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F ilósofos ridículos, escolásticos tardíos,

,
PEDANTES, PRECIOSAS PETIMETRES, MERVEILLEUSES Y OTROS IMPOSTORES
del pensamiento : P rimeros apuntes sobre frivolidades
y ligerezas en la historia intelectual de O ccidente

J osé E milio B urucúa *

El placer de la crítica nos quita el de ser vivamente tocados por


las cosas más bellas
Jean de La Bruyère 1

El desplome de los mercados emergentes del Asia Pacífica en 1997 y


sus efectos sobre las bolsas occidentales fueron reseñados por grandes
periódicos de todo el mundo como la «primera crisis global». ¿Habráse
visto tontería semejante de los comentaristas económicos o, mejor dicho,
prueba tan contundente de la globalización de la ignorancia? Pues, ¿de
qué otra manera sino de crisis globales, y devastadoras por cierto, que al­
canzaron en sólo cuestión de algunas semanas las últimas fronteras sud­
americanas, asiáticas y africanas del capitalismo en expansión, habríamos
de hablar al referirnos a las depresiones mundiales de 1873-1878 y de 1929-
1934? Y podríamos irnos más lejos, hasta el siglo XVII, para topamos con
un ciclo prolongado de desplome de precios, de quiebras industriales, de
hambrunas, pestes, calamidades, sublevaciones, estallidos revolucionarios,
guerras y cazas de brujas, un período de contracción socioeconómica al
cual se vio arrastrada Europa entera desde el Atlántico hasta los Urales en
menos de tres años, entre 1618 y 1621, y que afectó también a sus posesio­
nes de ultramar (aunque en América, al parecer, la crisis global habría pro­
vocado una reacción muy rápida y saludable de los principales actores eco­
nómicos y políticos locales en pos de un protodesarrollo autónomo de las
sociedades coloniales).2 De tal suerte, si nos guiamos por los indicadores
de la economía, globalizaciones ha habido muchas, vastas e intensas en la
historia antes que la presente, y parece claro que todas ellas estuvieron
asociadas al establecimiento de grandes imperios mundiales,3 esto es: los
de españoles y portugueses en el siglo XVI,4 los de ingleses y franceses en
el siglo XIX, los de norteamericanos y soviéticos en la segunda mitad del
XX. Precisamente aquellas crisis señaladas como globales significaron
momentos de inflexión y de cambio en los respectivos imperialismos: pro­
cesos inflacionarios y gastos de guerra insoportables para los estados cen­

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La ética del compromiso

tralizados en formación llevaron al proceso recesivo del siglo XVII; compe­


tencias encarnizadas por los mercados y por el destino de la superproduc­
ción europea condujeron a la sacudida de los años 70 en el siglo XIX, con­
flicto que el Congreso de Berlín de 1878 logró encauzar distribuyendo áreas
de hegemonía para las potencias europeas; los desbarajustes coloniales de
la década del 20 y la declinación irreversible del imperialismo de Europa
tampoco fueron ajenos a la crisis iniciada en 1929; el largo desajuste del
presente, que se arrastra como una sucesión de paroxismos desde el alza
del petróleo en 1973-74 hasta nuestros días, también se vincula con fuerza
a los avatares de los poderes imperiales nacidos de la Segunda Guerra
Mundial (la derrota norteamericana enVietnam, el desastre sufrido por los
rusos en Afganistán, el derrumbe del comunismo y la disolución del impe­
rio soviético, la guerra afgano-americana de la actualidad).
Es más, si pensamos en una escala más reducida y nos concentramos
en aquello que los antiguos creyeron que era «el mundo» habitable y co­
nocido, tal vez debamos reconocer que Alejandro realizó una primera
globalización extendida desde el Mediterráneo hasta la India, y que el Im­
perio romano también podría comprenderse en los mismos términos, aun
cuando en ambos casos los sabios y los políticos de aquellas épocas tuvie­
ran conciencia cierta de que otras civilizaciones, otros «mundos», existían
muy lejos de sus fronteras. Algo semejante si no más contundente a favor
de nuestra hipótesis de la multiplicidad histórica de las globalizaciones,
cabría decir del modo en que los chinos entendieron su propio imperio,
centro.de poder del continente asiático que ellos creían era el único que
valía la pena tener en cuenta y controlar. Por supuesto que la gran expan­
sión del Islam en el siglo VIII produjo el mismo sentimiento de triunfal
unificación de la tierra entre los califas herederos del Profeta, un temple de
ánimo que todavía perduraba en pleno siglo xiv cuando Ibn Jaldún escribió
su asombrosa Historia universal para describir él conflicto civilizatorio, pen­
dular y recurrente, de las ciudades y los hombres del desierto en la vasta
extensión del planeta dominada por pueblos musulmanes, del Atlántico
africano a las estepas del Asia central, sin que los europeos cristianos m e­
reciesen más que una alusión suya en passant, a esos «francos» que habita­
ban una periferia bárbara del orbe.5
Se preguntará el lector a qué viene tal despliegue de argumentos acerca
de la globalización, si el tema anunciado es el del pensamiento light. Pues
que todo esto queda dicho con el fin de presentar una primera aproxima­
ción a la hipótesis que procuramos formular en el artículo. El pensamiento
light de nuestros días se nos aparece a la manera de una novedad que
habría acarreado consigo la otra gran novedad, presunta, de la globalización.

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Pero, si aceptamos que ha habido tantas globalizaciones en el pasado, y las


hay en el presente, como grandes imperios fabricaron el coraje, la audacia
y la ambición desmedida de los hombres, así también una primera indaga­
ción a vuelo de pájaro sobre los pensamientos tardíos muestra que las le­
vedades culturales tampoco resultarían algo inédito, y nos permitimos pen­
sar, a priori por el momento, que ellas mismas habrían tenido algo que ver
con las crisis de los universalismos y de vastas hegemonías políticas.. Co­
mencemos entonces con una incursión a la edad de plata del imperio ro­
mano cuando sospechamos que despuntaron las primeras formas de un
pensamiento levis.

1. F ilósofos ridículos

En el siglo II d. C., Roma alcanzó el cénit de su predominio territorial.


En Europa, sus legiones llegaban a Escocia, incursionaban en Germania,
superaban el norte de los Alpes y transponían fácilmente el Danubio y los
Cárpatos; en Asia, la perenne guerra contra los arsácidas se decidía por un
tiempo en su favor y le aseguraba algunos años la soberanía sobre la M e­
sopotamia y la venerable Babilonia; en África, su señorío se extendía sobre
Egipto más allá de la primera catarata del Nilo, sobre Libia y Mauritania,
donde sólo lo detenían las arenas ardientes del Sahara. Los emperadores
de la familia de los Antoninos viajaban incesantemente a través del impe­
rio, no sólo para combatir en el Eufrates, en la Dacia o en Germania, sino y
sobre todo, para estimular y supervisar las grandes obras de paz y de civi­
lización que ellos inspiraban: la construcción de ciudades con foros, tem ­
plos, escuelas, circos, bibliotecas, el tendido de caminos, puentes y acue­
ductos, la organización de puertos, aduanas y correos. Los nombres de
aquellos príncipes -p. ej., Trajano, Adriano, Antonino P ío - aún se pronun­
cian cuando se quiere evocar una lista de gobernantes justos, sabios,
misericordiosos (propugnaron una legislación protectora de los esclavos y
de los prisioneros), cultos y refinados (usaban con idéntica fluidez el latín y
el griego y conocían a fondo a los poetas, los filósofos y los hombres de
ciencia de ambas tradiciones). Tal vez sea uno de ellos, Marco Aurelio, el
que mejor se adecúa al modelo platónico del «rey filósofo» de cuantos go­
bernantes en la historia han sido. Semejante prosperidad favoreció el auge
económico y cultural de amplios sectores medios de las ciudades y estimu­
ló u-n avance nunca visto de la capacidad comprensiva de leer y escribir
textos complejos.
Pero allí está exactamente el punto en el cual comenzamos a advertir

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La ética del compromiso

los primeros síntomas de un desasosiego que iría corroyendo las bases


morales e ideológicas del mundo romano. Entre los individuos de esas
clases nuevas que accedían al goce y a la creación intelectuales o estéticos,
aparecieron dos tipos de sabios: por un lado, quienes buscaron apropiarse
de la alta tradición cultural en la forma más rápida y más expeditiva posi­
ble, para hacer de ella un instrumento de ascenso y de prestigio social; y,
por otro lado, los menos, los que abrazaron con entusiasmo el oficio del
conocimiento, profundizaron el estudio de las letras y de la filosofía, y fue­
ron finalmente capaces de ejercitar una crítica de la civilización, tanto de la
recibida cuanto de las versiones nuevas, apresuradas y presuntuosas, que
veían florecer a su lado. Intelectuales de superficie o de mentirilla e intelec­
tuales de honduras o de verdad, podríamos decir, si bien unos y otros ex­
presaban un mismo dilema, típico de las clases medias: la perplejidad de
hombres que se veían asentados sobre una historia familiar y una pequeña
fortuna, tejidas ambas por la destreza, la inteligencia y el esfuerzo perso­
nal, que habían adquirido una educación todavía inaccesible a sus antepa­
sados más inmediatos, que habían alimentado el sueño de un avance, qui­
zás, en el servicio del emperador y del Estado, y que habían terminado por
caer en la cuenta de que existían límites económicos y sociales infranquea­
bles para sus ambiciones. Pues claro, los letrados leves pensaban, no obs­
tante, ser capaces de asaltar posiciones elevadas, poder y prestigio, m e­
diante la audacia y la simulación de poseer los secretos de altos saberes,
mientras que los letrados serios, conscientes del carácter ilusorio de las
aspiraciones propias y ajenas, percibieron que el único destino posible y
digno que les cabía era el de aferrarse sin transigencias a sus individualida­
des y convertirse en críticos eruditos, polígrafos, oscilantes entre el escep­
ticismo radical frente a la pluralidad de las escuelas y la aceptación
obnubilante de la multiplicidad de lo divino y de las religiones. Apuleyo
fue el mejor ejemplo de lo último, Luciano de Samosata el de lo primero,
Aulo Gelio el de la oscilación misma. Por ello, nos detendremos en el autor
de Las noches áticas y en Luciano, porque los dos nos revelarán, merced a
su faceta crítica, algo de la experiencia de los pensadores leves del mundo
antiguo, de cuya producción -bendita generosidad del tiempo devorador
de tantas cosas- sólo nos han quedado los testimonios de sus detractores.
(También es probable que aquéllos rehuyeran el acto trabajoso de escribir
y publicar o que lo hicieran en medio de apurones que hubieron de cons­
pirar contra la eternidad de sus obras).
Al comenzar nomás el libro I de Las noches áticas, Aulo Gelio (c. 120-c.
175) nos cuenta cómo su cultivado amigo Herodes Ático dio una lección a
un joven que se jactaba de filósofo y citó a propósito un texto del estoico

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griego Epicteto acerca del charlatanismo filosófico.6 El adolescente seguidor de


la filosofía estoica, según él mismo decía, abrumaba a sus contertulios, de
manera intempestiva y sin medida, con una catarata de teorías, de palabras
oscuras, de silogismos capciosos y sutilezas dialécticas. Pretendía haber re­
suelto tanto los problemas más intrincados de la lógica cuanto los asuntos
morales, de modo tal que nada mundano, ni los padecimientos del cuerpo,
ni la tortura física o los peligros mortales podían alterar el estado de paz
interior al cual lo había transportado su maestría filosófica. Intervino enton­
ces Herodes Ático quien, hablando en griego, asumió la parte de los rústicos
y analfabetos a los que el imberbe había dirigido su discurso y pidió la venia
para leer un pasaje de las Conversaciones de Epicteto. El sabio griego inquiría
allí a su propio petulante qué diría él si, sobre una nave en viaje y en medio
de una tempestad furiosa, se le acercase un chistoso para rogarle una expli­
cación de las circunstancias en términos estoicos: «El naufragio no es un
mal, ¿no es cierto?, no participa de la naturaleza del mal, ¿verdad?» Segura­
mente el interpelado arremetería a palos contra el burlón. Algo parecido
ocurriría al sedicente estoico si, llevado a juicio ante el magistrado, otro bro­
mista le recordase que nada había de temer, ya que la prisión, el tormento, la
infamia y el exilio no son males per se de acuerdo con lo que reza la teoría
que predica. Y buena razón tendría el zumbón, pues los m ales del
seudofilósofo serían la bajeza de espíritu, la cobardía y la jactancia del esco­
lar bisoño. La advertencia de Epicteto al estudiante se aplicaba al caso del
«adolescente» interlocutor de Herodes Ático y de nuestro Aulo Gelio:

(...) ¿Por qué te engalanas con la gloria ajena?


