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Estética (Schwarzböck)
Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 3 – Miérc. 23 de Agosto de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad I. 2. Estética kantiana y crítica cultural. La analítica de lo sublime.
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Retomamos hoy, para abordar la Analítica de lo sublime, el punto de partida de la primera clase: la
relación entre estética y crítica cultural. Nuestro objetivo, en términos pedagógicos, es analizar cómo los dos
términos de la relación (estética y crítica cultural) se constituyen como tales en la relación misma. La
estética, en el siglo XVIII, como parte de la cultura de la ilustración (antes que de la cultura ilustrada), se
constituye al mismo tiempo como crítica cultural.
En este sentido, podríamos decir, parafraseando el lenguaje kantiano: las condiciones de posibilidad
de la experiencia estética (subjetiva) son, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad de la puesta en
escena (objetiva) del juicio estético en los salones ilustrados.
Es decir: la aspiración del juicio estético a la universalidad subjetiva (como la posibilidad de
compartirlo, por parte de quien lo emite, con todas las mujeres y varones, en tanto iguales en sus facultades
de conocimiento, aunque no en su uso empírico-social) es, al mismo tiempo, el reconocimiento de que esas
mujeres y varones podrían ser, una futuridad imprecisa, empíricamente iguales, además de serlo ya, de suyo,
formalmente. El capítulo de la formalización de esa igualdad habría sido, en el horizonte del siglo XVIII, la
Revolución Francesa.
De los cuatro momentos del juicio estético, el que más explícitamente se relaciona con esta aspiración
y este reconocimiento, por partes iguales, es el cuarto momento, sobre todo a través del concepto no
empirista, kantianizado, de sentido común (Gemeinsinn), tal como lo vimos la clase pasada.
Si en la Analítica de lo bello se advierte (o se puede leer entre líneas) la relación ilustrada con los
objetos socialmente cercanos (edificios, flores, bordados, pájaros, jardines ingleses y jardines franceses, la
hojarasca, etc.), en la Analítica de lo sublime se puede hacer lo mismo con lo lejano (no con “objetos
lejanos”), con lo lejano en sí: la naturaleza.
Kant es el filósofo que más claro tiene esa lejanía social, como lejanía absoluta y extrema, de la
naturaleza, hasta el punto de elevarla al sentimiento de su presencia (de su presencia como ausencia) como
facultad del sujeto (el sentimiento de lo sublime el sujeto experimenta la presencia en él de la facultad de lo
suprasensible: la Razón).

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El sentimiento de lo sublime, al final de la Analítica de lo sublime, resulta ser el sentimiento de la
presencia en el sujeto de una facultad de lo suprasensible (antes que de la presencia de la naturaleza).
El utopismo kantiano es su formalismo (el formalismo burgués-progresivo de su filosofía
trascendental). No obstante, leído a contrapelo junto con la no apodicticidad del juicio estético, ese
formalismo es también el reconocimiento de la presencia en el sujeto de facultades cuyo uso se mantiene,
mayormente, en el modo del condicional: no de la pura posibilidad, sino del uso no constante. El uso libre de
las facultades de conocimiento es un uso no frecuente, un uso especial o extraordinario (extraordinario como
opuesto a ordinario).
La compartibilidad del juicio estético, también para el caso de lo sublime, refuerza el carácter no
privado y no privativo de todo juicio: no hay sujetos destinados, por su sola clase social, a un tipo de juicios.
El juicio estético, así sea sobre lo bello o sobre lo sublime, es un juicio reflexionante -o de la
reflexión, como también lo llama Kant, al comienzo del § 23, con el cual comienza la Analítica de lo
sublime-; es decir, no es un juicio determinante: hay libertad en él respecto del entendimiento y respeto de los
sentidos (en la medida en que no son ellos –sino la forma del objeto- el fundamento de determinación del
juicio). El juicio estético no está determinado por una sensación, como la satisfacción en lo agradable, ni por
un concepto, como la satisfacción en lo bueno. Valen para la Analítica de lo sublime los cuatro mismos
momentos que para la Analítica de lo bello: el juicio sobre lo sublime es desinteresado, es universal
subjetivo, es contemplativo y puro -aunque su fundamento de determinación es la no-forma del no-objeto,
como veremos, en lugar de la forma del objeto- y es de una necesidad ejemplar; el juicio sobre lo sublime
sería también un ejemplo de un sensus communis.
Por lo tanto, Kant no va a repetir en la Analítica de lo sublime los cuatro momentos de la Analítica de
lo bello, sino sólo lo que es diferente respecto de ellos. En lo que difiere primordialmente el juicio sobre lo
sublime respecto del juicio sobre lo bello es en el tipo de placer del que da cuenta verbalmente: el de lo
sublime es un placer negativo.
Al final del segundo párrafo del § 23, dice Kant:

…(lo bello) lleva consigo directamente un sentimiento de impulsión a la vida y, por tanto, puede unirse con el
encanto y con una imaginación que juega, y éste, en cambio (el sentimiento de lo sublime), es un placer que
nace sólo indirectamente del modo siguiente: produciéndose por medio del sentimiento de una suspensión
momentánea de las facultades vitales, seguida inmediatamente por un desbordamiento tanto más fuerte de las
mismas; y así, como emoción, parece ser no un juego, sino seriedad en la ocupación de la imaginación. De
aquí que no pueda unirse con encanto.

