beatles.

“Copiábamos la forma de vestir e incluso los instrumentos para tener sonidos


similares. Nos tomábamos las fotos en la carrilera del barrio Santafé, un barrio
muy Beatle con mucha poesía para simular los ferrocarriles londinenses. Una vez
nos quisieron linchar por peludos en el centro de Bogotá; la gente nos halaba el
pelo. Nos metimos en un taxi y empezaron a zarandearlo. Nos sentimos como
cuando los Beatles eran asediados por sus fans. La Bogotá de ese entonces era
mucho más fría y esa tarde en el barrio Chapinero nubes de tormenta amenaza-
ban. Podía oírse lejano el ronquido del trueno, cuando de pronto escuché unas
notas muy alegres que salían de una ventana; alguien tocaba la guitarra y lo
hacía maravillosamente. Timbré y al abrir la puerta allí estaba Arturo Astudillo
o Astuto Arturillo como le decía con cariño, con sus cachetes rosados y sus
ojos claros. Le dije:

—Vos tocás muy bien. Yo también toco guitarra –le dije entusiasmado.

—¿Y qué tocás? ¿Rock también?

—Sí, claro.

“Luego conocimos a Guillermo Acevedo, seminarista y un baterista del demonio.


Empezamos a tocar en algunas discotecas de Bogotá, como La Bomba, que para
la época contaba con un sofisticado escenario redondo que giraba por tracción
humana sobre ruedas como las del tren. El guarda de seguridad debajo del
escenario era el encargado de hacerla girar cada vez que una banda terminaba
su presentación. También tocamos en Latino a Go Go aquí en Cali y en los
festivales organizados por Milo en octubre de 1966 que contrataba a las mejores
bandas y cantantes (Harold Orozco, Óscar Golden, Los Ámpex y nosotros Los
Flippers, entre otros) para promover sus productos a nivel nacional; el costo
de la entrada eran tres etiquetas de Milo. En Cali se hizo en el teatro Calima

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

con miles de jóvenes apeñuscados tratando de bailar en esa estrechez. Tal vez
los movimientos de roce entre unos y otras fueron subiendo la temperatura
porque muchos se fueron desmandando con las chicas y cuentan que algunas
de ellas se desvistieron, cosa que desde un escenario desafortunadamente uno
no alcanza a apreciar.

“Carlos tocaba con mucho volumen. Tenía un gran amplificador y el baterista,


con más cara de cura que el cura de la iglesia, se suelta en la batería. Le piden
que haga un solo y lo suelta: trrrrrrrr páaa trrrrrr páaa shhhh páaa páaaa. Muy
bueno, muy clásico y yo de loco hasta se me olvidaba que estaba tocando la
guitarra. Yo bailaba, tocaba pandereta y decía güevonadas. ¡La fiesta estaba ahí!”.

A través de la música de los Flippers, entre muchos otros grupos, los jóvenes
colombianos vivieron un fuerte cambio en sus vidas, en sus creencias, sus
costumbres, su moda y en su cultura. La actitud agresiva, los movimientos de
caderas, saltar, fruncir el ceño, sacar la lengua, patear y morderse los labios eran
los gestos groseros y atrevidos de los músicos que acompañaban las letras de
las canciones. Las chicas se comportaban como la fanaticada inglesa mientras
abrazaban la revolución sexual y creían en el amor libre.

***

Los Estados Unidos, preocupados por la creciente cantidad de sentimiento


revolucionario en el mundo, crean un ejército de paz, los Peace Corps o cuer-
pos de paz, una agencia de desarme compuesta por un grupo de jóvenes que
fungían de misioneros de la paz y luchaban por el tratado para la prohibición
de pruebas nucleares. “Resultó que estos monos de 1.80 de estatura, cabellos
hasta la cintura, ropas de colores brillantes y camisas teñidas conocían a Dios y
lo traían en sus bolsillos comprimido en unas pastillitas”. Había llegado el LSD
–la dietilamida del ácido lisérgico– a Colombia, que se convertiría en el agente
liberador de la consciencia, la creatividad y del rock psicodélico.

“Eso fue amor a primera vista. Nunca antes había tenido imágenes tan fantás-
ticas. Un día tomé uno, salí a caminar y era increíble ver cómo con cada metro
recorrido la vegetación cambiaba de color: primero amarilla, luego morada,
luego rosada, luego verde fluorescente. Tenía visiones onduladas; es una cosa
de locos. Los colores se pueden oír, los sonidos se pueden ver, los movimientos
son inmóviles, es difícil escapar al hechizo de los encantos de la percepción
sinestésica”.

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Seamos realistas, vivamos lo imposible

Mientras el hombre caminaba en la Luna estos jóvenes vivían en un universo


que ni la misma Nasa hubiese podido describir.

“Tocar bajo los efectos de alucinógenos no es una buena experiencia. Una vez
sentía que mi cuerpo era pequeñito y estaba totalmente pegado al suelo y mi
cabeza era gigantesca y estaba como unos veinte metros por encima de él. Como
en los muñequitos, las paredes parecían desteñirse y se acercaban vertiginosa-
mente hacia mí. Veía cómo los sonidos vibraban y rodaban por el escenario y
mis manos con dedos muchísimo más largos, no me pertenecían. Era como si
los dominara alguna fuerza más inteligente que yo”.

Estados alterados; eso era lo que realmente buscaban los jóvenes en esa época.
Querían una reivindicación lúdica y abierta del consumo de drogas como método
para ampliar el conocimiento y como herramienta para conseguir una sociedad
mejor. Porque, tal como lo dice su nombre, la psico-delia era la manifestación del
alma. Era el estado más puro al que se podía llegar y estaba lleno de hermosas
reacciones de colores.

Pero historias sobre jóvenes que quedaban ciegos por quedarse mirando el Sol,
que se lanzaban desde las ventanas creyendo volar por los efectos del ácido,
harían que la opinión pública llegase a ver esta droga como un peligro alarmante.

“En cierta ocasión cuando vivía en Francia, llegó un paquete por correo de
una novia española que tuve. Además de la carta había un cartoncito trans-
parente, pero como era muy temprano lo dejé para después. Sin darme cuenta
cayó accidentalmente en el café del desayuno y cuando fui al baño a afeitarme
vi cómo el espejo me hacía muecas. ‘¿Yo por qué me veo así? Son apenas las 8
de la mañana’, me dije. Empecé a ver pequeñas culebritas bajando del techo y
corriendo por las paredes. Ya sé qué pasó: ¿dónde está el ácido? Entonces me
dispuse a viajar al mundo de las fantasías bajo los mágicos efectos del LSD.

“Eso de ser rockero era una cosa rarísima en esa época. Una vez se me acercaron
dos policías jóvenes admirados por el largo de mi cabello negro ondulado que
llegaba hasta mis hombros. Yo me puse a hablarles paja: ‘vea, existe una pastillita
que se llama LSD que si usted se la toma no vuelve a peluquearse nunca más; te
dejás el cabello largo, conocés la realidad absoluta, te conectás inmediatamente
con todo lo que te rodea, te salís de la casa’. Los policías se miraban aterrados”.

Como era una época en la que todos querían experimentar cosas nuevas, los
Cuerpos de Paz querían experimentar con el yagé, que ya se había dado a co-

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

nocer con The yagé letters, un escrito sobre las drogas alucinógenas de América
Latina, de Allen Ginsberg.

“Las drogas en ese entonces tenían mucha publicidad. La revista High Times
publicó en una ocasión un artículo que se llamaba 1001 formas de trabarse. El
deseo era compartido, así que viajamos al Putumayo. Éramos cinco amigos,
uno de ellos de apellido Musika, colombiano, era nuestro chofer. Había estado
en Vietnam y estaba de vuelta en Bogotá. Hablaba perfecto inglés, varaba y
desvaraba carros y llevaba chauma. Todos esos tipos habían peleado en Vietnam
y sabían matar con una sola mano. El yagé es amargo. Primero te dan una pe-
queña toma para que te purgués y botés todas la impurezas del organismo y así
te preparás para el viaje. Luego te dan la otra que es la que te pone a alucinar.

“Las hierbas te acarician los pies cuando caminas descalzo. Recuerdo haberme
quedado mirando un arbolito con mucha curiosidad porque aparentaba estar
cubierto de lacitos de colores, bien amarraditos como árbol de navidad. De
repente me pareció que el árbol estaba bailando para mí, para que yo lo viera.
Así que pensé: ‘cuando el árbol se dirija a mí lo voy a sentir. ¡Ay no!, mejor
no’. Casi me coge el miedo cuando escuché unos aullidos desgarradores y muy
ruidosos que venían de todas partes y se volvían muy repetitivos hasta llegar a
ser obsesivos. Eran los monos aulladores del Putumayo, que a eso de las cinco
o seis de la tarde se oyen chillar. Y no solo los micos, también todo lo que chilla
en la selva. Los murciélagos salen a volar y todo eso sumado a la vertiginosa
sensación de que el mundo giraba rapidísimo. Pensé: ‘mejor me quedo acostado
en el mundo de las alucinaciones dentro de la casa, en este estado sería menos
peligroso’. Cuando se toma yagé hay que pensar de una forma diferente para
que no te coja el miedo.

“Hubo un festival en la plaza de toros Santa María en Bogotá que se llamó Gira
gira. Allí tocamos la banda que armamos con el Paul y el Arco Iris. Paul salió
a cantar con unas gafas Ray Ban, un sombrero blanco de vaquero y yo con mi
pantalón a rayas y mis gafas oscuras. En ese entonces estaba calvo porque me
había metido a una vaina budista. La plaza estaba llena, pero cuando empezamos
a tocar podíamos ver venir botellas de gaseosa en nuestras direcciones. Tuvimos
que salir corriendo del escenario aunque no creo que fuera por malos ya que
ese día ganamos el Calima de plata 1972”.

Woodstock fue el icono de la generación de los sesenta y es recordado como


el mayor festival de música y arte celebrado en la historia. Se convirtió en el

92
Seamos realistas, vivamos lo imposible

referente para una generación de jóvenes que se inspiró para realizar un festival
similar aquí en Colombia, el festival de Ancón en el departamento de Antioquia.

“Primer festival de rock en Medellín, a 21 grados de energía pura, es cuestión


de fe y nos unimos todos con música” era el mensaje que estaba en los volantes
publicitarios del festival. Un encuentro hippie que se llevó a cabo durante los
días 18, 19 y 20 junio de 1971. Tres días de rock al cual asistieron aproximada-
mente 30 mil personas.

Fue a Gonzalo Caro, “Carolo”, a quien se le ocurrió la idea de formar el festival.


Con la ayuda de Pablus Gallinazus y Gonzalo Arango, entre otros, que perte-
necían al grupo de los nadaístas, empezaron a hacer lo necesario para que la
alcaldía de Medellín diera la aprobación.

La primera en oponerse al festival fue la Iglesia Católica, que lanzó un comuni-


cado en respuesta a la aprobación del alcalde: “La insólita conducta del alcalde
lo priva de toda autoridad moral y cívica para continuar rigiendo los destinos de
Medellín. La ciudad culta, honorable y digna espera su renuncia. No le faltará
qué hacer en la república de los hippies donde será acogido por una salva de
aplausos y coronado como el rey de la turba delirante de vagos y degenerados que
hablan con voz entrecortada, miran con ojos cansados de marihuana y disputan
a los animales inmundos el fango y la hierba maldita”. Hasta lo amenazaron con
excomulgarlo pero eso nunca sucedió, aunque sí le costó la alcaldía.

“Desde muy temprano en la mañana las personas empezaron a llegar y en la


carretera se formaron filas infinitas de hippies y curiosos. Tenía un amigo que
andaba con una cruz a cuestas, una cruz grandísima. Él mismo parecía Jesucristo y
lo arrestaron con cruz y todo por andar drogado provocando desordenes por ahí”.

El parque era un espacio de unos tres kilómetros de zona verde con una que-
brada que separaba al lugar en dos y sobre esta había un puente que era la
entrada oficial del concierto. Allí pusieron la taquilla que era el único control
para ingresar. Al segundo día el puente se cayó, entonces la gente entraba por
la quebrada nadando o dándole la vuelta al parque por Sabaneta. Las boletas
tenían un valor de 12 pesos y eran de diferentes colores; además, tenían una
advertencia que decía: “No consuma nada más de lo que su mente le permita”.
No se permitía ingresar alcohol; la única agua potable que tenían era la que
repartían los bomberos. Contaban con un puesto de socorro de la Cruz Roja
que se encargó de llevar una buena cantidad de drogas, especialmente contra
la intoxicación, contra alucinógenos y barbitúricos.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

“Al llegar la noche la gente empezó a armar sus cambuches para dormir; muchos
durmieron en carpas o casas improvisadas. Nosotros dormimos en el Hotel
Nutibara. La cosa era con plata. Una mujer, Mónica, tuvo que hacerse cargo de
mí toda la noche. Es que yo estaba pasado de drogas y empecé a correr desnudo
por todo el hotel”.

Veinte hippies con el azúcar en cero por consumo de marihuana, eran los titu-
lares de los periódicos.

“Por esos días aparecieron en Bogotá muchos astrólogos, de esos que le hacen
a uno la carta astral y te dicen: ‘cuidado que en tal día va a pasar tal cosa’… y
pasa. Entonces un astrólogo americano dijo: ‘cuidado con el festival de Ancón
porque hay una droga negra que va a producir varias víctimas. Esa droga era
el cacao sabanero, el fruto del borrachero. Me encontré, entonces, a Manuel
Quinto, gran amigo.

—Ferdy, por acá tienen una droga muy buena —me dice.

—¿Qué es?

—Son unas pepitas negras, pura magia negra.

"Cacao sabanero. Qué pánico, qué mal viaje. Brujería. Conocí el inframundo,
unos mundos más bajos que estos donde todo es desolación y tristeza; donde
viven unas sombras negras pequeñitas y unos arbolitos que son como unos pinos
muy chuzudos; viven debajo del piso, hay que comerse un cacao para verlos.
Creo haber llegado a las puertas de la muerte y si no pasé fue porque me resistí
todo el tiempo, pero casi, casi. A varios les dio por meterse al río y la corriente
los arrastraba hasta que el cuerpo de bomberos los sacaba.

“Tocó una banda muy elegante de puros gringos, se llamaban Hope o Esperanza,
que era el nombre de un barco que iba por el Amazonas curando indios enfermos.
Qué baterista tan asombroso. Nos enseñó a todos los colombianos a tocar batería.
También tocó La columna de fuego, que era rock mezclado con música africana,
en la cual yo era guitarrista. Cantó la novia de Gonzalo Arango, Angelita, la
inglesa que nos deleitó con su hermosa voz en la versión libre de la canción Me
amarás mañana, nosotros Los Flippers, y otras. Teníamos buen sonido y tocamos
nuestro repertorio de las psicodelicias, nuestro primer LP, algunos covers y otros
propios. La gente saltaba y bailaba con los brazos en alto al compás de Don´t
mince matter cover de The Lords. El festival era una locura.

94
Seamos realistas, vivamos lo imposible

“Estábamos tocando con la Columna de fuego y de pronto se mete un africano


corriendo, uno que estaba en el público. Nos arrebató un micrófono y empezó
a hacer sonidos extrañísimos: roouuuaaa rouaaaiii. Bueno, yo seguí tocando.
Estaba haciendo un solo de música negra. Termina y me pregunta: ‘¿la cagué?’
‘No, hombre, le dije, cantaste, ya qué carajo’. Tours, viajes, aviones, hoteles,
festivales. El sueño se estaba cumpliendo.

“Tuve muchas confrontaciones con la ley en Bogotá durante los años 68-69.
Una amiga me buscaba mucho en la casa. El cuarto mantenía lleno de humo de
bareta. En una ocasión en medio de no sé qué loquiza me quemó unos zapatos
y los dueños de la casa me denunciaron. Me llegó una citación del DAS y me
hicieron la encerrona: ‘¿Usted fuma marihuana? ¿Quién se la vende? ¿Cómo
se llama?’ Esa vez logré escapar.

“Años después, estaba yo en Barcelona con unos punks, en la época de Billy


Idol. Armaban unas peleas tremendas en los bares y cargaban un hacha que
clavaban en cuanta puerta veían. Allí también me vi envuelto en problemas con
la policía. De Estados Unidos también me echaron. Cuando deje de estudiar
aquí me mandaron a estudiar allá y le dije a la directora que yo escribía para
un periódico comunista. Ella vociferó: ‘sáquenlo inmediatamente del colegio
y del país si pueden’.

“Pero la peor injusticia en mi vida fue una falla del sistema judicial. Sucedió
en Bucaramanga cuando estaba con mi novia Hilda, viajera en sandalias. La
utopía se reflejaba en su cara bonita, en su pelo rojo corto y en sus maneras de
aristócrata de otro planeta. De pronto, ¡pum! La policía nos sorprende con unos
gramos de hierba. Me declaro fumador. Trato de defenderme diciendo que en
Egipto se consumía el opio y que los aztecas también lo hacían. Y sin creerlo
estoy en la Cárcel Modelo condenado a dos años y medio que se redujeron a
seis meses de encierro, afortunadamente. Cortaron mi pelo. Hilda quedó un
tiempo bajo tratamiento psiquiátrico con unas pastillas entumecedoras.

“Estaba muy interesado en todo lo que fuera estados alterados. Quería alterar
los míos y ver hasta donde llegaba. Probé el STP, serenenity, tranquility, peace
una droga gringa poderosísima, la Dimetoxianfetamina que te ponía a alucinar
durante tres días. Tenía un efecto extraño. Las caras de las personas se ven como
las del animal que le corresponde, algunos con cara de caballo, otros con cara
de perro, otros con cara de pájaro. Y una mayor conciencia de los colores. Pero
mi mejor descubrimiento, la experiencia total integradora con el mundo que me
hizo más fuerte, fue la gracia santificante y gratuita de la psilocibina: los hongos”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Las drogas hicieron parte de su vida, aunque manifiesta haberlas conocido tarde.
Le daban la oportunidad de explorar su mundo bajo otros estados de conciencia
con la única intención de introducirse en su mente, estimular su creatividad
musical y recrearse, pues este tipo de percepciones y sensaciones, en muchos
de los casos es simplemente indescriptible.

“De mi infancia no voy a hablar; solo que me parece como si hubiera sido un
sueño. En 1963 mi falta de atención en el colegio se mezclaba con el interés por
la música americana. Cuando cogí una guitarra por primera vez y desgreñé las
notas de un carnavalito peruano, me pareció muy fácil. Cuando intenté hacer
lo mismo que mi padre, me pareció difícil. Y me gustó muchísimo. Mis sueños
de adolescente eran ser diferente, ser célebre y admirado, ser el centro de la
atención; mi ego reclamaba aliento urgente. Visitaba unas amiguitas que vivían
cerca de mi casa, unas gringas que me prestaron She Loves You de los Beatles.
Fue una bomba. Todo mi plan de vida cambió. Mis sueños de mercenario audaz,
rebelde con causa y busca pleitos asustado dieron tres vueltas. Ahora quería ser
artista, un Beatle, un músico”.

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8

Alguien enfermo no es belleza


Diana Lorena Gutiérrez Ardila
II Semestre de Psicología
“Jhon era ese niño que se cree inalcanzable, la sensación de la cuadra. Era algo
loco. Lo veía muy lejos, la verdad, pero, ¿quién me impedía soñar?”, dice Dayana
recordando a la persona que una vez amó.

“Lo conocí cuando tenía trece años y él diecisiete. Estaba de novio con una bo-
nita muchacha llamada Lina. En ese entonces yo era una niña muy normal. No
me importaba ser gordita o flaca. ¿Para qué? Me sentía bien como era. Después
de un tiempo empecé a salir con Jhon. Sabía que él tenía novia y también que
veía a otras niñas; era el típico man lora de ese entonces”.

Dayana habla así de una época entre el 2008 y el 2009 en la cual se habían con-
solidado diferentes grupos en Cali conformados por jóvenes de doce a dieciocho
años. Todos querían ser reconocidos ante los demás por ser personas impúdicas.
Su reconocimiento se “ganaba” por la manera como vestían o hablaban o por
el simple hecho de cuántas personas habían besado.

“Tiempo después estábamos hablando los dos y cuando se fue a despedir me


besó. ¡Yo no lo podía creer! Claro que no reaccioné de ninguna forma y seguí
normal, pero cuando llegué a la casa no podía dejar de pensar en eso. Luego de
un tiempo empezamos una relación. ¡Estaba feliz, muy feliz!”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

De repente sale de su boca una sonrisa al rememorar esa época que se desvanece
al recordar el día en que empezaría su calvario. Se acercaba su fiesta de quince
años el 13 de marzo del 2009. “Quería verme hermosa con el vestido y, pues,
también quería verme bien para Jhon”. Así que el 14 de julio del 2008 tomó la
decisión que daría inicio a todo: decidió dejar de comer.

“Pensé que haciendo eso iba a bajar parte de los 80 kilos que pesaba en ese en-
tonces. Comencé a botar la comida o en ocasiones la envolvía en papel aluminio
y la dejaba por ahí tirada. Me llenaba tomando agua en cantidades alarmantes:
¡dos litros o más en un día¡ Me parecía muy normal, no pensaba que estuviera
haciendo algo malo hasta que empecé a averiguar en internet y me di cuenta en
lo que me estaba metiendo. ¡Pero no me importó! Seguí firme con la decisión
que había tomado, incluso empecé a averiguar otras formas para bajar de peso
más rápido; sin embargo, continué tomando solo agua”.

Llegó el día anhelado, la celebración de sus quince años y los comentarios de


la gente ante su nueva figura no se hicieron esperar. “En la fiesta ya todo el
mundo me decía que me veía hermosa. ‘¿Qué te hiciste? ¡Estás flaca!’. Yo no
decía nada; les respondía con un ‘no sé, pero me siento bien’. Anímicamente no
me sentía así, pero todos esos comentarios me llenaban, me hacían ver que sí
estaba funcionando. Las cosas que estaba haciendo sí estaban dando resultados”.

Dayana ya pesaba 54 kilos. Aunque pasó su fiesta y había logrado su objetivo,


se dejó llevar por la emoción que provocaba en ella lo que le decían. “Seguí ha-
ciéndolo, seguí dejando de comer y atragantándome lo que más podía con agua”.

Mira al suelo y tomándose el hombro con su mano izquierda se queda en silencio


por unos segundos. Recoge su cabello, suspira y dice:

“Me acuerdo perfectamente cuando empezaron los síntomas. El 26 marzo de


2009 un Jueves Santo iba para una finca con una prima. En ese entonces ya
sabía lo que pasaba conmigo. Ese día me empezaron a dar unos dolores muy
fuertes en el abdomen; vomité toda la tarde... ¡huy, fue tan horrible! Mi abuela
llegó y cuando me vio así se preocupó tanto que me llevó al hospital”. Para esa
fecha pasó de 54 kilos a 51.

“El doctor le dijo a mi abuela que no comer me había causado una apendicitis y
ese mismo día tuvieron que operarme. A los dos meses de haberme recuperado
de la operación volví al colegio y otra vez todos me decían:

—¿Qué te hiciste, Dayana?

100
Alguien enfermo no es belleza

— ...

—Estás tan flaca y tan bonita.

—Nada. No sé, me siento bien, ¡muy bien! —Respondí.

Recuerda sonriendo desdeñosamente mientras contempla una cadena con un


dije de paz y amor que lleva puesto: “Decidí empezar a vomitar en el colegio.
Comía y vomitaba porque mi abuela ya sabía que había algo mal en mí y em-
pezaron a darme la comida a la fuerza. ¡No quería!, ¡no quería comer!”, dice
golpeando sus rodillas con ambas manos.

