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30 Copias
Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 7 – Miérc. 20 de Septiembre de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad II: Estética y crítica cultural en la Teoría crítica. 2. Estética y crítica cultural en
Adorno. 1. La relación entre metafísica y cultura. La cultura después de Auschwitz. La
estética como disciplina burguesa. La estética adorniana como estética no burguesa. El arte
verdadero y la vida falsa.

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En la clase pasada abordamos la relación entre estética y crítica cultural en el materialismo


benjaminiano. En esta clase y en la próxima, abordaremos esta misma relación en el materialismo de Adorno.
La propuesta de la Unidad II, en este sentido, es pensar la relación entre estética y crítica cultural, en el
materialismo frankfurtiano, como una relectura de otra relación: la relación entre metafísica y cultura, tal
como la pone en problema el capitalismo avanzado.

En Benjamin, como vimos en la clase anterior, esa relación es, traducida a los términos de su
materialismo, la relación entre arte y sociedad de masas, entre reproductibilidad técnica y masividad.

Dado que la obra de arte reproductible técnicamente no tiene ritual de origen, el fundamento de su
existencia está en la praxis política, no en la praxis artística. Al no tener la obra de arte reproductible
técnicamente un fundamento ontológico, su fundamento es político: la masividad. Una obra que es
intrínsecamente reproductible porque su técnica de producción es una técnica de reproducción. E incluso
podemos decirlo al revés: la técnica de reproducción es la técnica de producción. Por eso la obra
técnicamente reproductible es, intrínsecamente, masivizable. El arte reproductible técnicamente, el arte
estructuralmente sin aura, es el arte por antonomasia de la sociedad de masas, en la medida en que puede
satisfacer a un número exponencial de personas al mismo tiempo. El arte no técnicamente reproductible, el
arte aurático, serían la artes con fundamento no político, con un fundamento metafísico, simplemente porque
aparecen obras que estructuralmente carecen de ese fundamento. El fundamento, entonces, es algo que las
artes sin aura permiten suponer, retroactivamente, en las artes plásticas (el ritual de origen, el aquí y ahora

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originario).

En el caso de Adorno, empezaremos a ver hoy, la relación entre metafísica y cultura está planteada a
través de otra oposición de términos: en lugar de la oposición artes sin aura / artes con aura, la oposición es:
arte post-Auschwitz / arte / pre-Auschwitz. Lo que marca el quiebre es el campo de concentración. Y el
campo de concentración lleva a la pregunta por la metafísica que lo hace posible: la metafísica de la
identidad, la metafísica que permite que el sujeto identifique, coercitivamente, la cosa con su concepto y, de
ese modo, imponga su primacía sobre la naturaleza y sobre otros seres humanos. La primacía del sujeto sobre
el objeto consiste en una doble coerción: para ejercer su dominio sobre la naturaleza exterior a él, el sujeto
domina la naturaleza interior a él (sus pulsiones, instintos y deseos). La coerción el sujeto la ejerce hacia
afuera y hacia adentro –digamos- de su yo.

Para Adorno, en la única esfera donde no existió la coerción del concepto, una vez que el arte logró su
autonomía, es en la esfera artística. A partir de la época burguesa, que es aquella en la que el arte se vuelve
un hecho social, en la esfera artística hay tanta libertad como coerción hay en la sociedad. Es en la esfera del
arte, en una sociedad dividida en esferas, como es la sociedad burguesa, donde aparecen los indicios de un
sujeto emancipado. Pero este sujeto emancipado no es ni el artista ni el esteta, es decir, ni el productor ni el
receptor de la obra de arte, sino un sujeto inexistente, que aparece en el lenguaje negativo de la modernidad
artística -podríamos decir, de Baudelaire a Proust y de Kafka a Beckett-. Establezco esta doble serie en el
sentido de que ya en el lenguaje de la modernidad baudelaireana hay indicios de negatividad. No obstante,
hay más negatividad en el lenguaje kafkiano que en el proustiano, y más negatividad en el lenguaje
beckettiano que en el lenguaje joyceano, sin que esto sea un juicio de valor sobre las obras. No puede ser tan
negativo el lenguaje baudelaireano como lo es el beckettiano. Estamos pensando dentro de una dialéctica de
la negatividad: la capacidad que tienen las obras de arte de cerrarse a la sociedad es histórica. Por lo tanto,
una obra como Los días felices, de 1961, es más hermética desde el punto de vista de la comunicación –
siempre según Adorno- que una obra de principios del siglo XX, o una de mediados del siglo XIX.

No se trata de pensar la estética en términos de progreso, como si la negatividad fuera algo que
aumentara, en la historia de las artes, linealmente. Se trata, más bien, de cómo los materiales artísticos de
cada una de las artes se agotan en sus posibilidades de expresión. Es decir, necesitamos pensar la estética, en
su relación con la crítica cultural, en términos de una dialéctica negativa, abierta, sin reconciliación, sin meta,
no en términos de progreso lineal, de relato, de organicidad, de fin último.

En la modernidad estética avanzada (si pensamos en la literatura, por ejemplo, el arco histórico sería
el que va de Baudelaire, a mediados del siglo XIX, a Beckett, a mediados del siglo XX), los lenguajes
artísticos se negativizan, se cierran a la comunicación. Y se cierran a ella de una manera diferenciada, de
acuerdo a la sociedad en la cual surgen, y no solamente en relación con el talento que tenga un autor para
negativizar el lenguaje (el talento, para Adorno, es una cuestión de la cual no puede dar cuenta una teoría
estética materialista). No es que el lenguaje artístico se negativiza a voluntad del artista. El pensamiento
estético de Adorno es un pensamiento dialéctico, además de materialista. El sujeto que no puede emanciparse
en la sociedad es el que se expresa en el lenguaje negativo, en el lenguaje contrario al lenguaje positivo, que
es el lenguaje de la comunicación. Para explicar en qué consiste el lenguaje negativo en los términos de
Adorno voy a leerles el comienzo de dos textos literarios: En la colonia penitenciaria, de Kafka -un relato de
1919- y Los días felices, de Beckett - un texto dramático de 1961-.

“Es un aparato singular”, dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato que le
era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para
presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la
colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese
pequeño valle profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del
oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro
descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al
condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante
cadenas secundarias. [Kafka, Franz, En la colonia penitenciaria, trad. J. R. Wilcok, Madrid, Alianza, 1995, pp.
5-6]

Noten que se describe con más detalle el sistema de cadenas con que se sujeta al condenado que los
rasgos humanos específicos de los personajes.

De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que al parecer hubieran podido
permitirle correr en libertad por los riscos circundantes para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el
momento de la ejecución.

En la descripción más precisa del condenado, lo que se destaca es lo que tiene de canino en tanto
sumiso, antes que todo lo que tendría de humano en tanto sufriente. Con la misma frialdad se describe la
figura del verdugo.

El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible
indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos arrastrándose de pronto bajo el aparato,
profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por la escalera para examinar las partes
superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las
desempeñaba con gran
celo, tal vez porque admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque, por diversos motivos, no se podía
confiar ese trabajo a otra persona.

Tenemos un tercer no-personaje: el explorador, que presencia con indiferencia el ritual y a sus
protagonistas, tanto el comandante como el condenado.

“Ya está todo listo”, exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado,
respiraba con la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
“Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico”; dijo el explorador, en vez de hacer alguna
pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial. “En efecto”, dijo éste, y se lavó las manos sucias
de aceite y de grasa en un balde que había allí. “Pero para nosotros son símbolos de la patria. No queremos
olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en ese aparato –prosiguió inmediatamente secándose las manos
con una toalla y mostrando al mismo tiempo el aparato-. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el
aparato funciona absolutamente solo”.

Voy a leer sólo hasta aquí. También el aparato -pueden intuir ustedes, aún sin haber leído el relato
completo- es un aparato de muerte extremadamente sofisticado, dado que quien lo va a poner en
funcionamiento no delega su trabajo en un mecánico sino que lo realiza él personalmente. El dispositivo de
muerte no un dispositivo simple, como por ejemplo, una guillotina. Y lo podemos calcular también en
función de lo complejo que es el sistema de sujeción del condenado –el sistema de cadenas y cadenitas-.

Ahora bien, para Adorno, este lenguaje está, de manera negativa, hablando de un sujeto emancipado.
Solamente un lenguaje que expresa que el sufrimiento, en la vida contemporánea, adopta estos caracteres
proto-concentracionarios –los de la colonia penitenciaria, es decir, los caracteres de una vida falsa tal como
esa vida falsa puede ser falsa a esa altura del siglo XX-, puede ser el lenguaje de un sujeto emancipado (el
sujeto que no puede emanciparse en la sociedad).

No está tan desarrollada la negativización del lenguaje en Kafka como en Beckett, aun con todo lo
que el lenguaje kafkiano tiene de siniestro y quizá precisamente por todo lo que tiene de siniestro. En
Beckett, en cambio, aparece banalizado todo lo que en Kafka sería siniestro.

Los personajes de Los días felices son dos: Winnie, a quien Beckett describe en las indicaciones
iniciales de la obra como una mujer de unos cincuenta años -después aclara que está muy bien conservada- y
Willie, un varón de unos sesenta años, de quien no hace aclaración respecto de su “estado de conservación”,
lo cual es importante en cuanto a la indeterminación del personaje masculino. En el comienzo del acto
primero, se describe el escenario en el cual estos dos únicos personajes van a interactuar:
Acto I
Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño montículo. Pendientes suaves caen
hacia ambos lados del escenario y hacia el proscenio. Corte brusco en la parte posterior hasta el nivel del
suelo. Simetría y sencillez máximas.
Luz cegadora […] Enterrada hasta más arriba de la cintura, y en el mismo centro del montículo, Winnie,
mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada, preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos,
corpiño muy escotado, senos abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el
suelo y la cabeza entre los brazos. A su lado, a la izquierda, una gran bolsa de compras negra. A su derecha,
una sombrilla plegable plegada, la punta del mango asomado por la funda. [Beckett, Samuel, Los días felices,
ed. bilingüe y traducción: Antonia Rodríguez Gago, Barcelona, Altaya, 1995, p. 127]

Todo los objetos accesorios –o mejor dicho, los objetos que en la vida cotidiana tienen un valor
accesorio o instrumental- reciben en la obra una descripción más minuciosa que la figura humana de los
personajes principales: es importante que la bolsa sea negra y que la sombrilla esté plegada, mientras que la
mujer puede tener alrededor de cincuenta años, ser preferentemente rubia –es decir que podría no ser rubia-,
regordeta y bien conservada. El equivalente sería indicar cuánto debería pesar la mujer, para que sea tan
importante ese rasgo como que la bolsa de hacer las compras sea negra.

Detrás, a su derecha, durmiendo en el suelo y oculto por el montículo, Willie. Pausa larga. Timbrazo agudo.
Uno diez segundos. Se para. Winnie no se mueve. Pausa. Timbrazo más agudo. Unos cinco segundos. Winnie
se despierta. El timbre se para. Levanta la cabeza, mira fijamente al frente. Pausa larga. Se gira, apoya las
manos abiertas en el suelo, vuelve la cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa larga. [Ídem, p. 131]

Es notoria, en esta cita, la alternancia entre datos muy precisos sobre todo lo que es mecánico (la
sonoridad y duración de los timbrazos) y la indeterminación respecto de, por ejemplo, cómo es, físicamente,
el personaje de Willie.