Dado que el placer de lo sublime es negativo, podríamos inferir que el placer de lo bello es positivo
(aunque Kant no lo haya dicho en estos términos). Se trata de dos tipos de placer diferentes. El placer
negativo, no obstante, es placer, no displacer. Su relación con el dolor es compleja. Y es necesario continuar
con la teorización para que la complejidad de esa relación se entienda claramente.
En el placer negativo pareciera imponerse un sentimiento de abandono: de suspensión de las
facultades vitales; casi como un estar en peligro de muerte, que recuerda la descripción burkeana de lo
sublime. Como si la característica positiva del placer de lo bello fuera un aferrarse a la vida y lo contrario, el
placer negativo, fuera abandonarse, desasirse de ella. En la exposición kantiana de la experiencia de lo
sublime (que es la fundamentación filosófica de esa experiencia, realizada desde el punto de vista
trascendental, no la descripción de la experiencia en términos psicológicos), la imaginación, veremos, cumple
un papel más protagónico que en la experiencia de lo bello. Es como si Kant hubiera movido a la
imaginación, en la exposición de lo sublime, de un rol secundario al rol principal; como si aquí se viera
realmente cuál es su trabajo como un trabajo, como un esfuerzo, en tanto hay un ensanchamiento de sus
posibilidades hasta el punto de tocar su límite. La imaginación encuentra su límite en el esfuerzo por
superarlo.
En la experiencia de lo sublime, la imaginación puede tener una disposición matemática o una
dinámica. En la clase de hoy me voy a centrar en la más difícil de las dos, y la menos leída históricamente: la
disposición matemática. La disposición dinámica de la imaginación es la que se conoce más por las lecturas
(y los lectores ilustres) que ha tenido en el romanticismo.
En la experiencia de lo sublime matemático aparece la definición verbal de lo sublime. Llamamos
sublime, dice Kant al comienzo del § 25, a lo absolutamente grande. El juicio sobre lo sublime matemático -
dice también en el mismo parágrafo- es el juicio estético de la magnitud. Es un juicio estético, y no lógico,
porque lo que está a su base es una medida meramente subjetiva. El juicio, en este caso, no depende del
tamaño empírico del objeto, sino de la dificultad del sujeto para representárselo en el modo de la intuición
(Anschauung: el término que se traduce por “intuición” en la Crítica de la razón pura). De ahí que se una al
esfuerzo de su representación una especie de respeto. Por lo grande se siente respeto –aclara Kant-; por lo
pequeño, desprecio. Si a una representación se la considera superlativamente grande, grande sin
comparación, el respeto, podríamos decir, es máximo: casi cercano al temor. O al terror. Por eso se ha de
buscar lo sublime no en las cosas de la naturaleza sino solamente en nuestras ideas.
Es decir, no hay nada lo suficientemente grande en la naturaleza como para que sea causante del
juicio sobre lo sublime, porque justamente este juicio no radica en encontrar algo absolutamente grande -sólo
podría serlo la naturaleza, dice Kant, entendida como un todo-, sino algo por lo cual el sujeto se dispone a
que la matematicidad de su tamaño no sea lógica sino estética. Es decir, mis facultades se disponen a una
apreciación estética en lugar de a una apreciación matemática del tamaño absolutamente grande.
La experiencia de lo sublime, entonces, despierta en el sujeto el sentimiento de una facultad
suprasensible. Lo que experimenta ese sujeto, cuando juzga “esto es sublime”, es la infinitud como idea de la
razón, y no la infinitud de la naturaleza. Le atribuye a la naturaleza lo que en realidad pertenece al libre juego
de sus facultades -igual que en el juicio sobre lo bello-. La infinitud es una idea que el sujeto experimenta
sentimentalmente como lo absolutamente grande; y lo experimenta así cuando la imaginación, en su
capacidad de ensanchamiento, encuentra su límite y fracasa en darle una intuición al sujeto. La idea de
infinitud se impone por sobre la intuición (que resulta imposible).
Cada vez que uso la palabra intuición –recuerden- me estoy refiriendo a la palabra que usa Kant
también en la Crítica de la razón pura, esto es, Anschauung. Es la palabra que está en la frase más célebre de
la Crítica de la razón pura: las intuiciones sin conceptos son ciegas, los conceptos sin intuiciones son vacíos.
En lo sublime prima la paradoja. El sujeto quiere abarcar en una sola representación, como totalidad
captada en el instante, la infinitud que la imaginación sólo puede contribuir a representar como sucesión de
instantes. Cuando me refiero a una primacía de la paradoja en lo sublime me estoy refiriendo, concretamente,
a que la apreciación estética de magnitudes (que tiene un máximo) es radicalmente diferente de la
apreciación matemática de magnitudes (que no tiene un máximo). De ahí es que proviene la paradoja. Se los
leo con palabras de Kant, que siempre es mucho más claro que cualquier exposición que se haga de él para
explicarlo –la cita pertenece al § 26, segundo párrafo-:

[…] para la apreciación matemática de las magnitudes no hay ningún máximo (pues la fuerza de los números
va al infinito); pero para la apreciación estética de las magnitudes hay, en cambio, un máximo, y de éste digo
que cuando es juzgado como una medida absoluta por encima de la cual no es posible ninguna medida
subjetiva mayor, entonces lleva consigo la idea de lo sublime y determina aquella emoción que ninguna
apreciación matemática de las magnitudes por medio de números puede producir.