“Así que vomitaba en el colegio. Entraba a los baños, trataba de sacar todo y
luego me cepillaba y salía como si nada hubiera pasado y seguía mi día. Había
días en que me sentía deprimida, pero soy de esas personas que pueden estar
muy mal y nunca lo demuestro. Siempre trato de demostrar lo contrario, de
demostrar que estoy bien”.

Después de un tiempo fue a vivir con su padre. Comenzó a ser vegetariana y


pensó que de cierta manera estaba logrando recuperarse de lo que había em-
pezado a ser una adicción en su vida.

“Encontrarse en ese estado es como ser un drogadicto. Vomitar se convierte en


algo necesario, algo en lo que se piensa constantemente. Luego de que inicias
esto va a ser parte de ti para siempre. Aidé, la esposa de mi papá, compraba la
comida vegetariana. Durante un tiempo comí bien, muy saludable, pero llega
a ser muy cara así que dejaron de comprármela y volví a lo de antes. Averigüé
nuevas formas para eliminar todo y empecé a visitar asiduamente páginas en
internet para encontrar información completa que me permitiese conocer to-
dos los medios posibles para bajar de peso. Me enteré de que la piña ayudaba,
además tuve conocimiento de los laxantes y los diuréticos que sirven para
evitar retener líquidos en el cuerpo y poder eliminarlos de manera rápida, así
que empecé a utilizarlos”.

Jhon comenzaría a ser el adlátere de la situación.

“No le comentaba para qué era, sólo le decía: ‘Amor, ¿me compras estas pastas?’.
Él era consciente del uso que iba a darles pero nunca opinó. "Al fin y al cabo
todo era para estar más bonita”.

El poder que tomaba esto en su vida cada día se apropiaba más de ella; la am-
bición por bajar de peso iba en aumento.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

“Ingería tres diuréticos por día. Como era sólo para eliminar los líquidos no pen-
saba que fuera algo grave. Cuando uno hacía su efecto, iba, bebía mucha agua y
tomaba otro. En las noches tomaba los laxantes, uno siempre antes de dormir,
entre las 10:00 y las 11:30 pm. En ese entonces comía normal porque sabía que
todo lo podría eliminar. Mi abuela lo notó, así que dejó de preocuparse. Ingería
los laxantes tan tarde que me levantaba a las tres o cuatro de la madrugada al
baño. ¡Era algo espantoso! Una noche, mi abuela se dio cuenta y me preguntó:

—Dayana, mija, ¿qué le pasa?

— ¡Abuela, no se preocupe!... solo es una indigestión.

“Continué así por noches. No me importaba nada, solo bajar de peso. En


ocasiones pensaba en dejar de tomarlos y lo hice por unas semanas pero me
decía: ‘¡No!, estoy engordando otra vez... ¡no puedo subir de peso!’ Y volvía a
usarlos. Siempre tenía presente que podía continuar vomitando... sabía cuáles
eran mis opciones”.

Haber ingerido gran cantidad de laxantes provocó un grave daño en su flora


intestinal; sin embargo, esto no cambió su mentalidad. Obtuvo conocimiento
de un fármaco anorexígeno llamado Sibutramina, un supresor del apetito que
estimula la producción de calor en el cuerpo, actúa como antidepresivo y be-
neficia el control de la ansiedad y los impulsos.

“Conocí la Sibutramina porque la esposa de mi papá la tomaba, así que un día


sin que ella se enterase, tomé dos tabletas”.

Para ese momento, Dayana había logrado dejar de vomitar y de alguna manera
había recuperado el control de aquel desasosiego que en ocasiones emanaba de
ella por no regurgitar los alimentos.

“Ingerí la Sibutramina por un tiempo y noté que bajé de peso, pero fue solo
un leve cambio: me provocaba mareos y depresiones. Un día, unos amigos
llegaron a mi casa; estuvimos un rato juntos, charlamos y molestamos; estaba
supremamente feliz”.

Esa noche, todo transcurría de la mejor manera hasta que Dayana decidió mirar
las fotos que le habían tomado.

“Fue aterrador. Vi una foto en la que me veía muy gorda, demasiado... ¡Quería
morirme! ¡Quería que se fueran todos para poder ir a vomitar; solo pensaba
en eso! Cuando todos se fueron me encerré en mi cuarto, lloré; no sabía por

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Alguien enfermo no es belleza

qué estaba tan gorda... no tenía cabeza para nada más, salvo encerrarme en
mi cuarto”.

Andrés, su hermano, dice: “Dayana siempre fue una persona retraída por mo-
mentos. Se encerraba en su cuarto a escuchar música; ese era su mundo, aunque
yo sabía el truquito para abrir la puerta”.

Aquella noche, impulsada por la impresión que en ella habían causado las
fotografías, Dayana tomaría una decisión precipitada.

“Me preguntaba: por qué tiene que pasarme esto?, ¿por qué tengo que vivir así?
No... ¡No quería seguir viviendo, no si estaba gorda!, ingerí 60 pastillas de Si-
butramina genérica y después de unos minutos perdí el conocimiento”.

En ese instante alguien llamó a Dayana a su casa, su hermano Andrés fue quien
contestó el teléfono y tocó la puerta de su cuarto para avisarle. Después de llamar
a Dayana en repetidas ocasiones y no escuchar respuesta no tuvo más remedio
que abrir la puerta. Encontró a su hermana tirada en el suelo, desmayada.

“Perdí toda noción del tiempo. Cuando desperté estaba en el hospital con una
sonda. Una enfermera dijo que tenía que hacerme un lavado pero yo me negué.
Le dije que no, que iba a esperar a mi papá; así que no dejé que lo hicieran. Ella
se fue refunfuñando y decía que era una culicagada así que me mandaron un
enfermero. Cuando llegó mi abuela dejé que empezarán con el procedimiento.
¡Jamás!... jamás en la vida olvidaré lo horrible que fue. Comenzaron introdu-
ciéndome una sonda nasogástrica. Entraba por la nariz hasta mi estómago y
a medida que bajaba debía ir tragando. Después con una jeringa instilaban el
carbón activado. ¡Eso era una cosa negra asquerosa que me hizo vomitar todo”.

Después de terminado el procedimiento del lavado le comunicaron sobre su


traslado al Hospital Departamental Psiquiátrico Universitario del Valle. Dayana
ya había estado en la Unidad de salud mental en el Departamental en enero
del 2006 en su primer intento de suicidio cuando tomó una gran cantidad de
pastas y laceró sus brazos con un transportador.

“Igualmente me hicieron un lavado intestinal y estuve internada por cinco días


pero me gustó. Conocí mucha gente que estaba ahí por diferentes cosas y hablá-
bamos de nuestros problemas. Era un lugar donde podías relajarte de todo, pero
el psiquiátrico ya era hablar de otro mundo ¡yo no quería estar en ese lugar!”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Los papeles para permitir que la enfermera le inyectase un sedante a Dayana y


fuera trasladada al psiquiátrico estaban en manos de su abuela.

“Me encontraba muy alterada. La enfermera se acercó y yo le pregunté para qué


era esa inyección y solo respondió que era para calmarme. Mis ojos se cerraron
poco a poco y cuando volví a abrirlos me encontraba en la sala de urgencias
del Psiquiátrico”.

Dayana jamás pensó que su abuela permitiría que la trasladaran a semejante


lugar.

“Llegué en la ambulancia y pude ver el letrero de Urgencias. Luego de estar


un rato ahí un hombre se acercó y me habló. Llevaba a un anciano que habían
dejado abandonado en la calle.

—¿Por qué llora? —me preguntó.

Así que le conté algo de lo que había sucedido, y él me dijo:

—No vuelva a hacer eso. Usted es muy bonita como para estar aquí. Cálmese
que su abuela no va a dejar que se la lleven.

“Cuando volví a mirar después de un rato no lo encontraba. Nunca supe quién


era y jamás lo volví a ver. Me llevaron a una sala del hospital en la cual había
otra señora acurrucada y cubierta con una sábana blanca”.

Su abuela llegó en ese momento y ella no pudo contenerse. Le dijo:

—¡Abuela!, ¿usted por qué dejó que me trajeran aquí?! ¡Sáqueme por favor, yo
no lo vuelvo a hacer, no lo vuelvo a hacer!

“Sólo le repetía eso, una y otra vez. No podía imaginarme internada en ese sitio”.

Después de unos minutos su mirada se encontró con la de aquella mujer que


estaba con ella en la habitación. “Por un momento me quedé mirándola. Ella
me gritó:

—¡¿Qué me mira?! ¿Le debo o qué?

“Entraron unos enfermeros y con ellos un hombre. Cuando ella lo vio se des-
compuso completamente y empezó a gritarle vulgaridades, a decirle que por su
culpa estaba metida ahí, que se las iba a pagar. Se alteró tanto que los enfermeros

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Alguien enfermo no es belleza

tuvieron que tomarla de sus brazos y piernas, aun así ella seguía luchando con
ellos así que tuvieron que sedarla y llevársela a la fuerza, casi arrastrada”.

Dayana jamás se había encontrado en una situación parecida. Jamás pasó por
su mente que aquello que comenzó como una simple decisión por bajar de peso,
de verse según la sociedad, “más linda”, iba a convertir su vida en un viacrucis.

“En ese instante me di cuenta de que no quería más esto en mi vida, no quería
encontrarme en una situación similar a la de aquella mujer que acababan de
sacar de la habitación. Me preguntaba ¿en qué momento dejé que esto me
consumiera? Lloré y le rogué a mi abuela que por favor me sacara de ese sitio.
Le juré que no volvería a hacer algo así, yo no quería esa vida... no más”.

Luego de aquel suceso su abuela decidió sacar a Dayana del Psiquiátrico con-
fiando en aquello que prometió. “Las personas creen que ser bonito o bonita
es estar flaco, ser un ‘gancho’ al cual le cuelga la ropa. La belleza se generaliza
como algo físico. No tolero que una modelo tenga que ser eso, un gancho de
ropa. Ese es un concepto errado. Antes, mi concepto era más superficial, tanto
que dependía de opiniones de los demás, hoy en día me siento paz conmigo
misma. Belleza... ¡Belleza es el cielo, una flor, unos ojos, una mujer! ¡Belleza es
lo que llevas por dentro!”.

Su mirada se pierde por un momento junto con un suspiro y un silencio pro-


longado al mirar detenidamente por unos minutos el cielo.

“¿Belleza?, se pregunta sonriendo. No. Alguien enfermo no es belleza”.

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9

No soy cualquiera,
soy la mejor y la más bella
Jessica Betancourt Márquez
III Semestre de Psicología
La noche del 22 de agosto de 2012, Salomé, como se hace llamar ahora, mostró
su rostro a la sociedad. Aunque era imposible divisar sus rasgos bajo la luz opaca
del lugar, algunas expresiones muy suyas permitieron reconocerla. Fue sarcástica
al momento de hablar. Lo que ella definía lindo, en realidad lo consideraba feo;
“¡Tan lindo tu peinado!”, le dijo a su prima menor, y prosiguió: “¿Cómo estás,
Chuky?”, evidenciando una sonrisa malvada, pero que divertía y hacía reír a
quienes la observaban.

Durante una hora Salomé narró su historia a los familiares que escuchaban
atentamente y detallaban sus movimientos. Adoptó una postura erguida y cruzó
su pierna como una dama. Explicó por qué hace un año optó por irse y por qué
justo esa noche fría decidió volver. Fue elocuente al responder cada pregunta
de sus familiares: “¿Por qué se fue?, ¿por qué lo hizo?, ¿quién te dio el dinero?,
¿quién te cuidó?”; pero los interrogantes más emotivos que entrecortaron su voz
al momento de responder fueron: “¿Porqué lo hiciste sola?, ¿por qué pensaste
que te rechazaríamos?”.

Cerca de las doce de la noche Salomé preguntó: “¿Están listos para verme?”.
Ellos asintieron. Su madre lloró. Salomé dio la espalda y pidió a uno de sus
primos encender la luz. La expectativa aumentó.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Tiene 1.70 de estatura. Sus uñas largas pulcras y decoradas y sus ojos cafés su-
mados a esa mirada profunda, sonrisa blanca y cuerpo esbelto, llevaron a que las
personas presentes dijeran:“¡Bella, simplemente bella!”. Estaban anonadados.
La impresión más allá de la belleza de Salomé radicó en el drástico cambio que
dio Mike Ríos, el joven estudiante de enfermería que partió sin justificación
alguna y años después regresó transformado en mujer.

En su infancia, Mike tuvo todo lo que deseó: juguetes, paseos, ropa fina. “Creo
que mi infancia fue la que todo niño desearía”. Nunca tuvo una figura paterna,
solo su tío César fue quien trató de serlo pero murió cuando Mike tenía nueve
años. Su tío antes de la muerte, lo inscribió en varios deportes: natación, patinaje,
fútbol. “Yo me caía una vez y lloraba; ya no quería jugar más, me daba miedo
el balón, el deporte no era lo mío”, dice Salomé entre dientes.

Con su prima Miriam, Mike jugaba a las PopStars y tenía la oportunidad de


vestir falda, tacones y ropa femenina. A temprana edad se sentía diferente. Sus
amigos hombres lo atraían. “Yo estaba en primero de primaria y quería mucho
a un amiguito que se llamaba Daniel; sentía algo diferente por él, pero uno a
esa edad qué se va a imaginar”. En su faceta de hombre Mike besó a niñas, pero
realmente no le generaba placer.

Cuando Mike ingresó a octavo grado en el colegio Pedro Antonio Molina,


centró su mirada en Cristian Ariza: “Era tan lindo, acuerpado, de ojos verdes”,
recuerda Salomé con sus manos puestas en las mejillas y prosigue:

“A esa edad uno empieza a saber lo que le gusta pero se entra en una negación,
en que eso es pecado, el rechazo de la sociedad; pero bueno, Cristian fue mi
traga hasta grado once. Yo no sé si él era gay o no, pero entre nosotros había
una conexión tan diferente. Él casi no le hablaba con nadie porque era muy
serio, pero a mí me hablaba y me ayudaba en los exámenes”.

Su primer beso con un hombre fue precisamente con Cristian Ariza, el día de
su graduación. Mientras estaban en la recepción celebrando, Nora Patiño, su
madre interrumpió con una contundente frase: “Mike, vámonos ya”. Él no quería
irse porque sería el último día en que disfrutaría junto a sus amigos, además el
último en que vería a Cristian. Con miedo respondió a su madre: “No mami,
yo me voy con Alejandra”. Nora asintió.

Todos los amigos de Mike fueron dominados por el alcohol mientras él disfrutaba
observándolos y reía con las locuras de cada uno. Giró su cabeza a la derecha
y captó la mirada fija de Cristian quien al final lo llamó. “Yo me puse tan feliz,

110
No soy cualquiera, soy la mejor y la más bella

no lo creía. Apenas entré al cuarto y estábamos frente a frente él me hizo una


pregunta: “¿Cierto que usted es gay?, porque yo a usted le gusto”. Reí porque
me dieron nervios, y entonces él me dijo algo que nunca se me va a olvidar:
“¡Parce, yo no sé, pero usted me hace sentir tan diferente!”. Y bueno, así fue
mi primer beso con un hombre, ¡más lindo!”.

A los quince años Mike ingresó a la Universidad Santiago de Cali a estudiar


enfermería. Cuando tenía dieciséis años conoció a David, un joven de 21años
próximo a graduarse de la carrera de medicina. Como Mike era menor de edad
obtuvo una contraseña falsa que le permitía salir a disfrutar de la vida nocturna
junto a su novio, David. “Desde que empezó la relación había problemas, ¡él se
enamoró tanto! Hacía cosas que yo creo que nadie hará jamás por mí. Él podía
estar en un turno de doce horas y si nosotros peleábamos por el celular, al rato
me llamaba o me mandaba un mensaje que decía ‘¿puedes salir a la esquina?’.
Me traía una chocolatina y me decía ‘no peleemos más’, entonces esos detalles
fueron los que me enamoraron”.

Poco a poco la relación se llenó de problemas hasta llegar a la agresión física. No


había respeto ni nada que pudiera salvarla. “Con él tuve la pelea más horrible”.
Cada vez que David tomaba era una persona totalmente diferente. La pelea que
dio por terminada la relación fue en una discoteca, cuando Mike salió a bailar
con un amigo de David.

“Cuando llegué de bailar y me senté al lado de David, ¡Dios mío!, me empezó a


tratar mal y a mí me dio tanta rabia. Le metí un cabezazo en la nariz y le empecé
arañar la cara de la forma más impresionante”. Salomé habla con desespero,
apretando los dientes. Se toma el cabello y la frente, después pone sus manos
en la cara y empieza a subirla y a bajarlas como si se estuviera arañando.

La primera persona a quien confesó sus preferencias sexuales fue a su tío Mau-
ricio, quien cuidó y cubrió todas las necesidades tras la muerte de César. Mike
encontró en él un consejero. Desde su cuarto envío un mensaje de texto en el
que preguntó si podían hablar y el tío dijo que sí.

“Me dominaron los nervios no sabía cómo decirle pero no podía irme atrás.
Así que salí de mi cuarto para ir al de mi tío. Me senté en la cama y por varios
segundos no dije nada, mi tío solo me miraba, hasta que me animé y dije:

—¡Tío, me gustan los hombres!

—¡Ah, yo ya sabía!

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Entonces reí. Él me aconsejó y dijo:

—Dile a la abuela cuando lo creas necesario.

“Esa misma semana le dije y ella también me aconsejó y me dijo: ‘dígale a su


mamá cuando crea que es necesario’, pero resulta que yo no le alcancé a decir
porque siempre me dio miedo”.

Nunca lo confesó, pero su madre lo descubrió cuando lo empezó a seguir y lo


vio entrar a un bar gay. Aunque antes de entrar en el establecimiento escuchó
una fuerte acusación:

—¿Usted qué hace aquí? ¿Acaso es marica?

Mike volteó y acercándose a su madre la miró fijamente. Le respondió:

—Sí, soy gay.

“Después de que mi mamá se diera cuenta de que yo era homosexual la rela-


ción empeoró. No lo quería aceptar, me llevó a iglesias cristianas y yo iba para
evitar problemas. Yo creo en Dios pero no en la iglesia me di cuenta de que
engañan mucho a la gente porque uno de los grandes pastores de jóvenes me
molestaba”, dice Salomé alzando sus cejas. “Yo dejé de asistir. Mi mamá y yo
solo hablábamos lo necesario”.

En el transcurso de los últimos seis meses de universidad, mientras Mike reali-


zaba su práctica profesional, conoció a la enfermera jefe, María Paula, en una
capacitación del reglamento interno de un hospital. Poco a poco fueron cons-
truyendo amistad. Un día de trabajo la enfermera le preguntó por su sexualidad:

—¿Eres gay? —le preguntó.

—Sí.

—Yo también.

—¿Tienes novia? —preguntó Mike

—No, soy transexual.

—¡Mira que yo siempre he querido ser!

—¿Y por qué no lo eres?

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No soy cualquiera, soy la mejor y la más bella

—Por mi mamá.…

—Si usted quiere algo, usted debe luchar por ese algo, usted es más que cual-
quiera porque tiene una carrera encima.

Gracias a la intervención y colaboración de una docente, Mike obtuvo un destino


para hacer el rural. El primer paso era viajar a Bogotá, pero en la fría ciudad
entendió que en esos momentos no era el camino que guiaba su corazón. Optó
por volver a Cali en busca de María Paula quien le presentó a su amiga Bárbara.
Ella lo ubicó para trabajar en un video chat. Antes de iniciar su vida laboral dio
apertura a los cambios. Se inyectó hormonas y el 24 de diciembre del 2011 se
realizó la cirugía para aumentar el tamaño de sus glúteos.

El video chat es una casa común de dos pisos con cuartos para trabajar y dormir.
Hay tres habitaciones cada una con dos camarotes. En ellas duermen las personas
que laboran pero que son de otra ciudad. Hay trece más para trabajar. Cada
una consta de un sofá y un computador. En ese lugar desempeñan funciones,
hombres, mujeres, heterosexuales, homosexuales, transformistas y travestis. Hay
tres turnos por día, de seis de la mañana a dos de la tarde, de dos de la tarde
a nueve de la noche y de diez de la noche a seis de la mañana. Salomé, por lo
general, trabaja de seis de la mañana a dos de la tarde y una vez por semana
hace doble turno y empieza de diez de la noche a seis de la mañana, y sigue con
su turno normal. Cada vez que llega en horas de la mañana a su trabajo le dan
café con pan y una vez desayuna elige su habitación que por lo general es una
que tiene un dibujo de hada. Ella entra, organiza todo, se maquilla, se aplica
lápiz negro alrededor de sus ojos, un labial que resalte sus finos labios, se aplica
rubor en sus mejillas y una vez lista se sienta frente al computador dejando ver
su cuerpo de cintura para arriba y espera a que lleguen sus clientes quienes
entran a la página sin pagar. “Es parecido al Facebook o al Messenger, que se
ve quiénes están conectados”, explica.

Empieza a saludar moviendo sus delicadas manos de un lado para el otro, con
una coqueta sonrisa, si Salomé le gusta a alguien, esa persona tiene que pagar
para seguirla viendo, así que solo se queda en la página quien pague. “Por lo
general yo me la paso hablando con mis clientes, y les pregunto de dónde son,
cómo se llaman, cuántos años tienen. Yo los enredo mucho y a veces se les
olvida que esa página vende sexo”.

Hay clientes para todo. Así como hay unos que tienen paciencia hay otros que
no la tienen, porque tienen presente que están pagando para ver sexo y empiezan

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

a pedir una que muestre un seno, que muestre sus nalgas, que muestre su pene
y que juegue con un consolador.

“De eso se trata, de complacer al cliente y de sacarles dinero como sea. Tengo
clientes que me entran una vez a la semana y nunca jamás los vuelvo a ver,
como tengo clientes fieles que entran todos los días y son muy puntuales, que no
entran a pedir sexo sino que solo quieren conversar. Esos clientes son excelentes,
porque se hacen tan amigos míos que en cualquier momento me envían dinero.
Me han consignado hasta un millón trescientos mil pesos.

“Casi no me gusta mostrar mi cuerpo porque en cámara se ve ¡terrible! No me


cuadra por más que yo quiera que se me vea la cola, los senos o el abdomen.
Disfruto más cuando me la paso hablando y me encanta cuando veo que me
están pagando, porque sé que me va a llegar mucha plata; no disfruto el trabajo
cuando pasan horas y no paga nadie… ¡me provoca suicidarme!”.

Desde junio Salomé está viviendo con su novio, Darwin, en la casa de la madre
de este. Lo conoció en el video chat donde trabaja. Él era un aseador. Un día,
al finalizar su turno, de manera cordial Darwin la invitó a salir. Para ella fue
extraña la invitación; sin embargo, aceptó. “Él no me gustaba porque en verdad
no es lindo, es feíto, pero poco a poco lo fui queriendo”.

Cuando Salomé decidió que se haría la rinoplastia él fue su compañía, la perso-


na que atendió sus necesidades e incluso se convirtió en su protector durante
las noches mientras ella dormía. Terminados los días de incapacidad, Salomé
retomó su rutina. Trabajó de diez de la noche a seis de la mañana y un día de
regreso a su casa, encontró a Darwin quien le dijo haber pasado noches en vela
porque se había acostumbrado a dormir con ella.“Él nunca había tenido una
experiencia así porque es heterosexual, y aunque desde el principio sabía quién
era yo me dejó muy claro que me quería y que le gustaba porque era diferente,
porque soy toda una mujer; lo más importante es que me valora”.

En la calle no es víctima de burlas por parte de la gente, tampoco han dirigido


hacia ella comentarios soeces o palabras como ‘marica’ porque en la mayoría
de ocasiones pasa inadvertida. Las personas no dudan de su feminidad; sin em-
bargo, en situaciones en las cuales se encuentra sola, mínimos detalles revelan
su identidad. “Cuando me monto a un taxi, obvio me descubren por la voz y
en ocasiones los taxistas piensan que por ser lo que soy soy una puta y que se
lo voy a chupar. Esto me molesta, pero pido serenamente que me respeten”.