Winnie – (mirando fijamente al cenit) ¡Otro día divino! (Pausa. Vuelve a girar la cabeza, mira al frente.
Pausa. Enlaza las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Plegaria silenciosa moviendo los labios: diez
segundos. Labios inmóviles. Las manos permanecen enlazadas. Bajo.) …Por Cristo nuestro señor, amén. (Abre
los ojos, desenlaza las manos y las apoya de nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de nuevo las manos sobre el
pecho. Cierra los ojos. Los labios se mueven en una última plegaria silenciosa, unos cinco segundos. Bajo.)…
siglos de los siglos, amén. (Abre los ojos, desenlaza las manos y las vuelve a apoyar en el suelo. Pausa.)
Comienza, Winnie. (Pausa) Comienza tu día, Winnie. [Ídem, p. 131]

[Nos damos cuenta de que Winnie se está hablando a sí misma.]


(Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin cambiarla de sitio, saca un cepillo de dientes,
revuelve de nuevo, saca un tubo gastado de pasta de dientes, se vuelve al frente, desenrosca la tapa del tubo,
deja la tapa en el suelo, saca con dificultad un poco de pasta que pone sobre el cepillo, sujeta el tubo con una
mano y se cepilla los dientes con la otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y hacia atrás para escupir detrás
del montículo. En esa posición, observa a Willie. Escupe, se estira hacia atrás y se inclina. Alto.) [Ídem, p.
131]

Por encima de lo que dice el personaje, tienen prioridad las banalidades de su ritual al momento de
despertarse, por ejemplo, el acto de lavarse los dientes.

¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Más alto.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa mientras se vuelve al frente. Deja el
cepillo en el suelo.) Acabándose. (Busca la tapa.) En fin… (Encuentra la tapa.) No tiene remedio. (Tapa el
tubo.) Una de esas cosas viejas. (Deja el tubo en el suelo.) Otra de esas cosas viejas. (Se vuelve hacia la bolsa.)
No tiene solución. (Revuelve en la bolsa.) Ninguna solución. (Saca un espejo pequeño, se vuelve al frente).
¡Ah, sí! (Inspecciona sus dientes en el espejo.) Pobre, querido Willie. (Examina los dientes superiores pasando
el pulgar sobre ellos. Ininteligible.) ¡Dios mío! (Levanta el labio superior para inspeccionar las encías. Igual.)
¡Dios santo! (Estira la comisura de los labios. Boca abierta. Igual.) ¡En fin! (Estira el otro lado. Igual.) Ni
peor. (Deja la inspección. Normal.) Ni mejor ni peor. (Deja el espejo en el suelo.) Ningún cambio. (Se limpia
los dedos en la hierba.) Ningún dolor. (Busca el cepillo de dientes.) Casi ninguno. (Coge el cepillo de dientes.)
Eso es lo maravilloso. (Examina el mango del cepillo.) No hay nada igual. (Examina el mango y lee.) Pura…
¿qué? (Pausa) ¿Qué? (Deja el cepillo en el suelo) ¡Ah, sí! (Se vuelve hacia la bolsa.) ¡Pobre Willie! (Revuelve
en la bolsa.) Ningún entusiasmo… (Revuelve)...por nada. (Saca unas gafas de su funda.) Ningún interés... (Se
vuelve al frente) …por la vida. (Saca las gafas de la funda.) Pobre, querido Willie. (Deja la funda en el suelo.)
Siempre durmiendo. (Abre las gafas.) ¡Don maravilloso! (Se pone las gafas.) No hay nada igual. (Busca el
cepillo de dientes.) Creo yo…. (Coge el cepillo de dientes.) Siempre lo he dicho. (Examina el mango del
cepillo.) Ojalá yo lo tuviera. (Examina el mango y lee.) Genuina, pura… ¿qué? (Deja el cepillo en el suelo.)
Pronto ciega. (Se quita las gafas.) En fin. (Deja las gafas en el suelo.) He visto bastante. (Busca un pañuelo en
el escote.) Supongo… (Saca el pañuelo doblado.) Hasta ahora… (Sacude el pañuelo.) ¿Cuáles son aquellos
versos maravillosos? (Se limpia un ojo.) ¡Desdichada de mí! (Se limpia el otro.) Ver ahora lo que veo… (Busca
las gafas.) ¡Ah, sí! (Coge las gafas.) No me lo perdería. (Comienza a limpiar las gafas echándoles vaho.) ¿O
sí? (Frota.) Sagrada luz… (Frota.) …que brota de la oscuridad,… (Frota.) …azote de luz infernal. (Deja de
frotar, levanta la cabeza, mira al cielo. Pausa. Baja la cabeza, vuelve a frotar, deja de frotar. Gira a su derecha
y hacia atrás.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa al volverse hacia adelante. Sigue frotando. Deja de
sonreír.) Don maravilloso. (Deja de frotar. Pone las gafas en el suelo.) Ojalá lo tuviera yo. (Dobla el pañuelo.)
¡En fin! (Vuelve a poner el pañuelo en el escote.) No puedo quejarme. (Busca las gafas.) ¡No, no! (Coge las
gafas) No debo quejarme. (Sujeta las gafas y mira a través de una lente.) Tanto que agradecer… (Mira por la
otra lente.) Ningún dolor. (Se pone las gafas.) Casi ninguno. (Busca el cepillo de dientes.) Eso es lo
maravilloso. (Coge el cepillo de dientes.) Nada comparable. (Examina el mango de cepillo.) Ligeros dolores de
cabeza a veces. (Examina el mango. Lee.) Garantizada, genuina, pura…¿qué? (Mira de cerca.) Genuina,
pura… (Saca el pañuelo del escote.) ¡Ah, sí! (Sacude el pañuelo.) Ligera jaqueca de vez en cuando.
(Comienza a limpiar el mango del cepillo.) Viene… (Limpia) Se va… (Limpiando mecánicamente.) ¡Ah, sí!
(Limpiando) Tantas mercedes… (Limpiando) Abundantes mercedes. (Deja de limpiar. Mirada fija, perdida,
angustiada.) Las oraciones quizás no en vano… (Pausa. Igual.) Por la mañana (Pausa. Igual.) Por la noche.
(Baja la cabeza, vuelve a limpiar, deja de limpiar, levanta la cabeza. Calmada. Se limpia los ojos, dobla el
pañuelo, lo mete en el escote de nuevo, examina el mango del cepillo. Lee.) Totalmente garantizada, genuina,
pura… (Mira más cerca.) …genuina, pura… (Se quita las gafas, deja las gafas y el cepillo en el suelo, mira al
frente.) Cosas viejas. (Pausa.) Ojos viejos. (Pausa larga.) Adelante, Winnie. (Mira en torno suyo, ve la
sombrilla, la mira detenidamente, la coge, la saca de la funda. Mango de una largura sorprendente. Sujetando
el mango de la sombrilla con la mano derecha, se gira a la derecha y hacia atrás por encima de Willie.) ¡Chis!
¡Chis! (Pausa.) ¡Willie! ¡Willie! (Pausa.) Don maravilloso. (Le pega con la punta de la sombrilla.) Ojalá lo
tuviera yo. (Le pega de nuevo. La sombrilla se le va de las manos y cae tras el montículo. La pausa invisible
de Willie se la devuelve inmediatamente.) Gracias, cariño. (Pasa la sombrilla a la mano izquierda, se vuelve al
frente y examina la palma derecha.). [Ídem, p. 131-139]

Dejo acá la lectura, porque no hay punto y aparte hasta que se despierte Willie. No puedo leer más
que lo que leí de cada obra por razones de tiempo (ustedes pueden leerlas completas por su cuenta). Pero
quiero que se den una idea de esta diferencia de lenguaje entre Kafka y Beckett y a la vez del parecido que
tienen, en términos de lenguajes negativos. Estamos marcando una distancia entre el texto de Kafka, mucho
más siniestro, y este de Beckett, mucho más banal, más liviano, para mostrar que la negatividad no es mayor
(o más radical) cuando es más sublime, sino cuando es más antisublime. Así como en Baudelaire el lenguaje
prosaico de la ciudad todavía contenía, como resto o elemento menos avanzado, a las figuras románticas de
lo demoníaco –la propuesta de acostarse con el diablo, por la referencia a la almohada de Satán, que aparece
al comienzo de Las flores del mal, o incluso la figura misma del mal, que no está todavía lo suficientemente
banalizada-, del mismo modo sucede en el lenguaje negativo kafkiano: hay algunos elementos que todavía
podemos relacionarlos con el terror gótico. Hay algo todavía siniestro en el lenguaje kafkiano. Pero en la
banalidad del lenguaje beckettiano estamos ante una oscuridad baja, una oscuridad enteramente mundana,
cotidiana, trivial. Tan cotidiana y trivial como despertarse y lavarse los dientes y envidiar al que es capaz, por
un “don maravilloso”, de seguir durmiendo.

Es decir, el lenguaje se negativiza como lenguaje artístico, no en dirección a la figura de “lo sublime”:
la intensidad, la presencia de la muerte o de lo suprasensible (aunque lo suprasensible sea una facultad del
sujeto, como en Kant), sino en la dirección contraria: lo carente de intensidad, lo cotidiano rutinario, lo
monótono, la repetición de rituales sin sentido. El rezo a media voz Winnie lo realiza mientras desarrolla
acciones absolutamente triviales, como parte constitutiva de esas acciones mecanizadas.

Podemos pensar este oscurecimiento del lenguaje beckettiano, que es característico del lenguaje de la
obra de arte moderna, como un oscurecimiento paradójico, un oscurecimiento que se produce por medio de
una luz enceguecedora, de una luz que parece la de los interrogatorios ilegales en una comisaría. Recuerden
la indicación escénica inicial que da el texto de Beckett: tiene que haber en el escenario una luz
enceguecedora. Los colores que predominan en los escenarios beckettianos son el amarillo y el naranja. Esos
colores hacen que la luz del escenario sea más enceguecedora aún y que los reflectores den la idea de que la
luz quema, como si fuera una luz en el medio del desierto, una luz en un paisaje yermo. Winnie está
enterrada hasta la cintura en un montículo de hierba seca, y no, por ejemplo, en una tierra húmeda, que podría
dar idea de fertilidad. Por lo tanto, podemos pensar que esa luz mata todo lo que está debajo de ella:
personas, animales, plantas, todo lo que está vivo.

En el desarrollo del ritual de Winnie, que se repite hasta en los mínimos movimientos –pareciera que
uno estuviera leyendo siempre lo mismo, y esa es la idea: marcar la repetición como repetición, casi sin
variaciones- , ella se pregunta: ¿cómo hace Willie para poder seguir durmiendo? ¿Cómo es que tiene ese
“maravilloso don”? Por un lado, ella envidia al que duerme, porque todavía no ha despertado a su propia
rutina. Pero, otro, reconoce que debería estar agradecida de estar despierta, porque, mientras está despierta,
no siente prácticamente ningún dolor intenso, sino apenas la acostumbrada jaqueca, que no es ni muy intensa
ni tampoco tan leve como para no sentirla. El suyo es un dolor tolerable, compatible con la vida. La jaqueca
quizás es producto del insomnio: no sabemos desde cuándo está despierta. Winnie se dice a sí misma que
debería estar agradecida de no tener un dolor realmente intenso. Es decir, la forma en la cual aparece el dolor
en Los días felices es la de lo tolerable. Es un dolor ni muy intenso ni tampoco inexistente, casi como una
señal de que se está viva, mientras que el ritual parece indicarle, en su repetición sin cambios, que podría
estar muerta o que su vida es la de una zombie.