La imaginación es dúctil para darle al sujeto una apreciación matemática de las magnitudes. Es decir,
el conjunto de los números naturales es infinito; cualquier sujeto puede perfectamente entender esa infinitud
como infinitud matemática, como infinitud de la sucesión. La sucesión es abierta y no se puede determinar
cuál es el último número de, por ejemplo, los números naturales. El máximo no existe. La serie de los
números naturales es intrínsecamente abierta (por poner un ejemplo paradigmático de una apreciación
matemática en el modo de la sucesión).
Ahora bien, de lo que se trata en la apreciación estética de las magnitudes es de tener en el modo de
una intuición esa infinitud que, precisamente, es irrepresentable. Por eso se produce un estado sentimental en
el sujeto en lugar de un estado cognitivo: hay un sentimiento de la infinitud en lugar de un conocimiento de
la infinitud. Porque, en realidad, la intuición no se corresponde con la idea, y en ese desacuerdo radica,
precisamente, el placer negativo. En la experiencia de lo sublime el sujeto tiene un sentimiento de estar ante
la infinitud (aunque no pueda es tener una intuición adecuada de la infinitud). Y este estado de desacuerdo en
el libre juego entre las facultades (producto de que la imaginación no logra alcanzar una representación
adecuada de la infinitud frente a la que el sujeto siente estar) es el que determina el juicio “esto es sublime”,
como reemplazo de “esto es bello”. La exaltación en la experiencia de lo sublime es mayor que en la
experiencia de lo bello, porque el desacuerdo entre la imaginación y la razón es máximo. Sin embargo, por
eso mismo, se tiene el sentimiento de que eso que está delante de los ojos es una intuición inadecuada de
aquello que la razón impone en el modo de la idea: lo infinito.
El ejemplo más famoso de Kant –que aparece ya en el opúsculo precrítico y burkeano Sobre el
sentimiento de lo sublime y de lo bello- es el de la noche estrellada. La dificultad de tener una representación
de la noche estrellada en el modo de la intuición es lo que genera en el sujeto el sentimiento de que está
frente a la infinitud. Pero no se trata de un conocimiento -de tener, efectivamente, una intuición de la
infinitud de la noche estrellada- sino de un sentimiento de que la intuición que se tiene, por hacerle injusticia
a la idea (por ser inadecuada con ella), le hace justicia a la idea. Ésa sería la paradoja de lo sublime: si la
imaginación no fracasara en hacer la experiencia verdaderamente sensible (aportando la intuición adecuada),
la experiencia no sería sentimentalmente tan intensa. Es por la inadecuación de la intuición con la idea, que la
experiencia resulta tan intensa, y pareciera la intuición corresponderse con ella por su inadecuación, no por
su adecuación. Es un fenómeno complejo el del placer negativo. Pero se entiende mejor cuando Kant lo sigue
desarrollando en su exposición trascendental (antipsicológica).
Decíamos que en la apreciación matemática no hay máximo: la serie –por ejemplo, la de los números
naturales- es abierta. En la apreciación estética, en cambio, el espíritu (lo que la traducción de García
Morente pone como espíritu: Gemüt, es decir, el conjunto de las facultades del sujeto: la imaginación y la
razón, en este caso) va intentar aprehender la infinitud en una sola intuición, es decir, como totalidad. La
paradoja de lo sublime –ahora se hace más claro- es la de la infinitud que aspira a ser percibida (pero sólo
puede ser sentida) en el modo de la totalidad.
Cada vez que García Morente traduce “espíritu” no es la palabra Geist sino Gemüt. Hay cuatro
traducciones de la Crítica del Juicio, y en las otras tres no está traducido así; esta opción de traducir Gemüt
por “espíritu” no le hace demasiada justicia al término, aunque es muy difícil de traducir. En el alemán
cotidiano, Gemüt quiere decir “ánimo”. Y tampoco se debiera traducir así, porque no es así como lo usa Kant;
si se quisiera expresar en castellano lo que quiere decir Kant con Gemüt, habría que decir: “conjunto de las
facultades del sujeto”. Por ejemplo, si está hablando de lo sublime y dice Gemüt se refiere a la imaginación y
la razón; si está hablando de lo bello, es la imaginación y el entendimiento. Se trata del conjunto completo de
las facultades del sujeto, del cual dos –en cada caso- son las que establecen entre sí el libre juego. Al final de
la Introducción de la Crítica del Juicio ustedes pueden encontrar una Tabla de las facultades superiores del
alma. Podríamos decir que el Gemüt, el “espíritu”, sería el juego completo de todas las facultades de un
sujeto. Lo aclaro para que no piensen, cuando leen “espíritu”, en Geist: Kant está pensando en algo más
específico dentro de los términos de la filosofía trascendental. García Morente está usando, en realidad la
palabra “espíritu” como la usaría un español de su época: espíritu como sinónimo del psiquismo
trascendental del sujeto. No está mal como traducción metafórica, si se tiene en cuenta lo que “espíritu”
significaba en las primeras décadas del siglo XX, cuando dominaba el espiritualismo –como antipositivismo-
en las universidades hispanoparlantes. Pero conviene cuidar la palabra “espíritu” y usarla sólo como
traducción de Geist, sobre todo por su historia posterior en el idealismo.
Sigue Kant en el siguiente párrafo:

Para recibir intuitivamente en la imaginación un quantum, a fin de usarlo como medida o como unidad para la
apreciación de magnitudes por medio de números, se requieren dos actividades de aquella facultad -es decir,
de la imaginación-: aprehensión y comprensión.

Para que pueda la imaginación hacer una apreciación de magnitudes requiere de una doble actividad,
y para designar a cada una Kant pone, como siempre que quiere ser claro, el término en latín:

Aprehensión (apprehensio) Auffassung


Comprensión (comprehensio aesthetica) Zusammenfassung

Hago estas aclaraciones terminológicas porque, por ejemplo, podría pensarse que se trata del
“comprender” heideggeriano, pero en ese caso la palabra es Verstehen. Vean que, de nuevo, aparece
zusammen, es decir, la idea de “conjunto”. Y la palabra Fassung tiene que ver con la captación de algo de una
sola vez. Así, la palabra que Kant usa para “comprensión” conlleva las ideas de “captar simultáneamente el
conjunto”, es decir, tener una visión holística de algo, mientras que la aprehensión no tiene ese matiz de
totalidad. Están muy bien traducidas, porque García Morente, en este caso, usa las palabras castellanas más
parecidas que hay al latín.
Ahora bien, con la aprehensión, la imaginación puede ir al infinito; con la comprensión, tiene un
límite. La aprehensión es lo que le permite a la imaginación experimentar la sucesión, mientras que la
comprensión, en su sinoptismo, es lo que le permite buscar y encontrar un límite. Esta es la paradoja de lo
sublime, que se experimenta como placer negativo, como suspensión de las facultades vitales. La pregunta
por esta paradoja sería: ¿cuándo es el ahora de lo sublime?; ¿cuándo sucede lo sublime?, ya que
precisamente ese instante en el cual se da la paradoja de que puedan combinarse una aprehensión y una
comprensión es -digámoslo así- un instante imposible, o mejor aún, el instante de una imposibilidad. El
instante sucede; pero es más instantáneo todavía que el de lo bello. De hecho, Kant da a entender que lo
sublime es más difícil que lo bello.
Para explicar esto, Kant cuenta algo que ha leído en Savary, otro viajero que ha escrito libros de
viajes, quien recomienda no acercarse mucho a las pirámides de Egipto, ni tampoco alejarse mucho, para
experimentar toda la emoción de su magnitud. Y sigue diciendo Kant: lo mismo debe suceder la primera vez
que se entra a la iglesia de San Pedro, en Roma: un estupor, una especie de perplejidad, producto de no poder
abarcarla con la mirada. Podríamos agregar nosotros: ¿por dónde se empieza a mirar, cuando se está en la
iglesia de San Pedro o frente a las pirámides? ¿Cómo mirar todo a la vez? ¿Cómo mirar? No importa si es un
paisaje extremo o un edificio inmenso: de lo que se trata, en relación a lo sublime, es del problema de la
mirada. Por eso quizás alguien puede entender lo que les sucede a las facultades durante la experiencia de
entrar a la iglesia de San Pedro o estar frente a las pirámides, sin necesidad de haber pasado por la prueba
empírica: ése es el caso del propio Kant, que jamás en su vida salió siquiera de su ciudad natal, Königsberg.
En la experiencia de estar frente a las pirámides, dice Kant, se puede apreciar cuál es el problema de
lo sublime: al acercarse a una de ellas se aprehenden las piedras unas sobre otras, de la base a la punta. Pero
esa representación no tiene por efecto un juicio estético, porque nunca esa aprehensión –piedra por piedra,
hasta llegar a la más alta- da una comprensión completa de la pirámide. El sujeto se aleja, entonces, buscando
la comprensión de las pirámides como un todo; pero al alejarse, lo que ve es el contorno, el perímetro, los
límites del objeto pirámide. Así, o se impone el concepto y hay un juicio determinante, de conocimiento
(“esto es una pirámide”) o se impone la forma, y hay un juicio estético sobre lo bello, y no sobre lo sublime.
Por lo tanto, tampoco el alejamiento respecto de las pirámides, como un conjunto, da la comprensión a la que
se aspira. La imaginación no tiene trabas para la apreciación lógica de magnitudes –esto es, para apreciar
magnitudes en la sucesión, en la serie abierta, para entender que la serie de los números naturales es infinita-,
pero sí para la apreciación estética. Es como si hubiera algo oximorónico en la apreciación estética de la
magnitud per se. En la experiencia del límite de la imaginación para aprehender lo infinito radica el placer
negativo de lo sublime. Es decir, este dolor, que está acompañando como su sombra al placer, es en realidad
un dolor que proviene de que no hay posibilidad de aprehender lo infinito –que sólo es aprehensible en el
modo de la sucesión- en el modo de la comprensión. No hay posibilidad de comprender en el modo de la
simultaneidad lo que es en el modo de la sucesión. Lo que se puede comprender como infinitud tiene una
dificultad para ser percibido como una totalidad: de ahí que a la infinitud se la sienta como totalidad –en
lugar percibírsela- en un instante extático. Y esta dificultad es, precisamente, lo que genera el placer: el ahora
de lo sublime. El instante en que se siente estar en presencia de algo que per se no se podría percibir en el
modo de la totalidad. Se trata del instante en el cual, moviéndome hacia adelante y hacia atrás en busca del
punto justo para percibir las pirámides, pronuncio "esto es sublime", precisamente, por la dificultad para
percibirlas. Si me acerco mucho, veo la sucesión de los ladrillos, sin poder llegar con la vista al último, y es
quizás en ese instante en que experimento "esto es sublime", porque no puedo abarcar la pirámide hasta la
cúspide. Pero quizás lo único que percibo son los ladrillos, y no la pirámide. Y ante esta dificultad
perceptiva, me alejo cada vez y, al alejarme, hay un instante en el que experimento la “grandeza sin tamaño”
que me lleva a decir “esto es sublime”. Lo mismo que puede hacer fracasar la experiencia permanentemente,
puede hacer que se produzca, en uno de sus instantes, el juicio "esto es sublime". Pero no porque haya algo
del orden del tamaño que haga al objeto en sí sublime. De hecho, las pirámides se pueden medir -y ya están
medidas-. No hay nada del orden de lo no matemático en las pirámides, del orden de lo inexplicable en el
objeto. Es un objeto perfectamente estudiado desde el punto de vista arquitectónico. No hay ningún misterio
en las pirámides -en todo caso, las atribuciones de misterio son del orden de lo religioso o pseudorreligioso,
pero no del orden de lo cognitivo-.
De lo que se trata en lo sublime matemático es de una experiencia de la imposibilidad de percibir la
infinitud que lleva a descubrir la infinitud –como idea- en las facultades del propio sujeto. Esto es así porque
esta infinitud no le pertenece a ciertos objetos (si son objetos, por inmensos que sean, son finitos), sin al
sujeto y él la descubre por la dificultad para encontrar la distancia perceptiva justa frente a ellos.
Lo que el sujeto experimenta, en realidad, por el fracaso de la imaginación, es la presencia en él de
una facultad de lo suprasensible. Para poder abarcar lo infinito como un todo, el sujeto necesita de una
facultad, la razón, de cuya existencia se percata en el modo del sentimiento, no del autoconocimiento, a partir
del fracaso de la imaginación, es decir, por la incapacidad de la imaginación de llegar al máximo en la
apreciación estética de magnitudes (como sí llega al máximo en la apreciación matemática de magnitudes, en
el modo de la serie abierta).
Al experimentar el límite de la imaginación, y la presencia en el sujeto de una facultad de lo
suprasensible que sale en auxilio de la imaginación para la comprensión, aparece el placer. Un placer
negativo, que no es el mismo que provoca el libre juego armónico entre la imaginación y el entendimiento en
el juicio sobre lo bello, sino un placer más intenso, provocado por la inadecuación entre la imaginación y la
razón. Dentro todavía del § 26, dice Kant [párrafo 10]:

Tiene, pues, que ser en la apreciación estética de las magnitudes en donde el esfuerzo para la comprensión
supere a la facultad de la imaginación, en donde se sienta la aprehensión progresiva, para concebir en un todo
de la intuición y se perciba al mismo tiempo, además, la inadecuación de esa facultad sin límites en el
progresar, para aprehender una medida fundamental que sirva, con el menor empleo del entendimiento, a la
apreciación de magnitudes.
Lo que hace fracasar a la imaginación en su tarea de apreciación de magnitudes, cuando la
apreciación es estética y no matemática, es el hecho de que su proceder es en el modo progresivo, en el modo
de la sucesión. La imaginación va hacia el infinito de uno en uno, y así es como experimenta su no límite –en
la apreciación matemática de magnitudes- y su límite –en la apreciación estética de magnitudes-. Y es ese
fracaso, precisamente, lo que hace que salga en su auxilio la razón: es en ese instante en el cual se pronuncia
"esto es sublime", en el instante en el que se impone la idea por sobre la serie. En algún momento, el
ensanchamiento progresivo de la imaginación toca un límite, ya no puede dar cuenta de la infinitud, y prima
la idea por sobre el esfuerzo imaginativo. Cuando hablamos de ensanchamiento de la imaginación nos
referimos a la progresión: no es que la imaginación sea un músculo que se estira. Pero uno podría entender la
progresión como un esfuerzo, porque efectivamente no se puede contar hasta infinito. Ahora bien, que frente
a algo ese esfuerzo se revele como absurdo o imposible, como sisífico, es lo que genera el juicio "esto es
sublime", porque se ha impuesto la razón a la imaginación, y lo que experimenta el sujeto es un sentimiento
de que esa facultad para lo suprasensible está en él, y no fuera de él.
Lo sublime es una celebración de la facultad de lo suprasensible en el sujeto, más que una celebración
de la naturaleza en lo que tendría de insondable, de infinita, de inabarcable. Kant piensa –como ilustrado pero
sobre todo como filósofo moderno- que la ciencia puede llegar a conocer, en algún momento, la totalidad del
universo. Pero la apreciación estética de magnitudes no tiene una correspondencia con la apreciación
matemática de magnitudes. Aun quien supiera, por sus conocimientos de ciencia, de la finitud del universo,
podría experimentar, en una noche estrellada, su infinitud de una manera estética. No se trata de que la
experiencia de lo sublime lleve a algún tipo de conocimiento sobre el universo o de autoconocimiento, de
parte del sujeto, en relación a sus facultades. Sólo hay placer negativo en el libre juego de la razón con la
imaginación; juego libre en el cual el esfuerzo de la imaginación demanda el auxilio de la razón: pero el
resultado es un sentimiento, no un conocimiento, que lleva al juicio “esto es sublime”. Prima el sentimiento
de que hay en el sujeto una facultad de lo suprasensible, de la misma manera que en lo bello prima el
sentimiento de que hay una armonía entre las facultades de conocimiento (no es que se pueda conocer esa
armonía, como si hubiera un autoconocimiento del sujeto, sino que hay un sentimiento de que ese juego es
armónico).