¿Por qué te llamas estoico?
Examinad vuestra conducta y sabréis a qué escuela pertenecéis.7

La pequeña historia se encuentra en el comienzo de Las noches, proba­


blemente para advertirnos sobre los desvarios de liviandad y orgullo vacuo
a los que puede dar lugar el ejercicio de la actividad intelectual (debates
filosóficos, búsquedas etimológicas, frecuentación de los clásicos) desple­
gada hasta el colmo de la erudición en esa mismas Noches. Una precaución
a la cual Aulo Gelio no cesa de acudir en varios relatos del texto que suelen
involucrar a su coetáneo y amigo Favorinus, siempre en el papel de buen
filósofo, y a algún petulante, o bien filólogo que habla con giros arcaicos o
bien gramático rebuscado.8 Sin embargo, el ataque más intenso contra los
seudosaberes se encuentra en los diálogos escritos por Luciano de Samosata
(c. 130-c. 200), a punto tal de que la duda y la irreverencia crítica no sólo
afectan a los pretendidos seguidores o secuaces de las escuelas filosóficas
sino a sus fundadores más célebres, Sócrates, Platón y Aristóteles inclui­

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La ética del compromiso

dos. La burla de Luciano corroe y disuelve, en realidad, toda pretensión


intelectual de conocimiento sistemático de la vida humana, de sus fines y
sentido. Pero veamos lo que nos concierne- el retrato de nuestros pensa­
dores leves, que nunca es autorretrato sino imagen en negativo hecha por
sus detractores. De inmediato, se nos adelanta el personaje de Alejandro,
no el rey conquistador y fundador de ciudades sino un homónimo suyo
mentiroso, estafador y falso profeta, cuyas efigie y vida traza Luciano en un
relato que bien podría figurar como modelo de la picaresca renacentista:9
la fortuna del adivino se basaba más que nada en sus oráculos, dichos en
las lenguas corrientes del imperio o en alguna jerigonza inventada a partir
de la mezcla del griego y del escita, por ejemplo, Morfi ergabulis is squien
qnenquíerac lipsifaos.
Lo cierto es que esas perlas visionarias requerían siempre de un
hermeneuta y así «había algunos intérpretes que hacían grandes ganan­
cias resolviendo e interpretando los oráculos, oficio que se compraba y
cada lenguaraz daba a Alejandro un talento ático».10 La mentira general de
los oráculos se transforma muy rápido en un argumento que, sumado a la
impotencia de los dioses para gobernar el mundo y oponerse con algún
éxito al trabajo de las Parcas, está destinado a minar la validez de las reli­
giones antiguas, tal cual lo advierte el mismísimo padre olímpico en el diá­
logo llamado Júpiter trágico.11 Los historiadores refinados y casi epopéyicos
de la época antonina son enseguida el blanco del escarnio del Samosatense,
porque ellos escriben sólo para adular al príncipe de tumo y enmascaran la
verdad con bellas fórmulas retóricas, «sin saber que la historia es distinta y
está separada del encomio, que hay un muro en medio de los dos y se
encuentran alejados, como dicenlos músicos, dos octavas launa del otro».12
El historiador auténtico necesita prudencia civil, facilidad de expresión,
conocimientos prácticos de la política y de la guerra, pero por encima de
ello, tener un alma libre, no temer ni esperar nada de nadie, para que la
posteridad pueda decir de él que era «verdaderamente un hombre libre, un
escritor franco, quien no aduló, nunca sirvió a nadie y no dijo más que la
verdad».13 La gramática y la cultura libresca dan lugar a la sátira de sus
respectivas superficialidades: un solecista o seudosofista, incapaz de reco­
nocer los solecismos que su interlocutor le espeta a propósito, encarna la
de la primera ciencia; el coleccionista de libros, atropellado e ignorante,
asume el testimonio de la segunda, aunque de inmediato asoma en él la
ambición de ascenso, inevitablemente frustrada, a la que hemos aludido
como rasgo distintivo de la opción por el saber en los hombres de las cla­
ses medias:

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(...) Clara es la razón de esta atención que tienes por los libros, y yo
por mi estupidez no la comprendía. Querías pasar por sabio, como
crees, y depositaste en ello grandes esperanzas, por si llegaba a cono­
cer el asunto el emperador, quien es un hombre sabio y aprecia mucho
la doctrina. Si él llegase a conocer esto de ti, que compras libros y
haces una gran colección, ya te considerarías íntimo suyo. ¡Oh, peda­
zo de tonto!, ¿acaso piensas que él es tan dormido que escuchará eso
mismo y hará caso omiso de tus demás cosas, qué cenas, cómo pasas
las noches, con quién y con cuántos compartes la cama? (,..)14

El emperador sabio ha de identificarse con Marco Aurelio, un filósofo


verdadero del linaje de los estoicos, quien se distingue con claridad de la
turba de filosofastros, usurpadores de las escuelas en los tiempos de Luciano
y contra los cuales él dirige los dicterios del diálogo entre el pescador y los
resucitados (éstos son Sócrates, Platón, Crisipo y otros maestros antiguos,
vueltos a la vida para escandalizarse ante la charlatanería que ha sustituido
al saber).15 No obstante, según decíamos, tampoco la filosofía más alta se
salva del escalpelo de Luciano y entonces descubrimos, ya en el siglo n de
nuestra era, uno de los extremos a los que puede arrastrar la vigencia de un
pensamiento light aun entre sus mayores críticos, esto es, la duda escéptica
sobre la validez de cualquier intento de comprender racionalmente lo real,
uná suerte de mise en abîme del pensamiento, como diría Louis Marin. Mas
alejémonos pronto de nuestros Caribdis del presente y volvamos al cuen­
tista de Samosata: su burla de la filosofía apunta a las sectas en general e
involucra, en principio, tanto a Platón, lleno de historias ridiculas a propó­
sito del tirano de Siracusa,16 cuanto a Pitágoras, convertido en un molesto
gallo capaz de hablar y explicar a su amo Micilo por qué, cuando era filóso­
fo, prescribió la dieta vegetariana y prohibió la ingesta de habas a sus dis­
cípulos:

No fue ni por causa de utilidad ni de sabiduría, mas porque yo veía


que las leyes habituales no habrían atraído hacia mí la admiración de
los hombres; que cuanto más extrañas fueran mis leyes, más sería yo
visto como un ser del otro mundo. Por eso, hice esas leyes nuevas y
extrañas, y un gran misterio acerca de su motivo, para que cada cual lo
pensase a su modo, y todos las respetasen como oráculos oscuros.17

El diálogo más desopilante en ese mismo sentido nos muestra a los


mayores maestros de Grecia, puestos en venta durante un remate de vidas
que ordena Júpiter y que ejecuta Mercurio.18 Sobre el tinglado preparado
por el dios mensajero desfilan Pitágoras -conocedor de la aritmética, la
astronomía, la geometría, la música y el arte de... la impostura-, Diógenes
-sem ejante a los perros, hasta en el nombre de su escuela-,19 Demócrito y

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La ética del compromiso

Heráclito -uno ríe y el otro llora y a ambos los une el sinsentido , Sócrates
-doctísim o en el arte de amar... jovencitos-, y el Peripatético, es decir
Aristóteles, con quien Luciano se ensaña especialmente por boca de Mer­
curio cuando éste ofrece el producto a un comprador enajenado ante
tamañas boberías:

(...) Él te enseñará después grandes cosas cuánto vive un moscardón,


hasta qué profundidad llegan en el mar los rayos del sol, y de qué
naturaleza es el alma de las conchillas. (...) ¿Y qué dirás escuchándolo
razonar de cosas más sutiles, de la generación, del feto y de la forma­
ción del embrión en el útero? ¿Y decir que sólo el hombre ríe, y el asno
no ríe, no fabrica, ni navega?20

Pero la definición más cabal del pensador ligero se encuentra en el


pasaje.llamado El preceptor de los oradores, donde Luciano describe a un
joven aspirante al cultivo de la retórica cuáles son las dos vías posibles para
aprender ese arte.21 Muchos de entre sus practicantes, quienes nada eran
cuando iniciaron el camino, lograron gloria, riqueza y reconocimiento so­
cial gracias a su elocuencia conseguida mediante fatigas y vigilias. Pero el
primer sendero que Luciano propone a su amigo es, por el contrario, ame­
no, muy breve y transitable, llano, tranquilo, transcurre por praderas flore­
cidas y bajo sombras reparadoras. Nuestro artista promete: «Te encontra­
rás en la cima sin transpirar, tendrás un gran premio sin cansancio». El otro
trayecto, en cambio, está plagado de espinas, de rocas, áspero y estrecho,
exige sudar y padecer frío de quienes lo transitan, que son muy pocos, más
aún, sus huellas son muy antiguas, mientras que en el camino suave uno
se topa, ahora mismo, con una multitud que asciende plácidamente. La
ironía campea en el discurso, pues Luciano confiesa haberse enganado
cuando eligió el ascenso trabajoso: «yo creía que había dicho la verdad el
poeta [Hesíodo] quien señaló cómo de la fatiga nace el bien. Y no era así:
porque hoy veo muchos que son considerados los mayores oradores mer­
ced a una afortunada elección de su lenguaje y de su camino. (...) Para mí
basta ya cuanto me engañé y cansé; para ti, sin sembrar ni arar, ha de nacer
todo lo bueno, como en tiempos de Saturno»23. Para colmo, cualquier guía
del sendero difícil se presenta a la manera de un hombre rudo, severo,
despierto, que impone sacrificios, melancolías y privaciones a sus acompa­
ñantes. Entre tanto, el guía de la otra senda tiene un aspecto más agrada­
ble y relajado, mirada lánguida, voz melosa, huele a ungüentos perfuma­
dos, se rasca con indolencia y con la punta de un dedo la cabeza cubierta
de rizos teñidos. El viandante que a éste se aproxima, muy pronto será
aclamado rey de la elocuencia. Luciano cede entonces la palabra al maes­

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J osé Emilio B urucúa

tro imaginario del facilismo. Sus consejos son francos y desnudan al per­
sonaje:24

Hazte acompañar de la ignorancia, la presunción, ia arrogancia y la


desfachatez, deja en casa esos estorbos del pudor, de la modestia, la
discreción y la verecundia. Pon la voz engolada, sé impúdico al modu­
larla y camina como yo. Vístete de modo elegante e impoluto. Piensa
en una bella figura retórica, selecciona luego unas quince o veinte pa­
labras rebuscadas y apréndetelas de memoria; ten siempre en la punta
de la lengua el puesto que, por cuanto tal, quizás que, habida cuenta de
querido mío, y otras por el estilo con las cuales adobarás tu-discurso
como si fueran dulzuras. Junta palabras misteriosas y extranjeras o
inventa algunas nuevas y así la multitud te considerará hombre admi­
rable que sabes más que ella. En cuanto a los solecismos y barbarís­
imos, hay un solo remedio: la desfachatez que te he nombrado.Y nada
de buscar inspiración en libros antiguos, con ese charlatán de Isócrates,
ese desgarbado de Demóstenes o ese frío de Platón. Consulta, en cam­
bio, los discursos más recientes a los que llaman declamaciones donde
tendrás para todas la necesidades y gustos de tu auditorio. Agranda
tus ademanes, llama a los jueces por su nombre aunque no venga al
caso, exclama a menudo ay de mí, ay de vosotros, gorjea, grita, paséate
y mueve el trasero. Disponte en todo momento a la audacia, la menti­
ra, el juramento, ¡a maledicencia, el enojo contra todos y la calumnia
verosímil, cosas que te harán célebre en poco tiempo. No necesito
decirte cuántos bienes.recibirás rápidamente de la retórica.

El didacta sintetiza sus orígenes y fortuna:

(...) Mírame, yo era el hijo de un padre oscuro, no completamente


libre, quien sólo sirvió a sus tijeras y navajas de afeitar, y de una madre
que trabajaba de costurera en un cuartel; y dado que yo poseía una
cierta belleza, no era muchacho para descartar, y así me conseguí al
principio un amante mísero y avaro que sólo me daba de comer. Pero
cuando vi que este otro camino era facilísimo, por él partí y pronto
llegué a la cima (porque, y no lo digo para envanecerme, aquella pro­
visión de que te hablé, yo la tenía completa, amén de arrogancia, ig­
norancia e impudicia).25

Tras esta caracterización de los antecedentes quizás más lejanos de los


intelectuales light del presente, abandonemos el mundo antiguo y atrave­
semos buena parte del medioevo. Los vendavales y catástrofes que abatie­
ron el imperio romano también barrieron con las liviandades culturales: en
los tiempos oscuros de la civilización mediterránea tardía, las dramatis
personae quedaron ceñidas más bien a la crueldad y al espanto de las cróni­
cas sangrientas de la Historia Augusta. La existencia guerrera y materia 1-

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La ética del compromiso

mente precaria de los pueblos que se asentaron luego en Europa occiden


tal, más el triunfo concomitante del cristianismo, una religión que exaltó
los valores ascéticos, el rigor moral y la reflexión filosófica al servicio de la
teología, representaron factores de peso para hacer casi imposible el des­
puntar o el perdurar de ligerezas. Así hubo de suceder hasta el auge del
feudalismo y la prolongación de la guerra que éste trasladó a Oriente por
medio de las Cruzadas. Sólo el florecimiento urbano de las naciones de
Occidente en los siglos XII y XIII, acompañado de la fundación de las pri­
meras instituciones universitarias europeas, dio lugar al desarrollo de nue­
vas clases medias en el seno de una civilización nueva, gótica, escolástica,
parte caballeresca y parte burguesa, donde reapareció, durante una fase
también crítica de su evolución, la figura de nuestro pensador light. Otra
vez, sabremos algo de ella sólo por las reacciones que despertó entre quie­
nes buscaban embarcarse en la adquisición de un saber veraz y sincero.