Ahora bien, sólo puede expresarse así sobre su vida, como se expresa Winnie, quien la vive como una
vida no verdadera. No es que en Winnie se exprese un sujeto inexistente porque ella sería ese sujeto
inexistente. Ella es, podríamos decir, un sujeto medio entre todos los sujetos sufrientes. Una muestra o un
caso. Pero ¿qué es lo que hace la obra de Beckett con un personaje como el de Winnie, para expresar
negativamente, por medio de la no comunicación, a un sujeto inexistente?: que Winnie viva su vida, tal como
se la ve y se la escucha en el escenario, en todo lo que tiene de no vida. No es que el personaje hable, por
contraste con su vida, de cómo sería la vida verdadera, como si fuera un sujeto iluminado o un sujeto que
sueña con otra vida y puede contarla como lo otro de la vida falsa. El lenguaje negativizado por Beckett
habla en términos más exactos de lo que la vida vivida tiene de vida no verdadera, de vida falsa, que el
lenguaje kafkiano, en la comparación que hicimos. La situación kafkiana es todavía sublime (el sufrimiento,
en términos de terror, tiene algo de sublime), la beckettiana, no: es una situación cotidiana, banal, una especie
de “muerte en vida”, a la que los personajes están acostumbrados. En la medida en que la situación kafkiana
del comienzo de En la colonia penitenciaria es desde el comienzo excepcional, parece y es, diríamos hoy,
una situación concentracionaria. Estamos inmersos en un lugar de castigo desde la primera frase. Mientras
que en la situación de partida de Los días felices, justamente, de lo que la obra no va a hablar es del título: los
días felices. Los días felices es lo que en la obra no hay.

Adorno iba a dedicarle Teoría estética a Beckett (no lo hace porque la obra no llega a concluirla y
publicarla en vida: Teoría estética se publica en 1970, a un año de su muerte de Adorno). Beckett, al igual
que Paul Celan, son para Adorno los artistas que negativizan el lenguaje en su sentido no sublime que es,
paradójicamente, el más afín a la experiencia concentracionaria (Celan es un sobreviviente de un campo de
concentración, no así Beckett). Pero se trata de lenguajes, para Adorno, que marcan cuál es el estado del
lenguaje artístico después de Auschwitz: un lenguaje que emula al silencio, un lenguaje hermético. El
lenguaje negativo es, precisamente, un lenguaje no comunicativo. Dice Adorno respecto de Celan y el
hermetismo de su poesía:

El alejamiento de la obra de arte respecto de la realidad empírica se ha convertido en el programa explícito


en la poesía hermética. A la vista de sus obras de calidad (piénsese en Celan), se podría preguntar hasta qué
punto son de hecho herméticas; aislamiento no significa incomprensibilidad, según anotó Szondi. En vez de
esto, habría que suponer una conexión de la poesía hermética con momentos sociales. (…) Los seres humanos
ya sólo son alcanzables artísticamente mediante el shock que le da una patada a lo que la ideología
pseudocientífica llama comunicación; el arte sólo es íntegro donde no participa en la comunicación. (…) Los
poemas de Celan quieren decir el horror extremo sin nombrarlo. Su contenido de verdad se convierte en algo
negativo. Imitan un lenguaje por debajo del lenguaje desamparado de los seres humanos, por debajo de todo
lenguaje orgánico, el de lo muerto de las piedras y las estrellas. Se dejan de lado los últimos rudimentos de lo
orgánico; llega a sí mismo lo que Benjamin decía sobre Baudelaire: que su poesía no tiene aura. [Adorno, T.
W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp. 425-426]

Esta aproximación extrema del lenguaje hermético de la poesía a lo aorgánico se da a partir de un


enmudecimiento del lenguaje, un acercamiento a la máxima negatividad posible: el silencio, el silencio como
la negación a expresarse en términos humanos, en términos de lenguaje, en términos de lo orgánico o lo vivo.
La negatividad aparece, en su forma más afín a la experiencia concentracionaria, como silencio, como el
silencio de la muerte, ya no, simplemente, como lenguaje sin aura, como lenguaje técnicamente
reproductible, podríamos decir, como lenguaje que no tiene ritual de origen. Ahora bien, sólo se puede
entender ese enmudecimiento del lenguaje de la poesía hermética (de Mallarmé a Celan) si se lo relaciona
con la sociedad pre y post Auschwitz a la que la obra celaniana se cierra (y se cierra en términos de
incomunicación).

El lenguaje negativizado es un lenguaje no expresivo; un lenguaje que no hace una comunicación del
dolor en términos de intensidad. El lenguaje de Beckett es un lenguaje desublimizado. Todas las acciones que
realiza un sujeto vivo cuando empieza su día –como Winnie- son acciones de un muerto-vivo, de un zombie.
En cambio, el aparato que aparece en el relato de Kafka, En la colonia penitenciaria, como es una
sofisticadísima máquina de producir dolor, todavía podemos asociarlo a las formas sublimes del terror,
propias de la estética burguesa (el terror gótico). La presencia del aparato mismo es la de un elemento de
intensidad. Consideramos que, por ser un relato de terror, lo que va a suceder nos va a acelerar el pulso. De
hecho, un podía comparar el lenguaje kafkiano con otros lenguajes del horror como género, por ejemplo, el
de Lovecraft en El color que cayó del cielo o El horror de Dunwich.

Este es el horizonte de negatividad en el que debe pensarse la obra de arte moderna: la palabra, como
lenguaje artístico, se erosiona hasta el punto de que ya no puede comunicar nada. No se trata, para Adorno,
de si la obra en cuestión es más o menos horrorosa, en términos de recepción, sino de si es más o menos
negativa en su lenguaje, es decir, más avanzada en términos de negatividad como no comunicación. La
negatividad es no es sinónimo de sublimidad, sino de no sublimidad. Desde el punto de vista del receptor, la
obra kafkiana produce quizás un malestar propio del terror, en tanto el terror nos instala en una situación de
excepción.

Si la aparición de un sujeto emancipado es posible sólo y recién dentro del lenguaje del arte moderno,
ni antes ni después, no es porque la esfera artística esté predestinada para eso, sino porque la sociedad
burguesa se configuró históricamente de manera tal que al arte le quedara esa función, mientras perdía todas
sus funciones cultuales. En este sentido, el arte que está en condiciones de expresar en el lenguaje negativo al
sujeto emancipado es un arte que no alegra ni entretiene a los pueblos, ni contribuye a crear entre los
hombres y mujeres un lazo social. Es decir, en el mismo momento en que el arte es capaz de expresar lo que
no se puede expresar en la sociedad, se vuelve incapaz de hacer algo por ella. Podemos decir: el arte, que es
en lo expresivo es omnipotente, es en lo social impotente. El arte moderno pierde todo lo que el arte pre-
moderno tenía de aporte a la cohesión de la sociedad; todo lo que lo hacía parte de lo identitario de una
ciudad-Estado o de un Estado-nación. Por integrarse socialmente a la vida burguesa como negación de esa
vida es que el arte moderno puede desarrollarse en dirección a la verdad, pero como verdad es la verdad de
una falsa conciencia. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es verdadero son las mismas que
hacen que el arte sea la esfera donde la verdad puede expresarse.

De acuerdo con la dialéctica entre libertad y no libertad, entre libertad y coerción, en la única esfera
donde no existió la coerción fue en la esfera del arte, una vez que el arte ganó su autonomía. Por eso es en la
esfera del arte –a través del lenguaje negativo de la modernidad artística- donde aparecen los indicios de un
sujeto emancipado. Ese sujeto es para Adorno el verdadero sujeto de la obra de arte. Con ese sujeto no debe
confundirse al productor ni al receptor de la obra de arte, porque ni uno ni otro están más aventajados que el
resto de la sociedad como para salvarse de la cosificación, aunque sí sean las partes necesarias para que pueda
expresarse lo no idéntico (lo que no puede expresarse en la sociedad a través del concepto).

Si la aparición de un sujeto emancipado es posible dentro del lenguaje del arte moderno –y no antes ni
después- no es porque la esfera artística esté predestinada para que se exprese en ella el sujeto emancipado, sino
porque la sociedad se configuró históricamente de una manera tal que hizo que al arte le quedara esa función,
mientras se lo privaba de todas las demás. De hecho, al mismo tiempo que ingresaba en la modernidad, el arte
perdía sus funciones cultuales y renunciaba a toda posibilidad de contribuir al vínculo social. Por integrarse
socialmente a la vida burguesa -como la negación de esa vida- es que el arte puede desarrollarse en dirección a
la verdad. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es verdadero son las mismas que hacen que el arte
se convierta en la esfera donde la verdad puede expresarse.

Ahora bien, si en la esfera artística puede tener lugar la verdad, es porque la dialéctica que se encamina
hacia ella permite que las obras se expresen en un lenguaje con otro tipo de universalidad que la del concepto.
Ese lenguaje no es un lenguaje comunicativo (conceptual), sino mimético (no conceptual). Por eso el arte y la
filosofía no deberían existir en una sociedad emancipada.

La obra de arte puede ser verdadera porque la sociedad a la que esa obra se cierra (con la que se
incomunica) es falsa. Es imposible pensar cómo sería el arte si la sociedad hubiera sido diferente. O qué lugar
habría ocupado. Es más, como el arte es lo que es (la negación de la sociedad dentro de la sociedad) porque la
sociedad es falsa, su existencia sólo puede pensarse dentro de las coordenadas de un mundo como éste, donde la
emancipación social no se ha logrado aún.

Para ser esa esfera privilegiada, el arte tiene que convertirse en una especie de reducto en el que son
posibles todas las cosas que resultan imposibles en el mundo real. Pero ese privilegio le cuesta el hecho de no
poder expresarse en un lenguaje positivo. De ahí que la dialéctica que despliega el arte en dirección a la verdad
vaya de la positividad del arte clásico a la negatividad del arte moderno. A mayor negatividad –esto es, a mayor
incapacidad de comunicarse-, mayor cercanía respecto de la verdad.

El contenido de verdad del arte moderno, entonces, es tenebroso, porque lo que expresa es la
imposibilidad de lo que debería ser. Lo que dice, cuando logra hablar en un lenguaje cercano al silencio –como
en el caso de Beckett, a quien Adorno iba a dedicarle Teoría estética, de haberla podido publicar en vida-, es
verdadero por revelar la pérdida de atributos del mundo real y evocar aquel otro, el que no fue, por la presencia
insoportable de lo que no debería ser.