Se debe juzgar como sublime, entonces, no tanto la naturaleza sino más bien la disposición del espíritu
(Gemüt) para apreciarla. [Nuevamente, cuando Kant dice Gemüt, se refiere al conjunto de las
facultades del sujeto involucradas en este juicio].

Lo que siente el sujeto, el sentimiento de lo sublime, es que todo el poder de la imaginación es, no obstante,
inadecuado a sus ideas. De ahí el respeto que le despierta aquello a lo que considera la causa de ese estado
subjetivo. Generalmente, aquello que le despierta al sujeto ese tipo de respeto –un respeto por lo grande,
agigantado, en este caso, por el tamaño superlativo- es la naturaleza; por eso un sentimiento como el de lo
sublime no se lo puede atribuir a un objeto particular de la naturaleza. Si lo hiciera, estaría juzgando lo bello
natural, utilizando mal las palabras: diría "esto es sublime" respecto de un árbol, por ejemplo, y en realidad
está queriendo decir “esto es bello”. Debe haber, insisto, una pérdida de los límites del objeto en lo sublime,
que hace que, aunque se tratara de un objeto particular –las pirámides- la dificultad perceptiva las pondría en
el lugar de un no objeto: de algo que se vuelve imposible de abarcar para el sujeto; en este sentido es que se
presenta el objeto como un no objeto: como carente de límites.
Lo que siente el sujeto, entonces, en la experiencia de lo sublime es que todo el poder de la
imaginación es, no obstante, inadecuado para sus ideas. La imaginación tiene un poder inmenso, pero aun así
es inadecuada a las ideas de la razón. Como si la razón tuviera ideas mucho más ambiciosas en su infinitud
que lo que la imaginación pueda esforzarse en proveerle. No hay ensanchamiento posible, en el modo de la
apprehensio, de la progresión numérica, de parte de la imaginación, que satisficiera a una idea como la de
infinitud entendida en sentido estético (la infinitud sentida como totalidad). Siempre esta idea va a ser más
poderosa que todo el poder que tenga la imaginación de expandirse en términos de progresión al infinito.
Es un placer comprobar que toda medida de la sensibilidad es inadecuada a las ideas de la razón. El
placer negativo, cada vez más, se dirige al descubrimiento, en el modo del sentimiento, de la presencia de la
facultad de lo suprasensible en el sujeto. Este placer es más intenso, por eso, que el de lo bello: porque el
movimiento de las facultades en la contemplación tiene que ser comparado con una conmoción para poder
ser entendido, y no con un reposo, como se podía comprender la contemplación propia de lo bello
comparándola con la propia de lo sublime. Es, dice Kant, un movimiento alternado, rápido, de atracción y
repulsión hacia un mismo objeto. Esto es lo que hace tan intenso el sentimiento de lo sublime. Lo que es
atractivo para la razón es al mismo tiempo repulsivo para la sensibilidad. Cuando la imaginación no logra
satisfacer al sujeto con una representación adecuada de lo infinito es que se produce en él ese placer.
Cada facultad hace lo propio de acuerdo a su ley; pero lo que hace cada una es lo opuesto de lo que
hace la otra. La razón es capaz de pensar lo infinito; la imaginación es incapaz de aprehenderlo como
totalidad, y como sucesión, llega un punto en que fracasa. Por lo tanto, lo que puede la imaginación en el
modo de la sucesión no lo puede en el modo de la simultaneidad. Esta es la paradoja de lo sublime, en
relación a la imaginación: es una sucesión abierta al infinito, captada en el modo de la totalidad. Los sentidos
no hacen otra cosa que aterrarse frente al trabajo intelectual. No hay nada más intelectual que lo sublime.
Pero la experiencia de esa intelectualidad de las ideas es una experiencia sentimental, en lugar de
cognoscitiva. Podemos decir: es altamente sentimental la intelectualidad máxima de nuestras ideas. Es como
si se hiciera sensible algo que no puede ser sensible: la “facultad” de lo suprasensible. La noche estrellada no
es nada en comparación con la idea de infinitud; pero el sentimiento de infinitud que tengo frente a la noche
estrellada es tal que le dedico a la noche estrellada mi juicio. De la misma manera, en lo bello le dedicaba al
objeto mi juicio y decía “esto es bello”, y no “mis facultades juegan libremente en este instante”. En lo
sublime digo “esto es sublime” mirando la bóveda celeste, en lugar de decir “mis ideas son mucho más
infinitas que la capacidad de mi imaginación de darme una experiencia sensible de ellas”. Así como no
decimos, ante la flor, “esto es el aparato reproductivo de la planta” sino “qué bello”, tampoco decimos “esto
es una noche estrellada” sino “esto es sublime”, y en este juicio se cifra una intensidad mayor que cuando se
dice “esto es bello”. Hay tanto trabajo intelectual en lo sublime como en lo bello (aunque las facultades
intervinientes no son las mismas). Sin embargo, el estado sentimental del sujeto es más intenso en donde hay
más actividad intelectual discordante que en donde hay más actividad intelectual concordante. El desajuste de
las facultades es lo que hace que la experiencia sea tan sentimentalmente más intensa que la de lo bello.
De este modo Kant parece haber encontrado la explicación, invirtiendo el problema, de por qué en
Burke lo sublime es tan intenso que parece sugerir la idea de la muerte, y lo bello es tan parecido al placer
propio de la reproducción sexual, el orgasmo (un placer de las pasiones de la sociedad y no de la
autoconservación). Comenzando por lo menos intenso, lo bello, puede entenderse por qué lo sublime es más
intenso: porque el libre juego de las facultades en la contemplación es desarmonioso y, entonces, puede ser
comparado con una conmoción. Pero esa conmoción es provocada por el estado de discordancia entre la
razón y la imaginación. Cada facultad hace su trabajo, sin que ese trabajo, en el caso de lo sublime,
concuerde; pero es esta desarmonía la que hace, precisamente, a esa experiencia tan intensa. Kant dice: si
entre el entendimiento y la imaginación, en lo bello, había unanimidad, entre la razón y la imaginación, en lo
sublime, hay oposición: de ahí la mayor intensidad.
Lo sublime matemático, entonces, consiste en una experiencia subjetiva de la incapacidad de la
imaginación de aprehender lo infinito en el modo de la totalidad, es decir, de aprehender lo sucesivo como
simultáneo.
En la Analítica de lo sublime dinámico, Kant teoriza de qué manera, bajo ciertas circunstancias, el
sujeto tiene la experiencia de lo sublime ya no como una infinitud que le atribuye a la naturaleza sino como
un todo-poder u omnipotencia que también se lo atribuye a ella. Aquí, Kant introduce, desde el punto de vista
filosófico-trascendental, una categoría limítrofe para entender lo sublime como un fenómeno estético, y no
como un fenómeno psicológico: nunca debería confundirse la experiencia de lo sublime con el terror (y esta
distinción es más necesaria en el caso de lo sublime dinámico que en el caso de lo sublime matemático). Lo
que en la Analítica de lo bello equivale al terror, como categoría limítrofe de lo bello, es el agrado. Lo
terrorífico es a lo sublime lo que lo agradable es a lo bello, podríamos decir. Esto es: si tuviera la sensación
de que mi vida está efectivamente en riesgo, la mía no sería una experiencia de lo sublime dinámico sino,
más bien, terrorífica. Si en el agrado quiero poseer el objeto; en el terror, quiero huir de él. El objeto que me
aterroriza me produciría una aversión tal (y, con ella, una parálisis tal) que no habría experiencia de lo
sublime. Estaría frente a la naturaleza en condición de víctima –como puede estarlo, de hecho, la víctima de
un terremoto o de un tsunami: sería una víctima muriendo, o huyendo, o siendo rescatada. Pero, en cualquier
caso, no se trataría de un sujeto-contemplador, sino de un sujeto-víctima.
La experiencia del terror, entonces, es, en relación a lo sublime, equivalente a la de lo agradable en
relación a lo bello. Se trata de un para mí total: es mi vida la que tiene que ser salvada, es mi cuerpo el que
está a punto de ser arrastrado por –cito del § 28-