2. E scolásticos tardíos

A lo largo del siglo XIII, la filosofía y la ciencia cristianas realizaron di­


versos intentos de comprender de manera unitaria el mundo natural, crea­
do y regido por la razón divina, y el mundo humano, condicionado por la
libertad, transido por el mal de las elecciones equivocadas de los hombres
y salvado por la gracia arbitraria y amorosa de Dios. Se procuró, en aquella
centuria de las grandes catedrales góticas, aproximar todo lo posible el rei­
no de la libertad y de la gracia a la inteligencia del raciocinio. La recupera­
ción de la filosofía de Aristóteles, facilitada por la traducción latina de sus
textos de la lengua árabe a la cual la obra del Estagirita había sido vertida
varios siglos antes en las escuelas de Oriente, era percibida entonces como
un instrumento providencial para cumplir aquella tarea. Pues el corpits
aristotélico mostraba claramente la viabilidad de la construcción de un sis­
tema racional articulado que comprendiese la totalidad de lo real, desde
las causas y los fenómenos de la física hasta los principios de la moral, de la
política, de la lógica y del conocimiento de lo divino. En el hallazgo de tales
coherencia y articulación, resultaba fundamental aceptar la existencia real
de los universales26, es decir, de las nociones genéricas que permitían la
clasificación y el ordenamiento jerárquico de los individuos. A comienzos
del siglo XIV, sin embargo, algunos pensadores franciscanos criticaron la
posibilidad de poseer un conocimiento racional completo de Dios al mis­
mo tiempo que la existencia de los universales. Duns Scoto, por ejemplo,
distinguió la potencia ordenada de Dios, racional y accesible a la inteligen­

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cia humana, con la cual Él había creado el mundo, de la potencia absoluta


de Dios, incomprensible para los hombres, con la cual Él había concedido
la libertad a Adán y Eva, había permitido el pecado y luego había salvado a
la humanidad mediante la Encarnación. La primera potencia era cognosci­
ble en esta vida terrenal y el esfuerzo consiguiente producía las ciencias
físicas y naturales para las que la filosofía aristotélica continuaba siendo un
buen modelo. De la segunda potencia, únicamente las Escrituras y la fe
nos proporcionaban noticias, de modo que cualquier teología había de
buscar apoyo en las verdades reveladas y partir de ellas al realizar sus es­
peculaciones; la metafísica peripatética perdía el carácter de guía que había
tenido en ese terreno entre los escolásticos del siglo XIII.
Guillermo de Occam, por su parte, demolió con argumentos racionales
la realidad de los universales, redujo éstos a meros nombres inventados
por la m ente humana en el trabajo del conocimiento (de ahí la expresión
de «nominalismo» con la cual se designó la doctrina occamista) y admitió
solamente la realidad de la existencia de los individuos. Esta delimitación
del mundo cognoscible derivó en un empirismo racional que, en sintonía
con la idea escotista de la potencia ordenada del Dios hacedor del univer­
so, permitió una expansión inédita de la astronomía, de la óptica, de la
mecánica y de las demás ciencias naturales. Los nominalistas Juan Buridan
y Nicolás Oresme fueron también científicos en un sentido muy próximo
al que nosotros asignamos hoy a esa denominación. Por otra parte, Occam
inició también una corriente de la teología hipotética que se proponía ave­
riguar, mediante paradojas o piruetas de la lógica y de la imaginación, algo
acerca de la potencia absoluta de Dios. De tal suerte, Occam se planteó, el
primero, aquel tipo de quaestiones que harían la fama de rebuscamiento y
de sutileza, alambicada y asfixiante, del nominalismo; por ejemplo, «si»
Dios podía ordenar y disponer que algún hombre le odiase, «si» Dios se
hubiese encarnado en un borrico, «si» Dios hubiera querido actuar en la
historia sin echar mano de la gracia, y otras por el estilo.27 Justamente,
contra ambas derivaciones de la crisis de la escolástica, esto es, la pasión
desmedida por las investigaciones naturales realizadas a partir de las cate­
gorías y clasificaciones aristotélicas y las especulaciones hipotéticas en tor­
no a la potencia divina absoluta, habrían de alzarse los nuevos críticos y
propulsores de una forma renovada del saber del hombre, hastiados ya de
la vacuidad y ligereza hacia las cuales se precipitaba la escolástica
nominalista.28 Esa oposición al pensamiento light de finales del medioevo
actuaría a manera de bajo continuo de la experiencia intelectual en el largo
periplo del humanismo del Renacimiento, desde Petrarca hasta Erasmo y
Rabelais.

35
L a ÉTICA DEL COMPROMISO

En 1367, dueño ya de una fama literaria que lo había convertido en el


poeta máximo de Italia, Petrarca vivía enVenecia como huésped oficial de
la república Serenísima, ciudad-estado a la que el sabio había legado su
fabulosa biblioteca de manuscritos antiguos y modernos. A pesar de este
donativo tan generoso, la presencia de Petrarca no transcurría en paz. Cuatro
maestros de la filosofía peripatética, de su vertiente averroísta mayormen­
te inclinada al estudio de la naturaleza, salieron a la palestra a criticar la
sabiduría presunta del humanista y osaron decir de él que era «un buen
hombre pero iletrado y casi un idiota» debido a su desconocimiento supi­
no de la escolástica aristotélica. Indignado, Petrarca partió de Venecia, se
refugió en la vecina Padua y desde allí atacó a sus detractores mediante
una invectiva, Sobre la ignorancia propia y la de muchos otros,29 que pronto se
copió y circuló por toda Europa occidental. Quizás era ése el documento
esperado por muchos intelectuales que aguardaban alguna reacción salu­
dable contra las exageraciones, transformadas en frivolidades, de los esco­
lásticos. Petrarca no ahorró sarcasmos. Sus críticos, que se consideraban
«grandes» a sí mismos, sólo podían exhibir la única grandeza que contaba
en esos tiempos: la acumulación de dinero y de bienes materiales. Por cier­
to que los cuatro contradictores habían demostrado ser estudiosos y cono­
cer «las letras» en distintos grados, pero sus nociones resultaban «tan in­
trincadas y desordenadas y, como dice Cicerón, acompañadas pos tales
ligereza (levitate) y jactancia, que tal vez fuera mejor que carecieran por
completo de ellas. Para muchos son las letras un instrumento de locura,
para casi todos, de soberbia, salvo el caso, muy raro, de que hayan ido a
parar a ún alma buena y bien instruida»30.
Uno de aquellos oponentes sabía de seguro cosas innumerables acerca
de los animales feroces, los pájaros y los peces: cuántos pelos tiene el león
en la cabeza, cuántas plumas hay en la cola del buitre, con cuántas vueltas
atrapa el pulpo al náufrago en el mar, cómo se ayuntan los elefantes dán­
dose mutuamente los traseros y cómo el embarazo de la elefanta dura dos
años, cómo el ave fénix se quema en una pira y renace de sus cenizas,
cómo el cazador puede encantar al tigre con un espejo, cómo de todos los
animales vivientes sólo el cocodrilo es capaz de mover la mandíbula supe­
rior. Cosas falsas en su mayor parte, según se cayó en la cuenta apenas se
intentó comprobarlas. «De todas maneras, aunque hubiesen sido verda­
deras no servirían en absoluto para vivir felices. Por favor, en qué puede
aprovecharnos conocer la naturaleza de las fieras, de los pájaros, de los
peces y serpientes, e ignorar y despreocuparse de la naturaleza de los hom­
bres, de por qué nacimos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.»’31
Petrarca posee conciencia de la altura filosófica de Aristóteles, pero tam-

36
J osé E milio B urucúa

bien la tiene de los límites de su sistema, sobre todo en cuanto concierne a


su idea de la felicidad que él no pudo concebir -ya que la luz cristiana no
había llegado aún al m undo- ilimitada por su unión con la inmortalidad y
la vida eterna.32 Al contrario, parece dudoso que los pretendidos seguido­
res de Aristóteles merezcan ser llamados filósofos y ni siquiera aristotélicos,
porque están dominados por una jactancia, en los antípodas de la actitud
del maestro antiguo, que les hace verse dueños de los misterios más pro­
fundos de la naturaleza, como si tuviesen el cielo en un puño;33 porque
además son confusos y rebuscados al expresarse,34 impúdicos y llenos de
fantasías, al punto de hablar de todo sin saber nada, de opinar sin freno y
de pronunciar sentencias sobre cuanta cosa se les ponga por delante. 35
Petrarca apunta luego más arriba y su invectiva se torna una apología del
cristianismo, de G cerón y de Platón, por ser ellos los filósofos antiguos
que mejor entrevieron, en medio de la bruma, lo que se mostraría final­
mente bajo la luz plena de la revelación cristiana. La crítica de las ¡evitates
ha servido para que nuestro humanista explicase el sentido de su vida in­
telectual y de su programa de cultura.
Boccaccio también hubo de ocuparse de defender el proyecto nuevo de
revivir las «buenas letras» de los antiguos contra los ataques de los filóso­
fos escolásticos que soportaba el cultivo de la poesía. En el libro XIV de Ja
Genealogía de los dioses, un tratado de mitología que Boccaccio escribió en
latín durante más de veinte años, de 1350 a 1373, este seguidor de Petrarca
realizó el elogio de la poesía como una de las manifestaciones más com­
pletas del saber y de la creatividad de los hombres.36 Tan elevado hacer
sufre los embates, nos previene Boccaccio, de los ignorantes simples, de
los juristas, de los sedicentes filósofos y de los teólogos. Detengámonos en
los dos últimos grupos, porque en ejlos despuntan los antihéroes que in­
vestigamos. Nuestro Boccaccio los aúna cuando los describe, caminando
con los ojos gachos, fingiendo gravedad en el discurso y en las costumbres,
recordando lo que han leído en libros vulgares y escuchado de labios de
doctos auténticos, sonriendo con displicencia frente al vulgo o a algunas
damiselas simplotas, exhalando un suspiro, elevando la mirada al cielo,
simulando que han tenido la iluminación suficiente para resolver el miste­
rio de la Trinidad o enigmas del tipo «si» Dios puede crear un semejante de
sí mismo, «si» Dios hubiera creado el mundo por miles de miles de si­
glos.j7 Lo peor de todo consiste en que esos hipócritas, nada menos que
esos farsantes, predican que los poetas son seductores de las mentes, m o­
nigotes de los filósofos, que los apasionados de las letras inducen al peca­
do y que leer o tener libros de poesía constituye falta gravísima.38 De modo
equivalente al que usaba Petrarca cuando trascendía el ataque de y contra

37
La ética del compromiso

los intelectuales fatuos para ensalzar la introspección cristiana y platónica,


Boccaccio se alza sobre la sátira de los nominalistas y escolásticos y entro­
niza al arte poética. «La poesía es ciencia y llena de jugo para quienes sa­
ben ver más allá de las ficciones (...) La poesía, de la que se apartan los
negligentes e ignorantes, es un cierto fervor de encontrar, y de decir o escri­
bir las cosas encontradas en modo exquisito. Puesto que procede directa­
mente del seno de Dios, ese fervor se ha concedido a pocas mentes en la
creación; y dado tal carácter admirable, siempre han sido rarísimos los poe­
tas.»39
En la primera mitad del siglo XV, los viajes del erudito Giovanni Aurispa
a una Constantinopla todavía en manos cristianas pusieron a disposición
de los humanistas italianos gran cantidad de manuscritos en griego que
contenían, entre muchas otras obras antiguas, los diálogos de Luciano de
Samosata. El contacto con esos textos chispeantes deslumbró a los intelec­
tuales en Florencia, en Roma y en Venecia, de manera que Luciano fue
muy pronto un modelo de escritura y de pensamiento para los autores
renacentistas. León Battista Alberti, junto a su producción seria sobre la
familia, el estado, la teoría y la práctica de las artes civilizatorias, cultivó la
veta irreverente y escéptica del arquetipo lucíanesco en sus Entremeses y en
el extraño relato Momus o Del príncipe, donde se cuenta la historia de los
exilios y regresos de Momo, dios del sarcasmo, a la corte olímpica.40 Esta
divinidad zumbona es alternativamente echada y readmitida por el padre
Júpiter en el concierto de los inmortales, al socaire de sus travesuras en la
tierra o en lo alto del Olimpo. Los filósofos de la tierra suelen ser motivo de
la burla o de la imitación de Momo, así como objeto de la curiosidad de los
otros dioses. Apolo, por ejemplo, queda cautivado ante la sabiduría de
Sócrates y de Demócrito y hace el elogio de ambos personajes para Júpiter,
pero Momo prefiere parodiar a los sabios en general, adoptar sus argu­
mentos, sus ademanes y su figura estereotipada, «con su barba descuida­
da, el aspecto amenazador, las cejas abundantísimas, una actitud arrogan­
te y presuntuosa».41 No obstante, algo extraordinario sucede en ese acto
de representación; Momo dice de pronto cosas tan audaces y críticas, no
sobre los filósofos sino sobre el poder, la religión y la moral construidas
por los hombres al servicio de los príncipes,- que el texto de Alberti asume
una capacidad corrosiva, renovadora y radical que supera ampliamente el
escepticismo del modelo de Luciano. Momo, imagina Alberti, «daba con­
ferencias muy concurridas en las universidades, sosteniendo la tesis de
que el poder de los dioses no es más que una invención sin sentido, el
comentario frívolo de mentes supersticiosas».42 Luciano no había ido tan
lejos en su Júpiter trágico. Nos topamos de tal suerte con una crítica del