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No soy cualquiera, soy la mejor y la más bella

Salomé vive con su novio en un apartaestudio cerca del centro comercial Chipi-
chape. Aún no está amoblado, carece de lujos, pero le agrada la independencia
y por eso aceptó la propuesta de su compañero sentimental.

Su solvencia económica depende de su trabajo como exhibicionista en el video


chat y de las funciones de Darwin como aseador y guía del mismo lugar. Asegura
que su cuerpo y su mentalidad le otorgan seguridad. Vive a la espera de ahorrar
el dinero para eliminar la penalización que le impide ejercer como profesional
de la enfermería por no haber cumplido el año rural.

“Mi vida es como un ejemplo para otras personas en cuanto hay que vivir la
vida como uno la sienta y quiera; no hay que hacer las cosas por complacer a los
demás si uno no es feliz haciéndolas. Hay que vivir la vida buscando la felicidad
propia, obvio sin pretender lastimar a los que te rodean. Soy feliz, aunque no
completamente, porque para serlo se necesitan todavía muchas cosas. Tengo
deudas y sueños por cumplir, pero a comparación de antes cuando escondía mi
sexualidad, soy realmente feliz”.

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Quitate la máscara
con estilo y sabor
Leidy Carolina Rodríguez
III Semestre de Psicología
La muerte es vista siempre de forma negativa. Perder un ser querido es perder
parte de la vida, pero aprender a llevar este duelo puede hacer que las personas
tomen decisiones importantes y positivas para su vida.

Cinco minutos antes se encontraba en el camerino vistiéndose con su pantalón


y zapatos color zapote vivo, camisa de manga larga de color morado y una gran
cantidad de maquillaje. Salió al escenario caminando suavemente y se detuvo
en el centro.

Suena Quítate la máscara. Mira hacia el público, esboza una gran sonrisa y se
inclina mirando al suelo. Luego se incorpora, sube suavemente sus manos apun-
tando al techo, las sacude de forma tal que las dos se cruzan y baja su cabeza.
Posteriormente señala al público, camina hacia su pareja, la toma de la mano
y gritan ¡Vaaaya! Levanta a su pareja, la pasa por sobre su cabeza, ella da dos
giros en el aire y cae nuevamente en sus brazos para luego continuar con sus
pasos largos, rápidos. Termina pasando a su pareja por entre las piernas. La gente
aplaude, grita y lo felicita. “Efectivamente fue una de las mejores presentaciones
que he hecho”, dice Diego. “Cuando se acabó el show fue como si me estrellara
contra el mundo; la tristeza me envolvió”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Ese 23 de febrero del 2012 luego de una meningitis muere Michael Estiven
Valencia, su sobrino, la persona a la cual le dedicaba, le dedica y dedicará sus
triunfos. “Fue una de las experiencias más duras que he vivido. Sentía que esto
era un compromiso con mis alumnos, conmigo y con mi sobrino, pues a él le
gustaba mucho lo que yo hago y sentí que no era justo con él, que por el simple
hecho de que el no estuviera dejara tirado todo”, expresa Diego con gran tristeza.

Bajó las gradas, dio un suspiro y rompió a llorar. Sus compañeros del show fueron
tras él para alentarlo, felicitarlo y darle ánimo ya que conocían la situación.
Ese día, su grupo y él con su pareja tenían una audición para entrar a Delirio,
la fundación artística más reconocida de Cali a la cual solo entran los mejores
bailarines de cada academia de la ciudad.

Diecisiete años atrás ensayaba detrás de un escenario en el colegio La Inma-


culada sin la esperanza de participar en la función que su profesor había pre-
parado. Siguió practicando la coreografía lejos de sus compañeros hasta que se
la aprendió en su totalidad. Cuando su profesor lo vio decidió incluirlo darle
la oportunidad. “Esa fue mi primera presentación de salsa, pero fue horrible”.

Combina su pasión, el ballet, con la salsa, su profesión. Como económicamente


no estaba en condiciones de continuar con las dos disciplinas se retiró el ballet,
no porque prefiriera la salsa, sino porque es más costoso, para retomarlo cuatro
años después cuando la situación económica de sus padres mejoró. Comenzó
a bailar en el Ballet Santiago de Cali. Llegaba una o dos horas antes que sus
compañeros para calentar y ensayar antes de empezar el ensayo normal. Su
proceso fue duro pues el ballet es un baile elegante para el cual se requiere de
mucha elasticidad para realizar los movimientos necesarios. “Muchas veces llo-
raba de cansancio, dolor y finalmente de felicidad”, dice Diego con una sonrisa.
Sus padres no lo acompañaban a ninguna presentación ni lo apoyaban, porque
pensaban que ese no era un futuro para su hijo.

Anacaona se presentó por primera vez el 19 de noviembre del 2011 en el teatro


Jorge Isaacs. Es un número que combina el ballet, la salsa y el folclor. Para Diego
es uno de los más significativos. “Afortunadamente mis dos academias de salsa
y ballet se encontraban en el show, pero me tocó elegir con quién bailar”, dice.
Finalmente decidió bailar con los del ballet. “La verdad es que Diego baila muy
bien las dos cosas, pero en ese caso hacía más falta allá que acá,” dice Viviana
Vargas, bailarina y propietaria de la fundación artística Estilo y sabor.

“A mí me pasa algo muy curioso antes de cada presentación. Segundos antes de


salir al escenario siento que me voy a morir; no siento las piernas, como si no

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Quítate la máscara con estilo y sabor

fuera capaz de hacerlo y en el momento exacto en que escucho la música todo


eso se me pasa”, expresa Diego.

Antes de cada presentación ensaya día y noche, corrigiendo cada detalle: el


movimiento de sus manos, los repiques, sus pasos, su expresión y si algo no sale
bien continúa ensayando hasta que todo salga perfecto. El miedo a no hacer
bien las cosas lo acompaña en cada exhibición. “Recuerdo algo que me dijo
un profesor alguna vez, que si algún día dejaba de sentir esos nervios y ansias
antes de la presentación, que dejara de bailar, porque eso que se siente es la
responsabilidad que se tiene con uno mismo”.

Su hermana Diana Marcela Prada, bailaba salsa y él la veía. Antes de bailar


salsa se dedicaba al hip hop y al ballet clásico y contemporáneo. “A mí no me
gustaba la salsa; me gustaba verla pero no bailarla, me parecía fea”. Al observar
constantemente a su hermana decidió a finales del 2007 entrar en la academia
Estilo y sabor a probar suerte con la salsa. “Yo iba a mis clases y el que me las
dio no me las terminó de dar”. Diego se aprendía las coreografías siguiendo a
los bailarines que llevaban más tiempo. En mayo la academia viajó a Los Án-
geles y aunque se esforzaba mucho tenía presente que había privilegios para los
que llevaban más tiempo . “Yo sabía que había trabajado mucho pero estaba
consciente de que había gente mejor, con más experiencia. Cuando me dijeron
que viajaba me dije; ‘¡ve! Tal vez sí soy bueno’”. Este viaje fue lo que impulsó a
Diego a escoger la salsa como su profesión.

Hace dos años decidió formar el grupo juvenil llamado Salsa y sabor ya que
en la academia solo había dos grupos: los mayores y los más pequeños. Esto
significó para él un nuevo reto, una forma para pasar sus conocimientos a otras
personas interesadas en aprender. Comenzó con seis niñas y con el tiempo se
integraron hombres. Así se constituyó el grupo que hoy en día está integrado
por veinte mujeres y nueve hombres. “Hay momentos en los que siento que
me voy a desmayar de la presión y otros en los que la felicidad es muy grande
al ver los avances y la influencia positiva que puedo dar en cada uno de ellos”.

Está parado frente a sus alumnos –o sus hijos como los llama– rodeado de espejos.
Viste sudadera negra con verde y camisa azul clara con la palabra “instructor”
estampada a un costado. Muy serio vocifera: “Con fuerza, bonitas mujeres;
hombres manejo de cadera; mujeres, repiques grandes, hombres”.

Hacía cambios de coreografía para Carmen. Los reunió a todos y con su ceño
fruncido los miró seriamente y les dijo con fuerza: “Cuando es a jugar, jugamos;
cuando estemos ensayando, ensayamos. A mí no me gusta que se estén riendo

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

cada vez que se equivocan y si quieren jugar, pues díganme que con mucho gusto
los mando para miniproyecto donde pueden jugar y reírse todo lo que quieran.
Aunque ni los pequeños, porque ellos sí trabajan cuando lo tienen que hacer”.

Todos lo miraban callados y con cara de preocupación. Él seguía gritando y


moviendo su mano derecha hacia delante. “Ya saben; a mí no me gusta la risa
fastidiosa de Yurany ni la risa fea de Melisa. Cuando es ensayando, es ensa-
yando. Algunos creen que porque bailaron en el mundial están seguros. ¡No!
Aquí nadie está seguro… Aquí hay mucha gente y poco resultado, por eso es que
siempre van los mismos”.

Un silencio total corrió por todo el salón. Diego salió muy suavemente y su
ceño aún seguía fruncido. Caminó hacia las escaleras mirándolos a todos muy
seriamente. Sus alumnos agacharon la mirada. No hubo comentario alguno.
Ellos continuaron el ensayo mientras Diego salía con tres sus integrantes de su
grupo a hacer una presentación.

Después de la función llegó corriendo a su clase de ballet; iba retrasado. Entró,


se puso su legui negro y se paró en la barra gris al lado de sus compañeros. Su
profesor empezó a hacerle señas con las manos y él, en puntas de pies, comenzó
a dar pequeños saltos agarrado de la barra. Sus manos elegantes se movían de
abajo hacia arriba. Su mirada permanecía fija en el espejo y la espalda recta.

“El ballet es algo muy complejo”, dice mientras almuerza. “Hay días en los que
me va mal, que no cojo nada y salgo casi llorando. Pasar del ballet a la salsa,
fue duro, pasar de algo frío a algo alegre. El profesor de ballet no nos explica. Él
simplemente mueve el pie y nosotros ya tenemos que saber qué mano mover”.

Antes de entrar al Ballet Santiago de Cali Diego tenía otro profesor que no lo
trataba como a los demás. Con él era muy grosero y casi nunca lo determinaba
a la hora de hacer un show. “Él es muy buen profesor, pero su irresponsabilidad
y frescura estaba dañando su buena reputación. Me hacía sentir rechazado.
Una vez le pregunté:

—¿Por qué es así conmigo?

—Porque así soy yo —respondió altivo.

Diego siguió ensayando con ese profesor a pesar del rechazo. “Al principio yo
me iba llorando para mi casa, pero ahora le agradezco porque gracias a eso
aprendí a ser fuerte”.

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Quítate la máscara con estilo y sabor

El 15 de septiembre del 2012 se hizo la primera convocatoria del mundial de


salsa. Ese día participaron academias de diferentes ciudades y países entre las
cuales estaba Estilo y sabor. “Ese año el trabajo del mundial fue muy complejo.
El año pasado nos fue muy, muy bien y mucha gente estaba a la expectativa de
lo que íbamos hacer”. Su grupo pasó a la siguiente ronda.

Para este concurso solo se pueden presentar diez parejas lo que significaba que
tenía que dejar por fuera muchos de sus alumnos. Un sábado durante un ensayo
Diego escogió las diez parejas. “La preparación fue bastante dura. Se les dio
oportunidad a todos pero realmente tenían que ir los mejores y, obviamente,
quedó gente por fuera. Yo quería que bailaran pero pues el cupo era limitado
tanto para hombres como para mujeres”, dice con un dejo de tristeza.

El 23 de septiembre fue la gran final. Su grupo estrenaba vestuario. Las muje-


res lucían sostén rojo con bordes dorados con una gran flor hecha con perlas
plateadas, calzón rojo con bordado dorado y un gran bolero que partía de su
brazo derecho y llegaba hasta el lado izquierdo de su cintura. Los eran también
tacones dorados y las medias veladas del color de la piel. Por su parte, los hom-
bres vestían un esmoquin dorado, camisa de manga larga roja, corbata dorada
y zapatos rojos.

En la plaza de toros se encuentran los familiares y amigos ansiosos. “A conti-


nuación el grupo Salsa y sabor”, anunció el presentador y la plaza de toros se
estremeció. Solo se escuchaban los gritos “¡estilo!, ¡estilo!, ¡estilo!” y sonó la
melodía Quítate la máscara. Las mujeres salieron del lado izquierdo y los hombres
del lado derecho. Saludaron al público con una elegante venia y se juntaron
detrás de la tarima, con la cabeza agachada y las manos juntas hacia adelanta.
Miran con una gran sonrisa a su público y se desplazan hacia adelante. Cada
uno toma su pareja y comienzan a bailar sus básicos con repique, sus manos
estiradas y su mirada dirigida al público que los aclamaba. Los hombres alzan
a las mujeres y las suben a sus hombros y ellas con las manos hacia el techo
dan un gran giro y se dejan caer hasta llegar a los pies del hombre quien con su
pierna derecha apunta hacia techo mientras la izquierda se afianza en el piso.
Luego se paran y siguen hasta terminar con un gran ¡Ehh!

Se despiden con gran alegría pero a su vez con tristeza pues dos de ellos se
equivocaron. Con lágrimas en los ojos abrazan a Diego quien a punto de llorar
se aleja de ellos. “Realmente yo quedé satisfecho con el trabajo porque vi que
ellos la botaron toda hasta el último momento. Hubo errores, pero son errores
son normales por la presión que se siente. No justifico errores pero estoy con-

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

tento de verlos a ellos botarla toda y pues obviamente me molestó el hecho de


que no quedaran, porque yo sabía el esfuerzo del trabajo. La verdad fue muy
satisfactorio ver cómo todos estuvieron comprometidos, los que bailaron como
lo que no bailaron. Así que para mí a pesar de que no pasamos por que dimos
papaya en la semifinal, fue un trabajo duro y quedé muy contento con lo que se
hizo”, dice Diego observando algunos de sus hijos fijamente y con una sonrisa
llena de satisfacción y orgullo.

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11

Ni putas ni nada,
solo mujeres
Laura Lucía Martínez Estevan
III Semestre de Psicología
Son las diez de la mañana y Patricia se detiene a la entrada de un prostíbulo
ubicado en una de las calles más reconocidas del centro de Cali. Es el lugar
donde trabaja. Allí ha ganado el reconocimiento de la clientela que frecuenta
desde hace varios años el Costan’s Club. En ese lugar pasa gran parte del día, de
lunes a lunes en jornada continua, cumpliendo con su empleo de trabajadora
sexual. “No me da pena decirlo; soy una prostituta y los hombres pagan por mi
servicio. Bienvenido al Costan’s, este es mi segundo hogar”, dice, mientras con
un movimiento de su mano derecha indica al visitante que puede entrar al lugar.

Al pasar la vieja puerta del mostrador queda a la vista un pasillo que semeja
un laberinto. Sus altas paredes de color amarillo y las gastadas baldosas verde
esmeralda junto a unos anexos de cemento mal puestos complementan el lugar.
La luz solar apenas se filtra entre los agujeros del tejado ya descompuesto por
la humedad. El mal olor que proviene del baño sin puerta situado en la mitad
del pasillo completa la estética del prostíbulo. Al final del pasillo, en la parte
inferior derecha se encuentra una vieja y oxidada nevera de la cual Patricia saca
dos cervezas. “Si nos vamos a poner cómodos que sea con unas buenas birras
en la mano; fresco que yo pago”, le dice al visitante.

“La vida es una mierda para los pobres”, afirma, mientras deja a la vista un
tatuaje en forma de hada bastante llamativo situado en un costado de su abdo-

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

men. “Representa mis alas; algún día me ayudará a volar lejos de este moridero
con mis hijos”, dice Patricia desde una mesa situada en la parte trasera de la
sala del burdel.
A sus 40 años se considera una mujer emprendedora y romántica a pesar de no
tener pareja. Asegura que es rumbera, buena en la cama, bonita y sobre todo
dispuesta a cualquier cosa por sus hijos Carolina y Emmanuel. “Cuando nació
Carolina yo tenía veintitrés años, no me bajaba la leche y al no tener con qué
alimentarla el día que cumplía siete días de dieta mi mejor amiga me propuso que
fuera la dama de compañía de su jefe. Acepté por necesidad y en esto me quedé.
Esto es muy duro; no me gustaría que mis hijos supieran a qué me dedico. Ellos
no saben que su mamá es una putica”, dice, y con una mano limpia sus lágrimas.
Para Patricia no es grato recordar los episodios que han marcado su vida. Fue
violada en su niñez y repetidas veces en su adolescencia. Es la mayor de cuatro
hermanos y su padre los abandonó cuando ella apenas tenía tres. A los trece
años abandonó los estudios ya que decidió tomar las riendas de la casa. Trabajó
un tiempo como empleada en casas de familia.
“Alguien tenía que traer la comida. Vivíamos en arriendo y no podía dejarlos
morir de hambre. Sentir hambre a las seis de la tarde es lo más bravo. La tarifa que
manejamos es de 30.000 pesos por cada servicio en la habitación. Lo llamamos
“show erótico”. No hago descuento porque la dueña se queda con 10.000 pesos
de mi trabajo. No se incluyen las cervezas; esas las tienen que pagar aparte”.
Después de un sorbo de cerveza cruza las piernas mientras deja a la vista la
corta falda color celeste que lleva puesta. “Ya entramos en confianza, ¿cierto?”,
pregunta desafiando la posible respuesta del visitante. Se recoge el cabello y
permanece sentada en medio de la oscuridad. “Mis hijos son producto de este
trabajo”. Para Patricia no es fácil reconocer el motivo por el cual nunca ha
podido brindarles a sus hijos un hogar y mucho menos una figura paterna. Esto
se debe a que Carolina, la mayor, es hija de un mal cliente del pasado. “Uno
también se enamora en este trabajo. Yo siempre tengo relaciones con condón,
pero hacía mucho que un hombre no me hacía sentir especial. Juan Carlos supo
enredarme a su manera y por eso no me cuidé”.
Cuando Patricia se practicó la prueba de embarazo no tuvo dudas acerca de
quién era el padre del bebé y aunque habían transcurrido tres meses, la primera
reacción que tuvo fue darle la noticia a Juan Carlos, a quien llamaba su pareja.

“Corrí a llamarlo pero no contestaba. Después de quemarle el celular a punta de


timbrazos, decidí caerle donde trabajaba, con tan mala suerte que solo encontré

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Ni putas ni nada, solo mujeres

un aviso donde decía que la panadería estaba en venta desde hacía dos meses.
Sentí que el mundo se me acababa; solo recuerdo que me tiré al piso y lloré
hasta que se me acabaron las lágrimas. Él me había abandonado”.

Ese 24 de septiembre marcó radicalmente su vida dividiéndola en un descompli-


cado antes y en un preocupante después, en el que tuvo que recurrir a mentiras
piadosas para ocultar las “escapaditas” que tenía de jueves a sábado en la noche
con sus clientes y la barriga que sobresalía de entre la ropa, “Me los charlé a
todos diciéndoles que el bebé era de un alemán que estaba de visita en el país,
que lo había conocido en Juanchito y por eso no tenía dónde buscarlo”.

Según Patricia esta fue la etapa que desordenó su vida. “Me salió cara la arrin-
conadita. Estando en embarazo traté de suicidarme. Consumí drogas, fumé
y tomé cualquier porquería que me ofrecían en el barrio, empezando con la
marihuana y terminando en el bazuco. No quería tenerla; pensé en abortar, en
regalar al bebé y hasta en botarlo a la calle. Estaba loca”, dice Patricia con rabia
mientras trata de ver la hora en su reloj en medio de la oscuridad del Costan’s.

El embarazo de su segundo hijo fue una bendición a pesar de ser producto de


una violación.

“Un infeliz se aprovechó de mí y me violó mientras trabajaba acá. Sucedió una


tarde en la que estaba sola y al no querer prestarle el servicio porque el tipo no
tenía plata para pagar, forzó la puerta, entró y abusó de mí en plena sala. Traté
de gritar pero fue imposible que alguien me escuchara porque la música estaba
a todo volumen. Me cansé de gritar”.

Esta mujer deja al desnudo aquellos momentos que poco a poco han marcado
su vida. No suspende en ningún momento su charla con el visitante, solo un
tartamudeo de su voz juega el papel de punto final antes de tomar otro sorbo
de cerveza.

La vida de Patricia ha estado marcada por varios sucesos, unos dolorosos y otros
más llevaderos. Se refiere a ellos como las cicatrices del alma. “Por más que
trate de liberarme de ellos siempre van a estar ahí, recordándome lo que me
ha tocado ser”. Mientras dice estas palabras al visitante fija su mirada en uno
de los cuadros. “La de la foto soy yo. ¿Sí pilla? Porqué no es fácil hacer lo que
hago”. El cuadro se encontraba situado en el costado derecho del prostíbulo y
colgaba de una pared desgastada. La pintura que la recubría poco a poco dejaba
a la vista el ladrillo sucio que sostenía la casa. “Tenía veinticinco años cuando
posé para esta foto. No creía en nadie cuando la colgaron en la pared. Todos los

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

clientes decían que parecía una reina de belleza, que con ese cuerpo tan precioso
podía poner a perder a cualquier hombre”. Hace una pausa, se ríe y agrega que
Ricardo, el hijo de la dueña del lugar, en ese tiempo se había enamorado de ella.
“Él era el que más piropos me tiraba. Decía que yo era todo un peluche y que
yo no le daba ni la hora. Pobrecito, nunca entendió que yo seguía esperando a
Juan Carlos y que a mí me gustaban los hombres de verdad, esos que me hacen
sentir mujer, no los culicagados”.

El cuadro muestra una Patricia de cabello ondulado con trazos mal hechos que
no corresponden con el que tiene. El maquillaje resalta los ojos de color negro
y los párpados están pintados con una sombra de color verde. Los tacones que
lleva son altos y hacen juego con el color azul eléctrico de la moto. Está total-
mente desnuda, sentada y con las piernas abiertas en dirección a la cámara.
Parece reposar en el manubrio de la moto. “Yo propuse la pose. Los hombres
que nos visitan no gustan del pudor en las mujeres, por eso Magda, la dueña,
dice que esas poses son las que más venden”.

Álvaro, el fotógrafo, convenció a Patricia para que se arriesgara ya que él afir-


maba ser un hombre muy profesional en su trabajo. Le exigió ciertos requisitos
para hacer la sesión de fotos, entre los cuales estaba el de quitarse la ropa
completamente, tocarse si era necesario, hacer poses que aportaran picante a
la situación y darle a él el derecho para que escogiera el lugar apropiado donde
realizar la innovadora sesión de fotos propia de una revista de farándula. Logró
convencer a Magda, la dueña, para que Patricia se desnudara en la entrada
del Costan’s Club afirmando que esta era la oportunidad perfecta para que la
clientela aumentara.

Y así fue. La entrada del prostíbulo se convirtió en el escenario perfecto para


la sesión de fotos. “No tuve opción; me tocó. Dejé la pena a un lado y me lo
gocé. La adrenalina que sentí fue única aunque nunca más volvería hacer
algo parecido”. Finalmente la larga y agotadora sesión culminó en una de las
habitaciones del segundo piso donde Patricia tuvo que pagarle al fotógrafo con
sexo. Mira nuevamente el cuadro. Esta vez lo hace detenidamente y le dice al
visitante con un tono de voz que se pierde en medio de la música del prostíbulo.
“Al final salí perdiendo y ese cuadro me lo recuerda todos los días”.