Lo que no fue no es una positividad escondida, completa y cerrada en sí misma, como un mundo aparte,
que el artista lo conoce por el atributo de su intuición y el receptor –vuelto filósofo- lo reconoce porque hace de
intérprete entre el lenguaje de los artistas y la verdad. Si así fuera, la dialéctica de la apariencia artística
contendría el programa correcto de cómo debería haber sido el mundo real, sin necesidad de saber cómo fue
realmente el mundo como para que el arte se constituyera en la esfera que lo niega. Pero el lugar que el arte
pasa a ocupar respecto del mundo depende de que el mundo se haya torcido en la dirección que lo hizo, que se
haya alejado de la emancipación humana en el mismo momento en que dentro de él estaban dadas las
condiciones materiales para que ésta fuera posible. Hace falta que la sociedad se encamine hacia la totalidad
para que la praxis que quiera cambiarla se vuelva impotente mientras el arte se vuelve omnipotente dentro de
su incomunicación con el mundo. De todos modos, la impotencia de la acción acontece en el mundo real y la
omnipotencia del arte, en otro, en el que lo niega y, por lo tanto, no es real. La escisión entre ambos es lo que
hace posible que todo quede igual.

Para que el arte fuera una esfera privilegiada respecto de cualquier otra, hacía falta que alcanzara su
autonomía. Sólo siendo autónomo se convierte en lo contrario de la sociedad, pero dentro de la sociedad. La
autonomía del arte es correlativa de una idea de humanidad. El proceso que lleva a esa autonomía se inicia con
el humanismo del siglo XV y se termina de definir con la ilustración del XVIII. No obstante, la libertad que en
el terreno del arte parece irrevocable es la misma que en la sociedad se vuelve imposible. El supuesto de que los
hombres son libres aún en cadenas es el que permite dejar de subordinar el arte a la metafísica y a la moral.
Pero sólo si la sociedad no cumple con la promesa de una vida más libre es posible pensar que el arte es el reino
de la libertad. En un contexto de mínima libertad empírica y máxima libertad inteligible el arte aparece como
enteramente autónomo, por haberse emancipado tanto de las viejas autoridades (la verdad y el bien) como de la
artesanía y, por extensión, del trabajo manual, del que antes nunca terminaba de diferenciarse.

Si el arte tardó tanto en llegar a ser autónomo es porque la sociedad debía crear, al mismo tiempo que
frustrar, las condiciones de la emancipación humana. Y eso recién ocurrió con la sociedad burguesa. En la
medida en que la sociedad burguesa frustró lo que el pensamiento reclamaba, el arte se volvió el receptáculo de
lo negado por ella. Al presentarse no como algo socialmente provechoso sino como algo que no puede justificar
su existencia ante la pregunta puritana por su utilidad, el arte gana un espacio que es por sí mismo una crítica a
la sociedad que lo integra.

Aunque la sociedad burguesa lo integre como su negación, y por eso se permita paladearlo como parte de
su propio ocio, no por eso el arte deja de denunciar el rebajamiento general que sufrieron todas las cosas que no
pertenecen a su esfera. En la medida en que él es autónomo, porque crea y sigue sus propias reglas, todo lo que
no es él, y que él niega, se caracteriza por la heteronomía, por el sometimiento a las reglas de una sociedad
basada en el intercambio. Lo que queda fuera de su ámbito es porque es un mero medio, algo que no vale por sí
mismo sino que vale por servir para otra cosa. La existencia de lo extra-artístico se revela como rebajada, y lo
que revela ese rebajamiento es la existencia de lo artístico.

Lo que al arte le permite resistirse a ser fagocitado por la sociedad es la incomunicación con ella. El arte
llega a ser moderno porque reproduce lo que fuera de su esfera es invisible: el carácter abstracto e infinitamente
mediado de una sociedad basada en el intercambio. La sociedad penetra en la esfera del arte sin que él la imite,
pero en la imposibilidad de imitarla que tiene el arte moderno se revela aquello en que la sociedad se ha
convertido y en que se han convertido los hombres sin que ni una ni otros puedan verlo.

El momento histórico de la autonomía del arte –la sociedad burguesa- coincide con el nacimiento de la
estética. Es un momento histórico en el que sólo el arte reúne las características para que la expresión de un
sujeto emancipado -que no se puede expresar en la sociedad- se exprese en un ámbito que niegue la sociedad.
El arte sólo tiene relación con la verdad -como expresión de lo no idéntico, como expresión de lo que no
puede expresarse en la sociedad- en una sociedad no emancipada.

Si el arte moderno tiene alguna relación con la verdad, dentro de ese lenguaje negativo, es
precisamente porque existe en una sociedad falsa. Esto es lo que se vuelve consciente en el lenguaje de las
obras modernas que, para Adorno, son paradigmáticas de la negatividad, como las de Joyce y Beckett.
Estudiante: No entiendo, cuando habla de sociedad falsa, a qué refiere.

Profesora: A la sociedad no emancipada, es decir, la sociedad burguesa y la sociedad de masas. Para


Adorno la segunda es una continuación de la primera, en tanto la condición burguesa, para él, es la única
condición humana existente, desde Odiseo hasta el siglo XX. La concepción de una sociedad falsa no refiere
a alguna sociedad particular, sino a una sociedad donde no ha habido emancipación humana.
Estudiante: Porque es la única forma en que el arte tenga algo para expresar.

Profesora: Si no, el arte sería como en la antigüedad: un arte identitario, algo que cumple, incluso, la
función de alegrar la vida de los pueblos, o de generar una experiencia catártica que en la vida cotidiana no
hay –me refiero a una experiencia moral catártica, en los términos de la Poética de Aristóteles-. Son
funciones que el arte moderno ha perdido: no es un arte para disfrutar, para alegrarse o para distraerse, ni es
un arte para buscar intensidad en él. Cualquiera de las funciones sociales que cumpliera el arte premoderno,
no autónomo, el arte moderno no las tiene. Para Adorno, el arte moderno paga un precio altísimo por tener
alguna relación con la verdad; por tener esta capacidad de negativizarse. Se desvincula de la comunicación y,
al hacerlo, se desvincula también de toda posibilidad de alegrar a los hombres. Digo “alegrar a los hombres”
sin ninguna ironía: es lo que señala Lukács como parte de las funciones que tiene que recuperar el arte
después de la revolución: ser una forma de celebración social, una forma de cohesión social, cumplir una
función de reconocimiento de los hombres entre sí. Que un griego piense “Yo no soy Fidias, pero Fidias es lo
griego y yo soy griego” indica que el arte tiene una función identitatia. Es esta idea de lo identitario la que el
arte moderno es incapaz de crear o recrear. Lo que tiene lo artístico de colectivo es lo que genera en un
griego –en un contexto de ciudadanía restringida- una pertenencia a lo griego en el arte. El arte afianza la
pertenencia a una comunidad en el mundo precapitalista, para Lukács.

Por eso, cuando yo decía que el arte moderno perdió todas sus funciones culturales me refería a todo
lo que el arte tiene de fiesta –la expresión es de Gadamer-, de celebración colectiva. Tengan en cuenta que
buena parte del arte contemporáneo va a enfatizar el “factor fiesta”, como una forma de recuperar la
capacidad que el arte tenía de generar participación en una celebración colectiva, en lugar de experiencia
estética como recepción individual.

Para Adorno, en una sociedad falsa, es decir, en una sociedad que no ha logrado la emancipación
humana, lo verdadero sólo puede existir de manera paradójica: en contradicción con la sociedad pero dentro
de ella. Así sucede con el arte. De ahí que el arte no pueda no ser, en ninguna sociedad no emancipada,
ideología. El arte es verdadero porque la sociedad es falsa.

El arte no es verdadero en sí, sino que compensa, como todo lo que hace las veces de ideología, lo
que la sociedad no tiene. Aquí es donde aparece la relación entre verdad e ideología: lo que es verdadero en
una sociedad falsa hace las veces de compensación por lo que la sociedad no tiene, es decir, se convierte en
ideología. Esta misma función cumple por ejemplo, para Adorno, en Minima Moralia, la moralidad. En la
medida en que compensa lo que la sociedad no tiene, contribuye a tolerarla y, en algún punto, a que siga
siendo tal cual es. Pero si no existiera la moralidad, la vida seria todavía peor. Esto es lo paradójico. Si
alguien borrara de la vida falsa todo aquello que hace las veces de ideología, la vida sería, no más verdadera,
sino intolerable. Porque la relación que el arte tiene con la sociedad, en términos de expresar lo verdadero (lo
no idéntico, lo que no expresa el concepto), la tiene por ser una sociedad falsa.

Podemos preguntarnos, para entender a Adorno, por qué algo puede ser verdadero en la sociedad falsa:
porque no puede expresarse. Y si se expresa, lo hace negativamente. Es decir, hay un sujeto no emancipado
que expresa su no emancipación de un modo tal que pone, en el modo de lo verdadero, lo falso: es la verdad
de una falsa conciencia. Winnie expresa, con cada uno de sus actos, incluido el de hablar, la vida no
emancipada en lo que tiene de no emancipada. La verdad del lenguaje negativo es la verdad de la falsedad; es
la verdad de la vida falsa. La respuesta a la pregunta por la vida verdadera siempre siempre se hace desde el
punto de vista de la vida falsa. Adorno hace mucho hincapié en que un sujeto no puede imaginarse a sí
mismo como siendo habitante de un mundo que todavía no existe, es decir, no puede saber cómo sería el
propio yo en circunstancias en que no existiera la alienación, la necesidad de oprimir a otros hombres.
Justamente ahí radica lo ilusorio de la trasposición imaginaria del yo a una situación de vida verdadera: en
creer que el propio yo sería seguiría siendo el propio yo en esa otra vida desconocida. Por eso el yo no se
puede pensar a sí mismo dentro de una vida verdadera que desconoce cómo es; el individuo verdadero es un
sujeto del lenguaje negativo de la obra de arte moderna, pero que no tiene una expresividad en términos
positivos que no sean en el lenguaje de lo utópico. Pensemos en las utopías renacentistas, que describían
cómo sería la vida en una isla donde, por ejemplo, no existiera el Estado. Casi todas las utopías tienen ese
tópico: describir con lujo de detalles, en una situación insular, una sociedad que sigue principios distintos que
la sociedad vigente; desde la República de Platón a la Utopía de Tomás Moro, siempre se tiene que explicar
con cierto detalle el funcionamiento de esa sociedad, pero lo que no se puede explicar es cómo se llega a ella.
Todos los socialismos utópicos y todas las formas utópicas que describen la sociedad emancipada tienen ese
componente literario, donde lo que se desarrolla en lenguaje positivo es una sociedad a imagen y semejanza
de la existente, pero sin los males que hacen de ésta una sociedad no emancipada. Pero hay algunas
descripciones parciales de cómo son ciertas experiencias comunitarias dentro de la sociedad vigente, tal
como la conocemos, con todos sus males, que buscan crear una situación alternativa comunal, tales como las
comunidades de artistas, las comunidades hippies, etc.

Después surge el problema de cómo se insertan las personas que fueron formadas bajo esas
condiciones en las condiciones vigentes. Hay un libro de una escritora norteamericana que vive en la
Argentina, Maxine Swann, que llama Niños hippies. Ella fue criada en una comunidad hippie, en EE UU, a la
que sus padres se integraron en la década del sesenta. Cuando ella creció y le dieron a elegir, eligió ir a
estudiar literatura a la univerdad, graduarse, doctorarse: entrar en la lógica de la cual esa comunidad la había
apartado. Este tipo de situaciones insulares, como las de las comunidades hippies, no siempre generan en los
sujetos que se crían en ellas desde la infancia el deseo de seguir perteneciendo a ellas cuando llegan a
adultos. El deseo, en la sociedad no emancipada, se genera de una manera neurótica: se desea otra cosa que
lo que se tiene, no lo que se tiene. Ahí es donde quería poner el acento del fracaso de la representación de la
vida verdadera: quien se representa la comunidad sin propiedad como la vida verdadera es alguien que vive
en una sociedad con propiedad privada y quiere crear –o crea- una sociedad alternativa.

