Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mataderos
S.Jarré mayo 14, 2014 0
Para uno que anduvo – y lo hace todavía, ya mejor encaminado – husmeando en los
meandros de la alquimia, aquella investigación llevada a cabo por Guille rmo
Barrantes y Víctor Coviello, los cazamitos de Buenos Aires, me puso en guardia.
Se debía a que tal persona había logrado aquel milagro a través de un Elixir secreto, y
que, no sólo lo usaba para si, sino que si tenías la fortuna de cruzarte con él y te invitaba
un buen mate, podías pasar unos años viviendo sin enfermedades.
Si esto fuera verdadero ¡qué bien le haría a tantos niñitos que están en tratamie nto
oncológico ahora mismo y acaban sus vidas sin haberlas empezado siquiera! ¿No
merecerían una oportunidad a través de aquel Elixir misterioso?.
Más allá de eso, es cierto que la leyenda era del todo atractiva para alimentar mis ansias
de ficción. Porque, como dije alguna vez, la vena por lo fantástico no me ha abandonado
jamás (no sería escritor de novelas de ficción de otro modo).
Pero creo que todo tiene una base sólida, magnánimamente real. Y allí fui en su búsqueda
hacia Mataderos.
PASAJE VIEJOBUENO
Creo yo, era la primera vez que andaba por estos lares: Mataderos. Tomé el colectivo 55
que me dejó en Directorio y Miralla, justo enfrente a un restaurante.
Cuando avanzaba por Miralla, observé por los cristales del restaurante un viejo sentado,
largo, de cabello peinado hacia atrás, arrellanado solo tomando su desayuno.
Por un momento imaginé que podría tratarse del hombre al que buscaba. Según la
información que tenía en mi poder – que no era mucha – el alquimista, o bien uno de los
longevos íntimos del alquimista, se llamaba Ernesto. (Para comprender mejor lo que
hacía allí y la información que tenía léase «Buenos Aires es Leyenda» tercera parte.)
Como sea, seguí caminando por Miralla hasta dar con algo que me hizo recordar los
Mataderos del siglo pasado. Una especie de fábrica inmensa. Ya en el pasaje en cuestión,
noté el silencio y lo desolado que estaba todo. Salvo un hombre de pie bajo los rayos del
sol, que me observó apenas aparecí en el pasaje, no había nadie.
Cuando lo hacía, una señora mayor salió de su casa y aproveché para indagarle. Me
aseguró que nadie con el nombre y descripción ofrecida vivía en esa calle, que siguiera
caminando por el pasaje que quizá vivía en las otras cuadras.
En las siguientes, le pregunté al hombre de pie (cuya imagen adjunté más arriba). De
boina, con campera para montaña y pantalón de vestir, el hombre pasaba sus días en la
calle observando. Una especie de pasatiempo para huir del claustro de su hogar. Negó
conocer a Ernesto y a persona alguna que correspondiera con las descripciones físicas que
le hice.
Seguí caminando y vi salir del taller de la esquina un hombre con traje de overol y las
manos y ropa engrasadas. Le pregunté sin preámbulos. Se detuvo un instante,
esforzándose para hacer memoria.
«Ahí vive un hombre alto y flaco de cabellos grises. Fuma mucho todo el tiempo».
Al menos no en la imaginería que me había concebido. Ernesto tenía, según las crónicas,
mínimo, 150 años. Me costaba imaginarlo con cigarrillos.
Ernesto vivía solo. Sin familia. Al menos me había hecho a la idea de eso al leer la crónica
de Barrantes y Coviello. Indagué con dos mujeres más, una que paseaba el perro; otra en
cuya puerta tenía un emblema esotérico extraño. Nada. No conocían a tal hombre.
Regresé melancólico y enojado por la pérdida de tiempo. Al final, era un mito-timo. Sin
embargo, la vejiga me ayudaría a dar con la pista.
EL ALQUIMISTA EVASIVO
Dije la vejiga, leyó bien lector. Y me explico. Desde que había abordado el transporte que
me condujo a Mataderos, me incomodaba una necesidad fisiológica básica que era, ni
más ni menos, orinar.
Debido a que en la zona no disponía de muchos lugares qué escoger, y los árboles no son
una opción, decidí probar en aquel restaurante. Pedí permiso al mozo que atendía el lugar,
y subí las escaleras hasta el toilet.
Salí relajado viendo fijamente al anciano que estaba sentado, todavía con su desayuno
sobre la mesa. No iba a hablarle al anciano, pero no le quitaba el ojo, por las dudas.
Entonces empecé a indagar al mozo de Ernesto, lo describí, y dije bien fuerte –para que
me oyera el susodicho anciano – por qué razón lo buscaba.
Razón que hasta aquel momento había ocultado a mis ocasionales entrevistados. Y
cuando dije «conocés el mito del alquimista de mataderos», Elio, el mozo, negó con la
cabeza pero se quedó pensativo.
Y como no podía ser de otra manera, la joyería se llama Lyon. Nombre sugestivo,
alquímicamente hablando.
Elio me contó que todas las noches pasaba por aquel restaurante y retiraba su comida.
Eso me hablaba de un hombre solitario, sin familia ni esposa, que pasaba todos los días a
buscar su cena pasadas las 21 horas.