38
J osé E milio Burucúa

pensamiento en la cual la variante líght, que sospechábamos podía hacer


aparecer el entusiasmo lucianesco, ha sido diluida por completo y ha des­
pejado el horizonte hacia experiencias intelectuales inéditas que sólo una
modernidad más avanzada se atreverá a practicar.
Posturas parecidas a las de la dupla Petrarca-Boccaccio, así en la crítica
radical de los saberes vacuos, del pensamiento inútilmente sutil, de las li­
gerezas intelectuales que escondían tremendas fallas morales, cuanto en la
superación de ese momento satírico para plantear la existencia de formas
más arduas, enaltecedoras y sólidas del conocimiento de las realidades
humanas, sostuvo el princeps de los humanistas de comienzos del siglo
XVI, Erasmo de Rotterdam. Su célebre Elogio de la locura, editado en 1511
por primera vez y portador también de un tono lucianesco dominante,
contiene las páginas más difundidas y citadas sobre el topos del pensa­
miento light y la necesidad de su trascendencia. Lo notable del caso es que
la Locura personificada y locuaz esboza una primera andanada que no va
dirigida hacia los escolásticos, sino hacia los propios compañeros de ruta
de Erasmo, vale decir, los «elegantes retóricos que se creen casi dioses con
sólo hablar en dos lenguas, salpicando sus escritos y discursos de citas
latinas y terminachos griegos, con lo que hacen un verdadero mosaico,
trayendo cada frase por los cabellos.»43 Recordemos este atisbo porque, a
partir de 1530, asistiremos a un ejercicio explosivo de la crítica contra los
pedantes, los nuevos pensadores líght engendrados por el humanismo
renacentista, lo cual sucederá en la intimidad del movimiento. Los huma­
nistas se reirán de sí mismos y utilizarán para eso, de modo burlón y retor­
cido, las herramientas filológicas creadas por ellos. Pero volvamos al Elogio.
Al promediar el parlamento de la Locura, cuando ésta comienza a des­
cribir a sus principales secuaces, nuevamente son los estudiosos de las le­
tras quienes se adelantan, bajo la veste de gramáticos, los que deberían de
considerarse los más infelices de los hombres por las vesanias que pade­
cen de parte de los niños y adolescentes, sus discípulos. Sin embargo, la
Locura les provee de ciertos beneficios, una sádica satisfacción cuando cas­
tigan a sus alumnos y les atiborran de «vacuidades» el espíritu, un entu­
siasmo absurdo si llegan a descubrir un manuscrito donde figure una pala­
bra latina o griega desconocida o si se topan con una inscripción apenas
legible, un goce indescriptible al tener ocasión de recitar sus poemas insí­
pidos.44 A los gramáticos en la nómina de la Moría, siguen los poetas, los
más adeptos del amor propio y de la adulación, convencidos de haber con­
quistado la inmortalidad con sus obras, las cuales rara vez no son producto
de la extravagancia o del plagio o no exhiben títulos ridículos, tomados de
la panoplia antigua de nombres propios sin que muestren relación alguna

39
La ética del compromiso

con el texto.45Y llega por fin nuestra demente a las loas grotescas de los
filósofos escolásticos y de los teólogos, «nominalistas, tomistas, realistas,
advertistas, scotistas, occamistas» («Y eso que no he nombrado más que
algunas escuelas», nos aclara la Locura46) . Los primeros construyen mun­
dos a su antojo, miden los cursos y tamaños de los astros, explican las
causas de los rayos, de los vientos, de los eclipses y otros portentos, pero
sus argumentos son absurdos pues nada saben de verdad, aunque se ufa­
nen «de percibir las ideas universales, las formas abstractas, las quidditates
y las ecceitates»47Y algunos de ellos se hacen astrólogos y prometen reali­
zar mayores maravillas que los magos. Ahora bien, para referirse a los teó­
logos se requiere ser cautos, porque son hijos vergonzantes de la Locura y
suelen acusar de herejes a quienes los critican. A pesar de todo, Erasmo les
dedica, por boca de la Moría, la mayor cantidad de páginas de su sermón
enajenado.

Ellos saben explicar, a su manera, los más oscuros misterios; por ejem­
plo: 'origen del mundo y causas por las que fue creado', 'vías que ha
seguido la mancha del pecado en los descendientes de Adán , cómo,
hasta qué punto y por cuánto tiempo estuvo Cristo en el vientre de la
Virgen','forma en que en la Eucaristía permanecen los accidentes sin las
sustancias', etc. (,..)'¿Hay acaso instante en la generación divina?','¿exis­
ten en Cristo varias filiaciones?','¿es aceptable la proposición Pater Deus
oditfiliumT,'¿pudiera Dios haber tomado la forma de mujer, o de de­
monio, o de asno, o de calabaza?, en este último caso, ¿hubiera podido
predicar, hacer milagros y sufrido el suplicio de la cruz?','una vez reali­
zada la resurrección de la carne, ¿se podrá comer y beber? .

La Locura demuestra, ironizando, cuán lejos han llegado los teólogos


archisutiles respecto de los apóstoles y del mismísimo San Pablo, pues
mientras aquellos amigos directos de Cristo consagraban con simple de­
voción la eucaristía, estos sabios de un milenio y medio más tarde ya son
capaces de explicar si lo hacen a quo o ad quem (a partir o con destino a
alguien), cómo y en qué momento se produce la transubstanciación, cono­
cen a la madre de Jesús mucho mejor que quienes convivieron con ella,
disciernen con claridad si la gracia es data vel gratificans (dada o gratificante),
si las buenas obras son operantes vel operatae (obrantes u obradas), aun­
que hayan sido los apóstoles los que sin duda recibieron la gracia, predica­
ron sobre la grandeza de la caridad y actuaron en consecuencia. Los teólo­
gos hablan acerca del infierno como si hubieran vivido allí muchos años,
pintan las bellezas del Paraíso y dicen qué gran espacio ocupa, «precaución
discreta para que nadie crea que ha de faltar sitio para que las almas que se
salven puedan pasear a sus anchas por las hermosas avenidas, celebrar

40
J osé E milio B urucúa

banquetes y jugar a la pelota»49 El colmo lo representan los teólogos pre­


dicadores que se meten a cabalistas, como el caso de aquel que había he­
cho desternillar de risa a Erasmo al descomponer la palabra Jesús en sus
letras y derivar de allí la verdad trinitaria y la victoria inevitable de Cristo
sobre el pecado.50 El Roterodamense otorga a su criatura, al final del libro,
una inflexión que la transforma: hay una Locura que no es necedad, ni
ligereza, ni perdición o vacío, hay una Locura sublime que es la de aceptar
la gracia en nosotros, el inconmensurable absurdo del Dios que muere en
la cruz, que acepta el castigo más infame, para salvar a los hombres y mos-
trarles el camino de la caridad sin límites, del amor vivificante que se en ­
trega por completo al prójimo y no se agota jamás. Con lo cual, Erasmo ha
repetido el gesto de la trascendencia de toda liviandad que inauguraron
Petrarca y Boccaccio en los inicios del programa humanista del Renaci­
miento.
El texto más famoso del Roterodamense extendió su influjo a toda la
cultura del siglo XVI. Las admoniciones de la señora Locura se tradujeron,
por ejemplo, a la esfera de la visualidad en las imágenes satíricas de buena
parte de los grabados diseñados por Pedro Bruegel el Viejo y realizados por
van der Hayden y Phüippe Galle en Bélgica de 1557 a 1560.51 En el agua­
fuerte El asno en la escuela, se nos muestra una clase de gramática a la que
concurren unos seres pequeños a quienes sólo a primera vista confundí -

41
La ética del compromiso

mos con niños. Se trata más bien de adultos en posturas torpes o inverosí­
miles que revelan sus dificultades insuperables para aprender las letras.
Los cuadernos y los volúmenes impresos están abiertos al reves, entre as
piernas de los lectores o fuera del alcance de los ojos. Una mujer diminuta
se ha metido en la misma canasta donde guarda sus libros. Algunos perso­
najes hacen muecas, otros se distraen o permanecen ensimismados bajo
sus sombreros. El maestro está en el medio de la escena y se dispone a
castigar a un alumno que ya exhibe su trasero, pero las ramas secas que
solían usarse como latiguillo todavía permanecen en el tocado, una espe­
cie de turbante, del pedagogo. Todo respira estupidez. El único que parece
atento es el burro, que asoma su cabeza por una abertura, ha dejado un par
de lentes al costado de su pata, pero igual escruta una página con signos
musicales. Quizás se apresta a cantar. La inscripción reza. «Si a guien en
vía un asno tonto a París, puesto que es asno no sera caballo».
Otro aguafuerte, de una serie de alegorías de las tres virtudes teologales
y de las cuatro cardinales, representa a la Templanza como una mujer con
un freno de cabalgadura en la boca (atributo del control que ella ejerce
sobre el desenfreno), un par de anteojos en su mano izquierda (las lentes
aguzan la vista y facilitan la observación de las circunstancias), un reloj
sobre su cabeza (la Templanza es virtud reguladora del buen uso del tiem­
po), su pie derecho sobre un aspa de molino (alusión al domimo que el

42
J osé E milio B urucúa

cálculo y el ingenio permiten aplicar a la fuerza de la naturaleza). Rodean a


la dama los «artistas», según la denominación que recibían en la época las
personas que se dedicaban a las artes liberales del trivium, del quadrivium
o a sus múltiples aplicaciones. Sobre la izquierda, se han dispuesto los as­
trónomos que miden los astros y sus cursos celestes, los arquitectos, los
artilleros, los filósofos y dialécticos que debaten sobre la interpretación de
la Biblia, las quidditates y las formas abstractas, el gramático a quien vencen
la abulia y la melancolía mientras enseña parsimoniosamente a los niños
las reglas del discurso. En la inscripción se lee: «Estemos advertidos para
no entregarnos a la voluptuosidad ni ser pródigos o lujuriosos, no vivamos
como seres sórdidos y oscuros en una avara tenacidad». Únicamente la
Templanza puede evitar que los saberes y la práctica de las artes no deriven
hacia la necedad propia de los hombres que se envanecen sin percatarse
de la superficialidad de su ciencia. El recuerdo explícito del Elogio erasmiano
nos ha desvelado los significados general y en detalle de los grabados de
Pedro Bruegel: las dos estampas que analizamos son alegorías del pensa­
miento light en las cuales se superponen los escolásticos tardíos y los pe­
dantes engendrados por la declinación del Renacimiento. A partir de este
punto, todo indicaría que la cadena de liviandades intelectuales ya no h a­
brá de cortarse más, como si la sucesión de eslabones se hiciera más densa
y confusa. Volveremos enseguida sobre esta cuestión.
Una reflexión última antes de dejar el apartado. La crisis de la escolás­
tica tardía no habría sido más que un síntoma cultural del proceso de des­
composición en el que cayó el universalismo ideológico, político y econó­
mico de la Iglesia católica a partir del primer Jubileo del año 1300. Como
en tantos otros órdenes de la naturaleza y de la cultura, cuando un ente,
ser vivo u organización compleja (la Iglesia cristiana occidental, en este
caso) llega al punto culminante de su evolución y posee inclusive la con­
ciencia necesaria para celebrarlo, en ese mismo momento estallan los pri­
meros signos de las contradicciones, enfermedades o desequilibrios que o
bien llevarán al ente de marras a la extinción o bien lo obligarán a transfor­
marse en algo distinto. Así ocurrió con la empresa teocrática de la Una,
sancta, catholica, apostólica et romana Ecclesia que, a fines del siglo XIII, ha­
bía conseguido doblegar al Imperio romano-germánico, su antagonista de
más de dos centurias en la competencia por un poder «universal» extendi­
do a todos los pueblos cristianos occidentales; que había logrado reunir la
más vasta posesión de tierras y controlar directamente su producción agrí­
cola por encima de las fronteras feudales (alrededor de un 15% de las tie­
rras cultivables, quizás las mejores, en toda' Europa se hallaban en manos
de las diócesis, las órdenes religiosas o el dominio eminente del pontífice

43
La ética del compromiso

romano); que había construido y sostenido, mediante el sistema de las


universidades, la mayor red de investigación y producción intelectual co­
nocida en Europa; que había creado, estimulado o financiado obras de la
arquitectura gótica, de las artes visuales y de la literatura, las primeras ver­
daderamente comparables, por su envergadura y su riqueza semántica, a
las obras de la civilización greco-romana. Con un gesto de irreverencia tan
sólo, pero gravísimo y violatorio, por cierto, de la sacralidad de la persona
del papa (la bofetada que Guillermo de Nogaret, representante del rey Fe­
lipe IV de Francia ante la corte pontificia, propinó al papa BonifacioVIII en
1303 en la fortaleza de Anagni), una de las nuevas fuerzas sociopolíticas en
ascenso en el escenario de la política medieval -e l Estado-nación regido
por una monarquía dinástica consolidada- empujó a aquel poder univer­
sal de la Iglesia de Roma hacia la larga agonía que habría de culminar en el
desgarramiento producido por la Protesta del siglo XVI. Nuestra idea apunta
a formular la hipótesis de que los hombres del clero, salidos de las filas de
la burguesía emergente casi todos ellos, y los teólogos en particular, quie­
nes componían multitud alrededor de 1300, habrán percibido rápidamen­
te el cuadro inesperado en el cual debía de situarse la institución a la que
ellos habían confiado sus destinos individuales.' Una de sus salidas posi­
bles consistiría entonces en el aferrarse al monopolio de la vida intelectual,
en ese modo peculiar de ejercerlo que hemos identificado con el pensa­
miento light y que efectivamente cumplieron muchos de los nominalistas y
tardo-escolásticos.

