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INSTITUTO DE PROFESORES ARTIGAS – DEPARTAMENTO DE ESPAÑOL

TEORÍA GRAMATICAL I

Enunciado y oración. Relaciones interoracionales


1. Estudiar si los enunciados destacados en negrita tienen estructura oracional según la Nueva gramática de la
lengua española (RAE y ASALE, 2009). Reconocer si las oraciones son simples o compuestas. Realizar los
análisis correspondientes. Justificar teóricamente.
2. Estudiar la estructura de los enunciados subrayados y clasificarlos según la posición de E. Alarcos (1994).
Realizar los análisis gramaticales necesarios. Fundamentar teóricamente.

Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien
impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar
cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro ―lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles
y sus fotografías― donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco
parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su
música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. Increíble el sonido de esa trompeta. De vez en cuando, en
un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el
piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me
parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté
cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música,
cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo.
La recepción de su hotel era como el vestíbulo de uno de esos cines antiguos que parecen templos desertados. Pregunté
por Biralbo y me dijeron que nadie con ese nombre estaba registrado allí. Lo describí, dije el número de su habitación,
trescientos siete, aseguré que la ocupaba desde hacía alrededor de un mes. El recepcionista, que lucía un tenue cerco de grasa
en torno al cuello del uniforme con galones, me hizo un gesto de recelo o de complicidad y dijo: «Pero usted me habla del
señor Dolphin». Casi culpablemente asentí, llamaron a su habitación y no estaba. Un botones que muy pronto cumpliría
cuarenta años me dijo que lo había visto en el salón social. Añadió con reverencia que el señor Dolphin siempre se hacía
servir allí el café y los licores.
Encontré a Biralbo recostado en un sofá de cuero dudoso y notorios costurones, mirando un programa de televisión.
Ante él humeaban un cigarrillo y una taza de café. Llevaba puesto el abrigo: parecía que estuviera esperando la llegada
de un tren. Los ventanales de aquel lugar desierto daban a un patio interior, y las cortinas levemente sucias exageraban la
penumbra. […]
Me dijo que le gustaba vivir en los hoteles de categoría intermedia. Amaba, con perverso e inalterable amor de hombre
solo, la moqueta beige de los corredores, las puertas cerradas, la sucesiva exageración de los números de las habitaciones, los
ascensores casi nunca compartidos con nadie en los que sin embargo hallaba señales de huéspedes tan desconocidos y solos
como él, quemaduras de cigarrillos en el suelo, arañazos o iniciales en el aluminio de la puerta automática, ese olor del aire
fatigado por la respiración de gente invisible. Solía regresar del trabajo y de las copas nocturnas cuando ya estaba muy
próximo el amanecer, incluso en pleno día, si la noche, como a veces sucede, se prolongaba irrazonablemente más allá de sí
misma: me dijo que le gustaba sobre todo esa hora extraña de la mañana en que le parecía ser el único habitante de los
corredores y del hotel entero, el rumor de las aspiradoras tras las puertas entornadas, la soledad, siempre, la sensación como
de propietario despojado que lo enaltecía cuando a las nueve de la mañana caminaba hacia su habitación volteando la pesada
llave, palpando su lastre en el bolsillo como una culata de revólver. En un hotel, me dijo, nadie lo engaña a uno, ni siquiera
uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida.
―Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como este ―me dijo, no sé si aquella tarde; acaso fue la primera
vez que pronunció ante mí el nombre de Lucrecia―. Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y
cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastián?
Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que
no lo son.
Habló de Lucrecia con ironía y distancia, de esa manera que algunas veces uno elige para hablar de sí mismo, para labrarse
un pasado. Le pregunté por ella: dijo que no sabía dónde estaba, y llamó al camarero para pedirle otro café. El camarero vino
y se marchó con el sigilo de esos seres que sobrellevan con melancolía el don de la invisibilidad. En el televisor sucedía en
blanco y negro un concurso de algo. Biralbo lo miraba de vez en cuando como quien empieza a familiarizarse con las ventajas
de una tolerancia infinita. No estaba más gordo: era más grande o más alto y el abrigo y la inmovilidad lo agrandaban.
Lo visité muchas tardes en aquel salón, y mi memoria tiende a resumirlas en una sola, demorada y opaca. No sé si fue la
primera cuando me dijo que subiera con él a su habitación. Quería darme algo, y que yo lo guardara.
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TEORÍA GRAMATICAL I
Cuando entramos encendió la luz, aunque todavía no era de noche, y yo descorrí las cortinas del balcón. […] Biralbo
examinó un momento la calle y cerró las cortinas. En la habitación había una luz insuficiente y hosca. Del armario donde
oscilaban perchas vacías sacó una maleta grande y la puso encima de la cama. Tras las cortinas se oían rumorosamente los
automóviles y la lluvia, que empezó a redoblar con violencia muy cerca de nosotros, sobre la marquesina donde aún no
estaba encendido el rótulo del hotel. Yo olía el invierno y la humedad de la noche anunciada y me acordé sin nostalgia de
San Sebastián, pero la nostalgia no es el peor chantaje de la lejanía. En una noche así, ya muy tarde, casi de madrugada,
Biralbo y yo, exaltados o absueltos por la ginebra, habíamos caminado sin dignidad y sin paraguas bajo una lluvia tranquila
y como tocada de misericordia, con olor de algas y de sal, asidua como una caricia, como las conocidas calles de la ciudad
que pisábamos. Él se detuvo alzando la cara hacia la lluvia, bajo las ramas horizontales y desnudas de los tamarindos, y me
dijo: «Yo debiera ser negro, tocar el piano como Thelonius Monk, haber nacido en Memphis, Tennessee, estar besando
ahora mismo a Lucrecia, estar muerto.»
Ahora lo veía inclinado sobre la cama, buscando algo entre las ropas dobladas y ordenadas de la maleta. En este momento
pensé ―veía su cara absorta en el espejo del armario― que verdaderamente era otro hombre. Eso duró solo un instante. En
seguida se volvió hacia mí mostrándome un paquete de cartas atado con una goma elástica. Unos sobres alargados que tenían
escrito con una tinta violeta el nombre de Santiago Biralbo y su dirección en San Sebastián. En el ángulo superior izquierdo,
una sola inicial: L. Calculé que habría veinte o veinticinco cartas. Luego me dijo Biralbo que aquella correspondencia había
durado dos años y que se detuvo tan abruptamente como si Lucrecia hubiera muerto o nunca hubiera existido. […]
―Llévate esto ―me dijo la primera noche, sin mirar el paquete mientras me lo tendía, mirándome a los ojos―. Guarda las
cartas en algún sitio seguro, aunque es probable que yo no te las pida.

Antonio Muñoz Molina, El invierno en Lisboa, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1987. Adaptado.

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