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Contar cosas y que nos las cuenten nos agrada a todos antes de que existiera la palabra

escrita, esta forma de contar -el relato oral- era el único modo posible de que quienes ni
habían visto u oído algo directamente tuvieran noticia de ello. Y aun mucho tiempo
después de que la humanidad conquistara la escritura, incluso mucho después de
inventada la impresa, en las sociedades no alfabetizadas la palabra hablada ha seguido
siendo el único medio para transmitir desde los cotilleos mas triviales hasta los
acontecimientos de mayor transcendencia. Algunas de las grandes narraciones que hoy
consideramos clásicas tienen en su origen este carácter oral, y por vía oral se difundieron
en un primer momento.
En realidad, otro tanto sucede en las sociedades alfabetizadas. Todavía hoy -cuando
existen tantas formas de comunicación basadas en otros medios, además de la imprenta-
el relato directo, oral en sentido inmediato, sigue siendo la forma mas frecuente de
comunicar las cosas que suceden: cualquiera que viva en un pueblo o en un barrio sabe
que las noticias vuelan, y que enseguida se entera todo el mundo de lo que ha hecho el
vecino. Y aunque tendemos a pensar que ese gusto por lo que llamamos chismorreo, la
tendencia a contar y comentar, es algo privativo de los núcleos pequeños, lo cierto es que
se trata de una afición común a todas las esferas sociales.
El hecho es que los hablantes nos pasamos la vida contando cosas. Una parte muy
significativa de las conversaciones cotidianas consiste en relatarnos los unos a los otros lo
que hacemos, lo que hemos visto, lo que alguien a su vez nos ha contado… (observas un
poco: escuchad en casa, en los bares en el autobús, y comprobareis que la conversación
diaria está llena de preguntas acerca de lo que acontece, y de las respuestas
correspondientes). Vista desde este ángulo, la actividad de narrar se presenta como
una dimensión, entre otras, de los usos diversos para los que empleamos el
lenguaje humano. Y podemos añadir que se trata de un uso frecuentísimo, y tan
universal como esa capacidad misma, común a toda la humanidad, a la que llamamos
lenguaje.

NARRAR, UNA NECEDIDAD IRREPRIMIBLE

El correveidile -en efecto-, el cotilla, el chismoso, o el simple aficionado a referir lo que


pasa, es una figura universal. Gracias a él, en sus muchas encarnaciones y modalidades,
conocemos hoy hechos que, de no haber mediado alguien así, habrían quedado ocultos
para siempre. Por ejemplo, Cambronne, un general francés, dijo <mierda> en una batalla
y se enteró toda Francia. Aun se hace referencia al asunto de vez en cuando, pues en
ciertos ambientes franceses <le mot de Cambronne> se siguió utilizando desde entonces
como expresión eufemística para evitar el uso de la palabra <merde>, y de ahí ha pasado
a quedar fijada en la literatura.
Tu mismo, que lees esto, te estas enterando ahora que Cambronne dijo <mierda> en la
batalla de Waterloo; o, en todo caso, de que alguien conto que lo había dicho. Porque no
todo lo que se cuenta es verdad, como sabemos, a pesar de que a veces nos conducimos
como si no lo supiéramos, cuando damos por cierto lo que es, sin más, verosímil (es
decir, que presenta apariencia de verdad), y en cambio no damos crédito a cosas que,
siendo ciertas, no lo parecen (resultan inverosímiles), lo cual nos lleva a interprétalas
como producto de la fantasía de quien se cuenta. Conviene, sin embargo, saber distinguir
entre verosímil y lo verdadero.
Como decíamos, lo más común es que surja ese alguien que siente la necesidad de
contar, incluso a toda costa, lo que ha ocurrido… y ni siquiera es necesario que se trate
de personas especialmente chismosas: mas bien es una necesidad que en un momento u
otro alcanza a todos. Bien lo sabía Erostrato, aquel personaje que, para que la posteridad
conservara recuerdo de él, incendio un templo en Éfeso el mismo día en que nació
Alejandro Magno. Como resultado, Erostrato fue condenado a suplicio y además en
contra de su propósito, se prohibió que nadie, absolutamente nadie, pronunciara su
nombre bajo pena de muerte. Pero ni siquiera esta amenaza sirvió para evitar que la
gente hablara de lo que había hecho Erostrato… y veinticuatro siglos después, todas las
enciclopedias cuentan lo que

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