Cuando nombra a alguno de sus hijos su rostro se pierde en el desconsuelo


de aquello que no puede gritar y que suele desprenderse de ella mientras se
encuentra en la oscuridad del Costan’s Club. Sin mayor preámbulo empieza a
cantar una canción que logra fijar aún más la atención del visitante:

130
Ni putas ni nada, solo mujeres

Pues el padre con solo seis meses de aquel embarazo


los abandonó, no dejó ni motivo ni huella una mañanita
se fue y no volvió y la madre no olvida ese día que aquel
hombre ingrato… le falló.

Esta es la canción que a diario le canta su hijo Emmanuel. Él le dice que debe
aprendérsela para que se la dedique al papá cuando este regrese a la casa. “Mi
hijo, sin saberlo, me atormenta con esta canción. Si supiera que su papá no
es más que un infeliz violador”. Llora. “Mi hijo me reprocha por qué dejé ir a
su papá; nunca entenderá lo que pasó. ¿Cómo se le explica a un hijo que es
producto de una violación?”. Guarda silencio toma un sorbo de la cerveza que
tiene en las manos y observa cómo el visitante le pide que termine la canción.
“Esta es la mejor parte:

Solo le importa entender que su hijo necesita comer,


decisiones tomó aquella madre,la prostitución la llevó a
progresar y aquel niño nunca se dio cuenta de lo que
hacía su madre por él nada más.

Patricia se organiza con las puntas de los dedos sus largas pestañas y agrega:
“No soy una mala mujer”.

Los últimos quince años de su vida han transcurrido entre las paredes del
Costan’s Club. Es aquí donde ha vivido intensamente algunos de los momentos
más significativos. “Este trabajo es honrado”, dice, y le ha proporcionado un
techo y un plato de comida para sus hijos. Pero igual, es el mayor responsable
de que su vida se deteriore día a día al tener que acostarse con cada uno de los
hombres que visitan el lugar.

“Esto no es fácil; es una situación desagradable. Trato de que cada sección dure
cuarenta y cinco minutos, que se me hacen eternos porque ellos se encargan de
hacer conmigo lo que quieren… me toca cumplir sus deseos a la maldita sea”.

Hace una pausa, ríe y continúa:

“Cuando termino con el cliente de turno corro a bañarme para no tener que
verle la cara otra vez. Ellos ya saben su parte pues tienen que dejar los 30.000
pesos encima del colchón. Al salir del baño tengo que tender la cama de nue-
vo, abrir las cortinas y recoger los condones del suelo para que pueda entrar el
siguiente cliente. No sé si otra soportaría lo que yo he soportado. Increíblemente
esta es mi rutina”.

131
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

En este negocio Patricia ha conocido todo tipo de hombres empezando por


los más recatados, aquellos empresarios de la ciudad que aparentemente no
frecuentarían estos lugares y que sorpresivamente llegan al Costan’s con el
cuento de que “las lobitas” del lugar han sido recomendadas por un buen ami-
go. El Costan’s es también muy concurrido por personas del común, como los
propietarios de almacenes del centro de la ciudad, el señor de las bicicletas, el
de la panadería de la esquina, el minutero, el chico de las frutas, el señor de las
materas, el relojero y todo aquel que desee cumplir sus fantasías sexuales por un
bajo precio. “Lo que gano es una miseria y lo que soporto no cubriría el sueldo
de ninguna empresa. Esto no es vida para nadie”.

Hace poco llegó a las puertas del prostíbulo un señor y pidió un servicio. Al
entrar Patricia oyó cómo este hombre le pedía a Magda, la dueña, que le ofre-
ciera a la mujer más juguetona de todo el lugar porque deseaba pasar una larga
tarde en compañía de ella. Cuando Patricia se dio cuenta de quién se trataba,
su primera reacción fue esconderse ya que era Richard, uno de sus vecinos
del barrio Siloé en donde ella reside. “Me acuerdo cómo me sorprendió por
la espalda y me dijo ‘Patricia, no se esconda que ya la vi’. Nunca olvidaré las
palabras de Richard que se valió de la situación para acostarse conmigo. Era
eso o el barrio sabría al otro día a qué me dedicaba… Sentí vergüenza, mucha
vergüenza. Fue como si la vida se me desbaratara ante los ojos sin poder hacer
nada más que acceder a lo que él quería, aunque en el fondo sabía que me iba
a delatar”. Guarda silencio y continúa “Sentí cómo se reía a mis espaldas. Me
estaba viendo la cara”.

Después de ese día en el que tuvo que acceder a tener relaciones sexuales con
su vecino, empezó a sentirse extraña; llegó a pensar que estaba embarazada por
tercera vez pero no fue así. Después de unos exámenes médicos se enteró de que
era portadora del VIH. “Mis hijos no lo saben y nunca lo sabrán”.

Patricia permanece sentada en aquella mesa situada en la parte trasera del burdel
donde observa detenidamente al visitante mientras este toma el último sorbo
de cerveza que hay en la botella. Se acomoda la blusa y dice: “Las mujeres no
valemos más de lo que quieran pagar por nosotras; en este negocio nunca se
aprende. Yo, por ejemplo, nunca aprendí”.

132
12

Bailando al ritmo de la vida


Lina Marcela Londoño
III Semestre de Psicología
La salsa, que nació en New York, llegó a Cali en los ochenta. Sin duda muchos
jóvenes se dejaron contagiar de esta nueva onda: pantalones bota campana,
peinados exóticos, zapatos de charol, sombreros elegantes y tirantas. La ciudad
vivía un ambiente de rumba extrema; lunes de Escondite, martes de Jirafa roja,
jueves de Cañandonga. Los fines de semana era normal ver las discotecas llenas.

Juan Carlos, un hombre de 53 años, es el vivo ejemplo de la pasión y el gusto


por la música y el baile. La descarga salsera que se vivía en Cali tocó las fibras
de Juan Carlos, un habitante de los estratos socioeconómicos bajos que poco a
poco entró a un nuevo mundo.

“En mi casa decía que iba a estudiar. Salía común y corriente con el uniforme del
colegio, pero lo que mi mamá no sabía era que me iba a trabajar para conseguir
la plata de la pinta y con qué rumbear. Vivía en discotecas. Me gustaba ver cómo
otros bailaban; nunca me atreví a salir a la pista porque, la verdad, no tenía ni
idea de cómo bailar; solo conservaba en mi memoria lo que veía hasta que una
noche me decidí. Iba con una amiga, la cogí de la mano y la saqué a bailar”.

Todo le salió perfecto a Juan Carlos. Sus pies se movieron al ritmo de la música y
la gente, sorprendida, empezó a mirarlo, pues el joven que nunca bailaba ahora
lo estaba haciendo mejor que muchos en ese lugar. Era la sensación. Estrechó

135
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

muchas manos, recibió felicitaciones, ganó nuevos amigos y alcanzó lo que


cualquier hombre quisiera tener: mujeres por doquier.

“En las discotecas (con unos cuantos tragos de más, porque esa vaina de las
drogas no me gustaba) las mujeres me buscaban por la forma como bailaba. Uno
era joven y se le medía a lo que fuera y hasta donde ellas me dejaban llegar yo
llegaba”.

A pesar de conocer muchas mujeres, solo dos marcaron su vida: Piedad y Nora.

“Piedad fue una de las pocas novias que amé mucho y con la que me quería
organizar. Ella quedó en embarazo pero perdió el bebé porque tenía problemas en
la matriz. Nora era mayor que yo; fui su aventura. Era casada y tenía dos hijos y
por no perder a su familia abortó. Me acostumbré tanto a escuchar historias de
abortos que otra que tuve también quedó en embarazo y ya ni me acuerdo qué
razones dio para abortar. Con Nora, que tenía tres hijos, tuvimos una relación
estable. Ella quedó embarazada, se perdió un tiempo y cuando nos volvimos a
ver me dijo que se le había venido el bebé”.

Él no esperaba que a sus 30 años su vida fuera a cambiar. Bajas defensas, fie-
bres altísimas, pérdida de peso y colitis ulcerativa serían el comienzo de una
tormentosa batalla. “Estuve hospitalizado mucho tiempo. Faltaba al trabajo,
me dio herpes en la boca y tenía brotes por todo el cuerpo. Tenía miedo. Los
médicos sospechaban que era VIH pero la prueba salió negativa. Me sentí feliz,
era como si el alma me regresara al cuerpo”.

Sus visitas al hospital eran constantes y cada vez empeoraban más. Por segunda
vez es sometido a la prueba del VIH. Esta vez la rabia consumió su cuerpo y
un positivo arrasó como un huracán. “El pasillo se me hizo eterno; pensaba
que iba a morir. Cuando el médico me entregó el diagnóstico creía que era
mentira. Una parte de mí me decía que podría ser un error, pero los resultados
confirmaban lo contrario”.

Juan Carlos caminó hasta el laboratorio. En medio de su desespero veía la palabra


“negativo”. Quiso corroborarlo con la enfermera que se encontraba ahí pero
fue inútil. Ella se negó porque no tenía la autorización para repetir la prueba.
Salió del laboratorio y se sentó en una banca. Miró de nuevo el examen y se dio
cuenta de que no podía huir de esta situación y debía afrontar las consecuencias
de sus actos. Minutos después una mano tocó su hombro. Él levanto la mirada y
vio al doctor que lo invitó de nuevo a su consultorio donde le dijo que no fuera
a culpar a nadie y que se lo contara inmediatamente a su pareja. De inmediato

136
Bailando al ritmo de la vida

Juan Carlos salió a buscar a Nora y sin pensarlo le dijo que era VIH positivo. Ella
se asustó mucho. Al día siguiente la acompañó para que se realizara la prueba.
Quiso entrar sola mientras él, impacientemente, esperaba el resultado. Cuando
salió dijo: “¡Agg? Yo también tengo esa pendejada”. Él quedó frío.

“Me causó mucho sentimiento saber que Nora también era portadora. Tenía
tres hijos y por mi culpa su vida iba a cambiar drásticamente; no me importaba
lo que pasara conmigo al fin de cuentas yo mismo me busqué este problema”..

La primera opción que tuvo fue ocultarlo todo. Siguió bailando y Nora se fue a
España a empezar el tratamiento. En esos momentos trabajaba como supervisor
en una empresa de artes gráficas de donde terminaron echándolo por rumores.
Una de sus compañeras lo vio en una fundación para personas portadoras de
VIH e inmediatamente llamó a su jefe. Este, sin dudarlo, le cerró las puertas.
Pasaron los días y la salud de Juan Carlos empeoraba notablemente. Su hermana
Sandra no aguantó verlo así y lo llevó donde uno de los mejores médicos.

“Quise entrar solo; no quería que mi hermana se diera cuenta de lo que esta-
ba pasando. Cuando entré al consultorio le dije al doctor que ya sabía lo que
tenía. El médico me vio muy mal y de una me dijo que tenía que empezar un
tratamiento o de lo contrario moriría. Además, añadió que no podía seguir
ocultándolo más. Le prometí que se lo diría a Sandra. Salió y le dijo que era una
infección gastrointestinal y que me remitiría al Hospital Departamental porque
aquí saldría muy costoso el tratamiento”.

Juan Carlos recuerda el momento cuando decidió confesarle todo a su hermana.

“Estábamos en la puerta del hospital cuando le dije: tengo VIH. Ella no lo podía
creer. Lo primero que hizo fue llorar y yo le decía que dejara de hacerlo porque
me hacía más daño. Sandra se negaba a creerlo. Me decía: ‘¡no, no! Eso no
puede ser, tiene que ser un error, ¿quién le dijo eso?’. Yo se lo confirmaba con
los exámenes. Sandra me abrazó muy fuerte para que sintiera su apoyo y me
dijo que no iba a dejarme solo en este momento tan difícil pero que no lograba
entender cómo se lo había ocultado por tanto tiempo”.

Sandra y Juan Carlos entraron al hospital y rápidamente lo internaron. Estaba


muy débil y era evidente que la enfermedad lo estaba matando. Duró un mes
internado mientras su hermana visitaba varias fundaciones para conseguir
medicamentos más económicos y ayuda psicológica para afrontar y apoyar a
su hermano en esta difícil situación. Sandra siempre hizo lo que estaba a su al-
cance. Gracias al tratamiento Juan Carlos presentó grandes mejorías, le dieron

137
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

de alta y por medio de tutelas pudo recuperar su seguro, puesto que lo habían
despedido del trabajo y le habían quitado la EPS. Finalmente pudo continuar
con su tratamiento y mejorar la atención en los centros médicos.

La crisis económica afectó mucho a Juan Carlos. No tenía empleo y era recha-
zado en todas partes.

“Llevaba hojas de vida a cuanto lugar se me ocurría pero las personas que
trabajaban en la planta habían regado el rumor de que yo tenía VIH y por esa
razón me cerraban las puertas. Fui donde mi anterior jefe ya que Sandra había
hablado con él. Le decía que no me quitara la oportunidad, que mi enfermedad
no era contagiosa pero fue inútil”.

Sandra dice:

“Lo más verraco era mantener esa enfermedad en secreto porque inmediatamente
las personas sentían rechazo hacia él. Creían que con darle la mano ya se iban
a infectar y no se dan cuenta de que estas personas son personas normales, que
pueden y tienen ganas de trabajar. Pero no; la gente los rechaza quitándoles esa
oportunidad y eso fue lo que le pasó a mi hermano”.

Al no conseguir trabajo Juan Carlos volvió al baile, pues era lo que más le
gustaba. Un día recibió una llamada de su anterior jefe en la que le decía que
le iba a dar seis millones de pesos por su liquidación. Esa plata la invirtió en
parte en arreglos para la casa de su madre y el resto lo invirtió en él. Se compró
lociones, telas para su ropa y costeó los gastos de sus salidas.

Empezó a trabajar en lo que saliera. “A veces me iba con un amigo a hacer arre-
glos eléctricos y con lo que me ganaba ayudaba en la casa. Después me fresquié
mucho porque sentía que eso era suficiente ya que no tenía responsabilidades”.

Bailaba noches enteras. Dominaba tanto el baile que en las discotecas empezaron
a preguntarle si daba clases de baile: “La verdad, no me sentía capacitado pero
empecé a dar clases. Les transmitía todo mi conocimiento y ellos lo entendían
muy bien”.

Las clases fueron un éxito. Las personas lo empezaron a recomendar y recibía


contratos para armar coreografías. Juan Carlos se sentía sorprendido de que de
un momento a otro tantas personas solicitaran sus servicios. Para él fue muy
gratificante; nunca pensó que el baile se convertiría en su sustento económico.
“Yo estaba asombrado. La verdad, nunca había tomado una sola clase de baile

138
Bailando al ritmo de la vida

ni me sentía preparado para darlas. Ahora me estoy ganando veinte mil pesos
por clase haciendo lo que más me gusta. Es un milagro”.

Como buen profesor y gracias a su talento empezó a ganar fama y con ella el
reconocimiento en la feria de Cali. A su casa empezaron a llegar las invitaciones
de la Secretaría de Cultura y Turismo para que participara en el salsódromo.
“Yo aceptaba ir; la pasaba muy rico. Bailé dos años consecutivos en la Feria”.
También lo empezaron a llamar de las academias. La primera donde trabajó
fue en Gira y después en la Academia de Estudios José José. Luego dio talleres de
baile de tango en empresas y para particulares.

Por largo tiempo dejó de pensar en mujeres porque le daba miedo contagiarlas,
hasta que un día decidió arriesgarse y retomar la vida que tenía antes. Eso sí,
con una gran diferencia: esta vez el sexo era excesivamente seguro.

“Empecé a salir con muchas mujeres pero siempre me protegía. Yo sabía que eso
les disgustaba y siempre salían con la misma pregunta de por qué me protegía
tanto; a ellas les gustaba más sin condón. Eso me daba tanta piedra que yo de
una me quitaba. Simplemente me iba y nunca más volvía”.

Juan Carlos salía con varias mujeres pero no quería tener nada estable porque
pensaba que ninguna iba a aceptar su situación. Pasaron los años y él seguía
de fiesta en fiesta, de placer en placer y desempeñando su oficio como profesor
de baile. Una noche cuando se encontraba en el Parque de la Caña, un amigo
le presentó a Carolina, una mujer que logró llamar su atención con el solo
movimiento de sus pies. “Cuando la vi me sorprendió y me gustó mucho como
bailaba el bolero. El movimiento de sus pies era muy bonito y delicado”.

Desde entonces él y Carolina empezaron a conocerse y a salir más a menudo.


Compartían tardes enteras hasta llegar a involucrar sentimientos. Juan Carlos
la quería cerca, pero de una manera sutil: como su pareja de baile. “Yo en ese
tiempo era muy solicitado y necesitaba una bailarina. Le hice la propuesta y ella
aceptó. Le empecé a enseñar a bailar tango porque ella ya sabía salsa y bolero”.

Carolina tuvo una gran facilidad para aprender. En poco tiempo ya sabía dife-
rentes pasos; así, Juan Carlos y ella empezaron a verse más a menudo pero sin
llegar a nada serio. “Por mi parte no pensé en involucrarme con ella porque
sabía que en cualquier momento yo tenía que contarle que tenía VIH y ella
me iba a decir chao, porque todo el mundo se aterraba con mi enfermedad”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Entre los dos empezaron a prepararse y en muy corto tiempo Carolina le estaba
ayudando a dar clases a Juan Carlos. Su conexión cada día era más fuerte. “Ella
iba mucho a mi casa y aproveché la oportunidad para presentársela a mi mamá.
Después ella me invitó a su casa a conocer a su familia aunque no tuviéramos
nada serio. Sin embargo, ya llevábamos mucho tiempo saliendo y yo la estaba
queriendo cada vez más”.

Después de todo este tiempo y ahora como su pareja de baile empezaron a tener
algo más serio pero él nunca se atrevió a proponerle nada por la enfermedad
que tenía. igual La relación se iba fortaleciendo y Juan Carlos cada vez se sentía
cada vez más inmerso en sus sentimientos al igual que Carolina, hasta el punto
de llegar a compartir momentos sexuales, pero siempre protegiéndola para no
contagiarla. Un día, ella extrañada por la conducta de Juan Carlos, empieza a
indagar el porqué de esa protección excesiva, si ella era su pareja estable.

—Y usted, ¿por qué se cuida tanto?

—Es que yo a usted la estoy queriendo mucho y no quiero que le pase nada.
Lo que pasa es que yo tengo…yo tengo…—dijo al cabo de un rato en silencio.

—¿Qué tiene? Dígame, sea sincero. Exclama Carolina ansiosa y angustiada.

—Tengo VIH.

“La abracé y ella empezó a llorar. Después se fue de mi casa furiosa diciéndome
que yo era un mentiroso por habérselo ocultado tanto tiempo”.

Días más tardes Juan Carlos la llamó y ella le dijo que siguieran juntos que no
importaba su enfermedad porque ella ya se había enamorado de él. “Ella es una
mujer con unos sentimientos muy buenos y decidió aceptarme con lo que tenía.
Eso para mí fue una gran muestra de amor”.

A los pocos días él la acompañó a hacerse los exámenes y todo salió bien. “Yo
fui muy nerviosa, pero en el fondo sabía que no tenía nada porque él siempre
se protegió. Eso sí nunca hicimos la caída de la hoja, ni la pose del tigre, pero
pienso que fue por eso, por protegerme y yo valoro mucho eso”, dice Carolina en
medio de risas. Y añade Juan Carlos: “Nuestras relaciones sexuales no son como
todas. Nosotros nos tenemos que abstener de hacer muchas poses porque en
cualquier momento el condón se puede correr y algo que no quiero decir puede
pasar. Pero por otra parte lo disfrutamos mucho, con todas las precauciones, eso
sí, porque yo cuido a mi ‘Pocha’, Carolina, como a un tesoro”.

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Bailando al ritmo de la vida

Pero no todo era tan fácil. Ella se sentía muchas veces preocupada e insegura
desde que se enteró de que Juan Carlos tenía VIH, aunque no fue el único
motivo que llevó a esta pareja a sufrir una crisis amorosa. Carolina era muy
celosa y posesiva y no le gustaba que bailara con otras mujeres. Debido a su
inseguridad se imaginaba infidelidades inexistentes.

“Hablé con ella y nos dimos un tiempo largo, pero me preocupaba que no quisiera
estar más conmigo, porque además tuvimos muchos roces. Un día ella me vio
bailando con una ex y se empezó a meter cucarachas en la cabeza”.

Él no quería dejarla ir y empezó a luchar por ella. Le llevaba serenatas y la llenaba


de detalles que demostraban el amor que sentía por ella, hasta que tuvieron
una conversación en la que fue sincero y le dio a conocer sus sentimientos y
todo lo que podría hacer por ella. Y esto ayudó a que todo cambiara . “Gracias
a Dios pudimos solucionar las cosas. Ahora estamos mejor que nunca; la valoro
mucho, no vivimos juntos, pero ella se queda a dormir en mi casa cuando quiere.
Además, compartimos mucho tiempo por el baile”.

Ahora salen adelante juntos entre presentación y presentación. “Vivimos del


baile. Tenemos dos clases de público: estrato dos y estrato diez”, dice Juan Carlos.

En el estrato dos ellos bailan salsa y en el estrato diez tango. Juan Carlos se
caracteriza por llevar sus instrumentos y por su ropa. “La verdad, a mí me gusta
la ropa exclusiva, ropa que nadie tenga, por eso yo siempre mando a hacer mi
ropa, con diseños que yo mismo creo. Y a Caro también la convencí de que se
mandara a hacer su ropa, porque uno como bailarín lo que más le miran es la
presentación personal”.

La pasión por el tango comienza cuando ve bailar a una pareja este género
musical. La primera vez le causó curiosidad ya que en Cali en ese entonces
solo se bailaba salsa y ritmos caribeños. Este baile tan particular llamó tanto
su atención que empezó a consultar videos, películas y a escuchar a grandes
intérpretes y compositores del tango, entre ellos Piazzolla, Juan D’Arienzo,
Carlos Di Sarli y Osvaldo Pugliese. Así empezó a estudiar los diferentes estilos
del tango guiándose por la interpretación orquestal.

Todo ese gusto por el tango llevó a la pareja de baile a un lugar mágico que
reflejaba el ambiente del viejo Buenos Aires y en donde las rimas de los tangos
de Gardel y otros hacían de aquel lugar el ideal para un apasionado. La Matraca
era un recinto que frecuentaban mucho para liberar su pasión en la pista de
baile con movimientos delicados y originales.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

En una ocasión se encontraron al pintor Edgar Murillo quien los vio bailar y les
dijo: “Ustedes tienen unos movimientos lineales muy lindos, muy simétricos”.
Fue un gran honor para esta pareja. Meses después les obsequió un cuadro que
Juan Carlos expone en su sala junto con muchas fotos que tiene con diferentes
bailarines y cantantes de salsa y tango, en los que predomina su look único.

Donde vayan a bailar tienen buena acogida, máxime si se trata de tango. “Por
más buenos bailarines que haya en el lugar las personas siempre quieren bailar
con nosotros porque somos muy novedosos. El tango de salón tiene sus reglas y
nosotros nos salimos de ellas; además, es muy gratificante para mí que también
admiren a Caro y le pregunten quién le enseñó a bailar y ella me nombre”.

Como todo bailarín de tango Juan Carlos tiene su estilo. Él se identifica con
uno de los mejores exponentes del tango argentino: Juan D'Arienzo, que se
caracteriza por tener un estilo rápido y una gran orquesta de bandoneones
y violines le dan el toque al baile. Al igual que D'Arienzo Juan Carlos varía
mucho los tiempos.

Es domingo por la mañana. Juan Carlos hace algunas llamadas para invitar a sus
amigos a que vayan a verlo bailar. Hay algo que lo caracteriza y es el ritual que
practica desde muchas horas antes de ir a bailar que consiste en escoger la ropa
que se va a poner. Entre la ropa que usa predominan los colores, rojo, negro y
plateado. Su clóset está muy organizado. Los sombreros tienen su propio espa-
cio y la ropa especial la tiene dentro de un estuche. Los zapatos están siempre
limpios y ubicados en la parte inferior. Usa una gran variedad de lociones: One
Million, Náutica, Polo Blue, Cartier y Armani.

