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Carlos III. Madrid, 20.I.1716 – 14.XII.1788. Rey de Nápoles y de España.

Nació el infante don Carlos entre las tres y las cuatro de la madrugada del 20 de enero de 1716, en
el viejo Alcázar de Madrid. Era hijo de Felipe V (1683-1746) y de su segunda esposa, Isabel de
Farnesio (1692-1766). El bautizo público y solemne tuvo lugar cinco días después, el 25 de enero
de 1716, en el Real Monasterio de los Jerónimos, oficiado por el arzobispo de Toledo, Francisco
Valero y Losa. El primogénito de Isabel de Farnesio llegaba al mundo con la todavía reciente paz,
alcanzada tras la Guerra de Sucesión a la Corona de España, y, a las pocas semanas de la muerte, en
Versalles, el 1 de septiembre de 1715, de su poderoso bisabuelo, Luis XIV de Francia. Sin embargo,
aunque era hijo de reyes, nada hacía presagiar que reinaría en España. En la línea de sucesión al
trono le precedían dos hermanos, Luis (1707-1724) y Fernando (1713-1759), hijos de la primera
esposa de su padre, María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714). Viudo Felipe V a los treinta y un
años, el 14 de febrero de 1714, después de trece de matrimonio, contraería nuevas nupcias apenas
siete meses después, el 16 de septiembre de 1714, con Isabel de Farnesio, hija única de Eduardo III,
duque de Parma, y de Dorotea Sofía, condesa palatina del Rin y duquesa de Baviera.
Desde un principio, Isabel de Farnesio impulsó una compleja política dinástica, dirigida a evitar que
su primogénito fuese un infante sin herencia. Contaba, para ello, con sus derechos sucesorios,
aunque inciertos, como miembro perteneciente a dos poderosos linajes italianos, entonces en vías de
extinción: el de los Farnesio y el de los Medici. Como hija y única heredera de Eduardo III,
fallecido en 1693, aspiraba a la sucesión en los ducados de Parma y Piacenza (Plasencia), cuyo
titular era su tío, el duque Francisco, pero cuyo heredero, su hermano Antonio, padecía una
monstruosa obesidad, no siendo previsible, ni que disfrutase de una larga vida, ni que tuviese
sucesión. Más lejanos eran sus derechos sucesorios al Gran Ducado de Toscana, a pesar de que
Cosme III de Medici, al morir sin descendencia su primogénito Fernando, y no tener esperanzas de
que su segundogénito, Juan Gastón, consiguiera descendencia, se mostrase favorable a que le
sucediese un hijo del Monarca español. Y ello porque Isabel de Farnesio era hija del primogénito
descendiente de Margarita de Medici, hermana del padre del gran duque, Cosme III.
Siendo costumbre en la Corte de España que los infantes estuviesen, hasta los siete años, a cargo de
mujeres, no siéndoles puesto cuarto separado y servicio de hombres hasta cumplir dicha edad, a los
tres días de nacer el infante don Carlos recibió su nombramiento la aya, María Antonia de Salcedo,
marquesa de Montehermoso. La tarea de enseñarle a leer y a escribir correspondió a su maestro, el
francés Joseph Arnaud, junto con el padre Ignacio Laubrusel y el padre Saverio de la Conca,
maestro de Moral, desde 1723. Al comunicar su alumbramiento, la Gazeta de Madrid de 21 de
enero de 1716 destacó que el infante recién nacido era robusto de cuerpo. Una excelente salud sería,
desde luego, principal característica del futuro Rey. También fue calificado, entonces, de hermoso.
Su más destacado biógrafo, Carlos José Gutiérrez de los Ríos, VI conde de Fernán-Núñez (1742-
1795), que fue su gentilhombre de cámara con ejercicio entre 1764 y 1772, precisa, a este respecto,
que “había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco”. Con el paso del tiempo, su rostro
perdería la armonía, con el desarrollo de una muy prominente y distintiva nariz, y su tez se haría
muy morena, como consecuencia del ejercicio de la caza, hasta el punto de que, sin camisa, “parecía
que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido”. Muy niño
aún, el infante don Carlos acompañaría a su padre, y a su hermano Fernando, en una primera cacería
real, que tuvo lugar en El Escorial, el 23 de noviembre de 1722. Pronto comenzó, por tanto, su
inquebrantable afición cinegética.
Cumplidos ya los siete años de edad, el 1 de agosto de 1723, al frente de su cuarto personal fue
colocado, como ayo, el duque de San Pedro, y, como teniente de ayo, Francisco Antonio de Aguirre,
hijo de la marquesa de Montehermoso. Junto al aprendizaje de las primeras letras, comenzaron a
serle impartidas otras materias: Geografía, Cronología, Historia General y Sagrada, Historia de
España y de Francia, Táctica Militar y Náutica. Bien dotado para los idiomas, además del
castellano, llegó a hablar el francés y tres dialectos italianos (florentino, lombardo y napolitano), y a
escribir en latín. Después de casado, en Nápoles, para complacer a la reina María Amalia,
aprendería algo de alemán. La educación cortesana también incluía la equitación y el baile, y, en
general, la música. Por esta última, en cambio, nunca sintió inclinación alguna. Siempre mostró, por
el contrario, gran habilidad e interés por los oficios manuales (la relojería, la imprenta), y por los
juegos, como el billar. Supo manejar el torno, llegando a fabricar diversos objetos personales, como
el puño de su bastón. Destacó, asimismo, en el estudio de la Geometría y las Matemáticas, por su
afición a las flores y los árboles, y por sus conocimientos de táctica militar y de fortificaciones.
En marzo de 1724, tras el fallecimiento del gran duque de Toscana, Cosme III, fue reconocida la in-
vestidura eventual de don Carlos sobre dicho ducado, en virtud de los acuerdos de la Cuádruple
Alianza (de 1718, entre Austria, Francia, Inglaterra y Holanda, para vigilar el cumplimiento, por
España, del Tratado de Utrecht de 1713), por parte del emperador austríaco, Carlos VI. También por
aquellas fechas se produjo un doloroso acontecimiento, directamente favorable para sus
expectativas sucesorias, en este caso, en España. Felipe V había abdicado en favor de su her-
manastro, Luis I, el 10 de enero de 1724, retirándose al recién construido palacio de San Ildefonso.