De la misma manera, Winnie no puede hacer otra cosa que contar su deseo de tener el don
maravilloso de Willie –el don de dormir profundamente-, en lugar de soportar su jaqueca. Al reconocer que
tener jaqueca es un dolor mínimo y esa podría ser su felicidad, en Winnie hay un indicio del sujeto
emancipado, pero expresado de manera negativa. La literatura que se expresa en lenguaje negativo no es la
que se queja de la falsedad de la vida falsa –una literatura social o una literatura de denuncia-, sino la que es
capaz de expresar de la manera más parecida a la falsedad de la vida lo que la vida tiene de falsa. Es decir, lo
que tiene de banal el lenguaje de Winnie se ajusta más a la descripción de lo falso de la vida falsa que lo que
tiene de siniestro y oscuro el lenguaje kafkiano. La vida falsa no se mide en términos de tenebrosidad como
intensidad, en términos de terror, sino en términos de negatividad entendida como trivialidad, banalidad,
repetición, rutina, monotonía, griseidad. Los grises de Beckett son más negativos, en términos adornianos,
que los negros intensos de Kafka.

Estudiante: Nos podemos identificar mejor con Winnie que con el condenado de En la colonia
penitenciaria.

Profesora: No es en términos de mayor o menor identificación con un personaje que se decide la


cuestión de la menor o mayor negatividad. No es porque nosotros nos veamos más parecidos a Winnie y a
Willie que a la tríada de no-personajes que vimos en el comienzo de la clase en el texto En la colonia
penitenciaria -el condenado, el comandante y el explorador- que el lenguaje beckettiano es más negativo que
el kafkiano, sino porque lo que tiene de concentracionaria la sociedad está mejor descripto cuando se lo
describe de una manera no concentracionaria. Es decir, cuando ya no se puede advertir, en lenguaje positivo,
lo que la sociedad tiene de concentracionario -porque lo concentracionario se ha banalizado- el lenguaje es
más negativo que cuando lo concentracionario está más descripto y se vuelve más terrorífico. Es por
terrorífico que el lenguaje kafkiano todavía produce identificación. El lenguaje artístico es más negativo en
Los días felices, cuando esa no vida se le ha convertido a Winnie prácticamente en hábito, que cuando se nos
hiela la sangre por la descripción de la cantidad de cadenas y subcadenas con que está sujetado el condenado
de En la colonia penitenciaria antes de la ejecución.
Estudiante: ¿El vínculo del arte con la verdad se da recién en la obra de arte moderna, para Adorno?

Profesora: Por lo menos es desde la obra de arte moderna desde donde lo lee Adorno. Porque, si no,
se tiende hacer de la obra de arte la interpretación que hace uno de los filósofos que representan la segunda
teoría crítica: Albrecht Wellmer. Wellmer tiene un libro sobre Adorno llamado La dialéctica entre
modernidad y posmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno, en el que hace mucho hincapié en
que hay una dialéctica entre arte y verdad que estaría inscripta en el concepto mismo de obra de arte: la obra
de arte tiene de suyo negatividad. Con esta lectura, me parece, se fuerza mucho el hegelianismo de Adorno,
porque Adorno llega a decir, en el capítulo 1 de Teoría estética, que el arte preautónomo tiene muy poco que
ver con el concepto que tenemos de arte. Es decir, al modo como se desarrollaba el arte antes de la
modernidad, nosotros no lo llamaríamos arte. Cuanto más integrado está el arte a la vida menos se parece a lo
que entendemos por arte una vez que lo conocemos a partir de su autonomía. Todo lo que nos lleva a definir
como tal al arte preautónomo lo hacemos desde el concepto de arte que se instala a partir del momento de su
autonomía. Entonces, incluso el arte relacionado con la instrumentalidad, con la artesanía, con la decoración,
lo analizamos en lo que pueda tener de autónomo, y no en lo que tiene de preautónomo. Pensá en una misa de
Bach: la analizamos en todo lo que no tiene de misa, y no en todo lo que sí tiene de misa, de servicio a un
ritual; apreciamos como belleza lo que tiene de no cultual, no lo que tiene de cultual; no digo que no
consideramos ese aspecto cultual de la misa, sino que lo que nos hace escuchar esa misa es lo que no tiene de
misa: la composición musical. Lo que permite escuchar una misa como una no misa -poner un CD y separar
lo que se escucha como música de la situación religiosa para la que fue compuesta- , es la prevalencia del
concepto de obra de arte autónoma. En este sentido, la relación que el arte preautónomo tendría con la verdad
es leída desde el arte autónomo. Y así es que vamos a buscar todo lo que las obras que no eran autónomas
tenían de autónomas (porque esas obras alguna autonomía tendrían).

Estudiante: ¿No se puede pensar que hay una dialéctica entre arte y verdad en el sentido de que sólo
puede emerger la verdad a partir de que se da la falsedad como escisión del sujeto moderno?

Profesora: Se podría pensar así, si se adopta la perspectiva del receptor. Pero tené en cuenta que para
Adorno ni el receptor ni el productor son el sujeto de la obra de arte. El sujeto de la obra de arte es un sujeto
inexistente: el sujeto emancipado. Por eso está expresado en lenguaje negativo. Ahora bien, teniendo en
cuenta esto, si nos centramos en el problema del receptor, no hay manera de el sujeto-receptor no esté
escindido: el disfrute de la obra de arte se realiza en una esfera particular, separada de las otras esferas
(económica, familiar, política, religiosa, etc.). El disfrute estético supone que a la esfera del arte, en la
sociedad burguesa, se le concede una libertad que al resto de las esferas no se les concede. Mientras todas las
demás esferas: la económica, la religiosa, la política, etc., son heterónomas, la esfera artística es la de la
autonomía. Por ejemplo, en las otras esferas, todo es medio para un fin. En la esfera artística, todo es fin en sí
mismo. En las otras esferas, todo es cosa valuable en términos de dinero. En la esfera artística, toda cosa es
valuable en términos de dinero de acuerdo con una lógica que no es la misma que la de las otras esferas,
porque un pedazo de trapo pintado puede llegar a valer millones de dólares, y otro pedazo de trapo pintado
puede no valer nada. Aparece la figura del mercado del arte como un mercado que, en principio, en la época
burguesa, delata la autonomía del arte. Podemos decir: dado que el arte es autónomo, las obras de arte
pueden valer de una manera distinta que los útiles. El tipo de cosa que es la obra de arte delata su autonomía
en el hecho de que puede establecer su valor también de manera autónoma, respecto del mercado a secas.
Insisto: esto es así, en el nacimiento de la sociedad burguesa y el de la estética. Ahora bien, es cierto que la
autonomía del arte lo es respecto de la metafísica y de la moral. Pero esto no significa que la obra de arte se
pueda desvincular totalmente de la esfera mercantil. En ese sentido, el mercado del arte se rige por valores
económicos que no son los mismos del mercado a secas, por lo cual objetos que no tienen intrínsecamente
ningún valor pueden llegar a valer millones de dólares. Todo lo que en el mundo del arte tiene carácter de
cosa tiene a su vez un valor de cambio que es incomparable con lo que se considera el valor de cambio de ese
mismo objeto fuera de la esfera del arte. Ahora bien, esa relación, en lugar de encubrir la relación entre el
valor de uso y el valor de cambio en la sociedad del intercambio, lo que hace es desnudarla. En lugar de que
el fetichismo de las mercancías quede encubierto por la autonomía de la obra de arte es desencubierto por la
existencia de las obras de arte. El hecho de que exista la esfera del arte es testimonio de que los valores de
cambio en la sociedad de intercambio son arbitrarios, o si quieren ustedes, humanos, y no objetivos. Con lo
cual, además, son modificables. Esos valores no tienen ningún peso metafísico. Los valores económicos –del
mismo modo que los valores económicos de las obras de arte- son impuestos humanamente y, en ese sentido,
por humanamente creados, humanamente susceptibles de ser depuestos. Verdaderamente, la arbitrariedad de
la sociedad del intercambio se pone en evidencia en el mercado del arte, en lugar de ser encubierta por el
mercado del arte.

Si la esfera artística es el reino de la libertad, el reino de los fines –diríamos en el lenguaje de la ética
kantiana-, la sociedad es el reino de los medios. Lo que a las obras de arte les permite resistirse a ser
fagocitadas por la sociedad es simplemente la incomunicación con ella. No hay nada en las obras de arte,
metafísicamente hablando, que las haga un en sí distinto de las cosas de este mundo. No hay ningún misterio
metafísico en la mercancía producida como arte. Simplemente, la incomunicación con la sociedad convierte
las obras de arte en algo que se vuelve más dificultosamente subsumible a la lógica del intercambio que las
cosas que fueron creadas dentro de esta lógica.
De este modo, aquí tenemos otro vuelco dialéctico: la obra de arte no tiene, en tanto cosa, ningún
misterio metafísico, es un objeto cualquiera, no tiene nada que la haga en sí valiosa, y lo único que la hace
valiosa –y en términos inconmensurables con el mercado propio de la sociedad del intercambio- es la
incomunicación que tiene con ella. Es como si ese objeto artístico se volviera un objeto que no es de este
mundo simplemente porque está incomunicado con él, y no porque tenga un en sí que lo haga verdadero, un
en sí que lo haga un objeto otro respecto de la sociedad. Qué es esto: un pedazo de tela pintado con unos
colores que se compran en un negocio, y que tienen un valor de cambio X. No hay ningún misterio.
Cualquiera podría hacerlo, y cualquiera puede aprender a hacerlo. Es un saber que se aprende en las escuelas.
No hay nada por lo cual ese objeto pueda ser considerado como no de este mundo.

Y sin embargo, el gesto burgués es el de separarlo del resto de los objetos, no porque tenga algo
particular en tanto objeto, sino por la mínima o máxima incomunicación con la sociedad que tiene ese objeto,
lo cual hace que se sustraiga a la fagocitación inmediata, típica del objeto del intercambio. A partir de que se
hace ese reconocimiento de que el objeto está incomunicado respecto de la lógica social, ya no puede ser
mercantilizado en los términos de la sociedad del intercambio. Por ejemplo, si alguien quisiera pagar por él
tendría que pagar un precio simbólico; rematarlo, y ver quién da más por él, en tanto el valor, precisamente,
se lo fijan voluntariamente los seres humanos. Es decir, en realidad, todos los precios son producto de la
voluntad humana en la sociedad del intercambio, pero aparecen como objetivos, mientras que los precios de
las obras de arte desnudan ese carácter voluntario, instituido.