3 . LOS PEDANTES

Hemos advertido que, en el Elogio de la locura, asomaba ya el examen


autocrítico de la evolución interior que conducía al humanismo filológico
y clásico hacia un punto terminal de esterilidad creativa, muy semejante al
que encontramos en el principio robusto del movimiento, pero encarnado
entonces en su antagonista exhausto, la escolástica tardía. Bastaron dos
siglos o tal vez menos, de 1335 a 1525, para que de entre las filas de los
nuevos maestros y especialistas en las letras y en la cultura clásicas, se
desprendieran con perfiles nítidos los sabelotodo insoportables, los pe­
dantes, quienes empalagaban a sus alumnos y oyentes circunstanciales
desgranando cada tres palabras una cita en latín o en griego, explicando
todo cuanto acaecía mediante ejemplos de la historia o de la literatura
antiguas, pero que, en realidad, habían adquirido sólo un ligero barniz de
los clásicos y vaciaban a las obras del pasado, por el uso fragmentario e

44
J osé E milio B urucúa

insustancial que hadan de esos textos, de su complejidad, de su belleza


polisémica y de su fuerza vital. Subrayemos nuevamente que los detracto -
res primeros y más furiosos de la liviandad erudita y filológica serían inte­
lectuales formados en el núcleo más intenso e íntimo de la cultura
renacentista, a cuyo programa ellos permanecerían fieles hasta el fin. Es
probable que nuestra teoría esbozada, acerca de la desilusión de sectores
sociales medios en ascenso, sirva para dar razón del fenómeno. Esta crisis
del humanismo clásico y del Renacimiento revelaría el fracaso de un pro­
yecto universalista diferente al de la Iglesia, el programa de las bonae litterae,
de la conciliación de los legados clásico y cristiano y de la república mun-
dial del conocimiento, un plan en buena medida laico y apartado de los
medios universitarios y eclesiásticos, articulado, más bien, con los marcos
estatales de las ciudades italianas y de las monarquías nacionales -F ra n ­
cia, Castilla, Aragón, Portugal e Inglaterra-, Digamos que una parte de la
burguesía, en expansión como un todo desde los siglos XII y XIII pero
afectada en 1300 por las sacudidas del predominio de la Iglesia católica,
había intentado eludir la crisis del siglo XIV, progresar y consolidarse por
la vía de un predominio laico, de nuevo tipo, en la actividad intelectual y
en la creación estética.
Cuando ese impulso, amplificado gracias a la vuelta a la vida de lo an­
tiguo (el Nachleben der Antike al que se refirió Aby Warburg en sus estudios
del Renacimiento),52 tras proporcionar a los «hombres nuevos» de las ciu­
dades italianas y nórdicas los instrumentos culturales de su autoconciencía
Y val°r, se mostró ineficaz frente a la restauración violenta de los poderes
aristocráticos y eclesiásticos a partir de la década de 1521-30, el campo
quedó libre o bien para la expresión del desgarramiento de la burguesía
derrotada (que culminaría en las formas perseguidas y aniquiladas del pen­
samiento «libre» de un Servet y de un Bruno y que ya vislumbramos en el
Monnis de Alberti), o bien para la exploración urgente y enloquecida de un
camino fácil, rápido, afortunado, mendaz, que transitara por las activida­
des, largamente frecuentadas, del intelecto y garantizara algún tipo de par­
ticipación en las riquezas materiales bajo el control de los poderosos de
siempre. La profesión de maestro de niños y jóvenes se mostró muy apta
para esa clase de itinerarios culturales y así fue que apareció la figura del
peaante. Esta palabra que designa al personaje podría ser una variación,
ella misma petulante, rebuscada y producida por el propio involucrado,
luego peyorativa y usada por sus enemigos, de la palabra pedagogo, esto
es, conductor de los puidoi («niños» en griego). Debido a semejante cir­
cunstancia, desde el comienzo de la crítica antipedantesca, el nuevo pen­
sador líght de nuestra serie sumó, en el imaginario de sus detractores, a la

45
La ética del compromiso

afectación de los modales y al retorcimiento de las ideas la pésima costum­


bre de la pederastía, cuando no de la sodomía lisa y llana (recordemos que
algo de ello se vislumbró también en las confesiones del retórico de éxito
presentado por Luciano).Vayamos ahora a varios ejemplos.
En 1580, en la primera edición de sus Ensayos, Michel de Montaigne
consagró el capítulo XXV por entero al problema Del Pedantismo. Su pun­
to de partida para el tratamiento del tema era la comedia italiana contem­
poránea, un género teatral que, desde la infancia, había acompañado a
nuestro filósofo y lo había familiarizado con la figura del pedante. Pero
Montaigne iniciaba su ensayo con la expresión de una duda. ¿Acaso pare­
cía concebible que un alma enriquecida por el conocimiento de tantas co­
sas altas, repleta de los dichos y juicios de los espíritus más excelentes,
pudiera permanecer grosera y vulgar sin corregirse? ¿Había de aceptarse
que, por el hecho de recibir en sí el producto de cerebros fuertes e inm en­
sos, el propio se empequeñeciera y atrofíase? La experiencia apuntaba, más
bien, a lo contrario: «nuestra alma se ensancha a medida que más se col­
ma».54 Y Montaigne daba famosos ejemplos de esta verdad. La cuestión
debía de plantearse de otra manera. En realidad, el punto era que los pe­
dantes erraban en el modo de aprender las ciencias, pues procuraban lle­
narse la memoria al mismo tiempo que dejaban vacíos el entendimiento y,
peor aún, la conciencia. Su obsesión consistía en saber más, no mejor. Pi­
coteaban la ciencia de los libros, la alojaban en la punta de los labios y
luego la lanzaban al viento. Montaigne temía no haber caído él mismo en
esa liviandad al espigar, aquí y allá, citas que luego engarzaba en los ensa­
yos. La condición esencial para no caer en la pedantería era «hacer nues­
tras» las opiniones y el saber ajenos, «digerirlos», transformarlos dentro de
nosotros y hacernos sabios de una ciencia presente, no de una pasada ni
tampoco futura.55 Apelar al buen sentido de los simples, imitar a los hom­
bres del pueblo hablando sencillamente del conocimiento que sentimos
como propio, he ahí el remedio contra el pedantismo. Montaigne acudía al
paisano de su Périgord natal para decirlo:

Mi vulgar Perigordino llama graciosamente 'Lettreferits' a esos sabi­


hondos, como si dijerais'golpeados de letras', a quienes las letras les
han dado un martillazo, según se dice. (...) Pues al campesino y al
zapatero los veis seguir simple e ingenuamente su tren, hablar de lo
que saben; aquellos otros, por querer elevarse y gobernar ese saber
que nada en la superficie de sus cerebros, allí andan envolviéndose y
enredándose sin cesar.36

En el capítulo LIV del libro I publicado en 1580, Sobre las sutilezas va-
J osé E milio B urucúa

ñas,57 Montaigne volvió al tema de la pedantería y, desde la postura de un


aristócrata distante (aunque así sea, su descubrimiento abona una de las
tesis centrales de este trabajo respecto de las posibles filiaciones sociales
del pensamiento light), anatematizó las frivolidades del pensamiento como
el producto de mentes mediocres, «mestizas», salidas de la «región inter­
media». El filósofo del Périgord distinguía una ignorancia «alfabética», an­
terior a la adquisición de cualquier ciencia, de otra «doctoral», «ignorancia
que la ciencia hace y engendra, del mismo modo en que ella deshace y
destruye la primera».58

Los campesinos simples son gente honesta y honestos son los filóso­
fos o, según nuestra época, naturalezas fuertes y claras, enriquecidas
por una amplia instrucción de ciencias útiles. Los mestizos, quienes
desdeñaron el primer asiento de la ignorancia de las letras, y no pu­
dieron acceder al otro (tienen el culo entre dos sillas, igual que yo y
que tantos otros), son peligrosos, ineptos, importunos, y perturban el
mundo. Por mi parte, sin embargo, mé arrellano tanto cuanto puedo
en el asiento primero y natural, del cual por nada en el mundo he
intentado apartarme.59

Tal como Montaigne escribió, la comedia italiana del siglo XVI se ensa­
ñó particularmente con los pedantes desde temprano. En 1538, Francesco
Belo dio a conocer una pieza cómica con ese título, II Pedante, donde el
antihéroe de la jornada quedaba hecho jirones.60
En 1582, nada menos que Giordano Bruno editó, por su parte, Candelaio
(«Candelera»), la única comedia que el filósofo escribió para burlarse de
tres males devastadores en los cuales había caído la cultura humanista,
tres imposturas intelectuales de rápidos efectos matériales que salían cas­
tigados de la pieza: 1. la alquimia o falso saber de la naturaleza, locamente
perseguida por el personaje de Bartolomeo; 2. la praxis amorosa, impreg­
nada de filosofía erótica al modo de Ficino y León Hebreo y de lírica
petrarquesca gastada, una búsqueda ridicula que emprende el sodomita
reconocido del viejo Bonifacio en torno aVittoria, una cortesana inteligen­
te y madura; 3. la pedantería o falsa enseñanza de las bellezas de la litera­
tura antigua, que protagoniza Manfurio, el tonto más rematado de la co­
media, el que se lleva la peor parte en los castigos y el que, encima, sufre el
escarnio de tener que pedir el Aplaudid a los espectadores al final de la
representación.61 Bruno sintetizaba en la exposición inicial del argumento:

Son tres materias principales entretejidas juntas en la presente come­


dia: el amor de Bonifacio, la alquimia de Bartolomeo y la pedantería
de Manfurio. Mas, para el conocimiento distinto de los temas, razón

47
La ética del compromiso

del orden y evidencia de la artificiosa textura, nos referimos primero al


insípido amante, segundo al sórdido avaro, tercero al torpe pedante:
de los cuales no es que el insípido carezca de torpeza y sordidez, el
sórdido no sea a la par iqsípido y torpe, y el torpe no sea menos sórdi­
do e insípido que torpe.62

El ataque de Bruno contra los pedantes superó el teatro y asumió for­


mas filosóficas en los diálogos morales que él publicó entre 1584 y 1585, la
Expulsión de la bestia triunfante, la Cúbala del caballo Pegaso y El asno edénico,63
textos donde aquellos seudointelectuales quedaron desnudos como falsa­
rios del conocimiento y, peor aún, como traidores de una ética y de una
religión verdaderamente humanas. Bruno los asimiló con la trampa, la
impostura, la ignorancia. El asno fue su mejor símbolo, de manera que
pedantería y asinidad resultaron sinónimos. Y hubo entonces asnos-pe­
dantes gramáticos, clérigos, teólogos, astrólogos, magos, maestros de filo­
sofía y de ciencias. Aunque los más dañinos, los más despreciables, los
archipedantes, los que llevaron la asinidad a los mismos cielos y a las cons­
telaciones, los que cambiaron el curso de la historia y sumieron a la huma­
nidad en las sombras, tales han sido los impostores-que fundaron religio­
nes oscuras, enemigas del saber, o pretendieron reformarlas, no para libe­
rar a los espíritus sino para someterlos a las tinieblas y al capricho de los
poderosos. El judaismo, el Islam, el cristianismo y sus diversas ramas, tan­
to la romana cuanto las reformadas, ocupan el banquillo de los acusados,
perennes perseguidores de los sabios auténticos que, por el contrario, no
-se cansan de explorar las fuerzas del universo ni de obtener de ellas bene­
ficios para la humanidad.

(...) Necios del mundo han sido los que han formado la religión, las
ceremonias, la ley, la fe, la regla cíe vida; los mayores asnos del mundo
(que son los que privados de cualquier otro sentido y doctrina y vacíos
de toda vida y costumbre civil se pudren en la perpetua pedantería)
son aquellos que por la gracia del cíelo reforman la profanada y co­
rrompida fe, medican las heridas de la llagada religión y suprimiendo
los abusos de las supersticiones reparan las rasgaduras de sus vesti­
duras; no son aquellos que con impía, curiosidad van y fueron siempre
escrutando los arcanos de la naturaleza y computando las vicisitudes
de las estrellas. Mira si tienen o tuvieron jamás el mínimo interés por
las causas secretas de las cosas; si tienen algún miramiento por la di­
sipación de reinos, dispersión de pueblos, incendios, derramamientos
de sangre, ruinas y exterminios; si se preocupan de que el mundo en­
tero perezca por causa de ellos con tal de que la pobre alma quede
salvada, con tal de que se construya el edificio en el cielo, con tal de
que se reponga el tesoro en aquella bienaventurada patria, sin preocu-

48
J osé E milio B urucúa

parse lo más mínimo por la fama, bienestar y gloria de esta frágil e


insegura vida en pro de aquella certísima y eterna.64

Me pregunto si acaso, tal cual insinúa el caso de Giordano Bruno, la


querella contra los pedantes llevada a sus consecuencias más radicales no
se deslizaba hacia una zona peligrosa del pensamiento en la que se expan­
dían el libertinismo filosófico y la irreligión, o mejor dicho la critica del
cristianismo por ser éste un sistema de convicciones hipócritas y de creen­
cias oscuras y melancólicas. Semejante aproximación quizás sea una clave
para comprender el texto misterioso, peregrino y comiquísimo de Le mayen
de parvenir («El medio para llegar»), un libro atribuido al filósofo, matemá­
tico y canónigo Francisco Béroalde deVerville (1558-1612), escrito alrede­
dor del año 1600, que contiene una sucesión aluvional de cuentos, peque­
ñas historias salaces, comentarios burlones sobre los disparates enuncia­
dos por la filosofía, la lingüística, la teología o cualquier otra de las ciencias,
es decir, por un saber rebuscado y excedido más allá de sus límites morales
y de sus controles cognitivos.65 De ello se trata, pues, de arribar, de parvenir
a un saber simple y risueño, garantía de acción sincera y feliz, un movi­
miento que se opone al otro «llegar», arte del paroenu, caricatura superfi­
cial del trabajo verdadero del espíritu, falsificación, pedantería, impostura.
Y el libro Le mayen de parvenir\ a pesar del tono que impone el coníinuum
indetenible de sus narraciones plagadas de escatologías y de audacias sexua­
les groseras, o quizás por ese mismo tributo al goce, encierra el compendio
de principios y experiencias que permiten aquel acceso a un conocimiento
de «la razón de todo lo que fue, es y será»: «(...) este precioso memorial,
este alegre repertorio de perfección, este antídoto contra toda desgracia,
esta ristra de buenas gracias, este Mayen de parvenir, breviario único de
resoluciones universales y particulares, al que no es posible contradecir, ni
oponer hipérboles, ni acusar de falsedad. (...) y todos los libros que han
sido hechos o lo serán, por hombres o mujeres, niñas o muchachos o neu­
tros, son sólo signos o marcas, o paráfrasis o predicciones de éste, tan in­
genuo, claro y evidente, cuyo fin es el final e inteligible para codos (,..)»66
Decíamos que la burla del pedantismo podía desembocar en uria atmósfe­
ra de incredulidad. El autor de nuestro Moyen lo declara sin tapujos y, con
cierta jactancia, aprovecha para reírse nuevamente de los pedantes:

Y bien entonces, decidme, ¿tenéis d eseo s de llegar? L eed este volu­


m en según su auténtico sesgo. Está hecho como esas pinturas oge
muestran primero una imagen y luego otra. Me han dicho que hay
algunos malintencionados quienes han dichohHe aquí rasgos de ateo.'
Del asunto, riada sé, a ellos me remito. Si me ha sucedido de declarar

49
La ética del compromiso

su ingenuidad, lo hice sin saberlo. Juego a la gallina ciega: tomo lo que


encuentro. Pero ellos, que son sabios y están llenos de inteligencia,
hacen todo por elección y conocimiento. Es siempre sabido que al gato
con diarrea, la cola le hiede. No os disgustéis si he dicho algo que se
mira u oye de costado y que sienta mal a vuestro gusto, no es por falta
mía: hay sólo una perspectiva de orejas fallida; y, por otra parte, los
perfectos están en los cielos.67

Pero volvamos atrás en nuestra historia y veamos los efectos de la críti­


ca antipedantesca en la poesía. Hubo dos géneros, que fueron si no inven­
tados ambos en el siglo XVI (la poesía macarrónica existía desde mediados
del Quattrocento en los ambientes universitarios de Padua) al menos lle­
vados a su acmé en esa centuria, dos formatos de la creación poético-satírica,
los cuales tuvieron por razón de ser el metaforizar, ante todo en el plano
propio del lenguaje, la crisis de la cultura del Renacimiento y del humanis­
mo personificada en la figura del pedante «con variaciones». Me refiero a
la poesía llamada «pedantesca» y a la poesía macarrónica que acabamos
de nombrar.68 La primera se asienta en un italiano desintegrado por los
cultismos, los latinazgos y los neologismos de etimologías absurdas. Su
mejor exponente fueron los Cánticos de Fidenzio, escritos por Gamillo Scroffa
a mediados del siglo XVI,69 donde un pedante, Fidenzio Glotto.crisio (el
«fiel del discurso de oro»), cuenta, en primera persona y en verso, las alter­
nativas de un viaje que debería de conducirlo a los brazos de su discípulo
joven y amado, el mantuano Camillo Strozzi. Pero el final del periplo, pla­
gado de situaciones absurdas que provoca el hermetismo ridículo del len­
guaje del pedante, no puede ser más patético para el dicho Fidenzio: su
anhelado amante le da calabazas, «oh, fidenticida impío Camillulo», y el
maestro se apresta a morir no sin antes dejar preparado su risible epitafio:

Glottocrisio Fidenzio eruditísimo


ludimaestro se encuentra en este gran sarcófago.
Camillo, más cruel que un antropófago
le ha matado. ¡Oh caso dañosísimo para los buenos!70

La poesía macarrónica tuvo su momento de auge en la década de los 20


en el siglo XVI con la obra del mantuano Teófilo Folengo, un monje bene­
dictino huido del monasterio, quien publicó, bajo el seudónimo de Merlín
Cocai, varios poemas en la lengua llamada macarrónica, es decir, una mez­
cla de latín, italiano y dialectos lombardo-paduanos que consistía en respe­
tar las reglas de la sintaxis y de la métrica latinas, con sus declinaciones,
regímenes verbales, proposiciones subordinadas, hipérbaton, dáctilos y
hexámetros, pero usar al mismo tiempo palabras de raíces ya inequívoca­

50
J osé E milio B urucúa

mente italianas o dialectales. El gran esfuerzo filológico de los humanistas,


prolongado durante casi dos siglos, para recuperar las formas clásicas de la
lengua ciceroniana o del verso virgiliano quedaba de tal modo satirizado,
burlado y aniquilado mediante la combinación de la pureza sintáctico-mé­
trica de los antiguos y la creación brutal de un vocabulario latinizado sin
mediaciones a partir de la más crasa lengua vulgar. Una construcción de
radical ambivalencia, lograda por la simultaneidad y la síntesis cataclísmica
de cultismos y barbarismos hiperbólicos, no sólo ponía en jaque las formas
del discurso de los pedantes sino que servía, además, al propósito de escar­
necer la literatura renacentista: por un lado, los intentos de Boiardo y Axiosto
de resucitar y reconciliar las historias y las axiologías de las épicas
grecorromanas y caballerescas; por el otro, los experimentos de Sannazzaro
y los petrarquistas que querían reconstruir la lírica de las Églogas y de las
Geórgicas de Virgilio. Pues los poemas de Folengo-Cocai eran todos paro­
dias de esos géneros idolatrados: la Zanitonella de las Bucólicas, el Moscheidos
de la poesía homérica, el Baldas de la Eneida y del Orlando Furioso.
El Baldas narra, en veinticinco libros, las aventuras de un héroe de ese
nombre y de su banda de amigos, una mesnada que, más que de caballe­
ros feudales, parece caterva de forajidos torpes y destructores.71 Sus viajes
y correrías los conducen al infierno en el centro de la tierra y allí termina el
poema-río de más de 15000 versos donde, entre bromas, sarcasmos y ve­
ras, en ese verbo macarrónico grotesco, los personajes y el autor (quien
también se inmiscuye en la acción) han tratado de omni re scibili (sobre
todo lo cognoscible), del cielo y de los astros, de la tierra y de los mares, de
los animales del aire y del agua, de los hombres y de los pueblos, de las
instituciones y de la guerra, de las artes y las técnicas, de los lugares desco­
nocidos y del mundo inferior. Y, ¿qué hay en el sitio más remoto del aver­
no, quiénes habitan el lugar del máximo castigo, de las penas más terri­
bles? Pues se alza en ese lugar la casa de la Fantasía, «llena de un silente
murmullo, de un estrépito silencioso, de un movimiento inmóvil, de un
orden confuso, de una norma sin regla ni arte.»72 Sobrevuelan por todas
partes fantasmas y sueños, delirios y pensamientos absurdos, imágenes
incongruentes, deseos incumplidos y locos afanes. Van y vienen los
gramáticos y pedagogos, el sustantivo con el verbo, el pronombre con el
participio, con el illud, con el quo, el hite, el istuc, el hiñe, el inde, el desorsum,
el sinistrórsum y la familia completa de los cuius. Siguen volando los argu­
mentos dialécticos acompañados por el pro, el contra, el negó y el p robo, la
materia, la forma, el ente, la quidditas, el accidente, la sustancia y el silogis­
mo. Se da vuelta y revuelta al problema del alma, a los hallazgos fantásti­
cos de san Alberto Magno, a las normas de Epicuro que, atrapadas, se en­

51
La ética del compromiso

cierran en una bota de vino para que no escapen. En el centro del centro,
por fin, hay un zapallo inmenso y seco que, «cuando estaba todavía tierno
y comestible, habría servido sin duda para hacer la menestra del mundo
entero»,73 morada de los poetas, los astrónomos, los cantores y quiromantes,
grandes mentirosos que han llenado las cabezas del prójimo de cosas va­
nas y falsas. Un ejército de tres mil barberos han sido encargados por Plutón
de quitar a aquellos fabuladores miserables un diente por día y por menti­
ra que hayan dicho. Así termina la obra maestra de la poesía macarrónica
con nuestros pedantes en el último círculo de un infierno feroz y ridículo.
Todavía a fines del siglo XVII, Molière echaba mano del recurso maca­
rrónico para hacer reír a carcajadas en el teatro. Claro que, en lugar del
italiano o de los dialectos del norte de la península, era el francés la lengua
que prestaba sus vocablos y raíces a la pretenciosa sintaxis latina. El episo­
dio del caso correspondió al último intermedio de El enfermo imaginario,
pieza encargada por Luis XTV para el carnaval posterior a las victorias reales
en Holanda y estrenada enVersalles el 10 de febrero de 1673. Siete días más
tarde, mientras hacía el papel del bachiller en aquella parodia macarrónica
de los exámenes por los cuales un médico accedía a su grado académico, en
el preciso instante de pronunciar la palabra «Juro», Molière tuvo la convul­
sión que lo llevaría a la muerte pocas horas después. La escena lanza una
estocada contra los pedantes, no sólo debido al uso de la lengua macarrónica,
sino porque lo ridículo se apoya también en la burla de los médicos enfras­
cados en sus recetas ineficaces, prisioneros de su jerga vacua y más bien
bárbara que latina. Permítaseme intentar una traducción macarrónica del
agradecimiento del Bachelierus a la corporación de los médicos:

Grandes doctores doctrinae /del ruibarbo y del purgante,


Sería para mí sine duda cosa loca, /Inepta et ridicula,
Si ego fueram empecinare /Vobis alabantias donare,
Et acometieram agregare /Luminarias al solem,
Stellas al cielum, /Flammas al infemum,
Ondas al oceanum, /Et rosas a la primaveram.
Acéptate que cum uno moto, /Pro toto agradecimiento,
Deam gratias corpori tam docto. /Vobis, vobis debeo
Multum más que a naturam et que a patri meo.
Natura et pater meus /Hominem me habent factum;
Pero vos me (lo que es bastante más) /Habetis factum medicum:
Honor, favor et gratia, /Que, in hoc corde aquí,
Imprimant sentimenta /Que durabunt in sécula.74

Mas con Molière nos introducimos en la última etapa de nuestro reco­


rrido.

52
J osé E milio B urucúa

4„ P r e c io s a s , p e t im e t r e s , m e r v e il l e u s e s y m u s c a d in s :

IMPOSTORES EN CASCADA

Hemos señalado en el Elogio una doble ofensiva contra dos formas del
pensamiento light que coexistían a comienzos del siglo XVI: una, ligada a
la escolástica tardía, vale decir, al pasado, que se manifestaba en la crítica
de los nominalistas, escotistas, tomistas y demás teólogos; otra, esbozo del
intelectual ligero que anunciaba al pedante del porvenir en las figuras del
retórico y del gramático. Dos temporalidades y dos tipologías del pensador
light se unían, entrelazadas, en la burla erasmiana. A partir de entonces,
este proceso de encabalgamiento no sería nunca más excepcional. Por el
contrario, parecería como si, a medida que avanzaran la modernidad, la
inmanencia de los proyectos históricos, la secularización y la expansión
europea consiguientes, en síntesis, a medida que se impusiera la mutación
capitalista y burguesa de las sociedades europeas, se acelerasen también
los tempi de los universalismos (ora políticos, ora culturales, ora científicos,
ora económicos, o bien todas estas categorías a la vez según indicaría, por
ejemplo, el programa.integral de la Ilustración en el siglo XVIII) y, junto a
ellos, aumentaran las velocidades del sucederse de las clases medias, del
dinamismo de sus ascensos y declinaciones. Las figuras, los tipos diferen­
ciados de intelectuales light se irían superponiendo, los nuevos a los viejos
antes de que éstos se extinguieran o transmutasen por completo. Del mis­
mo modo en que nominalistas y pedantes conviven en la crítica realizada
por Erasmo, los pedantes filólogos habrán de superponerse con las precio­
sas y con las sabihondas a finales del siglo XVII, las ridiculas rebuscadas lo
harán con los petimetres y con la dupla muscadin-meroeilleuse en el siglo
XVIII hasta las etapas finales de la Revolución francesa. Aluvión o cascada
podrían ser las metáforas para describir los procesos de larga duración a
partir del 1600, en los que se entretejen, siempre con mayor rapidez, los
tipos y las temporalidades del pensamiento light. Asistimos en el siglo XVII
a la búsqueda de neologismos o de vocablos de la lengua coloquial y po­
pular, que faciliten la designación de esa catarata de nuevos petulantes. En
El discreto, un manual algo cáustico de cortesanía y simulación publicado
en 1646, Gracián, por ejemplo, utiliza varias palabras para los antiguos y
modernos pedantes: «afectado, paradojo, extravagante, figurero».75

(...) Hay algunos que parece que les calzó la naturaleza el gusto y el
ingenio al revés, y lo afectan por no seguir el corriente. Exóticos en el
discurrir, paradojos en el gustar y anómalos en todo, que la mayor
figurería es sin duda la del entendimiento.76