Una decisión sorprendente, incluso dentro de los círculos cortesanos y diplomáticos, que no
resultaría definitiva. Al fallecer Luis I, víctima de la viruela, el 31 de agosto, apenas transcurridos
ocho meses, en el que sería bautizado después como reinado relámpago, Felipe V resolvió retornar
al trono, y no que le sucediese el segundogénito de su matrimonio con María Luisa de Saboya, el
infante don Fernando. Mientras tanto, la Familia Real iba haciéndose más numerosa, puesto que
Isabel de Farnesio daría a luz siete veces: Francisco, en 1717, que sólo sobreviviría un mes; María
Ana Victoria, el 31 de marzo de 1718, que llegaría a ser reina de Portugal, al casarse con José I;
Felipe, el 15 de marzo de 1720, que contraería matrimonio, en 1739, con Luisa Isabel, primogénita
de Luis XV de Francia, y que terminaría como duque de Parma, Plasencia y Guastalla, y cabeza de
una nueva rama reinante, los Borbón-Parma, de la extensa familia borbónica; María Teresa, el 11 de
junio de 1726, que llegaría a desposarse con el delfín de Francia; Luis Antonio, el 25 de julio de
1727, consagrado a la Iglesia, arzobispo de Toledo (1735) y cardenal (1741), una carrera que
abandonaría, empero, para instalarse en la Corte, en 1754, y casarse morganáticamente con María
Teresa Villabriga y Rozas, hija del conde de Torreseca, en 1776, lo que le alejaría del ya rey Carlos
III, quien le obligó a residir en la villa abulense de Arenas de San Pedro; y, por último, el 17 de
noviembre de 1729, María Antonia Fernanda, que obtendría el título de reina de Cerdeña al enlazar
con Víctor Amadeo II de Saboya, en 1750.
En 1728, cuando fray Jerónimo Benito Feijoo realizó su primer viaje a la Corte, para presentar el
segundo tomo de su Teatro Crítico Universal, don Carlos, apenas un adolescente de doce años, le
recibió en audiencia. El encuentro dejó patente huella en Feijoo, puesto que, en sus Cartas eruditas
y curiosas (la número XXV), comenzadas a publicar desde 1742, no dejó de anotar un comentario
sobre el carácter firme del infante, en el que había podido “observar mal avenida la apacibilidad del
semblante con el rigor de la sentencia”. Con trece años de edad, en enero de 1729, acompañaría a
sus padres en un viaje a Badajoz, cuyo destino era celebrar los desposorios de su hermana María
Ana con José, príncipe del Brasil y heredero de la Corona de Portugal, y del infante Fernando,
príncipe de Asturias y futuro Fernando VI, con Bárbara de Braganza (1711-1758), hija de Juan V de
Portugal. Desde Extremadura, la Corte española no regresó a Madrid, sino que se encaminó hacia
Andalucía, donde habría de permanecer aproximadamente un lustro. Aunque la excusa oficial era
visitar la flota de las Indias, lo cierto es que Isabel de Farnesio quería distraer al Rey de sus ataques
de melancolía, y aliviar sus desarreglos mentales. A Sevilla llegarían el 3 de febrero de 1729,
alojándose en los Reales Alcázares. Precisamente en la capital hispalense fue firmado el tratado de 9
de noviembre de 1729, entre Inglaterra, Francia, Holanda y España, que expresamente reconocía los
derechos sucesorios de don Carlos a los ducados de Parma y Plasencia. En este estado de cosas,
diplomático, político y militar, el día en el que el infante don Carlos cumplía quince años, el 20 de
enero de 1731, falleció sin descendencia el duque de Parma, Antonio de Farnesio. Su hora había
sonado. En Sevilla, la Corte aprestó la ceremonia de solemne despedida del joven Soberano para el
20 de octubre de 1731. Contaba con Casa propia desde el 10 de octubre, al frente de la cual, como
ayo y mayordomo mayor, estaba Antonio de Benavides, conde de Santisteban del Puerto, del que
dependían más de sesenta servidores, entre ellos, como gentilhombre de cámara, José Miranda,
duque de Arion, y futuro duque de Losada. La comitiva recorrió los pueblos y ciudades de España,
y la costa mediterránea francesa, durante casi dos meses. En el puerto de Antibes le esperaba una
poderosa escuadra anglo-española, bajo el mando conjunto del almirante Carlos Wagger y de
Esteban Mari Centurione, marqués de Mari. Se hizo a la mar el 23 de diciembre, desembarcando en
el puerto de Livorno (Liorna) el 26 de diciembre de 1731. El infante don Carlos pisaba tierra
italiana, y, con casi dieciséis años, concluía su infancia y adolescencia políticas.
Por medio de la Convención de Florencia, de 25 de julio de 1731, José Patiño, secretario de Estado
y del Despacho de Guerra, Hacienda, Marina e Indias, y Juan Bautista de Orendain, secretario del
Despacho de Estado, habían conseguido que el gran duque de Toscana, Juan Gastón de Medici,
reconociese como príncipe heredero al infante don Carlos. Por eso, cuando entró en Florencia, el 9
de marzo de 1732, fue recibido por la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María, hermana de Juan
Gastón, quien, enfermo en la cama, no permitió simbólicamente que le besara primero la mano, en
señal de reconocimiento. En Pisa conoció a Bernardo Tanucci (1698-1783), lector de Derecho
Público en la Universidad y asesor de los tribunales, a quien Felipe V nombraría asesor de cámara
del infante don Carlos, y que éste, convertido aquél en su mentor y confidente, distinguiría con una
relación de particular amistad, que culminaría con su designación como ministro de Gracia y
Justicia, y de Estado, en Nápoles, la concesión del título de marqués, y el de regente del reino
napolitano durante la minoría de edad de su hijo, Fernando I. Seis meses después de su llegada a
Florencia, el 6 de septiembre de 1732, el infante don Carlos partió para la ciudad de Parma, a fin de
tomar allí posesión de los ducados de Parma y Plasencia, que estaban gobernados, en su nombre,
por la duquesa Dorotea de Neoburgo, abuela materna y tutora suya. La entrada solemne tuvo lugar
el 9 de septiembre, haciendo lo mismo en el ducado de Plasencia el 22 de octubre de 1732.