En relación con las preguntas que me hicieron antes, una podría decir entonces que, efectivamente, el
momento en el cual la sociedad se puede concebir como falsa es el momento en que el arte puede tener
alguna relación con la verdad, esto es, una relación de su lenguaje con la verdad. Ahora bien, en el mismo
momento en el cual se establece esa relación del arte con la verdad, inevitablemente, se puede empezar a leer
la historia del arte, retrospectivamente, como teniendo una relación con la verdad. Por eso, en mi opinión,
algunos intérpretes de Adorno, como Wellmer, simplifican su lectura, al decir que en la medida en que hay
arte, hay alguna relación con la verdad, como si fuera una dialéctica cerrada que lleva a que en Beckett haya
más verdad que en Fidias (para lo cual en Fidias tiene que haber algún grado de verdad). Y no es
mecánicamente así: no es una dialéctica espiralada y ascendente, de los mínimos grados de verdad (de la
negatividad cero, digamos) a los máximos grados de verdad (la negatividad a la enésima potencia, la
negatividad beckettiana). Eso es una caricatura de la dialéctica abierta. En todo caso, el momento de la
autonomía de la obra de arte es fundante de la relación arte-verdad y permite encontrarla hacia atrás y hacia
adelante, pero esto no significa que la verdad progrese porque los materiales artísticos se agotan y, en la
medida en que se agotan, los que se empiezan a utilizar en su lugar son más verdaderos que los anteriores.
Esto sería equivalente a decir que una poesía prosaica es más verdadera que una poesía rimada, en ese
sentido lineal; o sería como decir que los cantares de gesta en tanto arte popular no son verdaderos por lo que
tienen de servidumbre a algo que no es el arte por sí mismo y, en cambio, los poemas de Stefan George o de
von Hofmannsthal son, en lo que tienen de autónomos por su lenguaje negativo, más verdaderos, y que, de la
Edad Media a la Modernidad, ha progresado la verdad. En ninguna dialéctica –tampoco en la dialéctica
hegeliana- hay progreso. Comparen, si no, la estética de Hegel con la estética de Adorno. Tampoco para
Hegel la forma romántica es “más verdadera” que la forma clásica, simplemente porque los dioses griegos
son menos parecidos a la Idea que el Dios de los monoteísmos. En la dialéctica adorniana, al no haber una
Idea, el problema de la negatividad (en su relación con la verdad) es más complejo. Porque lo verdadero es lo
no idéntico, no lo idéntico.

La de Adorno es una estética objetivista sin un contenido invariante –me refiero a un contenido
invariante como es la Idea en la dialéctica hegeliana. No hay en Adorno un equivalente de la Idea hegeliana que
se manifieste en un material artístico sensible ni tampoco un equivalente del hecho de que esa Idea, manifestada
en el material artístico sensible, se corresponda con el modo en el cual los hombres se representan a los dioses
(o a lo divino). Por el contrario, Adorno piensa el espíritu (en el capítulo 7 de Teoría estética) como el hecho de
que la obra de arte no pueda no entrar en la forma, en lugar de pensarlo como un contenido extra-artístico.

En Dialéctica negativa, en el punto dos, del tercer modelo de la tercera parte (el modelo dedicado a la
metafísica), Adorno hace una reflexión respecto del lugar que tiene el arte dentro de la cultura que sirve de algún
modo para enmarcar el problema de la negatividad dentro de Teoría estética. En ese punto, retoma el final de un
ensayo suyo de 1955, “Crítica cultural y sociedad”, a partir del cual se había malentendido que él habría querido
decir que “no se puede escribir un poema después de Auschwitz” (algo que Adorno nunca dijo ni escribió, pero
que suele repetirse como si lo hubiera dicho, muchas veces porque no se conoce la totalidad del texto donde lo
habría dicho). Leo primero el final del ensayo “Crítica cultural y sociedad”, publicado en el libro homónimo. Y
luego vemos cómo lo retoma en Dialéctica negativa.

Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está el espíritu y tanto más paradójico es su intento de
liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en
cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie.
Luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema y este hecho corroe,
incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se
queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación
que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente.
[Adorno, T. W., “Crítica cultural y sociedad”, en Crítica cultural y sociedad, trad. Manuel Sacristán,
Barcelona, Ariel, 3ª. ed., 1973, p. 230]

No es que escribir un poema después de Auschwitz sea un acto barbárico porque la poesía debería
llamarse a silencio a modo de un acto de contrición (como si Adorno creyera que el acto de escribir un poema
fuera un acto reconciliador con la cultura, un acto afirmativo por sí mismo), sino algo más radical,
dialécticamente más radical: escribir después de Auschwitz es un acto barbárico porque es un acto que no se
puede evitar, ése es el problema.

En Dialéctica negativa, publicada en 1966, once años después, Adorno retoma el final del ensayo “Crítica
cultural y sociedad”, para establecer la relación entre cultura y barbarie como una relación constitutiva de una
cultura que ha sido regida por la metafísica de la identidad.

El individuo es ya en su libertad formal tan disponible y sustituible como lo fue luego bajo las patadas de sus
liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive en un mundo cuya ley es el provecho individual
universal y, por lo tanto, no posee más que este yo convertido en indiferente, la realización de la tendencia desde
antiguo familiar es a la vez lo más espantoso. Nada puede sacarle de este espanto, como tampoco la alambrada
electrificada que rodeaba el campo de concentración. La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a
expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se
puede escribir poemas. Lo que, en cambio, no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir viviendo
después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente teniendo de suyo que haber
sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la frialdad, el principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin
el que Auschwitz no habría sido posible. [Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid, Taurus, 4ª
reimpresión, 1992, parte III: Meditaciones sobre la metafísica, 1. “Después de Auschwitz”, pp. 362-363]

La metafísica, en Occidente, ha estado fusionada con la cultura. Justamente, lo que revela Auschwitz es la
imposibilidad de disociar la cultura de la barbarie dentro de una metafísica que es la metafísica de la identidad.
Como si el principio de aniquilación de los hombres estuviera escrito ya de antemano en la metafísica con la
cual esos hombres constituyen la relación con las cosas: la metafísica de la identidad. Como si el principio de
cosificación que les es aplicado radicalmente a los hombres en el campo de concentración no fuera otro que el
principio mismo de identidad con el que ellos subordinan las cosas a sus conceptos. Como si en la lógica del
campo de concentración se hubiera aplicado sobre ciertos hombres una lógica de la identidad que ya estaba
probada para la relación con la naturaleza. Entonces, en ese sentido, la relación que guarda la cultura con la
barbarie -el poema con Auschwitz- es una relación que demanda del espíritu crítico, para poder asimilar la
dialéctica en la que conviven esos términos que parecen ser opuestos. La dialéctica entre cultura y barbarie es
constitutiva de una cultura que está fusionada con la metafísica de la identidad, sólo que en Auschwitz se hace
clara y distinta, porque ha llegado a su consumación total.

El genocidio homogeiniza a los muertos a la vez que revela hasta qué punto todos los hombres –y no sólo
los que mueren- están homogeneizados por algún rasgo común que los convertiría en exterminables.

El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de una especie, tiene que
afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida [Adorno, T. W., Dialéctica negativa, op. cit., p. 362]

Lo que puede llevar a la muerte a cualquier mortal es la portación de lo idéntico, no la de lo particular.


La diferencia con otro hombre, lo que lo haría particular, es lo que permite “identificarlo”. Lo convierte en una
especie. Convertido en una especie (judío, homosexual, gitano, eslavo), la diferencia de ese hombre puede ser
subsumida bajo la universalidad del concepto. Y por pertenecer a esa especie se lo puede condenar a muerte. Así
se descubre que todo lo que existe tiene su propio grado de “generalidad”, una generalidad que se hace visible,
en cada caso, para quien la estigmatiza. El genocidio, en última instancia, es esa incapacidad radical de hacer
diferencias, precisamente por no verlas, por no poder encontrarlas ni aún buscándolas.

En Dialéctica negativa Adorno levanta la apuesta respecto de lo dicho en el ensayo “Crítica cultural y
sociedad”. El problema es la vida –cómo ha seguido la vida- después de Auschwitz. Adorno cuenta el caso de
un sobreviviente de Auschwitz que, cansado del pesimismo de los que nunca estuvieron en un campo de
concentración, pero escribían como si lo hubieran estado, dijo que Beckett habría escrito de otra manera, en caso
de haber sobrevivido a un campo de concentración. Tomando este comentario como si estuviera dirigido a él,
Adorno le da la razón al sobreviviente: si Beckett hubiera estado en Auschwitz, o habría enloquecido o se habría
vuelto un optimista, pero en cualquiera de los dos casos ya no sería Beckett. Pero lo que a Adorno le hace
pensar que Beckett merece la dedicatoria (que no llegó a escribir) de Teoría estética es justamente lo contrario
de aquello sobre lo que ironiza el sobreviviente de Auschwitz mencionado en Dialéctica negativa: en Beckett lo
que aparece como un campo de concentración es la vida después de Auschwitz.

Beckett ha reaccionado a la situación del campo de concentración de la única manera en que es honesto
hacerlo: nunca lo nombra, como si pesara sobre él la prohibición de representarlo. Lo que es, es como el
campo de concentración. Él habló una vez de la pena de muerte de por vida. La única esperanza que despierta
es la de que no haya nada más [Theodor W. Adorno, Negative Dialektik, en: Gesammelte Schriften, hg. von R.
Tiedemann, unter Mitwirkung von G. Adorno, S. Buck-Morss und K. Schultz, Band 6, Frankfurt/M,
Suhrkamp, 1997, p. 373. Traducción propia]
La imposibilidad de definir el arte, en Adorno, está en relación al problema de la ausencia de un
contenido estable (invariable) que se manifieste de distintas maneras, en distintos materiales artísticos, a lo largo
de la historia de las artes. Por un lado, la obra de arte no puede pensarse sin su historicidad y sin su
particularidad, porque toda obra de arte se cierra sobre sí misma respecto de una sociedad concreta, en un
momento de la historia, y lo hace de una manera particular (no todas las obras de arte se cierran de la misma
manera a cada sociedad concreta en cada momento concreto de la historia). Pero, por otra parte, esto no significa
un relativismo, sino todo lo contrario: en lugar de caer en el relativismo por la vía de la definición del arte, lo
que muestra, para Adorno, la particularidad e historicidad de las obras de arte es la imposibilidad de definir el
arte.
En ese sentido, si toda sociedad es histórica y particular, el modo de cerrarse a ella de la obra de arte,
también es histórico y particular. Ahora bien, la pregunta que se sigue de este punto de partida podría ser la
siguiente: ¿qué es lo que le da a la obra de arte esta capacidad de relacionarse con lo otro de sí misma (con la
sociedad) de manera negativa, es decir, cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad?

En primer lugar, para Adorno, en la obra de arte se efectúa un tipo de síntesis que es distinta de la síntesis
conceptual.