“Hoy quiero vestirme de negro”, expresa y pone encima de su cama un pantalón


negro, una corbata roja, un blazer negro, una camisa negra, una correa roja, y
unos zapatos de charol rojos con un alto de cinco centímetros. En una llamada
le describe a Carolina lo que llevará puesto esa noche para que combine su ropa
igual que él. “Uno siempre debe ir vestido acorde a la otra persona. Si yo me voy
de amarillo ‘Pocha’ también debe ir de amarillo o por lo menos con algo blanco”.

Pasan las horas y Carolina llega a casa de Juan Carlos. Un vestido largo negro
de líneas rojas cubre su cuerpo y unos tacones rojos con negro muestran su gran
elegancia. Se saludan con un beso. Pide a su madre la bendición y toman un
taxi rumbo a La Matraca, ubicada en el barrio Obrero, un sitio pequeño y lleno
de personas amables, obras de arte, bailarines de tango, cuadros de Gardel y
varios exponentes de bolero, el fox y la milonga porque allí también se da esta
música. Saludan a los presentes y piden dos cervezas. De inmediato suena una

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Bailando al ritmo de la vida

milonga de Francisco Canaro y Juan Carlos saca a bailar a Carolina. La pista


está sola; se acomodan y empiezan a bailar describiendo una serie de saltos,
ganchos y molinetes. La emoción sube al máximo y se escucha el fuerte y largo
aplauso del público.

“Me gusta que ellos vengan a bailar. Los conozco desde hace rato y los aprecio
mucho; serán siempre bienvenidos. Normalmente vienen a bailar los domingos
y la gente está a la espera de ese espectáculo”, dice un viejo espectador que
frecuenta mucho este lugar.

Finalmente, Juan Carlos vive su día a día dedicado al baile, que es lo único que
le trae alegrías.

“La verdad es que a medida que pasa el tiempo a uno se le va olvidando la en-
fermedad que tiene y trata de vivir como si no tuviera nada. Cada día aprecio
más la vida”.

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Anubis
Manuela Rocha Ruiz
III Semestre de Psicología
“A mi tío lo mató la guerrilla a tiros cuando abría su negocio en el pueblo. Una
de las balas le perforó la mejilla y cuando lo vi en el ataúd, observé que en la
mejilla le habían puesto una gasa para cubrir la herida. Eso me pareció muy
feo. La gente que lo había arreglado no tenía conocimientos de tanatopraxia y
le dejaron un parche. No me gustó. Se veía horrible por lo que comencé a in-
vestigar la profesión del que se encargaba de arreglar los cuerpos”, dice Anubis,
mientras mueve el cuerpo que acaba de llegar.

En el antiguo Egipto, Anubis era el Dios de los embalsamadores además de su


protector y el encargado de guiar las almas de los muertos hacia el otro mundo.
Era representado con cuerpo de hombre y cabeza de chacal y estaba asociado
no solo con la muerte sino también con la resurrección.

“Los egipcios embalsamaban solo a la gente que tenía mucha plata. A la gente
pobre y con deudas la enterraban en fosas comunes o la dejaban a los buitres y
chacales. Tenían como costumbre ponerles monedas en los ojos a los muertos
a fin de que pudieran pagar al barquero Caronte su traslado al Hades. No em-
balsamaban; envolvían el cuerpo en tela blanca y contrataban a cuatro mujeres
para que gritaran y lloraran. No sé; de pronto para sentir que alguien los quería”,

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

dice Anubis, quien permanecía sentado en el primer escalón de las estrechas


escaleras frente al laboratorio donde se ve el cuerpo de un anciano.

“Aquí me llaman Anubis. Tengo un tatuaje de este dios en la espalda para que
me proteja. Todo tanatopráctico que se respete debe tener un tatuaje en alguna
parte del cuerpo, un tatuaje relacionado con la muerte”.

Es de noche. El lugar está atestado de gente vestida de negro y blanco. Tacones,


corbatas, aretes, gel en el cabello de los hombres y moños en el de las mujeres.
Todo está impecable. El murmullo constante evidencia que no se trata de una
fiesta ni de un concierto; es la despedida de aquellos a quienes se llevó la muerte.

Anubis camina con paso resuelto hacia una puerta de vidrio opaco. La abre y
pasa a un cuarto circular en el que la luz está apagada. Por la puerta de enfrente
se cuela una luz leonada proveniente del corredor y revela que en la pared de
la sala hay pequeñas replicas de ataúdes. Camina hacia la puerta y sale a un
extenso corredor iluminado por las luces ubicadas en las paredes de ladrillo las
cuales hacen sombras en las ventanas del lado derecho y dejan ver figuras hu-
manas abrazándose y llorando. El murmullo del aire acondicionado y el eco de
los pasos rebotan en las paredes de ladrillo rojo. El corredor parece no tener fin.
La luz amarilla se hace más tenue a medida que se avanza, casi hasta apagarse.
No hay más bombillas en esa parte del pasillo. “A este corredor le decimos El
corredor de la muerte”. Las plantas del lado izquierdo, oscuras por la falta de
luz, se mueven con la brisa.

Entra a una habitación al final del corredor. Todo está en tinieblas. La luz leonada
entra por una ventana y permite ver un pequeño ataúd blanco con adornos en
tela del mismo color. En medio de la habitación y alrededor de este hay ataúdes
blancos más pequeños puestos sobre anaqueles. Un ángel de porcelana mira
desde las sombras. “Los más pequeños son para los bebés y para los feticos. Toca
el ataúd que está en medio de la sala. “estos son para los niños”. Contigua a
esta hay otra habitación iluminada por un bombillo de luz blanca y en la pared
del lado derecho se observan ataúdes negros y marrones, todos lustrados cual
zapatos nuevos y apiñados unos sobre otros. Son para los adultos.

Luego se dirige a un cuarto del tamaño de un armario y sale de allí vestido


con pantalón azul celeste con manchas verdes, rojas y amarillas y una camisa
del mismo color. Lleva un tapabocas, calza zapatos Crocs que una vez fueron
azules y guantes del mismo color. Detrás de él está don Juan, acostado en una
camilla de metal con sus huesudos dedos crispados como garras. Viste una
camisa de algodón con mangas verdes deshilachadas, un pantalón enorme y

148
Anubis

medias blancas. A su lado, acostada en otra camilla y cubierta con una tela azul
está doña Nancy. Su pelo negro es lo único que sobresale de la tela. Remueve
la tela azul y se revela una mujer acuerpada, desnuda, cuyos brazos muestran
cardenales amarillos, verdes y morados. Mueve el cuerpo y lo acuesta sobre el
brazo derecho. Respira profundo y con un jalón termina de quitar la tela; luego
pone sobre el sexo de la mujer una toalla de papel. “Cuando uno trabaja en
esta cosas se da cuenta de que la muerte es muy inestable. Los viejos no son los
únicos que mueren; los niños y los jóvenes también. Siempre he pensado que
vida sin muerte no es vida; solo es existencia”.

Después señala unos agujeros morados que tiene en la piel bajo la clavícula.
“Probablemente murió de un infarto, sí. Eso de ahí es en donde le ponen las
máquinas; además tiene crema antipañalitis. Por lo general cuando vienen de la
clínica vienen desnudos; cuando han muerto en casa vienen con la ropa que les
pone la familia”. Rodea la camilla de doña Nancy y se acerca a la de don Juan.
Le embadurna el mentón y el bigote –que es apenas una sombra– con crema
de afeitar y lo afeita; de vez en cuando le toca la nariz o le roza los párpados.
Una vez termina de afeitarlo pasa una toalla de papel por el rosto del viejo y
no deja rastro de agua ni de crema de afeitar. Regresa a la camilla de la mujer,
la baña con ayuda de una manguera, le levanta los brazos y los enjabona con
Axión. “Este jabón es buenísimo para desinfectar”. Sobre el pecho de la mujer
ha puesto sus instrumentos: un bisturí de cirugía, una cánula y unas pinzas.
Hace una pequeña incisión en el cuello, mete el dedo enguantado y lo mueve.
“Estoy buscando la vena carótida y la aorta”. Saca el dedo y pedazos de carne
son iluminados por la luz blanquecina del laboratorio. “Esta es la aorta”, dice,
sacando con el dedo algo parecido a un espagueti blanco. “Aquí introduzco la
cánula que está conectada a esa máquina de allá” y señala un enorme tanque
lleno de un líquido rojo acuoso. “Ese es el químico preservante”. Mientras desliza
la cánula en la aorta y la asegura con las pinzas, por la carótida sale un delgado y
constante flujo de sangre que rueda por el cuello y cae en la camilla cuyo fondo
se asemeja a un colador a cuadros que cumple la función de sostener el cuerpo y
no dejar que este se impregne de sangre u otros fluidos. El constante riachuelo
rojo pierde intensidad al unirse al agua que cae del cuerpo y desaparece en el
drenaje. “La idea es que el químico ayude a preservar el cuerpo para que durante
la velación no se hinche y no salgan fluidos”, dice, y con toallas de papel limpia
la sangre que ha caído alrededor del cuello.

A medida que la sangre sale del cuerpo de doña Nancy, Anubis centra su
atención en don Juan. Es pequeño y delgado. Por los labios ligeramente abier-
tos introduce con ayuda de las pinzas un enorme trozo de algodón en la boca

149
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

cuidándose de no dejar motas en los labios. Una vez terminado este proceso
intenta quitarle la camisa sacándosela por la cabeza pero la rigidez del cuerpo
no se lo permite. Rápidamente, con ayuda del bisturí rompe la camisa y quita los
pedazos de tela. Al sacarle los pantalones debe quitarle también el pañal. Pone
de lado el cuerpo y lo desliza fuera de él. Tiene los genitales saturados de talco
y crema antipañalitis. Suena el teléfono. Anubis pone un trozo de papel para
secar encima de los genitales de don Juan, y se dirige raudo hacia el aparato.

—Laboratorio —dice aceleradamente.

Escucha atento respira profundo mientras sus ojos se mueven mirando a todos
lados.

—Dígales que a las ocho y media. Todavía no está lista.

Cuelga. “La familia siempre acosa. No saben que uno se demora con las personas
porque uno quiere que queden bien, pero la familia no deja de acosar en la recep-
ción: ‘vea, ¿ya?’. Entre más tiempo tenga uno el cuerpo mejor queda.” El proceso
de remoción de semisólidos consiste en la destrucción de los órganos internos
con ayuda de una aguja del largo de un brazo llamada troca la cual destruye y
succiona. Agita energéticamente la troca en el interior del cuerpo en dirección
a los pulmones con el fin de que el cuerpo no se infle, la descomposición sea
más lenta y el cuerpo no suelte líquidos durante la velación. Así, los familiares
lo ven bien. Con cada estocada de la enorme aguja de la vena expuesta en el
cuello salen oleadas pequeñas de sangre mezclada con el químico preservante.

Terminado este proceso, introduce un químico en el abdomen para deshidratar


los restos de los órganos internos. “Los químicos que se utilizan aquí no son
muy buenos la verdad; los que más me gustan son los químicos americanos, los
de Estados Unidos. Allá hay químicos para las diferentes causas de la muerte;
eso queda una chimba”.

Luego se dirige a la camilla de don Juan con la troca en las manos enguantadas,
la deja a un lado y rápidamente baña todo el cuerpo del viejo. Este proceso no
toma mucho tiempo. Realiza una incisión en el delgado abdomen, introduce la
troca y la dirige a los pulmones. Comienza a bombear. Las costillas se contraen
y cuando retira la troca se oye la aspiración del aire que entra al cuerpo por la
incisión y las costillas se expanden. Repite el proceso y la troca amenaza con
atravesar la piel de la espalda. Deja la troca más tiempo en el cuerpo y las costillas
se marcan aun más al sacarla. Durante treinta segundos aproximadamente las
costillas se dilatan y el sonido del aire al entrar al cuerpo llena el laboratorio

150
Anubis

“Parece respirando, ¿cierto?”. Después, agrega: “No le voy a hacer todo el pro-
ceso porque es muy flaquito y da pesar maltratarlo haciéndole todas esas cosas.
Le hago la remoción de semisólidos porque uno nunca sabe, pero nada más”.
Limpia la incisión por la que introdujo la troca y con hilo y una aguja en forma
de media luna la cose.

Suena el teléfono de nuevo. Anubis da tres zancadas y contesta.

—Laboratorio. No, dígales que no, que a las ocho y media. Ya va para maquillaje.

Cuelga.

De nuevo centra su atención en don Juan. “No son las ocho y media todavía
¡apenas son las ocho!”. Limpia el cuerpo, lo seca con papel pardo, trae un frasco
pequeño de Súper Bonder y desliza un poco en la parte interior del delgado y
arrugado labio inferior. Con delicadeza lo une al labio superior y lo sostiene un
momento para que se adhieran.

Por la puerta del laboratorio entra una mujer negra vestida con uniforme azul
oscuro. Pregunta si ya va a terminar con doña Nancy. Anubis, que sostiene con
dos dedos los labios del viejo, levanta la cabeza y la mira. “Yo les dije hace rato
que a las ocho y media. Ya está para maquillaje”, le dijo con impaciencia. Por
su frente ruedan gotas de sudor. La mujer sale del laboratorio y enseguida entra
un hombre que viste un uniforme de camisa blanca de manga larga y panta-
lón negro. Hace la misma pregunta. “Estoy terminando con el señor”, dice el
hombre. El otro sale del laboratorio para buscar el ataúd en el que descansará
el cuerpo de don Juan.

Anubis trae una bolsa blanca y saca de ella un enorme pantalón gris y una
camisa ancha de caqui con dibujos en hilo café. “Esta es la ropa que trae la
familia para vestirlo”. Sale un instante del laboratorio y regresa con un pañal.
Alza el cuerpo y le pone el pañal; revisa los bolsillos del pantalón y saca de uno
de estos dos pañuelos marrones. Luego lo viste con el pantalón y por último
le pone la camisa. Primero introduce las manos por las mangas, luego le alza
la cabeza y el tronco, le pasa la camisa por la cabeza y con ayuda de una pinza
mete los botones en los ojales”.

Se oye una voz. “Aquí está el cofre del señor”. Hermes, el hombre que ha salido
para buscar el ataúd de don Juan, entra con una camilla sobre la cual reposa
un ataúd caoba brillante. Luego abandona el laboratorio y Anubis procede a
cargar el cuerpo de don Juan como si fuera un bebé y lo deposita con cuidado

151
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

sobre la almohada blanca del ataúd. Le acomoda la ropa, le peina el poco pelo
canoso que tiene, le acaricia las cejas y la punta de la nariz, coge los pañuelos
y los vuelve a introducir en el mismo bolsillo. Luego trae un frasco lleno de un
líquido verde claro. “Este se llama Contacto. También es para desinfectar”. Abre
los ojos de don Juan y pone dos gotas en cada uno. Cierra la tapa del ataúd,
levanta la pequeña ventana que tiene y mira por última vez al viejo. Satisfecho
cierra la tapa y llama a Hermes.

—Este es el señor —le dice.

—¿Él para dónde va?

—Creo que para el norte.

El ataúd sale del laboratorio rumbo a un ascensor en el que una mujer espera
con un ramo de flores amarillas. Las pone sobre la tapa brillante y las puertas
del ascensor se cierran.

Anubis camina raudo hacia la camilla de doña Nancy. De la incisión del abdomen
sale un líquido verde y una viscosidad amarilla. El olor es penetrante y quema la
garganta. “Yo como dulce; eso quita la acidez. Este trabajo da hambre. La gente
cree que porque uno está con los muertos es pálido y flaco porque los muertos
dizque chupan la energía vital. Pero para nada; me da mucha hambre; de pronto
es porque uno ve mucha carne”. Sonríe. “Es solo un dicho” dice. Hace calor y
los ventiladores están apagados. “Los apago para adelgazar”. Se lleva las manos
al vientre y lo mueve. “Se suda mucho moviendo los cuerpos y eso que hoy solo
hay dos. Hay días en que hay cinco, diez o más cuerpos apilados esperando y
uno los atiende en el orden que llegan, y la familia llama a decir que si ya está
su familiar y a acosar. Pero aquí respetamos los turnos”.

Suena el teléfono. Anubis contesta.

—Deme media hora más.

Cuelga.

Se dirige a la camilla en la que reposa la mujer. Con ayuda de la aguja y el hilo


cierra la incisión del abdomen por el que ingresó el líquido preservante, trae el
frasquito de Súper Bonder y aplica un poco en la incisión del cuello y con los
dedos une la piel. “Si lo coso con hilo queda feísimo, en cambio así parece una
arruga más”. Aparta las manos y la incisión apenas se ve. No sale más sangre;
es un trabajo limpio. Anubis frunce el seño y de nuevo trata de unir más la piel

152
Anubis

con sus dedos. “¡Aajj! No me gusta…pero no hay tiempo, lastimosamente”.


Limpia el cuerpo con toallas de papel y trae del mesón una bolsa azul. Saca un
calzón, un sostén, una blusa azul claro y un pantalón negro. Con dificultad,
debido a la rigidez de las piernas, le pone el calzón y el pantalón y deja que las
piernas choquen contra la camilla al caer. Coge el sostén y lo mira. “Odio poner
brasieres”, dice. Empuja el cuerpo con una mano y lo acuesta sobre el brazo
izquierdo e intenta abrochar el sostén, pero el peso del cuerpo no se lo permite.
Lo deja caer sobre la espalda y el ruido que hace se asemeja al de una roca al
chocar contra una pared de metal. “No se debe maltratar al cuerpo, pero a veces
toca. El cuerpo es muy pesado y estoy solo”. La ocasional asistente sonríe. “No
es tan difícil poner un brasier”, dice Anubis que ya se ha puesto de nuevo en
la tarea de poner la prenda. Resopla y trata de ajustarlo en la espalda con una
mano mientras con la otra sostiene el cuerpo. “Sí, es fácil, cuando la persona está
viva”. La asistente le ayuda a sostener el cuerpo mientras abrocha el sostén. Una
vez terminado se dispone ponerle la camisa. La saca de la bolsa y la desdobla;
frunce el ceño y mira con desaprobación la prenda. “Yo nunca permitiría que
a mi mamá la vistieran así. ¿Que la gente se vaya con la última imagen de mi
mamá vestida con esto? Nunca, esto es…horrible.” La blusa tiene en los hombros
y parte del pecho unos hilos azules que permiten que la piel se vea. Se la pone
y trata de cubrir la incisión del cuello. “Cuando estaba haciendo las prácticas
en la universidad, le pedía a mi novia que se hiciera la muerta para ponerle
y quitarle el brasier y para maquillarla. Con mis primas también practicaba”.

Sale un momento del laboratorio. “¿En dónde está el cofre de la señora?”,


pregunta afanado. Vuelve a entrar y camina hacia una mesa blanca en la que
hay maquillaje de todo tipo: bases, brillos, talcos, polvos, lápices delineadores,
pinzas, pinceles y coloretes. “Hay que estar preparado para todo tipo de peti-
ciones: cortar el pelo, cepillar, teñir, rapar, secar con secador. Cuando queda
tiempo se pintan las uñas”.

El sonido de las ruedas de la camilla advierte la llegada del cofre. Hermes entra
empujándolo y lo deja al lado de la camilla en la que, ya vestida, reposa doña
Nancy. Sale rápidamente.

Anubis empuja el cuerpo hacia el borde de la camilla e introduce en el ataúd


la cabeza, el tronco y los pies. El cuerpo parece una tabla. Se apresura a traer
el maquillaje y la peineta.

Peina el cabello con delicadeza. Con una toalla de papel seca el rostro y aplica
una base húmeda. “Siempre voy a comprar el maquillaje; no dejo que nadie más

153
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

lo haga”. Después de aplicar la base con ayuda de una brocha, aplica un poco
de rubor en las mejillas y difumina con ayuda de los dedos. Se aleja un instante
y mira. Trae de la mesa un pequeño labial rojo y se lo aplica con ayuda de un
pincel. Por último, aplica espolvorea la frente y el pecho, acomoda la blusa
de nuevo, se asegura de que el cabello esté en orden y pone la tapa del ataúd.
Alza la pequeña ventana que tiene y mira por ella. “Asómate a ver”, le dice a
la ayudante con una sonrisa. La mujer parece dormida, como esas abuelas que
se van a dormir con el maquillaje del día. Anubis está orgulloso de su trabajo,
por su frente ruedan gotas de sudor.

“Ahora sigue la presentación a la familia”. Se quita los guantes y el tapabocas.


Rueda el ataúd fuera del laboratorio y se detiene frente a una puerta de vidrio
opaco. “Faltó esto”, dice. En las manos trae un collar, unos aretes y una ca-
mándula. Abre el ataúd y le pone a doña Nancy las joyas. Sale y regresa con
dos mujeres que alzan la ventanita del cofre. ”¿Será que le podés planchar el
pelito?” Él, por un segundo, alza las cejas: “Pues, si ustedes tienen la plancha,
claro, no hay problema”.

La mujer saca del bolso una plancha para pelo y la conecta. Espera a que se
caliente y comienza a plancharle el pelo a doña Nancy. Una vez termina saca
del bolso un frasco cilíndrico. Los ojos de Anubis se posan en él con avidez. La
mujer destapa el frasco y lo pasa por las raíces del pelo de doña Nancy.

—Disculpe, ¿para qué es eso? —pregunta.

—Es un betún para canas; si querés te lo regalo.

Las dos mujeres terminan de maquillar y peinar a su tía.

—¿Podés ponerle las manitos en el pecho?

Anubis carraspea.

—Si me hubieran dicho antes, sí; ya no. Si la movemos se le pueden fracturar


los huesos.

—No, no, dejémosla así mejor. Te quedó muy linda.

—Gracias.

154
Anubis

Las dos mujeres guardan sus pertenencias y salen de la estancia. Anubis relaja
los hombros y expresa: “Una plancha, ¿en dónde aquí una plancha? Ese betún
para canas…me lo voy a conseguir”.

Al laboratorio han entrado dos camillas, ambas cubiertas por mantas azules y
con una bolsa blanca sobre cada una. “Ya llegaron dos más”. Hermes regresa al
laboratorio para despedirse.

—Vení, ya que estas aquí y que te vas a ir, ayudame a subir a uno de ellos a la
camilla —dice Anubis.

Hermes alza las cejas y abre más los ojos.

—Vos ya te vas; dale, ayudame, ponete los guantes.

Hermes se pone los guantes y se dirige a una de las camillas. Quita las cuerdas
azules y de un tirón hala la tela azul revelando a un hombre delgado y viejo
que mira al techo con los ojos abiertos. Su boca está en una muda expresión
de sorpresa. Tiene motas de pelo gris y blanco en la redonda coronilla. Hermes
estira los brazos y empuja el cuerpo con fuerza sobre la camilla del laboratorio
pero la tela azul le impide pasar el cuerpo a la camilla, repite la operación y la
cabeza del cadáver rebota fuertemente sobre el metal.

—¡Le vas a reventar la cabeza, güevetas! —dice Anubis

Hermes lo mira sin comprender y alza los hombros.

—Tené más cuidado.

Una vez los dos cuerpos están en las camillas Anubis sale del laboratorio acom-
pañado de Hermes y se sienta en una de las gradas de la escalera.

—¿Cuándo vas a preparar a esos dos? —pregunta Hermes.

—En un rato; están flacos, no demoran nada. Andá a descansar. Me gusta


que la gente se muera, es un ciclo natural de la vida y además yo vivo de esto.
Es mi trabajo.