Como consecuencia de una nueva Guerra de Sucesión, ahora de Polonia (1733-1735), la península
italiana se habría de convertir, muy pronto, en escenario bélico. Con ocasión de la misma, Felipe V
y Luis XV suscribieron el Primer Pacto de Familia, en El Escorial, el 7 de noviembre de 1733. Con
dieciocho años, el 20 de enero de 1734, el infante don Carlos fue declarado generalísimo de los
ejércitos españoles en Italia, bajo la asistencia efectiva del reconquistador de la plaza de Orán, José
Carrillo de Albornoz, III conde de Montemar. En febrero de 1734, las tropas borbónicas se
encaminaron hacia Florencia, y después a Nápoles. Encabezando a los representantes napolitanos,
el príncipe de Centola, el 9 de abril, hizo entrega de las llaves de la ciudad a don Carlos, quien, a su
vez, proclamó a su padre como Monarca de aquel reino. Por su parte, Felipe V cedió solemnemente
a su hijo, el 30 de abril de 1734, el reino conquistado de Nápoles, contando con el favor y
aceptación del pueblo. Y ello, en teoría, porque el joven rey Carlos reunía en su persona los
derechos sucesorios históricos de Fernando el Católico y de Luis XII de Francia, lo que significaba
poner término formal a más de dos siglos de sometimiento, desde 1504, ora a España, ora a Austria.
La entrada triunfal en la ciudad de Nápoles tuvo lugar el 10 de mayo de 1734, siendo multitudinario
el recibimiento del pueblo, que prefería un Rey considerado propio, y no a simples virreyes
enviados desde Madrid o Viena. Una vez conquistada la isla de Sicilia, en Palermo, el 3 de julio de
1735, en su iglesia catedral, fue coronado rey de Nápoles y de Sicilia. Nacía una Monarquía
independiente, el reino de las Dos Sicilias, en la que su titular, Carlos VII de Nápoles y V de Sicilia,
contaba sólo con diecinueve años.
Durante los veinticinco años, entre 1734 y 1759, que Carlos fue rey de las Dos Sicilias, que le
proporcionaron, por otro lado, una experiencia decisiva para su posterior labor de Rey en España,
mantuvieron su autonomía ambos reinos, junto con sus respectivas leyes, instituciones y privilegios.
Un reinado, el suyo, que ha sido considerado como el punto de partida de la historia moderna en la
Italia meridional. Aunque Nápoles fue elegida como capital del nuevo reino, Carlos III (también así
conocido en tierras napolitanas) se mostró siempre atento a los problemas de gobierno en Sicilia.
Prueba de ello fue su protección a los comerciantes sicilianos, su decidida lucha contra el bandidaje,
la provisión en sus naturales de los beneficios abaciales y episcopales, la construcción del Instituto
del Buen Pastor, destinado a ejercer la caridad con los niños desamparados, o su respeto hacia el
Parlamento de Sicilia. En el reino de Nápoles no había Inquisición, pero el feudalismo poseía gran
fuerza, frente a un poder central debilitado. La Iglesia, rica y poderosa, veía acrecentada su
influencia por la proximidad de la Corte pontificia. La triple inmunidad (personal, local o derecho
de asilo, y real o amortización) de los eclesiásticos generaba continuos conflictos de jurisdicción,
acogiéndose a lugar sagrado miles de delincuentes. De ahí que un primer éxito del rey Carlos fuese
el Concordato de 1741, concluido con el papa Benedicto XIV, que permitió contener algo dichos
excesos, reducir el número de conventos, y controlar la asignación de beneficios eclesiásticos.
Menos afortunada fue su política de limitar, en 1738, las jurisdicciones de los numerosos señores
feudales (barones) existentes. Cuantiosas sumas de dinero fueron gastadas, en 1736, para hacer más
seguro y capaz el puerto de Nápoles, y la capital se benefició de la incontestable vocación edilicia y
constructora del Monarca, bajo la dirección del arquitecto Luigi Vanvitelli. Entre los edificios pú-
blicos destacaron el teatro de San Carlos y el hospicio (Albergo dei Poveri). Y, entre los palacios
reales, los de Capodimonte, Portici y Caserta. También fomentó el comercio y algunas industrias
(de cerámica, vidrio, armas, tejidos), e impulsó los primeros trabajos de establecimiento del
catastro. Sin olvidar su permiso a los judíos, otorgado por un edicto de 13 de febrero de 1739, para
retornar al reino de Nápoles, de donde habían sido expulsados por Carlos V, pese a que supondría
un fracaso, puesto que fueron pocos los que se acogieron a tal medida, revocada en 1742. El pro-
grama reformista alentado por el rey Carlos no tuvo adecuada expresión, pese a todo, en el Código
carolino, una magna recopilación legislativa promulgada, con limitados alcances, en 1749.
