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Etica Cristiana - Fe o Razon
Etica Cristiana - Fe o Razon
I. Introducción
En ambientes católicos, los libros de texto solían señalar, en sus primeras páginas, una
clara distinción entre moral y ética.
La moral se consideraba como una ciencia teológica y, por tanto, debía encontrar en la
revelación su único fundamento. Por ella Dios había manifestado su voluntad, y al
hombre no le quedaba otra salida que la sumisión. La iglesia, guardiana de este
depósito, era la encargada de traducir estas exigencias a la complejidad de las
situaciones reales. Y correspondía al moralista analizar esas dos fuentes - la palabra de
Dios y la enseñanza de la iglesia- para exponer los criterios morales.
La ética, en tanto que disciplina filosófica, debía intentar probar, a la luz de la razón, las
normas orientadoras de la conducta. Una tarea secundaria, dado que su esfuerzo sólo
servía para confirmar lo revelado por la fe. Por lo demás, sólo el magisterio de la iglesia
podía interpretar con garantía las conclusiones que la filosofía derivaba de la ley natural.
Así, la aceptación de unos contenidos éticos no dependía tanto de las justificaciones
racionales como de los motivos sobrenaturales en los que se apoyaba. Nadie podrá
negar que semejante planteamiento era claramente heterónomo.
No digo esto con ánimo de ironía o menosprecio. Respeto esta tradición que logró dar
una orientación válida a tantas generaciones, situadas, eso sí, en un contexto histórico y
cultural distinto del nuestro. Hay que decir, sin embargo, que ya antes del concilio
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fueron muchos los intentos de renovación que pretendían superar esa exposición
negativa y legalista, muy lejos del ideal evangélico. Pero se quedaron a medio camino,
porque más que justificar el porqué de una conducta, trataron de animar simplemente a
su cumplimiento. La justificación siguió teniendo un marcado carácter heterónomo.
El reto de la secularización
La ética autónoma es la respuesta del hombre moderno, que desea actuar por
convencimiento interior y no por el hecho de estar mandado. Aun careciendo de la
vivencia de la fe, una persona honesta está capacitada para conocer los contenido éticos
y comprometerse con ellos, en pugna con los factores que condicionan el
descubrimiento de la verdad o el seguimiento del bien. La historia demuestra que en
culturas anteriores, o ajenas a la revelación cristiana, se aceptaban conductas
consideradas como propias y aun exclusivas del cristianismo. El amor a los enemigos,
por poner un ejemplo bien característico, fue proclamado antes que la revelación judía.
No obstante, los autores que defienden esta postura reconocen que cuando la educación
se desarrolla en un clima religioso, éste ilumina y estimula el aprendizaje de la moral.
Claro que descubrir un valor por la enseñanza de la revelación no significa que sólo por
ella puede justificarse. Las actitudes que un día alguien llegó a conocer por ese camino
pueden hacérsele también comprensibles y aceptables desde una reflexión racional.
Este planteamiento parece confirmado por una amplia y autorizada tradición, asumida
por el mismo Sto. Tomás. Toda la teoría clásica de la ley natural, al margen de sus
interpretaciones históricas, mantiene ese mismo supuesto básico: las normas de
conducta encuentran su justificación en la interioridad del hombre racional. En el fondo,
este principio implica la idea de una moral secular. Con ello no se quiere sacar a los
creyentes del ámbito de la fe, sino acreditar las exigencias de la fe, mediante los
postulados del derecho racional.
Aparece así una visión profundamente optimista respecto a la capacidad del ser humano
para orientar su propia existencia. Según aquella, el hombre está en medio del mundo
como una pequeña providencia, encargado por Dios de llevar adelante la obra de la
creación. En efecto, el creyente sabe que esa autonomía para dirigir su vida es un regalo
del Creador. Sabe también que su destino es sobrenatural. Pero esta relación de origen y
de destino, que ha descubierto por la revelación, no destruye de ningún modo su
capacidad de autogobierno, ni su responsabilidad sobre el mundo.