Anubis mira al frente, junta sus manos y dice:

“Cuando estudiaba en Medellín, iba a la universidad en bus público. Uno de


esos días, el carro que iba adelante se chocó y el bus no alcanzó a frenar, iba
muy rápido. Había una construcción enfrente y una de las varillas de hierro

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

de la construcción atravesó el parabrisas y fue…como en Matrix”. Sonríe y


prosigue:“La varilla me pasó a un milímetro de la mejilla; me quedé frío. Cuando
volteé a mirar me di cuenta de que la varilla había matado al man que estaba
sentado detrás de mí. A partir de ese momento me quedó la duda: ¿por qué esa
varilla no me había matado pero sí había matado al de atrás?”.

Buscó la respuesta a esa pregunta en la religión católica. Le dijeron que Dios


daba la vida y Dios la quitaba. “Yo no encontré mi respuesta.” En ese entonces
tenía diez y nueve años; hoy, tres años después del accidente, sentado en las
escaleras frente al laboratorio en el que se ven dos cuerpos delgados y rígidos
dice: “Puede que Dios dé la vida, pero la que quita la vida es la muerte”.

156
14

¿Cuánto nos darán


por estos pelados?
Melissa Benavides Bohórquez
III Semestre de Psicología
A las doce de la noche llegaron a la Calle 9° entre Carreras 42 y 44, frente al
edificio donde vive Juan. Gerardo paró, se despidió de su amigo que abrió la
puerta del carro, se agachó a buscar las llaves de su casa y cuando se levantó
escuchó el grito:

—¡Quietos, malparidos! Salgan del carro y pásense para atrás, rápido, rápido.

Gerardo quedó impactado. Solo respiraba y pensaba en qué hacer. Juan, por el
contrario, salió y se pasó para atrás tal como se lo habían ordenado. Gerardo
intentaba moverse pero no sabía cómo ni por dónde. Cuando se iba a parar quedó
engarzado en el freno de mano y uno de los matones lo empujó hacia la parte
de atrás. “Yo solo los miraba; los veía muy asustados. Cuando nos amenazaban
lo hacían desde lejos”.

Eran tres hombres. Los tres llevaban jean y camisetas y solo uno de ellos tenía
una pañoleta en su cabeza y encima una gorra. El mayor de ellos, al parecer el
jefe, se sentó en el asiento de conductor y el más joven se hizo en la parte de
atrás entre Gerardo y Juan.

Arrancaron a toda velocidad. El jefe se veía nervioso, sudaba y miraba para


todos lados. Iban sin rumbo fijo pues daban vueltas y vueltas. Gerardo trataba
de tranquilizarlos y solo pensaba en que los soltarían. El asaltante que se sentó
entre Juan y Gerardo estaba muy drogado y todo el tiempo les decía: “Cállense
que les meto su tiro”, pero Gerardo continuaba tratando de mediar. Empezaron

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

a hablar entre ellos; decían muchas cosas como si ya tuvieran algo planeado.
Les pidieron las billeteras y los celulares.

“Yo tenía un celular culo, pero Juan sí tenía uno que era una chimba. Entonces
cuando le pidieron a Juan el celular él les dijo que no lo tenía y en ese preciso
momento le comenzó a sonar. Nos pedían constantemente las tarjetas y yo les
decía que no teníamos, que éramos estudiantes y no trabajábamos. Les mos-
tré mi maleta de fútbol donde llevaba un par de guayos de cancha sintética y
otro par para cancha normal. Entonces uno de ellos se agachó a revisarla y la
revolcaba sin cesar, pero lo único que encontró fue unas pastas para mi rinitis
y un inhalador. Momentos después, cuando estábamos en la Carrera 39 con
Autopista Suroriental el jefe nos puso a cantar una canción de la guerrilla. Todo
el tiempo nos exigía que siguiéramos cantando”.

De pronto empezó a preguntar:

—Las tarjetas, ¿dónde están las tarjetas?

—Nosotros somos estudiantes, no tenemos plata. Solo déjeme los papeles que
sin ellos no me dejan entrar mañana a la empresa.

—¿No dizque no trabajabas?

—Sí, pero es la pasantía. Soy operario y por eso no me pagan.

—Tranquilos que para donde yo los llevo sí les pagan.

Los amenazaron con entregarlos a la guerrilla. Aseguraban que ya los tenían


vendidos. Les preguntaban lo mismo a los dos pero solo Gerardo contestaba.

—¿Dónde viven?

—En el barrio Departamental.

—¿Qué hacen tus cuchos?

—Son empleados de una empresa.

—¿Dónde estudian?

—¡Ja! Estos pelados como que no tienen ni mierda. ¿Será que nos dan siquiera
dos palitos por vos? ¿O tampoco? —dijo el jefe

160
¿Cuánto nos darán por estos pelados?

En ese momento se dieron cuenta de que podían ser de la guerrilla o una de


las bandas que hacían el trabajo sucio; o unos simples drogadictos que buscan
plata. Juan estaba muy nervioso; le daba miedo la reacción de ellos si llegaba
a decir algo.

El jefe ya tenía un rumbo determinado. Comenzó a manejar por la Autopista


Suroriental hacia el norte de la ciudad. Mientras pasaba el tiempo Gerardo solo
pensaba cómo salir de esa situación y qué hacer para que no los lastimaran. Le
rogaba a Dios que no los llevaran a un lugar donde no pudieran salir.

“Yo trataba de no desesperarme. Igual, muy en el fondo sentía tranquilidad.


Hablaba con el jefe para tratar de convencerlo de que nos soltara y que cogiera
lo que quisiera. Pero él solo contestaba:

—Así me gusta trabajar, con gente que no me cause problema.

“El tipo que estaba al lado mío decía mirándome fijamente mientras me apuntaba
con su revólver en la frente:

—Callate, que estoy que te meto un tiro.

Pero yo sabía que no era verdad, pues él no decía nada aparte de incoherencias”.

En el camino a Chipichape pasaron frente al CAI de la Avenida Sexta. Los tipos


se asustaron. El jefe volteó y les gritó:

—Agáchense, malparidos.

Los dos bajaron la cabeza aunque Gerardo trataba de inclinarse un poco más pero
de los nervios no podía acomodarse, mientras que Juan se resistía a ocultarse.
“Me dolió mucho. A Juan le pegaron un cachazo porque no se quería agachar
y el copiloto lo insultó por largo rato”, dice Gerardo.

Seguía la conversación. ¿Por cuánto dinero venderían a los dos pelados? Gerar-
do miraba por la ventanilla. Sabía por dónde iban y estaba seguro a dónde se
dirigían: a Golondrinas, kilómetro uno y medio. Cuando iban subiendo vieron
una pareja sentada al lado de un carro. El copiloto le comentó al jefe:

—Mirá estos, solos en esta oscuridad y dando papaya.

—Vamos a ver si a esos les sacamos algo —respondió el jefe.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

El carro seguía subiendo. Juan estaba muy asustado. No tenía idea de dónde
estaban. Se imaginaba lo peor. Gerardo lo trataba de tranquilizar con la mirada.

Llegaron a la cima de la montaña que no era muy alta, pero igual, sentían que
nunca iban a salir de allá. Se bajaron del carro. Primero el jefe y el copiloto;
después empujaron a Juan para que saliera. Salió el vicioso que estaba en la
mitad de los dos y por último hicieron bajar a Gerardo por la otra puerta.

“Estaba oscuro. Era muy difícil saber por qué lado nos podíamos escapar; mi
amigo estaba renervioso”.

De repente el jefe les dijo:

—Quítense la ropa.

“Antes de que ellos me forzaran yo me quité la camisa y la tiré lejos para que
no la vieran, mientras que Juan se resistía”.

Le decía al jefe:

—Viejo, tranquilo, ¿cómo nos vas a dejar desnudos, aquí, en medio de este frío?

El jefe accedió y los dejó en bermudas y medias.

“Nos amarraron las manos y los pies, nos decían que no miráramos. Luego el
jefe nos volvió a gritar”:

—¡Tírense al piso, ya!

“Los dos nos acostamos boca abajo. Empecé a sentir que ya no había esperanza;
que esos manes nos iban a matar. Sólo escuchaba hablar al jefe por celular y
decía ‘muévanle, pues, que acá está haciendo un hijueputa frío y nos queremos
pisar es ya. Si no vienen rápido por ellos me voy y los vendo por otro lado’. En
ese momento no pensaba, no sentía, no quería saber nada; solo quería desper-
tarme y saber que no estaba pasando nada. Pero después de un segundo, se me
empezó a pasar por la mente cómo sería la vida de mi mamá, de mi hermano,
de mi papá y de mi novia sin mí. Sabía que eso iba a ser difícil”.

Callados esperaban la decisión de los secuestradores. Juan escuchó:

—Qué hacemos con estos pirobitos? ¿Los desaparecemos aquí o qué?

162
¿Cuánto nos darán por estos pelados?

“Se te pasa por la mente tu vida en un minuto. Todos los recuerdos, la familia,
todo. Uno piensa ¿en qué momento me disparan? ¿Será en la espalda? ¿Me
dolerá?”.

No demoraron mucho en tomar una decisión.

—Se van a quedar aquí, el flaco los va a cuidar. Pilas con intentar algo que él
está muy drogado y no le tiembla la mano para meterles un tiro.

Juan y Gerardo se miraron pensando en qué podían hacer; buscaban alternativas.


De repente se les acercó el cuidador apuntándoles con el arma y les preguntó
si tenían libreta militar. Ellos le contestaron que sí. Atemorizados pensando en
su muerte planeaban qué hacer.

—Tranquilo, negro, estamos con Dios. Mira yo he pensado en correr hacia


abajo no hay por dónde más.

De pronto todo quedó en silencio. Se preguntaban si ya estaban solos. ¿Qué se


había hecho el drogado? Juan volteó a mirar y no vio a nadie. El tipo se había ido.

—Listo, vámonos antes de que lleguen los otros.

No se podían desatar. Por más fuerza que hacían, por más que movían las ma-
nos y los pies la cuerda no se aflojaba. Se pararon como pudieron y trataron de
caminar; pero no podían, así que comenzaron a saltar. Gerardo se quedó quieto.
Después exclamó:

—Se aflojó, marica.

Se quitó la cuerda de manos y pies. Se acercó a Juan, lo desató y corrieron hacia


la carretera destapada por donde había subido el carro.

“Nosotros íbamos bajando cuando ellos se subiendo nuevamente en el carro


de Gerardo. Nos quedamos quietos esperando oír el motor del carro que cada
vez estaba más cerca y en ese momento Juan me dijo: ‘Escondámonos; yo no
quiero que me vuelvan a coger’. Me devolví por la camisa y me la puse. Seguimos
corriendo y más adelante nos tiramos al pasto. Nos quedamos callados mientras
que los secuestradores subían y se parqueaban arriba”.

Esperaron aproximadamente una hora, atentos a una señal para salir. Cada
minuto era eterno. Si salían corrían el riesgo de caer nuevamente en manos de
los ladrones; pero si se quedaban ahí tal vez sus cuerpos no resistirían el frío.

163
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Los insectos los picaban. Solo se escuchaba una chicharra que los acompañaba
esa noche. Gerardo dijo: “Negro, asomate a ver si todavía están ahí”. Juan
estiró el cuello, fijó la mirada y ahí estaba el carro pero no se veía nada más.
Gerardo, apresurado por saber qué pasaba, intentó salir pero Juan no lo dejó.
“Tranquilo negro, calmate; qué tal que todavía estén ahí. Bajá corriendo a la
carretera que yo voy detrás”.

Salieron del pasto, respiraron profundo y corrieron a todo lo que les daban las
piernas, inclinados y ocultándose de vez en cuando para evitar que los descu-
brieran. Corrieron hacia la loma de al lado desde donde podían divisar todo lo
que sucedía.

En la cima se veía todo. El carro estaba con las puertas abiertas pero no había
nadie más cerca. Mientras uno pensaba cómo iba a recuperar su carro, el otro
planeaba la forma de buscar ayuda. Gerardo propuso:

—Voy por el carro ¿me acompaña?

—Obvio. Cómo te voy a dejar solo —respondió Juan.

Juan tomó un palo grande y Gerardo dos guaduas. Salieron corriendo hasta
llegar de nuevo a la otra loma y no encontraron a nadie. El carro estaba solo y lo
habían desvalijado. También se llevaron las cosas personales de Juan. Cerraron
el carro lo cual provocó que la alarma se disparara. El pánico los invadió pues
sabían que si los ladrones estaban cerca volverían por ellos. Gerardo se resistía
a dejar su carro ahí, pero Juan lo convenció de que bajaran por ayuda.

Llegaron agitados. No sabían por dónde empezar su historia. El vigilante de una


trituradora de cemento los vio y quedó anonadado. Dos hombres en un lugar
tan apartado, prácticamente desnudos y agitados. Los tres se miraron como
esperando a que alguno pronunciara una palabra.

Juan rompió el silencio.

—Sé que es increíble —dijo—, y que tal vez piense lo peor. Somos estudian-
tes y nos robaron. Nos trajeron en nuestro carro, después nos amarraron y lo
desvalijaron. No podemos bajarlo y no lo vamos a dejar ahí. Por favor, llame a
alguien, a la policía, pero ayúdenos.

El vigilante salió armado pero Juan le dijo que bajara el arma.

—Ya hemos tenido mucho de eso hoy, por favor, créanos.

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¿Cuánto nos darán por estos pelados?

Después de ocho minutos llegaron dos patrullas de la policía. Se bajaron de


los carros y les pidieron a los jóvenes que relataran la historia. Después de
unos minutos subieron por el carro y uno de los policías quería sacar ventaja
exigiendo que se llamara a una grúa que tenía convenio con ellos. Gerardo,
aunque comentó que no le parecía, no se opuso porque lo único que quería era
llegar rápido a su casa.

Llegaron a la estación de policía. Ahí estaba la mamá de Gerardo.

“Esa noche yo me acosté tranquila. Gerardo acostumbra a salir a jugar fútbol los
martes y yo sé que se demora, así que me quedé dormida. De vez en cuando me
despertaba y al ver el reflejo de la luz en su cuarto sabía que no había llegado.
A las cuatro de la madrugada recibí una llamada; a esa hora no se espera nada
bueno. Lo primero que pensé era que Gerardo se había estrellado, cuando me
habló un policía y me dijo.

—¿Usted conoce al joven Gerardo Gómez? —preguntó la voz.

—Sí, es mi hijo.

—Lo rescatamos. Estaba en el kilómetro uno vía Golondrinas. Puede venir a


recogerlo. También para que, por favor, pague los gastos de la grúa.

De inmediato llamó a su hijo menor y le pidió que se comunicara con uno de


sus sobrinos que vive cerca de su casa. No tenía en qué movilizarse así que la
vecina le prestó su carro. Salió, recogió a su sobrino y se dirigió a la estación
de policía de La Flora. “Estaba muy ansiosa; no sabía cómo lo iba a encontrar”,
dice. “Llegamos. Él estaba parado al lado de Juan. Le di gracias a Dios porque
estaba vivo. Me sorprendí, pues él estaba descalzo, sucio, picado por insectos y
despeinado. Me acerqué y lo abracé. Él no es muy expresivo pero lo sentí muy
tranquilo”.

La mamá de Gerardo habló con uno de los policías quien le dijo que tenía
que estar muy agradecida pues ellos habían tenido muchos casos en los que
no recuperan nada; y lo que era peor, los jóvenes que se llevaban para allá
terminaban secuestrados o muertos. “Me sentí tan afortunada de poder estar
con mi hijo”, exclamó.

Ella quería olvidarse de eso. Les dijo a Gerardo y a Juan que se fueran. Llevó
a Juan a la casa y siguió en el carro con su sobrino y su hijo. Llegaron a la casa
más o menos a las siete y media de la mañana. Gerardo se bañó, comió algo

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

y se acostó a dormir, pues tenía que ir ese mismo día en la mañana a hacer el
retrato hablado con Juan.

Después de tres años de lo sucedido, los dos jóvenes dicen. “No, pues, ya fue
hace bastante. Lo que me dejó de experiencia es no dar papaya y estar pendiente
de todo. Casi no pienso ya en eso. Vivo muy prevenido”, dice Gerardo.

“Nada. Hoy todo es tan normal; atracos y este tipo de situaciones de extorsión
en nuestra ciudad. Solo sé que esa vez supimos actuar”, dijo Juan.

166
15

Mamá, mamá, yo quiero ir


donde Kathe
Paola Andrea Argüello T.
III Semestre de Psicología
Yo construí un puente salido del infierno a través del terror
y fue un buen puente, un puente fuerte, un puente hermoso.
fue un puente que construí yo mismo,
con solo mis manos como herramientas,
mi obstinación como apoyo, mi fe para expandirlo
y mi sangre como remaches.
Yo construí un puente, y lo crucé.
Pero no hubo nadie que me encontrara en el otro lado.

El anterior es un fragmento del poema El puente, de Jim Sinclair en el que alude


a la lucha del autista por salir de su mundo y de pertenecer y entender el de
los demás.

Era la primera vez que los niños llegaban a ese lugar. Cuatro fueron diagnos-
ticados con trastorno del espectro autista y uno con síndrome de Down. Sus
miradas rastreaban el lugar. El llanto y la oposición de los pequeños ante la orden
de entrar al gran salón opacaban la angustia de los padres. Se abrió la puerta
y con un “Buenos días, amiguitos, ¿cómo están?”, la auxiliar Maira los invitó a
entrar al salón junto con los padres de familia.

169
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Al cerrar la puerta comienza el caos. Alejandro Ricci, un niño de cinco años es


el protagonista. El desconocido lugar, un amplio salón de paredes blancas y sillas
organizadas en dos filas donde el eco de los sonidos parecía ser más fuerte que
el sonido original, produce en él una reacción de extrañeza y asume una actitud
de rebeldía con el fin de molestar y llamar la atención de los demás. Ante esto,
Katherine, que también es auxiliar, toma las manos del niño y cantando suave-
mente lo retira de los objetos que le causan el desorden, pero él entre lágrimas
y gritos, se suelta y corre hacía los brazos de la madre que lo recibe preocupada.

El llanto de Alejandro se hace cada vez más fuerte y llama la atención de los
otros niños que permanecían sentados en el piso junto a Maira. De inmediato,
todos se contagian de la negativa actitud de Alejandro y corren y gritan por
todo el lugar haciendo caso omiso a las órdenes de sus padres. En ese momento,
el doctor Salazar asume el control de la situación. Rápidamente y sin decir una
palabra, toma las manos de los padres y de las auxiliares y forma un círculo.

“A la rueda, rueda de pan y canela…”, cantan y sonríen logrando así captar la


atención de los desordenados niños. Estos se dirigen hacia el círculo y se aferran
a las piernas de sus madres. Ellas intentan parar la actividad y atenderlos, pero
el doctor, con un gesto indica que sigan girando. “Dame un besito y vete a la
escuela”. Atienden a la orden y toman de las manos a los niños. “Si no quieres
ir, acuéstate a dormir”. En cuestión de segundos, todos cantan, giran y sonríen.
Por fin la calma vuelve a reinar. La actividad ha terminado.

Una vez se han ido los padres, el doctor Salazar convoca a sus auxiliares a una
reunión.

“Bueno, señoritas, lo que hicimos en el día de hoy es una observación previa


al diagnóstico oficial, por supuesto. Yo ya sé que los niños son autistas o tienen
rasgos de autismo, eso me lo ha dicho la experiencia; pero quiero que ustedes
lo identifiquen también”, dijo y fue a sentarse en una esquina del salón. Tomó
sus papeles y procedió a guardarlos.

Luego continuó hablando:

“La idea es observar el comportamiento de los niños con sus padres y sin ellos,
pero vemos que por su condición aquellos han establecido una especie de simbio-
sis con las madres, por eso no se separan de ellas con facilidad. Pero nosotros no
podemos sacarlas a la fuerza, ya que los niños no tienen la capacidad de aceptar
los cambios rápidamente. Las cosas deben hacerse de manera gradual y por eso
dejamos que las madres participaran en la dinámica de la rueda”.

170
Mamá, mamá yo quiero ir donde Kathe

Ocho días después el siguiente encuentro empieza con un “Buenos días, amigui-
tos, ¿cómo están?”. Los niños entran tranquilos guiados por Maira y Katherine,
mientras los padres esperan fuera del salón. La excepción fue Alejandro, quien
una vez más llora desesperadamente. “Debido a la relación sobreprotectora
que la madre ha establecido con el niño, la separación se vuelve inaceptable”,
explica el doctor a una de sus auxiliares, razón por la cual permite que la sesión
se realice con la presencia de ella. El fin es lograr el desapego de manera pau-
latina o como se conoce en el medio: hacer un paso a paso, evitando cambios
bruscos que alteren el humor del pequeño autista.

Con todos los niños adentro se da inicio a la actividad, que consiste en establecer
por medio del juego una figura de autoridad a la que el niño debe obedecer. Por
cada logro se hace un reconocimiento –lo que se denomina refuerzo positivo–
que funciona como una estrategia para que el niño siga repitiendo la conducta
positiva.

—Jesús David, dame la mano —dice Maira. El niño atiende esbozando una
sonrisa mientras le estira su mano.

—¡Uy!, ¡Muy bien! —dice ella mientras aplaude. Y así con el resto de los niños
hasta llegar al puesto de Alejandro.

—Alejo tócate la cabeza —ordena la terapeuta. Él se niega a responder y se


queda estático en el puesto.

—¡Alejandro!, que te toques la cabeza —repite la madre, subiendo la voz. El


niño se para de la silla y corre hacia un extremo del salón para tomar un maletín
lleno juguetes. Katherine va tras él con la intención de despojarlo de sus nuevas
adquisiciones, pero el doctor interviene:

—¡Seguir al líder, seguir al líder ya!

Ella asintió con la cabeza atendiendo la orden. Seguir al líder no es más que
imitar lo que el niño hace con la intención de mostrarle que lo que está haciendo
en vez de ser molesto, es valioso. La terapeuta camina tras él con un carrito
de juguete en la mano dando vueltas por el salón y se asegura de que vea que
está siendo imitado.

Al ver que el niño se dispersa del grupo la madre decide acercarse, pero antes
de llegar a donde se encuentra este se adelanta y corre hacia ella rompiendo
en llanto: “ma... mamá”, balbucea el pequeño. Rápidamente y antes de que el

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

llanto se haga contagioso, el doctor toma de las manos a las terapeutas y a la


señora y formando un círculo en medio del salón. Giran y cantan “Había una
vez una iguana...” e inmediatamente los demás niños corren hacia el círculo
y se le unen, mientras Alejandro se aferra a la pierna de la madre todavía con
lágrimas en los ojos. Las terapeutas giran en dirección opuesta. “...peinándose la
melena, junto al río Magdalena”. En un descuido la madre se esconde y cuando
el pequeño cae en la cuenta emprende una desesperada búsqueda. Grita y llora
mientas le da la vuelta al salón. Al encontrarla escondida tras una sábana, se
aferra nuevamente a ella, pero el doctor le indica que lo ignore y que continúe
con la ronda, tal como lo había hecho en la sesión anterior: “... Y la iguana
tomaba café, tomaba café a la hora del té”.

Bastó otro descuido para que la madre en cuestión de segundos abandonara el


salón sin ser descubierta.

Ese fue el día en que Alejandro logró desprenderse de su madre y quizá cuando
más lágrimas derramó. Pero también fue el día en que su proceso terapéutico
tomó otro rumbo al aceptar que debía separase de su madre al menos por una
hora. A partir de ese momento no volvería a resistirse cuando tuviera que
entrar al salón.

Una vez lograda la separación, el doctor plantea una serie de objetivos en los que
se priorizan las necesidades más importantes: ampliación del tiempo de espera,
establecimiento de patrones de obediencia y regulación de la conducta que se
encuentra desestructurada, pues los niños con autismo no logran entender el
mundo y por ende no interiorizan normas. En el caso de Alejandro, que en un
comienzo llegó con el único fin de ser diagnosticado, se centró en el trabajo de
la obediencia, pues era una de las necesidades primordiales para que pudiera
tener una mejor inclusión social.