Obediente siempre a sus progenitores, don Carlos dejó en sus manos la elección de esposa. La
elegida, joven y católica, fue María Amalia Walburga (1724-1760), hija primogénita de Federico
Augusto III, elector de Sajonia y rey de Polonia, y de la archiduquesa austríaca María Josefa, hija, a
su vez, del emperador José I de Austria. La boda se celebró, por poderes, el 9 de mayo de 1738, en
la ciudad de Dresde. Para conmemorar su enlace matrimonial, el rey Carlos fundó la Real Orden de
San Jenaro, patrón de Nápoles; al igual que, en 1772, para conmemorar el nacimiento del primer
hijo varón del príncipe de Asturias, el futuro rey Carlos IV, crearía la Real y Distinguida Orden
Española de Carlos III. La reina María Amalia, de hondas convicciones religiosas, daría a luz en
trece ocasiones, seis varones y siete mujeres: María Isabel (1740-1742), que no llegó a cumplir los
dos años de vida; tampoco María Josefa Antonia (1742), que murió a los dos meses; ni María Isabel
(1743-1750), que falleció a los siete años; María Josefa Carmela (1744), en cambio, aunque
pequeña y contrahecha, sobrevivió, permaneciendo soltera hasta que murió, en Madrid, en 1808;
María Luisa Antonia (1745) resultó más afortunada, puesto que se casó, en 1764, con el emperador
Leopoldo II de Austria, hijo de la emperatriz María Teresa y de Francisco I de Lorena; murió en
Viena, en 1792; Felipe Pascual (1747-1777), el primer varón, pero, deficiente físico y mental, que
nunca pudo hablar, por lo que sería incapacitado; Carlos Antonio (1748-1819), que llegaría a ser rey
de España, bajo el nombre de Carlos IV, y se casaría, en 1765, con María Luisa de Parma; tras
María Teresa (1749-1750), muerta a los pocos meses, volvieron a nacer más varones, Fernando
(1751-1825), que sería el sucesor de su padre en el reino de Nápoles, aunque no siempre mantuvo
buenas relaciones con la Corte de España, y que contraería matrimonio con María Carolina, hija de
María Teresa, emperatriz de Austria; Gabriel Antonio (1752-1788), hijo predilecto del rey Carlos,
que acabaría casándose con María Ana Victoria, hija mayor de los reyes de Portugal; María Ana
(1754-1755), que no sobreviviría un año; Antonio Pascual (1755), que se casaría con una sobrina
suya, hija de su hermano Carlos IV, falleció en Madrid, en 1817; y Francisco Javier (1757-1771),
que moriría a los catorce años.
El mecenazgo artístico del rey Carlos alcanzó su más perdurable expresión en las excavaciones de
Herculano y Pompeya. Aunque su emplazamiento ya era conocido, le corresponde el mérito de
haber organizado, de forma sistemática, las tareas de recuperación de las ciudades sepultadas por el
Vesubio en su famosa erupción del año 79 d. C. Con ocasión de la construcción de su palacio de
Portici, en la ladera del Vesubio, comenzaron oficialmente las excavaciones de Herculano el 22 de
octubre de 1738, bajo la dirección del ingeniero aragonés Roque Joaquín de Alcubierre. Los
hallazgos fueron sucediéndose a ritmo creciente: arquitrabes de mármol, estatuas, trozos de bronce
dorado, fragmentos de inscripciones, pinturas murales, mosaicos, papiros. Las excavaciones en
Pompeya nada tuvieron de casuales, puesto que, a diferencia de Herculano, no había sido sepultada
por la avalancha de fango volcánico, sino por la ceniza que cayó en gran abundancia sobre ella, que,
apelmazada con el tiempo, dejó al descubierto las partes altas de algunos edificios. Comenzaron el
30 de marzo de 1748, siendo excavadas notables construcciones, como el anfiteatro, el teatro
grande, el teatro pequeño u Odeón, el templo de Isis, o el cuartel de los gladiadores y su gran
palestra. También dirigidas por Alcubierre, fueron iniciadas las excavaciones de Estabia, el 7 de
junio de 1749. Para acoger los valiosos tesoros encontrados (monedas, joyas, lucernas, vasijas), el
rey Carlos fundó en Portici dos importantes instituciones: la Real Academia Herculanense, en 1755,
con la finalidad de estudiar e ilustrar tales descubrimientos arqueológicos, lo que se hizo
publicando, entre otros, ocho tomos sobre las Antigüedades de Herculano, impresos, desde 1757, en
la Real Imprenta de Nápoles; y el Real Museo Herculanense, creado en 1758, para exponer los
diversos objetos encontrados, siendo el predecesor del posterior Museo Arqueológico de Nápoles.
Bajo su patrocinio se había iniciado, conscientemente, el estudio de aquellas antigüedades romanas,
que se convertirían en el modelo neoclásico de la cultura artística europea del siglo XVIII.
Con la desaparición del emperador Carlos VI, el 20 de octubre de 1740, comenzó la Guerra de
Sucesión a la Corona de Austria, puesto que algunas potencias europeas no querían reconocer como
heredera a su hija, María Teresa de Austria. La alianza francoespañola cristalizaría en el Tratado de
Fontainebleau, de 28 de octubre de 1743, el llamado Segundo Pacto de Familia, y, aunque en su
articulado se preveía la neutralidad del reino de las Dos Sicilias, don Carlos no quiso mantenerse al
margen de la contienda. A punto de ser hecho prisionero, en Velletri, el 11 de agosto de 1744, por
las tropas austríacas, a la postre, sin embargo, la Paz de Aquisgrán, de 30 de abril de 1748,
terminaría entronizando a su hermano Felipe como duque de Parma, Plasencia y Guastalla. Por lo
que respecta al gobierno interior del reino de las Dos Sicilias, la reforma fiscal emprendida terminó
por fracasar, consiguiéndose sólo la reversión de algunas rentas reales al patrimonio regio, y una
gestión más directa de la real hacienda en el cobro de los tributos. Fue fundado, en 1751, el Banco
de Nápoles, al tiempo que se intentaba unificar el sistema monetario. La agricultura, por el
contrario, siguió siendo de mera subsistencia, y la ganadería, trashumante. Fueron los claroscuros
del reinado carolino napolitano, tímidamente reformista.