Agendé todos los datos, y decidí que tenía dos alternativas. Ir a la joyería, o encontrarme
a las 21 horas en aquel restaurante con el anciano.
Pero todavía tenía la joyería, y el alquimista supuesto que trabajaba ahí. Tenía esa carta
por jugar. Carta que me abriría las puertas a la verdad.
Y allí, de pie, un hombre con el rostro mefistofélico, parecía mirar el pasaje con sorna,
las cejas arqueadas, y una frente aplanada sumamente extraña. Parecía sonreír con los
ojos de manera perversa.
Al lado mío, dos hombres hablaban de acostarse por cincuenta pesos con prostitutas,
relatando al mismo tiempo que necesitaban un Héroe que los sacara del apuro del
gobierno del país. Me tomé el transporte de línea 141.
Y apenas me senté, abrí el mapa donde tenía marcado – con una X- la calle de la
joyería: Chilavert y Piedrabuena. La avenida Piedrabuena, más precisamente, que
flanquea a la nada menos que Villa 15, conocida como Ciudad Oculta.
Esta zona, en la noche, es altamente riesgoso transitar. Y cuando bordeaba con el autobús
dicho barrio, con las casas desconchadas y de ladrillos mal puestos, la ropa colgada de
lado a lado y la gente caminando por suelos de tierra, me hacía la idea de cómo debería
ser a la noche.
No me hubiera gustado bajar ni de día en esa zona. Finalmente arribé a Piedrabuena y
Chilavert, y , como no podía ser de otro modo, la joyería estaba cerrada.
Impaciente, aguardaba la hora y – soy sincero – fantaseaba con la idea de que un ser de
la magnitud del alquimista existiera.
Como un niño, jugaba con la fantasía de que me iniciara, me enseñara su Elixir o , cuando
menos, me invitara a tomar un mate «sabiamente» preparado. Llegó la hora y crucé a la
calle de la joyería.
A metros me di cuenta que estaba abierta. Ingresé a toda velocidad. Y apenas escuchó el
ruido de la puerta, el hombre, de espaldas, me dijo: «En un momento estoy con usted».
Aguardé, impaciente, frotándome las ateridas manos. Entonces salió de atrás de una
vitrina y lo vi. No tenía ni dos metros ni era barbado, ni tampoco tenía los ojos oscuros y
profundos. Sus ojos, color verde esmeralda, reflejaban un hombre honesto, sincero, que
trabajó toda su vida en su joyería.
Lo encaré: le pregunté su nombre que no resultó Ernesto, sino Héctor. Y le dije que
estaba buscándolo, que si vivía en Viejobueno.
«Sí, hasta hace dos años viví toda mi vida en Viejobueno. Naci en esa calle y conozco a
todos los de mi cuadra.»
«No, nunca oi hablar de eso. Y mirá que sí he escuchado de todo. Sé de leyendas vivas o
fallecidos que vivieron en el barrio. Cantantes famosos que nacieron en calles cercanas.
Puedo decirte que al menos en la cuadra donde vivo no hay nadie que sea alquimista ni
que se llame Ernesto.»
Héctor me aseguró, con toda su sinceridad, que en casi 60 años que vivió en dicha calle,
jamás oyó ni vio a nadie de las características mencionadas. Además es cierto: un hombre
como Ernesto, muy estereotipado – dos metros de altura, ojos profundos, barbado – sería
sumamente llamativo en el barrio.
Las personas altas siempre lo son. Héctor sólo confirmó lo que ya había estado
investigando en Viejobueno con sus vecinos: no había nadie que viviera en dicha calle
con las características de Ernesto.
CONCLUSION
Esta investigación debe servir a modo de ejemplo, cómo hay cierta fascinación pueril en
uno al investigar algo que, racionalmente, no puede ser posible. Y que, si se hubiera usado
la razón antes de lanzarse al terreno, la verdad habría asomado sin lugar a dudas. Bastarán
unos ejemplos sencillos de analizar.
Un hombre que tiene un elixir que cura las enfermedades, que prolonga la vida, si
existiera, lo último que haría sería dar a conocer su longeva edad a periodistas de lo
insólito para que en sus tiradas de miles de ejemplares lo dieran a conocer al público
masivo. Se guardaría el secreto o lo vendería a un laboratorio para ayudar a los niños en
terapias oncológicas.
Ahora es interesante como se unieron las supuestas «pistas» para una calenturienta mente
como la mía: La avenida Piedrabuena y Chilavert se convirtió en un escenario
fantástico. La joyería Lyon (León) , cuyo nombre, me contaba Héctor, se debe no a
caprichos alquímicos sino a caprichos regionales (el antiguo dueño era fránces y amaba
Lyon, una ciudad francesa), la soledad del joyero que alentaba el mito del alquimista
solitario cenando en la casa solo, rodeado de matraces.
Además ¿qué mejor oficio para un alquimista que transmuta metales en oro que una
joyería que dice en grande Compro Oro?
Como digo, todo esto alentó mis ideas de que estaba en la pista correcta. De que quizá,
quizá podría haber algo de cierto.
Pero bastó una breve charla con el involucrado para desmontar todo el mito-timo. El
niñito que hay en mi quiso creer: pero el adulto, más sagaz y experimentado, le tomó del
hombro, y viéndolo fijamente le dijo: «no te creas todo».