Katherine toma de la mano al niño y juntos inician una rutina de marcha guiada,
la cual consiste en caminar de manera repetitiva alrededor del salón. Alejandro,
que está acostumbrado a evadir órdenes, saca a relucir su repertorio de planes:
primero, se tiende en suelo, luego llora, después grita y por último tira al suelo
todo lo que ve a su paso. Todo esto en vano, pues el pequeño desconoce que la
terapeuta es inmune y no presta atención a sus berrinches.

—Alejandro, ¡párate! —le ordena ella.

Él reacciona con llanto y mira por la ventana a la madre que se encuentra en


la sala de espera. Katherine lo toma por la espalda y lo sujeta de un brazo, con

172
Mamá, mamá yo quiero ir donde Kathe

fuerza pero sin lastimarlo. Continúa caminando sin parar mientras le canta una
canción en un tono muy bajo, casi como un susurro: “La vaca Lola, la vaca Lola,
tiene cachos cabeza y cola…”.

A medida que pasan los minutos el pequeño se va adaptando y camina sin


oponerse. Ella disminuye la presión gradualmente hasta finalizar entrelazando
su dedo con el del pequeño.

—Muy bien, Alejo. Un aplauso para ti.

El niño estableció un fuerte vínculo con Katherine o lo que las terapeutas llaman
‘enganche’. Ella aprovecha el logro obtenido para avanzar en el cumplimiento
de los primeros objetivos.

Empleó por un buen tiempo la técnica del análisis conductual aplicado (ABA):
“Alejo, toma la pelota”. Él la toma en sus manos y ella aplaude. Cada vez que
el niño obedece la orden se le celebra suavemente pero con ánimo; esto con
el fin de reforzar la buena conducta y generar en él la necesidad de volverlo a
hacer: “Muy bien, ahora dámela otra vez”.

Meses después, el padre toma la función de acompañante. Debido a esto, el


pequeño se opone a realizar la actividad, pues en su mente no cabe la posibili-
dad de aceptar cambios. Katherine intentó hacerle divertida la sesión; le cantó
canciones y le prestó sus pelotas favoritas con lo cual logró captar la atención
del niño. Este accedió a jugar con unos carritos de colores como respuesta a la
actividad “tómalo y dámelo”, pero en un abrir y cerrar de ojos abandona el rincón
de trabajo y corre bruscamente a quitarle una pelota a otro niño que perma-
necía sentado al otro extremo del salón. Hay llanto y gritos del agredido en su
defensa. La terapeuta corre tras él y súbitamente le quita la pelota de las manos:
“¡Alejandro!, eso no se hace; no se les quita los juguetes a los compañeritos”.

El resto de los niños estaban sentados en cada una de las esquinas del salón
en compañía de las terapeutas. Desarrollaban actividades y mantenían el tono
de la voz siempre bajo; a esto se le conoce como ambiente apacible. Dicho
ambiente se rompió en cuestión de segundos como consecuencia del desorden,
la oposición y el llanto de Alejandro que llamaron la atención del grupo. La
terapeuta sabe que pronto el desorden se contagiará a los demás y para evitarlo
saca rápidamente del salón al pequeño mientras el doctor permanece adentro
para tomar el control de la situación. Se dirigieron hacia una cancha ubicada
en la parte baja del instituto y una vez ahí toma fuertemente las manos de
Alejandro y hace una marcha guiada durante varios minutos hasta que este se

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

reguló. Posterior a esto y tras la insistencia del pequeño Katherine le permite


subirse a la rueda que está a unos cuantos pasos de la cancha.

Los resultados de la intervención se hacen cada vez más notables con el pasar
de las sesiones. La disponibilidad de Alejandro se hace mayor y no se perturba
cuando escucha ruidos fuertes. Queda apto para trabajar en mesa con los de-
más niños y se da prioridad para que se transforme su buena conducta en algo
operativo y social.

Motivada por los avances de Alejandro, Claudia Grimaldi la madre del niño,
dice con alegría: “Agradezco al doctor Antonio quien me recomendó seguir un
proceso de tipo conductual con mi hijo autista. Alejandro ha cambiado mucho;
puedo decir que es un niño manejable. Cuando le digo: ‘Alejandro, ven acá’,
él viene, cuando antes me ignoraba. Ahora Alejandro es un niño que te habla
y eso es sorprendente porque antes no hablaba. Todo se ha logrado siguiendo
las pautas del doctor, haciendo cambios en mi forma de disciplinarlo, siendo
firme cuando debo serlo y sobre todo no olvidar el ¡muy bien! cuando hace lo
que le pido.”

Por motivo de vacaciones el programa se suspende. Es sábado por la mañana


y Alejandro ya sabe lo que tiene que hacer. Se levanta de la cama sin tener en
cuenta que ese día no habrá sesión y corre hacia su madre. Tira de su ropa para
llamar su atención y dice: “¡mamá, mamá! ¿ya nos vamos para dónde Kathe?
¡Yo quiero ir donde Kathe!”.

174
16

¡Jueputa!, ¿me estoy


enloqueciendo?
Paula Vanessa Valencia López
III Semestre de Psicología
Todo comenzó con el ballet. Stephanie Barco estuvo internada un año en la
clínica de Cali y allí se sentía allí sola, encerrada, nadie la acompañaba y las
personas que estaban a su lado le repetían todo el tiempo que comiera. No
podía salir y en caso de hacerlo debía estar acompañada de la enfermera o de
otra persona que constantemente estuviera cuidándola, pues creían que se iba
a escapar; y si le daban de comer botaría la comida por el sanitario o a la basura.

La internaron después de que su madre empezó a notar que estaba delgada y


con el pasar los días empeoraba, incluso a pesar de aumentarle los alimentos. La
sorpresa de su madre no se hizo esperar, pues al llevarla al médico se dio cuenta
de que su hija tenía anorexia y debía ser internada en la clínica para recibir el
tratamiento adecuado.

Stephanie cuenta:

“Llegué al punto de pesar 32 kilos y supuestamente, decía el médico, mi estatura


no tenía nada que ver con mi peso. Yo debía pesar más pero estaba en los huesos
y me obsesioné demasiado con tener menos peso al estar en ballet. Pensaba
que por ser más delgada iba a lograr un mejor salto, una mejor posición o más
fluidez para el baile”.

177
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

En las clases de ballet se esforzaba por ser la mejor y sabía que no podía equi-
vocarse de ninguna manera, ya que la reprendían por mal desempeño. Además
de esto, también le pedían un peso adecuado para pertenecer a dicha escuela.

“Pensaba que no lograba hacer las cosas bien porque estaba gorda”, dice con
su voz apagada, y pensativa, agrega: “Allí me trataban como a una mierda. Me
hacían sentir que no servía para nada. Yo pensaba que comía demasiado. Me
veía en los espejos del instituto pasada de kilos. Era una marrana impresionante”.

Así fue como su sueño de ser bailarina de ballet se derrumbó por completo al ser
internada. La mayoría de los internos duran de seis a siete meses, pero ella duró
un año porque no se quería rehabilitar. Cuenta que las enfermeras, al servirle
los alimentos, le ordenaban con voz impaciente: “Cómaselo, cómaselo”. No se
sentía maltratada pero sí presionada. Entonces, no probaba bocado o cuando
comía vomitaba porque el cuerpo ya no aceptaba alimentos por lo cual debían
inyectarla con suero en todo momento.

Al hablar sobre las inyecciones hace una pausa. Enseguida se mira los brazos y
encuentra en uno de ellos una cicatriz. La muestra sonriente y dice:

“¡Ah!, ¿esto? Fue porque yo me intenté sacar una aguja a la fuerza y no pude;
me la enterré más. No dije nada porque me quería escapar. Después, cuando
se enteraron, me cogieron puntos. Me los quité a la fuerza y eso se abrió y se
blanqueó”.

Stephanie tenía un novio desde que pertenecía al ballet e influía mucho en sus
decisiones, pues según ella era su apoyo confiable e incondicional. Era mayor
que ella y tenía más mundo por lo que la manejaba a su antojo. La tenía muy
reprimida y le pedía explicaciones por todo.

“Me asfixiaban sus celos; era como enfermo. Lo conocí gracias a una compañera
de mi colegio cuando él tenía 25 años y yo aún me relacionaba con adolescentes.
Mi compañera era su mejor amiga, era como su hermana, pero la verdad vivía
enamorada de mi novio. Por eso de un momento a otro comenzó a inventar
cosas. Dizque yo era tremenda en el colegio… en fin, le llenó la cabeza de cu-
carachas sobre mí, ¡y yo era virgen!”.

A causa de ese malentendido ella y su novio empezaron a pelear por cualquier


motivo. Él la presionaba para que le diera las claves de su computador, de
internet y le exigía todo con palabras ofensivas. La hacía sentir como un palo

178
¡Jueputa!, ¿me estoy enloqueciendo?

con expresiones como “¡Mire ese bluyín, ya ni le queda!” Ella se deprimía cada
vez más y su estado empeoraba.

Ella esperaba que al menos él tratara de comprender la crisis por la que estaba
pasando, pero cuando estuvo internada lo veía muy de vez en cuando y ello
complicó más las cosas. Estaba convencido de que Stephanie salía a menudo a
encontrarse con otras personas, cuando en realidad no se le permitía salir sola
hasta cumplir la rehabilitación. Recuerda que cuando él le pedía que estuvieran
íntimamente ella se sentía incomoda porque estaba desganada o mareada, pero
su novio no le creía.

Así, poco a poco fue acumulando tristezas y decepciones a tal punto que un día
comenzó a tener una extraña fase de alucinaciones. Sentía que la observaban
todo el día y veía caras de personas conocidas que se le acercaban, gritándole:
“¿Por qué no come? Está en los huesos niña. ¡Mírese!”. Por tal motivo no la
dejaron salir más del centro de reposo y le restringieron las visitas. Durante ese
tiempo pudo reflexionar acerca de la relación con su novio y tomó la decisión
de terminar con él.

Un día de manera intempestiva decidieron llevarla con el psiquiatra de la ins-


titución, hecho que sorprendió a Stephanie:

“Se suponía que primero me debía atender el psicólogo para que revisara en
qué nivel estaba el problema y si se podía solucionar mediante terapias consis-
tentes en charlas de autocontrol y en caso de no obtener buenos resultados me
enviarían al psiquiatra. ¡Pero no fue así!”

Y añade:

“Terminé volviéndome farmacodependiente porque al verme tan anoréxica el


psiquiatra –que ni me habló, solo me miró y según él, me evaluó– abrió la boca
para decirme: ‘Tiene principios de esquizofrenia; tómese estas pastas’. Además,
tenía que verle la cara en varias sesiones y yo seguía sin entender qué era lo
que me había evaluado. ¡Fue tan raro! Me mandó un medicamento llamado
Fluoxetina del cual debía tomarme tres pastas de veinte miligramos al día, pero
yo aumenté la dosis al punto de tomarme seis”.

Un día tomó doscientos miligramos para terminarlas más rápido, pues pensaba
que de esta manera se iba a mejorar y podía regresar a casa. No era consciente
de que estaba creando resistencia al medicamento. Ese día no se sintió bien.
“Me sentí terrible, me mareé, me dio fiebre y sudé. Así que me las prohibieron

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

porque hubiera podido entrar en estado de coma. Pero si no me tomaba las


pastas tampoco me sentía bien”.

A causa de esto se le dificultaba dormir para lo cual recurrió a un fármaco que


en realidad era un antialérgico, pero le producía sueño. “Yo me dopaba con eso
y bastante bien, pero el psiquiatra me las suspendió porque no notaba mejoría”.
Stephanie le insistía que muchas personas la visitaban para preguntarle por
qué estaba tan flaca y por qué no comía cuando en realidad nadie podía entrar
a su habitación; solo la enfermera, quien lo hacía para darle la comida y los
medicamentos.

Una noche la despertaron unas voces provenientes del pasillo. Eran las enfer-
meras que hablaban entre sí y comentaban: “En este cuarto, hay una niña que
está loca”. Stephanie se estremeció al escuchar los comentarios y cubriéndose
la cara con las manos pensó: ¡Jueputa!, ¿me estoy enloqueciendo? ¿No será que
todo está en mi cabeza¿ ¿Será que me está hablando el subconsciente?”.

Al otro día le contó lo que había pasado al psiquiatra al tiempo que le demos-
traba que ya se había recuperado gracias en las terapias. De esta manera logró
que este la remitiera al profesional quien le recetó un medicamento –controla-
do por la enfermera para que no volviera a excederse– y con este tratamiento
comenzó a mejorar.

Finalmente pudo salir de la clínica pero le fue imposible estudiar octavo grado
pues las inscripciones en los colegios habían terminado. “Para más desdicha”,
dice, sus padres se separaron y acordaron que Stephanie decidiría con quién
vivir. Primero lo hizo con su padre, luego con su madre y por último con un
tío; en últimas, decidió irse para Argentina con su padre. Cuenta con la mirada
llena de nostalgia: “allá terminé mi recuperación y recuperé harto peso gracias al
tratamiento con unos médicos especialistas. También me metí a una academia
de danza contemporánea que se llama UVA de la que hay una sede en Cali”.
Después de que terminó la recuperación regresó a Cali y pudo finalizar sus
estudios del colegio, pues ya todo estaba normalizado en su vida.

No volvió a comer arroz pues le hace recordar cuando lo vomitaba. También


recuerda cuando tenía que comer en reuniones familiares para que la gente
no sospechara nada y aprovechaba un momento de descuido para ir al baño y
expulsar todo lo que había ingerido.

“Me acuerdo que leía en internet: ‘Para que no se te dañe el esmalte de los
dientes ponte bicarbonato de sodio. Si estas vomitando pon música y no vayas

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¡Jueputa!, ¿me estoy enloqueciendo?

siempre al baño; llévate al cuarto una bolsa. Toma un vaso de agua y al vomi-
tar el agua te darás cuenta de que no queda rastro de comida en tu estómago’.
Ahora que lo pienso, no debí obsesionarme tanto porque no disfruté nada en
ese entonces. Tener una hermosa imagen, eso era lo que importaba y a veces
me pregunto si tengo un buen peso; ¡es inevitable!”.

De vez en cuando Stephanie practica algo de ballet en su casa, pero lo toma como
un pasatiempo. Su vida ha cambiado y tiene una nueva relación con alguien
que conoció en Argentina, pero titubea al decirlo pues comenta que alguna vez
este le dijo: “Pareces un poco gorda”. Ese día se sintió realmente perturbada
y pensó en tirarlo todo por la borda: “Ya me pasé otra vez en la comida; voy a
dejar de comer”. Ahora solamente come manzanas y dice que es consciente
de todo. Dentro de poco piensa regresar a Argentina con su padre; está muy
contenta y quiere aprender portugués.

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17

¿Quién miente? ¿Usted o...


Vanessa Ardila Téllez
III Semestre de Psicología
Esta es la historia de Alberto Mojica, un joven que en la mañana del 15 de enero
de 1995 despertó con la ilusión de que todo sería perfecto. Ese día, limpió sus
zapatos, vistió su delgado cuerpo, peinó su ondulado cabello y ansioso –como
acostumbraba estar– se dirigió a lo que para él era su gran oportunidad.

Había viajado a Bogotá para pedir una visa en la Embajada de los Estados Unidos.
La posibilidad de este viaje le abriría una puerta en la empresa Motorola ubicada
en Miami. Ya en la embajada y con los nervios de punta escucha atentamente
por los altavoces el llamado del cónsul, un señor de cabello rubio, muy alto, de
piel blanca y unos ojos azules que intimidan con solo mirar. ‘’Alberto Mojica,
por favor dirigirse a la casilla número uno’’. Se levantó de la silla e incómodo
por las miradas que lo seguían se dirigió a la ventanilla

—Buenas tardes —dijo el cónsul —¿Ha estado alguna vez en los Estados Unidos?

—No, señor, nunca he viajado a los Estados Unidos —responde Alberto algo
nervioso

El cónsul lo mira fijamente y dice:

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

—Espere, por favor —Mira sus papeles con un silencio sospechoso y pregunta
nuevamente:

—¿Ha viajado usted a los Estados Unidos?

Alberto lo mira fijamente a los ojos con temor de haber sido descubierto y
responde con firmeza:

—No señor. Nunca he viajado a los Estados Unidos.

***

Es julio de 1979 y el sol de las diez de la mañana resplandece. Alberto, sentado


en el asiento trasero de la camioneta del Mocho, mira por la ventana mientras el
viento pasa por entre sus cabellos y unos lentes negros cubren sus ojos. Se dirige
a despedir a sus amigos al aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón y en el trayecto
disipaban el tiempo con recuerdos del pasado. Su larga y aventurera amistad
con el Mocho lo llevó a aventurarse a lo que sería para él su nuevo destino.

El Mocho le pregunta a Alberto:

—Papi, ¿usted ya sabe cómo la va a hacer? Acuérdese que la última vez lo


bajaron del avión.

Inmerso en sus pensamientos Alberto le prestó poca atención. Algo le decía que
todo saldría mejor de lo esperado y así siguió, en silencio, hasta el aeropuerto
mirando por la ventana.

El Mocho y el Flaco descargan el equipaje. Alberto ve por entre las rejas que
separan el parqueadero de la entrada y se percata de que la zona esté segura
para iniciar su plan. No era la primera vez que se encontraba en aquel lugar,
pero tampoco sería la última.

Los tres hombres entraron por las escaleras del sótano hacia la parte superior del
aeropuerto y llegaron a la zona de checking. Alberto, por fin, suelta una palabras:

—Hoy la veo clarísima.

—¿Ya sabés lo que vas hacer? —pregunta El Mocho.

—Sí, ya pillé —responde Alberto.

—Y, ¿qué hay que hacer? —pregunta el Flaco.

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¿Quién miente? Usted o..

—Apenas pasen tu maleta, que es la más grande, vos Mocho distraés a la pelada
y yo me encargo del resto.

Once y treinta de la mañana. Son los últimos en registrarse. Aprovechan que en


el despacho de American Airlines hay solo una funcionaria. Mientras el Mocho
la distrae Alberto se cuela y rápidamente llega a la banda transportadora. En un
santiamén se abre paso por entre las maletas que descendían por una rampa de
cemento pulido que desemboca en una bodega situada cerca de la plataforma
donde estacionan los aviones. Tal fue su fortuna que el hombre encargado de
acomodar las maletas no había llegado todavía.

La fila para ingresar al avión era moderada; solo unos cuantos pasajeros aguar-
daban que la azafata recibiera el pasaje para abordar el avión. Alberto caminó
hacia la escalera de ascenso y una vez dentro del avión se dirige hacia el baño.
Cerró la puerta con llave, se sentó en la taza del sanitario y con ambas manos
se agarró la cabeza mientras repetía con voz temblorosa: ‘’Dios, guárdame, no
permitas que me descubran, ayúdame por favor’’. La adrenalina recorría sus
venas y un sudor frío bajaba por su cuello. Esperó.

De repente suena la puerta de acero lustrado que bloquea la entrada del baño
y una voz firme pregunta:

—Señor, ¿se encuentra bien? Estamos a punto de despegar, ocupe su silla por
favor.

—No se preocupe, estaba un poco indispuesto pero ya salgo.

Abre la puerta y pasa frente a la mujer mientras hace una evaluación rápida
del lugar en busca de un espacio vacío. Ve al Mocho que le señala un asiento
a dos filas donde se encuentra. Camina y sonriéndole al hombre con panta-
lones blancos, sandalias de cuero y camisa guayabera que ocupaba el asiento
contiguo al que pretendía ocupar, se sentó. Cierra los ojos y al poco tiempo se
queda dormido.

Al llegar al Aeropuerto de Tocumen, en Panamá, la voz del capitán lo despierta


al anunciar que están próximos a aterrizar. Sobresaltado, desabrocha su cinturón
y se levanta de su silla. Mira al pasillo estirando sus brazos y empuñando las
manos anuncia a sus amigos su victoria.

Sin imaginar lo que pocos minutos iba a suceder, se despide de sus amigos con
un abrazo y sin pronunciar palabra se aleja lentamente de ellos.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

—Papi, ¿qué va hacer? ¡Cómo te vas a quedar! Caminá que nosotros te ayu-
damos a coronar Miami —dice el Mocho.

—¿Y a mí quién me asegura la entrada al avión? —pregunta Alberto con es-


cepticismo.

—Esa mierda debe ser igual que el aeropuerto de Palmira —le responde el Flaco

—No sé, Flaco. Yo estoy muy joven para que me encanen por una cagada.

—Dejá el miedo que no te va a pasar nada. Mirá que está fácil, no hay tantos
maricas cuidando —le dice el Mocho.

Alberto, confiado, decide continuar. En la sala de espera planea su próximo


ingreso al avión. ‘’Hasta ese momento no me explico cómo hice para llegar a ese
punto; pensaba en el destino. Mi desconocimiento del lugar me desconcertó,
pero siempre procuraba conservar la calma’’.

De repente se escucha por el parlante: “Pasajeros del vuelo 034 de American


Airlines con destino a Nassau, Bahamas, el avión está próximo a despegar. Por
favor abordar por la puerta número cinco”. Alberto se pone de pie y se dirige
con seguridad hacia la fila de entrega de pasabordos. Delante de él una mujer
entrada en años tiene dificultad para cargar su equipaje y aprovechando esta
oportunidad se ofrece para ayudarla. Piensa con ingenuidad que haciéndose
pasar por familiar suyo ingresaría sin problema al avión. Avanzado lentamente
en la fila se encuentra con la azafata quien le dice:

—Joven, ¿es tan amable y me enseña su pasabordo?

—Qué pena —responde mientras escarba en su bolsillo trasero. —Mi madre


debió quedarse con él.

Dando media vuelta, sale de la fila y regresa a la sala de espera donde el Mocho
rápidamente le entrega el pasabordo del Flaco. Nuevamente se dirige donde
la azafata y le enseña su tiquete. Ya dentro del avión aprovecha el desorden
reinante y ocupa la primera silla que encuentra.

Tres horas de vuelo lo separan de su destino, mientras tanto disfruta del viaje.
En Nassau, camino al hotel The Towne, Jaime, el guía y encargado de pasar
ilegalmente a personas sin visa a Estados Unidos, lo mira varias veces ponién-
dolo en una situación incómoda y al descubierto. Alberto se ve obligado a
contarle lo sucedido y la firmeza de su mirada pone al guía en un situación de

188
¿Quién miente? Usted o..

desconcierto, pues no entiende de qué manera Alberto logró llegar hasta allí.
Asombrado por todo lo que tuvo que pasar y reconociendo su valentía, le ayuda
a continuar su camino.

Es 10 de julio. En su último día en la isla de Nassau se pone de acuerdo con sus


compañeros para encontrarse en el Aeropuerto Internacional Lynden Pindling.
Mientras recorría la isla distraídamente pierde la noción del tiempo, descuido
que le costó el cupo en el hidroavión que lo llevaría a Bimini. Aburrido por lo
sucedido regresa al hotel sin saber qué acontecería más adelante con sus planes.
El gerente del hotel cuestiona la presencia del Alberto y se apresura a sacarlo
de allí. Preocupado y sin saber dónde dormiría, habla con el gerente e inventa
una excusa para justificar su presencia. Además, alega su familiaridad con Jaime
quien era uno de los clientes estrella. La veracidad de su historia le ayudó a
conseguir un cupo en el próximo hidroavión que saldría en la mañana siguiente.

Al día siguiente Alberto mira impaciente su reloj y espera con impaciencia a


que el hidroavión complete su cupo de pasajeros. Solo piensa en encontrarse
nuevamente con sus amigos. Por sorpresa encuentra cerca del muelle de llegada
al Mocho quien abrazándolo le pregunta:

—Papi, ¿cómo te fue?