Un reinado que, para entonces, en 1759, iba ya a concluir. En España, la reina Bárbara de Braganza
había muerto el 27 de agosto de 1758. Desde entonces, comenzó la lenta y terrible agonía de
Fernando VI, recluido en el castillo de Villaviciosa de Odón. Sumido en la depresión y la locura, el
Monarca estaba incapacitado, de hecho, para gobernar. No tenía sucesión, y no había previsión de
que pudiese tenerla. Paralizado el gobierno, y hasta la administración ordinaria de la Monarquía
española, el rey Carlos se mantenía, sin querer intervenir públicamente, informado de todo, a través
de su embajador ante la Corte del Rey Católico, el príncipe de Yacci; del secretario del Despacho de
Estado, Ricardo Wall; y de su madre, Isabel de Farnesio. Al fin, se decidió a dictar una Real Orden,
el 5 de agosto de 1759, dirigida a los Reales Consejos de la Monarquía española, y, en especial, al
de Castilla y al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, instando a ser informado de los asuntos
de mayor gravedad, en los que fuese precisa resolución soberana. No en vano, Fernando VI le había
reconocido, en un testamento otorgado el 10 de diciembre de 1758, como heredero universal suyo,
al tiempo que nombraba como gobernadora provisional a la Reina madre. Todo concluyó, no
obstante, al morir Fernando VI, en Villaviciosa de Odón, el 10 de agosto de 1759. La noticia llegó a
Nápoles el 22 de agosto. Con sesenta y seis años, Isabel de Farnesio salió de su forzado retiro en el
Real Sitio de San Ildefonso, y se encaminó a Madrid, para asumir su cargo de gobernadora interina.
Carlos III fue proclamado rey de España y las Indias, en una ceremonia simbólica celebrada en
Madrid, el 11 de septiembre de 1759. Puesto que diversos tratados (de Aquisgrán, de Aranjuez)
habían establecido que don Carlos no podía unir las dos Coronas, de España y las Dos Sicilias, tras
inhabilitar a su primogénito, el infante Felipe Pascual, duque de Calabria, incapacitado física y
mentalmente para reinar, como se ha dicho, cedió la segunda a su hijo, el infante Fernando, un
menor de ocho años que había de quedar bajo la tutela de un Consejo de Regencia, encabezado por
Tanucci, el 6 de octubre de 1759.
En una escuadra comandada por Juan Navarro, marqués de la Victoria, Carlos III de España se em-
barcó, rumbo al puerto de Barcelona, el 7 de octubre de 1759. El pueblo napolitano acudió
masivamente a despedir a su rey, a su Carluccio. En lugar de aportar en Cartagena o Alicante,
Carlos III quiso desembarcar en Barcelona, lo que hizo el 17 de octubre de 1759, como gesto
político de reconciliación de la dinastía borbónica con los catalanes, a fin de borrar el recuerdo de la
Guerra de Sucesión. Llegó Carlos III finalmente a Madrid, el 9 de diciembre de 1759, bajo una
lluvia torrencial. La entrada solemne y oficial en la capital de la Monarquía no tuvo lugar, sin em-
bargo, hasta seis meses después, el domingo, 13 de julio de 1760. A los pocos días, el 19 de julio,
fueron celebradas Cortes en la iglesia de los Jerónimos, cuyo objetivo primordial fue el de que el
reino prestase juramento de fidelidad a su nuevo Rey, al tiempo que éste se comprometía a defender
las libertades y franquezas de sus ciudades y villas. Reconocido así, públicamente, como Soberano,
mayor importancia tuvo que fuese proclamado su hijo, Carlos Antonio, que había nacido en
Nápoles, príncipe de Asturias y heredero del trono, a pesar de que la llamada Ley sálica, establecida
por su padre, Felipe V, en las Cortes de 1712-1713, luego recogida en el denominado Auto
Acordado de 10 de mayo de 1713, preveía que el heredero debería nacer en España. Quedaba
subsanado, así, este defecto de capacidad para reinar del futuro Carlos IV. Poco habría de durar la
alegría del regreso para el nuevo Monarca, que contaba con cuarenta y cuatro años, ya que, cuando
apenas llevaba once meses, falleció prematuramente la reina María Amalia de Sajonia, el 27 de
septiembre de 1760, a los treinta y siete de edad. Hasta su muerte, Carlos III se mantendría viudo.
Su madre, ya anciana, que no había logrado mantener tampoco buenas relaciones con la difunta
Reina, también permanecería apartada del poder, en el palacio de La Granja, hasta su fallecimiento
en julio de 1766. De inmediato, el Soberano perfiló algunas modificaciones, pequeñas, en el régi-
men de gobierno. Decisiones simbólicas suyas fueron la puesta en libertad de Melchor Rafael de
Macanaz (1670-1760), que había sido fiscal del Consejo Real de Castilla con su padre, Felipe V,
entre 1713 y 1715, y que se hallaba prisionero en el castillo de San Antón, en La Coruña; y de
Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada (1702-1781), que había sido
secretario de Estado y del Despacho de Guerra, Marina, Hacienda e Indias con su hermano,
Fernando VI, entre 1743 y 1754, desterrado en Granada y en el Puerto de Santa María. Aceptando la
herencia administrativa del anterior reinado, únicamente fue sustituido el titular de la Secretaría del
Despacho de Hacienda por Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, su ministro de Hacienda
en Nápoles, que el Monarca había traído consigo, el 8 de diciembre de 1759. Permanecieron los
restantes secretarios del Despacho, en cambio, en sus anteriores cargos. En este primer equipo
ministerial de Carlos III, fueron Wall y Esquilache los que asumieron el protagonismo político.
Su política inicial, y la de sus ministros, se proyectó sobre tres campos principales: la Hacienda, el
Ejército y la Marina. La política financiera partió del reconocimiento de las deudas de la Corona en
el reinado de su padre, Felipe V, que Fernando VI se había negado a asumir. Las reformas en el
Ejército y la Marina, la reorganización de sus cuerpos armados, y el fomento de la Marina, venían
reclamadas por la situación internacional, en plena Guerra de los Siete Años (1756-1763). De la
correspondencia que Carlos III mantuvo con Tanucci, a través de la cual estuvo siempre informado
de los asuntos napolitanos, aconsejando u ordenando lo que se debía hacer, sobre todo, durante la
minoridad de su hijo, Fernando I, se desprende que su propósito inicial era el de sostener una
neutralidad armada. No resultaría posible. En vista de los éxitos militares británicos en el Canadá,
Francia consiguió quebrantarla, ayudada por la actitud hostil inglesa. El Tercer Pacto de Familia fue
suscrito el 15 de agosto de 1761, e Inglaterra declaró la guerra a España en diciembre de 1761. Con
un ejército y una marina todavía no preparados, las consecuencias fueron desastrosas: fracaso en el
asedio de Gibraltar, pérdida de la Florida, y ocupación de las plazas de La Habana y de Manila. El
único éxito apreciable sería la toma de la colonia portuguesa de Sacramento, en la orilla oriental del
Río de la Plata. El tratado de paz de París, de 10 de febrero de 1763, consagró a Gran Bretaña como
la gran potencia hegemónica europea: España tuvo que devolver a Portugal la colonia de Sa-
cramento, recuperar La Habana y Manila a cambio de entregar a Inglaterra ambas Floridas, oriental
y occidental, y aceptar el corte del palo de tinte en Honduras. En compensación por tales pérdidas,
Francia cedió a España la Luisiana.