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Lo que se quiere subrayar con esta postura es que la fe no es un requisito necesario para
el conocimiento ético. Y además que la aceptación de un lenguaje común - la razón- a
todos los que buscan y trabajan en el bien del hombre posibilita la comprensión del
mensaje moral evangélico y el acceso razonable a sus valores éticos.
Papel de la fe
Por otra parte, la fe ofrece una ayuda inestimable, ya que facilita y confirma el
"conocimiento" de los valores éticos. Lo que el Vaticano I afirma respecto a la
necesidad de la revelación para el conocimiento natural de Dios habría que aplicarlo
también con mayor razón, a la captación de los valores morales: A esta divina
revelación hay que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo
inaccesible a la razón humana pueda ser conocido por todos... de modo fácil, con
certeza y sin mezcla de error.
En este punto, la iglesia tiene una misión importante que cumplir. Ella no sólo ha de
conservar y defender la fe, presente en el depósito de la revelación, sino que ha de
iluminar también la conducta del hombre en el campo de las costumbres, aunque no
pertenezcan al depósito de la revelación. En efecto, la voluntad de Dios, como hemos
dicho, se manifiesta en todo lo que es recto y justo. El problema radica en saber cómo
llegar al descubrimiento de esta moralidad. Es aquí donde la iglesia no debe ahorrarse el
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esfuerzo y la reflexión racio nal para ofrecer las respuestas éticas, que no están explícita
ni directamente solucionadas en la revelación.
Aunque ninguno de los autores rechaza la asistencia del Espíritu a este magisterio moral
de la iglesia, todos insisten en que semejante ayuda no excluye la posibilidad de error,
puesto que no se trata aquí de la verdad infalible. Ninguna enseñanza ética -al parecer
de la mayoría- alcanza este nivel de infalibilidad. Por lo demás, la historia demuestra
que algunas de las doctrinas propuestas por el magisterio no infalible han ido
cambiando con el tiempo, e incluso han sido abandonadas. Ofrecer algo como
razonable, en función de los datos científicos en un determinado momento histórico, no
significa que lo sea siempre.
Por ello, hay quienes piensan que tales intervenciones no se hacen en virtud de un
especial magisterio, sino por una preocupación sincera de orientar la conciencia de los
fieles cuando éstos no se hallan capacitados o cuando surgen especiales dificultades
para el discernimiento de los valores. Se trata, en todo caso, de una tarea vicaria (y en
ocasiones, de manifiesta necesidad) pero que nunca podrá exigir una absoluta sumisión
de la voluntad y del entendimiento. Recuérdese que, por hipótesis, nos referimos a una
verdad sobre la que Dios no ha manifestado ninguna enseñanza particular, de modo que
sólo queda el recurso a la razón para que la conciencia, después de examinar las
doctrinas -también las del magisterio- juzgue y decida lo que es mejor. Esta
interpretación tocante al magisterio no es compartida por todos los autores de esta
tendencia. Sin embargo, todos hablan de la posibilidad de un disentimiento respetuoso,
después de una reflexión seria y sin actitudes de autosuficiencia o de rebeldía.
Resumen final
En síntesis, podemos decir que la "ética autónoma" tiene como punto de partida una
moderada confianza en la razón humana, a pesar de sus limitaciones. Y como meta,
tiende a hacer comprensibles los valores éticos en un mundo secularizado, que postula
una explicación racional para su asentimiento. El creyente descubrirá que esa autonomía
le ha sido dada por Dios, y encontrará en El una ayuda, pero nunca le servirá de excusa
para ignorar el origen y el destino de su "autonomía ética".
III. La moral de fe
La "moral de fe", como es obvio, manifiesta serias reservas sobre algunas afirmaciones
de la postura anterior. El mismo término "autonomía" despierta ya un fuerte rechazo por
considerarse inaceptable en un discurso cristiano, dado su origen y significación laica.
Todo lo que niega la absoluta soberanía de Dios o el carácter de criatura del hombre es
incompatible con el núcleo de la fe. El punto de partida no ha podido, pues, ser más
funesto. Pero no acaban aquí las dificultades.