… rocas audazmente colgadas, y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se acumulan en el
cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van
dejando tras de sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río
poderoso, etc. –dice Kant- [que] reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez comparada
con su fuerza.

El hecho de que la naturaleza se me represente como desencadenada, en lo sublime dinámico, implica


que mi subjetividad se me representa como insignificante; como una nada frente a un todo, como algo
carente de poder frente a una fuerza omnipotente. Es decir, la reducción de mí a nada es lo que convierte a
esa otredad, que está frente a mí, en todopoderosa.
Aquí aparece el momento burkeano de Kant:

Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar
seguro; y llamamos gustosos sublimes a esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su
término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros –de nuevo, como con lo sublime matemático- una
facultad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder medirnos con el todo-
poder aparente de la naturaleza.

Estudiante: Mirarlo por televisión.


Profesora: La televisión sería la máquina por excelencia de lo sublime: nunca estamos más a
resguardo de un peligro real que frente al televisor, y por otro lado, está el carácter omnipotente de la cámara,
que ve desde distancias (aéreas) o profundidades (submarinas) para las que el ojo humano está incapacitado o
limitado: un noticiero o un documental que nos podrían ofrecer vistas aéreas, por ejemplo, desde un
helicóptero, de cómo son rescatadas, de una catástrofe natural, las víctimas que no somos nosotros.
Pero la idea de que el estar a seguro es lo que permite la experiencia de lo sublime es el desliz
burkeano de Kant: aclara, por si hemos olvidado a Burke, que nosotros, los que juzgamos, no estamos en
riesgo. Necesita enfatizar el tercer momento del juicio estético: el del carácter contemplativo y puro. Nuestra
experiencia –sea en lo bello o en lo sublime- es contemplativa. Como ven, se repiten los momentos del juicio
estético. Pero frente a lo sublime dinámico la repetición del tercer momento –a modo de aclaración- no es
solamente un recurso didáctico: la experiencia de lo sublime es una experiencia más intensa que la de lo
bello, por eso puede parecer, por la conmoción, que deja de ser contemplativa, pero sigue siendo
contemplativa. No es una experiencia como la de correr un riesgo mortal. Es decir, quizás lo estamos
corriendo, pero mientras decimos "esto es sublime" nos sentimos a salvo (aunque después comprobemos que
no lo estábamos).
Esta salvedad burkeana, que introduce el texto en la parte de lo sublime dinámico, es importante
porque tiene que quedar claro que lo que sucede en lo sublime dinámico no es, como en lo sublime
matemático, la experiencia de lo absolutamente grande, sino la de la omnipotencia de esa otredad respecto de
mí, frente a la cual descubro mi propia fuerza (la fuerza de mis facultades) para resistirla: la experiencia de lo
sublime dinámico es la experiencia de la fuerza de resistencia de mis facultades. Porque soy capaz de estar
frente al todo-poder de esa fuerza, porque soy capaz de contemplarlo, siento mi propio poder (es decir, el
poder de mis facultades) como resistencia. En cualquier caso, lo que me hace sentir impotente no es que esté
corriendo efectivamente riesgos sino -como dice Kant en un largo párrafo, un poco más adelante- el hecho de
que lo que contemplo tiene el poder de hacer desaparecer, de un momento a otro, todo lo que a mí me
importa. Pero, así y todo, no me encuentro, en el instante del juicio, bajo ese poder todo-destructor.