—Más enredado que el putas. No les entiendo nada a esos gringos maricas. Si
no es porque te veo quién sabe si hubiera llegado al hotel.

Coronado otro destino más en su aventura, da rienda suelta a su imaginación


sin poner límite a sus actos. Una vez allí entraron a bares, conocieron chicas
y recorrieron la isla en motos alquiladas que nunca devolvían. En medio de
su locura un detalle en especial les llamó la atención. Estando en un bar muy
similar a un museo ve que los clientes pegan billetes de baja nominación en las
paredes como recuerdo de su estadía en ese lugar. Para él fue una oportunidad
de conseguir dinero. A la mañana siguiente Alberto y sus amigos se dirigen
al bar e ingenian una manera de entrar por los ductos de ventilación que los
conducirían al interior y una vez adentro, a lo que vinieron. Rápidamente
empezaron a despegar los billetes.

El Mocho y el Flaco no paraban de reír al ver el estado de los billetes. Se no-


taban desgatados y maltratados por la humedad, pero sin darle importancia al
asunto se dirigen a la tienda del hotel a comprar ropa. Una vez allí, Alberto en
un descuido de la vendedora se guarda en su mochila una cámara instantánea
y dos cartuchos Polaroid. ‘’No podía irme de la isla sin tomar fotos de recuer-

189
Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

do’’, dice con sorna. Al cancelar su compra la mujer mira aterrada los billetes
y dudando de su autenticidad pregunta:

—¿What happened to your money?

—Yes, thanks —responde Alberto sin entender las palabras de la vendedora y


sale agitando su mano en señal de despedida.

Entre todas sus compras y “adquisiciones” guardó una en especial como un


tesoro, una botella de vino Dow's Vintage 1970. Había encontrado un lugar
perfecto para ocultarla hasta el día en que se marcharía de Bimini: debajo del
muelle que estaba cerca del hotel, confiado en que nadie se fijaría en ese lugar.
Cuando estaba listo para marcharse de la isla se dirige raudo hacia al muelle
donde había guardado su botella de vino. De repente, su rostro se crispa en un
gesto de angustia.

—¿Qué pasó? ¡Mierda, me robaron!

Aburrido por lo sucedido se sienta a la orilla del muelle descolgando sus pies
preguntándose quién pudo haberlo visto. Mientras sus pensamientos vagan
en su mente, levanta su mirada al horizonte y ve cómo un velero se hunde en
el mar al tiempo escucha los gritos de dos hombres que con acento cubano
pedían ayuda. Alberto, siempre dado a la aventura, se ofrece para ayudarlos.
Llega hasta el velero y en sucesivas inmersiones saca maletas, trajes de buceo,
tanques de oxígeno y arpones. Mientras sale del mar con su ropa empapada,
Henry el Cubano, un narcotraficante de alto prestigio le extiende su mano en
gesto de agradecimiento y le dice:

—Oye, pelado, muchas gracias.

—No hay problema. Espero que no se haya perdido mucho —le responde
Alberto.

—Pelado, no te vayas. Camina para mi casa que yo te presto ropa para que te
cambies —le dice.

Alberto acepta el ofrecimiento del Cubano y se dirige a su casa. Muy confiado


y deslumbrado por los lujos que el otro tiene, le cuenta entre copas y risas las
situaciones que ha tenido que pasar para cumplir el famoso sueño americano.

—No te creo eso que me estás contando —dice Henry, asombrado.

190
¿Quién miente? Usted o..

—Yo tampoco me la creo, pero ya solo me faltan unos kilómetros para llegar
a Miami.

De regreso al hotel, se da cuenta de que sus amigos habían abordado la lancha


que los llevaría a Miami. Sin preocupación alguna regresa a la casa del Cubano
quien se ofreció a ayudarlo a llegar a su próximo destino.

15 de julio. El reloj marca la una de la mañana. “Me pareció extraño, pero


nunca pregunté por el contenido de los paquetes que llevaban. Me dispuse
abordar el yate de Henry sin conocer a nadie”. A pocas horas de su destino los
gritos de los tripulantes lo alarmaron. De repente se escucha una voz que por
altoparlante ordenaba:

—This is the coast guard. Stop the vessel. Permission to get in —Dice el guar-
dacostas, mientras los reflectores alumbran el yate de Henry.

“¿Qué mierda es esta? ¡Nos van a matar! ¿Ese cubano marica en que me me-
tió?”. —se pregunta Alberto aterrado

Todos corrieron a botar papeles y los extraños paquetes al mar que desapare-
cían rápidamente, mientras hombres fornidos vestidos de azul con armas en
sus manos abordaban el yate para arrestarlos a todos. Alberto se hizo pasar por
cubano mientras el oficial le pedía que justificara su presencia en el lugar. Su
falta de colaboración y la ausencia de documentación lo obligan a ingresar en
la lancha de los guardacostas que se dirigía al Pre-Trial Detention Center, en
la ciudad de Miami.

Celeste, una mexicana de treinta y cinco años era la encargada de llevar el caso
de deportación de Alberto a Cuba. Lo recibe en uno de los cuartos del Pre-Trial
Detention Center (1321 NW 13 Street Miami, Florida). La abogada le explica
a Alberto la orden de deportación a la isla ya que él se encontraba ilegal en los
Estados Unidos.

—El Estado deberá efectuar su traslado a Cuba —le dice. —El proceso tardará
veinte días durante los cuales usted permanecerá recluido aquí.

—Espere un momento —le suplica Alberto. —Yo no soy cubano, soy colombia-
no y apenas tengo dieciséis años. Ayúdeme, no quiero estar más en este lugar,
quiero regresar a mi país.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

—La solicitud de deportación ya fue enviada. Tendrá que esperar veinte días
para presentarse ante el juez y rendir su testimonio; no lo puedo ayudar —le
dice Celeste.

Durante los veinte días que estuvo recluido conoció cómo se manejaban las
cosas en ese lugar con la ayuda del Italiano, otro de los allí detenidos. Dos
días a la semana salían de sus celdas en la noche y se dirigían a la cocina para
robar parte del suministro que el Estado proporcionaba. Para Alberto todo eran
aventuras, su corta edad le facilitaba su empatía con los demás.

En la mañana del seis de agosto de 1979, Alberto se alista para dejar la prisión.
Se despide de su amigo y le agradece su compañía. Su buen comportamiento
le permitió ganarse la confianza de los guardas que lo conducían esposado al
aeropuerto Wilcox Field. De manera cortés les pide que le quiten las esposas
pues le da pena que lo vean así. Pide permiso para ir al baño y mientras se
dirige allí ve el momento oportuno para escapar. Logra llegar a una pared de
rejas enmalladas que conducían a la ciudad de Miami. De repente se detiene
ante ella y exclama:

—¿Qué estoy haciendo? Ya estoy cansado de comer mierda en este puto viaje.

Se devuelve adonde se encontraban los guardas y se dispone a viajar a su país.

***

Dieciséis años más tarde ese recuerdo aparece, imagen tras imagen, al momento
de conversar con el funcionario que se encarga de recordarle el pasado:

—¿Ha viajado usted a los Estados Unidos? —le pregunta de nuevo.

—No señor. Nunca he viajado a los Estados Unidos.

Con el documento en el que figura su historial policial, el oficial vuelve a la carga:

—¿Ha estado usted en los Estados Unidos?

—No, señor, nunca.

Al escuchar la respuesta, el funcionario lo mira a los ojos y le pregunta:

—¿Quién miente? ¿Usted o el Gobierno de los Estados Unidos?

Entonces Alberto entiende que la aventura vuelve a empezar.

192
18

Ni la primera, ni la última
William Andrés Hurtado León
III Semestre de Psicología
Ahora hay más métodos anticonceptivos y tal vez haya más información al
respecto; sin embargo, cada día hay más adolecentes en embarazo. ¿Por qué?

Daniela tiene dieciséis años y está en el último grado de bachillerato. Apenas


lleva un primer escalón de su vida como mamá y todavía no alcanza a ver la
magnitud de lo que está aconteciendo. En sus tiempos libres es recreadora, lo
cual le va a servir mucho en el futuro.

Por falta de planificación hoy tiene la inmensa responsabilidad de criar un bebé.


No planificó, porque dice que al igual que muchas jóvenes de Cali no tenía
dinero para las pastillas u otro método anticonceptivo. Su familia no recibió
con agrado la noticia pero terminó aceptándola. Su mamá dijo que no era la
primera ni la última jovencita en embarazo.

Esta es la realidad que afronta la ciudad. Las comunas 1, 2, 13, 14, 15, 18, 20
y 21 son las más afectadas y en su mayoría se localizan en el oriente y en la
ladera de Cali. Eso demuestra, entre otras cosas, que en estas poblaciones la
situación socioeconómica conlleva más pobreza y por lo tanto menor acceso a
la educación y a un trabajo formal.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Daniela no lo esperaba ni se le pasaba por la mente, pero no evadió la responsa-


bilidad. Por el contrario, la asumió ateniéndose a las consecuencias que tienen
los embarazos a corta edad. Dice: “Me dejé llevar por la pasión y no nos supimos
controlar. Cuando nos dimos cuenta no pudimos hacer nada; ya era tarde. No
me siento preparada para ser mamá, pues a mi edad no se está para tener bebés.

La situación es alarmante, pues Cali ocupa el tercer lugar con niñas menores
de catorce años embarazadas y no todas por el mismo motivo que Daniela
ya que muchas fueron abusadas sexualmente. Son múltiples los factores que
hacen que el número de embarazos se multiplique. Entre ellos están la falta de
conocimiento acerca de los planes anticonceptivos, la falta de normas y la poca
preocupación de los padres por los hijos. Pero algo alarmante que se da en las
comunas más marginadas de Cali y es que las niñas buscan quedar embarazadas
de los cabecillas de las pandillas a fin de obtener un reconocimiento, pues se
sienten protegidas y creen que van a ser respetadas y aceptadas por la sociedad.

Daniela cuenta con el apoyo de su familia, lo que es bueno para ella ya que
muchas son maltratadas y las botan a la calle sin más. El padre, otro joven, ac-
tualmente trabaja y hasta ahora no la ha abandonado para alivio de la mamá y
de ella. Dice que vendrán días horribles pero está dispuesta a enfrentarlos con
orgullo. Muy pronto empezará los controles del embarazo.

La trabajadora social Maribel Foronda Cadavid, funcionaria de la Casa de Justicia


del barrio El Lido en el área de bienestar familiar, dice: “Es una problemática que
cada día se acrecienta. Las estadísticas de adolescentes en estado de embarazo
son una prueba contundente de la problemática del país”. Es un problema social
de múltiples causas: falta de información acerca de los métodos anticonceptivos,
falta de comunicación de los padres hacia los hijos, disfuncionalidad familiar y
el abuso sexual, entre otras.

Vanessa es una joven de 17 años que al igual que muchas otras está embarazada
y a punto de dar a luz. Perdió a su mamá a los doce años y su padre velaba poco
por ella. Salía a todo lugar sin restricciones vivía “sin Dios ni ley”. Al poco
tiempo conoció a Mauricio, un joven de veintiún años que no había terminado
el bachillerato y no contaba con empleo. Solo tenía un único sueño: ser papá.

Mauricio fue el primer hombre en la vida sexual de Vanessa. Ella visitaba casi
todos los días la casa de Mauricio hasta que un día cuando regresó a su casa
su padre sin decir palabra le puso la ropa en la calle, ante lo cual no tuvo más
remedio que recurrir a su novio. Mauricio la presionaba para que tuvieran un
bebé porque eso era lo que él quería. Vanessa se sintió en deuda por todo lo que

196
Ni la primera, ni la última

la había ayudado y dejó de planificar. Así fue como hoy está a punto de tener
un bebé. Como muchas jóvenes, no se siente preparada para ser mamá, pero la
presión de su novio la llevó a ese estado.

La trabajadora social Maribel Foronda hace un balance y concluye que la po-


blación de adolescentes en estado de embarazo es más susceptible a la pobreza
porque no pueden tener un empleo que las ayude. Muchas veces la familia les
quita el apoyo y ellas deben defenderse como puedan. La gran mayoría enfrenta
una responsabilidad que las sobrepasa tanto económicamente como mentalmen-
te y hace que el número de abortos y maltrato hacia los bebés aumente ya que
las madres adolescentes se desquitan con ellos por las decisiones equivocadas
que toman o por las acciones forzadas que las llevan a su límite.

Los mecanismos para bajar estos índices existen pero no funcionan adecuada-
mente. En los colegios las clases de educación sexual no está dando resultados
esperados ni los servicios gratuitos de planificación le están prestando la atención
que el problema requiere.

Pero se debe ir más allá y pensar en qué contexto vive esa adolescente y lo que
significa para ella ser mamá. El problema muchas veces se da porque algunas
niñas quieren ser madres y por más clases de sexualidad que se impartan o por
mucha planificación gratis, lo terminarán haciendo porque es su sueño y la
ilusión de ser alguien.

No sabemos qué piensan las niñas o los familiares que se ven envueltos en esta
situación. Siempre juzgamos pero no nos preocupamos por lo que ellas sienten.
Algunas piensan que sus sueños se han perdido, que es una carga, que cómo
van a hacer para mantener a ese bebé. La contraparte son las niñas felices con
sus bebés; los aman, luchan por ellos y dicen que es lo que les da el empuje
para seguir. Pero otra cosa es lo que piensan los papás. Por ejemplo, la mamá
de Daniela dice: “En el momento que supe que mi hija estaba embarazada me
sorprendí mucho; no tuve una reacción, solo pensé que Dios sabe cómo hace
sus cosas. Ahora me siento feliz y ruego para que él bebé nazca bien y le daré
todo mi apoyo”. El papá de Vanessa, por su parte, no lo tomó muy bien. No
concebía que su hija estuviera en embarazo y que fuera a ser abuelo. Le dolió
mucho, pero igual lo aceptó. Vanessa dice: “Pues la verdad cuando me enteré
que estaba en embazado no sentí ni alegría ni tristeza; solo me dio igual. A la
niña no le hablaba mucho, solo tocaba mi barriga y ahora que nació sentí una
paz y una alegría de que todo hubiera salido bien”.

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

Karen es una estudiante de veinte años y tenía diecisiete cuando quedó en


embarazo. Tenía una relación sentimental con un primo y estando en Darién
tuvieron relaciones pero sin protección. Casi un mes después se hizo una prueba
que salió positiva. No se sintió sorprendida pero tampoco le dio igual. Sintió
que se le desmoronaba el mundo, que toda su familia la dejaría de lado, que no
podría cumplir sus sueños, que todo lo había tirado por la borda. Ese mismo día
llamó a su novio para saber qué hacían; solo pensaron en el aborto. En Darién
una señora le dio dos pastas: una debía tomársela y la otra introducirla en la
vagina. Luego de veinte minutos se presentó la hemorragia. Pensó que moriría.
Regresó a su casa en Cali donde por casi quince días estuvo con una constante
hemorragia que casi termina en la muerte. “Mis días se hicieron eternos. Estuve
muchos meses soñando con lo que había hecho y eso me trajo depresiones, an-
gustias y ganas de devolver el pasado. Fue terrible y jamás me repondré de esto”.

Como Karen, miles de jóvenes de diferentes estratos se practican un aborto


clandestino por miedo a las consecuencias. Dice Karen: “Tenía miedo a no
terminar mi carrera de medicina que apenas iniciaba, así como a mi familia y
a que mi novio no me apoyara. Me sentí sola sin nadie que me guiara, por eso
tomé la decisión de abortar”.

En Cali existen muchos centros clandestinos de aborto, incluso en los estratos


medios y altos donde el miedo al qué dirán o a que se detenga su carrera por un
“problema” es inaceptable. Hablar de estadísticas de abortos es casi imposible
ya que son tantos y sin restricción que es difícil precisar cuántos se practican
cada mes. La Policía Metropolitana de Cali señala que hay por lo menos treinta
centros clandestinos identificados, pero sin denuncia no se puede hacer nada.
Es un problema que ha existido y seguirá existiendo si no hay un control por
parte de las autoridades. Ya no es raro encontrar fetos tirados en baños públicos,
caños, cestas de basura y hasta en los techos de las casas.

No solo es problema el embarazo sino también el aborto, pues las secuelas que
deja en las jóvenes que lo practican son muy graves. Pueden quedar estériles
o presentar un síndrome postaborto, una alteración tanto emocional como
espiritual en la que sobresalen sentimientos de culpa, depresiones, insomnios,
ansiedad y tendencias al suicidio, entre otras. También causa enfermedades
debido a los malos procedimientos y llegar hasta la muerte por no actuar tem-
pranamente. Actualmente, el HUV atiende un aproximado de 200 jóvenes en
estado delicado a causa de un mal procedimiento.

198
Ni la primera, ni la última

Sara era una estudiante de bachillerato de quince años cuando decidió que
quería ser madre. Veía a las mujeres con sus bebés y le daba envidia. Quería
cargar su propio bebé y saber qué se sentía tener uno en sus manos, cuidarlo y
darle el amor que se imaginaba le iba a dar. Su novio le da todo lo que pide y está
tan decidida a tener ese hijo que le ruega a su novio hasta convencerlo. No se
protegen y ella deja de planificar. Casi todos los días tenían relaciones sexuales
para que sus posibilidades de ser madre fueran mayores y casi un mes después
llegó lo que tanto anhelaba. Sí, estaba en embarazo; lo que ella quería y pedía
a gritos. Corrió a contarles a su familia y amigos diciendo que fue un “descui-
do”. Sus padres se lamentaron pero lo aceptaron. Hoy tiene diecisiete años y
es una madre feliz de un bebé de dos años. “No me arrepiento de mi decisión
pero reconozco que fue un poco apresurada. No medí lo que ahora tengo que
hacer para sacar adelante mi bebé, pero no importa lo que tenga que luchar”.

Como Sara miles de jóvenes de Cali quedan en embarazo a propósito, ya sea


por felicidad o porque quieren retener a una persona. Para jóvenes como Sara
el deseo de ser madre puede resultar un asunto interesante porque las lleva
a querer una identidad o afirmar su condición de mujeres. También la falta
de afecto de los padres o los familiares hacia ellas hace que busquen en otras
personas el amor que estos le brindaron y llegan a embarazarse para sentirse
amadas o para encajar en la sociedad.

Angélica es una niña que no pudo tener a su madre a su lado todo el tiempo.
Tenía catorce años cuando tuvo que afrontar lo más duro de su vida: ser mamá.
No fue un error, no se sintió en deuda, tampoco lo quería. Ella fue abusada se-
xualmente por un tío que la amenazaba con matarla si no se dejaba o si hablaba
con los padres o la policía. Angélica no tuvo más remedio que hacer caso a lo
que su tío decía. La primera vez ocurrió cuando estaban solos en su casa y su
tío empezó con insinuaciones, pero poco después pasó a las amenazas.

“Me tomó a la fuerza por los brazos y el cuello. Grité lo que más pude pero
me puso un trapo en la boca y me dijo que me dejara o me iría peor. Sacó un
cuchillo y yo sentí mucho miedo. Me abrió la blusa, apretó mi cuerpo mientras
dejaba el cuchillo a un lado y luego me quitó los pantalones. Cerré mis piernas
con mucha fuerza pero él me las abrió y me pegó un rodillazo en la vagina.
Me dolió mucho y ya no tuve más fuerzas para seguir luchando. Ese día fue el
primero de muchos más”.

Luego de dos meses de abuso Angélica quedó en embarazo. Se sentía sola y con
miedo de contarle a alguien lo sucedido. Al mes sacó fuerzas y le contó a su

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Le guiñó un ojo, volteó la esquina y desapareció. Crónicas

mamá quien le creyó y juntas pusieron la denuncia por violación. La primera


decisión de la madre y de la hija fue abortar por lo cual consultaron con un
médico quien les dijo que era muy riesgoso porque en la intervención podría
morir. Decidieron, entonces, que lo iban a tener.

Entre el 30 % y el 40 % de las menores abusadas lo son por un miembro de la


familia. Como Angélica, muchas niñas no denuncian a tiempo por el miedo
que les causa su agresor o porque los papás no creen lo que sus hijos les dicen.
También el hacinamiento tiene mucho que ver. Hay viviendas donde conviven
por lo menos quince personas y es muy común que las niñas y adolescentes sean
violadas porque no hay control. Se están haciendo planes de intervención pero
falta más información para que los niños y familiares denuncien.

La enfermera jefe del centro de salud público de Mariano Ramos dice que el
problema con las adolescentes en embarazo es el sector donde viven. Es un
hecho que los sectores más pobres y con más índice de violencia son los que
mayor número de niñas y adolescentes embarazadas registran. Además, el hecho
de que las madres cabeza de familia trabajen todo el día agrava el problema.

Pero no todo es malo. Los planes de choque que están efectuando los centros de
salud especialmente los del suroriente de Cali, están dando un balance favora-
ble. En el mes de septiembre de 2012 en el centro de salud de Mariano Ramos
solo se registraron tres adolescentes en embarazo. Los planes consisten en que
a cualquier jovencita que entre a consulta se le dará una charla y será objeto
de una atención personal del médico, el psicólogo y la enfermera encargada
sobre planificación y sexualidad. A las que tienen relaciones sexuales frecuentes
se las invitará a que manejen la planificación como una prioridad y a aquellas
que aún no son conscientes de los riesgos se las ilustrará acerca de la gravedad
de la situación si no se protegen adecuadamente. Toda jovencita que consulte
en dichos centros será remitida a educación sexual para prevenir estos casos.

Hay cifras que cabe destacar. Quinientos cuatro nacidos vivos de madres me-
nores de diecinueve años en la Comuna 14 fue la cifra más alta en el 2012 en
Cali. La cifra más baja fue de cuatro y se presentó en la comuna 22. En solo
tres comunas en el año 2012 el total llega a 1.435 menores de diecinueve años
embarazadas. En Cali los centros médicos y las fundaciones siguen recibiendo
menores en estado de embarazo que buscan ayuda.

Daniela, actualmente vive con su pareja en la casa de él y tienen una niña de


dos meses.

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Ni la primera, ni la última

Vanessa vive con su pareja en un cuarto arrendado, con muchas dificultades


personales. Tienen una niña de nueve meses.

Karen continúa con sus estudios. Sus papás se enteraron del aborto unos años
después y su situación en la casa dejó de ser la misma.

Sara aún vive en su casa con su bebé de dos años y medio. Vive muy feliz con
su nuevo amor.

De Angélica no volvió a saberse.

201


“En cierta ocasión cuando vivía en Francia, llegó un paquete por correo
de una novia española que tuve. Además de la carta había un cartoncito
transparente, pero como era muy temprano lo dejé para después. Sin darme
cuenta cayó accidentalmente en el café del desayuno y cuando fui al baño
a afeitarme vi cómo el espejo me hacía muecas. ‘¿Yo por qué me veo así?
Son apenas las 8 de la mañana’, me dije. Empecé a ver pequeñas culebritas
bajando del techo y corriendo por las paredes. Ya sé qué pasó: ¿dónde está
el ácido? Entonces me dispuse a viajar al mundo de las fantasías bajo los
mágicos efectos del LSD.
“Eso de ser rockero era una cosa rarísima en esa época. Una vez se me
acercaron dos policías jóvenes admirados por el largo de mi cabello negro
ondulado que llegaba hasta mis hombros. Yo me puse a hablarles paja: ‘vea,
existe una pastillita que se llama LSD que si usted se la toma no vuelve a
peluquearse nunca más; te dejás el cabello largo, conocés la realidad absoluta,
te conectás inmediatamente con todo lo que te rodea, te salís de la casa’.
Los policías se miraban aterrados”.

La Umbría, carretera a Pance


PBX: 488 22 22 - 318 22 00 - Fax: 555 20 06
A.A. 7154 y 25162 - www.usbcali.edu.co

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