Resumen final
Como síntesis, podríamos decir que en esta tendencia el "punto de partida" es una visión
más pesimista de la razón humana, que necesita apoyarse en la luz de la revelación. Su
"meta" es defender la plenitud de la moral evangélica, aunque para ello sea necesaria la
renuncia a los intentos de explicación racional. La fe no sólo descubre los valores éticos,
sino que es su única justificación objetiva.
Exigencia de racionalidad
En un mundo como el nuestro, nadie podrá negar que cualquier obligación ética por la
fuerza de la autoridad y sin una explicación razonable suscita el rechazo y la
agresividad. Este es un dato objetivo e irrenunciable. La justificación última sobre la
bondad o malicia de una acción no se encuentra jamás en que esté mandada o prohibida
-comportamiento infant il-, sino en el análisis de su contenido interno. Hay que pasar de
una moral heterónoma e impositiva a una conducta autónoma y responsable: adulta.
De cara al mundo de hoy, la jerarquía, los moralistas y los educadores han de esforzarse
por presentar una doctrina que sea razonable y que no se ampare exclusivamente en
argumentos de soluciones humanas al mundo alejado de la fe y reacio a cualquier
intento de manipulación ideológica. No hay que decir que ésta es una tarea mucho más
comprometida que la de levantar la voz para repetir lo que está mandado o para
amenazar con las consecuencias del pecado. Creemos que la "ética autónoma" ha
subrayado esta urgencia con mayor énfasis que la "moral de fe".
El problema de fondo radica en aceptar o no la capacidad del hombre para conocer los
valores éticos, sin necesidad de recurrir a la fe para su justificación. Pues bien, dejando
de lado ahora las discusiones especulativas o interpretaciones históricas, me parece que
existen datos objetivos para hacer "razonablemente" una determinada opción. El
conocimiento mayor de otras culturas, así como el sentido ético de muchas personas
honestas sin relación con la fe, hace muy difícil creer que algunos valores son
exclusivos del cristiano. Por lo que tiene de sintomático, no me resisto a copiar un viejo
texto, anterior al cristianismo, en el que un padre habla a su hijo, con un talante que nos
recuerda a Jesús: "No hagas mal a tu adversario, recompensa con bienes al que te hace
mal; procura que se haga justicia a tu enemigo, sonríe a tu adversario..., muéstrate
amable con el débil, no insultes al oprimido, no lo desprecies con aire de autoridad"
(Está tomado de J.L. Sicre, La preocupación por la justicia en el antiguo Oriente,
Proyección 28 (1981) 99-100). Este y otros datos similares demuestran que al razón
humana, a través de la experiencia y de la reflexión individual o comunitaria, puede
llegar a captar valores supuestamente "incomprensibles", al margen de la revelación.
Por otra parte, sin ánimo derrotista, hay que reconocer que los cristianos, a pesar de la
función iluminadora de la fe, no siempre hemos sobresalido en la defensa de algunos
valores o en la condena de algunas injusticias. En la misma iglesia, como doctrina
oficial o comúnmente aprobada, se han permitido comportamientos, que hoy nos
resultan censurables. De todos modos, sería injusto negar que la iglesia haya
contribuido a la defensa del hombre con su esquema de valores. Pero ello no es óbice
para reconocer que otros grupos, por vía racional, hayan conocido y aceptado dichos
valores. Más que hablar de una ética específicamente cristiana, se podría admitir que la
moral de los cristianos encierra un conjunto de valores que, tal vez, no se dé en otros
colectivos; pero sin que ninguno de estos valores pueda ser considerado incomprensible
a la razón (con esto no queremos caer en una exaltación ingenua de la razón. Sus
limitaciones son muchas, aparte de los condiciones que la determinan. El desencanto
que caracteriza hoy la cultura postmoderna subraya con fuerza esta relatividad).