El arte es a su otro como un imán a un campo de limaduras de hierro. A lo otro del arte remiten no
simplemente sus elementos, sino también la constelación de los mismos, eso específicamente estético que se
suele atribuir al espíritu. La identidad de la obra de arte con la realidad existente es también la identidad de
su fuerza centradora, que reúne en torno a sí los membra disiecta de la obra, huellas de lo existente; la obra
está emparentada con el mundo mediante el principio que la distingue de él y mediante el cual el espíritu ha
equipado al mundo mismo. La síntesis mediante la obra de arte no está simplemente adherida a sus
elementos. Repite, en la medida que estos se comunican entre sí, un pedazo de alteridad. También la síntesis
tiene su fundamento en el aspecto material de las obras, lejano al espíritu, en aquello donde ella se activa, no
simplemente en sí misma. Esto une el momento estético de la forma a la ausencia de violencia. En su
diferencia respecto de lo existente, la obra de arte se constituye necesariamente por relación con lo que ella
no es, en tanto que obra de arte, y hace de ella una obra de arte. [Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge
Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp. 17-18]

La obra de arte se relaciona negativamente con lo otro de sí misma y eso otro es la sociedad. El arte se
define como lo contrario de la sociedad, pero dentro de la sociedad. De ahí que no pueda definirse el arte (qué es
arte de una vez y para siempre). El arte tiene una relación con la sociedad planteada en términos negativos
porque, si bien hay un mundo empírico interior a la obra de arte que se construye por refracción respecto del
mundo empírico exterior a ella, ese mundo empírico intra-artístico tiene una articulación que responde a un tipo
de síntesis (la síntesis de la forma) que es distinta del tipo de síntesis que se realiza en el mundo extra-artístico,
por parte del sujeto, a través del concepto. Esta síntesis distinta de la síntesis conceptual es una síntesis no
violenta, no coercitiva. La síntesis que el sujeto realiza en el concepto, entonces, es una síntesis violenta,
coercitiva. Esta modalidad de síntesis, la del concepto, es la síntesis dominante en la sociedad.

El concepto es el modelo de la síntesis dominante en la sociedad. La síntesis conceptual es la que realiza


cualquier sujeto por el solo motivo de la autoconservación. Para el sujeto hay tantos objetos como los que el
lenguaje que comparte con otros hombres le permite reconocer. El lenguaje comunicativo, para Adorno, siempre
expresa la violencia con que el sujeto le impone un concepto a una cosa (una cosa que, antes de ser cosa, era
naturaleza). El solo hecho de que haya más cosas que conceptos es índice de esa violencia propia del concepto.
El lenguaje comunicativo es un principio de economía. Dos cosas que para el sujeto se parecen entre sí pasan a
ser idénticas. Lo que permite identificarlas es el concepto. La identificación –ahí empieza el problema- es
inevitablemente coercitiva, porque le impone a una cosa un parecido con otra que sólo existe para el sujeto, no
para la cosa misma. En la historia natural no existía la identidad. Las cosas, dentro de la naturaleza, no eran
idénticas entre sí. La identidad la introduce el hombre. Sólo él la necesita, en la medida en que aspira a dominar
todo lo que, como naturaleza, le precede. Por eso, primero inventa la identidad y después la impone a la
totalidad de lo real, con la esperanza de que, cuando los límites del lenguaje coincidan con los límites del
mundo, nada pueda quedar fuera del control humano.

El arte pudo escapar de la lógica del dominio, en tanto y en cuanto demostró ser capaz de expresarse en
otro lenguaje que el lenguaje conceptual. Por lo tanto, si el lenguaje conceptual es comunicativo, el lenguaje
artístico es no comunicativo. La obra de arte se cierra respecto del mundo empírico y, en el acto de cerrarse,
construye en su interior otro mundo empírico que está articulado por otro tipo de síntesis, que no es la síntesis
conceptual. A ese otro lenguaje que hablan las obras arte y que es un lenguaje no comunicativo (no
comunicativo con los hombres: de ahí que necesite de la interpretación) Adorno lo llama mimético. Ese lenguaje
mimético se esfuerza por expresar negativamente lo que el concepto no puede: lo no idéntico.

El concepto sintetiza lo múltiple, subsumiendo lo particular bajo lo universal. De ese modo impone
coercitivamente la identidad donde antes había diferencia (en la naturaleza no hay identidad). El lenguaje
mimético, en cambio, sintetiza lo múltiple a través de la forma y la forma es un tipo de síntesis que no practica
sobre lo otro del sujeto el mismo grado de violencia que el concepto. El clasicismo se caracteriza por sintetizar
lo múltiple de la manera más parecida al concepto que le es posible al arte (si esa síntesis fuera idéntica a la
conceptual no se podría hablar de arte). De ahí que su lenguaje sea el más comunicativo –y, por lo tanto, el
menos mimético- que pueda encontrarse en la historia de las artes. Belleza y belleza clásica han sido
confundidas muchas veces y con justas razones. Eso no obsta, desde ya, que el clasicismo pueda resultar
involuntariamente
crítico, como Adorno lo admite para el caso de Mozart. El oyente puede darse cuenta de que en el mundo no
existe la misma armonía que en la música de Mozart precisamente porque esa música la hace existir. La
reconciliación en el arte revela la imposibilidad de reconciliación en la vida. Nada de lo que existe en la
sociedad se parece a su concepto. En la sociedad, universal y particular permanecen irreconciliados.

El arte es la negación de la sociedad dentro de la sociedad, con lo cual está condenado a servirles a los
hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Esta condición de ideología lo maldice, aun cuando no
le reste a su lenguaje una capacidad de expresar lo no idéntico que a todos los demás lenguajes –por ser
conceptuales- les está negada. El arte puede ser verdadero sin dejar por eso de ser ideología. No puede no ser
ideología porque sólo es verdadero mientras la sociedad siga siendo falsa. En una sociedad verdadera –la
sociedad emancipada- el arte no existiría o, de existir, tendría un sentido totalmente diferente del que tiene en
una sociedad falsa.

La síntesis que realiza el concepto la realiza de acuerdo con el principio de identidad. De ahí la violencia
implícita en la anulación de lo no-idéntico. Lo absolutamente no-idéntico sólo existe en la naturaleza, en la
medida en que en la naturaleza no hay todavía concepto y todo lo que existe dentro de ella es un individuo. En
la sociedad, lo no-idéntico sólo existe espiritualizado en la obra de arte. En la naturaleza, en cambio, existe de
manera no espiritualizada. Por eso todo en ella es individual. No hay universalidad (porque no hay sujeto ni
hay, junto con él, concepto). La violencia propia de la síntesis conceptual consiste, básicamente, en la
subordinación del individuo al concepto (“individuo” en el sentido de la cosa antes de ser cosa, de la cosa en su
estado “natural”). Individuos diferentes caen bajo el mismo concepto. La universalidad del concepto contra la
individualidad de lo que era naturaleza. Por lo tanto, si la violencia de la síntesis conceptual es la de la identidad
(hacer idéntico con el concepto lo que es diferente), en la naturaleza reina (reinaba, en realidad) la no identidad,
en la medida en que todo lo que existe (o existía) en ella es (era) individual. La ambigüedad con los tiempos
verbales, en esto que acabo de decir, se debe a que lo no idéntico sobrevive, a su modo, en una esfera de la
realidad: en la esfera del arte (en todo caso, el problema es que es en una esfera de la sociedad, y no en la
sociedad como un todo, donde lo no idéntico sobrevive).

La relación que tiene la obra de arte con la verdad, en este sentido, está dada por la posibilidad de expresar
lo no idéntico. Lo no idéntico, que existía en la naturaleza anterior al sujeto, anterior al concepto, sobrevive, en
una sociedad totalmente racionalizada, sólo en la esfera del arte. Y, dentro de la esfera del arte, no en la misma
proporción en todas las obras de arte. La mayor o menor participación de las obras de arte en lo no idéntico (en
lo verdadero) se relaciona con la negatividad propia de sus lenguajes artísticos. Las obras de arte modernas
practican un tipo de síntesis no conceptual (es decir, no coercitiva) que las obras de arte clásicas no estaban en
condiciones de practicar.

La síntesis conceptual es la síntesis propia de la metafísica de la identidad, mientras que el tipo de síntesis
no violenta de la que habla Adorno en el primer capítulo de Teoría estética es un tipo de síntesis que se practica
sólo en la obra de arte. Por eso, vamos a ver, el concepto de obra de arte es tan restringido: no puede haber obra
de arte menor, ni obra de arte mala ni obra de arte falsa: sería un contrasentido. No todo lo que un artista hace y
presenta en sociedad como obra de arte es una obra de arte (aun cuando la venda en el mercado del arte como
obra de arte). Esta es una de las características de la modernidad estética que en la versión objetivista adorniana
se va a extremar: no todo lo que se postula como obra de arte puede ser obra de arte. Hay un principio de
demarcación entre lo que es obra de arte y lo que no que no lo pone exclusivamente la sociedad. Aunque el arte
sea la negación de la sociedad dentro de la sociedad (y, en ese sentido, sea cada sociedad la que delimita su
propia esfera del arte, lo que es arte dentro de sí misma), no por eso todo lo que se presenta dentro de la esfera
del arte como obra de arte es en verdad una obra de arte. Respecto de las obras de arte hay un principio de
demarcación que está dado por la relación con la verdad, es decir, por la relación con lo no idéntico a través de
la negatividad del lenguaje artístico. Recordemos que desde el principio de la clase dijimos que entre la obra de
arte y la sociedad hay una relación de refracción: cerrándose a una sociedad particular, las obras de arte se
relacionan negativamente con ella.

La síntesis no coercitiva, propia de la obra de arte (Adorno toma como paradigma de la obra de arte a la
obra de arte moderna) se caracteriza por mantener unidos los materiales artísticos de un modo que no implica
violencia. Los materiales artísticos, a su vez, siempre son históricos y se encuentran en un estado de
problematicidad particular: no es lo mismo escribir una novela antes que después del Ulises de Joyce, no es lo
mismo componer música antes que después de Beethoven o antes que después de Schönberg. El artista nunca se
encuentra con un material artístico virgen, carente de historia. Los materiales artísticos, según la época, tienen
más o menos historia acumulada. Han sido trabajados, previamente, de determinada manera. Por lo tanto,
siempre se les presentan a los artistas como problemáticos, como portadores de problemas. Cada artista, según el
momento en que trabaja los materiales artísticos, los encuentra con problemas distintos. Pero al encontrarse con
esos problemas que le plantea al artista el respectivo material con el que trabaja (por ej., el estado de la prosa
literaria después de Joyce), el artista no debería proceder frente a ellos aplicándoles una forma que equivalga, en
cuanto al grado de violencia de la síntesis implícita en ella, a la síntesis propia del concepto.

Si el concepto es la síntesis dominante, es decir, es el tipo de síntesis que realiza todo sujeto para vivir en
sociedad, eso significa que el sujeto, en relación comunicativa con lo otro de sí mismo, nunca conoce lo no
idéntico del objeto, sino lo idéntico de él (lo que el objeto tiene de idéntico lo tiene de idéntico con el sujeto).
Para que exista conocimiento por la vía del concepto, la cosa conocida se tiene que subordinar al concepto.
Fuera de la esfera del arte, por eso, no hay una relación entre sujeto y objeto que no sea una relación de
violencia. La subordinación de la cosa al concepto es una relación, para Adorno, de extrema violencia. Por
supuesto, esto viene de Dialéctica negativa y antes, de Dialéctica de la Ilustración, no es este el tema central
de Teoría Estética. Pero reaparece a su modo cuando Adorno habla, en relación a la obra de arte, de que en ella
sí es posible una síntesis no coercitiva.

El concepto simplifica la no-identidad absoluta que reina en la naturaleza. Y la simplifica en beneficio de


un sujeto que busca dominarla, aunque para dominarla deba previamente dominarse a sí mismo (es decir, para
dominar la naturaleza el hombre se tiene que constituir a sí mismo como sujeto: para eso, para ser sujeto, se
escinde entre su parte natural y su parte racional). El principio de identidad no puede existir sino bajo la forma
de la coerción hacia todo lo que en la naturaleza era individual. Por lo tanto, la identidad es algo introducido por
el sujeto, no es algo que esté en la naturaleza.