… la naturaleza en nuestro juicio estético no es juzgada como sublime porque provoque temor sino porque
excita en nosotros nuestra fuerza (que no es naturaleza) para que consideremos como pequeño aquello que nos
preocupa (bienes, salud, vida) y así, no consideramos la fuerza de aquella […] un poder ante el cual
tendríamos que inclinarnos si se tratase de nuestros más elevados principios y de su afirmación o abandono.

Lo que hace que no me arrodille ante la naturaleza es lo que demuestra en mí una facultad de
resistencia frente al poder de la naturaleza. Es decir, de la pequeñez, que hace postular a la naturaleza como
omnipotente, se pasa a postular al sujeto como todo-resistente (en lugar de todopoderoso) al todo-poder de la
naturaleza. Yo tengo un poder de resistencia tan grande como el poder de destruirme que tiene la naturaleza.
Se experimenta una facultad de resistencia en el sujeto que sería el contrapeso del todo-poder de la
naturaleza.
Por supuesto, es la misma relación que había entre la infinitud y las facultades. No es que esté
percibiendo el todo-poder de la naturaleza, porque como bien sabe la ciencia, la naturaleza no es
todopoderosa; es perfectamente controlable, perfectamente reductible, a través del cálculo, a materia prima
de la industria humana. Sin embargo, la apreciación estética de su poder es equivalente a la apreciación
estética de su tamaño. No se trata de una apreciación matemática de magnitudes –por parte de la
imaginación-, sino de una apreciación estética. Desde el punto de vista científico, ni la naturaleza es infinita
ni es todopoderosa. Pero eso que se revela en la apreciación estética como todo-poder es en realidad producto
del mismo juego de las facultades que la infinitud. Con esa salvedad es que podemos entender por qué, frente
a ese espectáculo, mi vida, mis bienes y mis intereses mundanos se aniquilan, se vuelven nimios, pueriles.
Ese espectáculo del poder de la naturaleza es en realidad el de la resistencia de mis facultades a ella.

Estudiante: ¿Esa idea de todo-poder es una idea de la razón, es suprasensible?


Profesora: Sí, es una idea de la razón. Es cierto que en el siglo XVIII no se conocía todavía todo lo
que la naturaleza puede; pero sí se postulaba –baconianamente- que “el conocimiento es poder”. Aquel
conocimiento ilustrado de lo que la naturaleza puede equivalía a conocer todo lo que el hombre puede hacer
de ella. Entonces, no hay manera de que ese carácter todopoderoso no sea otra cosa que una idea. No es que
la lava del volcán en erupción indica un todo-poder de la naturaleza; es un fenómeno natural tan predecible
como una tormenta. En todo caso, la comunidad que lo padece no ha hecho los cálculos como para
prevenirse de sus efectos. Las catástrofes se pueden entender, en términos científicos, no como omnipotencia
de parte de la naturaleza, sino como imprevisibilidad por parte del hombre (el hombre no ha previsto ese
fenómeno porque no lo ha estudiado lo suficiente y no ha podido todavía anticiparse a su aparición y sus
efectos). De lo contrario, la naturaleza, en su todo-poder, parecería crear huracanes para vengarse del hombre
por todo lo que le ha hecho. Esas visiones armonicistas ecologistas son absolutamente pueriles. La
racionalidad del huracán o del volcán es perfectamente decodificable en términos humanos. Por lo tanto, la
magnitud de un siniestro es matemática, no estética.

Debido a la recepción estética de la Crítica del Juicio (me refiero a que va a ser, tanto en el siglo XIX
como en el XX, una obra leída sobre todo por su primera parte: la Analítica del juicio estético), lo sublime
dinámico, antes que lo sublime matemático, es el paradigma de lo sublime. Kant, de todos modos, le dedica más
espacio, en cuanto a la exposición, a lo sublime matemático que a lo sublime dinámico: de hecho, lo sublime
matemático es lo más difícil de comprender, intuitivamente, para un lector del siglo XX y XXI. De todas
maneras, cuando pensamos las lecturas poskantianas de lo sublime, pareciera ser que siempre es lo sublime
dinámico lo que triunfa por sobre lo sublime matemático como lo más caro a lo estético.
En este sentido, pueden entenderse las lecturas de lo sublime que hacen Deleuze -tanto la de las clases de
Kant y el tiempo (dictadas en 1978) como la de La imagen-movimiento, el primero de sus dos Estudios sobre
cine- y Lyotard, en “Lo sublime y la vanguardia”, una conferencia incluida dentro del libro Lo inhumano.
Charlas sobre el tiempo.
En la clase III de Kant y el tiempo, Deleuze caracteriza lo sublime kantiano como un estallido de la
síntesis de la percepción, como un estallido de toda la estructura perceptiva, y habla de “dos sublimes”: lo
sublime extensivo (que sería lo sublime matemático) y lo sublime intensivo (lo sublime dinámico). En el
capítulo 3 de La imagen movimiento, dedicado al montaje, estos dos conceptos de sublime (sublime extensivo y
sublime intensivo), como reinterpretaciones de los conceptos kantianos de sublime matemático y sublime
dinámico, Deleuze los hace corresponder con el impresionismo cinematográfico francés (el concepto kantiano de
lo sublime matemático) y con el expresionismo alemán (el concepto kantiano de lo sublime dinámico).
Al aplicar al cine las categorías kantianas, la diferencia entre lo sublime extensivo y lo sublime intensivo
se advierte mejor que cuando están referidas a la naturaleza: en lo sublime intensivo la materia aparece de un
modo que causa terror (en el expresionismo cinematográfico, esa fuerza va a estar identificada con el mal). El
tamaño de la naturaleza siempre inspira respeto; su furia, en cambio, causa terror. El tamaño, visto desde la
escala humana, no parece poder conspirar contra los intereses humanos, la fuerza, sí.
Deleuze pregunta cuál puede ser el efecto “sobre mí” de lo sublime. Ese efecto es que no puedo aprehender las
partes. Ya no puedo reproducirlas. Ya no puedo reconocerlas. Lo sublime –dice parafraseando a Kant- es lo in-
forme. Lo dis-forme. No hay en lo sublime comprensión estética: en lugar del ritmo, propio de lo bello, hay
caos.