Comenzaba el reinado en España, por tanto, con una derrota exterior. Quizá, por eso mismo, los
proyectos de reforma de la Monarquía española, tanto en el interior como en el exterior, como base
de su recuperación, recibieron un impulso todavía más firme, con nuevos protagonistas. En
sustitución de Wall, Jerónimo Grimaldi, futuro marqués de Grimaldi, fue nombrado secretario del
Despacho de Estado el 1 de septiembre de 1763, al tiempo que Esquilache unía a su Secretaría de
Hacienda la de Guerra. No mucho después, el 16 de enero de 1765, Manuel de Roda y Arrieta
accedió a la Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia. Con anterioridad, en 1762,
Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1802), futuro conde de Campomanes, había obtenido la fis-
calía del Consejo Real de Castilla, al igual que, en 1766, José Moñino y Redondo (1728-1808), fu-
turo conde de Floridablanca. Un italiano, Félix Gazzola, conde de Gazzola, fue designado, en 1764,
para organizar y modernizar las enseñanzas en el Colegio de Artillería de Segovia. Las reformas
interiores fueron propugnadas, principalmente, por Campomanes, aunque también por otros
ministros y oficiales de la Monarquía (Aranda, Olavide), en muy diversos ámbitos: reducción del
número de fueros o jurisdicciones exentas, y máxima expansión de la jurisdicción real u ordinaria;
proyecto (junto con Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda) de una ley general
de amortización, o de limitación de la adquisición de bienes raíces por parte del clero secular y
regular; incorporación de señoríos y rentas a la Corona; establecimiento del derecho regio de
retención de bulas y breves pontificios (regium exequatur), y restricción del derecho de asilo
eclesiástico; reforma de la organización y funcionamiento de la administración de justicia, tanto en
la Administración Central (Salas de Provincia y de alcaldes de Casa y Corte del Consejo de Castilla,
Alcaldías de cuartel y de barrio), como en la Administración territorial (creación de la Audiencia
Real de Extremadura, de una carrera de corregimientos y varas), y la Administración municipal (los
nuevos oficios de diputados y procuradores síndicos personeros del común implantados en 1766, la
mejora del abastecimiento de la Corte, la creación de la Contaduría General de Propios y Arbitrios);
eliminación de las trabas que encorsetaban la producción gremial; implantación de la libertad del
comercio de granos desde 1765, proyecto de una ley agraria, control de los privilegios del Honrado
Concejo de la Mesta en la provincia de Extremadura, e introducción del comercio libre con los
dominios de América, en 1765 y 1778; pretensión de conseguir una industria popular que permitiese
compatibilizar la labranza con los oficios artesanos; fundación de las Nuevas Poblaciones de Sierra
Morena y Andalucía, en cuyo fuero, de 1770, quedó recogido el ideal de una nueva organización
municipal; atención de los marginados sociales (gitanos, chuetas, mendigos, vagos y ociosos, pre-
sidiarios, mujeres), a fin de convertirlos en súbditos útiles y productivos, incluyendo proyectos de
erradicación de la mendicidad, y de consecución de una beneficencia organizada; mejora del
reemplazo anual del ejército y de la matrícula del mar; organización y reforma de los planes de
estudios de las Universidades (Salamanca, Valladolid, Alcalá), y supresión de los Colegios
Mayores; fundación de Sociedades Económicas de Amigos del País, así como del Banco Nacional
de San Carlos, en 1782, etc.
Por otra parte, su reconocida afición edilicia, también en España, le mereció el sobrenombre de
“mejor alcalde de Madrid”, en homenaje a la política de construcciones y de policía que caracterizó
su reinado. Particularmente destacable fue el mejoramiento urbano de la Corte (empedrado de las
calles, construcción de desagües y pozos ciegos, colocación de farolas), encargado al arquitecto
panormitano Francesco Sabattini. Procuró convertir a Madrid, en fin, en la gran capital de la
Monarquía española, embelleciéndola con diferentes monumentos y edificios (Museo de Historia
Natural, Hospital General, Colegio de Cirugía, Observatorio Astronómico, Jardín Botánico).
Gozaron las artes industriales, por igual, de su aprecio y protección. De ahí que instalase, en 1759,
su fábrica de porcelana de Capodimonte en el Buen Retiro; que impulsase la Real Fábrica de Paños
superfinos de Segovia, en 1762; o que velase por la fábrica de cristal de La Granja, fundada por
Felipe V, y reacondicionada en 1773. También le interesó el fomento de la ciencia y la técnica, en
especial, de la Botánica y la Medicina, para lo que envió a América varias expediciones científicas:
la de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón por el Perú y Chile (1777-1786), la de José Celestino
Mutis por Nueva Granada (1782-1808), o la de Martín de Sessé y Lacasta y el mexicano José
Mariano Mociño por la Nueva España (1787-1803).