Ahora bien, esta lógica del dominio resulta irreversible: en la medida en que el sujeto aspira a dominar la
naturaleza, tiene que imponer el principio de identidad. No puede haber separación entre naturaleza y cultura si
no es por la violencia que implica el principio de identidad. Para Dialéctica negativa, el idealismo es el modelo
de toda metafísica, no es una metafísica más. Con el idealismo, empezando por Kant y terminando por Hegel, la
metafísica de la identidad se sincera respecto de sí misma. Es decir, la metafísica de la identidad se vuelve
autoconsciente de cuál es el tipo de operación que el sujeto realiza a través del concepto. El idealismo es, en
última instancia, el modo en el cual se vuelve autoconsciente para el sujeto cuál es su posición respecto de la
naturaleza. Y sólo en el marco de la filosofía moderna podía ocurrir ese momento de autoconsciencia dentro de
la metafísica de la identidad.

En ese sentido, en tanto hay una aspiración, de parte del sujeto, a dominar la naturaleza, la relación de
subordinación de la cosa al concepto es siempre una relación de violencia, de imposición del concepto a la cosa.
Los límites del mundo son los límites del sujeto: no hay nada que quede por fuera del control humano si se
impone irrestrictamente el principio de identidad. Digo irrestrictamente en el sentido de que el espíritu absoluto
es el espíritu subjetivo totalizado (el espíritu subjetivo, una vez que se ha expandido sobre toda la realidad, sin
que le quede nada por negar, deviene espíritu absoluto), de acuerdo con el planteo del “Excurso sobre Hegel” de
Dialéctica negativa (lo que el espíritu tiene de absoluto lo tiene por haberse totalizado, pero en su comienzo era
un mero sujeto). Absolutez (como atributo del espíritu) es en realidad totalización.
En la medida en que no queda ninguna porción de naturaleza que no esté subordinada al principio de
identidad, la realidad queda completamente subordinada al sujeto. No porque el sujeto haya devenido espíritu
verdaderamente, sino porque ha totalizado su lógica y ninguna parcela de realidad queda lejos de su alcance.
Entonces, el principio del concepto es un principio de síntesis de lo múltiple, pero de síntesis de lo múltiple
dada por la coerción. Se subsume lo particular bajo lo universal siempre de un modo coercitivo. Vamos a ver
que en la obra de arte el lenguaje mimético, que Adorno le atribuye a ella, permite un tipo de síntesis de lo
múltiple que se da a través de la forma.

El tipo de síntesis de que es capaz el arte tiene su paradigma en la obra de arte moderna. En la obra de
arte moderna se ejerce el menor grado de coerción posible sobre los materiales artísticos. Esto no quiere decir
que todas las obras de arte que se han dado en la historia del arte hayan sido articuladas por medio de síntesis
igual de no coercitivas. En principio, toda síntesis es una forma de subordinación de un elemento a otro. Ahora
bien, si bien el sujeto es capaz de síntesis menos coercitivas que la del concepto, la única prueba, para Adorno,
de que hay un tipo de síntesis divergente -en su grado de coerción- de la del concepto es, precisamente, la obra
de arte. No hay otro aspecto de la realidad que tenga este mismo tipo de síntesis no coercitiva. Según de qué
obra de arte estemos hablando, de qué período del arte, la síntesis va a ser más o menos coercitiva.

Por otra parte, al ser negación de la sociedad dentro de la sociedad, la obra de arte está condenada a
servirles a los hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Por lo tanto hay una condición intrínseca
de ideología en la obra de arte. Por la misma razón que puede cerrarse a la lógica social, por lo mismo que se
convierte en lo que la sociedad no es (dentro de la misma sociedad), los hombres la toman como compensación
por lo que en la sociedad no hay. Hay idea de Filosofía de la nueva música que Adorno, de algún modo, retoma
en Teoría Estética: la revolución sucedió en el arte y no en la sociedad. No es que Adorno se cite a sí mismo,
sino que, en realidad, nunca se desdice de esa idea en Teoría Estética. Sólo en el arte los hombres pueden
establecer una relación no coercitiva con lo otro de ellos mismos (con aquello que ellos podrían haber sido en
otras condiciones sociales que las vigentes). No debería haber sido así, justamente: la emancipación humana
debería haber sucedido en la sociedad y no en el arte. Pero los hombres tienen el arte que tienen porque no se
emancipan en la sociedad. Ahora bien, por eso mismo, el arte es ideología.

Es terrible que el burgués quiera un arte lujurioso y una vida ascética: al revés –dice Adorno- sería
mejor. Que el burgués busque en el arte lo que la sociedad no tiene (es decir, que convierta al arte en
compensación por lo que la sociedad no tiene) es la maldición del arte. El arte siempre sirve de consuelo de
todas las catástrofes sociales, de ese modo, es instrumentalizado como ideología. Esa sería la lectura burguesa
más pueril del arte: tomar la capacidad del arte de expresar lo no idéntico justamente como un consuelo por
no poder realizar la
revolución en la sociedad. De todos modos, hay un lenguaje negativo que la obra de arte es capaz de desarrollar
que no se puede, de alguna manera, desarrollar socialmente. En ese sentido, el arte puede ser verdadero aún
siendo ideología. De la misma manera que Hegel considera el arte algo serio independientemente de que para un
burgués puede ser motivo de entretenimiento (lo mismo pasa con la filosofía), Adorno considera que el arte
puede estar relacionado con la verdad (con lo no idéntico) a pesar de ser ideología. No hay en esta condición de
ideología que tiene el arte una razón por la cual Adorno lo desvalorice. En este punto, Adorno también es muy
hegeliano, por lo menos en la medida en que puede separar los usos sociales del arte de la relación que tiene el
arte con un lenguaje verdadero. El arte, en este sentido, puede ser verdad e ideología al mismo tiempo. Hay una
segunda respuesta posible a la pregunta por la negatividad que nos hicimos hace un rato: ¿qué es lo que le da a
la obra de arte esta capacidad de relacionarse con lo otro de sí misma de manera negativa, cerrándose en lugar
de abriéndose a la sociedad?. Volviendo a esta pregunta, una segunda posibilidad de respuesta está en pensar la
libertad que existe en la esfera del arte como una libertad que está en dialéctica con la opresión que existe en la
sociedad. Es decir: la libertad que tiene el arte está relacionada de una manera compleja –no simple ni directa-
con el hecho de que la sociedad permanece en condiciones de opresión. Así como, en el caso anterior,
hablábamos de hasta qué punto Adorno es hegeliano al reconocer para el arte la condición de verdad junto con
la condición de ideología, en este punto podríamos decir que Adorno es marxiano –muy marxiano- al advertir
que en una sociedad emancipada los hombres no necesitarían del arte. En la sociedad emancipada el arte y la
filosofía no tendrían la relación que tienen con los hombres en una sociedad no emancipada. El arte no podría
representar ese carácter de “reserva natural” que representa dentro de la sociedad no emancipada. Es decir, el
carácter verdadero que tiene el arte en una sociedad falsa –como es la sociedad no emancipada- no podría
tenerlo en una sociedad verdadera –en la sociedad emancipada-. El arte es verdadero en una sociedad falsa: no
es que el arte es verdadero en sí. El arte porta una promesa de felicidad en la medida que esa promesa no puede
realizarse socialmente.

En condiciones históricas bajo las cuales los hombres podrían materialmente haberse emancipado (algo
que no podría suceder antes de la sociedad burguesa) y, sin embargo, no lo hicieron (es decir, a partir de que la
burguesía rompe su alianza coyuntural con el proletariado en siglo XIX), el arte se convierte en la esfera donde
reina un grado de libertad que la sociedad no tiene. Antes de ese momento, antes de que la sociedad burguesa se
enfrentara a su propia paradoja (la paradoja de la burguesía: la de crear las condiciones materiales para la
emancipación, al mismo tiempo que se aterroriza de la posibilidad de que realmente todos los hombres se
emancipen y acaben con el orden social que garantiza los privilegios que ella le arrebató a la aristocracia), el
arte no tenía este status de verdad: el de ser verdadero en medio de lo falso. Adorno es, si quieren ustedes,
polémicamente defensor de la autonomía de la obra de arte. Digo “polémicamente”, porque hay algo de injusto
y de artificial –también de insostenible- en esta situación por la cual una sociedad falsa tiene un arte verdadero.
En
un punto, para un materialista como Adorno, es un escándalo. Si la sociedad deviniera verdadera (es decir, si los
hombres se emanciparan de sí mismos y de las condiciones materiales que los llevan a explotar a otros
hombres), no podemos asegurar que el arte y la filosofía desaparecerían materialmente –porque, de hecho, no lo
podemos saber-, pero sí desaparecería esta posición que tienen en la sociedad falsa: la de ser la negación de la
sociedad falsa dentro de una sociedad falsa. No se trata, en el caso del arte, de la misma paradoja que, para
Adorno, padece la moralidad kantiana (como expresión del mundo burgués): en la sociedad en que es necesaria
(en la sociedad no emancipada) es imposible, y en la sociedad en la que sería posible (en la sociedad
emancipada) sería innecesaria. En el caso del arte, en la sociedad no emancipada, justamente, es donde él es
posible. Hay una relación entre la irrealización de la utopía en la sociedad y la realización de la utopía en el arte
que es muy adecuada –muy cómoda, también- para la sociedad burguesa. Es “ideal para el burgués”.

Pues la libertad absoluta en el arte, es decir, en algo particular, entra en contradicción con la situación
perenne de falta de libertad en el todo [Es decir, hay libertad en esa parte de la sociedad -en el arte-, en la
medida que hay falta de libertad en el todo] En el todo, el lugar del arte se ha vuelto incierto. La autonomía
que el arte obtuvo tras quitarse su función cultual y sus secuelas, se nutría de la idea de humanidad, por lo
que se tambaleó cuanto menos la sociedad se volvía humana. En el arte desaparecieron, como consecuencia
de su propia ley de movimiento, los constituyentes procedentes del ideal de humanidad, pero la autonomía
del arte es irrevocable. [Adorno, T. W., Teoría estética, op. cit., p. 9]

Por un lado, la sociedad burguesa hay que entenderla como el único contexto en el cual el arte, para
Adorno, se puede volver autónomo. En la sociedad burguesa, de algún modo, están dadas las condiciones para
que los hombres proyecten en la sociedad la emancipación social y no la circunscriban a una esfera donde esa
posibilidad permanecería intacta pero irrealizable. Pero la emancipación social no sucede (pensemos,
fundamentalmente, en el fracaso de la Comuna, en 1871 y en la represión a los comuneros). Por lo tanto, se
trataría de pensar esa libertad que queda irrealizada en la sociedad e intacta en el arte como una libertad que es
proporcional a la falta de libertad (o al grado de opresión) en el todo (en la sociedad devenida un todo). Esa
libertad que reina en el arte no es una libertad que le pertenezca intrínsecamente, sino que le pertenece a la
sociedad.

Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada, en la medida que no se realiza socialmente,
tiene la posibilidad de desarrollarse no absolutamente sin obstáculos pero, por lo menos, con otro tipo de
obstáculos que no son los que puede tener la libertad social. Si las libertades sociales son siempre restrictas, la
libertad del arte no es irrestricta pero tiene otras restricciones que las sociales. Se trata de las restricciones
propias de la forma. La forma es la racionalidad de la obra de arte.

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