Lo sublime ocurre cuando la imaginación es puesta en presencia de su propio límite.


[G. Deleuze, Kant y el tiempo, Buenos Aires, Cactus, 2008, p. 89]

La interpretación deleuziana es muy ajustada a lo que Kant dice respecto del ensanchamiento de la
imaginación, del esfuerzo que la imaginación hace por ensancharse, en lo sublime.

Mi imaginación es aplastada por su propio límite, que es al mismo tiempo como su nudo fundador, su abismo.
¿Qué es el abismo de la imaginación? El algo que hace que yo descubra en mí, como una facultad más fuerte
que la imaginación, la facultad de las ideas. [Ídem]

Lo que produce el placer propio de lo sublime es experimentar el límite mismo de la imaginación. La


imaginación es vencida por la facultad de las ideas. El placer negativo que causa el límite de la imaginación
eleva en nosotros la conciencia de poseer una facultad superior a ella, la facultad de lo suprasensible, la facultad
de lo incondicionado, la facultad de las ideas o razón.
En Kant, el límite no es algo de afuera, es algo que trabaja desde adentro (Ibid., p. 90)

Ahora bien, Deleuze relaciona esta presencia con la presencia del mal y el modo en que la Reforma
vuelve a tomar en serio la idea del Diablo. Lo mismo hace en La imagen-movimiento al aplicar al expresionismo
alemán la concepción kantiana de lo sublime dinámico.
En “Lo sublime y la vanguardia”, Lyotard toma como modelo de lo sublime a lo sublime burkiano, no a
lo sublime kantiano. Como si lo que caracterizara a lo sublime -también en Kant- fuera un tipo de experiencia
que tiene la cercanía de la muerte como índice de intensidad, aunque sea sólo por un instante: el de la
“suspensión momentánea de mis facultades”.
Pero la “suspensión momentánea de las facultades” podríamos interpretarla de una manera más próxima
a Kant que a Burke (Lyotard elige leerla con el modelo de Burke). Si la interpretamos más kantianamente que
burkeanamente, podríamos decir que por un instante, el sujeto queda sin poder juzgar. Sus facultades no atinan,
por estar momentáneamente suspendidas, a ningún tipo de juicio (ni de conocimiento ni estético). Y lo que
sobreviene a ese estado, cuando las facultades finalmente operan, es el juicio “Esto es sublime”.
Dice Lyotard en “Lo sublime y la vanguardia”, p. 104 de la traducción castellana (publicada por
Manantial):

Ésta es la forma en que se analiza el sentimiento de lo sublime: un objeto muy grande, muy poderoso, que
amenaza por lo tanto al alma con privarla de todo, sucede, la sacude de “asombro” (en grados menores de
intensidad, está embargada de admiración, veneración, respeto). El alma está petrificada de estupor,
inmovilizada, como si estuviera muerta

Lyotard, fíjense, dice “objeto muy grande”: para Kant, lo sublime no se presenta como objeto, porque
carece de forma. La interpretación lyotardiana de lo sublime, para poder aplicarla al arte contemporáneo, toma
como modelo, principalmente, la teoría de Burke. Lo dice abiertamente en la conferencia. Y elige ese modelo
porque en él, más que en el kantiano, está enfatizada la idea de la muerte. La obra de arte contemporánea, de
acuerdo con el principio de lo sublime que reinterpreta Lyotard, va a tratar de “representar lo irrepresentable”.
De todas maneras, aunque la descripción de lo sublime que hace Lyotard se corresponde más con la
concepción de Burke que con la de Kant, en “Lo sublime y la vanguardia” él sostiene (p. 103) que

… el vanguardismo está en germen en la estética kantiana de lo sublime

Es decir, Kant estaría adelantado al arte de su tiempo. La estética kantiana, con su tercer momento, el de
la abstracción de la forma respecto del contenido en el juicio de gusto, piensa en un tipo de placer estético que no
tiene que ver con qué es lo representado (el concepto), ni con para qué sirve el objeto (cuál es el fin de la
finalidad sin fin), ni con cuán encantador pueda ser (de acuerdo a los estímulos que presenta a los sentidos). Por
supuesto, es lo sublime, más que lo bello kantiano, lo que representa el modelo –según Lyotard- del arte
contemporáneo.
Volviendo al texto de Kant, la cercanía de la muerte sólo se presenta en el caso de lo sublime dinámico,
no en el de lo sublime matemático. Lo que muestra la interpretación de Lyotard –que tanto éxito tuvo como
interpretación de lo sublime kantiano- es que lo sublime dinámico terminó convirtiéndose -en el siglo XIX y en
el siglo XX- en el modelo de lo sublime.
En lo sublime dinámico la cercanía de la muerte es lo que podríamos llamar una cercanía lejana. Es
decir, tengo frente a mí algo que presumo que podría causarme la muerte pero, sin embargo, estoy lo
suficientemente lejos como para que eso no me afecte directamente. De nuevo aparece el problema de la
distancia (como en Hume y en Burke). Estoy en una posición a salvo de la muerte, en una posición que me
permite ver la cercanía de la muerte como una lejanía, como quien ve una tempestad por la ventana. Soy
espectador, en lugar de protagonista, del peligro. De este modo, tengo una visión panorámica de lo que, si fuera
protagonista de esa experiencia, si la estuviera viviendo, podría llevarme a la muerte.
La emoción propia de lo sublime no responde a un juego (como la emoción propia de lo bello) sino a lo
que Kant llama seriedad. Cuando Kant introduce la palabra seriedad, para contraponer la emoción de lo sublime
con la de lo bello, hace entender a lo bello, retroactivamente, como mucho más lúdico y ligero de lo que en
principio parecía. Como si la seriedad de lo sublime hiciera de la experiencia de lo bello una experiencia mucho
más liviana que la de lo sublime, en la medida en que tiene como límite un concepto que permanece
indeterminado pero que es fácilmente determinable en un momento ulterior. En cambio, en lo sublime tiene
lugar un desbordamiento de las facultades, en la medida en que lo que tengo delante, aun cuando la imaginación
se esforzara en enlazar su representación con algún concepto que está latente, no lo encontraría. No hay concepto
indeterminado -y posteriormente determinable- que sirva de límite a lo sublime. El lugar del concepto, esta vez,
lo ocupa la idea. Con lo único que la imaginación puede relacionar la representación de ese objeto sin forma (o
no-objeto) es con una idea y no con un concepto.

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