Indudablemente, cabe realizar una división en el reinado de Carlos III en España, tomando como
año axial el de 1766. Y, más concretamente, la primavera de dicho año, cuando se produjo el
llamado motín de (“contra”, en realidad) Esquilache, acompañado de los múltiples motines de
provincias (Zaragoza, Bilbao, Guipúzcoa, Alicante, Cartagena, Guadalajara, Cuenca, Palencia,
Córdoba), nacidos con ocasión del acaecido en la Corte. El aparente fútil pretexto para el estallido
del motín madrileño fue la publicación, el 10 de marzo de 1766, de un bando que prohibía el uso de
los tradicionales embozos, capas largas y sombreros redondos, que debían ser sustituidos por la
capa corta o redingot y el sombrero de tres picos, a todos los habitantes de la Corte y los Sitios
Reales, a fin de facilitar la identificación de quienes delinquiesen. En la tarde del Domingo de
Ramos, 23 de marzo, estalló la revuelta popular, que reunió a una gran multitud. Desde la Plaza
Mayor, el gentío se encaminó a la conocida como casa de las Siete Chimeneas, donde residía
Esquilache, a quien se le culpaba de todo. Ausente el ministro, la casa fue saqueada, dirigiéndose
luego los congregados al Palacio Real, al grito de “¡Viva el rey y muera Esquilache!”. Descartando
la represión violenta, Carlos III terminó por salir al balcón del Palacio Real, y aceptar las condi-
ciones de los amotinados: mantenimiento de la indumentaria española, cese de los ministros
extranjeros (sobre todo, Esquilache), rebaja del precio del pan. Humillado, el Monarca decidió
abandonar Madrid y marchó al Real Sitio de Aranjuez, donde permaneció ocho meses; no retornó a
la capital hasta que su Ayuntamiento, los nobles y los gremios le rogaron formalmente que volviese,
y hasta que el Consejo de Castilla declaró, mediante un Auto Acordado de 5 de mayo de 1766,
revocados todos los indultos locales otorgados en los diversos motines provinciales, excepción
hecha del particular concedido por el Rey al pueblo de Madrid. Desde entonces, Carlos III se aplicó
a restablecer el principio de autoridad. Destituido Esquilache, en primer lugar, Pedro Pablo Abarca
de Bolea, X conde de Aranda, fue designado capitán general de Castilla la Nueva y presidente del
Consejo de Castilla y fue destituido el anterior gobernador, Diego de Rojas y Contreras, obispo de
Cartagena. Desde su llegada a la Corte, procedente de Valencia, el 8 de abril de 1766, Aranda, junto
con Campomanes y Moñino, se dedicó a restablecer el orden público, lo que desembocó en la Real
Cédula de 6 de octubre de 1768 que disponía la división de la capital en cuarteles y barrios, al frente
de los cuales estarían, para velar por la seguridad, los alcaldes de Casa y Corte.
Ante el creciente número de pasquines, papeles anónimos y sátiras que inundaron la Corte, en los
cuales se denunciaban los males y excesos del gobierno, un Real Decreto de 21 de abril de 1766
ordenó a Aranda que procediese a averiguar quiénes eran los autores del motín, mediante una
pesquisa secreta. Así fue constituido el llamado “Consejo extraordinario”, o Sala particular del
Consejo de Castilla, encargada de conocer y resolver sobre dicha pesquisa. En ella el protagonismo
correspondió a Campomanes como fiscal. Aunque las causas de los motines de la primavera de
1766 siguen siendo confusas (coincidencia de una serie de malas cosechas con la supresión de la
tasa del grano, lo que originó típicos motines de subsistencia; unido, en la Corte, al rechazo de los
ministros extranjeros, y la actitud conspiradora de parte de la nobleza y del clero), lo cierto es que la
víctima propiciatoria, como en Portugal (1759) o en Francia (1764), fue la Compañía de Jesús, muy
influyente en la Iglesia, las Universidades e incluso en América, y a la que se acusaba de obstinada
defensora de las doctrinas contrarias al poder temporal de los Reyes, dada su absoluta dependencia
del Romano Pontífice. En un dictamen fiscal datado el 31 de diciembre de 1766, Campomanes
solicitaba a Carlos III el extrañamiento del reino de los jesuitas y la ocupación de sus
temporalidades en España y las Indias. Así se llevó a cabo, en virtud de una Real Pragmática de 2
de abril de 1767, que culminó con la extinción de la Compañía de Jesús, obtenida por Moñino del
papa Clemente XIV, mediante el breve Dominus ac Redemptor noster, de 21 de julio de 1773. Pese
a todo, aunque acusados (y castigados) oficialmente los jesuitas de haber instigado al pueblo a
amotinarse, lo cierto es que los ministros de Carlos III fueron conscientes de que el hambre y la
escasez de alimentos habían sido, en realidad, la causa principal, económica y no sólo política. Era
necesario producir más cereales y fabricar más bienes, lo que explica sus posteriores medidas de
política agraria, que culminaron en el Memorial ajustado sobre el establecimiento de una Ley
Agraria, impreso en 1784, precedido de los intentos de mejorar la agricultura, recortando los
excesivos privilegios del ganado mesteño (Memorial ajustado entre la Diputación de Extremadura
y la Mesta, de 1771). Urgía abrir a la labranza más montes y dehesas, cediendo terrenos baldíos, de
propios y concejiles, a nuevos labradores, como se procuró hacer con una Real Provisión de 26 de
mayo de 1770, cuya aplicación constituyó un fracaso, acompañada de otras disposiciones con simi-
lar propósito. Igualmente representativa es una Real Cédula, de 18 de marzo de 1783, que declaró
honrados diversos oficios mecánicos, como los de curtidor, herrero, zapatero, sastre, carpintero y
otros análogos. Finalmente, la configuración de un ejército moderno se estimó imprescindible,
también en aras de la seguridad interior, lo que originó las longevas Reales Ordenanzas Militares,
promulgadas en 1768.