El conocimiento de un valor ético tiene una dimensión racional, pero exige también
dosis de intuición y sensibilidad: la evidencia de un silogismo no lo resuelve todo. Y
hay más: los datos científicos, los prejuicios colectivos, los intereses de cualquier índole
nos hacen ver una misma realidad con distintos matices. El hombre no accede nunca a la
materialidad de las cosas, en una actitud de despojo absoluto. Nuestro conocimiento se
halla mediatizado. Por ello, no se puede pedir que la solución a problemas complejos
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resulte evidente para todos; pero sí debe exigirse que la opción presentada aparezca,
entre otras posibles, como razonable. Lo más importante es que ninguna oferta ética
resulte incomprensible o absurda.
Por su parte el creyente encuentra en el mensaje revelado no sólo la luz y el impulso que
necesita, sino también un nuevo marco de comprensión, una cosmovisión totalizante
que le pone en espontánea sintonía con los valores más profundos. La entrega
incondicionada a Dios; la opción por Jesús y su reino; la vida puesta al servicio de los
demás; la esperanza de un éxito final; el sentido de la realidad, por muy negativa que
aparezca, son otras tantas dimensiones que la fe descubre al creyente y que lo hacen más
sensible, más apto y más dispuesto a las exigencias éticas. En teoría, al menos; porque
en la práctica hay que reconocer que todo ello no basta para que se dé un eficaz
discernimiento ético. Aun con muy buena voluntad, la iglesia, como comunidad, y los
santos, como testigos de Dios, han defendido conductas que hoy se consideran poco
evangélicas y poco humanas, o han condenado otras que se han permitido con
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posterioridad. Hicieron lo que les parecía mejor, teniendo en cuenta los elementos de
aquellas circunstancias concretas. Después, con perspectiva histórica, se comprendieron
mejor todos los condicionantes. Por eso, nadie puede exigir que las obligaciones
impuestas tengan un carácter definitivo e inmutable. Nuestra responsabilidad radica en
que lo que ahora se pida sea, por lo menos, razonable.
V. Conclusión
Complementación entre la fe y la razón
Así como sería imposible -e históricamente injusto- probar esta segunda hipótesis; así
también la primera es de difícil comprobación: ni siempre los cristianos han vivido la
plenitud del conocimiento moral, ni, en cualquier caso, han sido los únicos.
Dado, pues, que ni la fe sola, ni mucho menos la sola razón, garantizan el conocimiento
ético, se hace del todo inevitable insistir en la necesidad de su mutua complementación.
Magisterio y teólogos
La iglesia puede y debe ofrecer una orientación moral a sus fieles. Cuando descubra que
determinados comportamientos se alejan del espíritu evangélico o que se convierten en
una amenaza para el hombre, ella ha de levantar la voz de alerta. Y su testimonio se
hace vinculante, por encima de cualquier otra opinión.
Cierto que hoy se ignoran o se marginan estas intervenciones. Tal vez ello es debido a
un excesivo dogmatismo por parte del magisterio. La moral que enseña la iglesia no es
un conocimiento que le venga de arriba; por consiguiente, no debe darle un carácter
absoluto y definitivo. Las valoraciones hechas en un momento determinado pueden
sufrir matizaciones y cambios; estos cambios, evidentemente, nunca se van a realizar
por iniciativa de la autoridad. Antes de que el magisterio intervenga, las nuevas
orientaciones se habrán planteado y discutido en niveles inferiores. La historia
demuestra, por ejemplo, que si no hubiera sido por la "disidencia" de los teólogos, el
enriquecimiento progresivo en la doctrina del magisterio habría permanecido estancado.
Juan Pablo II lo reconoce explícitamente: el teólogo "debe hacer nuevas propuestas;
pero sólo son una oferta... hasta que, en un diálogo sereno, la iglesia las pueda aceptar"
(Discurso a los teólogos en Altötting: Papst Johannes Paul II in Deutschland (Offiziele
Ausgabung), Bonn 1980, 171.
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Conclusión final
Esta ética cristiana, comprometida con Aquel que está más allá de todo valor, tiene
también una dimensión humana, pues se fundamenta sobre la propia razón. Si hasta
ahora se había dado primacía a la fe, hoy habría que enfatizar la urgencia de su
explicación racional para facilitar la apertura del hombre sin fe y también para que el
creyente alcance el nivel de autonomía y el grado de madurez humana indispensables
para un cristianismo auténtico.