53
L a ÉTICA DEL COMPROMISO

Poco tiempo después, la sátira teatral de Moliere se ensañó por igual


contra los viejos pedantes (médicos en Monsieur de Pourceaugnac y en El
enfermo imaginario -Diafoirus, Argan-, pedagogos en Las mujeres sabias y
en El burgés gentilhombre -Trissotin, Vadius, los maestros de música, dan­
zas, armas y filosofía del señor Jourdain-) que contra las modernas precio­
sas o las mujeres científicas (Magdelon y Cathos en Las preciosas ridiculas,
Filaminta y Armanda en Las mujeres sabias). Porque, en la sociedad absolu­
tista de las cortes, la novedad de la ligereza y de la petulancia vacía en
materia de cultura la representaron sobre todo las mujeres de la alta bur­
guesía y las pequeñas aristócratas, lo cual refuerza nuestra tesis central
acerca de los grupos con aspiración, a la postre frustrada, al ascenso, a la
autonomía o a la autoafirmación, como el lugar social donde se reclutaron
los pensadores (en este caso, pensadoras) light de todas las épocas. En la
Europa cortesana del siglo XVII, las mujeres protagonizaban a la par que
simbolizaban perfectamente a los sectores inquietos, disconformes con los
sitios que el orden socio-político estamental del absolutismo les tenía asig­
nados de acuerdo con sus orígenes y desde su nacimiento. De ahí que ellas
recibieran la descarga más pesada de la crítica contra la préciosité y contra
la presunción de dominar los mecanismos de investigación de las nuevas
ciencias, cuyas innovaciones y prácticas hacían casualmente furor entre los
caballeros y notables desde Inglaterra hasta Italia77 (aclaremos, entre pa­
réntesis, que a modo quizás de resarcimiento del bon sens femenino, Moliere
también otorgó a una mujer -la señora Jourdain- el papel de advertir a un
varón, su marido, los ridículos errores que él mismo cometía al pretender
la conquista de puestos más altos y brillantes en la sociedad mediante el
aprendizaje de las destrezas y saberes de los nobles: «Estáis loco, marido
mío, con todas vuestras fantasías, y esto os sobrevino desde el momento
en que os empecináis por frecuentar a la nobleza».78 En El burgués gentil­
hombre, Madame Jourdain es la voz que enuncia las bondades del orden
social, la necesidad de permanecer cada quien en su lugar para no dañar
las posibilidades propias ni ajenas de alcanzar la felicidad, un equilibrio
que se veía amenazado, además, por los excesos de los inveterados pedan­
tes preceptores del señor Jourdain).
En Los Caracteres, un libro inspirado en el modelo antiguo de Teofrasto,
que tuvo agregados y modificaciones a lo largo de nueve ediciones en menos
de diez años de 1688 a 1696, La Bruyère reproduce el contrapunto de Moliere
entre pedantes de vieja prosapia y mujeres sabias de nuevo estilo. En el /
capítulo I consagrado a «las obras del espíritu», se dice:

Hay espíritus, si es que me atrevo a decirlo, inferiores y subalternos,

54
J osé E milio B urucúa

quienes sólo parecen hechos para ser la reunión, el registro o la estan­


tería de todas las producciones de otros genios; son plagiarios, tra­
ductores, compiladores; no piensan sino que dicen lo que otros auto­
res han pensado; (...) nada tienen de original ni que Ies pertenezca;
sólo saben lo que han aprendido y no aprenden sino lo que todo el
mundo quiere ignorar: una ciencia vana, árida, despojada de placer y
de utilidad, que no se adecúa a la conversación, que está fuera de cir­
culación, semejante a una moneda que ya no tiene curso legal; (...)
Ellos son quienes los grandes y el vulgo confunden con los sabios y
quienes los sabios de verdad remiten a la pedantería.79

En el capítulo III sobre las mujeres, La Bruyère se pregunta por qué el


género femenino parece reñido con la sabiduría. Una respuesta posible es
que la ley impuesta por los varones es la culpable. Otra que ellas mismas,
debido a una complexión natural que las empuja hacia «una cierta ligere­
za» y a una curiosidad diferente de la masculina, se ubican en el uso de la
ignorancia y los varones, contentos de que las mujeres tengan una ventaja
menos en su feroz competencia con los partenaires. Sin embargo, las cos­
tumbres del tiempo de Los Caracteres han producido la figura de la «mujer
sabia», a la cual suele prestarse atención como a un arma bella; «cincelada
artísticamente, con un pulido admirable y un trabajo muy rebuscado; es
una pieza de gabinete que se muestra a los curiosos, que no es de uso, que
no sirve para la guerra ni para la caza, no más que un caballo de calesita,
aunque sea el más instruido del mundo.»80 Ahora bien, para no caer en el
pecado del pedantismo, La Bruyère sugiere, en el capítulo XIV acerca de
«ciertos usos» de su tiempo, que el remedio reside en el contacto directo y
la familiaridad con los grandes textos de la tradición clásica. (Me permito
citar el pasaje in extenso para poner a disposición de nuestros lectores el
mejor antídoto, hecho de calma, sinceridad, coraje frente al texto, trabajo y
deleite, contra el pensamiento líght):

Nunca el estudio de los textos puede ser demasiado recomendado: se


trata del camino más corto, más seguro y agradable para todo género
de erudición. Tened las cosas de primera mano; acudid a la fuente;
manejad y volved a manejar el texto; aprendedlo de memoria; citadlo
cuando cuadra; pensad sobre todo en penetrarle el sentido en toda su
extensión y en sus circunstancias; conciliad al autor original, ajustad
sus principios, extraed vosotros mismos las conclusiones. Los prime­
ros comentaristas se encontraron en el caso en el cual yo deseo que
vosotros os halléis; no toméis sus luces y no sigáis sus puntos de vista
más que cuando los vuestros os resulten demasiado estrechos: sus
explicaciones no os pertenecen y pueden escaparse de vosotros fácil­
mente; vuestras observaciones, por el contrario, nacen de vuestro es-

55
La ética del compromiso

pírituy en él permanecen; (...) sentid el placer de comprobar que sólo


os detenéis en la lectura cuando las dificultades son invencibles, allí
donde los propios comentaristas y escoliastas se quedan cortos, tan
fértiles por cierto, tan abundantes y tan cargados de una vana y fas­
tuosa erudición en los pasajes claros y que no presentan dificultades
ni a ellos ni a otros; terminad así de convenceros mediante este méto­
do de estudio de que la pereza de los hombres estimuló a la pedante­
ría más bien al engorde que al enriquecimiento de las bibliotecas, a
hacer perecer el texto bajo el peso de los comentarios y que, en ese
sentido, aquélla actuó contra sí misma y contra sus más caros intere­
ses, multiplicando las lecturas, las investigaciones y el trabajo que pro­
curaba evitar.81

El Antiguo Régimen del siglo XVIII asistió, en las cortes, en las acade­
mias, en los sistemas de enseñanza, a una prolongación del papel de-los
pedantes, las preciosas, los. figureros quienes, en los medios españoles bajo
la influencia francesa aportada por la llegada de los Bordones al trono,
pasaron a llamarse petits-maítres, petimetres. Poco y nada aportaron tales
variantes o reediciones a la configuración del fenómeno del pensamiento
light, salvo que los ilustrados de Europa entera, de Voltaire, el Dr. Johnson y
Feijoo hasta Rousseau, Hume yjovellanos, no cesaron de burlarse de nues­
tros personajes en cuyos devaneos y tonterías, a decir verdad, los philosophes
y otros iluministas no vieron mayores peligros, ocupados como estaban en
conjurar los abusos del despotismo religioso y político. Pero ocurrió, aun­
que parezca mentira, que ni siquiera el huracán de la Revolución acabó con
los petimetres; al contrario, nuestros petulantes de siempre reaparecieron
muy pronto bajo una nueva veste, más destructora que la de antaño: los
muscadins y las merueilleuses en el París de los tiempos de la reacción
termidoriana. Sebastián Mercier dejó en su Tablean de París una descrip­
ción de esas preciosas renacidas que, en lugar de inflamarse con los orope­
les lingüísticos del verso clásico o de sentirse transportadas por la contem­
plación de las estrellas a través del telescopio, ahora se extasiaban ante la
palabra «constitución» y las apelaciones a los derechos del hombre, mien­
tras bailaban arrobadas por el compás, «ligeramente», como «nintas,
sultanas y, en ocasiones, no sólo Minervas y junos, sino Dianas también».82
Pero la juventud dorada de los muscadins, muchachos siempre perfumados
con almizcle (muse), vestidos de chaquet, culottes y una especie de gran
cuello llamado anti-guillotin, fue bastante menos inofensiva que la multi­
tud estrafalaria de las merveilieusesmpms no sólo agregaron al discurso aren­
gas encendidas contra el jacobinismo y los sans-culottes sino que, después
del 9 Xermidor y la ejecución de Robespierre, participaron en los saqueos
de las secciones, en el amedrentamiento, en las persecuciones contra los


J osé E milio B urucúa

viejos partidarios de la Montaña o directamente en las violencias que mu­


chas veces llevaron a los antiguos revolucionarios a la invalidez o a la muerte.
Los muscadins acabaron con «el culto de Marat», lograron que el cadáver
del Amigo del Pueblo fuera retirado del Panteón y, por un tiempo, reempla­
zaron la Marsellesa por un himno propio, el Despertar-del Pueblo83
No me referiré al aluvión posterior de los intelectuales light pues ellos
escapan al área de mi conocimiento histórico. Apenas si diré que los artis­
tas ultrarrománticos y los melancólicos incurables de la bohemia parisiense
a mediados del siglo XIX, o las pianistas lánguidas especializadas en La
plegaria de una Virgen 84 precipitan la serie que he ensayado reconstruir ha­
cia el kitsch moderno del 1900 y la cultura de masas, dirigida, edulcorada,
facilista, encubridora, que desmontaron Adorno y Horkheimer en la Dialé­
ctica del Iluminismo 85 En este sentido, parece adelantársenos una
prefiguración de la teoría frankfurtiana en el concepto de «barbarie de la
reflexión», que acuñó GiambattistaVico en la parte final de su Scienza Nuova,
parágrafo 1106 de la edición de 1744. Al hacerlo, el filósofo napolitano
debió de tener in mente a los pedantes de su época.

(...) estos pueblos, a la manera de las bestias, se han acostumbrado a no


pensar sino en el interés particular de cada cual y han alcanzado el últi­
mo grado de la delicadeza o, para decirlo mejor, del orgullo, en el cual
como fieras y por un pelo se ofenden y se enfurecen, y así, habiendo
crecido en celebridad y número de habitantes, viven como bestias enor­
mes en una gran soledad de ánimo y de sentimiento, no pudiendo ni
siquiera dos de ellos ponerse de acuerdo, siguiendo cada uno su propio
placer o capricho, por todo ello, mediante facciones muy obstinadas y
desesperadas guerras civiles, convierten en selvas a las ciudades y a las
selvas en cubiles de hombres; y de tal suerte, al cabo de largos siglos de
barbarie consiguen herrumbrar las malhadadas sutilezas de los inge­
nios maliciosos, que hicieron de ellos fieras más grandes con la barbarie
de la reflexión que cuanto había hecho la primera barbarie de los senti­
dos. Porque ésta descubría una fiereza generosa, de la cual los demás
podían defenderse o huir o precaverse; pero aquélla, con una fiereza
cobarde, en medio de alabanzas y de abrazos, envenenaba la vida y las
fortunas de los confidentes y amigos. Por lo cual, los pueblos de malicia
tan reflexiva, con ese último remedio que usa la providencia, así aturdi­
dos y estúpidos, dejan de sentir solaz, delicadezas, placeres y fasto, y
solamente experimentan las utilidades necesarias de la vida; y, por el
escaso número de los hombres que han quedado y por la abundancia
de las cosas necesarias para la vida, ellos se toman naturalmente socia­
bles; y, merced al retomo de la primera simplicidad del mundo primiti­
vo, los pueblos vuelven a ser religiosos, veraces y fieles; y así retoma en
ellos la piedad, la fe, la verdad, que son los fundamentos naturales de la
justicia y son gracias y bellezas del orden eterno de Dios.86

57
La ética del compromiso

Es posible que, comparadas con el pensamiento o la cultura light de


nuestros días y su abracadabrante predominio, las liviandades del pasado,
excepto las anatematizadas por los frankfurtianos, resulten apenas aberra­
ciones pasajeras y desarticuladas. Lo interesante de tales casos remotos,
más allá del siglo XIX, es que muy poco o prácticamente nada nos ha que­
dado de la producción directa de aquellos «impostores», la cual sólo cono­
cemos en negativo, gracias a la crítica que de ella hicieron los reformadores
profundos, a la par que satíricos, de la cultura y del pensamiento. ¿Será tan
generoso el tiempo para las generaciones futuras, que destruirá los videos
de Ritmo de la noche o Gran Hermano y preservará, en cambio, Mundo grúa
o las fotos de Sebastiaó Salgado, remedando lo acaecido con ese mismo
devorador pertinaz de las cosas que, sin embargo, dejó para nosotros obras
inmensas del pasado en soportes efímeros como el papiro, las tabletas de
arcilla, el pergamino y el papel, el Cuento del Salinero, la Epopeya de Gílgamesh,
la Biblia, la Odisea, el Baghavad Gita, los libros de Confucio?

* José Emilio Burucúa es argentino. Obtuvo el título de doctor en Filosofía y


Letras en la Universidad de Buenos Aires. Es profesor titular de historia mo­
derna en esa misma institución académica. Es miembro de número de la Aca­
demia Nacional de Bellas Artes y dirige el Instituto de Teoría e Historia del
Arte «Julio Payró» en la Universidad de Buenos Aires.