Durante el decenio de 1766 a 1776, marcado por el motín y la caída de Esquilache, el gobierno de la
Monarquía descansó en una serie de hombres y nombres: Grimaldi, como primer secretario del
Despacho; Aranda y Campomanes en la presidencia y la fiscalía, respectivamente, del Consejo de
Castilla; y, actuando coordinadamente con los dos anteriores en todo lo relativo a la política
regalista, Roda, secretario del Despacho de Gracia y Justicia. La rivalidad entre Grimaldi y Aranda,
máximos exponentes del poder enfrentado de las secretarías, ministerios o vía reservada al de los
Consejos o vía colegiada, se tradujo en la disputa, dentro del mundo de las facciones cortesanas, de
los “golillas” o letrados frente al denominado “partido aragonés”, que aglutinaba a quienes no eran
juristas sino ministros u oficiales de capa y espada, pero, también, a los partidarios de Aranda. Una
lucha por el poder que terminó con la designación de Aranda, el 13 de junio de 1773, como
embajador ante el Rey cristianísimo, en París. La crisis que defenestró al primer secretario de
Estado se fraguó, sin embargo, con el fracaso de la expedición a Argel, en el verano de 1775,
promovida por Grimaldi y dirigida por Alejandro O’Reilly. Al dimitir Grimaldi, el 7 de noviembre
de 1776, le sustituyó Floridablanca como secretario del Despacho de Estado. La marcha de
Grimaldi supuso la desaparición de los extranjeros del gobierno de la Monarquía. Nada más tomar
posesión de su cargo, Floridablanca hubo de aplicarse al despacho de graves asuntos, como el de la
independencia de las trece colonias inglesas de Norteamérica. La renovación del Tercer Pacto de
Familia, de 1761, llevada a cabo con Francia mediante la Convención de Aranjuez, de 12 de abril de
1779, situó a España al borde de la guerra con Inglaterra. No pudo mantener Floridablanca el papel
que deseaba, de árbitro internacional, y, a instancias de Francia y con el apoyo de Carlos III, hubo
de suscribir dicha Convención, que llevó a la declaración de guerra, y que concluyó, sin embargo,
con la ventajosa Paz de Versalles, de 2 de septiembre de 1783, por la que España recuperó de Gran
Bretaña la isla de Menorca y ambas Floridas, oriental y occidental. Una pésima consecuencia de la
guerra fue, en cualquier caso, la emisión de deuda pública, cuyos títulos se denominaban vales
reales, desde 1780, y que, a la larga, provocaron un endeudamiento crónico.
A pesar de todo, durante los últimos años del reinado de Carlos III fue consolidando Floridablanca
su predominio político, al confiarle el Monarca la dirección de la política exterior, e incluso la
supervisión de la interior, con lo que se convirtió, de facto, en una especie de primer ministro. Una
situación de preponderancia ministerial y política que desembocó, en 1787, en la creación de la
Junta Suprema de Estado, prevenida en un Real Decreto de 8 de julio, acompañado, con esa misma
fecha, de una Instrucción reservada. Redactada por Floridablanca, y revisada minuciosamente, e
incluso enmendada de su puño y letra, por Carlos III, a lo largo de tres meses, con la asistencia del
príncipe Carlos, y finalmente aprobada por el Soberano, constituye un completo programa de
gobierno, interior y exterior, de la Monarquía española en la segunda mitad del siglo XVIII. La
puesta en funcionamiento de la Suprema Junta de Estado, por parte de Floridablanca, parece ser la
solución lógica para un Monarca que, tras casi treinta años de reinado en España y América, y, en
total, casi cincuenta y cinco, contando los de Nápoles y Sicilia, se hallaba ya próximo a la muerte,
cansado de sobrellevar sobre sus hombros la responsabilidad del poder. Sus últimos meses de vida
resultaron, por lo demás, particularmente penosos. La enfermedad y la muerte hicieron presa en sus
familiares más queridos. En el Real Sitio de San Ildefonso falleció de sobreparto, el 2 de noviembre
de 1788, su nuera, esposa de su muy amado hijo Gabriel, la infanta portuguesa María Victoria, a
causa de un ataque de viruelas. Contagiado de la misma enfermedad, sin haber cumplido los treinta
y seis años, murió el infante don Gabriel el 23 de noviembre de 1788. Carlos III se resintió de tanta
desgracia y, el 7 de diciembre de 1788, amaneció con calentura, que ya no remitió. Otorgó
testamento ante el conde de Floridablanca, en su condición de secretario interino de Gracia y
Justicia, en la mañana del sábado 13 de diciembre, sin poderlo firmar, dada su extrema debilidad.
Dispuso que se le sepultase al lado de su esposa, la reina María Amalia. Le fue administrada la
extremaunción a las cinco de la tarde y murió pasada la medianoche, en el domingo 14 de diciembre
de 1788. El martes, 16 de diciembre, sus restos mortales fueron trasladados al monasterio de El
Escorial, adonde llegaron al día siguiente, 17 de diciembre de 1788. Carlos III fue el primer Borbón
español que quiso reposar junto a los reyes de la Casa de Austria, en señal de continuidad dinástica
de la Monarquía hispana, y el primero, también, que se opuso, en sus disposiciones testamentarias, a
que su cuerpo fuese embalsamado. Fue, en suma, el último Monarca español, cronológicamente
hablando, del Antiguo Régimen, puesto que falleció antes de la Revolución Francesa de 1789.
El retrato más íntimo de Carlos III que se conserva es el que dejó escrito el conde de Fernán-Núñez.
Asevera que nada sentía más que el que le dejasen, pues, aseguraba que “él no abandonaba, ni
dejaba a nadie, y que así no quería [que] lo dejasen”. De trato familiar y sencillo, y modesto vestido
(de caza siempre, cuando se hallaba en el campo), procuraba mostrar un carácter muy contenido,
dominio de sí mismo, sencillez y hasta campechanería en ocasiones. Muy religioso, devoto de la
Inmaculada Concepción y de San Jenaro, de castas costumbres, austeras y rutinarias, Fernán-Núñez
hace especial hincapié en su afabilidad con todos, también con las gentes humildes o con los
criados. Célebre se hizo su frase de “primero Carlos que rey”, en referencia a su modo de entender
los deberes de un soberano. Cabe recordar, por último, los juicios globales que mereció su reinado a
tres espíritus críticos contemporáneos, de indisputable talla intelectual. En su Elogio de Carlos
III (1788), Jovellanos concluía que había sido “la mano sabia y laboriosa que esclareció y entresacó
a la nación de la influencia de los errores políticos”. Cabarrús, por su parte, en otro Elogio de
Carlos III (1789), sostuvo que no había tenido “más norte que el de la felicidad de sus vasallos”. Y,
en su Elogio fúnebre (1789), José Nicolás de Azara afirmó que había sido “en el trono lo que,
siendo vasallo, hubiera querido que fuera su monarca”.

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