58
J osé E milio B urucúa

N otas

1 De La Bruyère, jean, Les Caractères, Flammarion, Paris, s. f., p. 60.


2 Véase la investigación y los argumentos alrededor de esta hipótesis en Roma-
no, Ruggiero, Coyunturas opuestas. La crisis del siglo XVII en Europa e Hispano­
américa, FCE, México, 1993.
Pagden, Anthony, Lords of all the World. Idéologies of Empire in Spaín, Britain and
France, c. 1500-c. 1800,Yale University Press, New Haven & Londres, 1995.
4 Para un análisis actualizado e interesante de la formación de los imperios his­
pánicos como procesos de globalización, puede leerse Gruzinski, Serge, «Les
mondes mêlés de la Monarchie catholique et autres'connected histories'», en
Amales. Historie et Sciences Sociales, año 56, n° 1, enero-febrero de 2001 pp
85-117.
5 Jaldún, Ibn, Introducción a la historia universal (Al-Muqaddimah) FCE, México,
1977, con un estudio preliminar de Elias Trabulse. Contiene la Autobiografía
de Ibn Jaldún. Para el caso del imperio islámico de Akbar y sus sucesores en el
siglo XVI, véase Subrahmanyam, Sanjay, «Du Tage au Gange au XVIe. siècle:
une conjoncture millénariste à l'échelle eurasiatique», en Annales. Histoire et
Sciences Sociales, año 56, n° 1, enero-febrero de 2001, pp. 51-84.
6 Gelle, Aulu, Les nuits attiques, Livres I-V, texto latino y francés, (traducción y
notas por Maurice Mignon), Garnier, Paris, s. f., pp. 2-9.
7 Ibidem, pp. 6-7.
8 Ibidem, libro I, cap. X, libro IV, cap. I, pp. 38-39 y 239-245.
Luciano di Samosata, I Díaloghi e gli Epigrammi, (traducción de Luigi
Settembrini), Danilo Baccini, Roma, Casini, 1962, pp. 413-434
40 Ibidem; p. 430.
11 Ibidem, pp. 597-618.
12 Ibidem, p. 330.
13 Ibidem, p. 346.
14 Ibidem, p. 775.
15 Ibidem, pp. 197-217.
16 Ibidem, p. 283. El diálogo se llama: «Hermótimo o sobre las sectas».
17 Ibidem, p. 629. El diálogo se llama «El sueño o el gallo».
18 Ibidem, pp. 183-196.
19 Los filósofos imitadores de Diogenes fueron llamados «cínicos» por pretender
vivir como perros, desnudos, solos, tirados en un tonel. «Cinos» es «perro» en
griego.
20 Ibidem, p. 195.
21 Ibidem, pp. 717-727.
22 Ibidem, p. 718.
23 Ibidem, p. 720.
Nota bene: hago aquí una síntesis de la larga exhortación del «maestro» con
mis propias palabras. Las pongo entre comillas como si él hablara, pero no se
trata de una cita explícita del texto de Luciano.
2o Luciano, op. cit., p. 726.
26 Bréhier, Émile, La philosophie du Moyen gee, Albin Michel, Paris, 1971 pp 329-
370
La ética del compromiso

27 Rapp, Francis,. La Iglesia y la vida religiosa en Occidente afines de la Edad Media,


Labor, colección Nueva Clio, Barcelona, 1973, pp. 68-74 y 272-285.
28 Puesto que de seguro se ine objetará el haber aproximado tanto la figura de
Guillermo de Occam a las de sus epígonos preciosistas, y ridículos, declaro
reconocer con creces la envergadura filosófica de Occam, tanto en los planos
de la metafísica, la lógica y la propia teología, cuanto, y mucho más, en los
campos de la política y de la antropología, pues tengo presente que fue él
quien argumentó contra la teocracia papal y fundamentó la idea de la propie­
dad como institución contingente y derogable aunque útil, siempre y cuando
se la mantenga sometida a las necesidades del colectivo social. Véase al res­
pecto Miethke, Jürgen, «Libertad, propiedad y gobierno en el pensamiento de
Guillermo de Ockham», en Zurutuza H„ Botalla, H„ Bertelloni, F„ El hilo de
Ariadna. Del Tardoantiguo al Tardomedioevo, Homo Sapiens, Rosario, 1996, pp.
243-253. Por lo tanto, mí cita de sus sutilezas especulativas alrededor de la
potentia Dei absoluta no descarta la idea de que, en su caso, esos silogismos y
entimemas no hayan sido más que juegos lógicos o divertimentos destinados
a mostrar lo absurdo de pretender que la mente humana indagara los territo
ríos de la libertad y de la gracia divina.
29 Petrarca, Prose, editado por Martellotti, G., Ricci, Pier Giorgio (Invectivas),
Carrara, E. y Bianchi, E., Milán, Nápoles, Ricciardi, 1955, pp. 710-767.
30 Ibidem, pp. 712-713.
31 Ibidem, pp. 714-715.
32 Ibidem, pp. 718-721.
33 Ibidem, pp. 722-723.
34 Ibidem, pp. 734-735.
35 Ibidem, pp. 736-737.
36 Boccaccio, Giovanni, I Libri XIVe XV della Genealogía degli Dei, in Zeiiatti, Oddone.
Dante e Firenze, prose antiche, Sansoni, Florencia, s. í, pp. 206-263. Boccaccio,
Giovanni, Opere in versí. Corbaccio.Trattatello in laude di Dante, prose latine,
Epistolario, edición a cargo de Ricci, Pier Giorgio, Ricciardi, Milán-Nápoles,
1965, pp. 896 y ss.
37 Boccaccio, Giovanni, Opere in versi... op. cit., pp. 904-909 y 930-933.
38 Ibidem, pp. 934-935.
39 Ibidem, pp. 938-941.
40 Para más detalles, véase Burucúa, José Emilio,.Corderos y elefantes. La sacralidad
y la risa en la modernidad clásica - siglos XV a XVII-, Miño y Dávila, Madrid-
Buenos Aires, 2001, pp. 176-182.
41 Alberti, Leon Battista. Mamoso del principe, (editado y traducido al italiano por
Consolo, Riño, mtrod. por Di Grado, Antonio, presentado por Balestrini, Nanni)
Costa & Nolan, Genova, 1986, pp. 46-47.
42 Ibidem.
43 Erasmo, Elogio de la locura, (traducido por Espina, Antonio, introd. por Vidal,
José Luis y), Barcelona, Planeta, 1987, p. 13.
44 Ibidem, pp. 85-87.
45 Ibidem, pp. 88-90.
46 Ibidem, p. 95.
47 Ibidem, p. 92.
J osé E milio B urucúa

48 Ibidem, p. 94-
49 Ibidem, p. 99.
50 Ibidem, pp. 107-108.
51 Puede verse Klein, H. Arthur, Graphie Worlds of Peter Bruegel the Eider, Dover
NuevaYork, 1963, pp. 141-143 y 243-245. Lavalleye, Jacques, van Leyden, Lucas,'
Peter Brugel l Ancíen. Gravures, oeuvre complet. Arts et métiers graphiques, Paris,
1966.
52 Warburg, Aby, La Rinascita del Paganesimo Antico. Contributi alla storia délia cul-
53 tura>(estudio introductorio por Gertrud Bing), La Nuova Italia, Florencia, 1966.
De Montaigne, Michel, Essais, Livre Premier, Fernand Roches, Pans, 1931 vol
1, pp. 186-202.
54 Ibidem, p. 187.
35 Ibidem, pp. 191-192.
56 Ibidem, p. 194.
57 De Montaigne, Michel, Essais, Livre Premier, Fernand Roches, Paris, 1931 vol
2, pp. 237-241.
58 Ibidem, p. 239.
39 Ibidem, p. 240.
Editado por Sanesi, Ireneo en Commedie del Cinquecento, Laterza, Bail, 1912,
vol. 1, pp. 85 y ss. Véase Stauble, Antonio, «Una ricerca in corso: il personaggio
del pedante nella commedia cinquecentesca», en AA. W ., Il teatro italiano del
Rinascimento, Maristella da Panizza Lorch, Edizioni di Comunità, Milán 1980
pp. 85-101.
Bruno, Giordano, Candelaio, Giorgio Barben Squarotti, Einaudi, Turin, 1964.
Véase al respecto Burucúa, op. cit., pp. 307-311.
Bruno, Giordano,- Cand.elaio..., op. cit., p. 23.
63 Véase las excelentes traducciones, acompañadas por estudios introductorios,
que ha hecho Miguel Ángel Granada sobre Giordano Bruno, La expulsión de la
bestia triunfante, Alianza, Madrid, 1989, y La cúbala del caballo Pegaso, (con El
asno cilénico),Alianza, Madrid, 1990.
Bruno, Giordano, La Cabala del caballo Pegaso..., op. cit., pp. 87-88.
63 De Verville, Béroalde, Le moyen de parvenir. Oeuvre contenant la raison de tout ce
qui a été, est et sera, Paris, Garnier, s. f. La edición más antigua del texto con su
nombre definitivo en la portada podría corresponder al in-12 (pequeñísimo
formato) en dos vplúmenes, al que acompañó una disertación del erudito La
Monnoye a fines del siglo XVII, citado por Furetiére en el diccionario en la voz
Cocu («cornudo») y por Bayle en el artículo Pericles del Dictionnaire historique
et critique. Esa versión se dice «corregida de muchas faltas que no estaban y
aumentada con muchas otras», impresa en Chinon, en el taller de Francisco
Rabelais, «en la piedra filosofal, el año pantagruelino». Otra edición, atribuida
a la imprenta de Lenglet-Dufresnoy, también un in-12 en dos volúmenes pro­
bablemente del siglo XVIII, declara haber sido realizada «en ninguna parte» y
en el año 200070032. La unión al mundo rabelesiano funciona como una clave
interpretativa, mientras que lo absurdo de las localizaciones y del fechado sir­
ve al doble propósito de esconder a los editores responsables y de acrecentar
el carácter risueño delirante de la obra.
66 Ibidem, pp. 27 y 34.

6i
La ética del compromiso

67 Ibidem, pp. 404-405.


68 Para una vision de conjunto de ambos géneros, puede verse Burucúa, op. cit.,
pp. 265-284.
69 Scroffa, Camillo, I cantici di Fidenzio con appendice di poeti fidenziani, Pietro
Trifone, Roma, Salerno, 1981.
70 Ibidem, p. 39.
71 Folengo, Teófilo, Baldas, (edición latina macarrónica con traducción italiana
por Emilio Faccioli), Einaudi, Turin, 1989.
72 Ibidem, pp. 868-869.
73 Ibidem, pp. 876-877.
74 Molière, J. B., «Le malade imaginaire», en Oeuvres complètes, Félix Lemaistre,
París, V Garnier, s. f., tomo III, pp. 533-534
75 Gracián, Baltasar, El discreto, (editado por Arturo Del Hoyo), Aguilar, Madrid,
1963, p. 105. El pasaje corresponde al «realce» XVI, «Contra la figurería».
76 Ibidem.
77 Shapin, Steven, A Social History of Truth. Civility and Science in Seventeenth-
Century England, The University of Chicago Press, Chicago & Londres, 1994.
78 Moliere, J. B., Le bourgeois gentilhomme, comédie-ballet, Paris, Larousse, s. f.,
acto III, escena III, p. 48.
79 La Bruyère, op. cit., p. 74.
80 Ibidem, pp. 97-98.
81 Ibidem, pp. 326-327.
82 Cit. en Carlyle, Thomas, Flistoria de la Revolución Francesa, Joaquín Gil, Buenos
Aires, 1946, p. 819.
83 Woronoff, Denis, La République bourgeoise de Thermidor à Brumaire, 1794-1799,
(tomo 3 de la Nouvelle Histoire de la France contemporaine), Seuil, Paris, 1972,
pp. 15-18.
84 Para varias referencias a los aspectos light de la creación musical en la Europa
del Renacimiento y a la crítica realizada por Vincenzo Galilei en su Diálogo de
la música antigua y de la moderna, véase Burucúa, op. cit., pp. 344-345.
85 Horkheimer, M. y Adorno, T. Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, Buenos
Aires, 1969, pp. 146-200.
86 Vico, Giambattista, La Scienza Nuova, Paolo Rossi, Milán, Rizzoli, 1977, pp. 704-
705.

62
Subjetividad y vida en condiciones posmodernas

E miliano G alende *

El llamado posmodernismo se ha constituido como una moda que ha


cautivado a muchos intelectuales en todo el mundo. Bajo esta denomina­
ción se encierran en verdad varias cuestiones: 1. se alude a la presencia de
nuevos rasgos culturales, en arquitectura, estética, literatura, cine y teatro;
2. a nuevos comportamientos sociales; 3. a ensayos y teorías al respecto y
que adoptan dicha denominación como indicativos de pertenecer a ese
campo; 4. asimismo y como contraseña de identificación, a la creencia de
que la modernidad, sobre todo en su fase capitalista industrial, ha sido
superada por una «nueva época», social y culturalmente diferente de la
moderna.
Es destacable que, así como la producción intelectual de los años se­
senta y setenta analizaba las mismas cuestiones bajo la categoría de «ideo­
logía» («superestructura de la formación social») con fuerte hegemonía de
la teoría marxista, en la actualidad estas mismas cuestiones dan lugar a los
llamados «ensayos culturales» que, por lo general, obvian o ignoran los
problemas derivados de analizar la sociedad en sus conflictos y antagonis­
mos y las formas que éstos asumen en cada contexto local. La proliferación
de estos ensayos culturales «posmodernos» produce un cierto ocultamien-
to de las condiciones reales de existencia de los individuos en cada socie­
dad local, como si tanto la cultura como la vida social fueran ya globales y
comunes a todos y se desenvolvieran autónomamente, con independencia
de la base económica y de las contradicciones propias del capitalismo en
cada contexto de su desarrollo.
Debemos recordar que muchos de los rasgos de la cultura actual son
expresión, entre otros factores, de la realización de ideales progresistas de
los años setenta, de la política de izquierda, del feminismo, del psicoanáli­
sis ... (son ejemplos de estos rasgos la independencia de la mujer, su logro
de mayor autonomía como sujeto igual y la no represión de su sexualidad,
el incremento de la independencia del individuo, la menor sujeción a la
moral y a los imperativos del superyó, el reconocimiento de la diversidad
subjetiva y las identidades de las minorías sexuales, etc.), mezclados con

63

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